Mi abuelo me preguntó sorprendido, “Mi hijo, ¿por qué vienes en bus? ¿Qué pasó con el auto deportivo que te regalé?” Mi padre, nervioso dijo, “Él no lo merecía. Se lo dimos a su hermano. Mi abuelo tiró su sombrero al suelo y el caos se desató. Nunca olvidaré ese día de Navidad.

 El día en que mi abuelo finalmente vio la verdad sobre su propia familia, el día en que todo cambió para mí. Mi nombre es Diego, tengo 20 años y hasta hace poco vivía con mis padres y mi hermano mayor en una casa que mi abuelo pagaba. De hecho, mi abuelo pagaba todo. El alquiler de 00, los servicios, la comida, los gastos, todo.

 Mi abuelo, don Ernesto, es un hombre de 75 años que construyó un imperio desde cero. Tiene varias empresas exitosas, propiedades, inversiones. Es millonario, pero nunca se le subió a la cabeza. Sigue siendo el mismo hombre humilde que trabajó desde los 14 años para darle una mejor vida a su familia. Cada mes mi abuelo le enviaba $,000 a mi padre para cubrir todos los gastos de la casa.

 Y mis padres, en lugar de usar ese dinero sabiamente o intentar ser productivos, simplemente lo gastaban y esperaban el próximo depósito. Mi padre, Héctor tenía 50 años y no había trabajado en los últimos 5 años. ¿Para qué? Decía siempre. Tu abuelo tiene más dinero del que puede gastar. Es su responsabilidad cuidar de su familia. Mi madre, Sandra, era igual.

 Se la pasaba viendo televisión, yendo a tomar café con sus amigas, gastando dinero en cosas innecesarias. Nunca trabajó, nunca quiso trabajar. Y mi hermano mayor, Cristian, de 23 años, era peor que los dos. Se graduó de la universidad hace años, universidad que mi abuelo pagó, por supuesto, y desde entonces nunca buscó ni un solo trabajo.

 Se la pasaba durmiendo hasta tarde, saliendo con sus amigos, viviendo la vida fácil con el dinero del abuelo. Yo era diferente, siempre lo había sido. Desde que tengo memoria he admirado a mi abuelo. No por su dinero, sino por su ética de trabajo, por su determinación, por cómo construyó todo lo que tiene con sus propias manos. Y yo quería ser como él.

 Quería ser alguien en la vida, quería construir mi propio camino. Así que cuando cumplí 19, decidí conseguir un trabajo. ¿Para qué vas a trabajar? Me preguntó mi padre cuando se lo dije. El abuelo nos mantiene. Tienes todo lo que necesitas aquí. Quiero ganar mi propio dinero respondí. Quiero aprender. Quiero crecer.

 Mi sueño es ser empresario algún día como el abuelo y para eso necesito empezar desde abajo. Mi hermano se ríó. Eres un tonto. Tenemos todo servido en bandeja de plata y tú quieres ir a trabajar como un plebello. Qué bobo. Pero no me importó. Encontré un trabajo como asistente en una empresa de marketing. No pagaba mucho, $600 al mes, pero era un comienzo. Era mi comienzo.

 El único problema era que la empresa quedaba a 40 minutos en bus de mi casa. Tenía que levantarme a las 5:30 de la madrugada para tomar el bus de las 6:30 y llegar a las 7:10 para empezar a trabajar a las 7:30. Luego, después de trabajar hasta las 5 de la tarde, tomaba el bus de regreso, llegando a casa cerca de las 6 de la tarde. Era agotador, pero también era satisfactorio. Cada día aprendía algo nuevo.

 Cada día me acercaba más a mi sueño de ser empresario. Mis padres y mi hermano no perdían oportunidad de burlarse de mí. Ahí va el esclavo, decía Cristian cada mañana cuando me veía salir divirtiéndote trabajando por limosnas mientras yo duermo hasta el mediodía. No entiendo por qué haces esto,”, decía mi madre. Es tan innecesario.

