Él llegó con la intención de desalojarla, decidido a reclamar la propiedad que le pertenecía por derecho. Para él solo era una simple inquilina, una viuda sin recursos, aferrada a una tierra que nunca fue suya. Pero cuando la vio, de pie en la entrada de su humilde hogar, con la mirada desafiante y dos pequeños aferrados a su falda, algo en su interior se quebró.
No era con pasión lo que lo detuvo, sino una atracción inexplicable, una sensación de reconocimiento en sus ojos llenos de lucha.
El sol abrazador de la tarde caía implacable sobre la vasta llanura andaluza, pintando el paisaje con tonos dorados y ocres. El aire estaba cargado con el aroma seco de la tierra reseca y el leve perfume de las higueras silvestres que crecían al borde del camino de tierra.
A lo lejos, los campos ondulaban bajo la brisa caliente, pero en la pequeña hortaliza detrás de la casa de campo, el viento apenas se atrevía a moverse. Catalina Nina Robles se inclinó sobre el suelo endurecido, sus manos desgastadas por el trabajo, sujetando con firmeza el tallo de una mala hierba obstinada. Su piel, dorada por el sol resplandecía con una fina capa de sudor.
Sus cabellos oscuros, recogidos torpemente en la nuca, estaban desordenados por la brisa caliente. Jadeó con esfuerzo, sintiendo la rigidez de sus músculos tras horas de trabajo incesante bajo el sol. La tierra era ingrata, árida, dura, resistente, como si se negara a dar fruto. Cada día que pasaba, la lucha contra aquel suelo infértil volvía más difícil.
Y aún así, Nina no se permitía rendirse. No cuando dependía de cada hortaliza para alimentar a sus hijos, no cuando aquella casa, aunque deteriorada, era el único refugio que les quedaba. No cuando sabía que la alternativa era la miseria absoluta. A unos metros de distancia, Mateo y Lucía jugaban cerca del pequeño huerto con una pelota de trapo.
Sus risas infantiles eran un bálsamo en medio de la tensión silenciosa que siempre pesaba sobre el hogar. Nina los observó con el rabillo del ojo mientras arrancaba la hierba con un tirón brusco. Sus hijos eran su razón para seguir adelante, la única luz en medio de tantas sombras. Pero la inquietud siempre estaba ahí, acechándola en los rincones de su mente. No importaba cuántos días lograra mantenerlos a salvo, la amenaza del futuro pendía sobre ellos como una tormenta en el horizonte.

Aquella casa no era suya, nunca lo había sido. Era cuestión de tiempo para que alguien viniera a recordárselo. Y el momento llegó antes de lo esperado. El sonido de casco irrumpió en la tranquilidad sofocante de la tarde. Primero un eco lejano, después más fuerte, más cercano.
se incorporó lentamente, su respiración entrecortada, sintiendo como su piel se erizaba con un escalofrío de presentimiento. El polvo del camino se levantó en un torbellino al compás de los caballos galopando, y el tintineo metálico de espuelas y fustas se mezcló con el zumbido de los insectos en el aire caliente. Cuando alzó la vista, los vio.
Un grupo de jinetes apareció en el camino de tierra, avanzando con la seguridad de quienes están acostumbrados a ser obedecidos. Sus siluetas recortadas contra el sol poniente eran imponentes y el brillo de las semillas de sus chaquetas reflejaba la luz dorada del atardecer. No había duda. No eran campesinos ni mercaderes.
Eran hombres de la nobleza, o peor aún enviados de alguien con autoridad. El corazón de Nina dio un vuelco en su pecho. Sintió como la opresión del miedo se aferraba a su estómago, pero no se movió. Se quedó de pie con las manos aún sucias de tierra, con el sudor resbalando por su cuello, con la frente en alto y la mandíbula tensa. No se permitiría temblar, no frente a ellos.
Los caballos se detuvieron justo frente a la entrada de la casa, removiendo la tierra seca con sus cascos. Uno de los hombres, el que cabalgaba al frente, desmontó con un movimiento ágil y preciso. Sus botas de montar levantaron polvo al tocar el suelo. El resto de los jinetes permaneció en sus monturas, pero fue suficiente para que la tensión en el aire se hiciera insoportable.
Nina no necesitó preguntar quién era. Lo supo en cuanto sus ojos se encontraron. Sebastián de Ayala, Duque de Valdepeñas. Era un hombre alto, deporte aristocrático, con hombros anchos y la impecable postura de alguien que había sido criado entre mármol y terciopelo. Su chaqueta oscura estaba abrochada con precisión, sin una sola arruga que sugiriera descuido.
Bajo el ala de su sombrero, sus ojos eran fríos, severos, de un tono oscuro que absorbía la luz del sol como si nada pudiera atravesarlos. No hubo necesidad de palabras. En el instante en que sus miradas se cruzaron, Nina comprendió lo que él venía a hacer. Apretó los labios con fuerza y sintió un nudo en la garganta.
Había imaginado este momento demasiadas veces. Había temido su llegada. Había rezado en vano por más tiempo. Pero ahora que estaba aquí, ahora que lo tenía frente a ella, la realidad se volvió un golpe brutal. No importaba cuánto se aferrara a aquella casa. No importaba que hubiera convertido esas cuatro paredes ruinosas en un hogar.
Para él, para el duque, solo era una propiedad más y ella no era más que una ocupante indeseada. Sebastián avanzó un paso con la clara intención de hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, un par de pequeñas figuras irrumpieron entre ellos. Mateo y Lucía, alertados por la llegada de los jinetes, corrieron hacia su madre.
Mateo se aferró con fuerza a su falda y Lucía se escondió detrás de ella, aferrando el borde de su vestido con manitas temblorosas. Sus ojos grandes y asustados se clavaron en la figura imponente del duque, como si pudieran sentir la amenaza que su sola presencia representaba. Sebastián se detuvo en seco. Por primera vez, su expresión impasible se resquebrajó apenas un instante.
Sus ojos se posaron en los niños y la frialdad de su mirada pareció vacilar. Nina sostuvo la respiración sin moverse, sintiendo la energía cargada de tensión entre ambos. No sabía qué esperaba ver en el rostro del duque, pero en el fondo de su pecho algo se agitó. un presentimiento, una batalla que estaba a punto de comenzar. El silencio entre ellos se alargó con una tensión casi insoportable.
Sebastián se mantuvo inmóvil, sus ojos oscuros recorriendo la escena ante él con una expresión fría y calculadora. Había visto muchas cosas en su vida, hombres quebrarse bajo su autoridad, plebellos suplicando su misericordia, comerciantes desesperados por su favor, pero nunca había presenciado algo como esto.
La mujer que tenía frente a él no mostraba miedo. Su postura era firme, el mentón elevado en un claro gesto de desafío, los ojos ardientes, con la intensidad de quien no se dejará doblegar sin luchar. Pero lo que más lo perturbaba no era su actitud insolente, sino los dos niños que se aferraban a su falda con la inocente desesperación de quienes entienden, aún sin palabras, que su mundo estaba a punto de cambiar para siempre.
Sebastián apretó la mandíbula, forzándose a recordar por qué estaba ahí. No podía permitirse la distracción. Había venido con un propósito claro y no pensaba desviarse de él. Esta propiedad pertenece al Ducado de Valde Peeñas”, anunció finalmente con voz baja pero firme, su tono carente de cualquier emoción innecesaria. “Ustedes no tienen derecho a estar aquí.
” La declaración cayó entre ellos como una sentencia irrevocable. Nina se aferró a las pequeñas manos de sus hijos, sintiendo el temblor de Lucía, quien se escondía más profundamente contra su falda. No se dejó intimidar. No podía permitirse hacerlo. ¿Y por qué ahora? Replicó su voz firme, aunque su corazón martilleaba en su pecho.
Esta casa ha estado abandonada por años. Nadie se ha preocupado por este terreno ni por lo que quede en él. La tierra está seca, las paredes se caen a pedazos. No hay nada aquí que pueda interesarle, excelencia. Sebastián entrecerró los ojos ante la audacia de su tono. No estaba acostumbrado a que lo cuestionaran y mucho menos una plebella sin posición ni recursos.
Su porte endurecido por años de educación aristocrática, se volvió aún más rígido. Eso no es de su incumbencia, respondió con frialdad. No tengo por qué dar explicaciones, pero sus palabras no parecieron intimidarla. Sí, las tiene”, insistió ella sin bajar la mirada. “Usted viene aquí, me dice que debo irme, pero no me da una razón.
¿Por qué ahora? Porque justo en este momento, después de años de abandono, la forma en que lo miraba, desafiante y sin rastro de su misión, encendió una chispa de algo peligroso en el interior de Sebastián. Había esperado encontrar resistencia, quizás un ruego desesperado o lágrimas de súplica. Pero esto era diferente. Esta mujer no le pedía compasión, le exigía respuestas y eso lo irritó más de lo que estaba dispuesto a admitir.
No tiene derecho a hacerme preguntas, cortó con un tono helado. No voy a discutir esto. Debe abandonar la propiedad de inmediato. Nina sintió que la desesperación le arañaba el estómago, pero se negó a dejar que eso se reflejara en su expresión. ¿Y a dónde se supone que vayamos? Su voz apenas tembló, pero en su interior el miedo la estaba ahogando.
A dormir en la calle, a que mis hijos pasen hambre. Sebastián mantuvo su expresión impasible, pero por dentro algo se removió en su pecho. No quería escuchar eso. No había venido aquí para pensar en niños indefensos ni en la miseria de una mujer que no tenía a dónde ir. Él solo debía recuperar su propiedad.
Pero aún así, la imagen de la pequeña Lucía aferrándose a su madre con ojos asustados se grabó en su mente de una manera que no pudo ignorar. No es mi problema, dijo con dureza su voz casi áspera. Tres días es el tiempo que les daré para marcharse. Las palabras cayeron como un golpe y esta vez Nina sintió que el suelo bajo sus pies se volvía inestable. Tres días era imposible.
Si no se han ido en ese plazo, tomaré medidas para desalojarlos por la fuerza. Mateo, que hasta ahora había permanecido en silencio, alzó la mirada con súbita alarma. “Mamá”, susurró, su pequeña voz llena de temor. Nina sintió una oleada de rabia y protección recorriéndole el cuerpo. No dejaría que nadie, ni siquiera un duque, le arrebatara el único hogar que le quedaba.
