Me llamo Aitana y hace apenas unas semanas celebré mis 18 años en un pequeño pueblo de Txcala, rodeado de campos de maíz y colinas cubiertas de nubes bajas. Mi familia, sencilla y cálida, siempre me apoyó en todo. Mi madre, Teresa, profesora de historia en el colegio rural y mi padre, don Esteban, maestro de educación física y el hombre más amable que conozco.

Soy hija única y eso siempre me hizo sentir especial, pero también sola. A veces, desde que tenía 14 años me fascinaban los animales, especialmente los perros. Todo comenzó cuando vi un documental mexicano sobre la conexión espiritual entre los humanos y los perros en las comunidades indígenas. Me marcó. Soñaba con tener uno, uno grande, protector, noble.

Mi insistencia dio fruto. En un cálido sábado de primavera, mis padres me llevaron a un refugio cerca de Puebla. Entre todos los cachorros lo vi a él. Un pastor mexicano de pelo largo, color crema casi blanco, con ojos color miel y un andar majestuoso. Se llamaba León. Lloré al abrazarlo por primera vez. Llevaba un vestido veraniego con flores pequeñas en tonos lavanda, sandalias sencillas y mi cabello largo trenzado en una coleta floja.

León me olfateó las manos y movió la cola, y desde ese instante nunca más se separó de mí. Los días con él fueron mágicos. En las tardes nos tumbábamos en el viejo sofá de la sala mientras el aire olía a pan dulce recién horneado y a canela. León apoyaba la cabeza en mi regazo y yo jugaba con su pelaje durante horas.

Aprendió rápido a sentarse, dar la pata, quedarse quieto. Pero más allá de eso entendía mis silencios. Cuando me sentía triste, se me acercaba en silencio y me rozaba con su ocico, como si supiera. Una tarde de otoño todo cambió. Llevaba puesto mi vestido favorito, azul claro con bordados discretos en el borde y unos pequeños pendientes de plata que mamá me regaló.

Salimos a pasear por el parque del pueblo, el que bordea el río. El aire olía a hojas secas y el cielo tenía ese color dorado que solo se ve en Tlaxcala en octubre. León corría a mi lado con paso seguro, pero de pronto se detuvo. Se quedó inmóvil, erguido, mirando hacia la otra orilla, donde una perra galgo blanca y ágil caminaba con su dueño.

Los músculos de león se tensaron y sin aviso salió corriendo. León, no grité, pero mi voz se perdió en el viento. Corrí tras él. Mis sandalias resbalaban en la hierba mojada y casi caí. Por fin él se detuvo. Me miró agitado. Había algo distinto en su expresión. Culpabilidad, confusión. Esa noche, mientras me cambiaba para dormir, con mi camisón de algodón blanco bordado con flores y el cabello aún húmedo por la ducha, león se tumbó a los pies de mi cama.

Puse una música suave en el teléfono y apagué la luz principal, dejando solo la lámpara cálida en la mesita. Cuando acaricié su lomo, noté algo extraño. Tembló, no como si tuviera frío, sino como si ese simple contacto hubiera tocado algo más profundo. Me inquieté. Su mirada se volvió intensa. Observaba cada movimiento mío con una concentración casi humana.

Me acurruqué bajo las cobijas intentando ignorarlo, pero no podía dejar de sentir su calor, su respiración acompasada. Había una energía extraña en la habitación, no peligrosa, pero sí nueva. Me sentía vulnerable y observada, como si él supiera cosas de mí que ni yo misma conocía. No dormí bien esa noche, no por miedo, sino por una especie de emoción sin nombre que me apretaba el pecho.

A la mañana siguiente, León me esperaba sentado al lado de la cama con los ojos fijos en los míos. Mi camisón se había deslizado ligeramente por el hombro y al notar su mirada sentí un leve rubor que no pude explicar. Me cubrí rápidamente, pero ya era tarde. La sensación de ser vista, no solo por un perro, sino por él, me acompañó todo el día.

Durante los días siguientes, todo parecía igual, pero en el fondo algo había cambiado. León no era ya solo mi perro. Su presencia se volvió constante, casi silenciosa, como si me envolviera en cada rincón de la casa. Y yo sin querer empecé a esperar sus pasos, su respiración, su mirada. Una tarde mis padres salieron a visitar a mis abuelos en un rancho en Huamantla.

Me dejaron sola en casa con instrucciones claras, estudiar, cenar temprano y no dejar la puerta sin seguro. Asentí, aunque sabía que no podría concentrarme en los apuntes. Mi mente vagaba en otro sitio, en otra piel. Me preparé una taza de té de bugambilia y me senté en el sofá con un libro de poesía que me regaló mi madre.

