Mi nombre es Carmen Delgado, tengo 65 años y vivo en una casita humilde en la colonia Santa María, aquí en Guadalajara, Jalisco. Hoy quiero contarles mi historia, una historia que me duele en el alma, pero que necesito compartir porque sé que hay muchas madres ahí afuera viviendo el mismo infierno que yo viví durante años. Yo era una madre como cualquier otra.
Cuando tenía 20 años, allá por 1978, me casé con Roberto Sánchez en la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe. Era un hombre trabajador empleado en una fábrica de zapatos del centro de la ciudad. Yo usé el vestido de novia que mi madre había bordado durante meses con hilo dorado y perlas pequeñitas que había conseguido vendiendo tamales los domingos en el tianguis.
Roberto era guapo, tenía bigote como Pedro Infante y me decía palabras bonitas. Pensé que íbamos a ser felices para siempre. Nos fuimos a vivir a un cuartito que rentábamos en la casa de doña Refugio atrás de su patio. Era pequeño, pero lo arreglé con cortinitas de flores y todo se veía bonito. Cuando nació mi hijo Diego en 1980, sentí que mi corazón se iba a salir del pecho de tanta felicidad.
Era un bebé hermoso, con cachetes redonditos y unos ojitos negros que brillaban como estrellitas. Desde el momento que lo tuve en mis brazos, supe que haría cualquier cosa por él. Era mi angelito, mi razón de vivir. Los primeros 5 años fueron los más bonitos de mi vida. Roberto llegaba cansado de la fábrica, pero siempre tenía tiempo para cargar a Diego y hacerlo reír a carcajadas.
Yo me levantaba antes del amanecer para hacer las tortillas de harina, preparar el lonche de mi esposo con frijoles refritos y chile verde y cuidar a mi bebé, que era muy inquieto, pero muy cariñoso. Diego era un niño muy inteligente. Aprendió a caminar a los 10 meses y a los 2 años ya decía palabras completas.

Todas las vecinas me decían que qué niño tan despierto tenía, que se veía que iba a ser muy estudioso. A mí se me hinchaba el pecho de orgullo cuando lo escuchaba. Vivíamos en ese cuartito pequeño, pero éramos felices. Teníamos una cama matrimonial donde dormíamos los tres, una mesa pequeña de madera que había sido de mi abuela, dos sillas y una cocina de gas de dos hornillas.
En las paredes yo había puesto estampitas de la Virgen de Guadalupe y del Sagrado Corazón de Jesús. Todos los viernes prendía una veladora y rezaba el rosario mientras Diego jugaba en el suelo con sus carritos de plástico. Roberto ganaba lo justo para comer y pagar la renta, pero nunca nos faltó nada. Yo sabía estirar cada peso como chicle.
Compraba el kilo de tortillas en la tortillería de Doña Lupe, frijoles vallos en el mercado de San Juan de Dios. Y cuando había dinero extra, le compraba a Diego un dulce de tamarindo o un helado de agua de la paletería. Los domingos íbamos los tres a misa de 8 de la mañana en la parroquia. Diego se portaba como un angelito, se arrodillaba en el reclinatorio de madera y juntaba sus manitas para rezar.
Después del servicio religioso, caminábamos por la plaza principal. Diego corría entre las palomas mientras Roberto y yo nos sentábamos en una bancita a platicar de nuestros sueños. “Algún día vamos a tener nuestra propia casita”, me decía Roberto agarrándome la mano con su patio grande para que Diego pueda jugar y tú vas a tener tu jardincito con rosas y claveles.
Yo me recargaba en su hombro y me sentía la mujer más afortunada del mundo. Pero cuando Diego cumplió 5 años, todo cambió de la noche a la mañana. Roberto empezó a llegar tarde del trabajo con olor a cerveza y los ojos rojos. Al principio yo pensé que era el cansancio, que la fábrica lo estaba explotando mucho, pero después me di cuenta de que había otra mujer.
Se llamaba Yolanda. Trabajaba en la oficina de la fábrica. Era más joven que yo, no tenía hijos, usaba faldas cortas y se pintaba los labios de rojo brillante. Una vecina me la había señalado cuando pasó por la colonia en el carro de Roberto. Mi corazón se rompió en mil pedazos ese día. Las discusiones empezaron poco a poco.
Roberto llegaba de mal humor. Ya no jugaba con Diego, ya no me ayudaba con nada de la casa. Diego me preguntaba por qué papá ya no le leía cuentos antes de dormir y yo no sabía qué decirle. Papá está muy cansado, mi hijito”, le contestaba mientras lo abrazaba fuerte contra mi pecho. Una noche de diciembre de 1985, cuando ya habíamos puesto el nacimiento y Diego esperaba emocionado la llegada de los Reyes Magos, Roberto llegó a casa con una maleta vieja en la mano.
Sin mirarme a los ojos, me dijo las palabras que me destrozaron para siempre. “Me voy, Carmen. Ya no puedo más con esto. Necesito ser libre.” Diego estaba dormido en su camita, abrazado a su oso de peluche café que le había regalado mi mamá. No sabía que su papá lo estaba abandonando para siempre, que nunca más iba a sentir sus brazos cargándolo, ni escuchar su voz cantándole las mañanitas en su cumpleaños.
Esa noche lloré hasta que se me secaron los ojos. Pero cuando Diego despertó al día siguiente preguntando por su papá, entendí que tenía que ser la mujer más fuerte del mundo. Le dije que papá había tenido que irse a trabajar muy lejos, que iba a regresar pronto, pero yo sabía que era mentira. Desde ese día, mi vida cambió completamente. Tuve que buscar trabajo para mantener a mi hijo.
Conseguí empleo en una tortillería que quedaba a ocho cuadras de casa. Me levantaba a las 4 de la mañana cuando todavía estaba oscuro y los gallos apenas empezaban a cantar. Caminaba por las calles vacías con mi reboso negro, rezando el Padre Nuestro para llegar segura. En la tortillería trabajaba desde las 5 de la mañana hasta las 2 de la tarde.
Mis manos se quemaban con la masa caliente. Mis brazos dolían de tanto amasar. Mi espalda se partía de estar inclinada todo el día, pero cada peso que ganaba era para mi Diego, para que no le faltara nada. Después del trabajo corría a recoger a Diego de la escuela primaria, Benito Juárez. Lo encontraba esperándome en el patio con su uniformecito azul marino y su mochilita verde.
Siempre me recibía con una sonrisa enorme y me abrazaba las piernas. ¿Cómo te fue en el trabajo, mami?, me preguntaba. Y yo le decía que muy bien, aunque me doliera todo el cuerpo. Por las tardes lo ayudaba con sus tareas de matemáticas y español. Diego era muy inteligente, sacaba puros dieces y sus maestros siempre me felicitaban. “Su hijo es excepcional, señora Carmen”, me decía la maestra Lupita.
tiene un futuro muy brillante por delante. Yo me llenaba de orgullo y le daba gracias a Dios por haberme dado un hijo tan maravilloso. Por las noches, cuando Diego se dormía, yo lavaba ropa ajena para ganar unos pesos extra. Doña Refugio me daba trabajo de sus comadres y vecinas, tallaba camisas, pantalones, vestidos, hasta que me dolían las manos.
Pero valía la pena porque así podía comprarle útiles escolares nuevos a Diego o unos zapatos cuando se le rompían los viejos. Los domingos seguíamos yendo a misa juntos. Diego y yo nos sentábamos en la misma banca de siempre. Él se arrodillaba y rezaba con fervor. Después de la misa caminábamos por el centro. Él me contaba de sus amigos de la escuela, de lo que quería hacer cuando fuera grande.
