Bajo la luna plateada del desierto, el viento ahulla como un lobo herido y, en la penumbra de una cantina olvidada, un pistolero tambaleante se acerca a una silueta envuelta en reboso. “Ven para acá, preciosa”, balbucea él con aliento a tequila rancio y ojos llenos de codicia.

Ella se gira, sonrisa dulce como el néctar de una gab y le roza los labios con un beso que sabe a miel y promesas rotas. Él cierra los ojos extasiado hasta que siente el frío del cañón contra su pecho. Pum. La bala lo atraviesa como un rayo y cae de rodillas gorgoteando. ¿Por por qué? Por amor, cabrón”, susurra ella, limpiando la sangre de su boca con el dorso de la mano. “Por un amor que tú y los tuyos me quitaron.
Esa es aurora del desierto, la que tiembla las barrancas del norte con su frialdad de viuda vengadora. Si se arriman más, les cuento como una niña de piedra blanca, con el corazón hecho pedazos, se volvió la sombra que caza a los hombres sin alma. Una historia de besos letales, balas certeras y un desierto que nunca olvida.
En el tiempo en que el mundo todavía era chamaco y los caminos de tierra se perdían en el infinito desierto, nació una criatura en medio de la tierra reseca. Era en el pueblito de Piedra Blanca, un punto perdido en el mapa de Dios, donde las casas de adobe se agarraban a la tierra como quien teme que el viento se lleve todo.
Aurora vino al mundo una mañana de diciembre cuando el sol ya nacía rajando y la partera severina sudaba como bestia en el campo. La niña llegó llorando fuerte, pero luego se cayó al sentir los brazos de la madre, doña Samantha, mujer de rezo fuerte y mano bendita.
El padre, don Lucio de la Vega, hombre de piel quemada y corazón grande, miró a su hija y sonrió, sabiendo que ahí había nacido gente de fibra. La vida en piedra blanca era de sol a sol, marcada por el canto del gallo y por el ruido de los machetes cortando la hierba seca. Aurora creció corriendo descalza por los patios de nopales, ayudando a la madre en los partos de las vecinas y aprendiendo con el padre los secretos del rancho.
Era niña lista que desde chica medía a las personas no por lo que decían, sino por lo que hacían cuando pensaban que nadie estaba mirando. Cuando cumplió 10 años, el desierto pasó por una sequía brava, de esas que hace hasta los órganos secarse. Los mezquites florecieron fuera de época, anunciando la desgracia. Don Lucio juntó a la familia y salió por el mundo como migrante, buscando un rincón donde la vida fuera posible.
Fueron a parar a un rancho en los alrededores de Hermosillo, donde el patrón don Ravier Herrera daba trabajo a cambio de un techo y un plato de comida. Fue ahí que Aurora vio por primera vez cómo el mundo podía ser cruel. El patrón era un hombre de alma sucia que trataba a los trabajadores como bestias de carga. Golpeaba a quien se quejaba, robaba en el peso del algodón y además se creía con derecho de poner las manos en las mujeres casadas.
La niña, que hasta entonces conocía solo la bondad de los padres, descubrió que existía gente mala en este mundo, gente que necesitaba ser parada. Una noche, cuando Aurora tenía 12 años y ya despuntaba como muchacha bonita, el patrón apareció en la puerta de la casa donde vivía la familia.
Estaba borracho, de tequila y de poder, queriendo divertirse con doña Samantha. Don Lucio trató de impedir la entrada, pero recibió un culetazo en la cabeza y cayó al suelo sangrando. Ahí, en ese momento de desesperación, Aurora hizo algo que nadie esperaba. Agarró un machete que estaba recargado en la pared y encaró al patrón de frente.
“Salga de mi casa, desgraciado”, le gritó con una voz que ya no era de niña, sino de mujer hecha. Oh, juro por el alma de mi padre que usted no sale vivo de aquí. El patrón se rió al principio, pero cuando vio el fuego en los ojos de esa niña flaca, sintió un escalofrío en la espalda. Había algo en esa mirada que no era normal.
Era como si hubiera nacido sabiendo que un día iba a tener que matar o morir. El hombre retrocedió mascullando amenazas, pero se fue. A la mañana siguiente, don Lucio despertó con la cabeza vendada y la certeza de que la familia necesitaba salir de ahí antes de que la cosa se pusiera peor.
Juntaron las pocas pertenencias y regresaron a Piedra Blanca, donde la sequía había pasado y la vida podía empezar de nuevo. Pero Aurora nunca olvidó esa noche. Fue cuando descubrió que tenía valor para enfrentar a cualquier hombre macho, por más poderoso que fuera. De vuelta al pueblito, la niña siguió creciendo, pero ahora con una marca en el alma.
Ayudaba a la madre en los partos, aprendía los rezos antiguos y los secretos de las hierbas, pero también le pedía al Padre que le enseñara a tirar con la escopeta vieja que guardaba detrás de la puerta. ¿Para qué es eso, mi hija?, preguntaba don Lucio.
“Para las dudas, papá”, respondía ella con esa sonrisa dulce que engañaba a cualquiera. “Uno nunca sabe cuándo va a necesitar defenderse.” Cuando Aurora cumplió 18 años, se volvió la muchacha más bonita de piedra blanca y de los alrededores. Tenía el cabello negro que brillaba como ala de cuervo, ojos cafés que parecían miel derretida y una boca roja que hacía perder el juicio a cualquier hombre. Pero no era solo la belleza lo que llamaba la atención.
Era su manera de ser, siempre serena, siempre sonriendo, como si guardara un secreto que solo ella sabía. La fiesta del santo patrón de ese año prometía ser de las grandes. La gente de Piedra Blanca se preparó por semanas, limpiando la plaza, armando los puestos y juntando leña para la fogata.
Doña Samantha le hizo un vestido nuevo a su hija de tela florida, que realzaba aún más la belleza de la muchacha. Hoy vas a arrasar mi hija”, le dijo, ajustando los últimos detalles. “Pero acuérdate, pórtate como señorita, que el hombre bueno va a aparecer.
La fiesta empezó cuando el sol se metió detrás de la sierra, pintando el cielo de rojo y naranja. El acordeón de don Benito lloraba músicas que hablaban de amor y nostalgia mientras la gente bailaba y bebía tequila con sal. Aurora estaba en medio de una rueda de amigas cuando él apareció. Juan Hermoso, vaquero del rancho del patrón Antonio Banderas, hombre conocido por la honestidad y por el trato justo con los empleados.
Juan era alto, moreno, con bigote bien cuidado y ojos azules que parecían dos pedazos de cielo. Montaba el caballo más bonito de la región, una lasán llamado Trueno, y tenía fama de ser el mejor lazador de todo el desierto. Pero lo que más impresionaba en Juan no era la habilidad con el ganado, era el corazón limpio, la palabra que valía más que oro y la manera cariñosa de tratar a todo mundo, desde el patrón hasta el último vaquero.
Cuando las miradas de Aurora y Juan se encontraron en medio de la fiesta, fue como si el mundo dejara de girar. Ella sintió un escalofrío en la panza, cosa que nunca había sentido antes, y él se quedó sin habla como niño bobo que ve el mar por primera vez. El acordeón siguió tocando, pero para ellos dos ya no existía nada más que ese momento.
Juan se acercó despacio, quitándose el sombrero de cuero, en una reverencia respetuosa. Buenas noches, señorita. ¿Puedo tener el honor de esta pieza? La voz de él era grave. y dulce como el rugido de un puma satisfecho. Aurora sonríó. Esa sonrisa que derretía hasta las piedras. Extendió la mano y se dejó llevar por la música.
Bailaron toda la noche, platicaron hasta el amanecer y cuando la fiesta se acabó, Juan pidió permiso para visitar a la familia de ella el domingo siguiente. Don Lucio le cayó bien el muchacho desde la primera plática. vio que era gente de bien, trabajador y respetuoso.
Doña Samantha también lo aprobó, rezando para que la hija hubiera encontrado un buen marido. Los domingos siguientes se volvieron los días más esperados de la semana. Juan llegaba siempre a media tarde, limpio y arreglado, trayendo pequeños regalos. un dulce de leche, una florcita del campo, un pajarito que cantaba bonito en una jaula de vara.