El abuelo nos da suficiente dinero para todos. “Estás desperdiciando tu juventud”, agregaba mi padre. “Deberías estar disfrutando la vida, no matándote trabajando.” Pero yo seguía adelante porque sabía que ellos estaban equivocados. Sabía que el dinero fácil no dura para siempre. Sabía que necesitaba construir mi propio futuro.

 Todo cambió una noche de octubre. Llegué a casa después de un día especialmente largo y agotador. Había sido un día difícil en el trabajo con un proyecto complicado que requirió horas extra. Llegué a casa a las 9 de la noche, exhausto, con los pies doloridos de tanto estar de pie, con hambre, porque no había tenido tiempo de almorzar bien.

 Cuando abrí la puerta, me sorprendió ver las maletas en la entrada y luego escuché la voz que más amaba en el mundo. “Diego, mi hijo”, exclamó mi abuelo saliendo de la sala con los brazos abiertos. “Abuelo”, dije olvidando inmediatamente mi cansancio y corriendo a abrazarlo. “¡Qué sorpresa! No sabía que venías. “Queríamos darles una sorpresa”, dijo mi abuela, apareciendo detrás de él con su sonrisa cálida.

 “Tu abuelo tenía unos días libres y dijimos, vamos a visitar a la familia.” Nos sentamos todos en la sala. Mis padres se veían nerviosos, lo cual me pareció extraño. Cristian estaba inusualmente callado. “Mi hijo”, dijo mi abuelo mirándome con preocupación. “¿Te ves agotado? ¿Estás bien? Estoy bien, abuelo. Dije, “Solo fue un día largo en el trabajo.

” ¿Trabajo? Preguntó mi abuelo, frunciendo el ceño y mirando a mis padres. Diego está trabajando. ¿Por qué? Hubo un silencio incómodo. Mis padres no dijeron nada. Conseguí un trabajo hace un año, abuelo. Expliqué. Trabajo en una empresa de marketing. Quiero aprender sobre negocios. Quiero ganar mi propio dinero.

 Mi sueño es ser empresario algún día como tú. Vi como los ojos de mi abuelo se iluminaron, pero también vi confusión. Pero mi hijo, yo les envío suficiente dinero cada mes para que todos estén cómodos. No necesitas trabajar. Puedes enfocarte en tus estudios, en disfrutar tu juventud. Lo sé, abuelo, y te agradezco todo lo que haces por nosotros”, dije.

 “Pero quiero hacer esto. Quiero construir mi propio camino. Quiero ser como tú, alguien que se hizo a sí mismo.” “¿Y dónde queda tu trabajo?”, preguntó mi abuelo. “A 40 minutos de aquí”, respondí. Tomo el bus todos los días, salgo a las 6:30 de la mañana y regreso alrededor de las 6:30 de la tarde. A veces más tarde si hay proyectos especiales.

 40 minutos en bus, repitió mi abuelo, y vi algo en su expresión que no pude descifrar. Todos los días, todos los días, confirmé. Pero no me importa, vale la pena. Estoy aprendiendo mucho y tiene unos sueños ridículos.” Interrumpió Cristian con una risa. Trabajar como esclavo por 600 al mes cuando podría estar viviendo cómodamente con el dinero que tú nos das.

 Es un tonto, Cristian dijo mi abuela con tono de reprimenda. Pero mi abuelo no dijo nada, solo me miraba y había algo en sus ojos que no había visto antes. Orgullo, Diego dijo finalmente mi abuelo, poniéndose de pie. Ven conmigo afuera un momento. Lo seguí al patio trasero. Mis padres se veían cada vez más nerviosos. Mi hijo dijo mi abuelo poniendo su mano en mi hombro.

 Toda mi vida trabajé duro para darle una mejor vida a mi familia. Construí mis empresas desde cero, trabajando 16 horas al día, sacrificando todo. Y lo hice porque quería que mi familia nunca tuviera que sufrir como yo sufrí. Lo sé, abuelo. Dije, y todos te lo agradecemos. Pero continuó, al darles todo, creo que les quité algo importante.

