Miren el fracasado con el que me iba a casar. Menos mal lo dejé”, dijo mi ex mientras se reía con sus amigas. Pero justo llegó su esposo y me dijo, “Patrón, no esperaba verlo aquí. ¿En qué puedo servirle?” Sonreí y dije, “Pedro, por favor, dile a tu esposa quién soy y ahora mi ex me ruega para casarse conmigo.
Me llamo Samuel y si me hubieras conocido hace 5 años, no habrías apostado un peso por mí.” Era un tipo sencillo, de esos que se levantan temprano, se ponen un uniforme gastado y salen a trabajar sin quejarse. Repartía paquetes por toda la ciudad, pedaleando bajo el sol la lluvia, con el sudor pegado a la frente y las manos llenas de callos.
No era una vida de lujos, pero para mí estaba bien. Tenía un sueldo decente, un cuartito alquilado y sobre todo tenía a Valentina. Ella era mi mundo, mi primer amor, mi todo. Desde que la conocí en una fiesta del barrio, supe que quería pasar el resto de mi vida con ella. Sus ojos cafés, su risa fuerte, esa forma de mirarme como si yo fuera alguien especial.
Me tenía atrapado. Valentina y yo llevábamos tres años juntos. No éramos perfectos. Claro, a veces discutíamos por tonterías, como cuando iba a pintar el cuarto o porque no salíamos más seguido. Pero yo la amaba con todo lo que tenía. Trabajaba duro para ahorrar porque quería darle una vida mejor. Hasta le había comprado un anillo chiquito de esos que no brillan mucho, pero que significan todo.
Iba a pedirle que se casara conmigo. Lo tenía planeado. Una cena sencilla en casa, unas velitas y yo de rodillas diciéndole que ella era mi futuro. Pero nunca llegué a hacerlo. Todo se derrumbó un martes por la tarde. Había terminado mi turno temprano y decidí pasar por su casa para darle una sorpresa. Llevaba una flor que encontré en el camino, de esas que crecen entre las grietas del cemento.
Cuando llegué, la vi sentada con una cara que no olvidaré jamás. Estaba seria, con los brazos cruzados, como si ya hubiera decidido algo. Me acerqué sonriendo, pero ella no me devolvió la sonrisa. Samuel, tenemos que hablar, dijo, y su voz sonó fría, como si yo fuera un extraño. ¿Qué pasa? Vale, pregunté todavía con la flor en la mano.

Se levantó y me miró de arriba a abajo. Llevaba mi ropa de trabajo, una camiseta vieja, el pantalón lleno de polvo y las zapatillas rotas en la punta. Supongo que no era el hombre más elegante del mundo en ese momento, pero nunca pensé que eso le importara tanto. No puedo seguir así, dijo. Esto no va a ningún lado. Tú no vas a ningún lado.
¿De qué hablas? Mi corazón empezó a latir más rápido, como si supiera lo que venía. Samuel, mírate. Eres un repartidor. ¿Qué me vas a dar? Una vida corriendo detrás de paquetes. Yo quiero más. Quiero viajes. Quiero ropa bonita, quiero una casa grande. Y tú, tú no puedes dármelo. Nunca vas a ser nadie en la vida. Sus palabras me pegaron como un puñetazo en el estómago.
Intenté responder, pero mi garganta se cerró. Solo atiné a bubucear algo como, “Vale, yo estoy trabajando para que estemos bien.” Podemos, “No, Samuel, me cortó. Ya me cansé de esperar. Esto se acabó.” Y así, sin más, se dio la vuelta y entró a su casa. La puerta se cerró con un golpe seco y yo me quedé ahí parado como idiota con la flor en la mano.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando reaccioné, tiré la flor al suelo y me fui caminando. Sentía que el mundo se me venía encima. Esa noche no dormí. Me senté en mi cama mirando el anillo que nunca le di y lloré como nunca había llorado. Valentina había sido mi primer amor, mi primera ilusión y ahora no era nada. Los días siguientes fueron un infierno.
No quería salir de mi cuarto, no quería comer, no quería hablar con nadie. Mis amigos me llamaban, pero yo no contestaba. Solo podía pensar en ella, en sus palabras. Nunca vas a ser nadie en la vida. Me dolía el pecho como si me hubieran arrancado algo de adentro. Pero entre toda esa oscuridad hubo una luz pequeña que no esperaba.