“Voy a ser doctor, mami, para curarte cuando te duela la espalda”, me decía. Y yo sentía que el corazón se me iba a salir de felicidad. Durante su adolescencia, Diego siguió siendo el mejor hijo del mundo. Me ayudaba en la casa, barría el patio, lavaba los trastes, cuidaba de mí cuando me enfermaba de gripa, todas las madres de la colonia me envidiaban. Qué suerte tienes, Carmen”, me decían.
Ojalá mis hijos fueran como Diego. Cuando cumplió 18 años, conseguí que entrara a trabajar en una empresa constructora. El patrón, don Aurelio Ramírez, era conocido de mi compadre y le dio la oportunidad. Diego estaba emocionadísimo. Decía que por fin iba a poder ayudarme con los gastos, que íbamos a salir adelante juntos como siempre habíamos hecho.
Yo estaba tan orgullosa de mi hijo. 23 años habían pasado desde que su padre nos abandonó. 23 años de lucha, de sacrificios, de noches sin dormir, de trabajar hasta que me dolieran los huesos. Pero había valido la pena. Mi Diego era todo un hombre trabajador, responsable, estudioso, respetuoso. “Mami, tú eres la mujer más fuerte del mundo”, me decía mientras me abrazaba después de sus primeros días de trabajo.
“Gracias por nunca rendirte conmigo. Ahora yo voy a cuidar de ti para siempre.” Y yo le creía. Pensaba que después de tanto sufrimiento, Dios nos iba a premiar con años de felicidad. pensaba que mi hijo y yo íbamos a envejecer juntos, que él iba a conseguir una buena muchacha, me iba a dar nietos y íbamos a ser una familia completa otra vez. Pero el destino tenía otros planes para nosotros.
Lo que vino después jamás me lo hubiera imaginado, ni en mis peores pesadillas. Al principio los cambios en Diego fueron muy sutiles. Tenía 24 años cuando empezó a llegar tarde del trabajo, siempre con excusas diferentes. Se descompuso la camioneta de la empresa. Mami, o el patrón nos pidió que nos quedáramos unas horas extra.
Yo le creía todo porque era mi hijo, mi angelito, el niño que había criado con tanto amor. Pero después empecé a notar cosas extrañas. Diego llegaba a casa con olor a cerveza, los ojos vidriosos, hablando más fuerte de lo normal. Cuando le preguntaba si había estado tomando, se molestaba muchísimo. ¿Por qué me andas interrogando, mamá? ¿No confías en mí? Me gritaba y yo me quedaba callada porque no quería pelear con él.
Las primeras veces que me alzó la voz, yo pensé que era el cansancio del trabajo. La construcción es pesada. Los albañiles trabajan bajo el sol. cargan bultos de cemento, se levantan desde muy temprano. “Mi pobre Diego está agotado,”, me decía a mí misma, “por eso está de mal humor.” Un día llegó particularmente alterado.
Era viernes por la noche y yo estaba haciendo sopa de tortilla para la cena, su comida favorita desde que era niño. Le había puesto extra de queso Oaxaca y aguacate, como le gustaba. Cuando se sentó a la mesa, empezó a quejarse de todo. “Esta sopa está muy salada”, me dijo con una voz que no reconocí. “¿Qué no sabes cocinar? Toda mi vida comiendo lo mismo.
” Sus palabras me dolieron mucho, porque yo siempre me había esforzado por cocinarle rico, por darle lo mejor que podía con el poco dinero que teníamos. Perdóname, mi hijito”, le dije con voz temblorosa. “Ahorita te hago otra cosa.” Pero él aventó la cuchara contra el plato y se levantó furioso. “No quiero nada. Estoy harto de esta casa”, gritó y salió azotando la puerta. Esa noche me quedé despierta esperándolo.
Regresó hasta las 3 de la madrugada, tambaleándose y oliendo ahí alcohol y cigarros. Cuando traté de ayudarlo a llegar a su cuarto, me empujó tan fuerte que me caí contra la pared. Mi hombro se golpeó contra el marco de la puerta y me dolió muchísimo. No me toques! Me gritó con una mirada que me dio mucho miedo.
Déjame en paz. se encerró en su cuarto dando portazos y yo me quedé ahí en el suelo tocándome el hombro adolorido, sin entender qué le estaba pasando a mi hijo. Al día siguiente, cuando despertó, actuó como si nada hubiera pasado.
Me pidió disculpas, me dijo que había tenido un día muy difícil en el trabajo, que el capataz lo había regañado injustamente. Perdóname, mami. Tú sabes que yo te amo mucho. Solo que a veces me siento muy presionado”, me dijo con lágrimas en los ojos. Yo lo abracé y le dije que lo entendía, que todos tenemos días malos. Pero por dentro algo había cambiado. Una vocecita en mi corazón me decía que esto no estaba bien, pero yo la callé.
Era mi hijo, mi Diego, el niño que había criado con tanto sacrificio. Seguramente era solo una mala época. Los episodios empezaron a repetirse más seguido. Diego llegaba tomado dos o tres veces por semana. se molestaba por cualquier cosa, que la comida estaba fría, que había mucho ruido en la televisión, que yo no había lavado su camisa favorita, siempre encontraba algo de quejarse.
Una noche, cuando yo estaba viendo mi telenovela Corazón Salvaje, después de lavar los trastes, Diego llegó muy alterado. Venía con unos amigos que no conocía, tipos mal encarados que se quedaron afuera fumando. Entró a la casa como torbellino. Apaga esa porquería! Me gritó quitándome el control remoto de las manos. Paces vieja pendeja viendo esas estupideces.
Sus palabras me lastimaron más que cualquier golpe. Nunca, en 24 años mi hijo me había hablado así. Diego, por favor, no me hables de esa manera le dije con voz quebrada. Yo soy tu madre, merezco respeto. Pero él se burló de mí con una risa cruel que no reconocí. Respeto. ¿Qué respeto? Tú no eres más que una sirvienta en esta casa.
Toda tu vida no has hecho más que estorbarme, gritó y después agarró el control y lo aventó contra la pared. Ah. El control se hizo pedazos y yo me eché a llorar. Esa noche, cuando se fue con sus amigos, yo recogí los pedazos del control mientras lloraba. Me senté en mi sillón favorito, el mismo donde lo había arrullado cuando era bebé, y traté de entender qué había pasado con mi niño, dónde estaba el Diego que me decía que era la mujer más fuerte del mundo, dónde estaba el hijo que me abrazaba y me prometía cuidarme para siempre. Empecé a justificar sus acciones con cualquier
excusa que se me ocurriera. Está pasando por una mala racha, me decía. Los jóvenes de ahora toman mucho, es normal. Seguramente sus amigos lo están influyendo mal en el trabajo, lo están presionando demasiado. Cuando las vecinas me preguntaban por qué tenía ojeras, por qué se veía triste, yo les mentía. Todo está muy bien, gracias a Dios. Diego es un hijo maravilloso.
Cuando doña Rosa me preguntó por qué había ruidos y gritos en mi casa por las noches, le dije que Diego estaba viendo partidos de fútbol con sus amigos, pero la verdad era que cada día que pasaba las cosas empeoraban. Diego ya no solo me gritaba, también empezó a mezamenazarme.
“Como me sigas jodiendo, te voy a dar una cachetada para que aprendas”, me decía cuando yo le pedía que no llegara tan tarde. “Cállate la boca o te va a ir muy mal. Un día, cuando traté de hablar con él sobre su problema con el alcohol, me agarró del brazo tan fuerte que me dejó moretones. Sus dedos se marcaron en mi piel como si fueran de hierro.
