Por favor, llévese a uno. Tomás se detuvo en seco. La mujer estaba parada bajo el poste de luz temblando. Tenía dos bebés en los brazos, uno en cada lado. Los niños lloraban sin parar. Disculpe, no puedo cuidar de los dos. La voz de la mujer se quebró. Por favor, llévese uno. Tomás miró alrededor.

 Eran las 10 de la noche y la calle estaba vacía. Acababa de salir del bufete después de revisar contratos hasta tarde. Como siempre, su carro estaba a unos metros. Señora, no entiendo qué. Usted es bueno. Lo interrumpió ella. Lo vi hace unas semanas. Ayudó a un niño que se había perdido. Tomás recordó vagamente un niño llorando en el parque buscando a su mamá.

 Cualquier persona habría hecho lo mismo. Eso no significa que ellos van a morir conmigo. Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer. No tengo donde vivir. No tengo dinero. No tengo nada. Los bebés no dejaban de llorar. Eran pequeños, tal vez de pocos meses, gemelos por lo que podía ver.

 Señora, hay instituciones que pueden ayudarla. Él dife, “O organizaciones, ya fui. Me dijeron que espere, pero ellos no pueden esperar.” Alzó a los bebés un poco más. Tienen hambre. Están enfermos. Tomás sintió algo raro en el pecho. Nunca había estado cerca de bebés. Ni siquiera tenía sobrinos. Su vida era su trabajo, su casa ordenada, sus rutinas. No puedo simplemente llevarme a un bebé.

 Entonces los dos van a morir. La mujer se acercó un paso. Eso quiere. No, pero escoja. Extendió los brazos. Escoja uno. Tomás se quedó helado. Esto no podía estar pasando. La mujer hablaba en serio. Podía verlo en sus ojos. No era una estafa. No quería dinero. Realmente quería que se llevara a uno de sus hijos. Está loca, murmuró.

 Sí, asintió ella. Estoy loca de desesperación. El llanto de los bebés se hacía más fuerte. Uno de ellos tosía. ¿Cómo se llaman? No tienen nombre todavía respondió sin apartar la mirada. Póngale el que quiera. Tomás cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, la mujer seguía ahí. Los bebés seguían llorando.

 La situación seguía siendo imposible. Si me llevo a uno, ¿qué va a pasar con usted y el otro? Voy a intentar sobrevivir. Con uno es más fácil. ¿Y si no puede? La mujer no respondió. No hacía falta. Tomás sacó su teléfono. Voy a llamar a servicios sociales. Hágalo dijo ella, pero tardán días en venir.

 Y para entonces dejó la frase sin terminar. Tomás guardó el teléfono. Los bebés seguían llorando, pero más débil ahora, como si se estuvieran cansando. ¿Por qué yo? porque es bueno y porque está aquí. Eso no es suficiente razón para ¿Qué más necesita? La desesperación se volvía enojo. Un manual, una carta de recomendación. Tomás miró a los bebés otra vez.

 Eran tan pequeños, tan frágiles. No sé nada de bebés. Yo tampoco sabía. Se aprende. Mi vida no está hecha para esto. La mía tampoco. Pero aquí estamos. El viento frío de febrero les pegó a todos. Los bebés se encogieron. “Tienen frío”, dijo Tomás. Siempre tienen frío.

 Sin pensarlo más, Tomás extendió los brazos hacia el bebé de la derecha. La mujer lo puso en sus brazos con cuidado. El niño pesaba casi nada. “¿Estás segura de esto?” “No.” Las lágrimas volvieron. “Pero no tengo otra opción.” Tomás sintió el peso pequeño en sus brazos. El bebé dejó de llorar por un momento y lo miró con ojos grandes y oscuros.

 ¿Cómo la encuentro si no me busque. La mujer empezó a alejarse con el otro bebé. Solo cuídelo. Espere. Pero ella caminaba rápido hacia las sombras. En pocos segundos desapareció. Tomás se quedó solo en la calle con un bebé en brazos que no era suyo, sin saber su nombre, sin papeles, sin nada. El bebé empezó a llorar otra vez. ¿Y ahora qué? Le preguntó Tomás.

 Como si entendiera, el bebé dejó de llorar y bostezó. Tomás caminó hacia su carro, todavía sin creer lo que acababa de pasar. Su vida ordenada y predecible acababa de volverse un caos. Tomás puso al bebé en el asiento trasero de su carro y se quedó mirándolo. El niño había dejado de llorar, pero respiraba raro, como si le costara trabajo.

 “No te vayas a morir”, murmuró. No aquí, no ahora. Manejó despacio hacia su casa. Cada semáforo en rojo le parecía eterno. Y si el bebé dejaba de respirar, ¿y si tenía hambre? ¿Y si estaba enfermo? Su departamento en Polanco estaba oscuro y silencioso. Todo en su lugar, como siempre. Los libros ordenados por tamaño, la mesa sin una sola mancha, los cojines del sofá perfectamente alineados, puso al bebé sobre la cama y encendió todas las luces. El niño parpadeó y empezó a moverse las manitas. “Necesitas comida”,

dijo Tomás, aunque no tenía idea de qué comen los bebés. Buscó en Google, “¿Qué come un bebé de 2 meses?” Los resultados hablaban de leche materna o fórmula. Tomás no tenía ninguna de las dos. Eran las 11 de la noche, las farmacias de guardia. Agarró al bebé con cuidado y salió otra vez.

 En la farmacia la señora de la caja lo miró raro. ¿Necesita algo para el niño? Todo respondió Tomás. Leche, pañales, lo que sea. Es su primer hijo. Sí. No, es complicado. La señora le vendió fórmula, biberones, pañales y toallitas húmedas. También un chupón. ¿Necesita ropa? Tomás miró al bebé. Traía una camiseta vieja y un pañal sucio. Sí, ropa también.

 De regreso en casa intentó darle el biberón. El bebé rechazaba la leche, lloraba y movía la cabeza para todos lados. Vamos, tienes que comer. Tomás estaba sudando. El llanto se hacía más fuerte. Los vecinos iban a quejarse. Llamó a su hermana Patricia a Guadalajara. Tomás, son las 12 de la noche. Patti, necesito ayuda.

