Policía destroza el coche de la hija del Chapo sin saber quién era. Fue un error que selló su destino, un abuso de poder que desató el infierno. Quédate hasta el final, porque lo que descubrirás te dejará sin aliento.
Estábamos en Culiacán, Sinaloa, la capital del sol quemante y de las reglas no escritas. Corría el año 2009, una época en que el aire mismo se sentía denso, cargado con el peso del poder que emanaba de las montañas. Aquí en Culiacán el calor no solo se sentía en la piel, sino en la forma en que la gente te miraba.
El polvo se levantaba con cada camioneta de llantas anchas que pasaba zumbando por el boulevar Enrique Sánchez Alonso allá por Tres Ríos, la zona donde el dinero nuevo y el dinero viejo se encontraban para tomar café. Era la tierra de Joaquín Guzmán lo era. Y aunque del Señor no estuviera físicamente presente, su sombra lo cubría todo, como una nube que decidía cuándo llovía plomo y cuándo brillaba el sol.
En este escenario de lujos descarados y peligros silenciosos vivía Rosaura. Para el mundo era una joven más de 22 años, delgada con el cabello lacio y oscuro cayendo sobre sus hombros. Siempre vestía con una elegancia discreta, jeans de marca, sí, pero sin logos escandalosos, blusas de seda en tonos neutros y unos lentes de sol que ocultaban una mirada tranquila.
Pero en Culiacán la discreción era el mayor de los lujos. Rosaura no era cualquier joven, era la consentida, la hija del hombre más buscado y paradójicamente el más respetado de esas tierras. había crecido entendiendo que su apellido era un pasaporte y una sentencia. A diferencia de otros vástagos del cártel, ella no era estridente, no publicaba fotos con armas, no organizaba fiestas que cerraran calles.
Su padre la había educado para ser fantasma, para moverse entre la sociedad bien de Sinaloa, la que iba a misa los domingos y cerraba tratos millonarios los lunes. Esta tarde el sol caía a plomo sobre el asfalto. El aire acondicionado de su camioneta. Una Mercedes Benz J Wagon color blanco, perla recién importada zumbaba suavemente.
Era un regalo de su padre por terminar su carrera de administración en una universidad privada de Guadalajara. La camioneta era un tanque de lujo, un capricho que en Culiacán era una declaración de estatus. Rosaura conducía despacio escuchando a Luis Miguel con el único plan de pasar a la plaza comercial a recoger un vestido para la boda de una prima. No llevaba escoltas visibles.

Esa era la regla de su padre en la ciudad. “En casa, nadie te toca”, le había dicho. Y Culiacán era su casa. Mientras tanto, en un retén improvisado justo a la salida del estacionamiento de la plaza, se encontraba el agente Damián Morales. Morales no era de Culiacán. Había llegado transferido de Mexicali hacía apenas tres meses como parte de un nuevo operativo federal para limpiar la plaza.
Era joven, apenas 30 años, con un bigote ralo que intentaba darle autoridad y un uniforme que le quedaba un poco grande. Odiaba el calor húmedo de Culiacán. Odiaba la forma en que la gente local lo miraba con una mezcla de miedo y desprecio. En Mexicali él era la autoridad. Aquí sentía que solo era un peón en un tablero que no entendía. Traía esa frustración atorada en la garganta, ese complejo de perro chico que necesita ladrar fuerte.
Llevaba 8 horas bajo el sol, su chaleco antibalas pegado al pecho como un trapo empapado en sudor. Había visto pasar Hammer, Porsche y lobos modificadas sin detener a nadie, porque sus compañeros locales le daban un sape en el casco y le decían, “Quieto, jefe. Esos son de la familia.” Pero Morales estaba harto, harto de no poder ejercer la ley que juró defender, harto de sentirse un fantoche con rifle.
Cuando vio la Yiwagon Blanca reluciente salir de la plaza, algo en él tronó. Era demasiado nueva, demasiado limpia. Y al volante vio a una muchacha que a sus ojos no podía tener más de 25 años, otra buchona. pensó con desprecio. “Una de esas niñas consentidas que creen que el mundo es suyo.” Sintió la Billy subirle. Esta vez no. Esta vez alguien iba a respetar la placa. Rosaura vio el retén.
Eran comunes. Redujo la velocidad, bajó la música y se quitó los lentes de sol, preparando su licencia y su sonrisa más amable. Siempre le funcionaba. vio al gente federal alto, con la cara roja por el sol, que le hacía señas enérgicas, casi agresivas, para que se orillara.
Ella obedeció al instante, estacionando la lujosa camioneta en el acotamiento de grava. El sonido del motor apagándose fue reemplazado por el ruido del tráfico y los gritos de los otros agentes, revisando una camioneta de redilas más adelante. Morales se acercó a la ventana del conductor golpeando el cristal con los nudillos.
A pesar de que la ventana ya estaba bajándose, el olor del perfume caro de Rosaura, algo floral y dulce, se mezcló con el olor a sudor rancio de la gente. El escenario estaba puesto, el calor, el orgullo herido de un policía y la calma inocente de la hija del tigre. Culiacán estaba a punto de atestiguar cómo un simple acto de prepotencia podía romper la única regla que mantenía la paz en el infierno.
Buenas tardes, señorita. La voz de Damián Morales era rasposa, cargada con el cemento de 8 horas bajo el sol y una autoridad que sonaba más a rencor que a servicio. Golpeó el cristal de la Y Wagon con los nudillos. un gesto innecesario, agresivo. Rosaura bajó la ventanilla eléctrica. El zumbido suave del motor casi no se oyó, pero la bofetada de aire helado que salió de la cabina golpeó a Morales en la cara.
Olía a perfume caro, a vainilla y a un mundo al que él jamás pertenecería. “Buenas tardes, oficial”, respondió ella. Su voz era cantarina, suave, con ese acento fresa, pulido en las mejores escuelas de paga. Se quitó los lentes de sol. Sus ojos eran grandes, tranquilos, papeles, licencia y tarjeta de circulación. Ahorita Morales no pidió por favor. Escupió la orden.
Rosaura no se inmutó. Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran con deseo, a veces con envidia. Esta agresividad cruda nueva, pero la manejó con la misma frialdad. Abrió la guantera forrada en terciopelo negro y sacó una delgada cartera de piel color camello. Le entregó los documentos Morales se los arrancó de la mano.
