Martín Echeverría tenía una vida que muchos envidiaban, dueño de una de las empresas inmobiliarias más grandes de México. Su nombre estaba en los periódicos, en las revistas de negocios y en boca de los inversionistas más importantes del país. Pero nada de eso importaba cuando se trataba de su tiempo.

 No tenía tiempo para nada que no fuera trabajo. Cada día su rutina era la misma: reuniones, llamadas, negociaciones y más reuniones. Su asistente Clara apenas lograba seguirle el ritmo mientras él cerraba tratos millonarios sin detenerse a mirar por la ventana de su elegante oficina en un rascacielos del paseo de la Reforma.

 Sin embargo, había una parte de su vida que sí lo hacía mirar el reloj, su hijo Santiago. Santiago tenía 9 años y era un niño tranquilo, curioso, pero solitario. Desde que su madre había fallecido 3 años atrás, pasaba la mayor parte del tiempo solo en la enorme mansión de su padre. Estaba rodeado de lujos, pero sin nadie con quien compartirlos.

 tenía juguetes costosos, ropa de diseñador, una alberca en el jardín y un cuarto más grande que muchos departamentos en la ciudad, pero lo que no tenía era la compañía de su padre. Martín intentaba compensarlo con regalos, con viajes ocasionales, con todo lo que el dinero podía comprar.

 Pero Santiago no quería más cosas, quería su atención. Aquella noche, Martín llegó tarde de una reunión. Santiago ya estaba dormido en su habitación, abrazado a su oso de peluche favorito. Como de costumbre, el empresario se quitó la corbata y se sirvió un vaso de whisky antes de sentarse en su despacho a revisar documentos.

 Era una noche tranquila hasta que no lo fue. El olor a humo fue lo primero que lo alertó. Luego el sonido del vidrio estallando en algún lugar de la casa. Martín se levantó de golpe, abrió la puerta de su oficina y vio como las llamas devoraban el pasillo. “Santo, gritó sin pensar en nada más. Corrió por la escalera, pero el fuego ya había bloqueado el camino. El calor era insoportable. Tosió.

 Sintió el humo arder en su garganta, pero siguió avanzando. El instinto de padre era más fuerte que cualquier miedo. Desde el segundo piso alcanzó a ver una sombra moviéndose entre las llamas. Santiago, hijo, aquí estoy. Pero no hubo respuesta. Un mueble cayó cerca de él, haciendo que el fuego se expandiera más rápido.

 Martín intentó avanzar, pero una explosión en la cocina sacudió toda la casa. El sonido de las sirenas llegó tarde, demasiado tarde. Los bomberos lo sacaron casi a la fuerza. Él peleó, forcejeó, intentó volver a entrar, pero la estructura estaba cediendo. Le dijeron que no había sobrevivientes en la planta alta.

 Santiago había quedado atrapado. Martín cayó de rodillas en el jardín, viendo cómo la casa se consumía en cuestión de minutos. Todo lo que había construido, toda su fortuna, su reputación, nada tenía sentido sin su hijo. En el fondo de su mente, un pensamiento insistente lo atormentaba. Algo no está bien. Ese incendio no había sido un accidente.

 Los días siguientes al incendio fueron un vacío absoluto para Martín Echeverría. Los noticieros hablaron del desastre, de cómo el empresario perdió su mansión en una tragedia y de la sospecha de que un corto circuito había iniciado el fuego. Pero nadie habló de lo más importante, Santiago. Para los medios era solo un dato más en la historia, pero para Martín era todo su mundo.

 Los funerales fueron rápidos, organizados por su asistente Clara. Sin embargo, la ausencia de un cuerpo lo atormentaba. Encontramos restos calcinados en la planta alta”, le dijeron los bomberos. Pero Martín no estaba convencido. ¿Cómo podían estar seguros de que eran de Santiago? En su mente, una posibilidad peligrosa comenzaba a tomar forma.

 ¿Y si su hijo no había muerto en el incendio? Después de eso, Martín dejó de atender llamadas, dejó de ir a la oficina. Los días se convirtieron en noches y las noches en un abismo sin fin. se quedó en un departamento pequeño en la ciudad, bebiendo más de lo que comía, con las cortinas cerradas y una botella siempre al alcance. Nada importaba ya, hasta que una noche alguien llamó a su puerta.

 Al principio lo ignoró, pero el insistente sonido lo obligó a levantarse. Con pasos pesados, abrió la puerta y encontró a un niño parado frente a él. Era delgado, con ropa sucia y una cámara antigua colgada al cuello. “¿Usted es el señor Echeverría?”, preguntó el niño. Martín frunció el ceño.

 ¿Quién eres? El niño lo miró serio. Me llamo Nico. Esa noche estaba buscando un lugar para dormir cuando vi el coche negro estacionado frente a su casa. Me escondí detrás de un árbol porque algo no me parecía normal. Cuando vi a los dos hombres entrar a la mansión, saqué mi cámara y tomé una foto, pero luego oí la explosión y corrí sin mirar atrás. No supe qué hacer hasta que vi las noticias.

 Martín sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Vete de aquí. Intentó cerrar la puerta, pero Nico puso el pie para evitarlo. Vi a su hijo. Martín sintió como se le cortaba la respiración. ¿Qué dijiste? Nico bajó la voz como si temiera que alguien más pudiera oírlo. Esa noche, antes de que llegara el fuego, vi un carro negro estacionado frente a su casa.