Ellos platicaban en el portal siempre con doña Samantha cerca, como mandaba la costumbre, pero las miradas decían mucho más que las palabras. En septiembre, cuando las lluvias empezaron a dar señal y los órganos florecieron anunciando tiempos mejores, Juan hizo la petición oficial. Llegó un domingo más arreglado que nunca y habló en serio con don Lucio.
Vengo a pedir la mano de su hija en matrimonio. Puede que no sea rico, pero soy trabajador honesto y prometo hacerla feliz por el resto de la vida. El viejo lzador sonrió, dio la bendición y fijó la boda para diciembre después de la cosecha. Aurora vivía en las nubes. Por primera vez en la vida conocía lo que era amor de verdad, ese que hace despertar cantando y dormir soñando.
Juan hablaba de construir una casita en las afueras del pueblo, criar una familia, envejecer juntos viendo a los nietos correr por el patio. Ella abordaba el aar soñando con el vestido blanco y con los hijos que habrían de venir. Los viernes, Juan pasaba a despedirse antes de viajar con la ganadada.
Iba a llevar el ganado hasta la feria de Hermosillo, viaje que duraba tres días. “Cuídate, mi amor”, decía Aurora, acomodándole el paliacate en el cuello. “Regresa pronto para mí.” Y Juan respondía siempre con esa sonrisa que iluminaba la cara. Nada en este mundo me impide regresar a tus brazos, mi cielo. Pero el destino, que a veces es más cruel que víbora en el nido, ya estaba armando la emboscada que iba a cambiar todo para siempre.
Era un viernes del mes de noviembre cuando Juan Hermoso se despidió de Aurora por última vez como novio. El sol todavía dormía detrás de la sierra cuando él montó en trueno y siguió con la ganadada rumbo a la feria de Hermosillo. La muchacha se quedó en el portón saludando hasta que él se perdió en la curva del camino sin saber que ese era el último saludo, la última sonrisa que cambiaría con el hombre que amaba.
La ganadada siguió por el camino viejo, el que cortaba la sierra del crucero, sendero conocido de todo vaquero de la región. Juan iba adelante cantando una canción que hablaba de amor y matrimonio, con el corazón lleno de planes y la cabeza llena de sueños. Junto con él iban otros tres vaqueros, Chico Trueno, Manuel Cabeza y el joven Cesiño del Barro, todos hombres de confianza del patrón. Antonio Banderas.
Lo que Juan no sabía es que desde hacía semanas lo venían vigilando. El patrón don Ravier Herrera, ese mismo desgraciado que había tratado de deshonrar a doña Samantha años atrás, no había olvidado la humillación que sufrió en manos de una niña de 12 años. La sed de venganza había crecido en su pecho como hierba mala.
Y cuando supo que esa niña se había vuelto una muchacha bonita y se iba a casar, decidió que era hora de ajustar las cuentas. Don Ravier Herrera era hombre de alma podrida, de esos que no pueden ver la felicidad ajena sin querer destruirla. descubrió que el novio de la muchacha era vaquero del rival Antonio Banderas y vio ahí la oportunidad perfecta de matar dos pájaros de un tiro.
Se vengaba de la humillación antigua y además perjudicaba al patrón competidor, matando a uno de sus mejores hombres. En la curva de la piedra oradada, donde el camino se angostaba entre dos paredones de roca, estaba armada la emboscada. Cuatro pistoleros del patrón don Ravier se escondían detrás de las rocas. Chico Ferreira, hombre de gatillo fácil y corazón de piedra.
Bastián niño, matador que gustaba de ver el miedo en los ojos de las víctimas. Se pequeño, tipo cobarde que solo disparaba por la espalda. y Juan Sapo, asesino que cobraba por muerte, como otros cobraban por día de trabajo. Cuando la ganadada se acercó a la curva, el silencio de la mañana se rompió con el estampido de las escopetas.
Las balas cortaron el aire como sopilotes hambrientos y la primera pegó a Juan Hermoso justo en el pecho, tirándolo del caballo. Trueno se empinó relinchando de miedo y dolor, porque una bala de refilón había tocado el cuello del animal. Los otros vaqueros trataron de reaccionar, pero la emboscada estaba bien armada.
Chico Trueno logró sacar el revólver y devolver algunos tiros antes de recibir una bala en la panza. Manuel Cabeza trató de esconderse detrás de una piedra, pero Se pequeño lo acertó por la espalda, cobarde que era. Solo el joven Cesiño logró escapar, montando en un caballo suelto y disparando camino afuera, llevando la noticia de la desgracia.
¡Cuán hermoso! todavía estaba vivo cuando los pistoleros bajaron de las piedras. La bala había perforado el pulmón, pero no había acertado el corazón. Escupía sangre, pero los ojos todavía brillaban con la llama de la vida. Chico Ferreira se acercó mirando desde arriba al vaquero herido. ¿Por qué? Logró preguntar Juan con la voz débil como susurro de viento. ¿Qué hice para merecer esto? No es nada personal, vaquero”, respondió Chico Ferreira cargando la escopeta. Es solo negocio.
Su patrón anduvo pisando los callos de gente grande y ustedes van a pagar la cuenta. Y la muchacha Juan trató de levantarse pensando en Aurora. “Déjenla fuera de esto. Ella no tiene culpa de nada.” “¡Ah! La muchachita de piedra blanca.” Se rió Bastián Niño con una risa queaba la sangre. El patrón tiene planes especiales para ella.
También le va a enseñar a respetar a hombre de verdad. Fue esa amenaza contra Aurora la que le dio las últimas fuerzas a Juan. con un esfuerzo sobrehumano, logró sacar la navaja de la cintura y la clavó en la pierna de Bastián Niño, haciendo berrear al canaya como marrano en el matadero. Pero fue su último acto de valor.
Chico Ferreira descargó los dos cañones de la escopeta en el pecho del vaquero, acabando con todo. El silencio volvió a la sierra del crucero. Los pistoleros recogieron las armas, agarraron lo que tenía de valor en los cuerpos y se perdieron monte adentro, dejando atrás un rastro de sangre y dolor.
El ganado se esparció por el desierto. Muchos animales heridos por los tiros perdidos. Trueno, con el cuello sangrando, se quedó al lado del dueño muerto, relinchando bajito, como si entendiera la tragedia que había pasado. Fue así como la felicidad de Aurora murió antes de que ella supiera, en una curva de camino, en una mañana de sol, por culpa de la maldad de hombres sin alma que no soportaban ver el amor florecer en la tierra seca del desierto.
Noticia llegó a Piedra Blanca al final de la tarde, traída por el joven cesiño del barro, que venía montado en un caballo espumando de cansancio y con los ojos rojos de llorar. El muchacho se desmontó enfente de la casa de don Lucio y cayó de rodillas en el suelo de tierra batida, sin poder hablar derecho, solo repitiendo, “Mataron, mataron a él. Mataron a Juan hermoso.
” Aurora estaba en el patio tendiendo ropa cuando oyó el grito de desesperación de la madre. Soltó el bulto de trapos y corrió al patio donde encontró a Ceciño sollozando y a don Lucio con la cara blanca como cal. ¿Qué pasó, por amor de Dios?, preguntó, pero en el fondo del pecho ya sabía que la desgracia había tocado a su puerta. Fue emboscada, señorita Aurora. Logró hablar Ceciño entre sollozos.
Emboscada brava en la sierra del crucero. Mataron a Juan Hermoso, mataron a Chico Trueno, mataron a Manuel Cabeza. Solo yo escapé para contar. Las palabras cayeron en el corazón de la muchacha como machete, cortando todo lo que era sueño y esperanza. Aurora no lloró en ese momento.
Se quedó parada, quieta, como si el tiempo hubiera parado solo para ella. Era como si el alma hubiera salido del cuerpo y ella estuviera viendo todo de lejos sin poder creer. ¿Dónde está?, preguntó con una voz que no parecía suya. ¿Dónde está mi Juan? El patrón Antonio Banderas mandó buscar los cuerpos respondió Ceciño. Deben estar llegando ahorita.
Y fue cuando los primeros soyosos empezaron a rasgar el pecho de Aurora. Era un llanto seco, doloroso, que parecía arrancar pedazos del alma. El cortejo llegó cuando la luna apareció en el cielo, cuatro caballos cargando los cuerpos envueltos en lonas, seguidos por el patrón Antonio Banderas y algunos vaqueros más del rancho.