“No me digas qué tengo que hacer”, me gritó acercando su cara a la mía. “Esta es mi casa y aquí hago lo que se me da la gana.” Pero Diego, esta casa la pago yo con mi trabajo”, le dije temblando. Yo soy la que no pude terminar la frase porque me soltó una bofetada que me dejó el oído zumbando.
Fue la primera vez que mi hijo me pegó y el dolor no era solo físico, era como si me hubieran arrancado el corazón del pecho. “A ver si así aprendes a respetarme”, gritó y se fue a su cuarto azotando la puerta. Yo me quedé ahí parada tocándome la mejilla, ardiendo, sintiendo como las lágrimas se me salían sin control. Esa noche no pude dormir.
Me quedé despierta mirando al techo, preguntándome dónde había fallado como madre, qué había hecho mal, por qué mi hijo, el niño que había sido mi orgullo, se había convertido en esta persona que no reconocía. Al día siguiente, Diego actuó como si nada hubiera pasado otra vez. me trajo flores del puesto de la esquina y me pidió perdón.
Mami, perdóname. Ayer tomé de más y no sabía lo que hacía. Tú sabes que yo te amo más que a nada en el mundo. Nunca más te voy a poner una mano encima. Te lo prometo. Yo quise creerle. Me aferré a sus palabras como a un salvavidas. Mi Diego está enfermo. Pensé. Necesita ayuda, pero sigue siendo mi hijo.
Le preparé su desayuno favorito, huevos rancheros con salsa verde. Y actuamos como si fuéramos la familia feliz que habíamos sido antes. Pero la promesa no duró ni una semana. Los golpes se volvieron más frecuentes, las humillaciones más crueles. Diego había descubierto que podía descargar toda su frustración conmigo y yo había empezado a caminar en puntitas por mi propia casa tratando de no hacer nada que lo molestara.
Empecé a inventar excusas para no salir de casa. Cuando doña Rosa me invitaba a acompañarla al mercado, yo le decía que tenía mucho que hacer. Cuando mi comadre Lupita me invitaba a su casa los domingos, le inventaba que me dolía la cabeza.
La verdad era que no quería que vieran los moretones en mis brazos, las marcas en mi cuello, donde Diego me había agarrado cuando me gritaba. Mi mundo se fue haciendo cada vez más pequeño. Solo existían Diego y yo en esa casa que se había vuelto mi prisión. Yo caminaba como fantasma, hablaba en susurros, me movía lentamente para no hacer ruido. Había aprendido a leer sus estados de ánimo desde que llegaba del trabajo.
Si venía silvando, podía tener una noche tranquila. Si venía serio, era mejor esconderme en la cocina. Si venía oliendo al par o alcohol, tenía que prepararme para lo peor. El amor de madre, que había sido mi mayor fortaleza durante 24 años, se había convertido en mi mayor debilidad. Cada golpe, cada grito, cada humillación, yo los justificaba diciéndome que era mi hijo, que tenía que ayudarlo, que seguramente esto iba a pasar.
Pero en el silencio de las noches, cuando Diego por fin se dormía y yo me quedaba sola con mis moretones y mis lágrimas, una parte de mí sabía que esto no era normal, que esto no era amor, que mi hijo se había convertido en mi verdugo y lo peor de todo era que había empezado a creer que me lo merecía.
Con el tiempo aprendí que los golpes de Diego dolían, pero que sus palabras me lastimaban hasta el alma. Había días en que prefería que me pegara a que me dijera las cosas horribles que se le ocurrían cuando estaba enojado. Los moretones se curaban en una semana, pero las palabras se me quedaban grabadas en el corazón para siempre. “Eres una vieja inútil”, me decía cuando llegaba y no encontraba la comida lista exactamente como él quería.
“¿Para qué sirves? Ni siquiera sabes hacer bien las tortillas. Mi papá tenía razón en largarse de aquí. Esas palabras me dolían más que mil cachetadas porque tocaban la herida que nunca se había cerrado. El abandono de Roberto. Yo trataba de explicarle que había llegado tarde del trabajo, que la tortillería había tenido mucho que hacer, que apenas había tenido tiempo de pasar a comprar los ingredientes para la cena, pero Diego no quería explicaciones, solo quería un blanco donde descargar toda su ira. “¡Cállate ya!”, me gritaba.
No quiero escuchar tus pinches excusas. Eres igual de fracasada que siempre has sido. Por eso mi papá se fue, porque no aguantó vivir con una mujer tan patética como tú. Esas noches me iba a dormir sintiéndome la peor madre del mundo.
Me preguntaba si era cierto lo que Diego decía, si realmente yo había sido tan mala esposa que Roberto había preferido irse. Me preguntaba si era tan mala madre que mi propio hijo me odiaba de esa manera. Los insultos se volvieron cada vez más crueles. Diego sabía exactamente dónde dolerme más. Conocía todas mis inseguridades, todos mis cicatrices que llevaba en el corazón y las usaba como armas para lastimarme.
“Mírate nomás”, me decía señalándome de arriba a abajo. “Estás hecha una piltrafa. Tienes 60 años y pareces de 80. Con razón nadie te quiere. Yo también me voy a largar de aquí en cuanto pueda y te vas a quedar sola para siempre como te mereces. Esas palabras se me clavaban como puñales. Yo me veía en el espejo de mi cuarto y era cierto, los años de trabajo duro, las preocupaciones, las desveladas, el estrés de vivir con miedo me habían envejecido antes de tiempo.
Mi cabello estaba completamente canoso, mi piel arrugada, mis manos callosas. y manchadas. Ya no quedaba nada de la muchacha de 20 años que se había casado con ilusiones. Un día, cuando traté de abrazarlo después de una discusión particularmente fea, Diego me empujó con tanta fuerza que caí al suelo. Mientras yo trataba de levantarme, él se quedó parado ahí, viéndome con desprecio.
“No me toques con tus manos asquerosas”, me gritó. Me das asco. Hueles a vieja, a comida rancia, a fracaso. ¿Por qué no te mueres de una vez y me dejas en paz? Esas palabras me pegaron más fuerte que cualquier golpe que me hubiera dado. Mi propio hijo, el niño que había salido de mis entrañas, el bebé que había alimentado con mi leche, el niño al que le había cantado arrullos todas las noches, me estaba pidiendo que me muriera.
Me quedé ahí tirada en el suelo de la sala llorando como una niña pequeña. Diego se fue a la cantina con sus amigos y yo pasé toda la noche preguntándome si no sería mejor hacer lo que él me había pedido, si no sería mejor desaparecer para que él pudiera ser feliz. Las humillaciones no solo pasaban en privado. Diego había empezado a insultarme delante de otras personas.
Cuando venían sus amigos a la casa, él hacía comentarios crueles sobre mí para hacer reír a los demás. Mi jefa está bien loca”, les decía mientras yo servía las cervezas. Se cree que todavía tiene 20 años. Miren cómo se viste como quinceañera. Sus amigos se reían y a mí se me encogía el estómago de vergüenza.
Una vez, cuando doña Rosa vino a pedirme prestado azúcar, Diego le dijo delante de mí, “Mi mamá está bien enferma de la cabeza, vecina. Últimamente se le olvida todo. Ya está No le haga caso a nada de lo que le diga. Doña Rosa me miró con lástima y yo quise que se me abriera la tierra y me tragara. Después de que se fue, traté de explicarle a Diego que no era cierto, que yo estaba perfectamente bien de la mente, pero él solo se río.
¿Estás segura? Porque a mí me parece que cada día estás más pendeja, me dijo y se fue dejándome con las palabras atoradas en la garganta. Los domingos dejé de ir a misa porque Diego me había dicho que daba pena. que la gente se burlaba de mí a mis espaldas. Todos saben que eres una vieja amargada que nunca supo conservar a su marido. Me había dicho, “Te ven llegar sola a la iglesia y se compadecen de ti.