Los ojos de Sebastián se posaron en los de ella, midiendo su reacción. esperaba verla derrumbarse, que sus hombros se hundieran con el peso de la derrota, que su mirada suplicara la clemencia que no estaba dispuesto a dar. Pero no. Los ojos de Nina se encendieron con una determinación feroz. Sus labios se apretaron en una línea fina y él supo, en ese instante que esta mujer no se rendiría fácilmente.
Por primera vez en mucho tiempo, Sebastián sintió algo parecido a una vacilación. Sin embargo, no lo demostró. se giró con un movimiento decidido y caminó hacia su caballo sin añadir una sola palabra más. El resto de los hombres que lo acompañaban intercambiaron miradas discretas, esperando una orden, pero Sebastián simplemente montó de nuevo con la espalda recta y el rostro endurecido.
Antes de espolear su caballo, sin embargo, su mirada volvió a posarse en Nina una última vez. Ella no se había movido. Seguía allí con los hombros tensos, con el mentón alto, con el peso de sus hijos a su lado. Y fue entonces cuando vio algo que lo desconcertó. Lucía, la más pequeña, se había encogido detrás de su madre, apretando su carita contra la falda de Nina, como si esperara que con solo esconderse pudiera protegerse de la amenaza que representaba él.
Un nudo inesperado se formó en la garganta de Sebastián. Era un simple gesto infantil, algo insignificante, algo que no debería afectarle, pero lo hizo. Por primera vez en años sintió una punzada de algo que no supo nombrar. Sin embargo, no se permitió analizarlo. Endureciendo su expresión, dio la orden a su grupo y con un leve tirón de las riendas giró su caballo y se alejó por el mismo camino de tierra por el que había llegado.
El sonido de los cascos resonó en el aire caliente de la tarde. Nina se quedó inmóvil con el pulso latiéndole con fuerza en los oídos. No le suplicó, no le pidió más tiempo, no le rogó clemencia, pero ahora solo tenía tres días y lo peor era que no tenía idea de qué haría.
La nube de polvo levantada por los caballos de los hombres del duque aún flotaba en el aire cuando Nina sintió que sus piernas finalmente cedían. Soltó un suspiro entrecortado y se dejó caer sobre el pequeño escalón de piedra a la entrada de la casa. Sus manos, todavía manchadas con la tierra seca del huerto, temblaban ligeramente sobre sus rodillas. Tres días.
El tiempo parecía escaparse entre sus dedos, como arena arrastrada por el viento cálido del verano andaluz. A pocos metros, Mateo y Lucía correteaban alrededor del viejo árbol que daba sombra al patio, sus risas intermitentes llenando el espacio con una aparente normalidad. Pero Nina sabía que no debía confiar en eso. Mateo era un niño demasiado observador para su edad y había sentido la gravedad del momento cuando el duque los amenazó con el desalojo.
Y Lucía, bueno, ella todavía era pequeña, pero el miedo era algo que los niños reconocían sin necesidad de palabras. Nina abrazó sus rodillas y fijó la vista en el horizonte seco y polvoriento. Su mente trabajaba rápido, evaluando sus opciones, buscando una salida, cualquier posibilidad que no la dejara a la deriva. Pero por más que intentara pensar en una solución, la realidad era cruel.
No tenían a dónde ir. Los pueblos cercanos no ofrecían refugio para una viuda sin recursos. Los trabajos escaseaban para las mujeres que no tenían un apellido importante o algún protector en la alta sociedad. Lo único que tenía era esa casa vieja y deteriorada y la certeza de que no podía abandonar a sus hijos a la caridad de extraños.
Sin embargo, permitir que el miedo se instalara en su alma no era una opción. respiró hondo y obligó a su cuerpo a levantarse. Mateo, Lucía, llamó con suavidad y los niños se acercaron con paso ligero. Entren a lavarse las manos. La cena estará lista pronto. Mateo la miró con sus ojos grandes y serios, como si intentara leer los pensamientos de su madre.
Pero al ver su sonrisa forzada, no dijo nada. Tomó la mano de su hermana y entraron juntos a la casa. Nina los observó desaparecer tras la puerta y cerró los ojos un instante. No se rendiría. No se rendiría. Cuando el sol comenzó a esconderse detrás de las colinas, la brisa trajo consigo el aroma distante de los naranjos y el susurro de los grillos.
Fue entonces cuando escuchó los pasos lentos y arrastrados acercándose por el camino. Nina se giró y vio la figura encorbada de doña Ramona, su vecina, y en cierto modo la única amiga que tenía en ese lugar. La anciana llevaba un pañuelo oscuro cubriendo su cabello blanco y cargaba un pequeño fardo envuelto en tela. Pensé que podrías necesitar esto,”, murmuró al llegar, tendiéndole el paquete.
Nina lo tomó con cuidado y al abrirlo encontró un trozo de pan, algo de queso y un poco de tocino. Alzó la mirada hacia la anciana con gratitud silenciosa, pero antes de que pudiera agradecerle, doña Ramona sacudió la cabeza con preocupación. El duque ha venido en persona, dijo en voz baja. Eso no es buena señal, niña.
Un hombre como él no pierde su tiempo con asuntos que considera triviales. Nina sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no permitió que su expresión cambiara. No tengo opción, doña Ramona. Esta casa es todo lo que tengo. La anciana suspiró y se apoyó en su bastón. Sebastián de Ayala no es un hombre con quien se pueda negociar. Ha sido educado entre la nobleza más fría de Madrid.
Su madre, la duquesa viuda, jamás permitió que sus hijos mostraran debilidad. Ese hombre no tendrá piedad. Nina apretó los labios sintiendo que algo ardía dentro de ella. Entonces se verá obligado a escucharme. Doña Ramona la miró con incredulidad. ¿Y qué piensas hacer? Nina enderezó los hombros. Voy a enfrentarlo. La anciana la miró en silencio durante un largo momento antes de soltar un suspiro resignado. Eres valiente, niña.
Pero a veces la valentía y la locura van de la mano. La madrugada llegó con un frío inesperado. Nina se despertó antes de que el primer rayo de sol asomara por las montañas. Se vistió con su mejor falda, la menos gastada, y recogió su cabello en una trenza apretada. No tenía joyas ni telas lujosas con las que impresionar al duque, pero eso no importaba.
No iba a mendigar, iba a exigir ser escuchada. Salió en silencio, asegurándose de que Mateo y Lucía siguieran dormidos. Sabía que si Mateo despertaba, intentaría convencerla de no ir. En el patio encontró al viejo caballo que había logrado pedir prestado a un vecino. El animal no era rápido ni elegante, pero serviría.
Con un último respiro para calmar su corazón agitado, montó y se encaminó hacia la hacienda de Valdepeñas. El trayecto fue más largo de lo que imaginaba. La hacienda estaba situada en lo alto de una colina, rodeada de tierras fértiles que contrastaban con la sequedad de la pequeña propiedad donde ella vivía. Aquí la vegetación era más verde.
Los viñedos se extendían como un manto bajo la luz del amanecer y los caminos estaban bien mantenidos sin la dureza de la tierra reseca a la que Nina estaba acostumbrada. La opulencia se sentía en cada detalle. Cuando finalmente llegó ante las grandes puertas de hierro, descendió del caballo con un movimiento decidido. El portón era alto, pesado, con detalles ornamentales que mostraban el escudo de los Ayala.
Nina lo miró un instante, sintiendo como la adrenalina se mezclaba con la incertidumbre. No era demasiado tarde para dar media vuelta, pero si lo hacía perdería todo. Se acercó y golpeó con fuerza la madera gruesa. Esperó. Unos segundos después, la puerta se abrió apenas un resquicio y un criado de aspecto severo apareció en el umbral. La observó de arriba a abajo con una mezcla de desdén y curiosidad.
La Hacienda no recibe visitas a estas horas”, dijo con tono autoritario. Nina levantó el mentón. “Dígale al duque que Catalina Robles está aquí para hablar con él.” El criado no respondió de inmediato. Pareció dudar como si evaluara si valía la pena interrumpir al duque por una mujer de su posición.
Pero entonces, como si el destino se burlara de ella, un sonido de pasos resonó en el interior de la hacienda. Y Sebastián de Ayala apareció en la puerta. Su expresión, al verla, no era de sorpresa, era de impaciencia. Sebastián de Ayala estaba sentado en su oficina con la vista fija en los documentos que tenía sobre el escritorio.
A pesar de su compostura inquebrantable, su mente estaba lejos de las cifras y los contratos que debía revisar. La visita a su propiedad en ruinas el día anterior había dejado un eco molesto en su pensamiento, un zumbido persistente que no lograba ignorar. Catalina Robles. El nombre le producía una irritación sutil, pero constante, no solo por su insolencia, sino porque había algo en ella, en la forma en que lo enfrentó, en la manera en que sostuvo su mirada sin temor, que lo había dejado inquieto. Sebastián estaba acostumbrado a la sumisión, a que su sola presencia bastara para imponer autoridad, pero
ella no había bajado la cabeza. Ella lo había desafiado. Tomó una pluma con elegancia y comenzó a firmar uno de los documentos, esforzándose por concentrarse. La venta de aquella propiedad ya estaba prácticamente acordada. Un empresario catalán estaba interesado en convertir esas tierras áridas en un viñedo moderno y productivo.
Era una transacción simple, beneficiosa para ambas partes. Y sin embargo, algo en su interior se resistía a dar el último paso. Un golpe seco en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Antes de que pudiera responder, su mayordomo personal, Gaspar, entró en la estancia con expresión tensa. “Su excelencia”, dijo con formalidad. Catalina Robles está en la entrada principal. Exige hablar con usted.
Sebastián levantó la mirada lentamente, su seño fruncido en un gesto de incredulidad. “Había tenido la audacia de venir hasta aquí.” El descaro de la mujer lo desconcertó momentáneamente, pero lo ocultó bien detrás de una máscara de impasibilidad. No muchas personas se atrevían a desafiarlo de esa manera y mucho menos una plebella sin recursos.
Se inclinó levemente en su silla y entrelazó los dedos sobre el escritorio. Déjela entrar. El mayordomo parpadeó sorprendido por la decisión, pero no hizo preguntas. Con una leve inclinación de cabeza, salió de la habitación. Sebastián exhaló lentamente y se pasó una mano por el mentón. En otras circunstancias, habría rechazado su presencia sin dudarlo, pero algo en su insistencia le generaba curiosidad.
No tardó mucho en escuchar pasos acercándose por el pasillo de mármol. Cuando la puerta se abrió de nuevo, Catalina Robles entró en la estancia con la espalda recta y el mentón alto, como si no estuviera cruzando el umbral de la casa de un duque, sino reclamando un derecho que le correspondía.
