En el pequeño pueblo de San Isidro, Veracruz, el aire de 1950, olía a tabaco, café recién molido y al incienso que se quemaba en la iglesia de piedra que dominaba la plaza central. Enrique Mendoza, un fotógrafo de 35 años que había aprendido el oficio de su padre, caminaba por las calles empedradas con su cámara leica tercero colgada al cuello. La gente del pueblo lo conocía bien.

Era él quien inmortalizaba sus bodas, bautizos y primeras comuniones. Aquella mañana de domingo, Enrique se dirigía a la casa de los Ortega para fotografiar el bautizo del pequeño Miguel. La familia Ortega era una de las más respetadas del pueblo. Francisco Ortega, el padre del bebé, era dueño del ingenio azucarero que daba trabajo a la mitad de los habitantes.
Su esposa Elena, era una mujer hermosa y devota que había dado a luz a su primer hijo tras 7 años de matrimonio. Al llegar a la casa, Enrique fue recibido por Francisco, un hombre deporte elegante y mirada severa que vestía un traje gris impecable a pesar del calor sofocante. “Mendo puntual como siempre”, dijo Francisco estrechándole la mano con firmeza. “Quiero que captures cada momento de este día.
Es especial para nosotros”. Enrique asintió y comenzó a preparar su equipo. La casa colonial de los Ortega bullía de actividad. Sirvientas que iban y venían con bandejas de comida, familiares que llegaban con regalos y el llanto ocasional del pequeño Miguel desde alguna habitación.
Entre los invitados, Enrique notó a un hombre que no había visto antes en el pueblo, alto de te clara y cabello negro peinado hacia atrás. Parecía fuera de lugar entre los locales. Se mantenía cerca de Francisco y ocasionalmente se inclinaba para susurrarle algo al oído. ¿Quién es ese hombre?, preguntó Enrique a Doña Soledad, la cocinera que llevaba trabajando para los Ortega desde antes que Francisco naciera. La anciana miró de reojo y bajó la voz.
Es el señor Joaquín Vega. Viene de la Ciudad de México. Es el padrino del niño. No sabía que don Francisco tuviera amigos en la capital. Nadie lo sabía respondió la mujer. Y algo en su tono hizo que Enrique sintiera un escalofrío. Apareció hace un mes diciendo que eran amigos de juventud. Desde entonces no se separan.
La ceremonia en la iglesia transcurrió sin incidentes. Enrique capturó el momento en que el sacerdote derramaba agua bendita sobre la cabeza del bebé, el orgullo en los ojos de Elena y la extraña intensidad con que Joaquín, el padrino, observaba a Francisco durante toda la ceremonia.
Cuando regresaron a la casa para la celebración, Enrique continuó tomando fotografías, los invitados comiendo, el pastel siendo cortado, los regalos siendo abiertos, pero no podía evitar observar la familiaridad con que Joaquín trataba a Francisco, cómo su mano descansaba en su hombro más tiempo del necesario, cómo sus miradas se cruzaban con un secreto compartido.
Al caer la noche, cuando la mayoría de los invitados se habían marchado, Enrique estaba guardando su equipo cuando escuchó voces acaloradas provenientes del despacho de Francisco. La puerta estaba entreabierta y al pasar no pudo evitar mirar hacia adentro. Lo que vio lo dejó paralizado. Francisco y Joaquín estaban demasiado cerca, sus rostros a centímetros uno del otro y había una tensión en el aire tan densa que podría cortarse con un cuchillo.
Enrique se alejó rápidamente con el corazón latiendo fuerte en su pecho. Había algo en esa escena que lo inquietaba profundamente, algo que no podía nombrar, pero que sentía como una amenaza. Al salir, Elena lo detuvo en la puerta. ¿Cuándo estarán listas las fotografías, Enrique? En tres días, señora, respondió él, evitando su mirada. Le prometo que serán las mejores que he tomado.
Lo que Enrique no sabía mientras caminaba de regreso a su estudio en la oscuridad del pueblo, era que acababa de presenciar el comienzo de una historia que cambiaría para siempre la vida en San Isidro. El pequeño estudio fotográfico de Enrique se encontraba en la planta baja de su casa, una construcción modesta de paredes amarillentas y techo de teja roja.