Das lástima, mamá.” Dejé de hablar con mis vecinas porque Diego me había convencido de que ellas solo se acercaban a mí para chismear, para burlarse de nuestra situación. “Doña Rosa, no más viene a espiar que tenemos en la casa”, me decía.
Y la comadre Lupita solo quiere saber de nuestros problemas para andar contándole a todo el barrio. Mi mundo se hizo cada vez más pequeño. Ya no tenía amigas, ya no iba a la iglesia, ya no salía más que para trabajar. Vivía encerrada en esa casa con un hijo que me trataba peor que a una extraña. Las noches eran lo peor. Cuando Diego se iba de parranda, yo me quedaba sola con mis pensamientos.
Me sentaba en la sala oscura sin prender ni siquiera la televisión para no gastar luz y repasaba una y otra vez las palabras crueles que me había dicho durante el día. Eres una inútil. Das asco. Nadie te quiere. Ojalá te mueras. Las palabras daban vueltas en mi cabeza como un disco rayado que no podía apagar.
Empecé a creer que era cierto, que realmente era todo lo que Diego decía que era. Dejé de arreglare, ¿para qué ibas a peinarme si era fea? ¿Para qué iba a ponerme ropa bonita si daba pena? Andaba por la casa con el mismo vestido viejo durante días, sin bañarme, sin peinarme, sintiéndome exactamente como Diego me describía, una piltrafa. Cuando me veía en el espejo, ya no reconocía a la mujer que había sido.
Veía a una señora destruida, con los ojos hundidos de tanto llorar, con la espalda encorbada de tanto agachar la cabeza, con las manos temblorosas de tanto miedo. El silencio se volvió mi compañía constante. Dejé de hablar si no era absolutamente necesario.
En el trabajo, mis compañeras me preguntaban si estaba bien y yo solo asentía con la cabeza. En la casa caminaba como fantasma tratando de no hacer ruido para no molestar a Diego. Una noche, después de una discusión particularmente horrible donde Diego me había dicho que era una carga, que ojalá un carro me atropellara para no tener que verme más, me quedé despierta hasta muy tarde.
Salí al patio pequeño de la casa y me senté en el suelo de cemento frío. Miré hacia el cielo estrellado y por primera vez en meses traté de hablar con Dios. ¿Por qué permites esto? Le pregunté en silencio. ¿Qué hice mal? ¿Por qué mi hijo me odia tanto? ¿Por qué tengo que vivir así? Pero el cielo siguió en silencio y yo me sentí más sola que nunca.
Pensé que tal vez Diego tenía razón, que tal vez Dios también me había abandonado, que tal vez yo realmente no merecía ser amada por nadie. Esa noche tomé una decisión que me daba mucha vergüenza. Decidí que era mejor aguantarme todo en silencio, no discutir más, no defenderme más, hacer todo lo que Diego quisiera para que por lo menos dejara de lastimarme con sus palabras. Me convertí en mi propia sombra.
Dejé que mi hijo me pisoteara como si fuera una alfombra vieja. Y lo peor de todo era que una parte de mí había empezado a creer que me lo merecía, que realmente era todo lo que él decía que era. Pero Dios, que nunca abandona a sus hijos, ya tenía un plan para sacarme de ese infierno. Solo que yo todavía no lo sabía.
En esas noches de silencio y dolor, cuando Diego se iba de parranda y yo me quedaba sola con mis heridas, la oración se convirtió en mi único escape. Aunque había dejado de ir a misa por vergüenza, aunque me sentía abandonada por todos, algo muy adentro de mi corazón todavía se aferraba a Dios.
Me esperaba hasta escuchar que Diego se fuera, hasta estar segura de que no iba a regresar en varias horas. Entonces me arrodillaba junto a mi cama, donde tenía una imagen pequeñita de la Virgen de Guadalupe que había sido de mi mamá. Y ahí le hablaba a Dios como si fuera mi único amigo en el mundo. Virgencita santa, le susurraba con lágrimas en los ojos. No sé qué hacer.
Mi niño se perdió y yo no sé cómo ayudarlo. No sé que hice mal. No sé por qué me odia tanto. Dame fuerzas para seguir adelante porque ya no puedo más. Al principio mis oraciones eran solo llanto. No tenía palabras para expresar tanto dolor. Me quedaba ahí hincada en el suelo frío, abrazando la imagen de la Virgen, llorando todo lo que no podía llorar durante el día.
Era el único momento en que podía ser yo misma, en que podía sacar todo lo que llevaba cargando. Con el tiempo empecé a recordar las oraciones que mi mamá me había enseñado cuando era niña. El salmo 91 se convirtió en mi favorito porque hablaba de refugio y protección. El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del omnipotente. Recitaba una y otra vez hasta que las palabras se me grabaron en el corazón.
Cuando Diego me gritaba que era una inútil, yo me repetía en silencio. Diré yo a Jehová, esperanza mía y castillo mío, mi Dios, en quien confiaré. Cuando me decía que ojalá me muriera, yo pensaba, con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estará segura. Había días en que la desesperación era tan grande que sentía que Dios se había olvidado de mí.
“¿Por qué no me escuchas?”, le reclamaba entre soyosos. ¿Por qué permites que mi propio hijo me haga esto? ¿Dónde estás cuando más te necesito? En esos momentos de duda agarraba la Biblia vieja que tenía guardada en el cajón de mi tocador. Era una Biblia pequeñita que había comprado en el mercado de San Juan de Dios cuando Diego era niño.
Las páginas ya estaban amarillentas y algunas se estaban despegando, pero para mí era un tesoro. Abría la Biblia al azar y siempre encontraba algo que me daba esperanza. Una vez me salió el versículo que dice, “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo Jehová me recogerá.” Otras veces encontraba, “Jehová está cerca de los quebrantados de corazón y salva a los contritos de espíritu.
” Esas palabras eran como agua fresca para mi alma seca. Me las repetía durante el día cuando Diego me humillaba, cuando me sentía sola, cuando pensaba que ya no tenía fuerzas para seguir. Dios no me ha abandonado”, me decía. Él está conmigo, aunque no lo vea. Empecé a tener conversaciones largas con Dios en mis oraciones nocturnas.
Le contaba todo lo que me había pasado durante el día, como si fuera mi mejor amiga. Hoy Diego me dijo que era un estorbo. Le decía, “Me dolió mucho, pero sé que para ti yo soy valiosa. Ayúdame a recordar eso.” También le pedía por Diego. A pesar de todo lo que me hacía, seguía siendo mi hijo y una madre nunca deja de amar. “Sana su corazón, Señor”, le rogaba.
Quítale ese demonio de ira que lleva dentro. Devuélveme a mi niño bueno que se perdió en algún lugar. Cuando las noches eran muy difíciles, cuando Diego llegaba particularmente agresivo y me lastimaba mucho, yo me escondía en el baño pequeño de la casa, cerraba la puerta con seguro, me sentaba en el suelo de azulejos fríos y ahí oraba en voz muy bajita para que no me escuchara.
Padre nuestro que estás en los cielos, empezaba y cada palabra me tranquilizaba un poquito. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Era como si las palabras fueran bálsamo para mis heridas. Como si Dios estuviera ahí conmigo en ese baño pequeño abrazándome mientras yo lloraba.
A veces cuando Diego se quedaba dormido después de una borrachera, yo salía al patio trasero de la casa. Había una pequeña mata de bugambilia que había plantado mi mamá años atrás y que milagrosamente seguía dando flores moradas a pesar de que ya nadie la cuidaba. Me sentaba junto a las flores y les platicaba a las estrellas. Dios mío, sé que estás ahí arriba”, les decía mirando el cielo. “Ayúdame a a entender por qué tengo que pasar por esto.