Llevaba una falda modesta, pero bien cuidada, y su cabello oscuro estaba recogido en una trenza práctica, aunque algunos mechones rebeldes caían alrededor de su rostro. Sebastián se obligó a no recorrerla con la mirada, manteniéndose impasible mientras ella avanzaba con paso firme. Nina sintió de inmediato el contraste entre su vida y la de aquel lugar.
La hacienda de Valdepeñas era un testimonio de la riqueza y el linaje de su dueño. El mármol pulido reflejaba la luz de los candelabros de cristal. Las tapeías de seda en tonos oscuros decoraban las paredes con motivos bordados a mano y una sutil fragancia a madera vieja y velas perfumadas impregnaba el aire. Cada rincón de la estancia hablaba de poder, de historia, de un mundo al que ella nunca había pertenecido, pero no se dejó intimidar.
Sebastián, sentado detrás de un enorme escritorio de Mogno que parecía más un trono que un simple mueble, la observó con calma. Sus ojos oscuros no reflejaban emoción alguna. “Me han dicho que exige hablar conmigo.” Su voz era baja, controlada, pero había un filo afilado en su tono. “Espero que tenga una buena razón para irrumpir en mi casa de esta manera.
” Nina no titubeó. Quiero saber qué pretende hacer con la propiedad. Sebastián apoyó un codo sobre el escritorio, inclinándose apenas hacia adelante. Le di tres días para irse. No hay más que hablar. Sí, hay más que hablar, replicó ella cruzando los brazos. Quiero saber por qué está tan decidido a echarme. El duque arqueó una ceja. Porque la propiedad me pertenece. Eso ya lo sé.
Lo que quiero saber es por qué ahora insistió Nina. Esa casa ha estado en ruinas durante años. Usted no la necesita. Entonces, ¿por qué tiene tanta prisa en deshacerse de ella? Hubo un breve destello en la mirada de Sebastián. Nina notó el ligero cambio en su expresión. Había algo personal en aquello.
Voy a venderla, respondió finalmente con tono seco. Un empresario catalán ha hecho una oferta generosa. Planea convertir el terreno en un viñedo. La explicación tenía sentido. Era lógica, pero Nina sintió que no era toda la verdad. Para usted, esa casa es solo piedras y polvo”, dijo con voz firme. “Para mí es el único hogar que tengo.” Sebastián mantuvo su expresión neutral, pero el silencio que siguió fue más pesado que cualquier argumento.
Nina dio un paso adelante. “No le estoy pidiendo caridad”, continuó. “Pero quiero que entienda que esa casa no es solo una estructura en ruinas. Es el único lugar donde mis hijos han conocido algo parecido a la seguridad. Si usted la vende, ¿qué nos queda? Sebastián apretó los labios volviendo la mirada hacia los documentos sobre su escritorio como si aquello no tuviera importancia. No es mi problema. Pero algo en su tono indicaba que sí lo era.
El silencio entre ellos se alargó. Nina podía sentir la tensión flotando en el aire. Una batalla que trascendía las palabras. No era solo un enfrentamiento de voluntades, era un choque de mundos completamente distintos. Finalmente, Sebastián se levantó de su asiento con un movimiento lento y calculado.
Caminó hasta la ventana y observó la hacienda bajo la luz dorada del amanecer. Su postura era rígida, sus hombros tensos como si llevara un peso invisible. Cuando finalmente habló, su voz salió baja, contenida. Le daré mi respuesta al amanecer. Nina sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sebastián no se giró para mirarla, pero ella supo que lo que acababa de decir no era una concesión, era una advertencia.
El sol apenas despuntaba sobre las colinas cuando un golpeteo seco en la puerta de la casa de Nina la sacó de sus pensamientos. Había pasado la noche en vela, repasando una y otra vez las palabras de Sebastián de Ayala. Le daré mi respuesta al amanecer. La incertidumbre se había instalado en su pecho como una piedra pesada, pero cuando abrió la puerta y encontró a un joven criado del duque en el umbral, supo que la espera había terminado.
El muchacho, de rostro delgado y uniforme pulcro, le extendió un pequeño sobre sellado. El duque de Valdepeñas le envía esto, señora. Nina sintió su pulso acelerar. con manos firmes rompió el sello y desplegó la nota con cuidado. Encuéntreme en la propiedad esta mañana. Necesitamos hablar. Nada más sin explicaciones, sin pistas sobre lo que había decidido.
El criado hizo una leve inclinación y se retiró sin decir más, dejando a Nina con la hoja entre los dedos y una creciente sensación de inquietud. Mamá, ¿qué dice la carta? preguntó Mateo, quien había salido a la puerta con los ojos aún llenos de sueño. Nina se agachó y le sonró, aunque su mente estaba lejos. El duque quiere verme.
Mateo frunció el ceño, pero no preguntó más. Nina sabía que su hijo estaba preocupado, pero no podía tranquilizarlo con mentiras. No cuando ella misma no tenía idea de qué iba a enfrentar. El trayecto hasta la casa en ruinas fue silencioso. Montó en el mismo viejo caballo que había usado para ir a la hacienda la mañana anterior con el viento frío de la mañana revolviendo su cabello.
A medida que se acercaba a la propiedad, su mirada recorrió las paredes desmoronadas, la cerca maltrecha, el huerto seco. Si Sebastián había decidido desalojarlos de inmediato, no tenía forma de detenerlo. Pero si había accedido a escucharla, tal vez aún había esperanza. Cuando llegó a la entrada, no vio a los hombres del duque ni a sus sirvientes.
Sebastián estaba allí solo, de pie junto al umbral de la casa, con los brazos cruzados sobre el pecho, la chaqueta abierta y el cabello despeinado por la brisa matutina. Había algo diferente en su expresión. No era frialdad, tampoco arrogancia. era algo más enigmático. Nina desmontó con cautela, sus botas hundiéndose ligeramente en la tierra suelta mientras se acercaba a él.
“Recibí su mensaje”, dijo sin preámbulos, sosteniéndole la mirada. “¿Por qué me llamó?” Sebastián la observó en silencio por un momento antes de hablar. Hice un acuerdo. Las palabras la tomaron por sorpresa. Frunció el ceño y cruzó los brazos tratando de descifrar su significado.
¿Qué tipo de acuerdo? Pero antes de que Sebastián pudiera responder, un sonido interrumpió la quietud del lugar, el inconfundible retumbar de cascos golpeando la tierra seca. Ambos giraron la cabeza al mismo tiempo. Desde el sendero polvoriento que conectaba la propiedad con el camino principal, una carruaje de lujo avanzaba con elegancia, sus ruedas de madera oscura levantando pequeñas nubes de polvo a su paso.
Los caballos eran negros y majestuosos, con arreos de cuero fino que brillaban bajo la luz del sol. La estructura de la carroza estaba adornada con detalles dorados, una clara señal de que su ocupante pertenecía a la aristocracia. Sebastián se quedó inmóvil, su mandíbula apretada en una línea tensa. Nina, por su parte, sintió un mal presentimiento arremolinándose en su estómago.
Cuando el carruaje se detuvo y el lacayo bajó para abrir la puerta, una figura femenina descendió con la gracia ensayada de alguien que estaba acostumbrada a ser el centro de atención. Vestía un vestido azul de seda fina ceñido en la cintura, con encajes blancos en las mangas y un sombrero adornado con plumas delicadas. Su postura era impecable y el aire que la rodeaba tenía una mezcla de refinamiento y cálculo.
Con pasos medidos, avanzó con calma por el terreno irregular hasta quedar frente a ellos. Sus ojos de un marrón claro, afilados y llenos de escrutinio se posaron primero en Sebastián y luego en Nina. El silencio se volvió sofocante, pero cuando la recién llegada habló, su voz era como tercio pelo afilado.
Querido Sebastián, su tono era dulce, pero sus palabras estaban llenas de posesión. No esperaba encontrarte en un lugar como este. Nina sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No necesitaba preguntar quién era. Lo supo en ese instante. Beatriz Velasco. La prometida del duque. El aire pareció espesarse cuando Beatriz Velasco descendió de la lujosa carruaje.
Sus movimientos calculados y llenos de una elegancia natural que solo podía provenir de una educación aristocrática. Su vestido de seda azul, de un tono tan profundo como el cielo al atardecer, se ajustaba perfectamente a su figura. resaltando cada curva con un refinamiento innegable. Los encajes de sus mangas trabajados con precisión eran casi tan delicados como la manera en la que ella sostenía su abanico, moviéndolo con un gesto pausado y controlado.
Nina, de pie a pocos metros, sintió de inmediato la diferencia abismal entre ellas. Su propia ropa, aunque limpia, era simple y sin adornos. Su cabello, trenzado con descuido, no tenía los brillantes alfileres que decoraban los rizos oscuros de Beatriz. La mujer era la encarnación de la aristocracia, segura, dueña de sí misma y, sobre todo, consciente de su lugar en el mundo y de lo que le pertenecía.
Y Sebastián de Ayala, sin duda, estaba incluido en ello. Beatriz avanzó por el terreno desigual con la misma seguridad con la que una reina cruzaría un salón de baile. Su mirada, al principio, se dirigió únicamente a Sebastián, ignorando por completo la presencia de Nina, como si esta no fuera más que una sombra irrelevante en el paisaje.
Querido Sebastián, dijo su voz aterciopelada con la dulzura afilada de quien sabe que está en control de la situación. Qué inesperado encontrarte en este sitio tan peculiar. Sebastián, aunque visiblemente sorprendido por su llegada, recuperó la compostura en cuestión de segundos. enderezó la espalda, su expresión volviendo a su habitual máscara de control, y caminó hacia ella con la seguridad de un hombre que sabe que está siendo observado.
“Beatriz”, respondió con cortesía, inclinando la cabeza apenas en un gesto de saludo. Cuando ella extendió su mano enguantada, él la tomó con delicadeza y la llevó a sus labios, depositando un beso ligero sobre la tela blanca. Un gesto social, sin duda, pero que dejaba claro su posición y el vínculo que los unía. Nina sintió una punzada en el estómago.
Era un recordatorio cruel de la realidad. Podía haber discutido con Sebastián, haberle exigido explicaciones, haber creído por un instante que quizás existía un atisbo de humanidad en él. Pero esa escena, ese instante de formalidad y cortesía, le demostró que Sebastián de Ayala no era su aliado ni lo sería jamás.