Les quité el hambre, la ambición, el deseo de construir algo propio. Tu padre, tu madre, tu hermano, todos se acostumbraron a la vida fácil. Se volvieron cómodos. Guardé silencio sin saber qué decir. Pero tú, dijo mi abuelo, y vi lágrimas en sus ojos. Tú eres diferente. Tú tienes lo que ellos perdieron.

 Tienes hambre, tienes ambición, tienes mi espíritu. Gracias, abuelo. Dije sintiendo un nudo en la garganta. Y por eso dijo, “Mañana vamos a ir al concesionario. Te voy a comprar un auto.” Un buen auto. Para que ya no tengas que viajar 40 minutos en bus todos los días. Te lo mereces, mijo. Te lo has ganado con tu dedicación y tu trabajo duro. No podía creerlo, abuelo.

 En serio, completamente en serio. Dijo con una sonrisa. Estoy tan orgulloso de ti, Diego. Tan orgulloso. Nos abrazamos y sentí que mi corazón iba a explotar de felicidad. Cuando volvimos adentro, la expresión de mis padres y Cristian era indescriptible. Sorpresa, envidia, incredulidad, todo mezclado.

 ¿Le vas a comprar un auto?, preguntó mi padre con voz tensa. Sí, dijo mi abuelo firmemente. Se lo merece. Está trabajando duro, madrugando todos los días, viajando horas en transporte público. Merece tener su propio vehículo. Pero empezó mi madre. No hay peros,” dijo mi abuelo. “Mañana vamos al concesionario.” Esa noche casi no pude dormir de la emoción. Mi propio auto. No podía creerlo.

Al día siguiente, mi abuelo, mi abuela y yo fuimos al concesionario de Mercedes-Benz. Era un lugar elegante, lleno de autos hermosos que nunca imaginé que podría tener. “¿Cuál te gusta?”, preguntó mi abuelo. Caminamos por el showroom y entonces lo vi. Un Mercedes-Benz clase C deportivo, negro brillante, con rines cromados, asientos de cuero.

 Era perfecto ese dije señalándolo. Excelente elección, dijo el vendedor. Es nuestro modelo deportivo con nos lo llevamos, interrumpió mi abuelo. Tiene los papeles listos. Dos horas después salí del concesionario manejando mi propio Mercedes-Benz. Mi propio no podía dejar de sonreír. Mi abuelo y mi abuela me seguían en su auto y podía verlo sonriendo también.

Cuando llegamos a casa, Cristian salió inmediatamente. Vi como su mandíbula literalmente cayó cuando vio el auto. “Ese es tu auto”, tartamudeó. “Sí”, dije saliendo del auto y acariciando el capo. No es increíble. Mis padres salieron también y sus expresiones eran una mezcla de sock y algo más oscuro. Envidia pura. Es es muy lindo dijo mi madre con voz forzada.

Mi abuelo y mi abuela se quedaron dos días más. Durante esos días noté que mis padres estaban extrañamente callados y Cristian no dejaba de mirar el auto por la ventana. Cuando mis abuelos se fueron de regreso a su ciudad, que quedaba dos horas de distancia, las cosas en casa cambiaron. Los siguientes días fueron maravillosos.

 Ya no tenía que levantarme a las 5:30 de la madrugada. Podía levantarme a las 6:30 y llegar a tiempo al trabajo. El viaje que antes tomaba 40 minutos en busa, ahora tomaba 15 minutos en auto. Llegaba a casa más temprano, menos cansado, más feliz. Pero mis padres no estaban felices. No puedo creer que le haya comprado ese auto. Escuché a mi madre quejarse con mi padre.

Es demasiado. Es demasiado para alguien como él. Tiene razón, respondió mi padre. Un Mercedes-Benz. Para un chico de 20 años que gana $600 al mes. No tiene sentido. No tiene la presencia para un auto así. Cristian lo merece más. continuó mi madre. Él tiene clase, tiene estilo. Él sabría cómo lucir ese auto.