Isabela, la hermana menor de Valentina. Isabela siempre había sido amable conmigo. Cuando iba a casa de Valentina, ella me ofrecía agua o me preguntaba cómo estaba. A veces charlábamos un rato mientras Valentina se arreglaba. Era una chica tranquila, de esas que escuchan más de lo que hablan. Después de la ruptura, me sorprendió con un mensaje.
Samuel, ¿estás bien? Sé que las cosas están feas, pero si necesitas hablar, aquí estoy. No sé por qué, pero le contesté. Quizás porque necesitaba desahogarme con alguien o porque ella era lo único que me conectaba a lo que había perdido. Nos empezamos a escribir más seguido. Al principio solo eran mensajes cortos, pero poco a poco se volvieron conversaciones largas.
Me contaba sobre su día, sobre como Valentina andaba presumiendo que pronto encontraría a alguien mejor que yo y yo le contaba como me sentía roto, perdido, inútil. Isabela nunca me juzgó, siempre me decía cosas como, “Tú vales mucho, Samuel, no dejes que nadie te haga sentir menos.” Y aunque no lo creía del todo, sus palabras me daban un poquito de fuerza.
Una tarde quedamos para tomar un café. Ella llegó con una sonrisa tímida y me dio un abrazo que me sorprendió. Nos sentamos en una cafetería barata, de esas con mesas de plástico y hablamos durante horas. Le conté lo del anillo, lo de mis planes con Valentina, y ella me escuchó con esos ojos grandes que parecían entenderlo todo.
“Samuel, mi hermana es una tonta”, dijo. Al final no sabe lo que perdió. Pero tú no te quedes ahí. Si ella no te valora, demuéstrale a ella y al mundo de qué estás hecho. Esas palabras se me quedaron grabadas. No sé si fue por cómo lo dijo o porque en el fondo yo también quería probarme algo a mí mismo, pero algo cambió ese día.
Cuando volví a mi cuarto, miré el anillo por última vez, lo guardé en una caja y me dije, “Se acabó. Voy a salir adelante. Aunque me cueste todo, los meses siguientes fueron un borrón de trabajo y esfuerzo. Dejé de salir con mis amigos. Dejé de perder el tiempo en cosas que no importaban. Me puse a leer sobre negocios, a buscar formas de ganar más dinero.
Conseguí un segundo trabajo en las noches repartiendo comida a domicilio. Ahorraba cada peso que podía. Dormía poco, comía lo justo, pero no me importaba. Tenía un fuego adentro que no me dejaba parar. Quería demostrarle a Valentina que estaba equivocada, pero más que eso, quería demostrarme a mí mismo que no era un fracasado.
Un año después di el primer paso grande, dejé los repartos y abrí un pequeño negocio con mis ahorros. Era una tiendita de repuestos para motos, algo sencillo, pero con potencial. Me iba bien y empecé a reinvertir todo lo que ganaba. Contraté a un par de chicos para que me ayudaran y en dos años la tiendita se convirtió en una distribuidora.
Luego abrí otra y otra. Me metí en el mundo de las importaciones. Aprendí a negociar, a moverme entre gente con dinero. No fue fácil. Hubo noches en las que pensé en rendirme, pero cada vez que dudaba recordaba la voz de Valentina. Nunca vas a ser nadie. Y eso me empujaba a seguir. 4 años después lo había logrado.
Era millonario. Tenía varias empresas, empleados que dependían de mí. una casa grande en una zona bonita de la ciudad. Había cambiado mi ropa vieja por trajes hechos a medida, mi bicicleta por un carro de lujo, pero no estaba feliz del todo. Había ganado dinero, sí, pero había perdido mucho en el camino, amigos, tiempo, risas.
Me había vuelto un tipo serio, solitario. No quería relaciones, no quería distracciones. Solo Isabela seguía siendo parte de mi vida. Nos veíamos de vez en cuando y ella siempre me decía lo orgullosa que estaba de mí. Era mi amiga, mi cable a tierra. Y entonces llegó la invitación que lo cambiaría todo.
Isabela me escribió un día, Samuel, me caso en unas semanas. Me encantaría que vinieras a la boda. Eres importante para mí. No pude decirle que no. Ella había estado conmigo en mis peores momentos, así que acepté. No imaginé que ese día, en esa boda, mi pasado y mi presente chocarían de una forma que ni en mis sueños más locos habría esperado.
El día de la boda de Isabela amaneció soleado con un cielo tan azul que parecía sacado de una postal. Me levanté temprano como siempre, pero esta vez no era para trabajar. Me miré al espejo mientras me ponía el traje negro, impecable, hecho a medida por un sastre que cobraba más por una camisa de lo que yo ganaba en un mes cuando era repartidor.