Él pertenecía a otro mundo, uno en el que no había espacio para una viuda sin recursos como ella. Beatriz, tras el breve intercambio con Sebastián, finalmente desvió su atención hacia Nina. Su mirada, cuando la recorrió de pies a cabeza, no tenía curiosidad ni interés. Solo había evaluación, juicio y la certeza absoluta de que la mujer frente a ella no representaba ningún tipo de amenaza real.
Pero Nina vio la forma en que la aristócrata frunció ligeramente los labios como si encontrara su presencia inadecuada. “Oh”, dijo Beatriz con una leve inclinación de cabeza. No esperaba ver compañía. Nina mantuvo su postura firme, resistiendo el impulso de responder con la misma condescendencia.
Sabía exactamente qué estaba haciendo Beatriz, dejando claro que ella no tenía lugar en ese encuentro. Sebastián pareció notar la tensión en el aire. Su expresión se endureció y tras un breve silencio, giró levemente hacia Nina. Podemos continuar nuestra conversación en otro momento”, dijo con su tono de siempre, frío y medido. Nina sintió la estocada antes de que terminara la frase.
No fue solo lo que dijo, sino cómo lo dijo. Sin titubeos, sin miramientos, como si la presencia de Beatriz anulara cualquier importancia que ella pudiera haber tenido unos minutos antes. como si de repente todo lo que había exigido, todo lo que había intentado hacerle comprender, dejara de importar.
Mantuvo la espalda recta y su barbilla alzada, incluso cuando una oleada de frustración amenazó con ahogarla. “Por supuesto”, respondió su voz firme, sin una sola grieta de emoción. Beatriz sonríó satisfecha. Sebastián no dijo nada más. Nina sintió el peso de la despedida antes de siquiera dar la vuelta. No esperaba gratitud, no esperaba amabilidad, pero la sensación de ser desechada con tanta facilidad la golpeó de una forma que no había anticipado. Sin alternativa, caminó hacia su caballo con pasos seguros.
Se obligó a no mirar atrás mientras subía a la montura y tomaba las riendas. Pero justo cuando estaba a punto de partir, sintió la mirada de Sebastián sobre ella. Por un breve instante, su expresión parecía contener algo más que simple indiferencia. Arrepentimiento, duda, no lo supo. Porque Sebastián de Ayala no dijo una sola palabra y Nina no se detuvo.
Espoleó al caballo y se alejó por el camino polvoriento, con la frustración y el deseo, enredándose dentro de ella, dejándole un sabor amargo en la boca. La noche cayó sobre la tierra andaluza con un aire denso y sofocante. Dentro de la pequeña casa, el silencio era quebrado únicamente por la respiración pausada de Mateo y Lucía, quienes dormían profundamente, ajenos al torbellino de pensamientos que consumía a su madre.
Nina permanecía acostada en la cama, pero sus ojos abiertos fijos en la oscuridad del techo delgado, denunciaban su insomnio. Cada palabra de Sebastián, cada gesto de Beatriz se repetía en su mente con una nitidez cruel. ¿Por qué había creído, aunque fuera por un instante, que podía convencerlo, que él la escucharía? que algo en su mirada, en su breve vacilación, indicaba que podía haber una oportunidad de cambiar su destino. Había sido una necia.
Cerró los ojos con fuerza, pero en su mente la imagen de Sebastián seguía persiguiéndola. Su postura rígida, su expresión impasible, la manera en que la había apartado con tanta facilidad cuando Beatriz apareció. Y lo que más la atormentaba no era la humillación, sino el hecho de que algo dentro de ella aún se negaba a odiarlo.
En la hacienda de Valde Peeñas, Sebastián de Ayala se encontraba de pie en el balcón de su habitación, con los brazos cruzados sobre su pecho y el ceño fruncido en una línea profunda de frustración. El ambiente en la hacienda estaba inusualmente pesado. Beatriz, instalada cómodamente en uno de los dormitorios de huéspedes, había pasado la cena recordándole su compromiso, sus responsabilidades y lo mucho que se esperaba de él.
Sebastián había permanecido estoico, respondiendo con la misma cortesía controlada que lo caracterizaba, pero su mente, su mente estaba en otro lugar, en otro sitio, con otra persona. Exhaló un suspiro tenso y se pasó una mano por el rostro. Necesitaba aire. Sin pensarlo demasiado, salió de la habitación y descendió por los pasillos silenciosos de la hacienda.
Tomó su caballo en los establos y partió, sin rumbo claro, guiado únicamente por la necesidad de escapar de la sensación de ahogo que lo consumía. El viento nocturno golpeó su rostro cuando tomó el sendero de tierra. El cielo estaba cubierto de estrellas y el único sonido era el trote de su montura sobre el suelo seco. No supo en qué momento su instinto lo llevó hacia el mismo camino polvoriento que conducía a la casa de Nina.
Nina, incapaz de encontrar descanso, finalmente se levantó de la cama y salió al pequeño jardín. El aire fresco de la noche le acarició la piel y la calma del paisaje le trajo una breve sensación de alivio. El cielo despejado, la brisa ligera, el murmullo lejano de los grillos, todo contrastaba con el caos dentro de ella.
cruzó los brazos, frotándose los antebrazos con un gesto involuntario. Había sido un día largo, un día difícil, y entonces el sonido de cascos rompió la tranquilidad de la noche. Nina se tensó de inmediato, giró la cabeza en dirección al sendero, su pulso acelerándose cuando vio la figura de un jinete aproximándose.
El caballo negro se detuvo justo frente a la casa y el hombre desmontó con un movimiento ágil. Sebastián. La luna iluminó su silueta alta y elegante, su chaqueta ligeramente desordenada, su cabello revuelto por el viento del camino. Nina sintió que su respiración se detenía. Él no debería estar ahí y sin embargo, ahí estaba.
El silencio entre ambos era denso, cargado de preguntas sin responder. Finalmente, Sebastián avanzó un paso. No podía dormir, murmuró, su voz más baja de lo habitual. Nina lo miró con cautela. Tampoco yo. La confesión quedó flotando entre ellos. Sebastián exhaló despacio y desvió la mirada como si no estuviera seguro de por qué había ido hasta allí en primer lugar. Pero Nina lo vio.
Vio la tensión en sus hombros, el peso en su expresión, el rastro de algo que no era solo frustración, sino un cansancio más profundo, más arraigado. ¿Por qué viniste?, preguntó finalmente con la voz apenas un susurro. Sebastián mantuvo la mirada en la tierra por un instante antes de responder. No lo sé. Nina sintió que algo se comprimía en su pecho.
Por primera vez lo vio no como el duque, no como el hombre inquebrantable que había ordenado su desalojo, sino como alguien que, al igual que ella, luchaba contra algo que no podía controlar. El silencio entre ellos se hizo más íntimo. Y entonces Sebastián habló.
Al principio su voz fue vacilante, como si no estuviera acostumbrado a expresar sus pensamientos en voz alta. Pero poco a poco las palabras comenzaron a fluir. Habló del peso de su título, de la presión de su familia, de cómo desde que tenía memoria cada decisión en su vida había sido tomada por él bajo el escrutinio de otros, siempre siguiendo el camino que le habían trazado sin que él lo cuestionara.
Por primera vez, Nina vio más allá de la armadura de indiferencia que lo protegía. Mi matrimonio con Beatriz ha sido arreglado desde hace años”, admitió en voz baja. Es lo que se espera de mí, lo que siempre se ha esperado. Nina lo escuchó en silencio, sin interrumpirlo y cuando Sebastián alzó la vista para mirarla, por un instante hubo una vulnerabilidad cruda en su mirada.
“A veces me pregunto, ¿y si hubiera tenido otra elección?” Nina sintió un escalofrío. Había algo terriblemente íntimo en aquella confesión, quizás porque ella entendía perfectamente esa sensación. Yo tampoco tuve elección, susurró Sebastián. La observó expectante. Nina desvió la mirada hacia el suelo.
Mi matrimonio no fue un cuento de hadas. Mi esposo era un hombre trabajador, pero nunca fui su prioridad. Cuando murió, descubrí que había dejado más deudas de las que podía pagar. De la noche a la mañana, mis hijos y yo nos quedamos sin nada. Sebastián no dijo nada, pero su silencio le indicó que estaba escuchando. Por primera vez habían bajado las defensas.
Sin darse cuenta, él levantó una mano y con el más leve de los movimientos tocó su rostro. El roce fue apenas un susurro sobre su piel, pero la tensión se disparó entre ellos. Nina no se apartó. Sebastián tampoco lo hizo. Por un instante solo existía la quietud del momento, la forma en que la miraba con algo más que simple curiosidad, con algo que Nina no quería nombrar, porque hacerlo sería aceptar que algo entre ellos estaba cambiando.
El espacio entre sus cuerpos se redujo, sus respiraciones entrelazadas y justo cuando el instante estaba a punto de quebrarse en algo más, un ruido entre los árboles los hizo sobresaltarse. Sebastián se apartó de inmediato, su expresión volviendo a endurecerse. Nina, con el corazón latiéndole con fuerza, giró la cabeza hacia la oscuridad.
Entre las sombras, una figura se movía entre los árboles. Alguien los estaba observando. El instante se rompió con el crujido de una rama en la oscuridad. Sebastián y Nina se apartaron de inmediato, el aire aún cargado con la tensión de lo que no llegó a ocurrir. Nina sintió como su piel aún ardía en los lugares donde la mano de Sebastián la había tocado.
Pero ahora todo eso quedó en segundo plano. Alguien los estaba observando. Entre las sombras de los árboles, una figura emergió lentamente. Don Eusebio. El viejo era una presencia inconfundible en el pueblo. Un hombre de complexión delgada. rostro afilado y ojos que siempre parecían estar evaluando más de lo que mostraban.
No era un simple campesino ni un comerciante cualquiera. Era un informante, alguien que vivía de los rumores, de las palabras no dichas, de los secretos que podían volverse armas en las manos correctas y ahora había sido testigo de algo que jamás debería haber visto. “Vaya, vaya”, murmuró con una sonrisa cínica, acercándose lo suficiente para que la luz de la luna iluminara su rostro arrugado. una visita nocturna del duque a la casa de la viuda Robles.
¿Qué diría la gente? Nina sintió un escalofrío recorrerle la espalda. sabía lo que significaba ese tono, esa expresión maliciosa que Eusebio usaba cuando encontraba algo que podía vender como escándalo. No necesitaba decirlo en voz alta para que ella entendiera lo que él estaba insinuando. Sebastián, en cambio, no se inmutó.