Tengo un bebé. ¿Qué? ¿De quién? Es largo de explicar. ¿Cómo hago para que tome leche? En serio, ¿tienes un bebé ahí? Sí. Y no deja de llorar. Patricia le explicó paso a paso la temperatura de la leche, cómo cargar al bebé, la paciencia que se necesitaba. Tal vez tenga cólicos o gases.

 ¿Ya le cambiaste el pañal? Tomás no había pensado en eso. El pañal estaba empapado. Cambiar pañales era más difícil de lo que parecía. El bebé no se quedaba quieto. Se orinó dos veces mientras Tomás intentaba limpiarlo. “Esto es imposible”, murmuró. Pero después del pañal limpio y con leche tibia, el bebé se calmó, se tomó medio biberón y se quedó dormido.

 Tomás lo acostó en su cama, rodeado de almohadas para que no se cayera. Él se fue al sofá. A las 4 de la mañana, el llanto lo despertó. Otra vez pañal y leche. A las 6 lo mismo. A las 8, cuando tenía que irse al bufete, el bebé estaba despierto y tranquilo mirando el techo. “Me tengo que ir a trabajar”, le dijo Tomás.

 “¿Qué hago contigo?” Llamó a una agencia de niñeras. Le mandaron a la señora Rosa una mujer mayor que llegó a las 10. “Es muy pequeño”, dijo al ver al bebé. ¿Cuántos meses tiene? No sé, dos, tal vez tres. No sabe la edad de su propio hijo. Es adoptado, recién adoptado. La señora Rosa lo miró extraño, pero no preguntó más.

 Tomás llegó a la oficina 3 horas tarde. Su secretaria, Carmen, lo notó raro. Se siente bien, licenciado. Solo cansado. Trató de concentrarse en los casos, pero cada media hora llamaba a casa. La primera vez todo bien. La segunda, la señora Rosa sonaba agitada. La tercera vez nadie contestó. Salió corriendo del bufete. Encontró a la señora Rosa en la puerta de su edificio con una maleta. No puedo, licenciado.

Ese niño no para de llorar y no tiene sus vacunas y huele raro. Yo tengo mi reputación. El bebé estaba en los brazos de la portera del edificio llorando. ¿Qué le hizo? Nada. Pero no es normal, ese bebé está enfermo. La señora Rosa se fue sin cobrar. Tomás subió con el bebé y la portera.

 Yo le ayudo mientras encuentra otra niñera, dijo la señora López. Pero solo por hoy, esa noche vinieron dos niñeras más. Una se fue porque el bebé tenía diarrea, la otra porque Tomás no tenía cuna ni ropa suficiente. Es que esto fue muy repentino, explicó Tomás. Los bebés no son algo repentinos, señor, se planean. Al cuarto día, Tomás entendió que no iba a encontrar niñera.

 Pidió una semana de vacaciones en el bufete y se quedó en casa. Poco a poco fue aprendiendo, que el bebé lloraba diferente cuando tenía hambre, cuando estaba mojado o cuando tenía sueño, que le gustaba que le hablaran, aunque no entendiera, que se calmaba cuando escuchaba música. Te voy a poner Diego”, le dijo una noche. “Me parece que te ves como un Diego.” El bebé hizo un ruidito que sonó como a probar.

 Por primera vez en años, Tomás se acostó revisar emails ni preparar el día siguiente, solo pensando en las siguientes tres horas, hasta que Diego despertara otra vez. Su vida ordenada había desaparecido por completo. La señora Martínez del departamento de al lado tocó la puerta el lunes por la mañana.

 Tomás abrió con Diego en brazos y ojeras hasta el suelo. Buenos días, licenciado. Necesitamos hablar. ¿Pasó algo? Ese bebé llora todas las noches. Los demás vecinos están molestos. Ya sé, estoy trabajando en eso. Y otra cosa, la señora Martínez miró a Diego con desconfianza. ¿De dónde salió este niño? Usted siempre ha vivido solo. Es es una situación familiar complicada.

 tiene los papeles del menor. Tomás sintió que se le secaba la boca. No tenía papeles. No tenía nada. Los estoy tramitando. Mire, licenciado, a mí no me importa su vida privada, pero si ese bebé no está registrado legalmente, tengo que reportarlo. Es la ley. La señora Martínez se fue, pero su amenaza quedó flotando en el aire.

 Dos días después tocaron la puerta otra vez. Esta vez era una mujer joven con credencial del DIF. Buenos días, soy la licenciada Hernández. Recibimos un reporte sobre un menor en situación irregular. Tomás sintió que el mundo se le caía encima. ¿Puedo pasar? No tenía opción. La trabajadora social entró y miró todo.

 El departamento al bebé, las latas de fórmula, los pañales regados por toda la sala. ¿Es usted el padre del menor? Es complicado. ¿Tiene acta de nacimiento? No. Constancia de adopción, no. Algún documento que lo acredite como tutor legal. No tengo nada de eso. La licenciada Hernández escribió en su libreta. Diego empezó a llorar.

 ¿Desde cuándo está el menor bajo su cuidado? Una semana. ¿Y cómo llegó a sus manos? Tomás le contó todo. La mujer en la calle, los dos bebés, la decisión desesperada. La trabajadora social lo escuchó sin interrumpir, pero su cara se puso más seria con cada detalle. Señor Aguilar, esto es muy grave. No puede quedarse con un menor sin los trámites legales correspondientes. Me lo van a quitar. Tengo que llevármelo mientras investigamos la situación.

 No, Tomás apretó a Diego. El bebé está bien conmigo, está sano, come, duerme, pero no está registrado, no existe legalmente. Puedo arreglar eso. ¿Sabe quién es la madre? No tengo ni su nombre. La licenciada Hernández cerró su libreta. Tengo que llevármelo hoy. Lo siento. Deme unas horas, por favor. Déjeme intentar encontrar a la madre.

 No puedo, es protocolo. Tomás cargó a Diego y caminó hacia la ventana. El bebé había dejado de llorar y lo miraba con esos ojos grandes y oscuros. Una hora dijo sin voltear. Dame una hora para hacer algunas llamadas, señor Aguilar, una hora. Si no resuelvo nada, te lo entrego. La licenciada Hernández suspiró. Una hora, pero me quedo aquí.