Los revisó con una lentitud exagerada. El nombre Rosaura Guzmán Salazar. Guzmán en Sinaloa. La mitad de la gente se apellidaba López. la otra mitad, Guzmán. Para un foráneo como Morales no significaba nada. Solo vio la foto de una niña bonita, consentida. Vio la dirección, una privada en la primavera, el enclave de los millonarios.
“Qué bonita camioneta”, dijo pasando la mano sucia de sudor y polvo por la pintura blanca, dejando una estela opaca. “¿Es tuya?” “Sí, oficial. ¿Y cómo le hizo una niña como tú? Morales se inclinó su cara roja casi tocando la ventana para comprarse un juguetito de qué serán, tr 4 millones de pesos o te lo compró el novio? El insulto fue directo, crudo como la carne expuesta. Buscaba una reacción. buscaba que ella se pusiera altanera para tener un pretexto.
Rosaura sintió la sangre subirle al cuello, pero mantuvo la voz firme. Fue un regalo de mi padre. Ah, el papi. Morales soltó una carcajada que sonó al hija, se enderezó y golpeó el techo de la camioneta con la palma abierta. Aquí todos tienen papis muy generosos. bájese del vehículo. Vamos a hacer una revisión de rutina.
El hielo comenzó a formarse en el estómago de Rosaura. Esto no era un retén normal, oficial. ¿Cometí alguna infracción? Voy tarde a la infracción es que yo lo digo. El grito de Morales silenció el tráfico de la avenida. Soy la autoridad federal y me estás faltando al respeto. Bájese ahora. o la bajo yo a la fuerza.
El cambio en el ambiente fue eléctrico. Los otros federales, los que venían con Morales, se cuadraron sus manos en las culatas de sus rifles de asalto, listos para la acción. Pero los policías estatales que los acompañaban, los locales, hicieron lo contrario. Dieron un paso atrás, se miraron entre ellos. Uno de ellos, un sargento viejo con la piel curtida por mil soles culichis, negó lentamente con la cabeza imperceptiblemente.
Sabía que ese federal estaba parado sobre una mina. Estaba pateando al tigre dormido. Rosaura abrió la puerta, salió despacio. Llevaba unos jeans ajustados, una blusa de seda blanca y unos tenis de diseñador. Sus tacones bajos apenas hicieron ruido en la grava del acotamiento. Se cruzó de brazos, no por desafío, sino para protegerse de las miradas de los agentes, que ahora la devoraban con los ojos.
A ver, abra la cajuela”, ordenó Morales a otro agente sin dejar de mirar a Rosaura. “No traigo nada, oficial”, dijo ella, “Solo las bolsas de unas compras y un vestido. Que se calle usted hable nomás cuando se le pregunte.” Morales comenzó a rodearla como un coyote estudiando a su presa. La olfateó. Así que Buchona, eh, creen que Culiacán es suyo, creen que pueden pasearse en sus monstruos blindados oliendo a perfume caro, mientras el resto del país se jode de hambre.
¿Creen que nos dan miedo? Yo no sé de qué me habla, susurró Rosaura. El miedo por fin comenzaba a filtrarse. Morales se paró frente a ella, invadiendo su espacio personal. Estaba tan cerca que ella podía oler el tabaco rancio y el sudor de su uniforme.
“¿Me hablas de usted, pendeja? Soy el agente Morales y a mí me respetas.” Se dio la vuelta mirando la camioneta. La miró con un odio puro. Esa camioneta blanca y brillante era un símbolo de todo lo que él detestaba. el poder del narco, el lujo descarado, la impunidad que él, un simple federal, no podía tocar.
Hasta hoy, revisión de rutina repitió más para sí mismo y entonces, de su cinturón desenganchó su el PR24, un bastón de policarbonato negro pesado hecho para quebrar huesos. Los sopesó en su mano derecha. Los ojos de Rosaura se abrieron como platos. vio el bastón y entendió, “Oiga, no, ¿qué va a hacer? ¡Espere! La gente que salía de la plaza con sus bolsas de compras comenzó a detenerse.
Los celulares comenzaron a levantarse discretamente. Un silencio tenso cayó sobre el estacionamiento. ¿Qué voy a hacer? Morales sonríó. una sonrisa torcida, enferma de poder. Voy a enseñarte lo que le pasa a la basura como tú cuando se topa con la ley de verdad, con la ley federal. Levantó el y con toda la fuerza de sus meses de frustración, con todo el odio por el calor de Culiacán, con todo el desprecio por esa niña rica, golpeó el faro delantero derecho. Crack. El sonido fue seco, brutal.
El plástico de alta gama estalló en mil pedazos. Rosaura soltó un grito ahogado, llevando sus manos a su boca. ¿Te gustó? Gritó Morales, sintiendo la adrenalina pura inundarlo. Era la primera vez que se sentía vivo en esta ciudad de Vamos a ver qué más encontramos. Crack. El segundo faro. El izquierdo. Más pedazos de plástico volando. Wumpomp.
Un golpe sordo en mitad del cofre, dejando una abolladura profunda, una cicatriz instantánea en el metal blanco. “Jefe, jefe, espérese!”, gritó el sargento estatal, el viejo culichi, corriendo hacia él. “Señor, por Dios, no sabe lo que hace. ¡Cálmese! Es Culiacán. Morales se volteó y le dio un empujón que casi tumba al viejo policía. Quítese de en medio, sargento.
No se meta en asuntos federales, o a usted también lo arresto por obstrucción. Lárguese. El sargento cayó de espaldas. Sus compañeros locales lo ayudaron a levantarse, pero nadie más se atrevió a intervenir. Se repararon a la banqueta, pálidos como testigos mudos de un suicidio anunciado. Morales regresó a la camioneta. Estaba fuera de sí.
Creen que nos vamos a asustar. Creen que su dinero lo compra todo. Se paró frente a la parrilla cromada, donde brillaba el emblema de la estrella de tres puntas. Levantó el con ambas manos, como un leñador. Clan, clan, clan. golpeaba una y otra vez, destrozando el cromo, partiendo el plástico negro, rompiendo el radiador.
Un líquido verde y espeso comenzó a derramarse sobre el asfalto caliente. El vapor empezó a silvar desde el motor herido, como un toro moribundo. Rosaura estaba paralizada, las lágrimas le corrían por la cara, pero no eran de miedo, no del todo, eran de pura, absoluta rabia. Cada golpe a esa camioneta era un golpe a su nombre, a su familia, a todo lo que ella representaba.