Con la frialdad de quien ha lidiado con hombres como Eusebio toda su vida, cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con desaprobación. Deberías elegir bien tus palabras, Eusebio”, dijo en un tono sereno, pero que contenía una advertencia implícita. A veces los rumores pueden volverse contra quienes los esparcen.
El viejo sonrió aún más, como si disfrutara del juego. Oh, yo no esparzo rumores, excelencia, solo escucho. Y la gente suele estar ansiosa por hablar. Sebastián no respondió de inmediato, pero Nina pudo notar la tensión en su mandíbula, la forma en que su cuerpo se mantenía rígido. Finalmente, Eusebio hizo una leve inclinación de cabeza.
Buenas noches, excelencia, señora Robles. Y sin añadir nada más, se perdió de nuevo en la oscuridad del bosque, dejando tras de sí una amenaza silenciosa. A la mañana siguiente, Nina supo que ya era demasiado tarde. Cuando salió de su casa para recoger agua del pozo, sintió los primeros miradas. Mujeres del pueblo que pasaban cerca redujeron la velocidad de sus pasos al verla, susurrando entre ellas con expresiones de clara desaprobación.
Algunos hombres la observaron con sonrisas torcidas y hasta los niños que jugaban en la plaza parecían haber escuchado algo. La noticia había corrido. Sebastián de Ayala, el duque de Valde Peeñas, había sido visto en casa de la viuda Robles en plena madrugada. El escándalo se había propagado con la rapidez de un incendio. Los rumores variaban, pero todos coincidían en lo mismo. Una mujer como ella no tenía nada que hacer con un hombre como él.
Nina apretó los dientes y mantuvo la cabeza en alto mientras regresaba a casa. No le daría a esa gente el placer de verla avergonzada. Pero cuando cerró la puerta detrás de sí, sus manos estaban temblando. En la hacienda de Valde Peeñas, Sebastián se encontraba en su estudio cuando la tormenta finalmente lo alcanzó.
La puerta se abrió de golpe y Beatriz entró con la furia de una mujer que no estaba acostumbrada a ser ignorada. Su vestido impecable no tenía una sola arruga, pero su expresión estaba llena de reproche. “Dime que no es cierto”, exigió cerrando la puerta trás de sí con un golpe. Sebastián apenas levantó la vista de los documentos que fingía leer.
“No sé de qué hablas.” “¡Ah! No. Soltó una risa breve. Mordaz. Dicen que pasaste la noche en casa de una viuda, que fuiste visto en su puerta en plena madrugada, que te marchaste poco antes del amanecer. Sebastián dejó la pluma sobre el escritorio con cuidado. Los rumores son peligrosos, no cuando se basan en la verdad.
Beatriz cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con dureza. Te he conocido toda mi vida, Sebastián. Nunca has sido un hombre impulsivo. Siempre has seguido las reglas. Pero ahora entrecerró los ojos. Ahora parece que has olvidado tu lugar. Sebastián se puso de pie lentamente con su expresión endureciéndose. Mi lugar.
Sí, Beatriz no titubeó. A mi lado, en un matrimonio que ha sido arreglado durante años. ¿O acaso planeas arrojar todo a la basura por una mujer sin título, sin fortuna, sin Sebastián clavó sus ojos en ella y por primera vez Beatriz pareció darse cuenta de que estaba caminando en terreno peligroso. Cuidado con lo que dices.
Su voz era baja, pero con un filo cortante. Beatriz apretó los labios, pero su rabia no disminuyó. Escucha, Sebastián, no me importa lo que haya ocurrido entre ustedes. Lo que me importa es que la gente está hablando y si no cortas esto de inmediato, tu reputación quedará marcada. Sebastián no respondió porque no podía, porque Beatriz tenía razón.
No había hecho nada indebido con Nina, pero eso no importaba. La mera insinuación de un escándalo era suficiente para que todo su mundo se tambaleara. En el pueblo, Nina intentó ignorar las miradas mientras compraba pan en la pequeña tienda del mercado.
Pero cuando Mateo entró a la plaza del pueblo con un grupo de niños, la situación se volvió insoportable. “Tu madre quiere casarse con un duque.” La voz de uno de los niños resonó en el aire. Mateo se detuvo en seco con las mejillas enrojecidas por la furia. “No es cierto, “Claro que sí”, se burló otro. Todos lo dicen, que el duque la visita en las noches.
Mateo cerró los puños con fuerza. Mi madre no es así. Los niños se echaron a reír. Mateo, temblando de indignación, estuvo a punto de lanzarse sobre uno de ellos cuando una voz temblorosa lo interrumpió. Mateo. Lucía estaba parada cerca, sus ojitos llenos de lágrimas.
¿Por qué están diciendo eso de mamá? El corazón de Nina se rompió al ver a su hija soylozando, confundida por las palabras crueles de los demás. Se acercó de inmediato y la tomó en brazos, acariciando su cabello con suavidad. Pero mientras lo hacía, sintió que algo rozaba su pie, un pequeño sobre blanco. Nina se agachó y lo recogió con las manos temblorosas. Cuando lo abrió, encontró solo una frase escrita con tinta oscura.
Una mujer como tú debería saber su lugar. No se atreva a soñar con un duque. El mundo pareció detenerse. Nina sintió un frío recorrerle la columna, como si alguien hubiera arrojado un balde de agua helada sobre su espalda. Y por primera vez desde que todo había comenzado, sintió miedo de verdad. Nina sostuvo la nota en sus manos.
La tinta negra de las palabras crueles parecía traspasar su piel, grabándose en su memoria como un recordatorio de su lugar en el mundo. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda mientras sus dedos se cerraban sobre el papel con fuerza. No era solo un aviso, era una amenaza. A su alrededor, el mercado seguía con su ritmo habitual.
Mujeres regateando precios, el aroma del pan recién horneado flotando en el aire, el sonido de niños corriendo descalzos por las calles polvorientas. Pero para Nina todo aquello se volvió un ruido distante, como si el universo entero se hubiera reducido a esas frías palabras. Una mujer como tú debería saber su lugar. No se atreva a soñar con un duque. Respiró hondo, obligándose a mantener la compostura. No dejaría que la vieran temblar.
“Mamá”, susurró Mateo su voz baja y preocupada. Nina se obligó a sonreír guardando el papel en el bolsillo de su falda y posando una mano firme en el hombro de su hijo. “No es nada”, dijo, aunque sabía que no era cierto. Lucía, aún con lágrimas en los ojos, la abrazó con fuerza. No podía permitir que sus hijos sufrieran por esto.
La tarde avanzó con una lentitud insoportable. De regreso en la pequeña casa, el aire se sentía más denso, como si la amenaza que flotaba en el papel ahora impregnara cada rincón de su hogar. Cuando escuchó golpes en la puerta, su cuerpo se tensó automáticamente, pero al abrir encontró a doña Ramona, su expresión grave y preocupada.
Lo supe en cuanto lo vi”, dijo la anciana sin rodeos, entrando sin esperar invitación. “Ya están hablando por todo el pueblo.” Nina cerró la puerta con un suspiro. “¿Lo imaginé?” Doña Ramona la observó con los ojos entrecerrados. No es solo habladuría, niña. No es solo el escándalo de que un hombre como el duque fuera visto aquí. Alguien quiere que te vayas.
Nina sintió un nudo en el estómago. ¿Qué escuchaste? La anciana sacudió la cabeza con desaprobación. Hay quienes dicen que tu presencia aquí es una ofensa para el duque, que estás intentando atraparlo de alguna manera. Algunos creen que fuiste tú quien lo sedujo, que buscabas algo de él. Eso es absurdo.
Exclamó Nina sintiendo la indignación subirle por la garganta. Y cuándo la verdad ha importado en este pueblo, replicó doña Ramona con amargura. Nina sintió un escalofrío. Doña Ramona tomó su mano con suavidad. Escucha, niña, no puedes quedarte aquí. Esto solo va a empeorar. Nina se apartó sacudiendo la cabeza. No tengo a dónde ir. Encuentra un lugar antes de que te obliguen a irte. Las palabras de la anciana quedaron flotando en el aire.
Nina sabía que tenía razón, pero abandonar la única seguridad que había construido le partía el alma. En la hacienda de Valdepeñas, Sebastián caminaba por el gran pasillo de mármol con el ceño fruncido y el humor más sombrío de lo habitual. Beatriz no había dejado de insistir en el escándalo durante todo el día y ahora su madre, la duquesa viuda, había llegado desde Madrid con el único propósito de recordarle su deber.
Sebastián entró en el estudio donde su madre lo esperaba junto a la gran ventana que daba a los viñedos. “Hijo,” dijo la duquesa viuda con su elegancia habitual, girándose hacia él con un gesto de reprobación. “Esto ha ido demasiado lejos.” Sebastián cerró los ojos por un momento. “Si vienes a hablar de mi compromiso con Beatriz, ya hemos tenido esta conversación.” “¿No Sebastián?” Su madre se acercó con una expresión fría y controlada.
Vengo a hablar de la mujer que está arruinando tu reputación. Sebastián sintió su cuerpo tensarse. Madre, Beatriz me ha contado lo suficiente. No soy ingenua. Si hay rumores es porque algo ocurrió. Sebastián exhaló con cansancio, pero la duquesa no le dio oportunidad de responder. Nuestro linaje no puede permitirse un escándalo.
Debes casarte con Beatriz y dejar que el pueblo olvide este asunto. Las palabras de su madre eran firmes, pero Sebastián sintió que algo dentro de él se resistía. Beatriz, el matrimonio, su responsabilidad, todo aquello era su vida. Pero entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en Nina? Esa noche, cuando Nina acostó a sus hijos, tomó una decisión. No podía seguir arriesgando la seguridad de Mateo y Lucía.
Si el pueblo quería que se fuera, entonces se iría. No le quedaba otra opción. Con el corazón pesado, tomó una vieja maleta y comenzó a empacar las pocas cosas que tenían. dobló la ropa con manos firmes, intentando no pensar en el miedo que la invadía. Justo cuando estaba colocando los zapatos de Mateo dentro de la bolsa, un sonido seco la hizo detenerse.
Algo había caído en el umbral de la puerta. Con un nudo en el estómago, se acercó lentamente. Un sobre blanco. Sus manos temblaban cuando lo recogió. Cuando abrió el papel, encontró una nueva nota, la caligrafía oscura y marcada con más fuerza esta vez, como si quien la escribió estuviera conteniendo una rabia latente.