Trueno venía amarrado atrás, cojeando y con el cuello vendado, pero vivo. Cuán hermoso fue llevado a la casa de los padres en la calle de atrás, donde sería velado según la costumbre. La casa pequeña se llenó de gente. Vinieron personas de piedra blanca y de los pueblitos vecinos, porque Juan era querido por todos.
Las mujeres rezaban el rosario, los hombres conversaban bajo sobre la emboscada y en medio de todo, Aurora se quedó sentada al lado del cajón, agarrando la mano fría del novio muerto. “Mi cielo”, le susurraba como si Juan pudiera escuchar. Dijiste que prometiste regresar a mis brazos.
¿Cómo vas a cumplir la promesa ahora? Las lágrimas caían en la cara pálida del vaquero, pero él ya no podía secar ni consolar. Durante toda la madrugada, Aurora no se apartó del cajón, no comió, no bebió agua, no se durmió ni por un minuto. Se quedó ahí platicando con el muerto, contando los planes que habían hecho juntos, recordando las tardes en el portal y los domingos de novios.
Era como si quisiera guardar en la memoria cada segundo que habían vivido juntos. Cuando amaneció y llegó la hora de llevar el cuerpo al panteón, Aurora finalmente se levantó. Pero ya no era la misma muchacha de antes. Algo había cambiado en esos ojos cafés. Todavía eran dulces, pero ahora tenían una frialdad que helaba el alma de quien miraba.
El entierro fue sencillo, como convenía a un vaquero pobre. El padre rezó la misa. La gente cantó los rezos de costumbre y Juan Hermoso fue enterrado en una fosa sencilla marcada solo con una cruz de madera tosca. Aurora se quedó parada a la orilla de la sepultura hasta que todo mundo se fue, sola con el dolor y con los pensamientos que empezaban a hervir en el pecho.
Fue ahí, en la soledad del panteón, con el sol de mediodía rajando sobre las cruces chuecas, que Aurora hizo el juramento que iba a cambiar su vida para siempre. Se arrodilló en la tierra fresca de la fosa, puso las dos manos en la cruz de madera y habló con una voz baja, pero firme como piedra. Cuá mi amor, curo por tu alma bendita y por la memoria de nuestro amor, que los hombres que te hicieron esto van a pagar caro.
Juro que no voy a descansar mientras no vengue tu muerte. Juro que voy a hacer justicia con estas propias manos, aunque tenga que volverme animal bravo para conseguirlo. El viento movió las hojas secas del mesquite que daba sombra al panteón, como si fuera el alma de Juan dando la bendición a la promesa de la novia. Aurora besó la cruz una última vez.
se levantó y salió caminando despacio, dejando atrás a la muchacha soñadora que había sido y llevando en el pecho a una mujer de acción que estaban haciendo. Cuando llegó a casa, le pidió al padre que le enseñara a tirar bien con la escopeta. ¿Para qué, mi hija?, preguntó don Lucio preocupado.
“Para defenderme, papá”, respondió ella con esa sonrisa dulce que engañaba a cualquiera para que nadie más le haga daño a nuestra familia. Don Lucio no sospechó nada. ¿Cómo iba a imaginar que estaba enseñando a su hija a ser la justiciera más temida del desierto? Tres meses pasaron desde el entierro de Juan Hermoso y la gente de Piedra Blanca empezó a extrañar la manera de ser de aurora.
La muchacha, que antes era puras sonrisas y pláticas, ahora vivía callada. Salía de casa solo cuando era necesario y pasaba horas en el monte practicando tiro con la escopeta vieja del padre. Don Lucio pensaba que era la manera de la hija de lidiar con el luto, pero doña Samantha, con esa sabiduría de madre que ve más allá de las apariencias, empezó a sospechar que algo no estaba bien.
Esta niña anda con algo en la cabeza, le dijo a la comadre cefa una tarde de costura. Tiene un fuego en la mirada que no es normal. Tengo miedo de lo que está planeando. Y doña Samantha no estaba equivocada. Aurora había pasado esos tres meses preparándose, no solo aprendiendo a tirar, sino también reuniendo información sobre los hombres que mataron a su novio.
A través de Cesiño del Barro y otros vaqueros que frecuentaban las ferias, descubrió los nombres de los asesinos donde acostumbraban beber cuáles eran los hábitos de cada uno. El primero de la lista era C pequeño, el cobarde que disparaba por la espalda. era el más débil del grupo, hombre de poca valentía, que solo se sentía valiente cuando estaba en grupo. Bebía todas las tardes en la cantina del chico ruso en el pueblo de San José del Belmonte y siempre regresaba a casa solo por el sendero que cortaba el pie de la sierra.
Era un viernes de marzo, noche de luna nueva, cuando Aurora puso su plan en acción. Se vistió con una falda oscura y una blusa que no llamaba la atención. Se amarró el cabello en un reboso y escondió la navaja del padre en la cintura.
La escopeta quedó esperando en una mata de cholla en medio del camino que sé pequeño siempre usaba para regresar a casa. Aurora se puso en el sendero, fingiendo estar perdida. Cuando el pistolero apareció caminando chueco de tanto tequila, sé pequeño. Era un hombre bajo y gordo, con una panza que se movía cuando caminaba y un bigote sucio que olía a aguardiente agrio. Cuando vio a la muchacha bonita en el camino, los ojitos pequeños y cochinos brillaron de malicia.
“Órale, muchacha bonita”, dijo acercándose con esa sonrisa sinvergüenza. ¿Qué haces aquí solita a esta hora de la noche? ¿Estás perdida?” “Sí, estoy, señor”, respondió Aurora con la voz dulce e inocente que sabía usar también. “Vine a visitar a una parienta en San José y me perdí en la oscuridad.
¿Me puede ayudar?” Ese pequeño se acercó más, ya con las manos sucias, extendiéndose para tocar el brazo de la muchacha. “¿Puedo ayudar?” Sí, mi linda, pero primero vas a tener que pagarme por la ayuda, dijo con una risa asquerosa. ¿Y cómo le puedo pagar?, preguntó Aurora dando un paso atrás, pero todavía sonriendo. Ah, tú sabes cómo se pequeño se acercó más, ya tratando de agarrar a la muchacha. Una mujer bonita siempre tiene una manera de pagar a un hombre.
Fue cuando Aurora mostró quién era en realidad. Con un movimiento rápido, sacó la navaja de la cintura y la puso en el cuello gordo del pistolero. “Yo sé de otra manera de pagar”, dijo. Y ahora la voz ya no tenía nada de dulce, era fría como filo de machete. C pequeño abrió los ojos tratando de entender lo que estaba pasando.
¿Qué es esto, muchacha? ¿Estás loca? ¿Conocías a un vaquero llamado Juan hermoso? preguntó ella, apretando más la navaja contra la piel. Juan, Juan hermoso, tartamudeó el hombre. Nunca oí hablar, no mentiroso, siseó Aurora. Ayudaste a matarlo en la sierra del crucero hace tr meses. Disparaste por la espalda como el cobarde que eres.
Ahora se pequeño empezó a sudar frío, entendiendo finalmente en qué lío se había metido. Escucha, muchacha, fue solo trabajo, nada personal. El patrón don Ravier mandó y yo te voy a mandar al infierno, cortó Aurora. Pero primero me vas a decir dónde están los otros. Chico Ferreira, Bastián Niño, Juan Sapo, ¿dónde se esconden? El hombre trató de reaccionar, pero Aurora fue más rápida.
Con un golpe seco clavó la navaja entre las costillas directo al corazón. C pequeño todavía trató de gritar, pero ya no tenía fuerza. Cayó de rodillas, después boca abajo en el polvo mientras la sangre manchaba la tierra seca. Aurora limpió la navaja en la ropa del muerto, guardó la navaja y fue a buscar la escopeta en la mata de Choya. miró una última vez al cuerpo de Cé pequeño y susurró, “Uno menos, Juan, todavía faltan tres.
” Regresó a casa antes de que saliera el sol, entró por la puerta de atrás y se acostó en la cama como si nada hubiera pasado. Cuando doña Samantha despertó en la mañana, encontró a la hija durmiendo como un ángel con esa sonrisa serena en la cara. El cuerpo de pequeño fue encontrado a media tarde por un niño que pastoreaba Chivas. La noticia corrió rápido por la región.
