Miguel llegó temprano aquella mañana gris. Llovía ligeramente cuando estacionó su destartalada camioneta Nissan frente al atrio. El templo de cantera rosa y tesontle rojo se alzaba majestuoso a pesar de las grietas que surcaban su fachada. Las gárgolas desgastadas parecían observarlo con recelo mientras cruzaba el umbral.

Buenos días, don Miguel, saludó el padre Sebastián. un hombre de unos 60 años con el cabello completamente blanco. Hoy comenzaremos con el muro norte, ¿verdad? Así es, padre. Mis muchachos llegarán en cualquier momento. Según los planos que nos proporcionó Elina, detrás de ese muro podría haber una capilla auxiliar que fue sellada durante las leyes de reforma.
El padre Sebastián asintió con gesto grave. Las monjas concepcionistas ocuparon el convento anexo hasta 1867. Muchas prefirieron emparedarse antes que abandonar su clausura. Miguel sintió un escalofrío involuntario. Las historias sobre monjas emparedadas siempre le habían parecido terribles, pero nunca había trabajado en un sitio donde esas leyendas pudieran ser reales.
Para las 8 de la mañana, su equipo de cinco albañiles ya estaba preparando el equipo. Tomás, el más joven, apenas 18 años, parecía inquieto mientras miraba los altos muros de la iglesia. ¿Qué te pasa, muchacho?, preguntó Miguel. Nada, jefe. Es solo que mi abuela me contó historias sobre este lugar. Dice que por las noches se escuchan cantos de monjas.
Los demás trabajadores rieron, pero Miguel notó que sus risas sonaban forzadas. “Pues si las escuchamos, les pedimos que nos ayuden a cargar el cemento”, bromeó para aligerar la tensión. comenzaron a trabajar en el muro norte, una estructura de casi 7 m de altura y 12 de largo. Según los arquitectos del INA, ese muro había sido añadido a finales del siglo XIX, ocultando una sección más antigua del templo.
Al mediodía, los cinceles y martillos habían abierto un boquete de medio metro en la parte central del muro. Miguel se acercó a inspeccionar el avance cuando notó algo extraño en el interior. La abertura dejaba ver no solo la pared original de piedra, sino lo que parecía ser un pasaje estrecho. “Raúl, tráeme la lámpara”, pidió Miguel intrigado.
Cuando iluminó el interior, el as de luz reveló un corredor angosto que se perdía en la oscuridad. Un aire frío y húmedo, con un olor peculiar a incienso viejo, emergía del pasadizo. “Jefe,” murmuró Tomás. Escucha eso. Todos guardaron silencio. Al principio, Miguel no oyó nada, pero luego, muy débilmente le pareció distinguir un murmullo lejano, como de voces femeninas, entonando un canto gregoriano.
Es solo el viento en los ductos viejos de ventilación, dijo con firmeza, aunque ni él mismo estaba convencido. El padre Sebastián se acercó curioso por el descubrimiento. Dios mío, susurró, creo que han encontrado el acceso al coro de las monjas. Esto podría ser un hallazgo extraordinario, explicó el arqueólogo mientras examinaba el estrecho corredor con una linterna más potente.
El convento de las concepcionistas fue parcialmente demolido en 1867, pero siempre se rumoreó que existían pasajes secretos que las monjas utilizaban para moverse entre el convento y la iglesia sin ser vistas. Miguel observó como el doctor Montero tomaba fotografías y hacía anotaciones en su libreta. La tarde avanzaba y la luz natural comenzaba a escasear, filtrándose cada vez menos por los vitrales polvorientos de la iglesia.
Necesitaremos instalar iluminación adecuada antes de explorar más allá, dictaminó el arqueólogo. Propongo que valemos el área y continuemos mañana a primera hora. Mientras el equipo recogía las herramientas, Miguel notó que Tomás permanecía inquieto, mirando constantemente hacia la abertura en el muro.
“¿Sigues pensando en los fantasmas, muchacho?”, le preguntó intentando sonar jovial. “Jefe, le juro que escuché voces”, insistió Tomás. Y no era el viento, eran cantos como de misa, pero solo de mujeres. Miguel puso una mano en el hombro del joven. Mañana vendrá un equipo especializado. Ellos se encargarán de investigar qué hay allí dentro. Esa noche Miguel no pudo dormir bien.
Vivía solo en un pequeño departamento en la colonia Guerrero, a unas 20 cuadras de la iglesia. Su esposa había fallecido hace 3 años y sus hijos ya adultos vivían en Querétaro. El silencio de su hogar solía reconfortarlo, pero esa noche cada crujido del viejo edificio lo sobresaltaba. Cerca de las 3 de la madrugada, su teléfono sonó.
Era Raúl, uno de sus trabajadores. Jefe, perdónela ahora. La voz de Raúl sonaba agitada. Es Tomás. regresó a la iglesia. ¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes? Me mandó un mensaje hace una hora. Dijo que quería comprobarlo de las voces. No contesta su celular. Ahora intenté llamar al padre Sebastián, pero tampoco responde. Miguel se vistió apresuradamente.
La lluvia había arreciado y las calles del centro histórico estaban prácticamente desiertas cuando llegó a la iglesia de San Luis. Para su sorpresa, la puerta lateral estaba entreabierta. Una débil luz amarillenta se filtraba desde el interior. Tomás llamó mientras entraba, pero solo el eco de su propia voz le respondió.
Avanzó por la nave principal, iluminándose con la linterna de su celular. El az de luz bailaba sobre los bancos vacíos y los santos de madera que parecían observarlo desde sus nichos. Al acercarse al muro norte, notó que la abertura que habían hecho era ahora mucho más grande. Alguien había seguido trabajando durante la noche.
“Tomás, ¿estás ahí?”, volvió a llamar acercándose al hueco en la pared. Fue entonces cuando lo escuchó claramente, un coro de voces femeninas entonando lo que parecía ser un requiem en latín. El canto provenía del interior del pasadizo, pero ahora sonaba mucho más claro, como si las cantoras estuvieran a pocos metros de distancia.
Miguel sintió que el bello de su nuca se erizaba. El canto era hermoso, pero había algo profundamente perturbador en esas voces etéreas que emergían de un lugar que había estado sellado por más de un siglo. Tomás llamó una vez más con voz quebrada mientras dirigía su linterna hacia la oscuridad del pasadizo. La luz reveló una figura al final del corredor.