Déjanos un comentario y cuéntanos qué harías tú en esta situación. Morales se movió hacia el costado. Vio su propio reflejo en el vidrio impecable de la ventanilla del conductor. Vio a la muchacha reflejada detrás de él temblando, rota. ¿Qué le vas a llorar a tu papi? Le vas a decir que el federal malo te rayó tu juguetito. Con un golpe lateral hizo estallar el cristal. Crash.
Mailes de pedacitos de vidrio templado cayeron sobre el asiento de piel color beige. Morales, río. Una risa ahogada, gutural. Se sentía un dios. Se sentía invencible. Siguió caminando en tranz como una tormenta de destrucción. golpeó el espejo lateral arrancándolo de su base. Golpeó el panel de la puerta. Wump wump.
Cada golpe dejaba una abolladura fea, como un moretón. No era una revisión, era un exorcismo. Estaba sacando todo el odio que sentía por Sinaloa en ese pedazo de metal alemán. se detuvo jadeando con el goteando refrigerante y aceite del motor roto. Miró a Rosaura. Ella lo veía fijamente, su rostro mojado por las lágrimas, pero sus ojos sus ojos ya no lloraban. Eran carbones encendidos en la tarde.
El silencio cayó sobre la escena, roto solo por el siseo del vapor y la respiración agitada del policía. Morales limpió el sudor de su frente con el antebrazo. Miró su obra. La camioneta estaba destrozada, pero él no había terminado. Morales se quedó quieto un segundo, respirando por la boca, con el goteando. Los ojos de Rosaura secos.
Ahora lo desafiaban. Ese desafío, esa falta de súplica fue como echarle gasolina al fuego. Si el monstruo de metal no la asustaba, la humillación personal lo haría. Se movió al otro lado del vehículo, el lado del pasajero, levantó el bastón negro. Crash. La ventana del copiloto se pulverizó. Crash, la pequeña ventanilla trasera.
Siguió caminando metódico como un cirujano loco. Llegó a la parte trasera, vio las calaveras rojas y elegantes. Crack, la derecha, crack, la izquierda. Ahora la tapa de la cajuela. Wump, womp, womp. Cada golpe dejaba una abolladura redonda, fea, en el metal pristino. Se estaba cansando. El sudor le picaba en los ojos, pero la rabia lo sostenía.
“Abre la cajuela!”, gritó sin aliento, caminando de regreso hacia ella. Rosaura lo miró. Su mano, con una pulsera de oro delgada, entró en su bolsa, sacó el llavero, apretó el botón. La cajuela se destrabó con un clic electrónico obediente, un sonido absurdo en medio de la destrucción. Morales caminó hacia atrás, abrió la portesuela. Adentro.
El mundo de Rosaura estaba intacto. Un tapete de alfombra color beige, unas bolsas de cartón del palacio de hierro y colgado de un gancho, un portatrajes de tela negra. “¿Qué tenemos aquí?”, murmuró Morales. Agarró el portatrajes y lo rasgó por la mitad. De adentro cayó un vestido largo de seda color esmeralda, un vestido de noche, el que iba a recoger para la boda.
Lo sacó de la camioneta, lo sostuvo en el aire un segundo como un trofeo de casa. Era hermoso y caro. Iba a una fiesta, princesa. Escupió y lo tiró al suelo. Cayó sobre el charco de refrigerante verde y polvo. El líquido sucio empapó la seda. Al instante. Morales puso su bota de combate, pesada y llena de lodo, justo en el centro del vestido, y giró el talón. Lo molió contra el asfalto.
Rosaura cerró los ojos. Un solo espasmo le recorrió el cuerpo. Esa fue la verdadera bofetada. No satisfecho, Morales metió la mano en la cajuela y sacó las bolsas de compras. Las vació. Zapatos caros, maquillaje, una blusa. Los pateó esparciéndolos por el acotamiento. Revisión de rutina. Todo esto es sospechoso. Los mirones desde la banqueta grababan todo.
El silencio era total. Nadie se atrevía a decir nada. Los policías estatales miraban al suelo, rezando para que esa pesadilla terminara. Morales regresó al frente. Estaba empapado en sudor. El colgaba de su mano. Se sintió mareado por el esfuerzo. Vio la puerta del conductor abierta. El asiento cubierto de vidrios rotos.
Sobre el asiento estaba la cartera de piel color camello que ella había usado para sacar los papeles. La agarró, era suave, olía a piel nueva. La abrió y la volteó sobre el cofre abollado de la camioneta. Cayeron las tarjetas de crédito, unas gold, unas platinum, un fajo de billetes, quizás 10,000 pesos, su credencial de la universidad privada, un par de fotos tamaño infantil y su licencia.
Morales agarró los billetes, los olió. Mira nás el dinero para la semana. ¿Cuánto te da tu papi para tus chicles? Eh, tiró los billetes al suelo, donde se mezclaron con el lodo y el refrigerante. Esto dijo, recogiendo la licencia de Rosaura del cofre, se queda conmigo. Y esto señaló el fajo de tarjetas es evidencia, pero sabía que no podía llevárselas. Era un federal, no un ratero.
O al menos esa era la línea que no debía cruzar. Regresó hacia ella. Su cara estaba a centímetros de la de Rosaura. Ella no retrocedió. Podía oler el sudor rancio de él y él podía oler la rabia fría de ella. “Vas a llorar”, le susurró. Rosaura levantó la barbilla. Su voz salió en un susurro helado, sin llanto, sin temblar.
“¿Ya terminó, oficial?” La pregunta lo descolocó. Esperaba histeria, súplicas, amenazas, “No esa calma aterradora.” Morales parpadeó. La adrenalina comenzaba a bajar y una sensación fría de qué carajos hice empezaba a subirle por la espalda. Miró la camioneta, era pérdida total. Estaba destrozada. Un vehículo de 4 millones de pesos arruinado en Culiacán sintió una punzada de pánico, pero la cubrió de inmediato con más arrogancia.
No dijo tratando de recuperar el control. Todavía no, se enderezó. sacó de su chaleco una libreta de infracciones. La pluma le temblaba un poco. Vamos a levantar el acta. ¿El acta de qué? Preguntó Rosaura. Falta de respeto a la autoridad federal. conducción temeraria”, dijo él inventando, y polarizado no permitido. Escribió con letra temblorosa en el papel delgado una farsa burocrática en medio de un campo de batalla que él mismo había creado.
El sargento estatal, a lo lejos, se pasaba la mano por la cara negando con la cabeza. Sabía que estaba viendo a un hombre muerto caminando. Morales arrancó la hoja rosa de la infracción. se la extendió a Rosaura. Fírmeme. Rosaura miró el papel, luego miró al policía, luego miró su camioneta que parecía llorar líquido verde por la parrilla rota.