Uno de los pistoleros del patrón, don Ravier Herrera, había sido muerto a navaja en el camino. Nadie sospechaba de la muchacha callada de piedra blanca que había descubierto que tenía talento para matar y que le gustaba la sensación de hacer justicia con las propias manos. La muerte de Sé pequeño puso al patrón don Ravier Herrera como loco.
El hombre no era tonto y sabía que eso no había sido asalto común. Alguien estaba detrás de sus pistoleros y necesitaba descubrir quién. Mandó a Chico Ferreira, Bastián Niño y Juao Sapo que se quedaran juntos, siempre armados, siempre desconfiados. Pero no se imaginaba que la amenaza venía de una muchacha de 18 años que parecía mantequilla derretida.
Aurora, por su parte, se dio cuenta de que necesitaba cambiar de estrategia. Los otros tres asesinos ahora andaban en grupo. Era imposible agarrar a uno solo como había hecho con C pequeño. Necesitaba ser más lista, usar las armas que Dios les había dado a las mujeres, la belleza, la sonrisa y la capacidad de engañar a cualquier hombre que se creía muy listo.
Fue en una feria de domingo en Hermosillo que planeó la nueva estrategia. llegó montada en el caballo del padre, vestida con el vestido más bonito que tenía, el cabello suelto brillando en el sol de la mañana y una sonrisa que hacía perder el juicio a cualquier hombre macho. No fue difícil localizar a los tres pistoleros.
Estaban bebiendo tequila en una mesa de la cantina, hablando alto y riéndose de sus propias pendejadas. Aurora se acercó despacio, fingiendo buscar algo en la feria. Pasó cerca de la mesa de los hombres, dejó caer un rebozo bordado y siguió caminando como si nada hubiera pasado. Bastián niño, que siempre se creía el galán del pueblo, fue quien mordió el anzuelo.
“Oye, muchacha bonita!”, gritó levantándose de la mesa con el rebozo en la mano. Se te olvidó esto se volteó fingiendo sorpresa y sonrió de esa manera que derretía hasta las piedras. Ay, gracias, joven, qué amable. se acercó para agarrar el rebozo y cuando los dedos de ella tocaron la mano del pistolero, Bastián Niño sintió un escalofrío que le subió desde la suela del pie hasta la raíz del cabello.
“¿Cómo te llamas, flor del desierto?”, preguntó el canaya, ya todo derretido. “Carmencita”, mintió ella bajando los ojos con fingida timidez. “¿Y el tuyo, Bastián?”, respondió el asesino inflando el pecho como gallo de corral. Bastián Niño para los amigos. Soy pistolero del patrón don Ravier Herrera, hombre respetado en estas tierras. Los ojos de Aurora brillaron por un segundo de odio, no de admiración.
Pero Bastián, niño, interpretó mal. Pensó que la muchacha había quedado impresionada con su importancia. “Qué trabajo más peligroso”, dijo ella con voz admirada. Debe ser muy valiente. Valor es lo que no me falta. Se echó flores el pistolero. La semana pasada tuve que dar una lección a un vaquero atrevido que estaba metiendo donde no debía.
Aurora sintió la sangre hervir, pero mantuvo la sonrisa dulce. Qué interesante, debe tener muchas historias que contar. La plática siguió por algunos minutos con Bastián Niño presumiendo de sus propias hazañas y Aurora fingiendo estar encantada. Cuando creyó que había pescado bien al pez, hizo la invitación que él estaba esperando. Bastián, pareces un hombre muy interesante, dijo mordiéndose el labio de una manera que hizo al pistolero perder el resto del juicio.
¿Qué tal si platicamos más en privado? Conozco un lugar calientito aquí cerca. Bastián, niño, ni lo pensó dos veces. Dejó a los compañeros bebiendo. Ya vuelvo, compadres. Y siguió a Aurora hasta una casa abandonada en las afueras de la feria. Era una casita vieja con las paredes de adobe rajadas y el techo medio caído, pero que servía perfecto para lo que ella tenía en mente.
“Aquí está perfecto”, dijo Aurora entrando a la casa vacía. Nadie nos va a molestar. Bastián niño entró detrás de ella como perro en celo, ya quitándose el sombrero y desabrochando los botones de la camisa. Pero cuando se volteó para besar a la muchacha, se llevó un susto de los grandes. Aurora estaba apuntando un revólver justo en medio del pecho de él.
¿Qué diablos es esto? Tartamudeó el pistolero levantando las manos despacio. Esto es justicia. respondió ella, y ahora la voz ya no tenía nada de dulce. Mataste a Juan hermoso en la sierra del crucero. Ahora vas a pagar por lo que hiciste. Escucha, muchacha, trató Bastián niño, pero Aurora cortó la conversación. No, tú escucha.
Disparaste contra un hombre honesto, un trabajador que nunca le hizo mal a nadie. Mataste a mi novio, destruiste mi vida y ahora llegó tu turno de ajustar las cuentas. El pistolero todavía trató de explicarse, hablar que fue orden del patrón, que no tenía nada personal, pero Aurora no quiso oír.
Con un movimiento suave, como si fuera a besar al hombre, se acercó bien cerca de él, pegó el cañón del revólver en el corazón y jaló el gatillo. El estampido resonó en la casa vacía. Bastián niño cayó con los ojos abiertos, sin entender cómo una muchacha tan bonita podía ser tan fría para matar. Aurora guardó el arma, se acomodó el cabello y salió de la casa como si nada hubiera pasado.
Cuando regresó a la feria, los otros dos pistoleros todavía estaban bebiendo en la cantina, esperando que el compañero regresara de la plática privada. Aurora pasó por ellos sonriendo, montó en el caballo y se fue, dejando atrás a otro enemigo muerto y una leyenda que empezaba a nacer. Fue así como la gente del desierto empezó a hablar de la muchacha misteriosa que encantaba a los hombres con una sonrisa dulce y los mataba con un beso helado.
Todavía no sabían el nombre de ella, todavía no sabían de dónde venía, pero ya susurraban en las ferias y en las cantinas sobre la mujer que besaba con dulzura y enterraba con un balazo. Aurora del desierto estaba naciendo y el norte nunca más sería el mismo. El patrón don Ravier Herrera no era hombre de aguantar desafueros.
Cuando supo que otro de sus pistoleros había sido asesinado, esta vez Bastián Niño, encontrado con un agujero en el pecho en una casa abandonada en Hermosillo, la rabia le subió como agua revuelta. dos de sus mejores hombres muertos en menos de un mes. Y él todavía sin saber quién estaba detrás de esa venganza. Don Ravier era un hombre de 60 años, alto y flaco como vara de pescar, con el cabello blanco, siempre peinado con brillantina y un bigote fino que se pasaba horas recortando.
Usaba trajes de lino blanco, aún en el calor del desierto, y nunca salía de casa sin el revólver de cacha de Nácar en la cintura. Era dueño de tres ranchos, controlaba dos ferias y tenía más de 20 pistoleros trabajando para él. Pero no era solo la riqueza lo que hacía temblar a la gente cuando oía el nombre de él. Don Ravier Herrera era conocido por la crueldad, por la sed de venganza y por la memoria que no olvidaba ni perdonaba.
Cuando alguien lo contrariaba, la venganza venía despacio, calculada, hecha para causar el máximo sufrimiento posible. “Chico Ferreira!”, gritó llamando al último de los pistoleros que habían participado en la emboscada en la sierra del crucero. “Ven acá que necesito hablar contigo.” Chico Ferreira era el más peligroso del grupo, hombre de gatillo rápido y corazón de piedra.
Había matado a más de 20 hombres a lo largo de la vida, siempre mirando a los ojos de la víctima en la hora del disparo. Era él quien comandaba a los otros pistoleros y en quien el patrón más confiaba para resolver los problemas más complicados. “Sí, patrón”, respondió chico, quitándose el sombrero en una reverencia respetuosa.