Dame sabiduría para saber qué hacer con Diego. No lo abandones, aunque él te haya abandonado a ti.” En esos momentos de oración al aire libre, sentía una paz extraña que no podía explicar. Era como si una brisa suave me acariciara el alma, como si una voz sin sonido me dijera que todo iba a estar bien, que no estaba sola, que había un propósito en todo este sufrimiento que yo todavía no podía ver.
Empecé a ayunar los miércoles, no porque alguien me lo hubiera dicho, sino porque sentía la necesidad de sacrificar algo por Diego. Si mi hijo no quiere acercarse a ti, Señor, le decía a Dios, yo voy a ayunar por él. Tal vez mi sacrificio te mueva a tener misericordia de nosotros. Los miércoles solo tomaba agua y té de manzanilla.
Cuando Diego me preguntaba por qué no estaba comiendo, le inventaba que me dolía el estómago. Los primeros ayunos fueron muy difíciles. El hambre me daba dolor de cabeza y me ponía débil, pero después me acostumbré y esos días de ayuno se volvieron muy especiales para mí. Durante mis ayunos sentía que podía escuchar a Dios más claramente.
Era como si al vaciar mi estómago también vaciara mi mente de preocupaciones y pudiera concentrarme solo en él. Habla, Señor, que tu sierva escucha, le decía, como Samuel en la Biblia. Una vez, durante un ayuno particularmente intenso, tuve una experiencia que nunca voy a olvidar. Estaba orando en mi cuarto, arrodillada frente a la imagen de la Virgen, cuando de repente sentí como si alguien me hubiera puesto las manos en los hombros.
No había nadie ahí, pero yo sentí claramente unas manos cálidas y suaves que me daban fuerza. En ese momento escuché en mi corazón una voz que me decía, “Hija mía, no temas. Yo estoy contigo siempre. Lo que estás viviendo es temporal, pero mi amor por ti es eterno. Confía en mí.
No fue una voz audible, pero la sentí tan clara como si alguien me hubiera hablado al oído. Esa experiencia me llenó de una esperanza que no había sentido en años. Supe que Dios no me había abandonado, que tenía un plan para sacarme de esta situación. No sabía cuándo ni cómo, pero sabía que él iba a intervenir. Después de eso, mis oraciones cambiaron.
Ya no solo le pedía a Dios que me ayudara a aguantar, sino que empecé a pedirle que me mostrara qué hacer. Úsame, Señor, le decía. Si quieres cambiar esta situación, úsame como tu instrumento. Dame valor, dame sabiduría, dame lo que necesito para ser parte de la solución. Empecé a orar también por todas las madres que estuvieran pasando por lo mismo que yo. Señor, le rogaba.
Sé que no soy la única. Sé que hay muchas mujeres sufriendo en silencio como yo. Dales fuerzas, protégelas, mándales ayuda. Durante esos meses de oración intensa, mi fe se hizo más fuerte que nunca. Aunque por fuera seguía siendo la misma mujer quebrantada que caminaba en puntitas por su propia casa, por dentro algo había cambiado.
Tenía una llama de esperanza que Diego no podía apagar, una conexión con Dios que nadie me podía quitar. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo. Me repetía cuando Diego me amenazaba. Tu vara y tu callado me infundirán aliento. Esas palabras del salmo 23 se volvieron mi escudo invisible.
Pero lo que yo no sabía era que Dios ya había escuchado mis oraciones, que ya había puesto en marcha su plan para rescatarme. Solo faltaba que llegara esa persona especial que él había preparado para tocar mi puerta y cambiar mi vida para siempre. Era un martes por la mañana de octubre.
Lo recuerdo perfectamente porque era día dos, el día que siempre pagaba la renta a doña refugio. Había llovido toda la noche y las calles estaban encharcadas. Yo acababa de llegar del trabajo en la tortillería con los pies mojados y el reboso empapado. Cuando escuché que alguien tocaba la puerta, Diego no estaba en casa. Se había ido desde temprano con sus amigos a quien sabe dónde. Yo pensé que era doña Rosa o alguna vecina que venía a pedir algo prestado.
Cuando abrí la puerta, me encontré con una mujer joven que nunca había visto en la colonia. Era una muchacha como de 30 años de estatura mediana. con el cabello castaño recogido en una cola de caballo. Llevaba una blusa blanca sencilla, una falda azul marino hasta las rodillas y unos zapatos negros de tacón bajo. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos.
Tenían una luz especial, como si estuvieran llenos de paz. Buenos días, señora me dijo con una sonrisa muy dulce. Mi nombre es Esperanza Delgado. Soy misionera de la Iglesia Cristiana La Roca de Salvación. ¿Podría hablar con usted unos minutitos? Normalmente yo no recibía a desconocidos en mi casa, especialmente porque Diego me había prohibido hablar con gente extraña.
Pero algo en esa muchacha me inspiró confianza. Había una calidez en su voz, una serenidad en su rostro que me tranquilizó. Pase, por favor”, le dije haciéndome a un lado. “Disculpe el desorden, acabo de llegar del trabajo.” La casa estaba hecha un desastre porque Diego había dejado sus cosas tiradas por todos lados antes de irse, pero a ella no pareció importarle.
se sentó en el sillón de la sala, el mismo donde yo me había sentado a llorar tantas noches. Yo le ofrecí un vaso de agua de Jamaica que tenía en el refrigerador y ella lo aceptó con mucho gusto. “Señora Carmen”, me dijo después de tomar un sorbo.
“yo vengo por su colonia visitando hogares porque Dios me ha puesto en el corazón orar por las familias de esta comunidad. ¿Cómo está usted? ¿Cómo está su familia?” Esa pregunta tan sencilla me desarmó completamente. Nadie me había preguntado cómo estaba en mucho tiempo. Siempre todo el mundo asumía que yo estaba bien o simplemente no les importaba. Sentí un nudo en la garganta y los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas.
Estoy bien gracias, le mentí tratando de controlar mi voz. Todo está muy bien, gracias a Dios. Pero ella me miró directamente a los ojos y fue como si pudiera ver a través de mi mentira. Señora Carmen me dijo con una voz muy suave, perdone que le diga esto, pero yo siento que usted está cargando un dolor muy grande.
No me tiene que contar nada si no quiere, pero quiero que sepa que Dios la ve, que él conoce su sufrimiento. Sus palabras fueron como un rayo que me partió en dos. Nadie, absolutamente nadie había visto mi dolor en todos esos años. Todos creían que yo era una señora normal, con una vida normal, pero esta muchacha extraña había visto en 5 minutos lo que nadie más había notado. Las lágrimas empezaron a salir sin que yo pudiera controlarlas.
¿Cómo lo sabe?, le pregunté con voz quebrada. ¿Cómo puede saber lo que estoy sintiendo? Esperanza se acercó un poco más a mí y me puso una mano suave en el hombro. “Porque Dios me mostró”, me dijo con mucha ternura. Anoche, mientras oraba, él puso su rostro en mi corazón. Vi a una mujer valiente que había luchado mucho, que había criado sola a su hijo, que tenía un corazón noble, pero que estaba muy lastimada. Yo no podía creer lo que estaba escuchando.
Dios le habló de mí. Le pregunté como niña pequeña que pregunta si los reyes magos son reales. Sí, señora Carmen. Dios no se olvida de ninguno de sus hijos, especialmente no se olvida de las madres que han sufrido tanto por amor. Él la vio llorar en silencio, la vio orar en las madrugadas, la vio cargar sola todo este dolor.