Llevaba un vestido lila de algodón, de manga larga con encaje en los puños y un lazo delgado que ceñía mi cintura. En los pies unas pantuflas suaves de felpa color crema. Mi cabello estaba suelto, cayendo por mis hombros con unas ondas naturales que se formaban después de bañarme. León se tumbó cerca apoyando la cabeza en mis pies.

Sus ojos me observaban con ese brillo que ya conocía, algo entre ternura y expectación. Pasaron los minutos en silencio hasta que sentí que se levantaba. Se acercó a la puerta y la empujó suavemente con el hocico. Clic cerrada. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Sentí un escalofrío recorrerme desde el cuello hasta las piernas.

Me incorporé un poco mirándolo. Él volvió hacia mí y caminó despacio. Majestuoso, como si cada paso suyo tuviera sentido. Se detuvo frente a mí y bajó levemente la cabeza como invitándome a tocarlo. Extendí la mano temblando. Su pelaje, suave como siempre, me hizo estremecer, pero esta vez fue distinto. Cada caricia se sentía como si tocara algo más allá de lo físico, como si él absorbiera mis pensamientos.

León, susurré sin saber qué estaba diciendo. Él acercó su hocico a mi brazo, donde la manga del vestido caía suelta, y me tocó apenas con la nariz. Sentí el calor de su aliento en la piel. Cerré los ojos. No había miedo. Solo esa sensación antigua, desconocida, como si algo muy antiguo despertara dentro de mí.

Me incliné un poco hasta que nuestros rostros estuvieron al mismo nivel. Su mirada era profunda, casi humana. En ese momento me pareció que quería hablarme, no con palabras, sino con algo más antiguo, un lenguaje hecho de energía, de instinto, de alma. Su cuerpo se acomodó a mi lado, apoyó su lomo contra mi pierna y me sentí rodeada, protegida.

Puse la mano sobre su pecho, sintiendo el latido fuerte, constante. Mi respiración se acompasó con la suya. El silencio era total. Me incliné hacia adelante, abrazándolo. Su cuello olía a campo, a tierra húmeda, a la banda de las colinas, y por un instante me perdí en esa fragancia tan simple, tan real. De pronto, sus ojos buscaron los míos.

Me senté de nuevo, más recta y él se acostó en el sofá con la cabeza cerca de mi muslo. Su hocico rozaba la tela del vestido y el calor de su aliento traspasaba la tela, provocando una electricidad que no entendía. No era deseo, era otra cosa, algo que no se nombra fácilmente, algo que empieza como curiosidad y termina como revelación.

Esa noche dormimos juntos en el sofá. Yo recostada de lado, con la cabeza en un cojín y el detrás de mí, su cuerpo cálido contra el mío, su respiración en la nuca. Al despertar, el sol entraba por las cortinas de encaje. Me estiré lentamente y giré. Él ya estaba despierto mirándome. Mi camisón se había desplazado, dejando al descubierto parte del hombro.

León me observaba y sentí un rubor suave, como si no fuera un animal el que me miraba, sino un testigo de algo más íntimo, algo que aún no sabía nombrar. Después de aquella noche, todo lo que me rodeaba parecía más lento, más suave, como si el mundo se hubiera cubierto con un velo invisible. León se había convertido no solo en mi compañía, sino en un enigma vivo.

No podía dejar de pensar en él, en la forma en que me miraba, en cómo respondía a mis gestos, en cómo se acomodaba junto a mí como si conociera cada parte de mi cuerpo. Mis padres no notaban nada. Mamá seguía con sus clases, papá entrenando a los chicos del pueblo. Yo mantenía las rutinas, ayudaba en casa, estudiaba para el ingreso a la universidad en Veracruz, pero mi mente estaba en otro lugar.

En él. Una tarde nublada de diciembre, decidí salir con león a caminar por la barranca que se extendía detrás del pueblo. Me puse un vestido largo de lana azul oscuro con cuello alto, ajustado a la cintura por un cinturón de cuero trenzado. Sobre los hombros una capa de lana con bordados indígenas y botas altas de gamuza marrón.

El viento era frío pero seco. León caminaba a mi lado, sus patas dejando huellas sobre el sendero polvoriento. La naturaleza estaba en silencio. Solo se oía el crujir de las ramas bajo nuestros pasos. Al llegar a una planicie bordeada por nopales, extendí una manta sobre la tierra y me senté. Él se tumbó a mi lado, su cuerpo tocando el mío, cálido.