 Vi a dos hombres salir de ahí y entrar antes de que todo explotara. Martín sintió que el aire se volvía denso. ¿Había escuchado bien? ¿Cómo lo sabes? Nico tocó la cámara que colgaba de su cuello. Yo tomé una foto. El corazón de Martín se aceleró. Déjame verla. Nico se mordió el labio. No sé si la cámara tenía película, pero puedo intentarlo. Martín no podía creer lo que escuchaba.

 Si este niño decía la verdad, entonces Santiago no no podía permitirse pensar en eso. No podía permitirse esperanza, pero tampoco podía ignorarlo. Vamos, dijo con voz seca. Nico lo siguió en silencio. Por primera vez en semanas, Martín salió de su departamento con un propósito. Martín condujo en silencio, con las manos firmes en el volante, mientras Nico observaba la ciudad pasar por la ventanilla. No hablaban, pero el aire estaba cargado de tensión.

 Si el niño decía la verdad, entonces todo lo que Martín creyó sobre el incendio estaba mal. El laboratorio fotográfico estaba en una calle estrecha del centro. un lugar viejo pero confiable. Al llegar, Martín salió del auto sin esperar a Nico y entró con pasos apresurados. Necesito revelar un rollo de película lo más rápido posible.

 El empleado, un hombre de unos 60 años con gafas gruesas, tomó la cámara de las manos de Nico y la inspeccionó con curiosidad. Es un modelo antiguo. No todos los rollos se conservan bien, pero veremos qué se puede hacer. Martín cruzó los brazos impaciente. ¿Cuánto tardará? Si tiene algo, lo sabremos en media hora. Media hora. 30 minutos que podrían cambiarlo todo.

 Martín salió del local y se apoyó contra la pared, frotándose el rostro con ambas manos. Todo esto podía ser una pérdida de tiempo, podía ser una broma, una mentira, una ilusión creada por su propio dolor. Pero, ¿y si no lo era? Nico se sentó en la acera abrazando sus rodillas. ¿Cómo sabías dónde vivía? Preguntó Martín sin apartar la vista de la calle. Todos saben quién es usted.

 Lo vi en las noticias. ¿Y por qué me buscaste? El niño dudó un segundo antes de responder. Porque no quiero que su hijo desaparezca como desaparecieron los míos. Martín lo miró con el seño fruncido. Los tuyos. Nico bajó la vista y se encogió de hombros. Vivía en un albergue con otros niños.

 Algunos desaparecieron y nadie los buscó, como si nunca hubieran existido. El peso de esas palabras cayó sobre Martín. ¿Cuántos niños desaparecen cada día sin que nadie los reclame? Antes de que pudiera preguntar más, el empleado del laboratorio salió con un sobre en la mano. Tuvimos suerte. Había imágenes en el rollo. Martín le arrancó el sobre de las manos y sacó las fotos.

 Eran imágenes borrosas de calles, luces de la ciudad. autos hasta que vio una foto que le quitó el aliento, un carro negro estacionado frente a su casa la noche del incendio. Su corazón latió con fuerza. La imagen no era perfecta, pero la placa del auto era parcialmente visible. Martín volteó hacia Nico y por primera vez desde que lo conoció creyó cada palabra que el niño le había dicho.

Martín sostuvo la foto con manos temblorosas. La imagen no era perfecta, pero ahí estaba. El carro negro estacionado frente a su casa la noche del incendio. La placa era parcialmente visible, pero si usaban los números que se alcanzaban a distinguir, podrían rastrearlo. Esto cambia todo, susurró sin apartar la vista de la foto. Nico se estiró en la punta de los pies para verla. Le dije que no estaba loco.

Martín sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Si lo que decía Nico era cierto, su hijo podría seguir vivo. Sin perder tiempo, metió las fotos en el sobre y salió del laboratorio a toda prisa. Nico corrió tras él. ¿A dónde vamos? A ver, a alguien que puede ayudarnos. Valeria Mendieta no era una policía común.

 Había trabajado en casos de secuestro antes de dejar la fuerza y convertirse en investigadora privada. A diferencia de los oficiales corruptos con los que Martín había tratado en el pasado, ella tenía reputación de ser implacable y honesta. Cuando entraron a su oficina, Valeria los miró con curiosidad. No esperaba verlo por aquí, Echeverría. Pensé que no creía en detectives privados.

 Cambié de opinión, dijo Martín dejando el sobre su escritorio. Necesito que averigües quién es el dueño de este carro. Valeria sacó las fotos y levantó una ceja. ¿De dónde sacaste esto? Yo la tomé, dijo Nico con orgullo. La detective lo miró de arriba a abajo, luego volvió la vista a la foto.

 “¿Puedo trabajar con esto?”, dijo sacando su celular. “Pero rastrear un auto sin reporte oficial lleva tiempo. No me importa cuánto cueste, solo hazlo.” Ella asintió y tomó su computadora portátil. Mientras escribía, le lanzó una mirada a Nico. “¿Y el niño también trabaja contigo? Lo encontré en la calle”, respondió Martín. Fue el único que vio lo que pasó esa noche. Valeria sonrió de lado. Interesante.

Durante casi una hora, Valeria tecleó sin descanso, haciendo llamadas y revisando bases de datos privadas. Finalmente, su expresión cambió. “Aquí está”, dijo girando la pantalla hacia ellos. “El auto está registrado a nombre de una empresa de seguridad privada.” Martín sintió un nudo en el estómago.