 Yo ignoraba los comentarios lo mejor que podía, pero las cosas se pusieron peor. Una semana después de que mis abuelos se fueran, mis padres me llamaron a la sala. Era un viernes por la noche. Cristian estaba ahí también con una expresión extraña en su rostro. Diego, siéntate”, dijo mi padre con tono serio. “Necesitamos hablar.” Me senté sintiendo que algo malo iba a pasar.

 “Es sobre el auto,”, empezó mi madre. “¿Qué pasa con el auto?”, pregunté. “Bueno,”, dijo mi padre aclarando su garganta. “Hemos estado pensando y creemos que sería mejor si le dieras el auto a Cristian. Me quedé paralizado. ¿Qué? Tu hermano necesita un auto,” continuó mi madre. Tiene 23 años, es mayor que tú. Y seamos honestos, Diego, ese auto es demasiado para ti.

 No tienes la presencia para manejarlo. Cristian sí la tiene. Pero, pero el abuelo me lo regaló a mí. Dije sintiendo pánico. Es mi auto. Técnicamente, dijo mi padre. El abuelo se lo regaló a su nieto y Cristian también es su nieto y creemos que él lo usaría mejor. Además, agregó Cristian con una sonrisa. Tú solo lo usas para ir al trabajo.

Yo lo usaría para salir, para impresionar. Le daría un mejor uso. No, dije poniéndome de pie. No voy a darle mi auto. El abuelo me lo dio a mí porque estoy trabajando, porque lo necesito para ir a mi trabajo. Diego dijo mi madre con tono frío. Esto no es una sugerencia, es una orden.

 O le das el auto a tu hermano o te echaremos de esta casa y dejaremos de ser tu familia. Es tu decisión. Sentí como si me hubieran golpeado. Me estaban amenazando con echarme y desconocerme si no les daba mi auto. No pueden hacer eso dije. Pero mi voz sonaba débil. Podemos y lo haremos, dijo mi madre. Esta es nuestra casa.

 Bueno, la casa que tu abuelo paga para nosotros. Y si no cooperas, no serás bienvenido aquí. Miré a Cristian. Estaba sonriendo, disfrutando de mi sufrimiento. Tenía 20 años. No tenía suficiente dinero ahorrado para rentar mi propio lugar. Mi salario apenas me alcanzaba para gastos personales. ¿A dónde iría si me echaban? Está bien, dije finalmente, sintiendo lágrimas de rabia en mis ojos.

Se lo daré. Excelente decisión, dijo mi padre como si estuviera haciendo un favor. Al día siguiente le di las llaves del auto a Cristian. Vi cómo se subía a mi auto, mi Mercedes-Benz que mi abuelo me había regalado y se iba con una sonrisa triunfante. Tuve que volver a tomar el bus para ir al trabajo. De vuelta a levantarme a las 5:30 de la madrugada, de vuelta a los viajes de 40 minutos.

De vuelta a llegar agotado a casa. Pero lo peor era ver a Cristian usar el auto para lucirse. No trabajaba, no hacía nada productivo, solo lo usaba para presumir con sus amigos, para llevar a su novia a restaurantes caros, pagados con el dinero del abuelo, por supuesto, para hacer carreras ilegales en las noches.

 Así pasaron dos meses, dos meses de miseria, de ver a Cristian disfrutar lo que debería haber sido mío. hasta que llegó diciembre y con diciembre la invitación de mis abuelos. Mi abuelo llamó a principios de diciembre para invitarnos a todos a pasar la Navidad en su casa. Era una tradición familiar que teníamos cada año.

 “Vengan el 23”, dijo mi abuelo por teléfono con mi padre. “Así pasamos más tiempo juntos. Será una linda Navidad familiar”. Mis padres decidieron irse dos días antes de la cena. Yo no podía porque tenía que trabajar, así que llegaría el mismo día de la reunión navideña.