Tomás empezó a hacer llamadas a hospitales preguntando por mujeres que hubieran dado a luz gemelos en los últimos meses, a refugios para mujeres, a organizaciones de asistencia social. En la cuarta llamada tuvo suerte. Casa de esperanza. Sí, tuvimos a una mujer con gemelos hace dos semanas. Lucía Morales. Se fue sin avisar una noche.

¿Tiene algún dato de contacto? No, pero sabemos que andaba por las calles del centro. Alguien la vio cerca del mercado. Tomás le contó a la licenciada Hernández, “Si encontramos a la madre, puede quedarse conmigo mientras arreglamos los papeles. Depende de las circunstancias, pero sí es posible.” Salieron los tres en el carro de Tomás, Diego en su sillita nueva, la trabajadora social revisando documentos en el asiento del copiloto. Encontraron a Lucía en un parque cerca del mercado.

Estaba sentada en una banca con el otro bebé en brazos. Se veía más flaca, más cansada. Cuando vio a Tomás bajarse del carro con Diego, se puso pálida. “No vine a quitártelo”, le gritó Tomás desde lejos. “Vine a ayudarte.” Lucía no se movió. El otro bebé lloraba débilmente.

 Soy del DIF, dijo la licenciada Hernández. Necesitamos hablar. Me van a quitar a mi hijo. Eso depende de usted. Se sentaron en la banca del parque. Los dos bebés se miraron y estiraron las manitas uno hacia el otro. ¿Por qué eligió al señor Aguilar? Preguntó la trabajadora social. Lucía miró a Tomás antes de responder. Lo vi en este mismo parque hace un mes. Había un niño perdido llorando.

 Todo el mundo pasaba de largo, pero él se detuvo. Se quedó con el niño hasta que llegó su mamá. Le compró un helado. No tenía que hacerlo, pero lo hizo. Tomás recordó. El niño tenía como 5 años y estaba asustado. Pensé que alguien así podría cuidar a mi bebé mejor que yo. ¿Por qué no pidió ayuda antes? insistió la licenciada.

 Sí, pedí. Fui al DIFE. Me dijeron que esperara. Fui a hospitales. Me corrieron. Fui a albergues. Estaban llenos. Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. Mis bebés se estaban muriendo de hambre. Tomé la única decisión que podía tomar. La trabajadora social escribió todo.

 ¿Dónde ha estado viviendo? En la calle, en cajeros automáticos, en la estación del metro. Tomás sintió algo apretado en el pecho. “¿Y si vienen los tres conmigo?”, dijo de repente. Todas lo miraron. Hasta Diego pareció sorprenderse. “Solo mientras arreglamos los papeles y Lucía encuentra trabajo”, continuó Tomás. “Tengo espacio y los bebés necesitan estar juntos.” La licenciada Hernández levantó las cejas.

 “¿Estás seguro? Completamente.” Lucía lo miró como si hubiera perdido la razón. ¿Por qué haría eso? Tomás miró a Diego, luego al otro bebé, porque es lo correcto. Tomás abrió la puerta de la habitación de huéspedes que nunca había usado. Estaba llena de cajas con papeles del trabajo y libros viejos. “¿Puedes quedarte aquí mientras arreglamos todo”, le dijo a Lucía.

 Ella entró con el otro bebé en brazos y miró alrededor. La habitación tenía una cama individual, un escritorio y una ventana que daba al estacionamiento. ¿Cuánto tiempo? El que sea necesario. Lucía puso al bebé en la cama y empezó a sacar de una bolsa de plástico lo poco que tenía. Tres camisetas, pañales sucios, un biberón roto.

 ¿Cómo se llama?, preguntó Tomás señalando al bebé. No tiene nombre todavía. Al otro lo llamé Diego. Está bien. Lucía no lo miró. Este puede ser Mateo. Tomás asintió y salió del cuarto. En la sala Diego estaba en su sillita, despierto y tranquilo. Era raro verlo tan callado. Esa noche fue un desastre. Los bebés lloraron por turnos.

 Cuando Diego se calmaba, Mateo empezaba. Cuando Mateo se dormía, Diego despertaba. Tomás y Lucía se cruzaban por el pasillo como fantasmas, cada uno con su bebé. A las 5 de la mañana, Tomás tocó la puerta del cuarto de Lucía. ¿Qué pasa?, preguntó ella con Mateo llorando en sus brazos.

 ¿Y si los ponemos juntos? ¿Qué son hermanos? Tal vez se calmen si están juntos. Lucía dudó, pero estaba tan cansada que aceptó. Pusieron a los dos bebés en la cama de Tomás, uno junto al otro. Se tocaron las manitas y dejaron de llorar al mismo tiempo. “¡Increíble!”, murmuró Lucía. Se quedaron dormidos así, los gemelos acurrucados y los adultos sentados en el suelo junto a la cama, cuidando que no se cayeran.

 Los siguientes días fueron raros. Tomás salía a trabajar temprano. Lucía se quedaba con los bebés. Cuando él regresaba, ella ya tenía todo limpio y organizado. Hablaban poco, solo lo necesario. Mateo comió bien. Sí, Diego, ¿también algo del súper? Pañales y leche. Okay. Tomás notó que Lucía limpiaba obsesivamente. La cocina brillaba, el baño olía desinfectante.

 Hasta los juguetes de los bebés estaban ordenados por colores. “No tienes que limpiar tanto”, le dijo un día. No quiero que pienses que soy una mantenida. No pienso eso. Si piensas, todos piensan lo mismo. Lucía tenía razón en parte. Tomás sí se preguntaba cosas. ¿Por qué había terminado en la calle? ¿Dónde estaba el papá de los bebés? ¿Cómo había llegado a esa situación? Pero no preguntaba.

 Algo en la manera en que Lucía se ponía tensa. Cuando él llegaba, le decía que mejor no preguntara. La trabajadora social del DIF visitaba cada semana. Revisaba que los bebés estuvieran bien, que tuvieran sus vacunas, que la casa fuera un lugar seguro. ¿Cómo va la convivencia?, le preguntó a Tomás en privado. Bien, sin problemas.