Si no te vas, algo peor sucederá. Nina sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era una advertencia, era una promesa. La nota temblaba en las manos de Nina. Su respiración se volvió irregular. Su pecho subía y bajaba con rapidez, pero no por miedo. No esta vez era rabia. Rabia porque quien quiera que estuviera detrás de esas amenazas la estaba obligando a huir.
Rabia porque aunque ella no quería admitirlo, en el fondo había deseado luchar por lo que le pertenecía. rabia porque a pesar de su orgullo, a pesar de la dignidad con la que intentaba mantenerse en pie, el peso de esa advertencia la estaba asfixiando. No era solo ella, eran sus hijos. Mateo y Lucía dormían a pocos metros de distancia, ajenos al torbellino de emociones que la embargaban.
¿Qué pasaría si alguien cumplía su amenaza? No podía arriesgarlos, no podía quedarse. La decisión se sintió como una daga en el pecho, pero supo que no había otra opción. Se irían antes del amanecer. Las sombras de la madrugada se alargaban sobre la casa mientras Nina terminaba de empacar lo poco que tenía.
Ropa gastada, un par de mantas, unos pocos ahorros envueltos en un pañuelo. Cada objeto que tocaba era un pedazo de su vida que tenía que abandonar. El eco de sus propios movimientos resonaba en la casa silenciosa. Era como si ya estuviera vacía, como si su partida estuviera sellada en las paredes mismas. Se acercó a la cama y miró a Mateo y Lucía dormir.
Lucía tenía su pequeño brazo extendido sobre su hermano, como si incluso en sueños tratara de buscar protección. Nina se inclinó y les acarició el cabello con ternura. Nos iremos pronto”, susurró, más para sí misma que para ellos. Su corazón latía con fuerza mientras terminaba de guardar lo último en una bolsa de lona.
Ya no había vuelta atrás. En la hacienda de Valdepeñas, Sebastián se encontraba en la soledad de su habitación, pero el sueño no llegaba. Había intentado concentrarse en los documentos que su madre había insistido en que firmara. había soportado la mirada inquisitiva de Beatriz durante la cena. había hecho todo lo que debía hacer y sin embargo seguía sintiendo esa inquietud corrosiva.
La imagen de Nina aparecía en su mente una y otra vez, su mirada desafiante, su voz firme cuando le exigió respuestas, el miedo contenido en sus ojos la noche en que la encontró en el jardín. Un nudo se formó en su pecho. Había tomado la decisión correcta al mantenerse distante. Entonces, ¿por qué no podía respirar? Cansado de su propia indecisión, se levantó de la silla de un solo movimiento y salió al pasillo. No lo pensó demasiado cuando llegó a los establos y montó su caballo.
Solo quería alejarse, cabalgar sin rumbo, sentir el aire frío de la noche despejando su mente, pero sin darse cuenta sus pasos lo llevaron a un solo lugar. La casa de Nina estaba en penumbras cuando Sebastián llegó. El viento mecía la hierba seca a su alrededor, creando un murmullo casi fúnebre, pero algo estaba mal.
Desde el lomo de su caballo notó que la puerta principal estaba entreabierta. Frunció el ceño y desmontó de inmediato. El suelo crujió bajo sus botas cuando cruzó el umbral. Lo que vio lo dejó en silencio. Los pocos muebles de la casa estaban cubiertos con viejas sábanas. El aire tenía el aroma rancio de un lugar abandonado con prisa.
Avanzó lentamente por la estancia vacía. La mesa donde la vio por primera vez discutiendo con él vacía. El pequeño rincón donde Lucía solía jugar con un muñeco de trapo vacío. El fuego en la chimenea, apagado. Su pecho se tensó con una sensación que no supo identificar de inmediato, pero cuando se giró hacia la mesa central lo vio.
Un pedazo de papel arrugado, apenas sostenido por una piedra. El nombre de Nina no estaba escrito en él, pero Sebastián supo de inmediato que le pertenecía. Lo tomó con manos firmes y desenrolló el mensaje. Si no te vas, algo peor sucederá. La sangre le hirvió de inmediato. Ahora entendía.
Nina no se había ido porque quiso, se había ido porque la obligaron. La sensación en su pecho se convirtió en algo oscuro, denso, incontrolable. apretó la nota en su puño y salió de la casa con pasos determinados. No podía permitir que desapareciera, no permitiría que se la arrebataran.
Sebastián apretó el papel con fuerza en su puño, sintiendo como la rabia se afianzaba en su pecho como una bestia encadenada, lista para desgarrar todo a su paso. Su mandíbula estaba tensa, su respiración contenida. Alguien la había obligado a marcharse. No fue la pobreza, ni la desesperanza, ni la resignación.
Fue una amenaza, un miedo sembrado intencionalmente, diseñado para apartarla de él. Con el corazón golpeándole el pecho, montó su caballo y cabalgó de vuelta a la hacienda de Valdepeñas a toda velocidad. El viento cortaba su rostro mientras avanzaba por los senderos de tierra, pero no le importaba. Su única idea clara era que alguien pagaría por esto. Cuando cruzó los portones de la hacienda, los sirvientes lo observaron con discreción.
El duque había regresado con una expresión sombría, su postura rígida y su rostro más severo que de costumbre. Apenas desmontó, Gaspar, su mayordomo de confianza, se acercó con cautela. “Necesita algo, excelencia.” Sebastián ni siquiera se molestó en responder. Caminó con pasos largos hacia su despacho, empujando la puerta de madera con violencia.
Una vez dentro, lanzó el papel sobre su escritorio. La ira le hervía en las venas. ¿Quién se había atrevido? No era difícil imaginarlo, don Eusebio. El viejo hombre había sido la sombra de cada escándalo en el pueblo. Sebastián recordaba perfectamente su presencia aquella noche en la casa de Nina, su sonrisa cínica, sus insinuaciones.
Si alguien conocía el origen de estas amenazas, era él. No iba a esperar más. La taberna en la plaza del pueblo aún tenía algunas luces encendidas cuando Sebastián llegó. no tardó en encontrarlo. Don Eusebio estaba sentado en una mesa del rincón con una jarra de vino en la mano y una expresión satisfecha en el rostro.
Conversaba con otros dos hombres, pero cuando vio al duque cruzar la puerta, sus palabras se apagaron. Sebastián no se molestó en disimular su ira. Se acercó a la mesa con pasos controlados, pero la tormenta en su mirada oscura hablaba por sí sola. Los hombres con los que Eusebio conversaba se levantaron de inmediato y se apartaron sin hacer preguntas.
Solo un tonto interferiría en un enfrentamiento con el duque. Sebastián se inclinó levemente sobre la mesa, colocando ambas manos sobre la madera. Dime, ¿quién envió las amenazas? Su voz era baja, pero con un filo tan afilado como un cuchillo. Eusebio sonrió, aunque el gesto tembló por un instante.
No sé de qué me hablas, excelencia. Sebastián lo fulminó con la mirada. No tengo paciencia para tus juegos. Dímelo ahora. El ambiente de la taberna se volvió tenso. Nadie hablaba. Todos fingían no mirar, pero los oídos estaban atentos. Eusebio tragó saliva. Sabía que no podía ganar.
Finalmente dejó escapar un suspiro y miró al duque con una expresión entre resignada y divertida. Fue Beatriz Velasco. El nombre cayó en el aire como un veneno. Sebastián sintió como el peso en su pecho se volvía insoportable. Beatriz, su prometida, la mujer con la que se suponía que debía casarse. Ella fue quien comenzó los rumores, quien se aseguró de que la viuda Robles no pudiera quedarse.
Continuó Eusebio, su tono despreocupado. No sé cómo, pero tenía gente vigilándola. Cuando la viuda se negó a irse por voluntad propia, bueno, se tomó la molestia de hacerle entender que no tenía opción. El duque sintió como la ira lo consumía desde dentro. No solo Beatriz había propagado mentiras, había dado un paso más allá, había enviado amenazas, había destruido la única seguridad que Nina tenía.
Sebastián se enderezó lentamente. Su voz cuando habló fue tan letal como el filo de una espada. Espero por tu bien que no hayas participado en esto más de lo necesario. Eusebio se quedó en silencio, sabiendo que era una advertencia real. Sin decir una palabra más, Sebastián giró sobre sus talones y salió de la taberna. Su próximo enfrentamiento sería con Beatriz.
Cuando llegó a la hacienda, la duquesa viuda ya lo estaba esperando. Su madre lo observó con el porte imponente que siempre tenía. su vestido de terciopelo oscuro cayendo en pliegues perfectos alrededor de su figura. “¿Dónde estuviste?”, preguntó con una voz calmada, pero con el peso de la autoridad en cada palabra. Averiguando la verdad, la duquesa enarcó una ceja.
“¿Y qué es esa?” Sebastián sostuvo su mirada. “Que Beatriz ha cruzado un límite que jamás debió cruzar.” Los ojos de su madre se entrecerraron apenas, pero su compostura no se rompió. Hijo, este matrimonio es lo mejor para la familia. No podemos permitir que un capricho ponga en riesgo todo lo que hemos construido. Sebastián soltó una risa seca, sin humor, un capricho.
La viuda Robles no es una opción. ¿Y quién ha dicho que quiero que lo sea? La duquesa no respondió, porque ambos sabían la verdad. Sebastián apretó los puños. No permitiré que las normas dicen mi vida, madre. No esta vez. Su madre lo observó con una expresión ilegible, pero no dijo nada más. Sebastián no se quedó esperando.
Salió de la habitación y llamó a uno de sus criados de confianza. Encuéntrenla. Quiero saber exactamente a dónde fue. El criado asintió y salió de inmediato. Sebastián permaneció de pie en el centro del pasillo, sintiendo como su corazón latía con fuerza. Ya no había vuelta atrás. El siguiente amanecer llegó con noticias.
Uno de sus hombres regresó a la hacienda con polvo en la ropa y la respiración agitada. “Excelencia”, dijo tomando aire. Los vieron en el camino hacia Córdoba. Sebastián sintió su cuerpo tensarse. ¿Dónde exactamente? Un convento en la ciudad. Se han refugiado allí. Por un instante, el duque se quedó inmóvil. Después, con una rapidez feroz, tomó su abrigo y salió hacia los establos.
No podía perder más tiempo. No permitiría que Nina desapareciera de su vida. El viento golpeaba el rostro de Sebastián con fuerza mientras cabalgaba sin descanso hacia Córdoba. El polvo del camino se alzaba tras él y cada golpe de los cascos contra la tierra resonaba en su pecho como un eco de su propia desesperación.