Lentamente tomó la multa, la apoyó contra la portesuela abollada de su propio auto, agarró la pluma que él le ofrecía y firmó. Rosaura Guzmán. Su caligrafía era perfecta, elegante. “Aquí tiene sus papeles”, dijo Morales, aventándole la licencia al asiento lleno de vidrios y sus llaves. Tiró el llavero encima, se limpió el sudor de la frente, guardó su en el cinturón donde el plástico negro chocó contra el metal. “¡Llame a una grúa, señorita.
Este vehículo no se puede mover”, dijo con una formalidad ridícula. e que tenga buena tarde. Dio media vuelta, hizo una seña a su escuadrón que lo miraba con una mezcla de asombro y terror. Vámonos. El jale aquí se acabó. Los federales se subieron a sus camionetas. Morales fue el último.
Antes de cerrar la puerta de su Dodge Ram, miró a Rosaura una última vez. Ella seguía ahí de pie, inmóvil, sosteniendo la multa rosa en su mano, rodeada por los restos de su vida de lujo. Morara cerró la puerta. Las camionetas federales arrancaron, sus motores V8 rugiendo.
Encendieron las torretas, no por emergencia, sino para abrirse paso, y desaparecieron por el boulevar. El silencio que quedó fue ensordecedor. Rosaura se quedó sola. Los mirones empezaron a acercarse, pero nadie se atrevía a hablarle. El sargento estatal se acercó a ella quitándose el sombrero. “Señorita”, empezó con voz temblorosa. “No, no sabíamos.
Ese cabrón es nuevo, es de fuera, no entiende cómo son las cosas. Quiere que le hable a alguien, a su a su casa.” Rosaura levantó la mirada. Sus ojos oscuros encontraron los del policía. No dijo nada. Se dio la vuelta ignorando al policía, ignorando a la gente. Caminó entre los vidrios rotos y el vestido de seda manchado.
Sacó su teléfono celular de la bolsa de su pantalón. La pantalla estaba intacta. Sus dedos, manchados con el polvo del cofre donde había firmado, se movieron rápido. Buscó un número en sus contactos. No era papá, no era casa, era un solo nombre, tío Iván. Apretó el botón de llamar, se llevó el teléfono al oído, mientras el sol de Culiacán comenzaba a teñir de naranja el humo que aún salía del motor destrozado. Esperó uno, dos tonos.
Bueno, contestó una voz rasposa al otro lado de la línea. Rosaura respiró hondo y el hielo en su voz se quebró, no por tristeza, sino por una furia pura. Tío, dijo, “me pasó algo. El teléfono sonó una vez, dos veces. Bueno, la voz al otro lado era rasposa, enérgica, acostumbrada a dar órdenes. Era Iván, tío, dijo Rosaura. Y fue lo único que necesitó decir.
El tono de esa palabra, frío como el acero, cargado de una rabia comprimida, le dijo a Iván Archivaldo todo. Iván estaba en un restaurante campestre a las afueras de Culiacán, cerrando un trato con unos ganaderos. Tenía una michelada a medio tomar y un plato de chilorio en la mesa. Al escucharla, su cuerpo se tensó. dejó el vaso en la mesa con un golpe seco, callado.
El hielo tintineó, los ganaderos enmudecieron. Los hombres de Iván, parados en el perímetro del lugar, se llevaron discretamente la mano a la cintura, sintiendo el cambio de atmósfera. ¿Qué pasó, mija? ¿Dónde estás? Su voz era ahora un susurro controlado, pero letal, entre ríos, saliendo de la plaza un retén.
Federales”, dijo ella, su voz por fin temblando, no de miedo, sino de la furia que la había sostenido. “Me destrozaron la camioneta, tío.” La hizo pedazos un con un Me humilló. Humilló. Esa fue la palabra. No me asustó. No me atacó. Me humilló. Iván cerró los ojos. La sangre de su padre hervía, pero su mente era fría, calculadora, como la de un contador cerrando un balance. Te puso una mano encima, Rosaura. Contéstame.
No, a mí no me tocó. Fue la camioneta la partió toda, le pegó con un palo y tiró mis cosas al lodo. Un silencio. Los ganaderos en la mesa de Iván comenzaron a sudar frío, aunque la brisa era fresca. Vieron como el patrón se pasaba la lengua por los labios. “Pásame al sargento ese que oigo que está hablando”, dijo Iván.
Rosaura, como un autómata, le pasó el teléfono al policía estatal que palideció. Su mano temblaba tanto que casi lo tira. S. Sí. “Buenas tardes. ¿Estás viendo lo que pasó, hijo de tu madre?” La voz de Iván no gritó. Siceo, ¿estás viendo el cagadero que dejó tu compañero y te quedaste parado como un Señor, era federal. Nosotros no, no podíamos. Balbuceó el viejo policía.
Me vale quién era. Estás en mi casa y dejaste que tocaran a mi familia. Iván respiró. Escúchame bien, cabrón. No te muevas de ahí. No dejes que nadie toque nada. ¿Me oíste? nada, ni un vidrio. Y a mi sobrina no me la deja sola ni un segundos. ¿Entendiste? Si algo más le pasa, si le da mucho el sol, si alguien la mira feo, voy por ti primero.
Colgó sin esperar respuesta, se levantó de la mesa. Los ganaderos se hicieron para atrás, tirando casi las sillas. Iván sacó otro teléfono de la bolsa de su camisa, un Blackberry. Marcó un número de memoria. Néstor”, dijo. A 10 minutos de ahí, Néstor Isidro Pérez Salas, el nini, estaba supervisando una entrega en una bodega.
Era joven, delgado, con cara de niño, que no rompe un plato, pero sus ojos eran los de un general veterano. Era el jefe de seguridad de los chapitos, la sombra que cuidaba a la familia. “Dígame, patrón”, contestó Nini. Su voz siempre alerta. Suelta lo que estés haciendo ahorita. Te quiero en Tres Ríos saliendo de la plaza. Ya traes gente siempre, patrón.
¿Qué pasó? Le tocaron a la niña, a mi sobrina. Unos federales le hicieron un pancho. Le destrozaron la camioneta. Iván caminaba de un lado a otro. Ese se sintió muy león. Quiero que vayas, que la cuides y que me soluciones ese problema. ¿Entiendes, Nini? Soluciónalo. ¿Entendido? Dijo Nini. La llamada se cortó.