 ¿Qué empresa? Valeria tomó aire antes de responder. La misma que instaló las cámaras de seguridad en tu mansión. El estómago de Martín se hundió. Eso es imposible. No lo es, respondió Valeria. Alguien dentro de la empresa tuvo que haber manipulado las grabaciones antes del incendio, pero cometieron un error. En lugar de borrar todo, solo sobrescribieron parte del archivo.

 Eso significa que aún podemos recuperar fragmentos de la noche del incendio. Martín recordó algo que había pasado desapercibido en su dolor. El mismo día del incendio, recibió un mensaje del sistema de seguridad informando de una interrupción en el servicio debido a un mantenimiento no programado. En ese momento no le había dado importancia.

 “¿Puedes recuperar esas imágenes?”, preguntó con el corazón latiéndole en la garganta. Dependerá de qué también cubrieron sus huellas. Valeria tomó su teléfono y marcó un número. Voy a necesitar un experto en informática. Si hay algo escondido, lo encontraremos. Martín exhaló sintiendo que su mundo se tambaleaba.

 Alguien había orquestado todo esto y si lo habían hecho con tanta precisión, significaba que su hijo no murió en ese incendio. Significaba que alguien lo tenía. Martín no podía quedarse quieto. Caminaba de un lado a otro en la oficina de Valeria mientras ella hacía llamadas coordinando con un especialista en informática para recuperar los archivos de seguridad eliminados.

 Cada segundo que pasaba sin respuestas le quemaba la sangre. Nico, sentado en un sillón, jugueteaba con su cámara mirándolos con curiosidad. ¿Y si ya no hay nada que recuperar?, preguntó Martín con impaciencia. Valeria levantó la vista de su computadora. Si alguien se tomó la molestia de borrar las grabaciones, significa que hay algo que no querían que vieras.

 Y eso también es una pista. Martín apretó la mandíbula. No podía creer que todo esto hubiera pasado delante de sus ojos sin que él lo notara. Siempre había estado rodeado de gente poderosa, pero nunca pensó que alguien llegaría tan lejos. El sonido de un mensaje en la computadora de Valeria los interrumpió.

 El técnico informático había enviado algo. Aquí está, dijo Valeria abriendo el archivo. Logró recuperar fragmentos de la grabación. Martín y Nico se acercaron de inmediato a la pantalla. El video comenzó a reproducirse. Al principio la imagen estaba distorsionada, pero poco a poco se fue aclarando.

 Era la entrada de la mansión Echeverría captada desde una de las cámaras de seguridad. El reloj en la esquina inferior mostraba la hora exacta en que ocurrió el incendio. Martín contamioneta negra apareció en escena. La puerta trasera se abrió y dos hombres vestidos de negro salieron con rapidez. Uno de ellos llevaba una linterna, el otro cargaba algo envuelto en una manta.

 El estómago de Martín se hizo un nudo. No. Nico se inclinó hacia adelante. Ahí están. Son los mismos tipos que vi esa noche. El video avanzó. Los hombres se movían con precisión, como si hubieran hecho esto antes. No parecían asustados ni apresurados. Sabían lo que estaban haciendo. Y luego, lo peor.

 Uno de los hombres levantó la manta y se pudo ver un pequeño brazo colgando el brazo de Santiago. Martín sintió como si el aire le abandonara los pulmones. Era él. Su hijo estaba ahí. Dios. El video terminó justo cuando los hombres subían a la camioneta y desaparecían de la imagen.

 Segundos después, las llamas comenzaron a aparecer por las ventanas de la mansión. Martín no podía moverse. Todo lo que había creído esas últimas semanas se desmoronó en un instante. Santiago no había muerto en el incendio. Lo habían sacado de ahí antes de que todo se quemara. Eso significa, murmuró Nico, que lo tienen en algún lado. Martín apretó los puños.

 Tenía razón, pero ¿quién lo tenía? Y más importante aún, ¿por qué? Valeria retrocedió el video y pausó en el momento justo en que la camioneta se alejaba. Hizo zoom en la imagen de la placa tratando de mejorar la calidad. Martín contuvo la respiración. Si podían identificar esa camioneta, tal vez podrían encontrar a su hijo.

 Valeria tecleó rápido y buscó en una base de datos. Pasaron unos segundos que parecieron eternos hasta que su rostro se endureció. Esa camioneta está registrada bajo una empresa de seguridad privada. Martín sintió una punzada en el pecho. ¿Qué empresa? Valeria le mostró la pantalla. Martín palideció. Era la misma empresa que él había contratado para instalar las cámaras en su mansión y detrás de esa empresa estaba Héctor Salazar, su propio socio. El mundo de Martín se vino abajo en un solo instante.

 El nombre de Héctor Salazar se clavó en la mente de Martín como un cuchillo afilado. Era su socio, alguien en quien había confiado durante años. Compartieron negocios, reuniones, cenas con inversionistas, pero ahora estaba claro que había jugado sucio.

 Ese maldito murmuró Martín sintiendo como la rabia le recorría el cuerpo. Valeria mantuvo la vista fija en la pantalla. Si él está detrás de esto, no podemos enfrentarlo directamente. Es un hombre poderoso con influencias en todos lados. Si se entera de que lo estamos investigando, podría mover a Santiago a otro lugar o incluso cayó, pero la amenaza quedó en el aire.

 Martín cerró los puños. No iba a dejar que le hicieran daño a su hijo. ¿Cómo encontramos la camioneta? Valeria tecleó en su computadora. Voy a rastrear los movimientos de la empresa de seguridad. Debe haber un registro de los vehículos que usan. Si tenemos suerte, encontraremos dónde estuvo la camioneta en las últimas semanas.