“¿Estás viendo lo que está pasando con nuestros hombres?”, preguntó don Ravier caminando de un lado para otro en el portal de la Casa Grande. Primero el C pequeño, ahora el Bastián. Alguien está cazando a mi gente y quiero saber quién es. Ya pensé en eso, patrón, dijo Chico Ferreira. Debe ser cosa del patrón Antonio Banderas, vengándose por la muerte de los vaqueros de él o tal vez pariente de algún muerto que matamos. No, movió la cabeza don Ravier.
El Antonio no tiene valor para eso. Y si fuera pariente de los vaqueros, ya habrían venido detrás de mí también. Esto es cosa de alguien más listo, alguien que conoce nuestros hábitos, nuestros puntos débiles. El patrón paró de caminar y encaró al pistolero con esos ojos pequeños y fríos. Quiero que descubras quién está haciendo esto.
Pon a nuestros hombres a vigilar las ferias, las cantinas, los caminos. Alguien vio algo, alguien sabe algo y cuando descubras quién es, tráelo vivo para mí. Quiero hacer sufrir a ese desgraciado despacio. ¿Y si es mujer, patrón? Preguntó Chico Ferreira. Hay unos rumores raros corriendo por ahí. Hablan de una muchacha bonita que anda apareciendo cerca de los lugares donde los hombres murieron.
Don Ravier Herrera soltó una carcajada seca. Mujer. ¿Qué mujer tendría valor y habilidad para matar a dos de mis mejores hombres? Eso es conversación de gente que le gusta inventar historias. Pero en el fondo, un recuerdo viejo empezó a moverse en la cabeza del patrón.
Un recuerdo de muchos años atrás de una niña de 12 años que tuvo valor de enfrentarlo con un machete en la mano. Una niña que creció y se volvió muchacha bonita, novia de un vaquero que él mandó matar. “Espera un poco”, murmuró con los ojos brillando de una luz peligrosa. “Chico, ¿te acuerdas de esa niña de piedra blanca? La hija del Lucio de la Vega.
Me acuerdo, sí, patrón, la tal aurora que se iba a casar con Juan Hermoso. Pero, ¿qué tiene que ver con esto? Tal vez más de lo que pensamos, dijo don Ravier pasándose la mano por el bigote. Una mujer enamorada es capaz de cualquier cosa para vengar al hombre que ama.
Y si es ella de verdad, va a ser un placer ajustar las cuentas viejas. El patrón mandó llamar a otros 10 pistoleros de los ranchos vecinos. Hombres conocidos por la brutalidad y por la lealtad ciega al patrón. Cácará, matador que gustaba de usar machete, mano de hierro que quebraba huesos solo con los puños, ojo de víbora, tirador certero que nunca erraba el blanco, y otros siete criminales que hacían cualquier servicio por dinero.
“Quiero que se esparzan por la región”, ordenó al grupo. “Vigilen los caminos, las ferias, las cantinas. Si ven a una muchacha bonita platicando con hombres extraños, síganla. Si descubren dónde se esconde esa tal justiciera, no la maten luego luego. Tráiganla viva para mí. ¿Y si reacciona, patrón? Preguntó Cárcará afilando el machete en la piedra de amolar.
Ahí hacen lo que sea necesario, respondió don Ravier con una sonrisa cruel. Pero déjenla respirando lo suficiente para que yo pueda platicar con ella antes de mandarla al infierno. Mientras tanto, en la casa sencilla de Piedra Blanca, Aurora estaba preparando el próximo golpe. Ya había descubierto dónde Juao Sapo acostumbraba a ir los miércoles en una casa de juego en Caborca, donde apostaba el dinero que ganaba matando gente inocente.
Era un hombre más listo que los otros dos, más desconfiado, pero también más codicioso. Y la codicia siempre fue la perdición de muchos cabrones. Dos más para descontar, susurró limpiando el revólver a la luz de la lámpara. Gu sapo y chico Ferreira. Después solo falta el que mandó todo, el patrón maldito. Pero Aurora no sabía que ahora también la estaban cazando.
A partir de esa noche, cada paso que diera sería vigilado, cada movimiento sería calculado en una guerra silenciosa entre la justiciera solitaria y el ejército de asesinos del patrón más poderoso de la región. El desierto estaba a punto de volverse escenario de una cacería donde no había lugar para debilidad o piedad.
Y en medio de esa guerra solo iba a sobrar quien fuera más listo, más rápido y más frío en la hora de apretar el gatillo. La noticia de que el patrón don Ravier Herrera había puesto un ejército de pistoleros para cazar a la misteriosa justiciera, se esparció por el desierto como reguero de pólvora.
La gente de las ferias y de las cantinas hablaba bajo con miedo de ser oída por los espías del patrón, pero todos sabían que algo grande estaba pasando en la región. Aurora se dio cuenta del cambio en el aire. En las últimas semanas había visto hombres extraños en las ferias donde acostumbraba a aparecer, tipos de cara cerrada que se quedaban observando a las personas, poniendo demasiada atención en las mujeres bonitas que pasaban.
No era tonta. Sabía que había metido la mano en un avispero y que ahora también la estaban cazando. Por eso cambió de estrategia una vez más. En lugar de aparecer en las ferias y cantinas, decidió ir detrás del tercer asesino en su propio refugio. Juan Sapo frecuentaba todos los miércoles una casa de juego en Caborca, un lugar mal afamado donde se reunían los peores criminales de la región para apostar, beber y contar las propias maldades.
El martes de una semana de abril, Aurora salió de piedra blanca montada en el caballo del padre, pero no siguió por el camino principal. Conocía el desierto como la palma de la mano. Desde niña corría por esas veredas detrás del ganado perdido o recogiendo leña para el fuego.
Agarró un sendero que pasaba por dentro del desierto entre los órganos y los mezquites, donde ningún pistolero del patrón pensaría en buscar. La casa de juego quedaba en los fondos de una cantina, en un cuartito oscuro que olía a tequila agrio y sudor de hombre nervioso. Aurora llegó ahí a media tarde cuando el movimiento estaba flojo y se escondió en una mata de choya que daba vista a la puerta de atrás.
iba a esperar las horas que fueran necesarias para agarrar a Juao Sapo solo. El pistolero llegó cuando el sol empezó a inclinarse hacia el poniente, montado en un caballo negro y acompañado de otros dos canallas que Aurora no conocía. Juan Sapo era un hombre de estatura mediana, flaco como vara de pescar, con una cicatriz que le cortaba la cara de la oreja hasta la comisura de la boca.
Decían que había ganado esa marca en una pelea de machete en Guaimas y que desde entonces nadie más había tenido valor de enfrentarlo cuerpo a cuerpo. Los tres hombres entraron a la casa de juego y luego se oyó el ruido de las fichas y de las conversaciones altas. Aurora siguió esperando con la paciencia de quien ya había aprendido que la venganza es un plato que se come frío.
Sabía que más temprano o más tarde Juan Sapo tendría que salir solo, aunque fuera solo para hacer sus necesidades. Fue casi a medianoche cuando el pistolero salió a orinar detrás de la cantina. Estaba medio borracho, tambaleándose un poco, pero todavía alerta bastante para desconfiar de cualquier movimiento extraño.
Aurora esperó que se alejara un poco más de la puerta. Después salió despacio de la mata haciendo el mínimo ruido posible. Juan Sapo lo llamó con la voz baja pero firme. El pistolero se volteó rápidamente, ya llevando la mano al cabo del revólver, pero cuando vio a una muchacha bonita parada en la sombra, relajó un poco la guardia.
¿Quién eres? ¿Qué quieres conmigo? Soy alguien que tiene una cuenta que ajustar”, respondió Aurora saliendo de la sombra con el arma en la mano. “Mataste a Juan Hermoso en la sierra del crucero.” Juan Sapo abrió los ojos, entendiendo finalmente lo que estaba pasando. “Tú eres la tal justiciera que anda matando a nuestro personal, la muchacha de piedra blanca.
” “Soy,”, dijo ella, apuntando el revólver al pecho del asesino. “Y tú eres el tercero de mi lista. El pistolero trató de sacar el arma, pero Aurora fue más rápida. El estampido resonó en la noche silenciosa y Juan Sapo cayó de espaldas con un agujero justo en medio del pecho. Todavía trató de decir algo, pero solo salió sangre de la boca antes de que entregara el alma al Aurora guardó el revólver y se preparó para salir de ahí lo más rápido posible.