 Llegó el día y me levanté a las 6 de la mañana, tomé un taxi hasta la terminal y subí al bus de las 7 de la mañana. El viaje fue largo y aburrido, pero finalmente a las 9 de la mañana el bus llegó a la ciudad donde vivían mis abuelos. La casa de mis abuelos estaba en la ruta del bus, así que le pedí al conductor que me dejara ahí.

 Cuando el bus se detuvo frente a la casa, bajé con mi bolsa. Y ahí estaba mi abuelo en el jardín frontal regando las plantas con su sombrero de paja favorito puesto. “Abuelo”, grité saludándolo con la mano. Mi abuelo levantó la vista y me vio. Sonrió, pero luego su sonrisa se desvaneció un poco. Vi como miraba detrás de mí hacia el bus que se alejaba y luego me miraba a mí otra vez con expresión confundida.

Diego, mijo, dijo dejando la manguera y acercándose. ¿Cómo estás? Bien, abuelo dije abrazándolo. Pero empezó y vi confusión real en su rostro. ¿Por qué vienes en bus? ¿Qué pasó con el auto deportivo que te regalé? Mi corazón empezó a latir rápido. No sabía qué decir. Antes de que pudiera responder, escuché pasos rápidos.

Mis padres habían salido de la casa, se veían pálidos, nerviosos. “Papá”, dijo mi padre rápidamente. “Ya llegó Diego.” “Sí, lo veo, dijo mi abuelo, pero no apartaba sus ojos de mí. Le estaba preguntando por qué llegó en bus. Le compré un Mercedes-Benz hace dos meses. ¿Dónde está?” Hubo un silencio terrible.

Mis padres se miraron entre ellos buscando qué decir. Bueno, empezó mi padre tartamudeando. Es que él él no lo merecía. Papá, ¿qué? Preguntó mi abuelo, su voz volviéndose peligrosamente baja. Se lo dimos a Cristian dijo mi madre rápidamente. Porque Cristian sí tiene presencia para un auto así.

 Diego es solo un chico que trabaja de asistente. No, no tiene el estatus para manejar un Mercedes-Benz. Vi como la cara de mi abuelo cambiaba de confusión a comprensión, de comprensión a indignación, de indignación a furia pura. ¿Qué hicieron? ¿Qué? Gritó mi abuelo. Y nunca en mi vida lo había escuchado gritar así. Se quitó el sombrero de paja y lo tiró al suelo con tanta fuerza que rebotó.

 Mi abuela salió corriendo de la casa al escuchar el grito. “Ernesto, ¿qué pasa?”, preguntó preocupada. “Estos desgraciados le quitaron el auto a Diego”, gritó mi abuelo señalando a mis padres. “El auto que yo le compré se lo dieron a Cristian.” “¿Qué?”, dijo mi abuela mirando a mis padres con horror. “Papá, cálmate”, dijo mi padre levantando las manos.

 “¿Podemos explicar? No hay nada que explicar”, rugió mi abuelo. Le compré ese auto a Diego porque se lo merecía, porque está trabajando duro, porque está construyendo su futuro. Y ustedes, par de aprovechados, se lo quitaron. Cristian también lo necesitaba. Empezó mi madre. Cristian no hace nada, interrumpió mi abuelo.

 Cristian no trabaja. Cristian no estudia. Cristian vive de mi dinero sin hacer absolutamente nada y ustedes le dan el auto de Diego, unos desvergonzados. Papá, por favor, suplicó mi padre. Pero en ese momento escuchamos el sonido, el sonido de un motor potente de música alta. Y entonces apareció mi Mercedes-Benz con Cristian al volante tocando el claxon repetidamente con Valeria, su novia en el asiento del pasajero riendo.