 Mientras ella trabajaba, Martín se pasó una mano por el rostro. No podía perder más tiempo. Cada segundo que pasaba era un segundo en el que su hijo estaba en peligro. Nico lo miraba en silencio. ¿Crees que tu socio lo hizo solo? Martín lo miró. No lo sé, pero alguien más tuvo que ayudarlo. Un plan así no lo hace una sola persona. Valeria levantó la mano.

Aquí está. La camioneta estuvo en una zona industrial abandonada. Al sur de la ciudad, Martín no esperó más. Vamos. El lugar era un enorme almacén vacío con paredes de concreto y ventanas rotas. Todo estaba en completo abandono. Valeria revisó la zona con su linterna, avanzando con precaución. Nico se mantuvo pegado a Martín, sosteniendo su cámara como si fuera su único escudo.

¿Seguros que es aquí?, preguntó el niño en voz baja. Valeria asintió. La camioneta estuvo estacionada aquí por lo menos dos noches seguidas, justo después del incendio. Si Santiago estuvo en este lugar, tenemos que encontrar algo. Los tres comenzaron a explorar. Los pasos de Martín resonaban en el suelo de concreto.

 El lugar olía a polvo y a humedad. Fue Nico quien vio la primera pista. Miren esto. Martín y Valeria se acercaron. En un rincón del almacén había un osito de peluche tirado en el suelo. Martín sintió un nudo en la garganta. Ese era el juguete favorito de Santiago. Se agachó y lo recogió con manos temblorosas. Apretó el peluche contra su pecho. Estuvo aquí, susurró.

Pero, ¿dónde estaba ahora? Valeria caminó hacia un escritorio viejo que había en el fondo del almacén. Había papeles regados por el suelo, marcas de zapatos en el polvo y una taza de café seco. Alguien había estado aquí hace poco. De repente escucharon un sonido, un auto acercándose. Martín sintió un escalofrío. Nos encontraron.

 Valeria reaccionó de inmediato. Escondámonos. Corrieron hacia la parte trasera del almacén y se ocultaron tras unas cajas oxidadas. El motor del auto se apagó. Martín contuvo la respiración. Si eran los hombres de Héctor, estaban en peligro real. Entonces, una puerta se abrió. Pasos pesados resonaron en el lugar. Dos hombres entraron.

 El jefe quiere que revisemos si quedó algo. Sí, pero rápido. No me gusta estar aquí más de lo necesario. Martín sintió que la sangre le hervía. Eran los mismos que salían en el video de la cámara de seguridad. Uno de ellos pasó cerca del osito de peluche, pero no lo recogió. Nada. Vamos. Los dos hombres se dieron la vuelta y salieron del almacén.

 El motor del auto rugió y desaparecieron en la noche. Solo cuando estuvieron seguros de que se habían ido, Valeria, Martín y Nico salieron de su escondite. Eso fue demasiado cerca, dijo Nico con la cara pálida. Martín aún sostenía el peluche. Su hijo había estado ahí. Ahora solo faltaba encontrarlo.

 El osito de peluche seguía en las manos de Martín, sucio y cubierto de polvo, pero era la prueba más fuerte de que Santiago había estado en ese almacén. Martín apretó la mandíbula, lo tuvo tan cerca y aún no lo encontraba. “Nos estamos acercando”, murmuró Valeria encendiendo su celular. Pero necesitamos algo más sólido. Martín apenas la escuchaba. Estaba furioso.

Vamos a hacerle una visita a Héctor. Valeria negó con la cabeza. Si lo enfrentas ahora sin pruebas, lo único que lograrás es que se ponga en alerta. Y si él está detrás de esto, lo primero que hará será mover a Santiago a otro sitio. Martín golpeó la pared con el puño. No puedo seguir esperando. Si te equivocas, lo perderás para siempre. Martín respiró hondo. Tenía razón.

 Nico, que había estado en silencio, se aclaró la garganta. Escuché algo cuando los tipos estaban aquí. Martín y Valeria lo miraron de inmediato. Dijeron que el jefe quería que revisaran si quedaba algo. Valeria cruzó los brazos. Eso significa que Héctor no es el único detrás de esto. Martín frunció el ceño.

 ¿Quién podría estar por encima de él? Valeria abrió su laptop y empezó a escribir rápido. Si Héctor tiene algo que ver sus movimientos financieros, podrían dar una pista. Martín vio como la pantalla se llenaba de números y registros bancarios. Después de varios minutos, Valeria se detuvo. Aquí está. Se giró hacia él con el rostro serio. Héctor recibió un pago millonario hace dos meses de una empresa fachada.

 ¿Quién está detrás de esa empresa? Valeria hizo una última búsqueda y el nombre apareció en la pantalla. Ernesto Villarreal. Martín sintió un escalofrío. No puede ser. ¿Quién es ese? Preguntó Nico. Martín apretó los puños. Un magnate del sector inmobiliario. Mi mayor rival. Valeria asintió. Y al parecer, el hombre que ordenó el secuestro de tu hijo.

 Todo tenía sentido. Si Ernesto estaba detrás de esto, significaba que todo había sido planeado desde hace mucho. Martín sintió un fuego ardiéndole en el pecho. No importaba lo que tuviera que hacer, iba a recuperar a su hijo. El nombre de Ernesto Villarreal pesaba en la mente de Martín como una condena.