 ¿Y ella busca trabajo? está esperando que los bebés crezcan un poco más. Señor Aguilar, la situación no puede ser permanente. Ella necesita demostrar independencia económica o los menores podrían ser retirados. Esa noche Tomás le contó a Lucía lo que había dicho la trabajadora social. Ya sé, respondió ella. No soy tonta. ¿Has pensado en qué te gustaría hacer? Lucía estaba doblando ropa de los bebés.

 Sus manos se movían rápido y preciso. Sé coser, trabajé en una maquiladora antes de antes de esto. ¿Te gusta? Se me da bien. Al día siguiente, Tomás trajo una máquina de coser usada que compró en el mercado. ¿Qué es esto?, preguntó Lucía cuando la vio en la sala. Pensé que podrías usarla para practicar o para trabajar desde casa.

 Lucía se acercó a la máquina y la tocó como si fuera algo frágil. ¿Por qué haces esto? Porque necesitas trabajar y los bebés necesitan que estés cerca. ¿No te molesta tener una máquina de coser en tu sala perfecta? Tomás miró alrededor. Su sala ya no era perfecta. Había biberones en la mesa, mantitas en el sofá, juguetes en el suelo y por alguna razón se veía mejor así. No me molesta. Esa tarde Lucía cosió por primera vez en meses.

Tomás llegó del trabajo y la encontró arreglando una blusa rota con los bebés dormidos en sus sillitas junto a ella. ¿Cómo te fue? Bien. Lucía sonrió por primera vez desde que llegó. Se siente bien hacer algo útil. Cenaron juntos por primera vez. Solo sopa y pan, pero en la mesa del comedor como una familia normal. Los bebés están creciendo dijo Tomás. Sí.

 Diego ya sostiene la cabeza mejor y Mateo sonríe más. Se parecen mucho, pero Diego es más serio como tú. Tomás se rió. Soy serio. Muy serio. Todo el tiempo tienes cara de estar resolviendo problemas. Siempre estoy resolviendo problemas. Nosotros somos un problema. Tomás la miró.

 Lucía tenía el cabello recogido y por primera vez se veía relajada. No, dijo, son lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. Lucía bajo la vista, pero Tomás alcanzó a ver que se sonrojó. Esa noche los bebés durmieron 6 horas seguidas. Tomás también. Por primera vez en semanas la casa se sintió como un hogar.

 Los golpes en la puerta llegaron un sábado por la mañana, fuertes, insistentes, como si quisieran tirar la puerta abajo. Tomás estaba cambiando el pañal de Diego cuando escuchó los gritos. Lucía, sé que estás ahí. Abre esta puerta. Desde el cuarto de al lado llegó el sonido de algo que se caía. Tomás cargó a Diego y fue hacia allá. encontró a Lucía en el suelo recogiendo los hilos de coser que se habían regado. Estaba temblando. ¿Quién es?, preguntó Tomás.

Nadie, murmuró ella sin levantar la vista. Váyase, por favor. Lucía, no te hagas pendeja. Vi que entraste aquí. Los golpes se hicieron más fuertes. Mateo empezó a llorar desde su cuna. Es Raúl, dijo Lucía tan bajito que Tomás casi no la escuchó. Mi ex, ¿qué quiere a mí? A los niños, no sé.

 Tomás le pasó Diego a Lucía y caminó hacia la puerta. Los golpes no paraban. Oye, cabrón, sé que estás ahí adentro. Saca a mi vieja. Tomás abrió la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Del otro lado había un hombre de su edad, más bajo, con playera sucia y aliento a alcohol. ¿Qué necesita? ¿Dónde está Lucía? No sé de qué habla. No te hagas La tengo vigilada desde hace días.

 Entró aquí con mis hijos. Sus hijos están bajo la custodia legal del DIF. Si tiene algún reclamo, vaya allá. Raúl se rió con maldad. Custodia legal. Esos niños son míos y ella también. Se equivoca. Retírese o llamo a la policía. Llámala. Raúl empujó la puerta. A ver si llegan antes de que tumbe esta puerta. Tomás cerró y puso el seguro.

 Sacó su teléfono y marcó al 911. Los golpes seguían. Ahora Raúl pateaba la puerta. Lucía, sal de ahí o te juro que los mato a todos. En el cuarto, Lucía tenía a los dos bebés en brazos y lloraba. Se va a ir, le dijo Tomás. Ya llamé a la policía. No se va a ir. Nunca se va.

 ¿Hace cuánto que no lo veías? Desde que me fui hace tr meses. Los golpes pararon de repente. Tomás se asomó por la ventana. Raúl estaba en el estacionamiento hablando por teléfono. Es violento, preguntó Tomás. Lucía no respondió, pero se subió la manga. Tenía una cicatriz en el antebrazo. Lucía me la hizo cuando estaba embarazada con un cuchillo porque no quise abortar. Tomás sintió que se le calentaba la sangre.

 ¿Por eso te fuiste? Me fui porque dijo que cuando nacieran los iba a vender, que dos bebés valían mucho dinero. Los gemelos habían dejado de llorar y dormían en los brazos de su mamá. Por eso terminé en la calle, continuó Lucía. Preferí eso a que él los lastimara. Llegaron dos patrullas. Tomás salió a hablar con los policías mientras Lucía se quedó adentro.

 El sujeto se fue, dijo uno de los oficiales, pero lo tenemos identificado. Raúl Vega tiene antecedentes por violencia doméstica. ¿Puede regresar? ¿Puede. La señora quiere poner una denuncia. Tomás regresó con Lucía. Quieren saber si vas a denunciarlo. ¿De qué sirve? Siempre sale libre. Esta vez puede ser diferente. No. Lucía abrazó más fuerte a los bebés.

Solo va a empeorarlo. Los policías se fueron con la promesa de que iban a patrullar la zona. Tomás puso nuevos seguros en la puerta y cerró todas las cortinas. Esa noche no durmieron. Cada ruido en el pasillo los ponía alerta. Los bebés sentían la tensión y no dejaban de moverse. ¿Por qué te quedaste con él tanto tiempo?, preguntó Tomás mientras tomaban café en la cocina.

 Al principio no era así. Era dulce, me cuidaba, pero cuando empezó a tomar, la gente no cambia tanto. Sí cambia, o tal vez yo no quería ver quién era realmente. Lucía removió su café sin tomarlo. Cuando supe que estaba embarazada, pensé que se iba a calmar, que iba a querer ser buen papá, pero no fue así. Me dijo que los bebés iban a arruinar su vida, que yo era una estúpida por tenerlos.