En ese momento ya no pude contenerme más. Empecé a llorar como no había llorado en años, con unos soyosos que me salían desde lo más profundo del alma. Esta muchacha desconocida me había visto, me había reconocido, había validado mi dolor. Mi hijo, empecé a decir entre lágrimas, mi hijo me él ya no es el mismo. Yo no sé qué hacer. No tiene que explicarme nada.
Me interrumpió Esperanza, pasándome unos cleinex que sacó de su bolsa. Dios ya me contó todo. Él sabe que usted ama a su hijo más que a su propia vida, pero que él se perdió en el camino. Sabe que usted ha aguantado cosas que ninguna madre debería aguantar. Me quedé callada, sorprendida de que esta muchacha supiera tanto sin que yo le hubiera contado nada.
Era como si realmente Dios le hubiera contado mi historia completa. “Quiero leerle algo”, me dijo. Sacando una Biblia pequeña de su bolsa. la abrió en una página que tenía marcada con un listón rojo. Isaías 61, versículo 3. A ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado. Señora Carmen, continuó mirándome directamente a los ojos.
Dios quiere cambiar su ceniza por gloria, quiere cambiar su luto por gozo, quiere quitarle ese espíritu angustiado y darle un manto de alegría, pero necesita que usted crea que él puede hacerlo. ¿Usted cree que puede cambiar a mi hijo?, le pregunté con una mezcla de esperanza y desesperación.
¿Cree que Diego puede volver a ser el niño bueno que era antes? Yo creo que no hay nada imposible para Dios, me respondió con una seguridad que me conmovió. Pero también creo que Dios quiere empezar por sanarla a usted primero. Usted ha he estado viviendo como víctima, pero Dios la creó para ser vencedora. Esas palabras resonaron en mi corazón como campanas.
Víctima vencedora. Nunca había pensado en eso de esa manera. Siempre había creído que mi papel era aguantar, sufrir en silencio, resignarme a mi destino. ¿Qué tengo que hacer?, Le pregunté con una urgencia que me sorprendió a mí misma. Dígame, ¿qué tengo que hacer para que Dios me ayude? Esperanza sonrió por primera vez desde que había llegado.
Lo primero es que deje de esconderse, deje de vivir en las sombras, deje de caminar con miedo en su propia casa. Usted es hija de Dios y las hijas de Dios caminan con la frente en alto. Pero es que Diego se enoja mucho cuando yo empecé a explicar, pero ella me interrumpió gentilmente.
Señora Carmen, el enojo de Diego no es su responsabilidad. Usted no puede controlar las emociones de su hijo, pero sí puede controlar las suyas. Puede decidir vivir en el temor o vivir en la fe. Sacó un papel pequeño de su bolsa y me lo entregó. Era una oración escrita a mano con letra muy bonita. “Quiero que lea esta oración todas las mañanas”, me dijo.
Es una declaración de quién es usted realmente, de cuál es su identidad verdadera. Leí la oración en voz alta. Soy hija del Dios altísimo. Soy amada, valiosa y tengo propósito. No vivo en temor porque Dios está conmigo. Él pelea mis batallas y me da la victoria. Declaro que mi hogar es un lugar de paz, amor y bendición. ¿De verdad cree que yo puedo decir esas cosas?, le pregunté dudando.
¿De verdad cree que una mujer como yo puede tener victoria? Señora Carmen me dijo poniéndose de pie. El problema no es si Dios puede darle la victoria. El problema es si usted cree que la merece. Mientras usted se vea como víctima, va a vivir como víctima.
Pero cuando se vea como Dios la ve, va a vivir como la hija del rey que realmente es. Antes de irse, me pidió que le diera las manos, cerró los ojos y empezó a orar en voz alta por mí. Padre celestial dijo, bendice a tu hija Carmen. Rómpele las cadenas del temor, de la baja autoestima, de la desesperanza. Dale valor para levantarse. Dale fuerza para reclamar su lugar como cabeza de este hogar. cambia el corazón de Diego, pero empieza por renovar el corazón de su madre.
Mientras ella oraba, yo sentí como si una corriente eléctrica muy suave recorriera todo mi cuerpo. Era una sensación de calor, de vida, de esperanza que no había sentido en años. Por primera vez en mucho tiempo creí que realmente podía cambiar mi situación. Voy a regresar la próxima semana”, me dijo al despedirse.
Mientras tanto, lea esa oración todos los días y comience a comportarse como la mujer victoriosa que Dios dice que es. Después de que se fue, me quedé parada en la puerta durante varios minutos, viendo cómo se alejaba por la calle encharcada. Tenía el papel con la oración apretado en mi mano como si fuera el tesoro más valioso del mundo. Esa noche, cuando Diego llegó borracho y empezó a gritarme porque no había preparado cena, algo dentro de mí había cambiado.
Todavía tenía miedo, todavía me dolían sus palabras, pero había una chispita de esperanza ardiendo en mi corazón que antes no estaba ahí. Soy hija del Dios altísimo. Me repetí en silencio mientras él me insultaba. Soy amada, valiosa y tengo propósito. Las palabras eran como un escudo invisible que me protegía de sus ataques. Por primera vez en años me fui a dormir con una sonrisa en los labios.
Dios había enviado a su ángel a tocar mi puerta y mi vida ya nunca iba a ser igual. La semana después de la visita de esperanza fue la más extraña de mi vida. Por fuera todo seguía igual. Diego llegaba borracho, me gritaba, me humillaba, pero por dentro algo fundamental había cambiado. Era como si hubiera una llama pequeñita ardiendo en mi pecho que se negaba a apagarse.
Todas las mañanas, antes de irme a trabajar, leía la oración que me había dado esperanza. Al principio me sentía rara diciéndome a mí misma que era valiosa, que era hija del rey. Pero poco a poco las palabras empezaron a sentirse menos extrañas en mi boca. Soy hija del Dios Altísimo, me decía frente al espejo mientras me peinaba.
Soy amada, valiosa y tengo propósito. Al principio, mi reflejo me contradecía. veía a una mujer vieja, cansada, golpeada por la vida. Pero después de varios días empecé a ver algo diferente en mis ojos, una chispa que había estado dormida, pero que estaba despertando. El primer cambio pequeño que hice fue enderezar la espalda cuando caminaba.
Durante años había andado jorobada, con la cabeza gacha, tratando de hacerme invisible, pero recordé las palabras de esperanza. Las hijas de Dios caminan con la frente en alto. Así que empecé a caminar derecha con los hombros hacia atrás, mirando al frente. Diego notó el cambio inmediatamente.
¿Qué te pasa? Me preguntó una noche cuando llegó y me vio barriendo el patio con una postura diferente. ¿Por qué andas tan tiesa? ¿Te crees mucho o qué? No me creó nada”, le respondí sin dejar de barrer. “Solo estoy haciendo el aseo, pero en mi interior algo me decía. Sí, me creo algo. Me creo, hija de Dios.” El segundo cambio fue que volví a cocinar con amor.
Había pasado tanto tiempo preparando la comida con resentimiento, con prisa, sin ganas, que había olvidado lo mucho que me gustaba cocinar. Pero esa semana decidí hacer las tortillas como antes, amasando con cariño, cantando bajito mientras cocinaba. Cuando Diego llegó y probó los frijoles charros que había preparado, se quedó callado un momento. “Están buenos,”, murmuró, como si le costara trabajo admitirlo. Era la primera vez en meses que no se quejaba de mi comida.
El tercer cambio fue que empecé a arreglar la casa, no por obligación, sino porque me daba gusto vivir en un lugar bonito. Lavé las cortinas, acomodé los muebles, puse flores del jardín en un vaso de vidrio. La casa se veía diferente, se sentía diferente. “¿Para qué andas arreglando tanto?”, me preguntó Diego con desconfianza.