No era Tomás, sino lo que parecía ser una mujer vestida con un hábito blanco y negro dándole la espalda. “Señora, no debería estar aquí”, dijo Miguel con voz temblorosa. “Este lugar es peligroso.” La figura no respondió ni se movió. Miguel tragó saliva y armándose de valor, comenzó a avanzar por el corredor.
El espacio era tan angosto que apenas cabían sus hombros y tenía que caminar ligeramente de lado. El aire se volvía más denso y frío conforme avanzaba, con ese persistente aroma a incienso viejo, mezclado ahora con algo que le recordaba a tierra húmeda. “¿Has visto a un muchacho joven?” ¿Se llama Tomás? Preguntó mientras se acercaba cautelosamente.
Cuando estaba a unos 5 metros de la figura, esta comenzó a girarse lentamente. Miguel dirigió el as de luz hacia el rostro de la mujer y lo que vio le heló la sangre. Bajo la toca blanca no había un rostro humano reconocible, sino una masa de piel arrugada, amarillenta como pergamino viejo, estirada sobre huesos prominentes. Donde deberían estar los ojos, solo había cuencas vacías y oscuras.
Miguel retrocedió horrorizado, tropezando en el estrecho pasillo. La linterna cayó de sus manos rodando por el suelo de piedra. En la penumbra creyó ver que la figura avanzaba hacia él con movimientos espasmódicos. Desesperado, Miguel se dio la vuelta y corrió hacia la salida del pasadizo. Al emerger nuevamente en la nave de la iglesia, chocó contra alguien.
Un grito escapó de su garganta antes de reconocer al padre Sebastián, quien lo miraba con expresión de alarma. “Miguel, ¿qué hace aquí a estas horas?”, preguntó el sacerdote sosteniendo una lámpara de aceite anticuada. “Padre, ¿hay alguien ahí dentro?”, exclamó Miguel señalando hacia el pasadizo.
“Y Tomás también entró. Tenemos que encontrarlo.” El padre Sebastián miró hacia la abertura en el muro con expresión grave. “Cálmese, Miguel. Explíqueme qué ha visto. Entre jadeos, Miguel le contó sobre la llamada de Raúl, su llegada a la iglesia, los cantos que había escuchado y la figura del hábito con el rostro desfigurado.
El sacerdote lo escuchó en silencio, con una expresión cada vez más sombría. “Sígame”, dijo finalmente el padre Sebastián. “Hay algo que debe ver. El sacerdote lo condujo hasta la sacristía, una habitación austera con antiguos armarios de madera oscura donde se guardaban los ornamentos litúrgicos. De uno de ellos, el padre extrajo un libro de cuero desgastado.
Este es el diario del padre Antonio Jiménez, quien fue párroco de San Luis entre 1865 y 1872, explicó abriendo el volumen en una página marcada. Cuando las leyes de reforma ordenaron la exclaustración de las órdenes religiosas, algunas monjas concepcionistas se negaron a abandonar su vida de clausura. Miguel observó el manuscrito amarillento con su caligrafía elegante, pero difícil de descifrar.
Según este diario, ocho monjas y la madre superiora se ocultaron en un área secreta del convento. El padre Jiménez les llevaba alimentos y lo necesario para sobrevivir. Pero después del invierno de 1868, cuando fue a visitarlas, las encontró a todas muertas. “Muertas”, repitió Miguel, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
Aparentemente murieron de hambre y frío. El padre Jiménez no pudo visitarlas durante meses debido a una enfermedad. Cuando regresó, encontró sus cuerpos, pero decidió no reportarlo a las autoridades. En lugar de eso, selló la entrada al área donde se ocultaban y ofreció misas por sus almas.
Miguel sintió que le faltaba el aire y cree que ese pasadizo conduce a donde ellas. Es posible. asintió el sacerdote. El padre Jiménez menciona en su diario que las monjas cantaban el oficio divino cada día, incluso en sus últimos momentos. Un ruido proveniente de la iglesia interrumpió su conversación. Ambos hombres regresaron apresuradamente a la nave principal.
Junto al muro abierto estaba Tomás, cubierto de polvo y con una expresión de absoluto terror en el rostro. Tomás, ¿qué pasó? ¿Dónde estabas? Preguntó Miguel, ayudándolo a sentarse en uno de los bancos de la iglesia. El joven albañil tardó varios segundos en responder. Sus labios estaban azules y sus manos heladas, como si hubiera estado expuesto a temperaturas gélidas.
“Las vi, jefe”, murmuró finalmente Tomás con voz quebrada. A las monjas. Están ahí abajo, siguen cantando. El padre Sebastián se acercó con un vaso de agua que había traído apresuradamente de la sacristía. Tomás bebió con dificultad, derramando parte del líquido sobre su camisa polvorienta.
“Hijo, cuéntanos exactamente qué ocurrió”, pidió el sacerdote con tono firme pero amable. Tomás respiró profundamente intentando calmarse. Después del trabajo no podía dejar de pensar en esas voces. Mi abuela siempre decía que las almas que quedan atrapadas necesitan ayuda para encontrar su camino. Su voz se quebró nuevamente. Pensé que podría rezar por ellas, tal vez ayudarlas.
Miguel y el padre Sebastián intercambiaron una mirada de preocupación. Entré por la puerta lateral. Estaba abierta, continuó Tomás. Amplié un poco el agujero en el muro y me metí en el pasadizo. Al principio solo veía oscuridad, pero luego encontré unas escaleras que bajaban.
El pasillo se hacía más ancho abajo, como una cripta. Tomás se estremeció visiblemente al recordar. Entonces escuché los cantos más claros que nunca. Seguí el sonido hasta llegar a una puerta de madera vieja. Cuando la abrí, Tomás cerró los ojos con fuerza, como queriendo borrar la imagen de su mente. Había una capilla pequeña iluminada con velas que no consumían la cera.
Y ellas estaban ahí, nueve figuras con hábitos arrodilladas en reclinatorios cantando con voces que no parecían humanas. ¿Te vieron? Preguntó Miguel sintiendo un nudo en la garganta. Tomás asintió lentamente. Una de ellas, la que parecía estar al frente, giró su cabeza hacia mí.