 Cristian llegó fanfarroneando, haciendo rugir el motor, frenando bruscamente para lucirse. Bajó la ventana del auto con una sonrisa enorme. “Feliz Navidad, familia”, gritó sin darse cuenta del ambiente tenso. Mi abuelo caminó hacia él con pasos firmes y rápidos. Antes de que Cristian pudiera reaccionar, mi abuelo lo agarró del brazo y lo jaló fuera del auto. “Abuelo, ¿qué haces?”, gritó Cristian.

“Bájate de ese auto ahora mismo,”, rugió mi abuelo. “Ese auto no es tuyo. Es mío. Mis padres me lo dieron”, protestó Cristian. Tus padres no tenían derecho”, gritó mi abuelo. “Yo se lo compré a Diego. Diego es el dueño.” Jaló a Cristian completamente fuera del auto. Valeria salió también con expresión asustada.

“Héctor, Sandra”, llamó mi abuelo a mis padres. “Vengan aquí ahora.” Mis padres se acercaron lentamente como niños regañados. Ese auto, dijo mi abuelo señalando el Mercedes, es de Diego. Solo de Diego y se lo van a devolver inmediatamente. Caminó hacia mí y me entregó las llaves que había tomado de la mano de Cristian.

Aquí tienes, mi hijo, tu auto. Nadie te lo va a quitar otra vez. Y en cuanto a ustedes, continuó mi abuelo mirando a mis padres con una expresión que nunca había visto. Era decepción pura, mezclada con desprecio. Se acabó. Se acabó todo. Papá, dijo mi padre con voz temblorosa.

 Desde hoy, declaró mi abuelo, ya no les voy a enviar ni un centavo más. Nada de dinero para el alquiler. Nada de dinero para servicios, nada de dinero para comida. Nada. No puedes hacer eso gritó mi madre. Somos tu familia. Familia se ayuda cuando lo merecen gritó mi abuelo de vuelta. Y ustedes no merecen nada. Son unos mantenidos, unos aprovechados, unos oportunistas. Viven de mi dinero sin hacer absolutamente nada productivo.

Y luego tienen el descaro de quitarle el auto a Diego, el único de ustedes que está haciendo algo con su vida. Papá. Por favor”, suplicó mi padre y vi lágrimas en sus ojos. “Necesitamos ese dinero. No podemos sobrevivir sin él.” Entonces, consíganse un trabajo, dijo mi abuelo fríamente.

 Los tres, tú, Sandra y Cristian, es hora de que aprendan lo que es trabajar duro para conseguir sus propias cosas. Van a ir en bus a sus trabajos, como Diego ha estado haciendo. Van a levantarse temprano, van a llegar cansados a casa, van a entender lo difícil que es ganarse el sustento. Pero empezó Cristian. No más mantenidos en esta familia, rugió mi abuelo. Se acabó la vida fácil.

O trabajan o se las arreglan solos, pero de mí no van a recibir ni un centavo más. ¿Y qué se supone que vamos a hacer? preguntó mi madre llorando. Ahora, ¿cómo vamos a pagar el alquiler este mes? ¿Cómo vamos a comer? Ese es su problema, dijo mi abuelo.

 Debieron pensar en eso antes de tratar tan mal a Diego, antes de quitarle lo que era suyo, antes de vivir a mis costillas durante años sin hacer nada, se dio vuelta hacia la casa. Y ahora, fuera, fuera de mi propiedad. No están invitados a la cena de Navidad. De hecho, no son bienvenidos en mi casa nunca más. Papá, no! Gritó mi padre. Largo! Gritó mi abuelo. Fuera de aquí.

 Mis padres, Cristian y Valeria, se quedaron ahí parados en shock total. Valeria fue la primera en reaccionar, alejándose de Cristian como si tuviera una enfermedad contagiosa. Cristian dijo con voz fría, esto no va a funcionar. Yo pensé que tenías futuro, que tenías dinero, pero si ya no tienes ni auto ni el apoyo de tu abuelo, entonces no me interesas. Terminamos.

y se fue llamando un Uber desde su teléfono. Cristian se quedó ahí con la boca abierta viéndola irse. “Ven”, dijo mi abuelo. Esa chica solo estaba con él por el dinero. Al igual que ustedes, solo me buscan cuando necesitan dinero. Pues se acabó.