El miedo lo perseguía como una sombra y sí había llegado demasiado tarde. No podía soportar la idea de que Nina, por miedo o desesperanza, se condenara a una vida sin amor. Sin él espoleó al caballo con más fuerza, sin importarle el cansancio, sin detenerse ni una sola vez. Cuando por fin divisó las torres del convento, el aire pareció volverse más pesado.
El edificio era austero, rodeado por altos muros de piedra que lo separaban del resto del mundo. A simple vista parecía un refugio, un lugar seguro para quienes buscaban paz, pero para Nina, Sebastián lo veía como una cárcel. Saltó del caballo sin esperar ayuda y se acercó a la puerta principal. golpeó con firmeza y el sonido resonó en la quietud del lugar.
Tardó unos instantes en obtener respuesta. Finalmente, la pesada puerta de madera se entreabrió y una monja de edad avanzada lo miró con cautela. Buenos días, excelencia, dijo con voz neutra. ¿En qué puedo ayudarlo? Estoy aquí para ver a Catalina Robles. La monja no respondió de inmediato. Su mirada se endureció.
como si evaluara cada centímetro de él, sopesando sus intenciones. “La señora Robles ha sido acogida aquí con sus hijos”, respondió finalmente. “Ha tomado una decisión sobre su futuro.” Sebastián sintió un escalofrío recorrerle la espalda. “¡Qué decisión!”, la monja inspiró profundamente, como si lamentara tener que decir las siguientes palabras: “Quiere tomar los votos, convertirse en una de nosotras.
Las palabras lo golpearon como un puñetazo. Eso no puede ser cierto. Su voz fue baja, pero cargada de incredulidad. La señora Robles desea encontrar paz para ella y sus hijos. Este convento les ofrece protección. Sebastián sintió como la furia, la desesperación y algo mucho más profundo crecían dentro de él.
No, Nina no quería eso. Sabía que no. Ella no era una mujer que huía sin luchar. Si había venido aquí, era porque creía que no tenía otra opción. Dio un paso adelante, su voz firme y clara. Exijo hablar con ella. La monja frunció el ceño. Eso no es posible. No me iré sin verla.
El peso de su título, de su poder, se filtró en sus palabras. No era una súplica, era una orden. La monja dudó, pero algo en la mirada de Sebastián la hizo reconsiderar. Sin decir más, asintió levemente y abrió la puerta lo suficiente para permitirle pasar. Espere en el jardín. Sebastián obedeció, aunque cada segundo que pasaba lo volvía más impaciente.
Caminó por el sendero de piedras hasta llegar a un pequeño patio interno donde un pozo de agua reflejaba el cielo despejado. Esperó. Cada minuto era una tortura y entonces la vio. Nina apareció en el umbral de uno de los pasillos del convento, vestida con un modesto vestido gris, su cabello recogido con sencillez. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos delataban la tristeza.
Sebastián sintió una punzada en el pecho. Ella lo miró por un instante, inmóvil, como si no supiera cómo reaccionar ante su presencia. Finalmente, caminó hacia él con pasos medidos, deteniéndose a unos metros de distancia. “No debiste venir”, susurró. Sebastián la observó con intensidad. No puedo dejar que hagas esto. Nina apretó los labios desviando la mirada. No hay nada que puedas hacer.
Él dio un paso más cerca. No te creo. Ella levantó la cabeza de inmediato, su mirada brillando con algo parecido al enojo. ¿Y qué otra opción tengo? No puedo quedarme en el pueblo. No tengo familia. No tengo protección. Mis hijos son lo único que me importa y aquí al menos estarán seguros. Sebastián apretó los puños.
Yo te protegeré. Nina soltó una risa amarga. ¿Cómo? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que te des cuenta de que no puedes desafiar a tu mundo por alguien como yo? El silencio se alargó entre ellos. Sebastián sabía que no se trataba solo de promesas, se trataba de demostrarle que ella no era un error, que nunca lo había sido.
Dio un paso más y su voz se volvió más baja, más intensa. Estoy listo para desafiarlo todo por ti. Nina se quedó inmóvil. No me digas eso si no es cierto, susurró. Sebastián extendió una mano y tomó la de ella con suavidad, su pulgar rozando su piel con ternura. No hay nada más cierto que esto. Los ojos de Nina se llenaron de emociones que luchaban por salir.
Ella quería creerle. Quería pensar que el mundo no lo separaría, pero el miedo aún la sujetaba. Antes de que pudiera responder, un sonido abrupto los interrumpió. Las puertas del convento se abrieron de golpe. El ruido resonó como un trueno en el jardín, rompiendo la intimidad del momento.
Sebastián se giró con el cuerpo tenso mientras Nina daba un paso atrás con los ojos muy abiertos. En el umbral, con el sol dorado iluminando su figura impecable, estaba Beatriz Velasco. No estaba sola. Junto a ella, su padre, el marqués de Velasco y varios hombres de la aristocracia local se alineaban como jueces en un tribunal silencioso. El aire se volvió sofocante.
Beatriz avanzó lentamente, su expresión una mezcla de furia y satisfacción. Vaya, vaya. Su voz era suave, pero afilada como una daga. Si esto no es una escena interesante. Sebastián sintió que algo oscuro se encendía en su interior. La batalla acababa de comenzar.
El aire en el convento se volvió denso, cargado de una tensión que amenazaba con desbordarse en cualquier momento. Sebastián permanecía erguido, su postura inquebrantable, mientras sus ojos oscuros se fijaban en Beatriz Velasco con una frialdad cortante. Ella, con su vestido impecable y suporte aristocrático, emanaba furia contenida.
La forma en que apretaba los labios y mantenía la cabeza en alto solo dejaba entrever el inmenso esfuerzo que hacía por no perder la compostura delante de los demás. Pero su mirada traicionaba su enojo. Ardía en rabia, en resentimiento, en humillación. El marqués de Velasco, de pie a su lado, se mostraba más calculador. Sus ojos recorrían la escena con el sigilo de un depredador que aún no ha decidido cuándo atacar. Y en medio de todo, Nina.
Ella no se movía, pero su pecho subía y bajaba con la respiración agitada. Sabía que este era el momento que definiría su destino. Esto es una vergüenza. Beatriz rompió el silencio con una voz fría y dura. Una humillación imperdonable para nuestra familia. Su mirada se dirigió entonces a Nina y su desprecio fue palpable.
Dime, viuda Roblés, ¿qué creíste que lograrías? Nina sintió el golpe de sus palabras antes de que siquiera pudiera responder. “Pensaste que podrías seducir al duque”, continuó Beatriz con una sonrisa helada. “Que podrías convertirte en su amante y que con eso bastaría para asegurarte un futuro.
¡Qué patético!” Nina se mantuvo en silencio, pero Sebastián no. “¡Cuidado con lo que dices, Beatriz.” Su voz era baja, pero cada palabra tenía filo. “No”, exclamó ella sus ojos chispeando con furia. “No me callaré, Sebastián. ¿No te das cuenta de lo que estás haciendo? Estás destruyendo todo por una mujer que no tiene nada.
” Su mirada se fijó en Nina de nuevo con una frialdad glacial. Ni títulos, ni fortuna, ni posición. Sus hijos no tienen nombre, son nadie y siempre lo serán. No importa cuánto te esfuerces, Sebastián, ella jamás será aceptada en nuestro mundo. Nina sintió el nudo en su garganta apretarse, pero no bajó la cabeza. Beatriz estaba diciendo en voz alta lo que Nina siempre había sabido. Siempre había sido así.
No importaba cuán fuerte luchara, nunca sería suficiente para aquellos que creían que el valor de una persona se medía por su linaje. Pero entonces Sebastián habló. Es suficiente. Su tono era implacable, firme como una sentencia. Beatriz se congeló. El marqués de Velasco se tensó. Todos los presentes parecieron contener la respiración.
No permitiré que sigas hablando de Nina como si fuera inferior a ti, continuó Sebastián con una frialdad que hizo que Beatriz retrocediera un paso. Porque no lo es. Ni tú ni nadie aquí es mejor que ella. Beatriz abrió la boca, pero Sebastián no le dio oportunidad de hablar. Y para que quede claro, dijo mirándola con una calma letal, “Nuestro compromiso ha terminado.” El silencio que siguió fue absoluto.
Beatriz parpadeó como si no hubiera comprendido de inmediato lo que acababa de escuchar. ¿Qué? Sebastián dio un paso al frente, su mirada clavada en ella. Nunca quise este matrimonio, Beatriz. Nunca lo pedí y nunca lo aceptaré. Beatriz sintió su rostro arder de humillación. No puedes hacer esto.
Su voz tembló por primera vez, pero Sebastián se mantuvo firme. Acabo de hacerlo. El marqués de Velasco finalmente habló, su tono bajo y cargado de amenaza. Cuidado con lo que dices, Duque. Este matrimonio era una alianza entre nuestras familias, no una alianza que yo haya aceptado. Si te atreves a romperlo de esta manera, advirtió el marqués, haré todo lo que esté en mi poder para arruinar tu reputación, tus tierras, tus negocios. No quedará nada de lo que posees. Sebastián soltó una risa seca.
Eso es todo lo que tienes, amenazas. El marqués lo fulminó con la mirada. No eres invencible, Sebastián. No necesito serlo, respondió con calma. Solo necesito ser libre. La tensión en el aire se volvió insoportable. La madre superiora, que había permanecido en silencio hasta ese momento, avanzó un paso.
Creo que ya han dicho lo suficiente. Su voz, aunque serena, era firme. Esta decisión no es solo del duque. Sus ojos se posaron en Nina. Señora Robles, este es su momento. Todos los ojos en la habitación se fijaron en ella. Sebastián también. Nina sintió que el peso del momento la aplastaba.
Toda su vida había aprendido que el amor no era algo que las mujeres como ella pudieran reclamar. Había aprendido que los sentimientos no daban seguridad, que confiar en un hombre era un error que podía costarle todo. Pero Sebastián, él estaba allí esperándola sin miedo, sin importar lo que los demás dijeran. Nina respiró hondo y luego dio un paso al frente.
Dirigió su mirada a Sebastián y en sus ojos ya no había miedo. Si realmente estás dispuesto a desafiar al mundo por mí, entonces aquí estoy. Sebastián la miró por un instante y luego sonríó. No una sonrisa arrogante, ni una desatisfacción, una sonrisa real, como si algo dentro de él, algo que había estado roto por años, finalmente hubiera sanado.