 Tomás quería decir algo, pero no encontraba las palabras. Una noche llegó muy borracho, continuó Lucía. Los bebés lloraban mucho. Mateo tenía cólicos. Raúl agarró a Diego y lo empezó a sacudir. Lo lastimó. Lo detuve a tiempo, pero me gritó que si no paraban de llorar los iba a tirar por la ventana. Tomás cerró los puños.

 Esa misma noche empaqué lo poco que tenía y me fui con lo que traía puesto y nada más. No tienes familia. Mi mamá murió cuando tenía 15. No tuve hermanos. Raúl era lo único que conocía. Se quedaron callados un rato. Desde el cuarto se escuchaba la respiración tranquila de los bebés. “Por eso me elegiste a mí”, preguntó Tomás. “Porque pensaste que no era como él.

 Porque vi que eras gentil con ese niño en el parque. Raúl nunca fue gentil con nadie. No todos los hombres son como él.” Lucía lo miró por primera vez en toda la conversación. Lo sé, por eso estoy aquí. A la mañana siguiente, Tomás contrató un sistema de seguridad para el edificio y cambió su número de teléfono.

 También fue con un abogado especialista en violencia doméstica. “Si regresa, tenemos que estar preparados”, le explicó a Lucía. no va a parar hasta encontrarme. Entonces nos aseguraremos de que cuando me encuentre esté listo para enfrentarlo. Por primera vez desde que Raúl había aparecido, Lucía sonrió un poco. Gracias. No me las des. Esto es lo que hace una familia.

 Lucía lo miró extraño cuando dijo, “Familia, pero no dijo nada. Esa noche durmieron mejor. Los bebés también. Tomás llegó temprano del trabajo y encontró la casa en silencio. Era raro, siempre había ruido, los bebés, la máquina de coser, la televisión, pero ahora nada. Lucía la encontró en el baño cortándose el cabello frente al espejo. Ya se había quitado como 15 cm.

 El cabello largo y descuidado había quedado en el suelo. ¿Qué haces? Cambio de look, dijo sin dejar de cortar. Ya me cansé de verme como víctima. El cabello ahora le llegaba a los hombros. Se veía diferente, más joven, más fuerte. Te ves bien. Me siento bien. Lucía recogió el cabello del suelo. Conseguí trabajo. En serio. En un taller de costura cerca del mercado, la señora que me va a contratar vino a ver mi trabajo.

 Le gustó como arreglé su vestido. Tomás sonró. Era la primera vez que veía a Lucía realmente emocionada. ¿Cuándo empiezas? El lunes son 6 horas al día, puedo traer trabajo a casa también. ¿Y los bebés? Pensé que tal vez podrías ayudarme con una niñera. Solo las primeras semanas hasta que ahorre para pagarla yo sola. Por supuesto. Lucía se volteó hacia él.

 Pero voy a pagarte todo. La niñera, la comida, la renta de mi cuarto. No quiero deberte nada. No me debes nada. Sí te debo y no me gusta deber. Esa noche cenaron diferente. Lucía había cocinado algo más elaborado que las sopas de siempre. Pollo en salsa verde, arroz, frijoles. La cocina olía como no había olido nunca.

 ¿Dónde aprendiste a cocinar así? Mi mamá, antes de que se enfermara. ¿De qué murió? Cáncer. No teníamos dinero para tratamiento, por eso terminé con Raúl tan joven. Necesitaba alguien que me mantuviera. Los bebés estaban en sus sillitas junto a la mesa, mirando todo con curiosidad. Diego había empezado a agarrar cosas. Mateo se reía cuando Tomás hacía muecas.

 ¿Te arrepientes?, preguntó Tomás. De haberme elegido a mí, digo. Lucía dejó de comer y lo pensó. Al principio. Sí. Pensé que era una locura. que te ibas a arrepentir y nos ibas a correr. Y ahora, ahora pienso que fue lo más inteligente que he hecho en mi vida. Después de cenar, Tomás ayudó a bañar a los bebés. Era algo que habían empezado a hacer juntos sin planearlo.

 Uno sostenía, el otro enjabonaba. Diego está más pesado, dijo Tomás. Mateo también están creciendo bien. ¿Crees que van a recordar todo esto? Lo de la calle, lo de Raúl, lo del principio. Espero que no. Espero que solo recuerden esto. Esto era la rutina que habían construido sin darse cuenta.

 Tomás salía al trabajo, Lucía cuidaba a los bebés y cocía. Por las tardes él llegaba y jugaban con los niños en la sala. Cenaban juntos. Por las noches se turnaban para los biberones nocturnos. El fin de semana llevaron a los gemelos al parque. Era la primera vez que salían los cuatro juntos. La gente los miraba y asumía que eran una familia normal, un papá, una mamá, dos bebés.

 ¿Te molesta que piensen que somos pareja?, preguntó Lucía. ¿Te molesta a ti? No. Es mejor que la verdad. Tomás no estaba seguro de que la verdad fuera tan mala. En el último mes había sido más feliz que en años. Su casa tenía vida. Su rutina tenía sentido. El lunes, Lucía se fue a trabajar nerviosa.

 La señora Méndez, la niñera nueva, se quedó con los bebés y Tomás se fue a la oficina más tranquilo de lo que esperaba. Cuando regresó, encontró a Lucía radiante. ¿Cómo te fue? Increíble. Terminé tres vestidos en 6 horas. La dueña dice que no había visto a nadie coser tan rápido. Y los bebés perfectos. La señora Méndez dice que casi no lloraron. Esa noche Lucía contó cada peso que había ganado.

 Son 200 pesos. No es mucho, pero es mío. Es un buen comienzo. Voy a abrir una cuenta en el banco para ahorrar para mi propio departamento. Tomás sintió algo raro en el pecho. No quería que se fuera, pero sabía que era lo correcto. ¿Cuánto tiempo calculas? 6 meses, tal vez ocho si consigo más trabajo. Las siguientes semanas fueron las mejores desde que se conocieron.