Solucionar era un código, significaba que la diplomacia se había acabado. Nini se volteó hacia su equipo. Los ninis, un grupo de veintea añeros con ropa de diseñador, tenis caros y rifles SCAR y M249 que valían más que sus casas. Vámonos, perros, dejen esa madre. A las trocas, central de emergencia. Le pegaron a la patroncita. En menos de 30 segundos, la bodega estaba vacía.
Un convoy de cinco camionetas, una TRX negra, dos tajoes blindadas y dos Raptors, salió quemando llanta, metiéndose en el tráfico de Culiacán, sin respetar semáforos, con una arrogancia que hacía que los federales de Morales parecieran niños de primaria. De vuelta en el retén, Rosaura seguía de pie.
El sargento estatal, temblando le había ofrecido una botella de agua, pero ella la rechazó. Los mirones habían retrocedido. El aire se sentía pesado como antes de un terremoto. 10 minutos después, el sonido de motores B8 afinados se escuchó. El convoy de nini llegó. Se estacionaron en triple fila, bloqueando toda la avenida.
Las puertas se abrieron y una veintena de jóvenes armados saltaron al asfalto. No llevaban uniformes, pero el poder que irradiaban era mil veces más potente que cualquier placa federal. Nini se bajó de la TRX, caminó directo hacia Rosaura, ignorando la camioneta destrozada. Se quitó su gorra New en señal de respeto. Patroncita, buenas tardes.
¿Está usted bien? ¿Le hicieron algo? Su voz era respetuosa, casi tierna. Rosaura lo miró. La presencia de Nini era como un bálsamo de poder. La rabia dio paso a la fría certeza de la justicia que estaba por venir. Estoy bien, Nini. No me tocaron. Fue él, señaló la camioneta. Nini la miró por primera vez. Sus ojos se entrecerraron. Vio el vestido de seda en el suelo pisoteado.
Vio las bolsas de compras pateadas. Vio los vidrios rotos. Vio la firma de su patrón, Joaquín Guzmán, simbólicamente escupida por un policía cualquiera. Respiró hondo. ¿Qué? Con qué, hijos de su madre. Luego, Rosaura le extendió la multa rosa. Se llama Damián Morales. Me dio esto. Nini tomó el papelito, lo leyó.
Agente Damián Morales. Una sonrisa torcida, sin una pisca de humor, se dibujó en su cara. Ah, cabrón, hasta nos dejó su nombre el Qué atento guardó el papel en la bolsa de su pantalón, se volteó hacia el sargento estatal, que estaba tratando de hacerse invisible junto a su patrulla. Nini caminó hacia él despacio, con las manos en los bolsillos.
El sargento sintió que se le aflojaban las rodillas. ¿Qué hubo mi apá?”, dijo Nini parándose frente a él. “Aquí la señorita dice que usted vio todo, Néstor, yo yo le dije le dije que se calmara. Era de fuera, de Mexicali.” “Ah, de Mexicali.” Y se creyó que estaba en Tijuana, ¿o qué? ¿Que aquí no hay dueño.
Nini le puso un brazo sobre los hombros, un gesto amistoso que se sintió como una soga. No, no se apure, jefe. Usted está bien. Usted es de casa. Usted no más nos va a ayudar, pa. ¿Dónde se fueron? Pal, pal sur. Agarraron el boulevard. No sé si a la base o no. No. Nini sacó su radio. Charlie, quiero que muevas a los halcones.
Busco un convoy de federales, una Ram y dos Chargers. El que estaba en el retén de tres ríos. Se movieron hace qué, 20 minutos. El que los manejaba era un con bigote ralo que se creía Rambo. Damián Morales. Lo quiero ubicado. Ya la respuesta fue instantánea. Enterado, comandante, buscando. En Culiacán el cártel no necesitaba GPS.
Tenían ojos en cada esquina, niños en bicicleta, vendedores de cocos, taxistas. En menos de 5 minutos el radio volvió a sonar. Jefe, ya los tenemos. No se fueron a la base, se pararon en los arcos. El botanero que está por la salida a Mazatlán, el que le gusta a los federales. Están pisteando. Parece que están celebrando. Nini cerró los ojos y sonró. Celebrando. Qué bueno.
Se merecían un último trago. Se volteó hacia Rosaura. Patroncita, aquí ya acabamos. Viene una escaleade por usted. Váyase a la casa. Descanse. Mientras hablaba, una escalid negra, con los vidrios tan oscuros que parecían espejos se estacionó suavemente detrás de ellos.
Dos hombres bajaron y la escoltaron a la camioneta abriéndole la puerta. Rosaura se detuvo antes de subir. Nini, mande. Mi papá, ya sabe, el patrón Iván está en eso. Dijo Nini con calma. Usted no se preocupe por nada. Hoy, hoy van a aprender a respetar. Rosaura asintió y subió a la camioneta que desapareció tan silenciosamente como llegó.
En cuanto ella se fue, la atmósfera cambió. La amabilidad se evaporó. Nini se puso la gorra, se la ajustó hacia atrás. A ver, cabrones, dijo a sus hombres que ya estaban listos. Ya oyeron. Están en los arcos. El del y todos los que se rieron se sintieron muy pinches machos con una morra sola. Sacó su rifle del asiento de la TRX. Era un FN P90, un arma exótica, compacta y letal.
Sus hombres hicieron lo mismo, revisando cargadores, poniéndose chalecos por debajo de sus camisas de marca. “No quiero un cagadero, dijo Nini. Su voz ahora era la de un comandante en el campo de batalla. No vamos a balacear el lugar, eso es para los Vamos a entrar calladitos por enfrente y por la cocina.
Los estatales que cuidan el lugar se van a hacer a un lado. Ya están avisados. Vamos a entrar hasta la mesa y van a levantar a ese a Morales y a los dos que estaban más cerquita de él, los que le aplaudían. A los demás los encueran y los desarman. Quiero sus placas, sus rifles y sus calzones.
Los quiero hincados en el estacionamiento cuando salgamos. ¿Y a Morales, jefe, lo quebramos ahí?, preguntó uno, un muchacho que apenas tendría 18. No, dijo Nini con esa sonrisa helada. El patrón Iván lo quiere y el Señor, el Señor quiere que aprenda. Mientras tanto, a kilómetros de ahí, en un rancho perdido en la sierra de Badirahuato, sonaba un teléfono satelital. Iván Archivaldo esperaba mirando las montañas.