Pero antes de que pudieran decir más, antes de que pudieran moverse, la voz de Beatriz los cortó como un látigo. ¿Creen que esto ha terminado? Nina giró lentamente, pero Sebastián no la soltó. Beatriz los miró con un destello de venganza en los ojos. ¿De verdad crees que puedes simplemente llevarla contigo? Su voz temblaba de rabia. La sociedad no aceptará esto.
Sonrió con una frialdad cortante. No sin un matrimonio legítimo. El aire en la sala se volvió aún más tenso. Y Nina supo que las cosas solo se volvían más complicadas. El eco de las palabras de Beatriz aún flotaba en el aire. No sin un matrimonio legítimo. Sebastián no apartó la mirada de ella, pero sus dedos se aferraron con más fuerza a la mano de Nina.
Su decisión no cambiaría por nada ni por nadie. Si el único obstáculo es la formalidad del matrimonio, su voz fue calma, pero letal. Entonces lo arreglaremos de inmediato. Beatriz parpadeó sorprendida. Nina sintió su corazón dar un vuelco. La madre superiora, que había observado todo en silencio, inclinó la cabeza con solemnidad.
Si ambos han tomado su decisión”, dijo finalmente, “que así sea.” De regreso en la hacienda de Valdepeñas, los preparativos para la boda comenzaron de inmediato. Los rumores corrieron como fuego en un campo seco. “El duque se casará con la viuda Robles.” Era impensable. Las casas nobles de la región murmuraban en escándalo.
La aristocracia local no podía entender cómo Sebastián, un hombre con linaje intachable, podía deshacerse de un matrimonio ventajoso para unir su vida a la de una plebella. Algunos aliados intentaron persuadirlo. “Piensa en las consecuencias, excelencia”, le advirtió uno de los consejeros de su madre. “La familia Velasco no perdonará esta humillación.
La alta sociedad nunca aceptará a una mujer como ella. Tu título perderá peso si te vinculas con alguien sin sangre noble. Pero Sebastián no escuchó a nadie. Por primera vez en su vida no le importaban los juegos de poder, los contratos políticos o las alianzas estratégicas. Su único propósito era Nina.
Mientras tanto, Nina luchaba con algo más profundo que los rumores o los escándalos. El miedo, no a Sebastián, a sí misma, a la idea de no ser suficiente, de nunca poder estar a la altura de un mundo que nunca la aceptaría. Sentada en la pequeña mesa de su hogar, con las manos temblorosas sobre su regazo, sintió que el peso de su decisión la asfixiaba.
Y entonces, doña Ramona apareció. La anciana, con su andar pausado y su mirada aguda, dejó un paquete sobre la mesa y la miró con el mismo gesto severo de siempre. ¿Vas a llorar o vas a enfrentarlo? Nina parpadeó, sorprendida por la franqueza de su vieja amiga. Yo no sé si Doña Ramona suspiró con impaciencia. Escúchame bien, niña.
Sé que el miedo es fuerte, pero si crees que el amor verdadero no vale la pena arriesgarlo, entonces nunca lo has conocido. Nina bajó la mirada. Doña Ramona tomó su mano con firmeza. El amor de verdad exige valentía. Y si ese hombre está dispuesto a desafiar al mundo por ti, ¿por qué no puedes hacer lo mismo? Nina tragó saliva porque en el fondo quería hacerlo.
En la hacienda, la duquesa viuda de Valde Peeñas observaba el caos con un aire de resignación. Desde el anuncio del compromiso de su hijo, había recibido visitas de aristócratas indignados, cartas de aliados preocupados y hasta una conversación furiosa con el marqués de Velasco, quien había jurado cortar todos los lazos con la familia Ayala.
Y aún así, nada de eso parecía afectar a Sebastián. Su hijo se mantenía firme, inquebrantable. Y la verdad era que la duquesa lo había visto muchas veces actuar con determinación, pero nunca así. Nunca con tanta convicción, nunca con tanta pasión. Cuando Beatriz Velasco dejó la región humillada y rechazada, la duquesa supo que la batalla había terminado.
Así que con una dignidad inquebrantable decidió hacer lo que nunca había imaginado, aceptar a Nina, no porque le pareciera la mejor opción, sino porque su hijo había encontrado algo que ella jamás tuvo en su matrimonio con el antiguo duque. Un amor real. Y si su hijo tenía la oportunidad de vivir algo así, ¿quién era ella para interponerse? En la víspera de la boda, Sebastián no podía esperar más.
Montó su caballo y cabalgó hasta la casa de Nina, sin anunciarse, sin sirvientes ni escoltas. Cuando llegó, el cielo estaba teñido de tonos dorados y violetas. Bajó del caballo y caminó hasta la entrada. Nina estaba allí en el umbral de la puerta con el cabello suelto y una expresión de sorpresa en su rostro.
Por un momento solo se miraron y Sebastián se dio cuenta de algo. Ya no importaban los títulos, ni el matrimonio, ni la sociedad. Ella ya era suya y él ya era suyo. Solo faltaba oficializar lo que sus corazones siempre supieron. La capilla de la hacienda de Valdepeñas estaba bañada por la suave luz del atardecer.
Sus paredes de piedra antigua reflejaban los tonos cálidos del sol poniente. No había lujos, ni salones decorados con oro, ni cientos de invitados de la alta sociedad, pero era perfecta. Para Sebastián y Nina, aquel pequeño recinto, testigo de generaciones pasadas, se convirtió en el escenario de su nueva historia. El aire estaba impregnado de un aroma a incienso y lavanda.
Afuera, el campo andaluz se extendía en un mar de trigo dorado y la brisa cálida de la noche que se acercaba susurraba entre los árboles. Dentro de la capilla, un círculo íntimo de amigos y criados se reunía en respetuoso silencio. No había aristócratas, no había nobles de mirada altiva ni invitados interesados en juzgar.
solo aquellas personas que realmente importaban. Y en el altar, esperando con el corazón, latiéndole con fuerza, estaba Sebastián. Vestía un traje negro impecable, aunque sin la pompa innecesaria de un duque en una boda real. Su porte era elegante como siempre, pero en sus ojos oscuros no había la frialdad calculadora de un aristócrata. Solo había devoción.
Solo había Nina. Mateo y Lucía fueron los primeros en verla. Desde el umbral de la capilla, los dos niños sujetaban pequeñas flores en sus manitas, con el rostro iluminado por una mezcla de emoción y nerviosismo. Y cuando Nina apareció, con su vestido blanco sencillo, sus cabellos trenzados con finos hilos de perlas, el tiempo pareció detenerse. Sebastián olvidó cómo respirar.
No había velo ni joyas deslumbrantes, pero la visión de ella era la imagen más hermosa que jamás había visto. Nina caminó despacio con el corazón golpeando su pecho en una melodía entre el miedo y la certeza absoluta. Cada paso que daba la acercaba a él, a su destino. Mateo y Lucía corrieron hacia ella, tomándola de las manos con risas suaves, sus ojitos brillando de felicidad.
Y Nina, al ver la manera en que Sebastián los miró, supo que había tomado la decisión correcta. Finalmente llegó hasta él y cuando Sebastián tomó su mano, sintió la calidez de su piel, la fuerza de su agarre. No estaban solos, nunca más lo estarían. La ceremonia comenzó con palabras suaves del sacerdote. Habló del amor, de la paciencia, de la fortaleza que se necesita para desafiar el destino y escribir una nueva historia.
Pero Sebastián y Nina apenas lo escuchaban. Porque en el silencio entre ellos, en la forma en que sus dedos se entrelazaban, en la manera en que sus ojos se buscaban en cada pausa de la ceremonia, sus promesas ya habían sido hechas mucho antes de ese día. Cuando el sacerdote les pidió intercambiar votos, Sebastián habló primero.
Catalina Robles dijo su nombre completo con el respeto de quien ve a una mujer en toda su grandeza. Nunca imaginé que la vida me llevaría hasta ti, pero ahora sé que no podría haber habido otro camino. Los ojos de Nina se llenaron de emoción contenida. Te prometo que nunca más estarás sola. Continuó Sebastián, su voz firme, pero con una ternura que nadie antes había escuchado en él.
Te prometo que lucharé por ti como tú has luchado toda tu vida, que serás mi igual, mi fuerza, mi hogar. Nina sintió su corazón desbordarse. Cuando llegó su turno, su voz tembló ligeramente, pero su determinación fue más fuerte. Siempre creí que el amor no era para mí”, susurró, “que la vida solo me daría lo que pudiera tomar con mis propias manos. Pero tú, tú me enseñaste que no estoy sola.
” Sebastián presionó sus dedos con suavidad. Y ahora te prometo que estaré contigo, no por obligación ni por conveniencia, sino porque te amo. La brisa entró por las ventanas de la capilla en ese momento, como si el viento mismo quisiera sellar su unión. Y cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, cuando Sebastián tomó su rostro entre sus manos y la besó con la reverencia de quien sostiene algo sagrado, el mundo entero pareció detenerse. El pasado quedó atrás, los miedos desaparecieron, solo quedó ellos.
Más tarde, después de la ceremonia, cuando el cielo se tornó un lienzo de estrellas y la hacienda vibraba con una calma absoluta, Sebastián y Nina caminaron juntos por los jardines. El césped estaba tibio bajo sus pies descalzos y la brisa nocturna acariciaba sus rostros. No había más incertidumbre, no había más barreras. Sebastián se detuvo y giró hacia ella.
¿Sabes qué es lo más curioso?, murmuró deslizando un dedo por su mejilla. Durante toda mi vida creí que mi destino estaba escrito, que no tenía opción, que debía seguir el camino que otros trazaron para mí. Nina sostuvo su mirada, sintiendo el eco de sus propias luchas en sus palabras. Y ahora él sonríó.
Ahora sé que el destino no era una cárcel, era un camino que me llevó hasta ti. Nina cerró los ojos por un instante, sintiendo la brisa cálida de la noche, la forma en que su pecho se expandía con una libertad que nunca antes había conocido. Y cuando volvió a abrirlos, su mirada estaba llena de certeza.
El mundo no será perfecto, Sebastián. Él deslizó un mechón suelto de su cabello detrás de su oreja. No, no lo será. Ella le sonrió suavemente. Pero será nuestro. Sebastián la atrajo hacia sí, envolviéndola en su abrazo, sellando su promesa en la piel de ella con la calidez de su aliento, porque al final eso era lo único que importaba.
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