Me peiné con cuidado, me eché un poco de colonia cara y me vi diferente. No era el Samuel de antes el que pedaleaba con la cabeza gacha. Era alguien nuevo, alguien que había construido algo grande con sus propias manos. Y hoy, por primera vez en mucho tiempo, iba a dejar que el mundo lo viera. Isabela me había dicho que la boda sería en un salón elegante, uno de esos lugares con lámparas de cristal y meseros de corbata.
No me sorprendía. Su prometido, un tipo llamado Andrés era contador y venía de una familia con algo de dinero. No eran millonarios como yo, pero sí tenían clase. Mientras manejaba mi carro, un BMW negro que todavía olía nuevo, pensé en lo raro que era todo esto. Hace años yo no habría encajado en un lugar así.
Ahora no solo encajaba, sino que podía comprar el salón entero si quisiera. Llegué al lugar y estacioné. Antes de bajar, respiré hondo. No estaba nervioso por la boda en sí, sino porque sabía que había una chance, aunque fuera pequeña, de cruzarme con Valentina. Isabela me había dicho que su hermana estaría ahí casada ya con un tipo que, según ella, le daba la vida que quería.
No sabía mucho de él, solo que trabajaba en una empresa grande y que Valentina lo presumía como si fuera un trofeo. La idea de verla me revolvía el estómago, pero también me encendía algo adentro. Si me la encontraba, no iba a ser el Samuel débil que ella recordaba. Iba a ser el hombre que ella nunca creyó que podía ser.
Entré al salón con paso firme. La recepción estaba llena de gente bien vestida, charlando con copas de champán en la mano. Vi a Isabela de lejos, radiante con su vestido blanco, saludando a los invitados. Me acerqué a ella y cuando me vio su cara se iluminó. Samuel, dijo corriendo a darme un abrazo. Qué bueno que viniste. Ni loco me lo perdía.
Respondí sonriendo. Estás hermosa, Isa. Ella se sonrojó un poco y me presentó a Andrés, su esposo. Era un tipo alto, de sonrisa fácil, y me dio una apretón de manos firme. “Isabela me ha hablado mucho de ti”, dijo. “Gracias por venir, hombre. Charlamos un rato y todo iba bien. La ceremonia había terminado y ahora era el momento del banquete y la fiesta.
Me senté en una mesa con algunos conocidos de Isabela, comí algo y hasta me reí con un par de chistes malos. Por un momento pensé que tal vez Valentina no aparecería, pero entonces la vi. Estaba al otro lado del salón, cerca de la pista de baile, rodeada de tres amigas. Llevaba un vestido rojo ajustado, el pelo suelto y una sonrisa que conocía demasiado bien.
Estaba igual de guapa que siempre, pero había algo diferente en ella, algo que no podía precisar. Quizás era la forma en que movía las manos, como si quisiera que todos la miraran. Sus amigas reían fuerte y ella parecía la reina del grupo. No me había visto aún, así que me quedé observándola desde mi mesa con el corazón latiendo un poco más rápido de lo que quería admitir.
No planeaba acercarme. Mi idea era pasar la noche tranquilo, disfrutar la boda y volver a casa. Pero el destino o el karma o lo que sea que mueve el mundo tenía otros planes. Valentina levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. Por un segundo se quedó quieta, como si no estuviera segura de quién era yo.
Luego una sonrisa burlona se le dibujó en la cara. Susurró algo a sus amigas y todas miraron hacia mí. Empezaron a reírse y supe que esto no iba a terminar bien. Se acercó con ese andar suyo, como si el salón entero le perteneciera. Sus amigas la seguían todavía riéndose por lo bajo. Yo me quedé sentado con la copa de vino en la mano esperando a ver qué iba a decir.
Vaya, vaya, dijo Valentina parándose frente a mi mesa. ¿Qué haces aquí, Samuel? Esto es para gente con dinero, no para repartidores. Sus amigas soltaron una carcajada y ella se cruzó de brazos, mirándome como si yo fuera un chiste. La Valentina de antes, la que me había roto el corazón, estaba ahí frente a mí, igual de cruel que siempre.
Hola, Valentina, respondí tranquilo, tomando un sorbo de vino. Veo que sigues igual igual. No, cariño. Yo subí de nivel, dijo levantando la mano para mostrar un anillo brillante. Menos mal que te dejé cuando pude. Miren, chicas, este es el fracasado con el que me iba a casar. Gracias a Dios, lo cambié por alguien exitoso. Las risas de sus amigas llenaron el aire y algunos invitados cercanos voltearon a mirar.