 Si él estaba detrás del secuestro de Santiago, todo esto era más grande de lo que había imaginado. Villarreal no era solo un hombre poderoso, era intocable. Durante años, Martín había competido contra él en el sector inmobiliario. Ernesto tenía conexiones en la política, en la policía, en los tribunales. Si lo enfrentaban sin pruebas, todo estaría perdido. No podemos ir directamente contra él, dijo Valeria cerrando su laptop.

Si se entera de que estamos tras su pista, podría hacer que Santiago desaparezca para siempre. Martín sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No podía arriesgarse a perder a su hijo otra vez. Entonces tenemos que encontrar algo que lo incrimine, algo que no pueda borrar. Valeria asintió.

 Podemos revisar los registros de sus propiedades. Si Santiago está en alguna de ellas, encontraremos la forma de sacarlo de ahí. Nico, que los escuchaba en silencio, se aclaró la garganta. Tal vez mi cámara pueda ayudar otra vez. Martín lo miró con curiosidad. ¿Cómo? El niño se encogió de hombros. Esa noche tomé varias fotos, no solo del coche. Tal vez capturé algo más sin darme cuenta.

 Era un largo tiro, pero era lo único que tenían. El laboratorio fotográfico estaba casi vacío cuando llegaron. Martín y Nico entraron mientras Valeria se quedó en el auto revisando información en su celular. El anciano del mostrador lo reconoció de inmediato. Vaya, no esperaba verlos tan pronto. Necesitamos revelar otro rollo de película, dijo Martín dejando la cámara de Nico en el mostrador.

 El hombre la tomó con cuidado. Les haré un precio especial, muchacho. Me gusta la gente que todavía usa estas joyas. Nico sonríó. Gracias, señor. Después de media hora, las fotos estaban listas. Martín las revisó una por una. La mayoría eran imágenes borrosas de la calle, de postes de luz, de autoso, hasta que una foto llamó su atención.

Espera. Nico se acercó a mirar. La imagen mostraba la silueta de un hombre saliendo del coche negro la noche del incendio. No era solo un secuestrador cualquiera, era Ernesto Villarreal. Dios”, susurró Martín sintiendo un nudo en el estómago. Nico parpadeó. “¿Ese es el tipo que tiene a tu hijo?” Martín asintió con la mandíbula tensa.

 Esa imagen era la prueba que necesitaban. Tomó su celular y llamó a Valeria. “Lo tenemos.” De regreso en la oficina de Valeria, la detective amplió la imagen en la pantalla. El rostro de Ernesto no era completamente visible, pero la postura, la complexión y la ropa coincidían. “Necesitamos algo más sólido”, dijo Valeria entrecerrando los ojos.

 “con podemos presionar, pero no es suficiente para que la policía actúe.” Martín respiró hondo. Cada vez estaban más cerca, pero aún faltaba el golpe final. Dijiste que podías rastrear sus propiedades, ¿verdad? Valeria asintió y volvió a teclear en su computadora. Después de unos minutos encontró algo. Aquí está.

 Villarreal tiene una finca a las afueras de la ciudad. No está a su nombre directamente, sino a través de una empresa fantasma. Martín sintió como su corazón latía con fuerza. Es ahí. Tiene que estar ahí. Valeria giró la pantalla hacia él. No podemos ir sin un plan. Si entramos sin pruebas concretas y sin apoyo, podríamos caer en una trampa. Martín apretó los puños.

 No me importa. Voy a recuperar a mi hijo. Valeria lo miró a los ojos. Y lo harás, pero lo haremos bien. Se giró hacia Nico. ¿Quieres ayudar? El niño sonrió y sostuvo su cámara. Por supuesto. Martín exhaló. Por primera vez en semanas. Sentía que la verdad estaba al alcance de su mano.

 Solo faltaba el último paso, entrar en la boca del lobo y recuperar a Santiago. El aire en la oficina de Valeria estaba cargado de tensión. Habían llegado al nombre del hombre que estaba detrás de todo, Ernesto Villarreal. Ahora sabían que Santiago había sido secuestrado bajo sus órdenes, pero la gran pregunta seguía sin respuesta.

 ¿Dónde estaba el niño? Martín no podía quedarse quieto. Caminaba de un lado a otro con las manos en los bolsillos, conteniendo la ira y la desesperación que lo estaban consumiendo. Cada minuto que pasaba era un minuto más en el que su hijo estaba en peligro. “Necesitamos actuar ya”, dijo finalmente con voz grave. Valeria miró su computadora y asintió.

 Ernesto tiene varias propiedades, pero la finca en las afueras de la ciudad es la única que no ha sido utilizada en meses. Si están escondiendo a Santiago, tiene que ser ahí. Martín apretó los puños. Podemos llamar a la policía. Valeria negó con la cabeza. Aún no tenemos pruebas suficientes. La foto de Nico nos dice que Ernesto estuvo en el lugar la noche del incendio, pero eso no demuestra que él haya dado la orden de secuestrar a tu hijo. Necesitamos algo más sólido. Martín sintió que la desesperación lo ahogaba.

 No podía seguir esperando. Entonces iremos nosotros. Nico, que había estado en silencio observando todo, frunció el ceño. Eso suena peligroso. Lo es, respondió Valeria, pero no tenemos otra opción. Martín miró al niño y puso una mano en su hombro. Tú ya hiciste demasiado. No quiero que corras más riesgos.