Pero cuando se volteó para regresar a la mata donde había dejado el caballo, se llevó un susto de los grandes. Tres hombres armados bloqueaban el camino y por las sonrisas malvadas que tenían en la cara, no eran gente de bien. “Pues pues, pues dijo el que parecía ser el líder, un pistolero alto y flaco con una cicatriz en el cuello.
Parece que finalmente pescamos a la famosa aurora del desierto. ¡Cárcará! gritó uno de los hombres desde adentro de la casa de juego. ¿Qué ruido fue ese? Nada de más, chico Ferreira, respondió el hombre de la cicatriz. Solo pesqué un pez grande aquí afuera. Aurora se dio cuenta de que había caído en una trampa. Los pistoleros del patrón ya sabían quién era ella y habían usado a Juan Sapo como carnada para atraerla.
Ahora estaba cercada por tres asesinos y pronto también aparecería Chico Ferreira, el último de su lista. El patrón don Ravier mandó decir que quiere platicar contigo dijo Cárcará apuntando el machete hacia ella. Puedes venir por las buenas o por las malas, pero vas a venir de todos modos. Prefiero por las malas”, respondió Aurora con esa sonrisa fría que helaba la sangre de cualquier cristiano.
Y ahí, en los fondos de esa cantina mal afamada, con la luna llena iluminando el desierto y el olor de sangre en el aire, empezó la pelea que iba a decidir si la justiciera del desierto seguiría viva para completar su venganza, o si se volvería una víctima más de la maldad de los hombres sin alma.
El desierto aguantó la respiración esperando para ver quién saldría vivo de esa cacería brava en la oscuridad de la noche. El cerco estaba cerrado, pero Aurora del desierto no era mujer de rendirse fácil. Con un movimiento rápido como víbora atacando, se tiró detrás de un barril de tequila que estaba recargado en la pared de la cantina, escapando por poco de una machetada de carcará que pasó raspando la oreja.
“Agárrenla viva!”, gritó Chico Ferreira, que había salido corriendo de la casa de juego al oír la confusión. El patrón quiere platicar con esa antes de mandarla al infierno, pero agarrar a Aurora Viva no estaba haciendo tarea fácil. La muchacha conocía bien ese tipo de construcción. Toda cantina del desierto era hecha del mismo modo y ella había crecido ayudando al Padre a cuidar del ganado.
“Prendan fuego a los establos”, gritó Chico Ferreira, perdiendo la paciencia. Si no sale, va a morir quemada como rata en el agujero. Pero el patrón, don Ravier Herrera, que había salido de la casa grande al oír los tiros, no le gustó nada la idea. No, animal, la quiero viva. Tengo una cuenta personal que ajustar con esa Aurora oyó la discusión de los hombres y se dio cuenta de que tenía una ventaja.
No podían usar fuego ni explosivos mientras quisieran agarrarla con vida. Eso le daba tiempo para planear una manera de escapar de ahí y llevarse por lo menos a uno de los dos principales enemigos. Fue cuando tuvo una idea arriesgada, pero que podía resultar. Salió despacio del escondite con las manos levantadas en señal de rendición, caminando hacia donde estaban Chico Ferreira y el patrón. Alto! Gritó, “Dejen de disparar, me rindo.
” Los pistoleros bajaron las armas, pero siguieron apuntando hacia ella. Aurora caminaba despacio, fingiendo estar derrotada, pero los ojos calculaban cada distancia, cada movimiento que necesitaba hacer. Muy bien, dijo el patrón don Ravier Herrera, acercándose con esa sonrisa cruel que lava la sangre de cualquier cristiano.
Finalmente, la famosa aurora del desierto decidió aparecer enfrente de mí. “¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando este momento?” “Sé sí”, respondió ella, parándose a unos 3 m de distancia de los dos hombres. Desde esa noche en que una niña de 12 años tuvo valor de enfrentar a un gusano como usted, la cara del patrón se torció de rabia.
Esa noche debería haberte matado a ti y a toda tu familia de una vez. Habría evitado mucho trabajo, pero no mató. Dijo Aurora con esa sonrisa dulce que siempre precedía la muerte. Y ahora va a pagar por todos los pecados de una vez. No va a pagar nada. Se rió. Chico Ferreira. Quien va a pagar eres tú, Vas a morir despacio, sufriendo por cada uno de nuestros hombres que mataste.
Fue cuando Aurora hizo el movimiento que había planeado. Con una rapidez que ninguno de los hombres esperaba, se tiró hacia Chico Ferreira, el más peligroso de los dos. La navaja que había escondido en la manga cortó el aire y se clavó en el cuello del pistolero antes de que pudiera reaccionar.
Chico Ferreira soltó un grito ronco llevándose las manos a la garganta mientras la sangre brotaba entre los dedos. Todavía trató de sacar el revólver, pero Aurora fue más rápida, agarrando el arma de la mano de él y alejándose antes de que el patrón pudiera disparar. “Chico!”, Gritó don Ravier Herrera, viendo a su brazo derecho caer de rodillas en el suelo. mataste a mi mejor hombre.
Y ahora solo falta usted, dijo Aurora, apuntando el revólver que había quitado a Chico Ferreira, el último nombre de mi lista de venganza. Pero el patrón no estaba solo. Los otros pistoleros empezaron a acercar a Aurora de nuevo y ella se dio cuenta de que aún habiendo matado a Chico Ferreira, todavía estaba en gran desventaja numérica.
Necesitaba salir de ahí si quería vivir para completar la venganza. Con un tiro certero, reventó la lámpara que iluminaba el patio, sumiendo todo en la oscuridad. En la confusión que siguió, corrió hacia los caballos que estaban amarrados cerca del portón de la cantina. “No la dejen escapar”, berreó el patrón.
500 pesos para quien me traiga la cabeza de esa Pero Aurora ya estaba montada en uno de los mejores caballos de la cantina, galopando hacia el portón como si el estuviera detrás de ella. Los guardias trataron de cerrar el paso, pero ella disparó certero, tumbando a uno y haciendo que el otro se tirara al suelo.
El caballo saltó el portón bajo y disparó por el camino, levantando una nube de polvo rojo que se mezclaba con la luz de la luna llena. Atrás de ella, el sonido de los cascos de otros caballos anunciaba que la persecución iba a continuar hasta el amanecer. Pero Aurora del desierto había cumplido la mayor parte de su promesa. Cuatro de los cinco asesinos de su novio estaban muertos.
Se pequeño, Bastián Niño, Juan Sapo y ahora Chico Ferreira. Solo faltaba el patrón don Ravier Herrera, el que mandó toda la desgracia, el hombre que había destruido su vida por pura maldad. Y ella ya sabía exactamente cómo iba a hacer para acabar con el último enemigo. Iba a usar la misma arma que había usado con todos los otros, el beso dulce que precedía la muerte, la sonrisa cariñosa que anunciaba el fin.
El desierto aguantó la respiración, esperando por el enfrentamiento final entre la justiciera solitaria y el patrón más poderoso de la región. Una guerra que solo iba a terminar cuando uno de los dos estuviera muerto y enterrado en la tierra seca del norte mexicano. La persecución duró tres días y tres noches. Aurora cabalgaba por las veredas más escondidas del desierto, conociendo cada barranca, cada atajo, cada aguaje donde podía parar para descansar y dar agua al caballo.
Detrás de ella, los pistoleros del patrón don Ravier Herrera seguían como jauría de perros rabiosos, decididos a agarrar a la mujer que había osado invadir la fortaleza del patrón y matar a su brazo derecho. Pero el desierto era aliado de aurora. La tierra seca la protegía con sus espinas y sus sombras.
Los pájaros avisaban cuando los perseguidores se acercaban y hasta el viento parecía soplar a favor de ella, levantando polvo en los senderos para confundir los rastros que dejaba. En la tercera noche, cuando la luna menguante apenas iluminaba la tierra rajada, Aurora llegó a un lugar que conocía desde niña, la gruta de la santa, una grieta entre dos sierras donde había una iglesita abandonada y un panteón antiguo.
Allí, muchos años antes, los primeros pobladores de la región habían enterrado a sus muertos e hecho sus oraciones. Ahora era solo ruina y silencio, pero todavía había algo de sagrado en ese lugar olvidado. Aurora desmontó el caballo y entró a la iglesita. El techo se había caído en algunos puntos, pero el altar todavía estaba en pie con una imagen de la Virgen de Guadalupe, mirándola con esos ojos llenos de compasión.