Sentí un calor subiéndome por el cuello, pero no era vergüenza, era otra cosa, algo que había guardado durante años. Iba a responderle, a decirle algo que la callara de una vez, pero no hizo falta. En ese momento, un hombre se acercó desde el fondo del salón. Era alto, con el pelo corto y un traje gris que le quedaba un poco grande.
Llevaba dos copas en las manos, como si hubiera ido por tragos para él y para ella. Valentina dijo, “Mira, amor, te presento al fracasado de la fiesta.” Pero cuando él me vio, sus ojos se abrieron como platos y las copas casi se le caen. “Patrón”, dijo inclinándose un poco con una mezcla de sorpresa y respeto.
“No esperaba verlo aquí. ¿En qué puedo servirle?” El salón se quedó en silencio. Valentina frunció el ceño mirando a su esposo como si no entendiera nada. “Patrón”, repitió ella. confundida. “¿De qué estás hablando, Pedro?” Yo sonreí dejando la copa en la mesa. Me levanté despacio, ajustándome el traje y miré al hombre frente a mí.
Pedro trabajaba en una de mis empresas en el departamento de logística. Era un buen empleado, puntual, serio. No sabía que estaba casado con Valentina, pero ahora todo tenía sentido. Pedro, dije con voz calmada, pero firme. Por favor, dile a tu esposa quién soy. Él tragó saliva, nervioso y se giró hacia Valentina.
Ella lo miraba con una mezcla de incredulidad y enojo, como si esto fuera una broma de mal gusto. Valentina, este es Samuel Torres, dijo Pedro con la voz un poco temblorosa. Es el dueño de la empresa donde trabajo. Es es un multimillonario. Tiene varias compañías, casas, carros. Es mi jefe.
El silencio que siguió fue tan pesado que casi podía tocarlo. Las amigas de Valentina dejaron de reír. Ella se quedó helada con la boca entreabierta, como si las palabras de Pedro no le entraran en la cabeza. Yo me crucé de brazos, disfrutando cada segundo de su confusión. ¿Qué? Dijo al fin con un hilo de voz. Samuel, tú así es, respondí encogiéndome de hombros.
El repartidor que nunca iba a ser nadie ahora tiene más dinero del que tú podrías gastar en 10 vidas. Qué curioso cómo cambian las cosas, ¿no? La cara de Valentina pasó del blanco al rojo en segundos. Sus amigas se miraron entre ellas incómodas y empezaron a retroceder como si quisieran desaparecer. Pedro, pobre hombre, no sabía dónde meterse, pero yo no había terminado.
Después de todo lo que ella me había hecho, esto era solo el comienzo. Pensé que había subido de nivel, Valentina. Dije, señalando a Pedro con un gesto. Pero parece que sigues igual de ciega. ¿Qué pasó con esa vida de lujos que tanto querías? Porque por lo que veo, Pedro es un buen tipo, pero no te está dando castillos niates.
Ella abrió la boca para responder, pero no salió nada. Estaba atrapada y lo sabía. Entonces, para mi sorpresa, cambió de táctica. Se acercó un paso, poniéndose esa sonrisa coqueta que usaba cuando quería algo de mí hace años. “Samuel, no seas así”, dijo bajando la voz como si estuviéramos solos. Mira todo lo que has logrado.
Eres increíble. Siempre supe que tenías potencial, ¿sabes? Tal vez, tal vez cometí un error. Un error. Repetí riendo por lo bajo. No, Valentina, el error fue mío por pensar que valías la pena. Sus ojos se abrieron más y dio otro paso hacia mí, ignorando por completo a Pedro, que estaba a su lado con cara de no entender nada.
No digas eso, insistió. Poniendo una mano en mi brazo. Podemos empezar de nuevo. Tú y yo como antes. Imagínate lo que seríamos juntos ahora con todo lo que tienes. La aparté con suavidad pero con firmeza, mirándola directo a los ojos. Empezar de nuevo. Dije alzando la voz para que todos oyeran. ¿Contigo? No, gracias. Prefiero quemar mi dinero antes que gastarlo en alguien que me llamó fracasado y me tiró como basura.