“¿Va a venir alguien?” “La casa se ve bonita, limpia.” Le respondí simplemente. No le dije que estaba preparándola para cuando regresara Esperanza, que quería que viera que yo estaba tratando de cambiar, pero el cambio más importante era en mis oraciones. Ya no solo le pedía a Dios que me ayudara a aguantar. Ahora le pedía que me diera sabiduría, que me mostrara cómo recuperar a mi hijo, que me diera las palabras correctas para hablarle.
Señor”, le decía en mis oraciones nocturnas, “ya víctima, quiero ser la madre que Diego necesita, la mujer que tú creaste que fuera. Dame valor para hacer lo que sea necesario.” Una noche, cuando Diego llegó particularmente agresivo porque había tenido problemas en el trabajo, empezó a gritarme como siempre, pero esta vez, en lugar de agachar la cabeza y quedarme callada, lo miré directamente a los ojos.
Diego”, le dije con una voz que no reconocí como mía. “Yo soy tu madre y merezco respeto.” Se quedó tan sorprendido que dejó de gritar por un momento. “¿Qué dijiste?” “Dije que soy tu madre y merezco respeto, repetí sintiendo cómo me temblaban las piernas, pero manteniendo la voz firme. No voy a permitir que me hables así nunca más.” La reacción de Diego fue explosiva. “¿Quién te crees que eres?”, me gritó acercándose amenazante.
¿Desde cuándo me hablas así, vieja pendeja? Pero esta vez, en lugar de encoger y pedir perdón, me mantuve firme. Desde hoy le dije, desde hoy las cosas van a ser diferentes en esta casa. Diego alzó la mano como si me fuera a pegar, pero algo en mi mirada lo detuvo.
Había una fuerza ahí que no había visto antes, una determinación que lo confundió. ¿Estás loca?”, me dijo bajando la mano. “Te has vuelto completamente loca.” Se fue dando portazos, pero por primera vez en años fui yo la que se quedó parada en su lugar mientras él se iba. Esa noche temblé durante horas por lo que había hecho.
Tenía miedo de que Diego regresara más enojado, de que me golpeara peor que nunca, pero también tenía una sensación extraña de orgullo. Por primera vez en mucho tiempo me había defendido. Al día siguiente, cuando llegué del trabajo, Diego estaba sentado en la sala esperándome. Tenía cara de pocos amigos y yo me preparé para lo peor.
“Necesitamos hablar”, me dijo con voz seria. Me senté frente a él. Con el corazón latiendo rápido, pero decidida de a mantener mi nueva postura. Está bien, hablemos. No sé qué te pasó ayer. Empezó, pero no me gustó nada. Tú nunca me habías contestado así. Alguien te está metiendo ideas raras en la cabeza. Pensé en esperanza, en su sonrisa dulce, en las palabras que me había dicho.
Nadie me está metiendo ideas raras, le respondí. Solo estoy recordando quién soy y quién eres”, me preguntó con sarcasmo. “Soy tu madre”, le dije mirándolo fijamente. “Soy la mujer que te cargó 9 meses en su vientre, que se desveló contigo cuando estabas enfermo, que trabajó día y noche para que no te faltara nada.
Soy la mujer que te ama más que a su propia vida, pero que ya no va a permitir que la trates como basura.” Diego se quedó callado por un momento largo. Pude ver que mis palabras lo habían tocado, que algo dentro de él se estaba moviendo, pero entonces se endureció otra vez. “Mamá”, me dijo con una voz más calmada, pero igualmente fría.
“Tú eres mi madre, sí, pero esta es mi casa también y aquí hago lo que se me da la gana. Si no te gusta como te trato, la puerta está abierta.” Sus palabras me dolieron como cuchillos, pero no me quebré como antes. Esta casa la pago yo con mi trabajo, le respondí con firmeza. Y si alguien se tiene que ir, no voy a ser yo. La cara de Diego cambió completamente.
Nunca me había visto tan decidida, tan firme en mis palabras. Se levantó del sillón con los puños cerrados. ¿Me estás corriendo?, me preguntó incrédulo. Te estoy diciendo que las reglas de esta casa van a cambiar. Le respondí poniéndome de pie. También vas a hablarme con respeto. Vas a dejar de tomar tanto y vas a buscar ayuda para controlar tu enojo.
Si no puedes hacer eso, entonces sí vas a tener que irte. Diego me miró como si fuera una extraña. No te reconozco, me dijo. ¿Qué te hicieron? Nadie me hizo nada, le contesté. Solo recordé que valgo mucho más de lo que tú me has hecho creer. Esa noche Diego se fue y no regresó hasta el día siguiente. Yo pasé las horas orando, pidiendo sabiduría, pidiendo protección.
Una parte de mí tenía miedo de haber ido demasiado lejos, pero otra parte se sentía más viva de lo que se había sentido en años. Cuando Esperanza regresó a visitarme como había prometido, yo ya era una mujer diferente. Me recibió con una sonrisa enorme. Señora Carmen me dijo, se ve usted completamente cambiada. Hay una luz en sus ojos que no estaba la semana pasada.
Le conté todo lo que había pasado, cómo había empezado a enfrentar a Diego, cómo había puesto límites por primera vez en años. Esperanza me escuchó con atención y después me tomó las manos. Esto es solo el principio, me dijo. Dios la está preparando para algo más grande, pero necesita que siga siendo valiente, que no retroceda aunque Diego se ponga peor. ¿Se va a poner peor? Le pregunté con preocupación. Probablemente sí, me respondió con honestidad.
Cuando alguien ha tenido control sobre otra persona durante mucho tiempo, no suelta ese control fácilmente. Diego va a pelear para mantener las cosas como estaban. Pero usted ya no es la misma mujer que era antes. Ahora tiene a Dios de su lado. Me enseñó otras oraciones, me regaló una Biblia nueva y me dijo que iba a estar orando por mí todos los días. Antes de irse me abrazó fuerte.
Recuerde, me dijo, usted no está peleando contra Diego, está peleando contra las fuerzas del mal que se apoderaron de él. Ame a su hijo, pero odie al pecado que lo está destruyendo. Esa noche, cuando Diego regresó, traía cara de pocos amigos. Se sentó a la mesa en silencio mientras yo le servía la cena.
Comió sin decir palabra, pero yo podía sentir su enojo llenando toda la casa. Después de cenar, se acercó a mí mientras yo lavaba los platos. Mamá”, me dijo con una voz que trataba de sonar dulce, pero que tenía veneno por debajo. Ya pensé en lo que hablamos ayer. Tienes razón en algunas cosas. Tal vez he estado muy estresado últimamente.
Por un momento sentí esperanza. Tal vez mi hijo había entendido. Tal vez estaba dispuesto a cambiar, pero entonces continuó. Pero también creo que te estás volviendo un poco loca con la edad. Esas ideas raras que tienes no son normales. Tal vez deberías ver a un doctor. Sus palabras eran como miel envenenada.
Estaba tratando de hacerme dudar de mí misma, de convencerme de que el problema era mi mente y no su comportamiento. Antes esas palabras me habrían funcionado, pero ahora tenía algo diferente dentro de mí. No estoy loca, Diego. Le respondí sin voltear a verlo. Por primera vez en años estoy completamente cuerda. Esa noche me fui a dormir sabiendo que se avecinaba la tormenta más grande de mi vida, pero también sabiendo que ya no estaba sola para enfrentarla.
Pero lo que yo no sabía era que Dios estaba preparando el golpe final, el momento en que Diego iba a tocar fondo de una manera tan dramática que no le iba a quedar otra opción que rendirse. El momento llegó un viernes por la noche. Diego había estado bebiendo desde temprano y llegó a casa más furioso que nunca.