No tenía ojos, jefe, solo cuencas vacías, pero sentí que me miraba. Entonces se levantó y comenzó a acercarse, mientras las otras seguían cantando como si nada. Corrí, jefe, corrí como nunca en mi vida. El padre Sebastián se persignó y murmuró una breve oración. ¿Crees que me seguirán? Preguntó Tomás con voz temblorosa. Mi abuela decía que si un espíritu te reconoce, puede perseguirte.
Antes de que alguien pudiera responder, el sonido de la pesada puerta principal de la iglesia abriéndose lo sobresaltó. Era el Dr. Montero, el arqueólogo del INAC. Veo que ya están todos aquí. ¿Ha ocurrido algo? Miguel dudó un momento antes de responder. Doctor, creo que deberíamos reconsiderar la exploración de ese pasadizo. El arqueólogo frunció el ceño.
¿Por qué? Han encontrado algo peligroso. Inestabilidad estructural. No exactamente, intervino el padre Sebastián, pero tenemos razones para creer que ese pasadizo podría conducir a un lugar donde murieron varias religiosas en el siglo XIX. Sus restos probablemente sigan allí. El Dr. Montero pareció intrigado en lugar de disuadido.
Eso hace el descubrimiento aún más significativo desde el punto de vista histórico. Con mayor razón debemos documentarlo adecuadamente. Miguel notó como Tomás se tensaba ante la perspectiva de que alguien más entrara al pasadizo. “Doctor”, dijo el albañil con firmeza, “creo que primero deberíamos considerar el aspecto humano.
Si hay restos allí, merecen ser tratados con respeto. Quizás lo apropiado sería que el padre Sebastián realizara algún tipo de servicio antes de que entremos con cámaras y equipos. El arqueólogo pareció reflexionar sobre esto. Supongo que tiene razón, don Miguel. La iglesia sigue siendo un espacio consagrado y debemos respetar sus tradiciones.
El padre Sebastián asintió agradecido. Puedo preparar un responso para las almas de las religiosas que murieron allí, pero necesitaré tiempo para prepararlo adecuadamente. Mientras tanto, sugirió Miguel, podríamos enfocarnos en otras áreas del proyecto que no involucren ese muro en particular.
Finalmente acordaron posponer la exploración del pasadizo hasta el día siguiente, después de que el padre Sebastián realizara los oficios religiosos correspondientes. El Dr. Montero, aunque visiblemente impaciente, aceptó la propuesta. Cuando todos comenzaron a dispersarse para iniciar las labores del día, Miguel se acercó a Tomás, que seguía sentado en el banco con la mirada fija en el suelo.
“¿Estarás bien, muchacho?”, preguntó con genuina preocupación. Tomás levantó la vista. El terror en sus ojos había sido reemplazado por una extraña calma. “Jefe”, murmuró. Mientras corría para salir de allí, una de ellas me agarró del brazo. Mire. Lentamente, Tomás se arremangó la camisa, revelando en su antebrazo cinco marcas oscuras como quemaduras, con la forma exacta de los dedos de una mano pequeña.
“Deberías ir al médico”, le dijo Miguel durante el descanso para comer. “No es algo que un doctor pueda curar, jefe”, respondió Tomás cubriéndose nuevamente el brazo. “Mi abuela me contó historias sobre personas marcadas por los muertos. dice que solo hay dos formas de librarse.
O ellos obtienen lo que quieren o uno muere. Miguel sintió un escalofrío. No digas tonterías, muchacho. Son solo quemaduras. Pero ni él mismo creía en sus palabras. Había visto muchos accidentes en obras, incluyendo quemaduras graves, y ninguna dejaba marcas tan precisas como aquellas. Por la tarde, el padre Sebastián se reunió con ellos.
El sacerdote había pasado horas investigando en los archivos parroquiales y consultando con sus superiores en la Arquidiócesis. He encontrado más información, les comunicó mostrándoles documentos antiguos cuidadosamente preservados en fundas plásticas. Según estos registros, la madre superiora del convento se llamaba Sor Catalina de la Inmaculada Concepción.
Era conocida por su fervor extremo y por imponer disciplinas muy severas a sus novicias. Miguel examinó uno de los documentos, una carta escrita en tinta desvanecida. No puedo leer bien la letra, padre. Es una queja formal presentada por el capellán anterior a la exclaustración.
Acusaba a Zorcatalina de prácticas cercanas a la herejía y de maltrato a las jóvenes novicias. Aparentemente las obligaba a ayunos extremos y vigilias interminables, cantando el oficio divino durante días enteros sin descanso. Tomás, que había permanecido en silencio, intervino repentinamente. La que se me acercó llevaba un crucifijo grande de plata. Las demás parecían temerle. El padre Sebastián lo miró con interés.
Los registros mencionan que Sor Catalina siempre portaba un crucifijo de plata que había pertenecido a su familia por generaciones. Se decía que contenía una reliquia, una astilla de la Vera Cruz. ¿Cree que es ella la que vimos? Preguntó Miguel. Es probable, asintió el sacerdote.
Y si las tradiciones sobre espíritus inquietos tienen alguna verdad, diría que hay algo que no la deja descansar en paz. algo relacionado con la forma en que murieron ella y sus hermanas. El Dr. Montero, que había estado trabajando con sus asistentes en el exterior de la iglesia, se unió a la conversación. A pesar de su escepticismo inicial, el arqueólogo parecía ahora genuinamente intrigado por la historia.
“He estado revisando los planos históricos del conjunto”, comentó desplegando sobre una mesa varios documentos. Según estos existía efectivamente una capilla subterránea utilizada principalmente para la oración privada de las religiosas. Pero hay algo extraño”, señaló un área del plano. Este espacio aparece en los documentos de 1820 como cámara de penitencia.
¿Saben a qué se refiere? El padre Sebastián frunció el ceño. En algunos conventos muy estrictos existían espacios destinados a castigos severos para las monjas que cometían faltas graves. Pero esas prácticas fueron oficialmente prohibidas por la Iglesia a principios del siglo XIX, a menos que Sor Catalina las mantuviera en secreto, sugirió Miguel.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Afuera, el cielo se había oscurecido prematuramente, anunciando otra tormenta. “Mañana realizaré un responso por las almas de estas religiosas”, dijo finalmente el padre Sebastián. Después, si lo desean, podremos entrar para investigar y si encontramos restos humanos, darles una sepultura digna.