El cielo estaba cubierto de nubes. El viento se colaba por debajo de la capa y me abracé a mí misma. León me miró, se levantó y, sin que le dijera nada, se acercó más, colocándose detrás de mí. Su cuerpo rodeó el mío como si quisiera protegerme del frío. “No sé qué eres”, le susurré. “Pero ya no pareces solo un perro.

” Apoyé mi cabeza sobre su lomo. Su respiración era profunda, constante. Cerré los ojos. Sentía cada latido de su corazón en mi espalda. Un momento después sentí algo extraño. Sus patas se apoyaron a cada lado de mi cintura, no con fuerza, sino con cuidado. Abrí los ojos, me quedé quieta. El contacto era nuevo, distinto.

Suciico rozó la tela de mi vestido justo en la parte baja de mi espalda, donde se abría una pequeña ranura decorativa. Un cosquilleo me recorrió el cuerpo. León, dije con un hilo de voz. Pero él no retrocedió, solo me miró largo, profundo, como si preguntara sin hablar. ¿Estás segura? Y yo no sabía qué responder.

Me aparté suavemente. No por rechazo, por temor, no a él, a mí. Regresamos a casa en silencio. Al llegar, me cambié de ropa en mi habitación. Me puse un suéter de algodón gris holgado y unos leguins gruesos. Caminé descalza hasta la sala donde él me esperaba tumbado frente al fuego de la chimenea. Me senté en la alfombra junto a él.

Lo acaricié. Esta vez no hubo tensión, solo una calma extraña, pero una calma que dolía. No puedo seguir así”, le dije sin mirarlo. Él se giró y apoyó su occoo sobre mi rodilla. No dije más. Solo me quedé allí con la mano en su pelaje tratando de ordenar todo lo que sentía. La habitación estaba en penumbra. El fuego crepitaba.

Afuera el viento movía los árboles. Dentro yo me rompía en silencio. No sabía si debía de tener lo que estaba creciendo entre nosotros o sí simplemente debía dejarme llevar hasta el final. Pero esa noche supe que ya no había vuelta atrás. Pasaron los días como si el tiempo no quisiera avanzar. Cada mañana despertaba con la luz colándose entre las cortinas el aroma del café que mi madre preparaba y los ojos de león fijos en los míos.

Dormía al pie de mi cama, siempre cerca, demasiado cerca. Y yo cada vez que lo veía, sentía un nudo apretarse dentro de mí. Una tarde de enero, el cielo estaba cubierto de nubes color plomo. Mis padres salieron a una reunión en la secundaria del pueblo. Me quedé sola otra vez. Era sábado y el aire tenía ese olor húmedo de tierra mojada, aunque no había llovido aún.

Me sentía inquieta sin poder explicarlo. Me duché con calma y me puse un vestido de lino blanco con bordados sutiles en los bordes de esos que uso cuando quiero sentirme ligera. En los pies, unos calcetines gruesos de lana hasta la rodilla. El cabello aún húmedo lo recogí en una trenza suelta que caía sobre mi hombro izquierdo.

En el cuello, el colgante con forma de luna que me había regalado mi abuela. Encendí el tocadiscos antiguo de papá y dejé sonar un disco instrumental. Las notas llenaron la casa. Me senté en el sofá con una manta delgada y una taza de té caliente. León estaba echado en la alfombra, pero no me quitaba la vista de encima.

¿Quieres venir? Le dije en voz baja, como si habláramos el mismo idioma. Se levantó, caminó hacia mí pausado, elegante, se sentó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mi muslo, tal y como había hecho tantas veces antes. Pero esta vez su respiración era más profunda, su cuerpo más tenso y yo no pude evitar posar la mano sobre su lomo.

Comencé a acariciarlo con lentitud. sentía su piel caliente bajo el pelaje, el ritmo de su pecho, el olor suave a bosque, a madera, a algo primitivo. Cerré los ojos. No sabía cuánto tiempo pasaba. Cuando los abrí, León me miraba ya no como un perro, como alguien, como si dentro de él hubiera algo que esperaba ser liberado.

Sentí un cosquilleo recorrerme la espalda, como si una corriente eléctrica bajara desde la nuca hasta las piernas. No había una sola palabra en el aire, pero el mensaje era claro. Estábamos más allá del límite. Apoyó su cuerpo contra el mío. Su hocico rozó mi hombro desnudo bajo el tirante caído del vestido.

Mi piel se erizó. El calor que emanaba de él me envolvía como una niebla. Quise decir algo, pero mi voz no salió. No nos movimos, no cruzamos esa línea invisible, pero estuvimos a un suspiro de hacerlo. Yo sabía que si solo cerraba los ojos y me dejaba llevar, ya no habría retorno. Me levanté de golpe. No dije en voz baja, temblando.