Venía acompañado de dos amigos igual de borrachos que él, gritando y haciendo escándalo desde la calle. “Vieja loca”, me gritó apenas entró por la puerta. “Se acabó tu teatro. Hoy vas a aprender quién manda en esta casa.” Yo estaba en la cocina preparando mi cena cuando él irrumpió como huracán. Sus amigos se quedaron en la sala riéndose y animándolo como si fuera un espectáculo.
Dale, Diego. Ponle en su lugar a la vieja. Mi hijo se acercó a mí con los puños cerrados, los ojos inyectados de sangre y una expresión que no había visto jamás. Era como si todos los demonios del infierno hubieran tomado control de él. “Te voy a enseñar lo que pasa cuando me desafías”, me dijo con una voz que no era suya.
Pero esta vez, en lugar de retroceder, me mantuve firme. Toqué la medalla de San Miguel Arcángel que llevaba al pecho, y sentí una fuerza sobrenatural corriendo por mis venas. En el nombre de Jesucristo le dije con una voz que resonó por toda la casa. No te voy a permitir que me toques. Fuera de mi casa los demonios que te tienen poseído.
Diego se detuvo como si hubiera chocado contra una pared invisible. Sus amigos se callaron de repente. El ambiente en la casa cambió completamente, como si una presencia poderosa hubiera entrado. ¿Qué dijiste? Me preguntó Diego con los ojos muy abiertos. Dije que en el nombre de Jesucristo ordeno que salgan de ti todos los espíritus de ira, de violencia, de alcoholismo que te tienen esclavizado.
Mi hijo no es así. Tú no eres mi Diego. En ese momento algo extraordinario sucedió. Diego empezó a temblar incontrolablemente, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a gritar como si algo le estuviera causando un dolor terrible. “Me duele, me duele la cabeza”, gritaba retorciéndose. “Algo me está quemando por dentro”. Sus amigos salieron corriendo de la casa aterrorizados por lo que estaban viendo.
Diego se desplomó en el suelo de la cocina, convulsionándose y gritando cosas sin sentido. Yo me arrodillé junto a él sin miedo y puse mis manos sobre su cabeza. Señor Jesús, oré en voz alta. Libera a mi hijo. Rómpele las cadenas que lo tienen atado. Devuélveme al niño bueno que criaste en mi vientre.
Diego siguió convulsionándose durante varios minutos que me parecieron horas, pero gradualmente sus gritos se fueron calmando hasta convertirse en llanto, un llanto profundo, desgarrador, como de niño pequeño. Cuando por fin se tranquilizó, abrió los ojos y me miró como si me estuviera viendo por primera vez en años. Eran los ojos de mi Diego, los ojos del niño que había criado con tanto amor.
Mami, me dijo con voz quebrada, ¿qué me pasó? ¿Qué he hecho? Y ahí, en el suelo frío de mi cocina, mi hijo de 45 años se abrazó a mí como cuando tenía 5 años y había tenido una pesadilla. Lloró y lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Perdóname, mami, me decía entre soyosos. Perdóname por todo lo que te hice. No era yo.
Te lo juro que no era yo. Había algo malo dentro de mí que me obligaba a lastimarte. Esa noche hablamos hasta el amanecer. Diego me contó cómo había empezado a tomar para olvidar la presión del trabajo, cómo el alcohol lo había cambiado poco a poco, cómo se había juntado con malas compañías que lo llevaron por mal camino.
Cuando te veía ahí, tan pequeñita, tan frágil, algo dentro de mí me decía que te hiciera daño, me confesó llorando. Pero yo no quería, mami. Yo te amo más que a mi vida. No entiendo por qué no podía controlarme. “Porque no eras tú”, le dije acariciándole el cabelo como cuando era niño. Eran los demonios que se habían apoderado de ti. Pero Dios es más fuerte que cualquier demonio, mijito. Él te liberó esta noche.
Al día siguiente, Diego tiró todas las botellas de alcohol que tenía escondidas en su cuarto. se deshizo del teléfono de sus amigos borrachos y por primera vez en años me ayudó a limpiar la casa sin que se lo pidiera. “Mami”, me dijo mientras barrían juntos el patio. “quiero empezar de nuevo. Quiero ser el hijo que tú mereces. ¿Me das otra oportunidad, mi hijito?”, le respondí con lágrimas de felicidad.
“Las madres siempre damos otra oportunidad, pero esta vez tienes que buscar ayuda profesional. Tienes que ir a terapia, a grupos de alcohólicos anónimos, a la iglesia. Yo te voy a apoyar, pero tú tienes que poner de tu parte. Y así comenzó nuestra nueva vida. Diego cumplió su palabra. Empezó a ir a Alcohólicos Anónimos tres veces por semana.
Consiguió un trabajo nuevo en una empresa donde no había presión ni malas influencias y regresó conmigo a la iglesia todos los domingos. Hoy, dos años después de esa noche que cambió nuestras vidas, mi casa es un hogar de paz. Diego se levanta temprano para hacerme el desayuno antes de irse al trabajo. Me trae flores todos los viernes.
Me abraza fuerte cada noche antes de irse a dormir y me dice, “Gracias por no rendirte conmigo, mami. Gracias por pelear por mi alma.” Y yo le digo, “Gracias a ti por regresar a mí y mi amor. Gracias por permitir que Dios te salvara. Esperanza, la misionera que Dios envió a tocar mi puerta, se convirtió en nuestra amiga de toda la vida.
Viene a visitarnos seguido y siempre nos dice, “Ustedes son la prueba de que no hay nada imposible para Dios. Son la prueba de que vale la pena pelear por las familias. Si ustedes están escuchando esta historia y están pasando por algo parecido, quiero que sepan que no están solos. Dios ve su sufrimiento, escucha sus oraciones en silencio y tiene un plan para liberarlos.
A veces manda ángeles con forma de misioneras, a veces les da fuerzas sobrenaturales para enfrentar lo que parecía imposible, pero siempre, siempre está ahí esperando el momento perfecto para mostrar su poder y su amor. No se rindan. No pierdan la fe. Su liberación puede estar tocando a la puerta en este mismo momento.
News
UN MILLONARIO VE AL HIJO DE LA SIRVIENTA… LO QUE EL NIÑO DICE LO DEJA HELADO
Rafael, un magnate de gran éxito, tuvo una vida plena hasta que un día se topó con el hijo de…
En la CENA DE NAVIDAD, mi HERMANA PEREZOSA anunció que se MUDABA a mi APARTAMENTO NUEVO; yo tenía…
No seas egoísta, Mariana. Tienes ese apartamento enorme para ti sola mientras yo me ahogo en deudas. ¿No te importa…
LA MADRE DEL CONDE SE HIZO PASAR POR ESCLAVA PARA PROBAR A SU NUEVA ESPOSA Y LO QUE VIO LA IMPACTÓ
La llamaban la condesa de invierno, una joven de origen humilde que había ganado el corazón del conde, pero no…
“¡SI LO ARREGLAS EN 10 MINUTOS, EL TALLER ES TUYO!” PROVOCÓ EL RICO Y LA MECÁNICA HIZO HISTORIA CON
El millonario irrumpió en el taller furioso, señalando a la joven mecánica frente a todos. Si arreglas ese monstruo en…
Niño Desaparecido en 1987 — 25 Años Después su Hermana Descubre la Verdad en el Sótano…
El 15 de octubre de 1987, un niño de 8 años desapareció sin dejar rastro en las calles de Guadalajara,…
OMAR HARFUCH se topa con su AMIGO de su INFANCIA VIVIENDO en la CALLE y lo que hace te sorprenderá
¿Qué harías si al mirar por la ventana de tu auto reconocieras a un viejo amigo de la infancia viviendo…
End of content
No more pages to load