Se arrodilló enfrente de la santa e hizo una oración que venía del fondo del corazón. Mi Virgencita susurró, “mañana voy a encontrar al último hombre de mi lista. Si es de su voluntad, deme fuerzas para completar la venganza que prometía mi Juan, y si tengo que morir intentando que sea con dignidad, como una cristiana que siempre respetó su palabra.
” Durmió ahí mismo en el suelo de la iglesia, soñando con Juan hermoso y con los días felices que habían vivido juntos. En el sueño él aparecía montado en trueno, sonriendo de esa manera cariñosa que hacía derretir el corazón de ella. “Ya está casi acabado, mi amor”, decía él. “Un poquito más y podremos descansar en paz.
” Cuando amaneció, Aurora sabía exactamente lo que tenía que hacer. No iba a esperar que el patrón viniera detrás de ella. Iba a buscarlo. Iba a ofrecer el enfrentamiento final en un lugar. y a una hora que ella escogiera. Porque una mujer que ya había perdido todo, no tenía nada más que temer, solo una promesa que cumplir.
Montó el caballo y siguió hacia Hermosillo, donde sabía que el patrón don Ravier Herrera iba a estar esa tarde de sábado. Todos los fines de semana, el maldito iba a la ciudad a cobrar las rentas de las casas que tenía, beber en el bar del hotel y presumir con la gente como si fuera el dueño del mundo. Era un hombre de costumbres y Aurora iba a usar esas costumbres contra él.
Llegó a la ciudad cuando el sol estaba en medio del cielo, causando revuelo entre las personas que la reconocieron. La fama de aurora del desierto ya había corrido por todo el norte. Todo mundo sabía de la mujer que besaba con dulzura y enterraba con un balazo. Algunos huían con miedo, otros se escondían en las casas, pero había quien se quedaba mirando de lejos, curioso para ver lo que iba a pasar.
El patrón estaba en el bar del hotel central bebiendo coñac y jugando cartas con otros ascendados de la región. había venido con apenas dos pistoleros, pensando que en plena ciudad, rodeado de gente conocida, estaba seguro de cualquier ataque.
No se imaginaba que Aurora iba a tener el valor de enfrentarlo en público enfrente de todo mundo. Aurora amarró el caballo enfente del hotel, se acomodó el cabello y entró despacio al salón. Vestía un vestido sencillo, pero que realzaba su belleza natural y en la cara tenía esa sonrisa dulce que engañaba a cualquier hombre. Cuando apareció en la puerta del bar, las conversaciones pararon y un silencio pesado se apoderó del ambiente.
El patrón, don Ravier Herrera, levantó los ojos de las cartas y los abrió al ver quién había llegado. Aurora del desierto, murmuró soltando las cartas en la mesa. ¿Qué atrevimiento es este? ¿Cómo te atreves a aparecer aquí? Vine a terminar nuestra plática, respondió ella. caminando despacio hacia la mesa donde el patrón estaba sentado. La plática que empezó hace muchos años cuando usted quiso deshonrar a mi madre.
“Guardias!”, gritó don Ravier, pero los dos pistoleros que habían venido con él dudaron. Había algo en esa mujer, en esa caminada serena, en esa sonrisa tranquila que helaba la sangre de cualquier cristiano. No necesita llamar a nadie, dijo Aurora parándose a pocos metros de la mesa. Vine aquí para hacerle una propuesta.
¿Qué propuesta? preguntó el patrón con la voz medio ronca de nerviosismo. Un duelo respondió ella, solo usted y yo, cara a cara, como gente de honor. Si yo gano, nuestra guerra termina aquí. Si usted gana, puede hacer conmigo lo que quiera.
El patrón miró alrededor y vio que todo mundo en el bar estaba poniendo atención a la conversación. Había ascendados importantes ahí, comerciantes, gente que lo respetaba por la fama de valiente. No podía echarse para atrás enfrente de todo mundo. No podía dejar que una mujer lo desafiara sin aceptar. “Está bien”, dijo levantándose de la silla. “Acepto tu duelo, pero cuando yo gane vas a morir despacio, pidiendo perdón por cada uno de mis hombres que mataste.
Y cuando yo gane, sonrió Aurora, usted se va al infierno a pagar por todas las maldades que hizo en la vida. Los dos salieron del bar, seguidos por toda la gente que estaba ahí adentro. En la calle se formó una rueda de curiosos que venían de todos los rincones para ver el duelo más famoso que Hermosillo había visto. Aurora del desierto contra el patrón don Ravier Herrera, la justiciera contra el tirano. En una pelea que solo iba a terminar con uno de los dos muerto en el suelo.
Ellos se pusieron a 20 pasos de distancia en medio de la calle principal con el sol de mediodía creando sombras cortas y nítidas en el suelo de tierra batida. El silencio era total. Ni perro ladraba, ni gallina cacareaba, como si toda la ciudad estuviera aguantando la respiración.
En la cuenta de tres”, gritó el padre de la ciudad que había aparecido para bendecir el duelo. Uno, dos, pero antes de que llegara al tres, pasó algo que nadie esperaba. Aurora no sacó el arma. En lugar de eso, caminó hacia el patrón con esa sonrisa dulce que se había vuelto su marca registrada. “¿Qué estás haciendo?”, preguntó don Ravier, confundido, con la mano parada en el cabo del revólver.
“Vine a dar mi último beso”, respondió ella, llegando bien cerca del hombre que había destruido su vida. Y ahí, enfrente de toda la ciudad de Hermosillo, Aurora del desierto besó al patrón don Ravier Herrera en la boca. Un beso largo, dulce, que dejó al viejo canaya tan confundido que se olvidó completamente de sacar el arma. Cuando se separaron, Aurora sonrió una última vez.
Ahora se puede ir al infierno en paz, susurró clavando la navaja justo en el corazón del patrón. El patrón don Ravier Herrera cayó de rodillas en medio de la calle con las manos apretando el cabo de la navaja que Aurora había clavado en el pecho. Los ojos pequeños y malvados se abrieron de sorpresa, como si hasta el último momento no pudiera creer que una mujer había logrado matarlo.
¿Cómo? Logró murmurar con la sangre escurriendo por la boca. Así, respondió Aurora, con una voz serena como agua de manantial, con el corazón lleno de amor por quien ya murió y las manos llenas de justicia para quien todavía estaba vivo. El patrón trató de decir algo más, pero ya no tenía fuerza.
Cayó boca abajo en el polvo de la calle y ahí se quedó, con los brazos estirados y los ojos vidriosos mirando la tierra que había pisoteado durante tantos años. El polvo rojo del desierto bebió su sangre como si fuera lluvia después de una sequía brava. Un silencio de muerte se apoderó de la ciudad. Las personas que habían venido a ver el duelo se quedaron paradas como estatuas, sin saber si debían aplaudir o correr.
Los dos pistoleros del patrón miraron el cuerpo del patrón después a Aurora y tomaron la decisión más inteligente de sus vidas. Montaron en los caballos y dispararon camino afuera sin mirar atrás. Aurora se limpió las manos en el reboso, guardó la navaja en la bota y caminó despacio hacia el caballo. Nadie trató de impedírselo, nadie dijo una palabra.
Había algo en esa mujer, en esa manera serena, de quien había cumplido una promesa sagrada que inspiraba más respeto que miedo. Cuando montó en el caballo, el padre de la ciudad se acercó. Era un hombre viejo y sabio que había visto mucha cosa mala en la vida y sabía distinguir el pecado de la justicia. Mi hija le dijo bajito, “¿Qué vas a hacer ahora?” Aurora lo miró con esos ojos cafés que habían visto tanto dolor y tanta maldad. “Me voy, Padre, mi misión aquí está cumplida.
¿Y para dónde vas? para el lugar donde todas las almas cansadas van cuando terminan su caminada.” Respondió ella con una sonrisa triste para el horizonte donde el cielo se encuentra con la tierra. Le echó una última mirada al cuerpo del patrón tirado en el polvo. Se persignó y tocó el caballo. El animal partió al trote, levantando una nube de polvo rojo que envolvió la silueta de la mujer que se había vuelto leyenda.