Todos asintieron, excepto Tomás, que permanecía extrañamente distante. Cuando terminó la jornada y los trabajadores comenzaron a marcharse, Miguel notó que Tomás no se movía de su lugar, sentado en un banco cerca del altar. No vienes, muchacho. Me quedaré un rato más, jefe. Quiero rezar un poco. Miguel dudó. No le parecía buena idea dejar al joven solo en la iglesia, especialmente después de lo ocurrido la noche anterior. Te acompaño.
Entonces, yo también podría usar una oración. Tomás negó con la cabeza. Prefiero estar solo si no le molesta. Estaré bien, lo prometo. No me acercaré al muro. A regañadientes, Miguel accedió y se marchó con los demás. Sin embargo, apenas había llegado a su casa cuando recibió una llamada de Raúl. Jefe, Tomás no responde a mis mensajes.
Quedamos en encontrarnos después del trabajo y nunca llegó. Miguel sintió una opresión en el pecho. Sin perder tiempo, tomó sus llaves y salió nuevamente hacia la iglesia de San Luis. La tormenta había estallado con fuerza cuando llegó.
Los relámpagos iluminaban intermitentemente la fachada del templo, proyectando sombras fantasmales sobre la cantera rosa. La puerta lateral estaba nuevamente entreabierta. Con el corazón latiéndole aceleradamente, Miguel entró en la iglesia. Un silencio sepulcral reinaba en el interior, apenas interrumpido por el eco lejano de los truenos. Tomás, llamó, su voz reverberando en la nave vacía.
Al acercarse al muro norte, vio que la abertura en la pared había sido ampliada considerablemente. Una débil luz parpade emergía del interior del pasadizo y entonces lo escuchó el canto. Pero esta vez, entre las voces femeninas que entonaban el antiguo requiem latino, Miguel distinguió claramente una voz masculina, joven y temblorosa, la voz de Tomás.
La lluvia golpeaba con fuerza los vitrales de la iglesia y cada pocos segundos un relámpago iluminaba brevemente el interior del templo, proyectando sombras alargadas que parecían danzar sobre los muros antiguos. “Tomás!”, gritó Miguel intentando hacerse oír por encima del canto y la tormenta. No hubo respuesta.
sacó su celular para llamar al padre Sebastián, pero no tenía señal dentro de la iglesia. Estaba solo. Respiró profundamente, sabiendo lo que debía hacer. “Que Dios me proteja”, murmuró persignándose antes de entrar al pasadizo. El corredor era tal como Tomás lo había descrito, un pasaje estrecho que conducía a unas escaleras de piedra que descendían en espiral.
La débil luz que había visto provenía de algún punto en lo profundo. A medida que bajaba los escalones gastados, el canto se hacía más audible, resonando contra las paredes húmedas. Al llegar al final de la escalera, Miguel se encontró en un pasillo más amplio con techo abobedado. El aire era denso y frío, cargado de ese olor a incienso viejo y tierra húmeda.
A unos 20 m, una puerta de madera oscura estaba entreabierta, dejando escapar un resplandor amarillento. Miguel avanzó cautelosamente. El canto ahora era perfectamente claro. Nueve voces femeninas. y una masculina entonando un requiem en latín perfecto. Cuando llegó a la puerta, se detuvo reuniendo el valor necesario para mirar al interior.
Lo que vio lo dejó sin aliento. Era una pequeña capilla subterránea iluminada por docenas de velas que ardían sin consumirse. En el centro había un altar de piedra tallada y frente a él dispuestos en semicírculo 10 reclinatorios. Nueve de ellos estaban ocupados por figuras femeninas con hábitos blancos y negros, sus rostros ocultos bajo tocas que proyectaban sombras sobre facciones que Miguel no podía ni quería distinguir.
En el décimo reclinatorio estaba Tomás arrodillado, con la mirada perdida en el altar mientras cantaba con las monjas. Sus ojos estaban abiertos, pero vacíos de expresión, como si su mente estuviera muy lejos de allí. De pie junto al altar, dominando la escena, se encontraba la figura que Miguel había vislumbrado antes, una monja de estatura imponente con un gran crucifijo de plata colgando sobre su pecho.
A diferencia de las demás, su rostro era parcialmente visible bajo la toca, una piel amarillenta y reseca como pergamino viejo, estirada sobre pómulos prominentes y esas terribles cuencas vacías. donde deberían estar los ojos. Tomás, llamó Miguel en voz baja, sin atreverse a entrar por completo en la capilla. Tomás, mírame.
El joven continuó cantando como si no lo hubiera oído. La monja del crucifijo, sin embargo, giró lentamente su cabeza hacia Miguel. Aunque no tenía ojos, él sintió la intensidad de su mirada invisible, penetrando hasta su alma. Ha venido voluntariamente”, dijo la figura con una voz que sonaba como hojas secas arrastradas por el viento.
“Nuestra congregación necesita sangre nueva.” Miguel sintió que el terror lo paralizaba, pero el afecto por aquel muchacho que veía casi como a un hijo le dio la fuerza para hablar. “No puedes retenerlo aquí. Él pertenece al mundo de los vivos.” La monja soralina, supuso Miguel, inclinó su cabeza como si considerara sus palabras.
Nosotras también fuimos de los vivos una vez, respondió, hasta que el hambre y el frío nos consumieron en este lugar, olvidadas por todos, abandonadas por Dios. A una señal imperceptible de Sorcatalina, las otras monjas dejaron de cantar y giraron sus cabezas hacia Miguel.
Tomás seguía entonando el requiem ahora solo, su voz joven resonando extrañamente en la capilla subterránea. “El pecado fue mío”, continuó Sorcatalina. “les impuse ayunos demasiado severos, vigilias demasiado largas. Cuando el padre Antonio dejó de visitarnos, no teníamos fuerzas para buscar otra salida. Una a una, mis hermanas murieron y yo la última, me consumí en la culpa y el arrepentimiento. Miguel dio un paso adelante, sintiendo una mezcla de terror y compasión.