 Lucía llegaba del trabajo contenta, con historias del taller. Los bebés crecían y empezaban a hacer sonidos que parecían palabras. Un viernes, Lucía llegó con una bolsa del supermercado. ¿Qué es eso? Cena. Te toca descansar hoy. Cocinó pescado a la veracruzana. puso la mesa bonita con servilletas de tela que Tomás ni sabía que tenía.

 Que celebramos mi primer mes de trabajo y que los bebés ya duermen 5 horas seguidas y que no hemos sabido nada de Raúl. Y que no hemos sabido nada de Raúl. Brindaron con agua de Jamaica. Los bebés dormían en la sala en sus nuevas cunas que Tomás había comprado. ¿Sabes qué es lo más raro? Dijo Lucía. ¿Qué? ¿Que no extraño mi vida de antes? Para nada.

 Yo tampoco extraño mi vida de antes. ¿Cómo era? Vacía, ordenada, pero vacía. Lucía sonríó. Y ahora Tomás miró alrededor. La mesa con platos sucios, juguetes en el suelo, ropa de bebé colgada en el respaldo de las sillas. Ahora está llena de todo lo que importa. Esa noche, por primera vez, Tomás pensó que tal vez Lucía no tenía que irse en seis meses.

 Tal vez podían hacer que esto fuera permanente. La carta del DIF llegó un martes por la mañana. Tomás la leyó dos veces antes de entender completamente lo que decía. Lucía estaba dando de desayunar a Mateo cuando él entró a la cocina con el papel en la mano. ¿Qué pasa? ¿Te ves pálido? Tenemos que ir al juzgado la próxima semana.

¿Para qué? Para la audiencia definitiva, van a decidir qué pasa con los bebés. Lucía dejó la cuchara y se quedó muy quieta. ¿Qué significa eso exactamente? Que si no demostramos que somos una familia estable, se los pueden llevar para darlos en adopción a otra familia. Los siguientes días fueron un caos de papeles, citas y abogados.

 Tomás contrató al mejor especialista en derecho familiar que conocía. Le costó una fortuna, pero no le importó. ¿Cuáles son nuestras opciones?, preguntó Tomás en el despacho del abogado. Pocas, respondió el licenciado Vargas. Usted no es el padre biológico. Ella estuvo en situación de calle. No están casados.

Desde el punto de vista legal, esto es muy complicado. Pero los niños están bien cuidados. Eso no basta. Necesitan estabilidad legal, no solo emocional. Lucía había estado callada toda la reunión. ¿Qué pasaría si yo renuncio a la custodia? Preguntó de repente. ¿Qué? Dijo Tomás.

 Si dejo que Tomás los adopte solo, él tiene trabajo estable, casa propia, dinero, todo lo que yo no tengo. El abogado se acomodó los lentes. Sería más fácil, sí, pero usted perdería todos los derechos sobre sus hijos. Pero ellos estarían seguros. Lucía, ¿no interrumpió Tomás? No voy a dejarte renunciar a tus hijos.

 ¿Por qué no? Es lo más lógico, porque no es justo y porque ellos te necesitan. Esa noche Lucía empacó una maleta pequeña. ¿Qué haces?, preguntó Tomás. Me voy. Es mejor para todos. ¿Estás loca? Si no estoy aquí, tú puedes adoptar a los bebés sin problemas. Nadie va a cuestionar a un hombre soltero y exitoso que quiere ayudar a dos niños abandonados. Pero no fueron abandonados. Tú eres su madre.

 Soy su madre que los puso en peligro, que terminó en la calle, que no pudo protegerlos de su propio padre. Tomás le quitó la maleta de las manos. Eres su madre que hizo lo imposible por salvarlos, que trabajó para darles lo mejor, que se cortó el cabello y empezó de nuevo para ser la mujer que merecen.

 Lucía se sentó en la cama y empezó a llorar. Tengo miedo. Y si el juez decide que no soy buena madre, ¿y si se los llevan, no se los van a llevar? ¿Cómo lo sabes? Porque vamos a luchar juntos. El día de la audiencia, Tomás se puso su mejor traje. Lucía se compró un vestido azul con su primer sueldo completo.

 Los bebés llevaban ropa nueva que había cocido ella misma. El juzgado estaba lleno de gente, familias esperando, abogados con portafolios, trabajadores sociales con expedientes. Cuando los llamaron, entraron los cuatro a una sala pequeña. El juez era un hombre mayor con cara seria. La trabajadora social del DIF estaba sentada a un lado. “Licenciado Aguilar, señorita Morales”, dijo el juez.

 Estamos aquí para resolver la situación legal de los menores Diego y Mateo. El abogado de Tomás habló primero. Explicó la situación, los ingresos de Tomás, la estabilidad de su casa. Sonaba convincente. Luego habló la trabajadora social del DIFE. Los menores están bien cuidados. Han aumentado de peso.

 Tienen sus vacunas al día, viven en condiciones adecuadas, pero la situación legal sigue siendo irregular. ¿Cuál es su recomendación? preguntó el juez. Que se otorgue la custodia al señor Aguilar mediante adopción y se establezca un régimen de visitas para la madre biológica. Lucía se puso pálida. Eso significaba que podría ver a sus hijos, pero no vivirían con ella.

 ¿Tiene algo que decir, señorita Morales? Lucía se puso de pie. Le temblaba la voz. Sí, señor juez. Quiero decir que cometí errores, muchos errores, pero mis hijos no fueron uno de ellos. Continúe. Durante tres meses viví en la calle con mis bebés porque no quería que su papá los lastimara.

 Los cuidé lo mejor que pude y cuando vi que no era suficiente, busqué ayuda. El juez la escuchaba sin interrumpir. Elegí a Tomás porque vi que era bueno y tenía razón. Él no salvó a los tres, no solo a los bebés. Lucía miró a Tomás. Pero yo soy su madre y ellos me necesitan tanto como yo los necesito a ellos. No quiero visitarlos los fines de semana como si fueran extraños.

 Se volteó hacia el juez otra vez. Quiero que nos permita seguir siendo una familia, tal vez no tradicional, pero una familia real. Tomás se puso de pie también. Señor juez, yo quiero adoptar a Diego y Mateo, pero no quiero quitárselos a su madre. Quiero adoptarlos juntos como familia. El juez levantó las cejas.