Al fondo del local había convertido un antiguo almacén en su cuarto oscuro, un espacio sagrado donde la magia de la fotografía cobraba vida bajo la tenue luz roja. Tres días después del bautizo, Enrique se encerró allí para revelar las fotografías de la celebración.
Con movimientos meticulosos nacidos de años de práctica, sumergió el papel fotográfico en las bandejas de químicos, observando como las imágenes emergían lentamente de la nada como fantasmas materializándose en el mundo de los vivos. El rostro del pequeño Miguel apareció primero, luego el de su madre Elena con su expresión de orgullo, los familiares sonriendo, el sacerdote en el momento del sacramento.
Enrique trabajaba en silencio, concentrado, mientras el olor acre de los químicos llenaba el pequeño espacio. Cuando llegó a las últimas fotografías, las que había tomado durante la fiesta en la casa de los Ortega, notó algo extraño. En una imagen donde se veía a Francisco de pie junto a la mesa de los regalos, había una sombra detrás de él que no correspondía con ningún objeto visible.
Enrique frunció el ceño pensando que podría ser un defecto en el negativo. Continuó con su trabajo y fue entonces cuando apareció la imagen que hizo que su corazón se detuviera por un instante. Era una fotografía que no recordaba haber tomado, o al menos no así. mostraba a Francisco y Joaquín en lo que parecía ser el despacho, pero no estaban simplemente cerca, como Enrique los había visto a través de la puerta entreabierta.
En la fotografía, Joaquín besaba a Francisco en los labios y la mano de Francisco se aferraba a la camisa de Joaquín con lo que parecía ser desesperación. Enrique dejó caer la fotografía en la bandeja de agua como si le quemara los dedos. ¿Cómo era posible? Él no había entrado al despacho, no había capturado ese momento íntimo.
Podría haberse confundido con los negativos. No, era imposible. reconocía perfectamente el papel tapiz del despacho de Francisco, el escritorio de Caoba, incluso el reloj de pared que marcaba las 9:47 de la noche. Con manos temblorosas sacó la fotografía del agua y la examinó más de cerca bajo la luz roja.
No había duda, era Francisco y Joaquín en un abrazo que la Sociedad Conservadora de San Isidro nunca perdonaría. Pero lo que más inquietaba a Enrique no era la naturaleza del acto, sino el hecho de que él no recordaba haber tomado esa fotografía. Mientras continuaba revelando las últimas imágenes, otra anomalía apareció.
En una fotografía grupal donde todos los invitados posaban frente a la casa. El rostro de Joaquín aparecía borroso, como si se hubiera movido en el momento exacto del disparo, pero solo su rostro estaba borroso. El resto de su cuerpo se veía perfectamente nítido, lo cual era técnicamente imposible.
Y había algo más, algo que hizo que un sudor frío recorriera la espalda de Enrique. En la misma fotografía grupal, en una ventana del segundo piso, se podía distinguir claramente una figura observando, una figura que no debería estar allí, pues todos los invitados estaban en la foto. Era un hombre de aspecto sombrío, con un traje negro que contrastaba con la blancura fantasmal de su rostro.
Enrique salió apresuradamente del cuarto oscuro. Necesitaba aire. La cabeza le daba vueltas y sentía una opresión en el pecho. Estaba perdiendo la razón. O había algo más siniestro ocurriendo, algo relacionado con la llegada de Joaquín Vega a San Isidro. Esa noche Enrique no pudo dormir. Las imágenes se repetían en su mente.
El beso prohibido, la figura en la ventana, la sombra detrás de Francisco, que no debería estar allí. Al amanecer tomó una decisión. Entregaría las fotografías a los Ortega, pero mantendría oculta aquella del beso y la de la figura en la ventana, al menos hasta entender qué estaba sucediendo.
Lo que Enrique no sabía era que al ocultar esas fotografías había sellado su destino y el de todos los involucrados en aquella fatídica celebración. La mañana siguiente amaneció gris y húmeda con una neblina que se arrastraba por las calles de San Isidro como un presagio de lo que estaba por venir.