Era el único que podía hacer esta llamada. Bueno, la voz de Joaquín Guzmán lo era. Era tranquila, casi somnolienta. Apá, buenas tardes. Soy yo, Iván. ¿Qué pasó, mijo? Todo bien, todo bien, no más un detalle. Unos federales nuevos de Mexicali se toparon a Rosaura. Le le faltaron al respeto. El silencio en la línea fue total. Solo se oía el viento de la sierra.
¿La tocaron?, preguntó el Chapo. La misma pregunta. No, a Pá, a ella no. Pero le hicieron pedazos la camioneta nueva con un delante de toda la gente, la hicieron llorar, la humillaron a pá. Otro silencio más largo. Iván podía imaginarse a su padre con el bigote sobándose la barbilla. “Mira, mijo”, dijo el Chapo por fin, y su voz ya no era la de un padre, era la del jefe del cártel de Sinaloa.
Tú sabes cómo es esto. El dinero va y viene, los carros se compran, pero la familia, la familia no se toca. Y el respeto, el respeto es lo único que tenemos. Si dejamos que un federalito venga de fuera a pisotearnos el nombre en nuestra propia casa, mañana vamos a tener al ejército cagándose en la sala, ¿me entiendes? Sí, apá.
Jan Néstor va por él. No, no, no más vayas por él. La voz de Joaquín se endureció. No quiero que lo maten. Matarlo es un regalo, es rápido. Quiero que sufra. Quiero que cada día que le quede de vida, si es que le queda, se acuerde de esa camioneta blanca.
Quiero que el nombre de mi hija sea lo último que piense antes de dormir. Que entienda que con la sangre de uno no se juega. ¿Qué quiere que hagamos, pues?, preguntó Iván. Llévenselo, dijo el Chapo, llévenselo lejos y que pida perdón y que sepa quién lo está perdonando y luego luego hagan lo que Néstor sabe hacer. La llamada se cortó. Iván guardó el teléfono.
La orden estaba dada. Miró a sus hombres. Vámonos. Tenemos que alcanzar a Nini. El convoy de Nini, mientras tanto, ya había llegado a la marisquería. Los arcos estaba lleno. Se oía una banda tocando a todo volumen, el comandante Antrax. En una mesa al fondo, Damián Morales y seis de sus compañeros federales reían a carcajadas. Tenían cubetas de cerveza en la mesa y platos de aguachile.
Morales, borracho de poder y de cerveza modelo. Estaba contando la historia de cómo había puesto en su lugar a la buchoncita. Vieron la cara que puso cuando le rompí el faro. Jajaja. Se Gritaba golpeando la mesa. Sus compañeros brindaban con él. Salud, mi jefe. Así se hace. Que sepan quién manda.
¿No vieron cuando la música de la banda se detuvo de golpe? ¿No vieron cuando los meseros y los otros comensales se levantaron en silencio y comenzaron a caminar hacia la salida como si obedecieran una alarma silenciosa? Y no vieron cuando Néstor, el nini Pérez Salas entró por la puerta principal con 20 hombres armados detrás de él, bloqueando cada salida.
Damián Morales levantó su botella para tomar un trago. Cuando la bajó, Nini estaba parado frente a su mesa. Damián Morales dijo Nini, no fue una pregunta. Se te acabó la fiesta, compa. La cuenta ya está pagada y te la manda la señorita de la camioneta blanca. La banda de corridos a media nota de el comandante Antrax, se ahogó en un chirrido de acordeón.
El cantante vio la pared de hombres armados que llenaba la entrada y su voz se quebró. Soltó el micrófono que cayó al suelo con un tump ensordecedor que retumbó en las bocinas. Ese fue el único sonido. Damián Morales, con la botella de modelo a medio camino de sus labios, se congeló. Su sonrisa borracha se derritió como cera caliente, dejando una máscara de pánico lívido.
Sus compañeros, los otros seis federales, manotearon torpemente hacia sus armas de cargo, enfundadas en sus sobaqueras, pero estaban borrachos, lentos, y sus movimientos eran de fango. Antes de que el primer dedo pudiera tocar una culata, el equipo de nini, los ninis, se movió. No fue un asalto, fue una coreografía.
Eran 20 hombres moviéndose con la velocidad de panteras. Al suelo, al suelo, al suelo. Manos en la nuca, cabrones. Ya valieron gritaban en un coro disciplinado. El sonido de 20 rifles de asalto, siendo rastrillados al unísono, fue como el de una serpiente de cascabel gigante en la habitación. Clac, clac, clac, clac. Morales se quedó paralizado.
Uno de sus compañeros intentó levantarse tirando la silla, pero Nini, sin soltar su P90, dio un paso y le reventó la cacha del rifle en la frente. Crack. El sonido de hueso contra polímero. El federal cayó de espaldas sobre la mesa, esparciendo aguachile y cerveza completamente noqueado. “El que se mueva se muere”, gritó Nini con una voz que cortaba el aire. Morales sintió un cañón frío presionarle la nuca.
Al mismo tiempo, manos expertas le arrancaron la pistola de la sobaquera y le pasaron unos cinchos de plástico por las muñecas, apretándolos con una fuerza que le cortó la circulación al instante. “Tatú, susurró una voz en su oído. Tú eres el chistoso, ¿verdad? El del palito.” Morales sintió la orina caliente correrle por la pierna. El olor agrio se mezcló con el de los mariscos.
Temblaba tan violentamente que sus dientes castañeteaban. En menos de 30 segundos, los siete federales estaban boca abajo en el suelo, entre camarones, vidrios rotos y sus propias esperanzas muertas. El resto del restaurante estaba vacío. Los comensales y el personal se habían evaporado como por arte de magia.
A ver, dijo Nini caminando entre los cuerpos. Mi patrón dijo que los encueráramos. Quítenles todo. Sus hombres obedecieron con una eficiencia brutal. Les arrancaron las camisas de botones, los chalecos antibalas que traían debajo, las botas tácticas, los pantalones, uno por uno los dejaron en calzones sucios, expuestos bajo las luces amarillas del botanero.
“Jefe, a los siete, preguntó un sicario.” “No”, dijo Nini parándose sobre Morales. “A este no. A este me lo visten bien. Pónganle sus pantalones. Levántenlo. Dos de sus hombres levantaron a morales como un costal de papas. Le temblaban tanto las piernas que no podía sostenerse. Le subieron los pantalones que goteaban orina. Nini se acercó a él.