 ¿Se refiere a matrimonio, me refiero a una familia que se eligió, no por sangre, no por papeles, por amor. Lucía lo miró sorprendida. ¿Qué estás diciendo? Que no quiero que te vayas en se meses. Que quiero que te quedes para siempre. No como huésped, no como empleada, como mi igual. Los bebés, que habían estado callados en sus carriolas empezaron a hacer ruiditos como si entendieran.

 “Señor juez, continuó Tomás, queremos hacer esto bien, legalmente, oficialmente, los cuatro juntos.” El juez los miró por un momento largo. Luego revisó los papeles frente a él. “Voy a dar un receso de una hora. Quiero que hablen entre ustedes y me digan si realmente están seguros de lo que están pidiendo. Salieron del juzgado en silencio. Se sentaron en una banca del parque de enfrente. ¿Lo dijiste en serio? Preguntó Lucía.

 ¿Tú qué opinas? Lucía miró a los bebés luego a Tomás. Opino que sí. Seis meses después la casa había cambiado completamente. Ya no quedaba nada del departamento minimalista de soltero que había sido. Ahora había juguetes regados por todas partes, dibujos pegados en el refrigerador y dos cunas en lo que antes era el estudio de Tomás.

 Diego ya se sentaba solo y aplaudía cuando escuchaba música. Mateo se reía cada vez que alguien le hacía cosquillas. Los dos habían dicho sus primeras palabras la misma semana. mamá y papá, sin importar a quién se dirigieran. Lucía tenía su propio taller en el cuarto que antes era de huéspedes. La máquina de coser trabajaba desde temprano hasta tarde. Ya tenía clientes fijas y había contratado a una muchacha para que la ayudara.

¿Cómo vamos con los números?, preguntó Tomás una noche mientras revisaban las cuentas del taller. Bien, ya puedo pagar mi parte de los gastos de la casa. Sabes que no tienes que hacerlo. Sí tengo. Somos socios, ¿recuerdas? Socios era la palabra que habían elegido. No estaban casados, pero tampoco eran solo amigos. Compartían todo.

 Gastos, responsabilidades, decisiones sobre los bebés. La gente se confundía cuando trataba de entender qué eran. Los vecinos asumían que eran pareja. En el taller de Lucía pensaban que era mamá soltera. En la oficina de Tomás creían que se había casado en secreto. ¿Te molesta que la gente no entienda?, le preguntó Lucía un día. Para nada.

Nosotros sabemos qué somos. ¿Y qué somos exactamente. Tomás la miró desde el sofá donde jugaba con los gemelos. Una familia que funciona. El proceso legal había tomado meses, pero finalmente salió. Thomas adoptó oficialmente a Diego y Mateo. Lucía mantuvo todos sus derechos como madre. En los papeles aparecían como padre adoptivo y madre biológica con custodia compartida.

 Es raro dijo Lucía cuando les entregaron las actas. Ahora oficialmente somos familia, pero seguimos durmiendo en cuartos separados. Eso te molesta. No, solo me parece curioso. Era cierto que su relación era diferente, vivían juntos. Criaban a los niños juntos, tomaban decisiones juntos, pero cada uno tenía su espacio, su independencia. A veces Tomás se quedaba trabajando hasta muy tarde.

 Otras veces Lucía salía con las muchachas del taller. Los fines de semana podía ser que hicieran cosas juntos o por separado. Es mejor así, decía Lucía. No nos estorbamos y no nos peleamos por tonterías, agregaba Tomás. Pero había momentos en que se sentía como algo más. Cuando los cuatro veían películas acurrucados en el sofá, cuando Tomás llegaba cansado del trabajo y Lucía ya tenía la cena lista cuando se desvelaban juntos porque alguno de los bebés estaba enfermo. Una noche, Mateo tuvo fiebre muy alta. Lucía y Tomás se turnaron para

cuidarlo, poniéndole trapos húmedos en la frente, dándole medicina, cargándolo para que no llorara. “¿Crees que deberíamos llevarlo al hospital?”, preguntó Lucía a las 3 de la mañana. Vamos a esperar una hora más. Si no baja la fiebre, lo llevamos. Se quedaron despiertos los dos, uno a cada lado de la cuna de Mateo. Diego dormía tranquilo en la otra cuna.

 ¿Te arrepientes?, preguntó Lucía en la oscuridad. De todo esto digo, ¿por qué me iba a arrepentir? Porque tu vida era más fácil antes, más ordenada. Mi vida estaba vacía antes. Pero tenías libertad. Libertad. ¿Para qué? Para llegar a casa y no tener con quién hablar. Para comer solo todas las noches, para que nadie me esperara. La fiebre de Mateo bajó cuando amaneció.

Los cuatro desayunaron juntos como cualquier mañana normal. El primer cumpleaños de los gemelos lo celebraron en el parque. Invitaron a la señora Méndez, a las compañeras del taller de Lucía, a algunos compañeros de trabajo de Tomás. “¿Son gemelos?”, preguntó una de las invitadas. Sí, respondió Tomás.

 ¿Y ustedes desde cuándo están casados? Lucía y Tomás se miraron. No estamos casados, dijo Lucía. Ah, no, pero viven juntos, ¿no? Sí, vivimos juntos. La mujer se quedó confundida. O sea, que son novios. Somos familia, respondieron los dos al mismo tiempo. Esa noche, después de que se fueron todos los invitados, limpiaron la casa juntos.

 Los bebés habían quedado agotados de tanto juego y durmieron temprano. “Estuvo bonita la fiesta”, dijo Lucía mientras guardaba los platos. “Sí, los niños se divirtieron mucho. ¿Viste la cara de la señora Rodríguez cuando le dijimos que no estábamos casados? Se quedó igual que cuando le dijimos que somos familia.” Se rieron los dos.

 “¿Tú crees que estamos haciendo las cosas bien?”, preguntó Lucía. “Los niños están sanos.” Sí, son felices. Muy felices. Nosotros somos felices. Lucía se quedó pensando. Sí, creo que sí somos felices. Entonces estamos haciendo las cosas bien. Esa noche, antes de irse a dormir, Tomás se asomó al cuarto de los bebés.