 Nico levantó la barbilla desafiante. Santiago es mi amigo, aunque nunca lo haya conocido. No voy a quedarme de brazos cruzados. Martín sintió una mezcla de orgullo y preocupación. Ese niño tenía más valentía que muchos adultos. Entonces, vámonos, dijo Valeria cerrando su laptop. Si queremos recuperar a Santiago, tenemos que hacerlo ahora. La carretera que llevaba a la finca de Ernesto era oscura y solitaria.

 Los árboles altos se mecían con el viento, proyectando sombras inquietantes en el camino. Martín conducía con los nudillos blancos sobre el volante. Valeria iba a su lado con su pistola asegurada en la cintura. En el asiento trasero, Nico revisaba su cámara una y otra vez, como si esperara que de repente pudiera revelar más información que les ayudara.

 “¿Qué haremos cuando lleguemos?”, preguntó finalmente. “Lo primero es confirmar que Santiago está ahí”, respondió Valeria. “Luego encontraremos la manera de sacarlo sin levantar sospechas.” Martín tragó saliva. Había imaginado muchas veces el momento en que volvería a ver a su hijo, pero nunca así. Finalmente, las luces del auto iluminaron una reja de hierro con una enorme cadena. Habían llegado.

 Valeria bajó la ventanilla y miró la propiedad con sus binoculares nocturnos. Hay dos guardias en la entrada y al menos tres más patrullando. ¿Cómo entramos?, preguntó Martín. Valeria se giró hacia Nico. ¿Te sientes valiente? El niño asintió. ¿Qué tengo que hacer? Quiero que te acerques a la reja y llames la atención de los guardias. Di que estás perdido o que buscas algo de comida.

Mientras ellos están distraídos, nosotros nos colamos por la parte trasera. Martín miró a Nico con preocupación. Si te atrapan, no me atraparán, dijo el niño con seguridad. Estoy acostumbrado a escaparme de tipos malos. Martín sintió un nudo en el pecho. ¿Qué clase de vida había tenido este niño para hablar así? Ten cuidado”, le dijo finalmente.

 Nico asintió y bajó del auto. Martín y Valeria dieron la vuelta a la finca en silencio, moviéndose entre los árboles hasta llegar a un punto donde la cerca estaba más baja. Valeria sacó unas pinzas y comenzó a cortar el alambre de forma rápida y precisa. En la entrada, Nico hacía su parte. “¡Oiga, señor, ¿tiene algo de comer?”, gritó acercándose a los guardias con su mejor expresión de niño inocente.

 Los hombres se miraron entre sí. ¿Qué hace este mocoso aquí? Seguro es un ladrón. Uno de ellos agarró a Nico del brazo, pero el niño se retorció y le dio una patada en la espinilla. El guardia gritó y lo soltó. Atrápenlo. Nico corrió como si su vida dependiera de ello y en cierto modo así era. Mientras tanto, Martín y Valeria lograron entrar por el otro lado de la finca.

 Se movieron con cautela, ocultándose entre los arbustos hasta llegar a la casa principal. La mansión estaba en completa oscuridad, pero en una de las ventanas del segundo piso había una luz tenue. Martín sintió un escalofrío. Santiago podría estar ahí. Valeria sacó su pistola. Vamos a traerlo de vuelta. Era ahora o nunca.

 Martín sintió que su corazón latía con tanta fuerza que podía escucharlo en sus oídos. La finca de Ernesto Villarreal era enorme, oscura y silenciosa, como si la propia casa supiera los secretos que escondía. Nico había hecho su parte, distrendo a los guardias en la entrada, y ahora él y Valeria estaban dentro. El momento de actuar había llegado.

 La luz del segundo piso”, susurró Martín señalando la ventana iluminada. Valeria asintió. “Si Santiago está aquí, es ahí donde lo tienen.” Se movieron en silencio, pegados a la pared de la casa. Valeria sacó una pequeña linterna y alumbró la cerradura de la puerta trasera. No tardó más de 10 segundos en abrirla con una ganzúa. Entraron.

 El interior de la finca era lujoso pero sobrio. Todo estaba decorado con muebles caros pero sin calidez, como si nadie realmente viviera ahí. Valeria levantó la mano indicándole a Martín que esperara. Sacó su arma y avanzó primero. Subieron las escaleras con cuidado, asegurándose de que nadie los viera.

 Cada paso crujía levemente en la madera, haciéndolos contener la respiración. Finalmente llegaron al segundo piso. La luz provenía de una puerta entreabierta. Martín sintió que su cuerpo se tensaba. Santiago estaba ahí. Tenía que estar ahí. Martín empujó la puerta lentamente. Dentro de la habitación, Santiago estaba sentado en una cama, pero no estaba solo.

 Un hombre alto, vestido de negro, se giró al escuchar el sonido de la puerta. ¿Quién eres tú? Dijo con frialdad. Martín sintió su cuerpo tensarse. No había tiempo para explicaciones. Con un solo pensamiento en la cabeza, sacar a su hijo de ahí. Se lanzó sobre el hombre. El forcejeo fue violento. Santiago gritó. Martín logró empujar al secuestrador contra la pared, pero entonces el hombre sacó un cuchillo.

 “¿Te hicieron daño?”, susurró Martín con el corazón en un puño. Santiago negó con la cabeza. No me daban de comer, pero nunca me hablaban. Solo venía un hombre de vez en cuando a asegurarse de que no intentara escapar. Escuché que decían que pronto me llevarían a otro lugar. Martín sintió un nudo en la garganta. Lo había encontrado. El niño lo miró con los ojos muy abiertos. Papá.