Enrique había pasado la noche en vela, atormentado por las extrañas fotografías que había revelado. Las había escondido en un sobre dentro de un libro de técnicas fotográficas que guardaba bajo llave en su escritorio. Se disponía a abrir su estudio cuando escuchó golpes en la puerta. Era demasiado temprano para clientes, apenas las 7 de la mañana.
Al abrir se encontró cara a cara con Joaquín Vega, impecablemente vestido con un traje oscuro a pesar de la hora, su cabello negro brillante de brillantina y una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Buenos días, señor Mendoza”, dijo Joaquín con voz suave pero firme. “Espero no molestarlo tan temprano, pero tengo entendido que las fotografías del bautizo estarán listas hoy.
” Enrique sintió que se le secaba la boca. Sí, pero pensaba llevarlas a la casa de los Ortega esta tarde. He venido a recogerlas personalmente, insistió Joaquín dando un paso hacia adelante que obligó a Enrique a retroceder. Francisco está muy ansioso por verlas. Había algo en la manera en que Joaquín lo miraba que hizo que Enrique sintiera un escalofrío, como si supiera exactamente lo que Enrique había visto en aquellas fotografías anómalas.
Por supuesto, pase”, dijo Enrique finalmente guiando a Joaquín hacia la pequeña sala de espera del estudio. “Las tengo listas, solo necesito ponerlas en su sobre.” Mientras Enrique se dirigía a buscar las fotografías que había seleccionado para entregar, cuidadosamente separadas de las inquietantes imágenes que había ocultado, Joaquín recorrió el estudio con la mirada, deteniéndose en las fotografías enmarcadas que decoraban las paredes.
Bodas, bautizos, retratos familiares de los habitantes de San Isidro. Tiene usted un don, señor Mendoza”, comentó Joaquín estudiando una fotografía de la plaza del pueblo durante la fiesta patronal. Captura más que simples imágenes, ¿no es así? Captura secretos. Enrique sintió que el corazón le daba un vuelco. Era una coincidencia la elección de palabras o Joaquín estaba insinuando algo? Solo intento capturar la verdad del momento, respondió Enrique entregándole un sobre con las fotografías seleccionadas.
Joaquín tomó el sobre, pero no lo abrió. En lugar de eso, miró directamente a Enrique con una intensidad perturbadora. La verdad, repitió Joaquín casi saboreando la palabra. ¿Estás seguro de que es eso lo que ha capturado, señor Mendoza? O tal vez su cámara ha visto cosas que no deberían ser vistas. Enrique mantuvo la compostura a pesar del sudor frío que le recorría la espalda. No entiendo a qué se refiere.
Joaquín sonríó. una sonrisa que no tenía nada de amable y que parecía transformar sutilmente su rostro, haciéndolo parecer más afilado, casi inhumano. Oh, creo que sí lo entiende. Las cámaras son objetos curiosos, ¿no le parece? Capturan instantes de tiempo, congelan almas, a veces muestran cosas que están más allá de nuestra percepción.
dio un paso más hacia Enrique, invadiendo su espacio personal. A esta distancia, Enrique notó algo extraño en los ojos de Joaquín. Sus pupilas parecían demasiado grandes, demasiado oscuras. Le sugiero que si ha visto algo inusual en estas fotografías, lo olvide. Continuó Joaquín en voz baja por su propio bien y por el bien de esta encantadora comunidad.
Antes de que Enrique pudiera responder, la puerta del estudio se abrió de golpe, haciendo sonar la pequeña campana. Era doña Soledad, la cocinera de los Ortega, con su característica reboso negro cubriendo sus hombros. Enrique, gracias a Dios que te encuentro, exclamó la anciana antes de notar la presencia de Joaquín. Su rostro arrugado palideció visiblemente.
“Señor Vega, no esperaba verlo aquí”, murmuró haciendo instintivamente la señal de la cruz. Joaquín inclinó levemente la cabeza hacia ella en un gesto que parecía más burla que respeto. Doña Soledad, siempre tan piadosa, ya me iba, solo vine a recoger un recuerdo del bautizo. Se volvió hacia Enrique, sosteniendo el sobre con las fotografías. Recuerde lo que le dije, señor Mendoza.