Si reconoces tu pecado, debes saber que la penitencia no es condenar a otros a tu mismo destino. Deja ir al muchacho. Sorcatalina pareció estremecerse. El crucifijo de plata en su pecho brilló con un destello sobrenatural cuando un trueno retumbó en la superficie.
Durante más de 150 años hemos cantado sin cesar buscando la redención”, dijo la monja. “Pero nuestras voces no llegan al cielo desde este lugar olvidado. Necesitamos a alguien que lleve nuestras oraciones arriba, alguien con el aliento de la vida. Hay otra manera”, respondió Miguel avanzando otro paso. La iglesia puede ofrecer misas por sus almas.
Sus restos pueden recibir sepultura sagrada en campo santo. El padre Sebastián está preparando un responso para ustedes. Las monjas se agitaron ante la mención del responso, murmurando entre ellas con voces que sonaban como el roce del viento entre hojas secas. “¿Es cierto esto?”, preguntó Sor Catalina y por primera vez Miguel percibió vulnerabilidad en su voz espectral.
Lo juro por Dios. Mañana mismo el Padre oficiará un responso y luego vendrán a recuperar sus restos para darle sepultura digna. Sor Catalina permaneció inmóvil durante lo que pareció una eternidad. Finalmente hizo un gesto con su mano descarnada y Tomás dejó de cantar cayendo exhausto sobre el reclinatorio. “Llévese al muchacho”, dijo la monja.
“Pero usted debe prometer que regresará con el sacerdote. Si no cumplen su palabra, vendremos a buscarlos. La marca en el brazo del joven nos permitirá encontrarlo donde quiera que vaya.” Miguel asintió solemnemente. “Tienen mi palabra.” Se acercó a Tomás, quien ahora parecía estar despertando de un sueño profundo. “Jefe,” murmuró confundido.
“¿Dónde estamos? Vámonos, muchacho”, dijo Miguel, ayudándolo a ponerse de pie. “Te explicaré arriba.” Mientras salían de la capilla, Miguel sintió nueve pares de cuencas vacías siguiendo cada uno de sus movimientos. No miró atrás ni una sola vez mientras subían por la escalera espiral.
sosteniendo a Tomás, que apenas podía mantenerse en pie. Al emerger nuevamente en la nave de la iglesia, ambos hombres cayeron de rodillas, respirando agitadamente el aire comparativamente fresco del templo. La tormenta había amainado y un silencio inquietante envolvía el lugar. ¿Qué pasó, jefe?, preguntó Tomás mirando con confusión la abertura en el muro.
Recuerdo que me quedé para rezar y luego escuché los cantos otra vez. Era como si me llamaran por mi nombre. Miguel puso una mano sobre el hombro del joven. Necesitas descansar. Mañana tendremos mucho trabajo. Esa noche ninguno de los dos pudo dormir bien. Miguel llamó al padre Sebastián para contarle lo sucedido y el sacerdote, aunque visiblemente perturbado por el relato, prometió tener todo listo para el responso a primera hora de la mañana.
¿Estamos todos listos? Preguntó el sacerdote mirando con preocupación hacia la abertura en el muro norte. Tomás, que había insistido en estar presente a pesar de su experiencia, asintió nerviosamente. Las marcas en su brazo habían adquirido un tono casi negro como tatuajes antiguos. El grupo se congregó frente al muro.
El padre Sebastián, revestido con los ornamentos litúrgicos, comenzó a recitar las oraciones por los difuntos en latín mientras asperjaba agua bendita hacia el interior del pasadizo. Miguel notó como Tomás se estremecía cada vez que las gotas de agua bendita caían cerca de las marcas en su brazo. Cuando el responso inicial terminó, el padre Sebastián tomó un incensario y liderando la procesión comenzó a descender por el pasadizo.
Miguel y Tomás lo siguieron y detrás de ellos el doctor Montero y sus dos asistentes cargando el equipo. La capilla subterránea estaba exactamente como Miguel la recordaba, iluminada por aquellas velas que ardían sin consumirse. Sin embargo, las monjas no estaban visibles en sus reclinatorios. El lugar parecía vacío.
¿Dónde están?, susurró Tomás, aferrándose instintivamente al brazo de Miguel. El padre Sebastián avanzó hacia el altar continuando con las oraciones. Al llegar al centro de la capilla, alzó el incensario tres veces mientras el humo aromático se elevaba hacia la bóveda baja. Requiem a eternam dona e domine, entonó el sacerdote. Fue entonces cuando todos lo vieron.
Detrás del altar había una pequeña puerta que antes no estaba visible. El padre Sebastián miró a Miguel. quien asintió en señal de entendimiento. Juntos se acercaron y abrieron la puerta. Lo que encontraron era una cámara más pequeña, apenas iluminada por la luz que se filtraba desde la capilla.
En el suelo, dispuestos con cierto orden, yacían nueve esqueletos con restos de hábitos blancos y negros. Ocho de ellos estaban alineados en círculo, mientras que el noveno, distinguible por un gran crucifijo de plata que aún colgaba entre sus costillas, ocupaba el centro. “Dios mío”, murmuró el padre Sebastián. Han estado aquí todo este tiempo.
El doctor Montero se acercó con expresión profesional, aunque visiblemente conmovido. Parece que murieron abrazadas, observó señalando como los esqueletos del círculo tenían sus brazos extendidos hacia el centro, dondecía Zorcatalina. “Buscando calor en sus últimos momentos”, sugirió Miguel con un nudo en la garganta.
Los asistentes del arqueólogo comenzaron a documentar meticulosamente la escena tomando fotografías y mediciones antes de proceder a la recuperación de los restos. “El crucifijo”, dijo repentinamente Tomás señalando el objeto de plata. Es idéntico al que vi anoche. El padre Sebastián se acercó cautelosamente y tras una breve oración tomó el crucifijo con reverencia.
Era una pieza hermosa, aunque ennegrecida por el tiempo, con pequeños compartimentos en la parte posterior que sugerían que efectivamente podría contener reliquias. Lo llevaremos a la iglesia y lo conservaremos como testimonio de su fe, decidió el sacerdote. Aunque su devoción tomó caminos equivocados, estas mujeres entregaron su vida a Dios.