¿Tú querías lujos, no? Bueno, sigue soñando porque conmigo no vas a ver ni un centavo. El murmullo creció a nuestro alrededor. La gente empezaba a acercarse atraída por el drama. Valentina se dio cuenta de que todos la miraban y su cara se puso aún más roja. Intentó mantenerla con postura, pero ya era tarde.
Samuel, por favor, empezó a decir, pero la corté. Disfruta tu vida, Valentina. dije dándole la espalda. Y dile a tus amigas que el fracasado las saluda. Pedro, nos vemos en la oficina el lunes. Me alejé caminando tranquilo, sintiendo sus ojos clavados en mi espalda. No miré atrás, pero no hacía falta. Sabía que la había dejado en ridículo frente a todos y eso era más dulce que cualquier lujo que el dinero pudiera comprar.
Después de esa noche en la boda de Isabela, pensé que Valentina entendería el mensaje y me dejaría en paz. Había quedado en ridículo frente a sus amigas, su esposo y medio salón. Yo me fui de ahí con la cabeza en alto, sintiendo que por fin había cerrado esa herida que ella me dejó hace años. Pero subestimé lo terca que podía ser cuando quería algo o mejor dicho cuando olía dinero.
A los pocos días empezó a buscarme. Primero fue un mensaje. Mi teléfono vibró mientras estaba en una reunión con unos inversionistas. Lo saqué del bolsillo y vi su nombre en la pantalla. Samuel, necesitamos hablar. Por favor, no me ignores. Sonreí para mis adentros y lo dejé en visto. No iba a darle ni un segundo de mi tiempo, pero ella no se rindió tan fácil. Al día siguiente me llamó.
Estaba en mi oficina revisando unos contratos cuando mi secretaria me pasó la llamada. Dice que es urgente, señor Torres, me dijo. Y yo, curioso por ver hasta donde llegaba su descaro, acepté contestar. Samuel, soy yo, dijo su voz al otro lado. Esa voz que alguna vez me tuvo loco. Por favor, no cuelgues.
¿Qué quieres, Valentina? Respondí apoyándome en mi silla de cuero con una vista panorámica de la ciudad detrás de mí. Quiero verte. Necesito disculparme. Lo que pasó en la boda me porté mal. Lo sé, pero es que me sorprendiste. No sabía todo lo que habías logrado. Estoy orgullosa de ti, ¿sabes? Me reí fuerte, tanto que seguro se escuchó en el pasillo.
Orgullosa. Esa palabra en su boca sonaba tan falsa que casi me da náuseas. Orgullosa. Dije, todavía riendo. No me hagas reír, Valentina. Tú no estás orgullosa de mí. Estás desesperada porque viste lo que perdiste. Pero adivina que ya no hay espacio para ti en mi vida, Samuel. No seas así, suplicó y pude imaginarla haciendo pucheros como cuando quería que le comprara algo hace años.
Podemos intentarlo de nuevo. Tú y yo éramos buenos juntos. Ahora que tienes todo esto, podríamos ser imparables. Piénsalo. Viajes, fiestas, una vida de lujo. Te lo mereces y yo también. Te voy a dar un consejo gratis”, dije bajando la voz como si le estuviera contando un secreto. “Busca un espejo y pregúntale a la Valentina de hace 4 años que pensaba de mí, porque esa es la que importa, esa es la que me dijo que nunca sería nadie y esa es la que se quedó sin nada.” Colgé sin esperar su respuesta.
Me sentí bien, como si cada palabra hubiera sido un clavo más en el ataú de lo que alguna vez sentí por ella. Pero Valentina no era de las que se rinden fácil y eso lo comprobé una semana después. Estaba saliendo de una de mis empresas, un edificio de vidrio y acero que había comprado el año pasado cuando la vi parada junto a mi carro.
Llevaba un vestido corto, el pelo perfectamente arreglado y una sonrisa que parecía ensayada. Me detuve en seco, ajustándome la chaqueta del traje. “¿Qué haces aquí?”, Pregunté sin moverme. Vine a verte, Samuel, dijo, acercándose con ese andar que usaba para impresionar. No puedo dejar de pensar en ti, en lo que teníamos.
Fui una tonta, lo admito. Pero mírame ahora. Estoy aquí dispuesta a todo por ti. La miré de arriba a abajo y no pude evitar soltar una carcajada. Era tan patética que casi me daba pena. Casi dispuesta a todo. Repetí cruzándome de brazos. ¿Qué parte de No me interesas? No entendiste, Valentina. O es que crees que con un vestido y unas pestañas pintadas voy a olvidar cómo me pisoteaste.