Él no se movió, solo me miró. Y en sus ojos no había reproche, solo comprensión, como si supiera que estaba luchando conmigo misma. Me fui al baño. Lavé mi rostro con agua fría. Mis mejillas estaban encendidas. Me vi en el espejo, los labios entreabiertos, el cabello suelto, los ojos brillantes y por primera vez en mi vida no me reconocí.

No era la niña del pueblo, era una mujer detenida en el borde de un abismo. Esa noche no dormí en mi cama. Puse un colchón en la sala cerca de la chimenea. Me arropé hasta el cuello. León se tumbó a un metro de distancia. Nada más. No se acercó, pero su presencia era tan fuerte, tan envolvente, que no necesitaba tocarme.

Cerré los ojos y mientras las llamas del fuego se reflejaban en el techo, supe que el silencio que había entre nosotros no era vacío. Era deseo contenido, era algo más y sabía que no podría resistirlo por mucho tiempo. La primavera llegó sin que yo la esperara. El campo alrededor de San Esteban se llenó de flores silvestres.

 Los tiruelos florecieron y el viento traía ese aroma familiar a tierra tibia y hierba nueva. Todo parecía más brillante, más lleno de vida, pero dentro de mí el peso era más grande que nunca. Recibí la carta de aceptación a la Universidad Veracruzana una mañana de abril. Era lo que todos esperaban de mí, lo que yo había dicho que quería.

Pero al leer las palabras impresas en el papel, mis dedos temblaron. León estaba echado junto a la ventana. Me observaba. Yo sabía lo que significaba esa carta. Significaba irme, dejarlo, dejar lo que éramos. o lo que estábamos por ser. Esa tarde me vestí con un vestido largo de gas a color jade suelto con tirantes finos que dejaban al descubierto mi espalda.

En los pies sandalias planas de cuero y en el cuello, el amuleto que nunca me quitaba. Solté mi cabello y lo dejé volar con el viento. Salimos al campo más allá del río, donde el sendero de piedras se perdía entre los maguelles. León caminaba junto a mí, como siempre, pero sin alegría. Su andar era pausado, sus ojos más apagados.

“¡Me voy”, le dije sin mirarlo. Se detuvo. Se sentó. Sus orejas se movieron apenas. No puedo quedarme, continué. Pero tampoco puedo llevarte. El viento soplaba fuerte. Su pelaje danzaba como si también respondiera a mis palabras. Me acerqué y me arrodillé frente a él. Coloqué mi frente sobre la suya. Cerré los ojos.

Eres parte de mí”, susurré, “Pero este mundo no nos permite ser lo que somos.” Él gimió suavemente. Su ocico buscó mi mejilla. Sus ojos, brillantes, húmedos, me atravesaban. Nos quedamos así mucho tiempo, hasta que el sol comenzó a caer. Caminamos de regreso sin decir más. Al llegar a casa me senté en el porche.

Él se tumbó a mi lado. Mis padres preparaban la cena adentro. El cielo se tornaba naranja, luego violeta. “Mañana me voy”, le dije por última vez. Él no respondió, solo bajó la cabeza y la apoyó en mi pierna. Sentí su calor, su despedida. Esa noche fue la última que dormimos juntos. Me acostéo, con un camisón blanco de seda y los pies desnudos sobre la colcha bordada por mi abuela.

León se subió a la cama sin que yo lo llamara. Se acurrucó a mi lado. Su cuerpo temblaba apenas. En la oscuridad acaricié su lomo, sintiendo cada respiración, cada músculo, cada suspiro. Mis dedos se deslizaron lentamente, memorizando su forma. No lloré, no podía. Solo me quedé en silencio, deseando que el tiempo se congelara.

A la mañana siguiente, cuando mis padres cargaban el coche, él estaba ahí. parado junto al portón. No se movía, solo miraba. Me acerqué, lo abracé una última vez, apoyó su frente en mi pecho y entonces sí lloré. Nunca vas a desaparecer de mí, le dije. Aunque el mundo entero me obligue a olvidarte, nos alejamos. Lo vi desde la ventanilla del auto, su silueta recortada contra los árboles en flor.

No corrió tras nosotros, solo observó como si supiera que no era un adiós definitivo. Ahora, semanas después, escribo esto desde mi cuarto en la residencia universitaria. Mis días están llenos de tareas, clases, nuevos rostros, pero por las noches cierro los ojos y lo veo, lo siento, su calor, su silencio, su presencia y a veces sueño con él, no como mi perro, sino como algo más, algo que espera.

algo que prometió volver y me despierto preguntándome si algún día lo veré otra vez y si aún me reconocerá. M.