Mientras los asistentes comenzaban el delicado proceso de recuperar los restos, Miguel notó algo extraño en las marcas del brazo de Tomás. Parecían estar desvaneciéndose gradualmente, como un moretón que comienza a sanar. “Mira”, le dijo al joven señalando su brazo. Tomás observó con asombro como las marcas oscuras se aclaraban visiblemente.
“¿Cree que nos han perdonado, jefe? Creo que por fin podrán descansar en paz”, respondió Miguel. El proceso de recuperación de los restos tomó varias horas. Cada esqueleto fue tratado con el máximo respeto, envuelto en lienzos blancos y colocado en pequeños ataúdes de madera que el doctor Montero había preparado anticipadamente.
Cuando el último de los restos fue asegurado, el padre Sebastián realizó una bendición final sobre la cámara vacía. Al salir, Miguel miró hacia atrás una última vez y creyó ver que las velas que habían permanecido encendidas durante todo el procedimiento, comenzaban finalmente a consumirse, sus llamas disminuyendo hasta extinguirse por completo, sumiendo la capilla en la oscuridad.
Esa tarde, nueve pequeños ataúdes fueron dispuestos en la nave principal de la iglesia de San Luis. El padre Sebastián oficiaría una misa de requiem al día siguiente, antes de que los restos fueran trasladados al cementerio de la parroquia para recibir sepultura cristiana. Mientras los trabajadores y el equipo del INAC se retiraban, Miguel se quedó un momento más en la iglesia contemplando los ataúdes.
El crucifijo de plata había sido limpiado y colocado sobre un cojín de terciopelo morado junto al altar. Descansen en paz, hermanas”, murmuró antes de dirigirse a la salida. Fue entonces cuando lo escuchó. Un canto muy lejano, casi imperceptible, diferente al requiem solemne que habían entonado antes.
Esta vez era un canto de alegría, de liberación, que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez. Miguel sonríó sintiendo una paz que no había experimentado en mucho tiempo y salió a la luz del atardecer. El muro norte había sido completamente derribado, revelando la estructura original del templo, incluyendo la entrada al pasadizo que ahora estaba adecuadamente asegurada y señalizada como sitio histórico.
El INA había decidido preservarlo como testimonio de aquel oscuro episodio, aunque selló la cámara donde habían encontrado los restos. Miguel supervisaba a su equipo mientras trabajaban en la consolidación de los arcos que habían quedado expuestos tras la demolición del muro. Tomás parecía haber recuperado su vitalidad habitual, aunque ocasionalmente se frotaba el brazo donde habían estado las marcas, ahora completamente desaparecidas.
“Jefe, llamó el joven durante un descanso, ¿cree que realmente hayan encontrado la paz?” Miguel consideró la pregunta mientras observaba como la luz atravesaba los vitrales recién limpiados, proyectando patrones multicolores sobre el suelo de piedra. Lo creo, muchacho. Cumplimos nuestra promesa. Les dimos lo que necesitaban.
Tomás asintió, aunque parecía querer decir algo más. Finalmente, tras un momento de duda, continuó. Hay algo que no le conté sobre lo que pasó esa noche en la capilla. Miguel lo miró con interés. ¿Qué cosa? Mientras cantaba con ellas podía entender sus pensamientos como si estuviéramos conectados. No eran malvadas, jefe. Estaban atrapadas en un ciclo de culpa y arrepentimiento.
La madre superiora se culpaba por la muerte de todas y las demás no querían abandonarla, incluso después de muertas. La lealtad a veces trasciende incluso a la muerte”, comentó Miguel. “¿Hay algo más?”, continuó Tomás bajando la voz, aunque no había nadie cerca. En la cámara donde encontramos los esqueletos, hubo un momento en que miré hacia el rincón más oscuro y vi a nueve figuras luminosas como hechas de luz blanca.
Estaban todas juntas abrazándose y luego simplemente ascendieron atravesando el techo de piedra como si no existiera. Miguel guardó silencio recordando el canto distante que había escuchado después de que los restos fueran recuperados. No le conté a nadie porque pensé que creerían que estaba loco añadió Tomás. No estás loco, muchacho respondió finalmente Miguel.
Yo también escuché algo después de que se llevaron los restos. Un canto diferente, como de alegría. El padre Sebastián se acercó a ellos interrumpiendo la conversación. El sacerdote llevaba el crucifijo de plata, ahora completamente restaurado y brillante. “Quería mostrarles esto”, dijo entregándole el objeto a Miguel.
El orfebre de la catedral lo limpió y descubrió una inscripción en la base que estaba oculta por la oxidación. Miguel examinó el crucifijo con cuidado. En la base, grabadas en letra diminuta, pero legible, estaban las palabras, “Perdóname, Señor, por mi soberbia. Era una confesión”, murmuró el padre Sebastián. Sor Catalina reconoció su error al final y por eso no podían descansar, añadió Tomás.
Necesitaban que alguien más conociera su arrepentimiento que no quedara olvidado como ellas. Los tres hombres permanecieron en silencio, contemplando el crucifijo que había sido testigo de tanto sufrimiento y, finalmente, de redención. Esa noche Miguel tuvo un sueño extrañamente vívido.
Se vio a sí mismo de pie en el cementerio parroquial frente a las nueve tumbas recién cavadas. Era de noche, pero una luz plateada lo iluminaba todo. Frente a él, nueve figuras vestidas de blanco inmaculado le sonreían con rostros serenos y completos, no los semblantes horribles que había vislumbrado en la cripta. Una de ellas, la que parecía mayor y llevaba el crucifijo de plata ahora resplandeciente, se adelantó. Gracias por cumplir su promesa.
Dijo con una voz que sonaba como música. Ahora podemos continuar nuestro camino. Miguel despertó con lágrimas en los ojos, pero con una sensación de paz profunda en el corazón. Supo entonces que de alguna manera había sido parte de algo mucho más grande que una simple restauración. arquitectónica.
El caso de las monjas concepcionistas había generado considerable interés académico. El Dr. Montero había publicado un artículo preliminar en una revista especializada, detallando el hallazgo desde una perspectiva arqueológica e histórica, por respeto a las difuntas y a petición del padre Sebastián, había omitido los aspectos más perturbadores de la historia, limitándose a describir el descubrimiento como un importante testimonio de las dificultades enfrentadas por las órdenes religiosas durante las leyes de Reforma.