Damián Morales dijo, leyendo de nuevo la multa rosa, que ahora parecía una sentencia de muerte de Mexicali. Qué lejos vienes a morirte, compa. Por por favor, no, yo no sabía. Yoriqueaba Morales. El Rambo del retén convertido en un niño llorón. ¿No sabías? ¿No sabías que en Culiacán no puedes andar por la vida pegándole a las cosas? ¿No sabías que a las mujeres se les respeta? Nini le dio una bofetada con la mano abierta. Plaz. Eso te lo debió enseñar tu madre.
le puso la punta de su P90 bajo la barbilla, levantándole la cara. Tú te vienes conmigo. Tienes una cita muy importante. El patrón te quiere conocer. Nini miró a los otros seis federales desnudos y temblando en el suelo. A estos súbanlos a una de las chargers de ellos, llévenselos a la lomita. Los quiero hincados frente a la iglesia con un letrero que diga por faltarle al respeto a la familia. Quiero sus armas, sus placas, sus radios y sus uniformes.
Todo que se regresen a su base en calzones y tomen fotos. ¿Entendido, comandante? A Morales le pusieron una capucha de tela negra en la cabeza. La oscuridad fue instantánea y absoluta. Olía a gasolina y a vómito seco. Lo sacaron a rastras del restaurante, lo aventaron al piso de la parte trasera de una camioneta, sintió el metal frío de la batea bajo su mejilla mojada de lágrimas y orina. La puerta se cerró.
El viaje fue una tortura. No sabía si duró 10 minutos o 10 horas. El vehículo corría a una velocidad demencial, tomando curvas que lo hacían rodar de un lado a otro. El rugido del motor era lo único que oía, además de los latidos de su propio corazón, que golpeaba sus costillas tratando de salir.
Finalmente, la camioneta se detuvo. Las puertas se abrieron, lo agarraron de los brazos y lo pusieron de pie. Lo obligaron a caminar sobre graba. Luego sobre cemento pulido. El aire era diferente. Olía a polvo, a metal y a algo químico, como fertilizante. Era una bodega. Lo empujaron a una silla de plástico.
Escuchó como los hombres que lo trajeron se iban, las botas alejándose. Se quedó solo en un silencio que zumbaba. Pasó una eternidad, podía ser un minuto. Luego escuchó pasos lentos, pesados. No eran botas tácticas, eran zapatos caros, zapatos de piel de alguien que no corría. Los pasos se detuvieron frente a Jim.
Sintió cómo le quitaban la capucha. La luz de un solo foco industrial colgado del techo altísimo de la bodega lo cegó. Parpadeó tratando de enfocar. Frente a él estaba Iván Archivaldo Guzmán Salazar. No estaba vestido como nini. Llevaba una camisa de botones impecable. jeans de marca y un reloj que costaba más que la casa de Morales. Su rostro era tranquilo, casi aburrido.
Sostenía en su mano un vaso de agua mineral con una rodaja de limón. Detrás de él, en la penumbra, había al menos una docena de hombres. Pero no eran los jóvenes acelerados de nini. Estos eran hombres mayores, curtidos, con cicatrices. La vieja guardia Morales tragó saliva. El aire era tan espeso que no podía respirar. Damián Morales dijo Iván.
Su voz era educada como la de un empresario. Se te ofrece algo de tomar, un café, agua, te ves pálido. Yo señor le juro, le juro por Dios que yo no sabía. Balbuceó Morales. ¿No sabías qué, Damián? ¿Que esa camioneta tenía dueño o que en esta ciudad hay reglas? Iván dio un sorbo a su agua. Se sentó en otra silla frente a él.
cruzando las piernas. ¿Sabes? Mi sobrina Rosaura es una buena niña, no se mete con nadie, estudia, va a misa los domingos, su único pecado. Iván se inclinó un poco hacia delante. Es llevar mi sangre. Es llevar la sangre de mi padre y tú, tú fuiste y la humillaste. Morales comenzó a llorar de nuevo. Un llanto seco, patético. Fue un error. El calor, yo la presión del trabajo.
Le pago la camioneta. Señor, le juro. Vendo mi casa en Mexicali, yo se la pago. Cada centavo. Iván soltó una carcajada, una sola, seca, sin alegría. Jaj, pagarla. Tú con tu sueldo de muerto de hambre. Esa camioneta valía más de lo que vas a ganar en tus próximas tres vidas, Se puso serio de golpe. El dinero no importa, Damián.
Aquí lo que nos caga”, dijo señalándose el pecho. Es la falta de respeto. Te sentiste muy ¿no? Te sentiste Rambo enfente de una morra de 22 años, destrozándole sus cosas, pisoteando su vestido. Iván se levantó y caminó alrededor de la silla de Morales. Morales seguía con las manos atadas a la espalda. “¿Sabes lo que hiciste, Damián? ¿No le pegaste a una camioneta? Le escupiste en la cara a mi padre, le escupiste en la cara a todo el cártel de Sinaloa y lo hiciste en nuestra casa, en Culiacán.
Morales negó con la cabeza frenéticamente. No, no, por favor. Iván se detuvo detrás de él. Puso sus manos en los hombros de Morales. Morales se estremeció ante el tacto. “Hace rato”, dijo Iván en voz baja, casi íntima, “bablé con mi apá. ¿Sabes quién es mi apá, verdad? Morales asintió, incapaz de hablar. Guzmán, Rosaura Guzmán Salazar, Iván Archivaldo, Guzmán Salazar.
Dios mío, Dios mío, la sangre se le heló. No había humillado a la hija de un narco cualquiera. Había humillado a la hija del Chapo. “Le conté lo que hiciste,” continuó Iván. Le conté del del vestido, de las bolsas, de la humillación. Él es un hombre muy ocupado, Damián, pero siempre tiene tiempo para la familia.
¿Y sabes qué me dijo? Iván caminó de nuevo hasta ponerse frente a él. Lo miró fijamente a los ojos. Me dijo que matarte sería un regalo, que apretar el gatillo es muy fácil. Es lo que tú hubieras hecho. No eres un perro rabioso. Pero nosotros nosotros somos diferentes. Nosotros sí tenemos clase. Mi papá quiere que aprendas. Quiere que tengas tiempo para reflexionar sobre tus acciones.
El terror en el rostro de Morales se convirtió en algo peor. Confusión. No lo iban a matar. ¿Qué? ¿Qué me van a hacer? Susurró Nini, que había estado callado en una esquina de la bodega, se acercó. cargando una hielera de playa. Iván sonrió. Mi papá me dijo, “No quiero que lo maten.
