Adolescente negra humillada durante la lectura del testamento, hasta que se dieron cuenta de que ella heredó TODO.
Las miradas cortantes siguieron a Maya desde el momento en que cruzó la puerta de la notaría. Tenía diecisiete años, piel negra, cabello rizado natural y ropa sencilla. Eso bastó para que la familia Almeida, reunida en torno al testamento del patriarca, decidiera que ella no pertenecía allí.
—¿Quién dejó entrar a la chica de la limpieza? —preguntó en voz alta Víctor Almeida, sobrino del difunto empresario Eduardo Almeida. La pregunta resonó en la sala, seguida de risas ahogadas y miradas de superioridad.
Maya permaneció inmóvil, los ojos fijos en la única silla vacía en el centro de la sala. Su tía Cristina, envuelta en joyas excesivas y un vestido de diseñador, ni siquiera se molestó en bajar la voz:
—Debe ser otra de las causas sociales de mi hermano. Seguramente viene a pedir una donación.
El peso de estar sola en esa habitación repleta de aires de grandeza blanca le oprimía el pecho, pero Maya se negó a mostrar cuánto le dolían las palabras. Sus ojos recorrieron las paredes: fotos de viajes, certificados de empresa, signos del imperio que Eduardo Almeida había construido durante seis décadas.
—Probablemente la chica está perdida —comentó Ricardo, el hijo mayor que dirigía los negocios familiares—. Que alguien la saque antes de que llegue el señor García. Es embarazoso.
Nadie notó la leve sonrisa que cruzó los labios de Maya cuando Enrique García, el abogado de la familia durante treinta años, entró con su maletín de cuero marrón. Su rostro arrugado se mantuvo impasible mientras saludaba a cada miembro de la familia Almeida con un breve gesto.
—Señorita Maya —dijo finalmente, señalando la única silla vacía junto a su escritorio—. Por favor.
Un silencio atónito se apoderó de la sala. Víctor casi se atragantó con su champán. Cristina apretó tanto su bolso de diseñador que los nudillos se le pusieron blancos.
—Disculpe, García —interrumpió Ricardo, ajustándose la corbata italiana—. ¿Conoce usted a esta chica?
El abogado asintió levemente.
—Por supuesto. Deberían conocerla todos ustedes también.
Sus ojos recorrieron los rostros confundidos.
—Maya Oliveira, hija de doña Celeste. Maya ha trabajado en esta casa desde los doce años, ayudando a su madre con la limpieza los fines de semana.
—La hija de la empleada —escupió Cristina—. ¿Qué hace aquí en la lectura privada de un testamento familiar?
Maya finalmente se sentó, la espalda recta, el rostro sereno a pesar de la hostilidad creciente. Se prometió a sí misma que no lloraría, no después de todo lo que había pasado.
Enrique García abrió su maletín con meticulosidad.
—Estamos aquí reunidos para la lectura del testamento final de Eduardo Almeida —anunció formalmente—, fallecido hace tres semanas tras una batalla contra el cáncer.
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