Miguel y su equipo estaban terminando los últimos detalles de la restauración cuando recibieron una visita inesperada. Una anciana de aspecto distinguido, acompañada por una mujer más joven que parecía ser su hija, solicitó hablar con los responsables del proyecto. “Mi nombre es Elena Aguilar”, se presentó la anciana.
Soy descendiente directa de Magdalena Aguilar y Osorio, quien fue la hermana menor de Sor Catalina, conocida en el siglo como Josefa Aguilar y Osorio. El padre Sebastián Miguel y el doctor Montero intercambiaron miradas de sorpresa. “Es un honor conocerla, señora Aguilar”, dijo el sacerdote. “Su visita es realmente providencial.” La anciana sonrió con serenidad.
Cuando leí en el periódico sobre el descubrimiento, supe que debía venir. En mi familia se han preservado algunas cartas y documentos relacionados con Josefa, con Sor Catalina. El Dr. Montero no pudo ocultar su entusiasmo. Eso sería de un valor histórico incalculable. Señora, he traído copias para ustedes”, dijo Elena mientras su hija abría un portafolio y extraía varios documentos cuidadosamente preservados en protectores plásticos.
Los originales permanecen en nuestro archivo familiar, pero quisiera que la Iglesia y el INAR sacristía, donde la anciana desplegó los documentos sobre una mesa antigua. Había cartas personales, un diario fragmentado y algunos documentos legales. Según la tradición familiar, explicó Elena, Josefa era una joven extremadamente devota, pero también de carácter muy fuerte.
Ingresó al convento a los 16 años contra los deseos de sus padres, quienes ya habían arreglado un matrimonio ventajoso para ella con un comerciante español. Miguel examinó una miniatura pintada que mostraba a una joven hermosa, de rasgos finos y mirada intensa, vestida con las galas de la alta sociedad novohispana.
“Ese es el único retrato que se conserva de ella antes de tomar los hábitos”, comentó Elena. Lo que no se supo públicamente es que Josefa huía no solo del matrimonio arreglado, sino de un secreto familiar doloroso. La anciana señaló uno de los documentos. Una carta escrita con caligrafía apretada y nerviosa.
Según esta carta que mi tatarabuela Magdalena escribió años después, Josefa había descubierto que su padre mantenía una segunda familia y había dilapidado gran parte de la fortuna familiar en apuestas. El matrimonio que le habían arreglado era en realidad una transacción para saldar deudas. Eso explica su rechazo al mundo y su extrema devoción”, comentó el padre Sebastián.
Sintió que había sido traicionada por su propia familia. “Exactamente”, asintió Elena. “Pero lo más revelador es esto,”, señaló otro documento, aparentemente páginas arrancadas de un diario. Magdalena mantuvo correspondencia secreta con una de las novicias del convento, quien le informaba sobre su hermana.
Según estos escritos, Sorcatalina se volvió cada vez más severa con los años, especialmente consigo misma. Se sometía a ayunos y penitencias extremas y gradualmente impuso el mismo régimen a sus hermanas de comunidad. Tomás, que había estado escuchando en silencio, intervino. Las estaba castigando como quería castigar a su padre. Todos miraron al joven albañil, sorprendidos por su perspicacia. Es una observación muy aguda, dijo Elena.
De hecho, los psicólogos de la familia que han estudiado estos documentos llegaron a una conclusión similar. Josefa transformó su ira hacia su padre en un régimen de disciplina extrema, quizás buscando crear un orden perfecto que contrastara con el caos y la hipocresía que había experimentado en su hogar.
¿Hay alguna información sobre los últimos días del convento? preguntó el Dr. Montero. Elena negó con la cabeza. Desafortunadamente, la comunicación se interrumpió cuando comenzó la exclaustración. Magdalena intentó encontrar a su hermana, pero para entonces las monjas ya se habían ocultado. Siempre sospechó que habían muerto en el convento, pero nunca pudo confirmarlo.
Miguel pensó en las nueve tumbas en el cementerio parroquial, ahora marcadas con simples cruces de piedra. y los nombres de las religiosas recuperados de los registros conventuales. Al menos ahora han recibido sepultura digna, comentó. Hay algo más que deberían saber, añadió Elena extrayendo un último documento. Este es el testamento de Josefa, redactado antes de tomar los hábitos.
Dejó todos sus bienes personales, incluyendo joyas de considerable valor, a la orden de la Inmaculada Concepción. El padre Sebastián frunció el seño. No tenemos registro de esa donación en los archivos parroquiales porque nunca se entregó, explicó Elena. Según Magdalena, su padre interceptó el documento y vendió las joyas para pagar deudas.
Lo que Josefa nunca supo es que las joyas que creía haber donado al convento nunca llegaron a su destino. Un silencio pensativo cayó sobre la habitación mientras todos asimilaban esta información. Tal vez ese fue el asunto pendiente”, sugirió Miguel finalmente. No solo buscaban reconocimiento por su sufrimiento, sino también justicia por lo que les fue negado.
“Es posible”, asintió el padre Sebastián, aunque la justicia divina opera de maneras que no siempre comprendemos. Antes de marcharse, Elena Aguilar hizo una última petición. quería visitar las tumbas de su antepasada y las otras religiosas. Todos la acompañaron al pequeño cementerio parroquial, donde nueve cruces blancas recién instaladas contrastaban con las lápidas más antiguas y desgastadas.
Mientras la anciana rezaba en silencio frente a la tumba de Zorcatalina, Miguel notó algo extraordinario. Un pequeño rayo de sol atravesaba las nubes, iluminando precisamente las nueve cruces, a pesar de que el resto del cementerio permanecía en sombra. Tomás también lo vio y sonríó. “Creo que están contentas de recibir visita familiar”, murmuró Miguel.
había seguido con su trabajo asumiendo nuevos proyectos de restauración en otros edificios históricos. Sin embargo, algo había cambiado en él desde aquella experiencia. Se había vuelto más reflexivo, más atento a los detalles que otros pasaban por alto, como si hubiera desarrollado una sensibilidad especial hacia las historias ocultas en las piedras antiguas.