Algunas cosas es mejor no verlas. Con esas palabras salió del estudio, dejando tras de sí un silencio pesado y el aroma metálico que Enrique asociaba con la sangre, aunque no había sangre visible por ninguna parte. Tan pronto como Joaquín desapareció, doña Soledad se acercó a Enrique agarrándole el brazo con una fuerza sorprendente para su edad.
Escúchame bien, Enrique, susurró con urgencia, “Ese hombre no es lo que parece. Desde que llegó a la casa han pasado cosas extrañas. El señor Francisco ha cambiado, está como embrujado. Y anoche la anciana se interrumpió como si le costara continuar. ¿Qué pasó anoche, doña Soledad?, preguntó Enrique sintiendo que estaba a punto de confirmar sus peores temores.
Anoche escuché ruidos en el despacho después de que todos se fueran a dormir. Cuando me asomé, la mujer tragó saliva. Vi al señor Francisco y a ese hombre Joaquín. Estaban estaban haciendo cosas que van contra la naturaleza y contra Dios. Y luego, cuando Joaquín se volvió hacia la puerta, sus ojos, sus ojos no eran humanos, Enrique.
Enrique sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Lo que doña Soledad describía coincidía con la fotografía imposible que había revelado. Hay más, continuó la anciana bajando aún más la voz. Esta mañana la señora Elena amaneció con marcas extrañas en el cuello como mordidas.
Y el pequeño Miguel no deja de llorar como siera algo malo en la casa. Tet. En ese momento, Enrique supo que lo que había capturado su cámara era más terrible de lo que había imaginado. Y también supo que estaba en grave peligro, al igual que la familia Ortega. Después de que doña Soledad se marchara, visiblemente agitada y murmurando oraciones, Enrique cerró su estudio y fue directamente a la iglesia de San Isidro.
Necesitaba hablar con alguien que pudiera entender lo que estaba sucediendo. Y el padre Tomás, con sus 70 años y su fama de haber enfrentado situaciones extrañas en el pasado, parecía la persona indicada. La iglesia estaba vacía a esa hora de la mañana, iluminada solo por la luz que se filtraba a través de los vitrales y el parpadeo de las velas botivas.
Enrique encontró al padre Tomás en la sacristía, organizando los ornamentos para la misa del día. Padre, necesito hablar con usted”, dijo Enrique, su voz resonando más fuerte de lo que pretendía en el silencio del lugar sagrado. El anciano sacerdote se volvió lentamente. Su rostro, surcado por profundas arrugas, mostraba la serenidad de quien ha visto demasiado en una larga vida.
Enrique Mendoza dijo el padre Tomás con voz cascada, por tu expresión parece que has visto al mismo. Las palabras del sacerdote, aunque dichas como una simple observación, hicieron que Enrique sintiera un escalofrío. Tal vez no estaba tan lejos de la verdad. Durante la siguiente media hora, Enrique le contó todo al padre Tomás. Las fotografías inexplicables, la visita amenazante de Joaquín, las palabras aterradoras de doña Soledad.
Mientras hablaba, sacó de su bolsillo las dos fotografías que había ocultado, la del beso entre Francisco y Joaquín, y la de la figura sombría en la ventana. El padre Tomás examinó las fotografías en silencio, su expresión volviéndose más grave con cada segundo que pasaba. Cuando finalmente habló, su voz era apenas un susurro. “He vivido en este pueblo toda mi vida, Enrique.
He oído historias, rumores que los antiguos se contaban en voz baja. Historias sobre pactos oscuros y visitantes que llegan cuando alguien desea algo con tanta desesperación que está dispuesto a pagar cualquier precio.” “¿Qué está diciendo, padre?”, preguntó Enrique, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
Francisco y Elena llevaban 7 años intentando tener un hijo. 7 años de doctores, de remedios, de promesas a los santos. Nada funcionó hasta que apareció Joaquín Vega. El sacerdote señaló la fotografía del beso. Esto no es solo un acto contra natura, Enrique. Es un sello. La confirmación de un trato. ¿Un trato con quién? La pregunta salió de los labios de Enrique como un hilo de voz.