Quiero que cada día que le quede de vida, si es que le queda, se acuerde de esa camioneta blanca. Quiero que el nombre de mi hija sea lo último que piense antes de dormir. Que entienda que con la sangre de uno no se juega.” Nini puso la hielera en el suelo junto a los pies de Morales. La abrió. estaba llena de hielo. Y dentro del hielo, Morales vio un mazo de carnicero y unas pinzas de mecánico.
“Verás, Damián”, dijo Iván, volviendo a tomar su vaso de agua. “Creíste que el poder estaba en ese negro que traías en el cinturón. Te sentiste muy hombre golpeando metal, muy poderoso. Bueno, Iván hizo una seña a Nini aquí en Sinaloa. Creemos en la justicia poética. Nini sacó las pinzas de la hielera, estaban heladas. Se acercó a Morales.
“Querías usar tus manos para faltar al respeto”, dijo Nini con su sonrisa de niño malo. “Vamos a ver si puedes seguir aplaudiendo cuando acabemos. Morales abrió la boca para gritar, pero uno de los hombres de la vieja guardia, con una velocidad sorprendente, le metió un trapo sucio en la boca, ahogando el sonido. Iván se dio la vuelta.
No le gustaba ver esa parte. Néstor, dijo caminando hacia la salida de la bodega. Te lo encargo con calma, que no se nos muera de la impresión. Quiero que regrese a Mexicali en un camión de segunda, sin manos, pero con una buena historia que contar. Que les diga a todos sus amigos federales lo que pasa en Culiacán cuando patean al tigre. Iván salió al aire fresco de la noche.
El grito de Damián Morales, ahogado por el trapo, fue un sonido sordo. Gutural, que se perdió entre el ruido de los grillos. La lección estaba en proceso. Tres días después, un autobús de segunda clase, de esos que huelen a diésel y a sudor rancio, frenó en la polvorienta terminal de Mexicali. Eran las 4 de la madrugada.
El chóer harto bajó y abrió la puerta del maletero. De adentro empujó a un bulto humano que cayó pesadamente sobre el asfalto. Era Damián Morales o lo que quedaba de él. Estaba vivo. Sí. Y Iván y su padre habían cumplido su palabra. No lo mataron. Le habían dado un regalo mucho más cruel, la vida.
Lo habían curado lo suficiente para que no se desangrara. Le habían vendado las manos con trapos sucios, pero debajo de esas vendas, sus manos eran un amasijo inútil de huesos rotos, tendones reventados y carne molida. Las manos que habían sostenido el las que habían golpeado la camioneta y pisoteado el vestido de seda, ya no servían ni para sostener una cuchara.
Le habían dejado su cartera con su identificación y dinero exacto para el camión de regreso. Nada más. Morales, con la mirada perdida y el alma rota, se arrastró por la terminal. Era un fantasma. Los otros seis federales habían aparecido esa misma noche hincados frente a la iglesia de La Lomita en Culiacán. Estaban desnudos, rapados y con un letrero que se hizo famoso en los blogs de nota roja. En Culiacán, a la familia se le respeta.
La Secretaría de Seguridad Pública Federal no dijo nada. No hubo un comunicado, no hubo un operativo de rescate. Los seis agentes fueron transferidos de inmediato a Chiapas, al rincón más olvidado del país, con la orden estricta de olvidar lo que pasó. El nombre de Damián Morales fue borrado de la lista. Oficialmente había desertado. Se lo había tragado la tierra.
En Culiacán, la historia se convirtió en leyenda en menos de 24 horas. La camioneta Jwagon, destrozada, fue dejada ahí en el acotamiento de Tres Ríos durante 3 días. Fue una escultura, un monumento al poder real. Cientos de personas pasaron a tomarle fotos. Era un mensaje más claro que cualquier narcomanta.
Puedes ser la ley, puedes traer uniforme y un rifle del gobierno, pero aquí en esta tierra hay leyes más antiguas y hay dueños. A Rosaura le llegó una Y Wagon nueva al día siguiente. Esta vez era negra como la noche, blindada y venía con una escolta permanente de 12 hombres, cortesía de su tío Iván.
Lo que Damián Morales aprendió de la peor manera posible es que en lugares como Sinaloa el poder no es un uniforme, el poder no es una placa, eso es solo un disfraz. El verdadero poder es un apellido, es la sangre, es el respeto que se ha sembrado con plomo y con favores durante décadas.
Morales confundió su autoridad temporal con el poder absoluto. Se sintió un león porque traía un rifle y no se dio cuenta de que estaba parado en la jaula del verdadero dueño de la selva. En esta vida puedes gritar, puedes golpear, puedes humillar, pero siempre, siempre tienes que estar seguro de a quién estás humillando, porque hay ofensas que no se pagan con dinero, hay ofensas que no se arreglan con un perdón, hay ofensas que tocan la fibra de la familia, el honor de un nombre y esas esas se pagan con carne.
La lección fue brutal, pero clara. No importa que tan grande te sientas, qué tanto poder creas tener, nunca jamás le falt alguien sin saber quién es, porque puedes estar destrozando con tu la puerta del infierno.
News
Mi Esposa Ganó 240 Millones y Me Echó; Usé Sus Capitulaciones Para Reclamar Mi Parte
Mi nombre es Roberto Salazar, tengo 45 años y hasta hace 11 meses pensaba que tenía todo resuelto. Trabajaba como…
Él se burló de su exesposa pobre — hasta que bajó del jet del billonario con los gemelos
Parte uno. El sobre que marcó el destino. Prepárense para lo inesperado, porque esto no es una comedia romántica. Es…
Chile ya celebraba el oro… y la joven mexicana los hizo llorar con ese tiro libre imposible
Dicen que hay goles que se gritan con el alma, pero hay otros que se lloran en silencio. Lucía Ramírez…
Al Pillar A Mi Marido Y La Criada 💔😡, Mi Madre Me Detuvo ✋ Calma, Que Mañana Habrá Un Espectáculo
Aquella noche, Madrid no se parecía en nada a la ciudad vibrante y romántica que la gente suele alabar. Estaba…
VOLVÍ A CASA TEMPRANO Y ESCUCHÉ A MI ESPOSO LLORANDO: LO QUE DIJO ME DESTROZÓ…
En un día cualquiera, mientras iba al trabajo, tuve En un día cualquiera, mientras iba al trabajo, tuve que volver…
MILLONARIO PASA SU CUMPLEAÑOS SOLO, PERO una MENDIGA compra un PASTEL para él y…
Un millonario de 70 años pasa su cumpleaños completamente solo en una plaza, mientras sus tres hijos adultos viajan por…
End of content
No more pages to load