Ella se acercó más poniendo una mano en mi pecho. Olía a perfume caro, probablemente pagado por el sueldo de Pedro. No seas cruel, susurró. Podemos ser felices. Te juro que cambiaré. Seré la mujer que siempre quisiste. La aparté con un movimiento suave pero firme y di un paso atrás. La mujer que siempre quise no existe, dije mirándola a los ojos.
Y si existiera, no sería una interesada que solo me busca por mi cuenta bancaria. ¿Sabes qué, Valentina? Te doy un punto por el esfuerzo, pero esto ya es triste. Vete a casa con Pedro y déjame en paz. Me subí al carro y arranqué sin mirar atrás. Por el retrovisor la vi quedarse ahí con la cara desencajada, como si no pudiera creer que la había rechazado otra vez.
Pensé que eso sería el final, pero estaba equivocado. Valentina no solo era terca, era imprudente. Unos días después, Isabela me llamó. Su voz sonaba preocupada, algo raro en ella. Samuel, tienes que saber algo. Dijo Valentina está fuera de control. se la pasa hablando de ti, diciendo que van a volver, que eres el amor de su vida.
Pedro la escuchó coqueteando contigo por teléfono. Bueno, las cosas se pusieron feas. Feas cómo pregunté intrigado. Discutieron fuerte anoche. Pedro le dijo que estaba harto de sus juegos, que sabía que solo lo usaba por su sueldo y que no iba a seguir con alguien tan interesada. La dejó. Samuel. se fue de la casa y todo. Me quedé en silencio un momento procesando lo que acababa de escuchar.
No sentía lástima por Valentina. No después de todo, pero sí me sorprendía lo rápido que su mundo se estaba derrumbando. ¿Y ella, ¿qué hizo? Pregunté. Está destrozada, dijo Isabela. Me llamó llorando, diciendo que lo perdió todo, que Pedro era su estabilidad y que sin él no tiene nada. Sus amigas la dejaron de lado después de la boda y ahora no tiene ni dinero ni a nadie que la mantenga.
Me pidió que hablara contigo, que te convenciera de darle una oportunidad. En serio, dije riendo. ¿Y qué le dijiste? Le dije la verdad, respondió Isabela con un tono firme. Que tú eres mi amigo, no su juguete. Que te mereces algo mejor que sus lágrimas falsas. Se enojó conmigo y cortó. Creo que ya no me habla, pero no me importa. Tú vales más que eso, Samuel.
Sonreí al teléfono. Isabela siempre había sido así, leal, sincera, un ancla en medio de la tormenta. Le agradecí y colgué, sintiendo que de alguna forma el universo estaba poniendo todo en su lugar. Pasaron las semanas y las noticias sobre Valentina seguían llegando por pedazos. La vi una última vez por casualidad en un centro comercial.
Yo estaba comprando un regalo para el cumpleaños de Isabela y ella estaba sentada sola en una cafetería barata con la ropa arrugada y el pelo desarreglado. No era la Valentina orgullosa que conocí. me vio y levantó la mano como si quisiera saludarme, pero yo seguí caminando. No había nada que decir. Supe por conocidos que había intentado buscar trabajo, pero nadie la tomaba en serio después de su fama de interesada.
Pedro no volvió con ella y sus días de presumir lujos se habían acabado. Se quedó sola, sin dinero, sin amigos, sin nada. En cuanto a mí, mi vida siguió adelante. Seguí creciendo mis empresas, viajando por el mundo, construyendo lo que siempre soñé. Pero lo mejor no era el dinero ni el éxito, era Isabela. Nuestra amistad se hizo más fuerte que nunca.
Después de su boda, nos volvimos inseparables. Me invitaba a cenar con Andrés, me mandaba mensajes para ver cómo estaba y yo hacía lo mismo. Era mi familia, no de sangre, sino de corazón. Un día, mientras tomábamos café en su casa, me miró con esa sonrisa tranquila que siempre tenía. ¿Sabes, Samuel? Dijo, “Todo lo que pasaste valió la pena.
No solo por lo que lograste, sino por lo que eres ahora. Estoy orgullosa de ti y yo de ti, Isa, respondí levantando mi taza. Gracias por no soltarme nunca. Brindamos con el café y supe que pase lo que pase, siempre tendría a alguien que valía más que todo el oro del mundo. Valentina podía quedarse con sus sueños rotos.
Yo ya había encontrado mi verdadero tesoro y así, mientras el sol se ponía afuera, cerré ese capítulo de mi vida para siempre.
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