La gente de la ciudad se quedó parada viendo a Aurora alejarse por la calle principal. Iba despacio, sin prisa, como quien no tiene lugar cierto a donde llegar. El vestido sencillo se movía en el viento. El cabello negro brillaba en el sol de la tarde y había una paz en su manera de cabalgar que contrastaba con toda la violencia que había marcado los últimos meses.
Cuando llegó a la salida de la ciudad, en la curva donde el camino se perdía detrás de la sierra, Aurora paró el caballo y miró hacia atrás una última vez. Hermosillo era solo un puntito en medio del desierto inmenso, una ciudad que iba a continuar su vida como si nada hubiera pasado. Pero ella sabía que la historia de lo que había hecho ahí iba a ser contada y recontada en las ferias y en las cantinas, en las noches de luna y en las tardes de fogata, hasta volverse leyenda para siempre. Juan susurró al viento, nuestra cuenta está cerrada. Todos los
que te hicieron mal pagaron el precio. Ahora puedo descansar en paz. tocó el caballo de nuevo y siguió camino afuera hacia el horizonte rojo, donde el sol empezaba a inclinarse. El polvo que el animal levantaba subió al cielo como humo de altar y poco a poco la silueta de aurora se fue haciendo más pequeña, más distante, hasta desaparecer completamente en la línea donde la tierra se encontraba con el cielo. Algunos juraron que la vieron pasar por el pueblo de piedra blanca.
echando una última mirada a la casa donde había crecido. Otros dijeron que la encontraron en el camino de Caborca, siempre siguiendo hacia el sol poniente. Pero la verdad es que nadie más vio a Aurora del desierto después de ese día en Hermosillo. Lo que quedó fue la historia, la leyenda de la mujer que besaba con dulzura y enterraba con un balazo, que hizo justicia con las propias manos cuando la ley no llegaba.
que amó de verdad y se vengó de verdad, sin miedo de la muerte ni del Y hasta hoy, cuando el viento levanta el polvo rojo en los caminos del desierto, hay gente que jura ver a una mujer montada en un caballo yendo hacia el horizonte, cargando en el pecho el amor eterno y en las manos la justicia que nunca falla. Dicen que ella todavía cabalga por ahí en las noches de luna llena, protegiendo a los débiles y castigando a los malvados.
Porque existen amores que ni la muerte logra matar y existen promesas que atraviesan los siglos sin perder la fuerza. El polvo bajó, pero la leyenda se quedó para siempre en los corazones del pueblo norteño. Pasaron 10 años desde que Aurora del Desierto se perdió en el horizonte rojo del desierto y la historia de ella había corrido por todo el norte, de boca en boca, de feria en feria, de fogata en fogata.
La gente sencilla había transformado a la muchacha de piedra blanca en una leyenda viva, en una santa de los oprimidos, en una justiciera que nunca dejó pasar maldad en blanco. En las noches de luna llena, cuando el viento susurraba entre los órganos, los viejos se reunían en los portales y contaban las hazañas de aurora a los niños de ojos abiertos.
Cómo se había vuelto pistolera por amor, cómo había matado a cinco asesinos con las propias manos. Cómo había besado a los enemigos antes de mandarlos al infierno. Era una mujer de valor bravo, decía don Antonio de las Piedras, vaquero jubilado que le gustaba contar historias, pero no era malvada, no.
Solo hacía justicia donde la ley no llegaba. solo protegía a quien no tenía quien lo protegiera. “Mi abuela la conoció”, contaba doña Raimunda de la Guaje, tejedora respetada de la región. Dijo que era la muchacha más bonita que había pisado esta tierra, pero que cuando se enojaba los ojos se le volvían dos pedazos de carbón encendido.
Y así la leyenda crecía, ganaba detalles nuevos cada vez que era contada. Algunos juraban que Aurora todavía aparecía de vez en cuando montada en un caballo fantasma, ayudando a mujeres que recibían golpes de los maridos violentos. Otros decían que protegía a los niños perdidos en el monte, guiándolos de regreso a casa en las noches de tormenta.
En la ciudad de Hermosillo, donde había pasado el duelo final, levantaron una pequeña cruz de madera en el lugar donde el patrón don Ravier Herrera había caído muerto. Pero no era para recordarlo a él, era para marcar el lugar donde la justicia había vencido a la tiranía, donde una mujer valiente había puesto fin a los desmanes de un hombre sin alma.
El padre nuevo de la ciudad, un muchacho idealista que había venido del seminario de Guadalajara, trató algunas veces de hablar contra la glorificación de la violencia, pero la gente no le hizo caso. Sabían la diferencia entre el bien y el mal, entre la venganza justa y la crueldad gratuita. Aurora del desierto se había vuelto de esperanza para quien no tenía más esperanza.
En Piedra Blanca, la casa donde Aurora había crecido se volvió punto de romería. Don Lucio de la Vega y doña Samantha ya habían muerto de viejos, pero la casita de adobe seguía en pie, cuidada por los vecinos como si fuera un lugar sagrado. Mujeres que sufrían violencia de los maridos venían ahí a rezar pidiendo valor a Aurora para enfrentar a los hombres cobardes.
“Mi hija!”, susurraba una viuda arrodillada enfrente de la casa. Dame fuerza para criar a mis chamaquitos sola, sin dejarme humillar por nadie. Aurora pedía una muchacha que había recibido golpes del novio borracho. Enséñame a ser fuerte como fuiste tú, a no bajar la cabeza para hombre que no me respeta. Y parecía que las oraciones eran escuchadas. Las mujeres que visitaban la casa de Aurora salían de ahí.
diferentes, más valientes, más decididas a no aceptar desafueros de nadie, como si el espíritu de la justiciera todavía viviera ahí, dando fuerza a quien necesitaba. Los cantadores de feria compusieron versos sobre ella que eran cantados de Tijuana a Tampico. Aurora del desierto era muchacha de valor.
Cuando amaba amaba cierto. Cuando mataba, hacía justicia. Besaba con dulzura. tiraba con certeza dejó fama en el desierto de mujer de naturaleza. Hasta los bandoleros famosos respetaban la memoria de ella. Cuando Pancho Villa pasó por la región años después, mandó a sus hombres dejar una corona de flores en la cruz de Hermosillo. “Esa mujer tenía corazón de revolucionario.
” Dijo a sus muchachos. “Sabía que justicia no se pide, se hace.” Pero el recuerdo más bonito se quedó con Trueno, el caballo que había sido de Juan hermoso. El animal había sobrevivido a la emboscada en la sierra del crucero y vivió muchos años después, siempre suelto, pastando donde quería.
Los vaqueros de la región juraban que en las noches de luna llena, Trueno salía corriendo por el desierto, relinchando bajito, como si estuviera buscando al dueño muerto. Y en una de esas noches, un niño pastor juró que vio a Trueno parar en una ondonada y bajar la cabeza como si saludara a alguien.
Cuando el niño se acercó para ver mejor, había en el suelo huellas de dos caballos, las de trueno y otras más pequeñas, delicadas, como si fueran de una yegua. Pero no había yegua por ningún lado. Era ella, contó el niño después con los ojos brillando. Era Aurora que había venido a visitar al caballo del novio, montada en un caballo de viento que no deja rastro en la tierra.
Y así la leyenda creció, se esparció, se volvió parte del alma del desierto. Aurora del desierto no había muerto. Se había vuelto parte del viento que sopla en el monte, del polvo que baila en los caminos, del valor que nace en el corazón de las mujeres que no se dejan quebrar. Hasta hoy, cuando una mujer necesita fuerza para enfrentar la maldad de los hombres, mira al horizonte y susurra, “Aurora, ayúdame.
” Y el viento responde, trayendo valor, trayendo esperanza, trayendo la certeza de que el amor verdadero y la justicia verdadera nunca mueren. Porque existen historias que son más que historias. Son el alma de un pueblo, la fuerza de una tierra, la memoria de quien no se deja vencer nunca.
Y cuando la luna llena ilumina el desierto y el polvo rojo baila en el aire, todavía se oye el eco de esas palabras que quedaron grabadas para siempre en el corazón del norte. Quien ama de verdad lucha hasta el final. Quien sufre injusticia encuentra una manera de hacer justicia. Quien murió no se cayó. Se volvió canto en el viento, rezo en el monte, polvo que baila en el camino.
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