Era noviembre y el día de muertos acababa de pasar. Miguel había visitado el cementerio de la parroquia de San Luis para dejar flores en las tumbas de las monjas concepcionistas. Una costumbre que había adoptado desde el descubrimiento. Se sorprendió al encontrar que no era el único. Las nueve tumbas estaban adornadas con cempazuchil, veladoras y pequeñas ofrendas. La gente del barrio ha adoptado a las hermanas.
explicó el padre Sebastián, quien se había acercado silenciosamente. Dicen que velar por su memoria trae buena fortuna y protección. Miguel sonrió. ¿Quién lo hubiera imaginado? De ser espíritus atormentados a convertirse en protectoras del vecindario, el sacerdote asintió. La muerte no es el final de la historia, Miguel. A veces es apenas el comienzo.
Ambos caminaron hacia la iglesia, donde una pequeña exhibición sobre el hallazgo había sido montada en una de las capillas laterales. Fotografías, documentos históricos cedidos por la familia Aguilar y algunos objetos recuperados de la cripta, incluyendo una réplica del crucifijo de plata. El original se guardaba en la tesorería parroquial.
Contaban la historia de las nueve religiosas. ¿Has sabido algo de Tomás?, preguntó el padre Sebastián mientras observaban a algunos visitantes recorrer la exhibición. Está estudiando arquitectura respondió Miguel con orgullo paternal. Dice que quiere especializarse en restauración de edificios históricos. La experiencia aquí lo marcó profundamente.
A todos nos marcó, comentó el sacerdote, de formas que quizás nunca comprendamos completamente. Miguel estaba a punto de responder cuando notó a una joven pareja que observaba con particular interés una de las fotografías, la que mostraba los nueve ataúdes dispuestos en la nave de la iglesia antes del funeral.
Disculpe”, dijo la mujer al notar que Miguel la observaba. “Usted trabajó en la restauración, ¿verdad? Lo reconocí de las fotos.” Miguel asintió. “Fui el maestro de obras. ¿Puedo ayudarles en algo?” “Mi nombre es Laura Aguilar.” Se presentó ella. “Soy sobrina niet de doña Elena.
Estamos haciendo una investigación genealógica sobre nuestra familia y su conexión con las monjas concepcionistas. Es un placer conocerla”, respondió Miguel estrechando su mano. Su tía abuela fue de gran ayuda para completar la historia. “¿Hay algo que quisiéramos preguntarle”, intervino el joven que la acompañaba, “Algo que no está en los informes oficiales ni en los artículos publicados.
” Miguel intercambió una mirada con el padre Sebastián. ¿De qué se trata? Laura bajó la voz, aunque no había nadie más cerca. Mi tía Elena nos contó poco antes de fallecer, hace tres meses, que usted y su equipo habían experimentado fenómenos inexplicables durante la restauración.
Mencionó cantos que provenían de detrás del muro y apariciones. Miguel guardó silencio por un momento, considerando cuidadosamente su respuesta. Finalmente dijo, “Lo que ocurrió aquí fue extraordinario en muchos sentidos. Algunas cosas pueden explicarse por la acústica del edificio o los efectos de trabajar largas horas en un espacio antiguo con tanta historia.
Laura pareció decepcionada con la respuesta evasiva, pero su acompañante insistió, “Señor Hernández, no somos turistas buscando historias de fantasmas. Mi trabajo académico se centra en la intersección entre el trauma histórico y las manifestaciones culturales del duelo colectivo. Lo que ocurrió aquí podría ser un caso de estudio importante. El padre Sebastián intervino.
Entonces, quizás deberíamos continuar esta conversación en la sacristía, donde tendremos más privacidad. Una vez en la tranquilidad de la sacristía, Miguel finalmente compartió la historia completa, los cantos nocturnos, la figura de Sor Catalina, las marcas en el brazo de Tomás y cómo habían ayudado a las almas de las monjas a encontrar la paz. Lo que me pareció más significativo, concluyó Miguel, no fue el horror inicial, sino la transformación.
Comenzó como una historia de fantasmas aterradora, pero terminó siendo una historia de redención y sanación. Laura y su acompañante escucharon fascinados tomando notas ocasionales. “Y nunca más volvieron a manifestarse después del funeral”, preguntó ella. “No de la manera en que lo hicieron inicialmente”, respondió Miguel.
Aunque a veces, especialmente durante las misas de Requem, algunos feligreses aseguran escuchar voces femeninas cantando junto al coro parroquial. Y el crucifijo, añadió el padre Sebastián, a veces parece brillar con luz propia, aunque no haya ninguna fuente luminosa cercana. Mientras concluían la conversación, el sol de la tarde proyectaba patrones multicolores a través de los vitrales restaurados.
Miguel observó como los rayos de luz danzaban sobre el suelo de piedra, creando efímeras obras de arte que duraban apenas instantes antes de transformarse. “Lo que aprendí de todo esto,” dijo finalmente, “es que las historias nunca terminan realmente. Incluso después de la muerte continúan evolucionando en la memoria de quienes las conocen y las comparten.” Laura sonrió.
Es una hermosa manera de verlo, no como fantasmas atrapados en el pasado, sino como historias que siguen vivas, cambiando y creciendo con cada persona que las escucha. Esa noche, después de que todos se habían marchado, Miguel regresó solo a la iglesia. Había olvidado unas herramientas y aprovechó para hacer una última visita antes de cerrar definitivamente este capítulo de su vida.
El templo estaba en penumbra, iluminado solo por las velas botivas que ardían ante las imágenes de los santos. Miguel avanzó por la nave central, sus pasos resonando en el silencio. Al pasar frente al muro norte, ahora bellamente restaurado con los frescos coloniales a la vista, se detuvo un momento. La entrada al pasadizo había sido adecuadamente preservada, protegida por una reja decorativa que permitía ver el interior, pero impedía el acceso sin autorización.
Hasta pronto, hermanas”, murmuró haciendo una pequeña reverencia. Y aunque quizás fue solo un truco de su imaginación o el eco natural del espacio, por un instante creyó escuchar un suave coro de voces femeninas, respondiendo a su despedida, no con el solemne requiem de antes, sino con un dulce canto de gratitud.
Miguel sonrió y salió a la noche de la ciudad de México, donde la vida continuaba su curso, entretegiendo constantemente nuevas historias con los hilos del pasado. Oh.
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