 Martín no pudo contenerse. Corrió hacia él y lo abrazó con fuerza. Hijo, estoy aquí. Estoy aquí. Santiago se aferró a él soyloosando contra su pecho, pero el momento se rompió en un instante. Un fuerte golpe se escuchó detrás de ellos. La puerta se cerró de golpe.

 Martín se giró justo a tiempo para ver a Ernesto Villarreal de pie en la entrada con una pistola en la mano. “Vaya, vaya”, dijo Ernesto con una sonrisa fría. “¿Qué tenemos aquí?” Martín se puso de pie protegiendo a su hijo con el cuerpo. “Voy a llevarme a mi hijo”, dijo con voz firme. Ernesto negó con la cabeza. Me temo que eso no va a pasar. Valeria levantó su arma. Baja la pistola, Villarreal. No tiene que terminar así.

Ernesto ríó. ¿Y qué harás? Dispararme. ¿Crees que la policía va a creerle a un detective fracasado y a un empresario desesperado? Martín sintió que la ira le subía por la garganta. ¿Por qué hiciste esto? Ernesto ladeó la cabeza. Porque tu caída era necesaria. Siempre fuiste un obstáculo en mis negocios.

 Tu empresa, tu reputación, todo te hacía intocable, pero un hombre destrozado no pelea. Martín apretó los puños. Y mi hijo. Ernesto encogió los hombros. Un daño colateral. Pero no te preocupes, lo traté bien. Martín sintió que la rabia lo cegaba. iba a matarlo con sus propias manos, pero antes de que pudiera moverse, algo cambió en la expresión de Ernesto.

 Una sombra apareció detrás de él y entonces la habitación explotó en caos. Un fuerte golpe resonó cuando Nico saltó sobre Ernesto aferrándose a su brazo con todas sus fuerzas. El disparo se desvió impactando en la pared. “¡Corre, Martín!”, gritó Valeria moviéndose rápido. Martín no lo pensó. agarró a Santiago y salió corriendo de la habitación. Los pasillos se llenaron de ruido. Los guardias de Ernesto estaban subiendo las escaleras.

“Atrápenlos!”, gritó Villarreal forcejeando con Nico. Martín y Valeria bajaron las escaleras a toda velocidad. Tenían que salir de ahí antes de que fuera demasiado tarde. Pero justo cuando llegaron a la puerta principal, dos guardias los bloquearon. Uno de ellos levantó un arma y entonces un disparo sonó. El guardia cayó de inmediato. Era Nico.

 El niño tenía una pistola en la mano tomada del mismo Ernesto en la pelea. Los guardias dudaron solo un segundo. Fue suficiente. Martín, Valeria, Santiago y Nico corrieron hacia la salida, atravesaron el jardín y saltaron a la camioneta de Valeria. “Acelera!”, gritó Martín. Las llantas derraparon en la graba. Lo habían logrado. Santiago estaba a salvo, pero Martín sabía que esto aún no había terminado.

 Ernesto no se iba a quedar de brazos cruzados. El motor rugía mientras la camioneta avanzaba a toda velocidad por la carretera oscura. Martín sostenía a Santiago contra su pecho, como si temiera que pudiera desaparecer si lo soltaba. El niño temblaba, su rostro hundido en la camisa de su padre. Valeria conducía con el seño fruncido, revisando el retrovisor constantemente.

No nos siguen todavía. Nico en el asiento trasero, aún tenía la pistola en las manos. Sus dedos apretaban el metal con fuerza. Había disparado a un hombre. Martín lo miró y vio como su respiración era irregular. Sus ojos abiertos de par en par. “Nico”, susurró.

 El niño parpadeó y bajó la mirada hacia el arma, como si de repente se diera cuenta de lo que había hecho. Sus manos empezaron a temblar. Yo no quería. Martín extendió la mano con cuidado y tomó el arma. Ya pasó. Hiciste lo que tenías que hacer. Nico tragó saliva y asintió, pero su cuerpo seguía tenso. Ese disparo había cambiado algo en él.

 Santiago, aún en los brazos de su padre, alzó la vista y miró a Nico con ojos llenos de gratitud. Me salvaste. Nico sonrió, aunque su rostro seguía pálido. Para eso están los amigos, ¿no? La camioneta se detuvo en la oficina de Valeria. Era un lugar seguro, al menos por el momento, pero sabían que Ernesto no se quedaría quieto.

 “Tenemos que hacer esto rápido”, dijo Valeria bajando del auto. “Ernesto tiene contactos en todos lados. Si no lo atrapamos esta noche, se nos escapará.” Martín apretó los labios. “¿Cómo lo detenemos?” “Con pruebas”, respondió Valeria. “Inco es nuestra mejor prueba.” El niño se tensó. “Yo” Valeria asintió.

 Tú lo viste todo, lo escuchaste confesar y si conseguimos recuperar las grabaciones de seguridad de la finca, tendremos lo que necesitamos para hundirlo. Nico miró a Martín como buscando una respuesta. No tenía miedo de hablar, pero sí miedo de lo que pasaría después. Martín le puso una mano en el hombro. Si hacemos esto bien, se acabó. Santiago estará a salvo. Tú también.

 El niño respiró hondo y asintió. Está bien, hagámoslo. Era hora de terminar con esto. El ambiente en la oficina de Valeria estaba tenso. Todos sabían que tenían que moverse rápido. Ernesto Villarreal tenía poder, dinero y contactos en la policía. Si no reunían pruebas suficientes esa misma noche, él desaparecería sin dejar rastro.