 Mis padres y Cristian finalmente se fueron subiendo a un taxi porque no tenían otra forma de volver. Los vi partir y sentí alivio. Alivio mezclado con tristeza, pero alivio al fin. Mi abuelo puso su mano en mi hombro. Mi hijo, ven adentro. Tenemos que hablar. Entramos a la casa. Mi abuela me abrazó llorando. Lo siento tanto, Diego. No sabíamos que te estaban tratando así. Nos sentamos en la sala.

 Mi abuelo se veía más calmado ahora. Pero todavía enojado. Diego, empezó mi abuelo. Quiero que te quedes aquí en esta ciudad. Tengo un departamento que está vacío. Es tuyo y quiero que trabajes en una de mis empresas. Te voy a poner como administrador. Vas a aprender el negocio desde adentro. Si quieres ser empresario, te voy a enseñar cómo hacerlo.

No podía creer lo que estaba escuchando. Abuelo, en serio, completamente en serio, dijo con una sonrisa. Eres el único de mis nietos que vale la pena, el único que tiene hambre, ambición, ética de trabajo. Eres mi verdadero heredero, Diego, y voy a asegurarme de que tengas todas las herramientas para triunfar. Lloré.

Lloré de felicidad, de alivio, de gratitud. Esa misma semana me mudé al departamento que mi abuelo me dio. Era hermoso, espacioso, en un edificio moderno. Y empecé a trabajar en una de sus empresas como administrador, ganando 10 veces más de lo que ganaba antes. Durante las siguientes semanas, mis padres y Cristian intentaron contactarme constantemente.

llamadas, mensajes, emails, todos pidiendo dinero, pidiendo ayuda, diciendo que no podían pagar el alquiler, que no tenían para comer. “Diego, por favor, somos tu familia”, decía mi madre en los mensajes. “Ayúdanos, hermano. No seas así”, escribía Cristian. “comparte un poco de tu nueva riqueza con nosotros”. Pero no respondí. Bloqueé sus números.

Mi abuelo tenía razón. Dos meses después me enteré por un primo que mis padres habían tenido que mudarse a un departamento más pequeño y barato. Los tres habían conseguido trabajos, mi padre como guardia de seguridad, mi madre como cajera en un supermercado y Cristian en un cal center. Trabajaban largas horas por salarios bajos. Finalmente entendían lo que significaba ganarse la vida.

 La novia de Cristian nunca volvió. lo dejó en cuanto vio que ya no tenía dinero ni auto. Resultó que solo estaba con él por conveniencia. Seis meses después, mi padre me llamó desde un número desconocido. Contesté por curiosidad. Diego dijo con voz cansada. Solo quería decirte tenías razón.

Sobre todo sobre trabajar duro, sobre ganarte las cosas. Fue un error quitarte el auto. Fue un error vivir como mantenidos todo este tiempo. Lo siento. Gracias por decir eso, papá, respondí. Pero no estoy listo para perdonar todavía. Tal vez algún día. Lo entiendo. Dijo. Solo solo quería que supieras que estoy orgulloso de ti. De verdad. Y colgó.

Hoy, un año después sigo trabajando con mi abuelo, aprendiendo, creciendo, construyendo mi futuro. Manejo mi Mercedes-Benz negro todos los días al trabajo. Vivo en mi propio departamento, tengo mi propio dinero y lo mejor de todo, soy libre. Libre de una familia tóxica que solo me valoraba por lo que podían quitarme. Libre de vivir bajo el techo de personas que no me respetaban.

Mi abuelo me está enseñando todo sobre sus negocios. Dice que algún día todo será mío y estoy trabajando duro para merecerlo. Y todo gracias a mi abuelo, el hombre que no solo me regaló un auto, sino que me regaló una nueva vida. Una vida donde finalmente puedo ser quien siempre quise ser. Libre, exitoso y finalmente feliz.