 Los dos dormían tranquilos, uno junto al otro, como siempre. Diego tenía el cabello rizado como su mamá. Mateo tenía los ojos grandes como su hermano. Los dos tenían la sonrisa fácil que habían desarrollado en esa casa, llena de voces, risas y rutinas. No importaba que no tuvieran su sangre, no importaba que no hubiera un papel que dijera que era su papá desde el día que nacieron, eran suyos y él era de ellos para siempre.

 5 años después, Diego se paró frente a su clase de segundo grado con una hoja arrugada en las manos. La maestra había pedido que cada niño escribiera sobre su familia para el día de la familia. Tomás y Lucía estaban sentados hasta atrás del salón junto con todos los otros papás. Diego los había invitado oficialmente con una tarjeta que él mismo había hecho. “El siguiente es Diego Aguilar”, anunció la maestra.

Diego se aclaró la garganta como había visto hacer a su papá en las juntas importantes. “Mi familia es diferente”, empezó a leer. “Mi papá no tiene mi sangre. Mi mamá no tenía dinero cuando yo nací, pero tienen todo lo que yo necesito.” Lucía sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Tomás le apretó la mano. “Mi papá me enseñó a amarrarme las aguas y a resolver problemas sin gritar.

 Mi mamá me enseñó a coser y a hacer quesadillas. Mi hermano Mateo me enseñó a compartir, aunque a veces no quiera. Algunos papás sonrieron, los niños se reían. Vivimos en una casa donde siempre hay ruido, pero es ruido bonito. Mi mamá cose en las tardes y mi papá lee casos raros de trabajo.

 Mateo y yo jugamos fútbol en la sala, aunque no deberíamos. La maestra hizo una seña para que siguiera. Mi familia se escogió. No nacimos juntos, pero decidimos estar juntos. Mi mamá dice que eso es más fuerte que la sangre. Mi papá dice que el amor no viene automático. Hay que construirlo todos los días. Tomás recordó esa conversación.

 Había sido cuando Diego preguntó por qué algunos niños de la escuela vivían solo con su mamá o solo con su papá. ¿Y por qué él tenía dos papás biológicos, pero uno solo vivía con él? A veces la gente pregunta si somos familia de verdad. Yo siempre digo que sí, porque cuando estoy enfermo ellos me cuidan. Cuando estoy feliz se ponen felices conmigo. Cuando tengo miedo me protegen.

 ¿No es eso lo que hace una familia? Diego dobló su papel y miró hacia donde estaban Tomás y Lucía. Mi familia no es como las de los libros, pero es perfecta para nosotros y eso es lo único que importa. Los aplausos llenaron el salón. Diego sonrió orgulloso y corrió hacia sus papás. ¿Cómo estuvo?, preguntó mientras Tomás lo cargaba. Perfecto, respondió Lucía. Estuviste perfecto. Y no se oyó raro lo que dije de la sangre. Para nada.

Dijiste la verdad. Salieron del salón entre todos los otros papás. Mateo corrió hacia ellos desde el patio donde había estado jugando con otros hermanos menores. Ya terminó. ¿Podemos ir por helados? Claro que podemos. dijo Tomás. Caminaron hacia la heladería que estaba cerca de la escuela.

 Diego y Mateo iban adelante discutiendo sobre qué sabor escoger. Lucía y Tomás lo siguieron despacio. ¿En qué momento se volvieron tan grandes?, preguntó Lucía. No sé. Un día eran bebés que no dormían y ahora Diego hace discursos en público. ¿Te imaginabas esto cuando me encontraste en la calle? Tomás se rió. Para nada. Pensé que iba a devolvértelo en una semana máximo.

 ¿Y qué te hizo cambiar de opinión? Tú, los niños, la forma en que la casa dejó de sentirse vacía, llegaron a la heladería. Los gemelos escogieron sabores diferentes, pero quisieron probarlos los dos como siempre. “Papá”, dijo Mateo mientras se comía su helado de chocolate. “Sí, nosotros vamos a vivir juntos para siempre.

” Era una pregunta que habían hecho antes, principalmente cuando algún compañerito de la escuela les contaba que sus papás se habían divorciado. “¿Tú qué opinas?”, le respondió Tomás. “Yo opino que sí, porque ya estamos acostumbrados.” “Yo también opino que sí”, dijo Diego. “Además, ¿quién me va a ayudar con la tarea de matemáticas si tú no estás? ¿Y quién va a coser los disfraces para las obras de la escuela?”, agregó Mateo, mirando a Lucía.

 ¿Y quién va a hacer quesadillas los sábados?, preguntó Diego. ¿Y quién va a leer cuentos con voces raras? Terminó Mateo. Lucía y Tomás se miraron por encima de las cabezas de los niños. “Creo que están diciendo que nos necesitan”, dijo Lucía. “Creo que nosotros también los necesitamos a ellos.” Regresaron a casa cuando ya estaba oscureciendo.

 Los gemelos se durmieron en el carro. Tomás los cargó uno por uno hasta sus camas, que ahora estaban en cuartos separados, porque ya eran muy grandes para compartir. Lucía y Tomás se quedaron en la sala viendo las noticias y revisando cada uno su teléfono.

Una rutina de pareja vieja, aunque nunca hubieran sido realmente pareja. “¿Sabes qué me gustó más del discurso de Diego?”, dijo Lucía. “¿Qué? ¿Que dijo que somos perfectos para nosotros, no perfectos en general? Perfectos para nosotros. Tiene razón. Funcionamos. Sí, funcionamos. Se quedaron callados un momento. En los cuartos se escuchaba la respiración tranquila de los niños.

¿Te arrepientes de algo?, preguntó Tomás. De nada. Tú de nada. Y era verdad. Después de 6 años no había nada de lo que se arrepintieran, ni de las noches sin dormir, ni de los gastos, ni de las complicaciones legales, ni de las miradas raras de la gente. Tenían lo que habían construido juntos. Una familia extraña, imperfecta, pero real.

una familia que no necesitaba sangre, ni papeles, ni explicaciones, solo necesitaba lo que ya tenía, tiempo, cariño y la decisión diaria de seguir eligiéndose. Eso era más que suficiente. Eso era todo. ¿Te gustó la historia de Tomás, Lucía y los gemelos Diego y Mateo? Esta hermosa historia nos demuestra que las familias no se forman solo por sangre, sino por amor, decisiones y el compromiso diario de cuidarnos unos a otros.