 Martín miró a Nico. El niño estaba nervioso, pero decidido. “Necesitamos que repitas todo lo que viste y escuchaste en la finca”, dijo Valeria encendiendo una grabadora. Nico asintió y tomó aire. Vi a Ernesto con mi propia cámara la noche del incendio. Vi cuando se llevaron a Santiago.

 También escuché cuando le dijo a Martín que todo esto era para destruirlo. Valeria lo miró con seriedad. “¿Estás dispuesto a testificar?” El niño dudó por un momento. Sabía lo que eso significaba. Si Ernesto no iba a la cárcel, su vida correría peligro. Pero luego miró a Santiago, que lo observaba en silencio desde el sofá. Sí, lo haré. Martín sintió una punzada de orgullo.

 Nico tenía más valor que muchos adultos. Valeria envió el testimonio de Nico y la foto a un contacto de confianza en la fiscalía. Con esto tenemos suficiente para abrir una investigación. dijo, “Pero necesitamos algo más fuerte si queremos que Ernesto no salga en pocas horas.” Martín frunció el seño. Las cámaras de la finca. Dijiste que había grabaciones. Valeria asintió. Sí.

Y si todavía existen, estarán en los servidores de la empresa de seguridad que trabaja para Ernesto. ¿Podemos entrar ahí? La detective sonrió de lado. Podemos, pero no será fácil. Una hora después estaban frente a las oficinas de vigilancia Omega, la empresa de seguridad privada vinculada a Ernesto. “Necesitamos entrar y copiar las grabaciones antes de que las borren”, dijo Valeria revisando su equipo.

“Déjamelo a mí”, dijo Nico. De repente, Martín y Valeria lo miraron con sorpresa. “¿Tú?”, preguntó Martín. El niño sonrió. “He entrado a lugares más difíciles.” Valeria dudó, pero finalmente asintió. Está bien, pero yo iré contigo. Martín los vio desaparecer en la oscuridad. Su destino dependía de esas pruebas. Si todo salía bien, Ernesto Villarreal finalmente caería.

Nico y Valeria se movían rápido. Sabían que no tenían mucho tiempo. La empresa de seguridad de Ernesto estaba protegida, pero Nico tenía experiencia entrando a lugares donde no debía. Sígueme”, susurró el niño guiándola por la parte trasera del edificio. Encontraron una ventana entreabierta y Nico, ágil como un gato, se deslizó dentro sin hacer ruido. Valeria lo siguió.

 El servidor de almacenamiento estaba en una habitación con candado electrónico. “¿Sabes abrir esto?”, preguntó Valeria. Nico sonrió y sacó un pequeño destornillador de su mochila. “Denme 2 minutos. El niño trabajó rápido. En menos de un minuto la puerta hizo un click. Valeria sacó un USB y comenzó a descargar los archivos. Había cientos de grabaciones y entonces escucharon pasos en el pasillo.

 Nico se tensó. Nos encontraron. Valeria guardó el USB y sacó su pistola. Hora de salir. Pero antes de que pudieran moverse, la puerta se abrió de golpe. Un guardia los vio y levantó su arma. Alto ahí. Nico reaccionó sin pensar, le arrojó su destornillador a la cara y el hombre se tambaleó.

 “¡Corre!”, gritó Valeria empujándolo hacia la ventana. Salieron al callejón justo cuando sonaban las alarmas. “Martín los esperaba en el auto con Santiago. ¿Lo tienen?”, preguntó con el corazón en la garganta. Valeria levantó el USB. “Lo tenemos.” Ahora la caída de Ernesto Villarreal era solo cuestión de tiempo. Dos días después, los noticieros de todo el país estaban cubiertos por el escándalo.

Magnate Ernesto Villarreal es arrestado por secuestro e incendio premeditado. Las imágenes mostraban al empresario siendo escoltado por la policía, el rostro impasible, pero los ojos cargados de furia, la caída de un imperio. Martín veía la noticia en la televisión con Santiago a su lado, sosteniendo su pequeña mano con fuerza.

La batalla había terminado, pero las cicatrices quedarían para siempre. Nico también estaba allí. Miraba la pantalla en silencio, jugueteando con su cámara, como si aún no pudiera creer que todo había acabado. Valeria entró en la sala con unos papeles en la mano. La sentencia salió. Ernesto pasará muchos años en prisión. Martín exhaló profundamente. No era exactamente alivio, pero era lo más cercano a ello que sentiría.

Santiago volteó hacia Nico con una sonrisa. ¿Y tú qué vas a hacer ahora? Nico se encogió de hombros. Supongo que volveré a la calle. Ya estoy acostumbrado. Martín guardó silencio por un momento. No podía permitir que Nico desapareciera. Se arrodilló frente al niño y lo miró a los ojos. No tienes que volver a la calle. Si quieres puedes quedarte con nosotros.

Nico abrió los ojos sorprendido. Hablas en serio. Martín asintió. Muy en serio. Salvaste a mi hijo. Ahora quiero darte la oportunidad de tener un hogar. Los ojos de Nico se llenaron de lágrimas, pero las secó rápidamente tratando de mantener la compostura. Entonces, creo que puedo intentarlo. Santiago sonrió y tomó la mano de su nuevo hermano.

Por primera vez en mucho tiempo, Martín sintió que había reconstruido su familia y esta vez no la perdería por nada. La verdad siempre encuentra su camino, pero a veces necesita de valientes como Nico para salir a la luz.