Con algo que no debería ser nombrado en la casa de Dios respondió el padre Tomás haciendo la señal de la cruz, pero que ha tenido muchos nombres a lo largo de los siglos. Un ser que concede deseos, pero siempre cobra un precio mayor que lo que otorga. Enrique miró de nuevo la fotografía de la figura en la ventana. Ahora, bajo la luz que entraba por los vitrales de la iglesia, podía ver detalles que no había notado antes.
La figura no proyectaba sombra y sus ojos parecían dos pozos negros en un rostro demasiado pálido. Está diciendo que Joaquín Vega es un demonio? El padre Tomás negó con la cabeza. No exactamente. Creo que Joaquín Vega era tan real como tú y como yo hace tiempo, un amigo de juventud de Francisco, como él dice.
Pero algo cambió, algo lo transformó o algo lo está usando como un conducto. Y el niño Miguel Enrique sintió un nudo en el estómago al pensar en el bebé. La expresión del padre Tomás se oscureció aún más. Ese es el verdadero precio, me temo. El pequeño Miguel no es realmente un regalo, es una ofrenda, un recipiente.
Un recipiente para qué, Enrique apenas podía articular las palabras. Para que eso que usa a Joaquín Vega pueda permanecer en nuestro mundo. Necesita un cuerpo joven, inocente, moldeado desde el principio para sus propósitos. Enrique se dejó caer en un banco cercano, abrumado por el horror de lo que estaba escuchando. ¿Qué podemos hacer, padre? Tenemos que ayudar a Francisco, a Elena, al bebé.
El sacerdote colocó una mano huesuda sobre el hombro de Enrique. Francisco hizo su elección. Enrique sabía lo que estaba aceptando, pero Elena y el niño son inocentes y quizás aún podamos salvarlos. El padre Tomás se dirigió a un antiguo armario de madera oscura que ocupaba un rincón de la sacristía. Sacó una llave que llevaba colgada al cuello y abrió el mueble.
Del interior extrajo un pequeño cofre de plata ennegrecido por el tiempo. En 1873, este pueblo enfrentó algo similar. Mi predecesor, el padre Anselmo, dejó instrucciones para quienes vinieran después de él. abrió el cofre y sacó un manuscrito amarillento y un pequeño frasco que contenía un líquido oscuro.
Este es el ritual que usó para expulsar al mal que acechaba entonces. Y esto, dijo levantando el frasco, es agua bendita mezclada con tierra consagrada del cementerio y sal purificada en la noche de San Juan. Enrique tomó el frasco con manos temblorosas. ¿Cómo procedemos? Debemos actuar esta noche durante la luna nueva, cuando su poder es menor”, explicó el sacerdote.
“Yo iré a la casa de los Ortega con la excusa de bendecir al niño. Tú debes encontrar una manera de mantener ocupado a Joaquín, alejarlo de la casa.” Mientras el padre Tomás detallaba el plan, Enrique sentía una mezcla de miedo y determinación. No era un hombre particularmente religioso, pero en ese momento, en la penumbra de la sacristía, rodeado de símbolos sagrados y frente a un sacerdote que hablaba de demonios y rituales, comprendió que estaba a punto de adentrarse en un territorio donde la fe sería su única arma. Lo que ninguno de los dos hombres sabía era que en ese
preciso instante en la mansión de los Ortega, Joaquín Vega estaba examinando las fotografías que Enrique le había entregado, notando inmediatamente la ausencia de ciertas imágenes que su naturaleza sobrenatural le había permitido percibir en el momento mismo en que fueron tomadas.
y sonreía, una sonrisa que revelaba dientes demasiado afilados para ser humanos, mientras sus ojos se tornaban completamente negros en la soledad del despacho de Francisco. Esa tarde las nubes se acumularon sobre San Isidro como un manto gris que presagiaba tormenta. Enrique regresó a su estudio después de la conversación con el padre Tomás, con el frasco de agua bendita escondido en el bolsillo interior de su chaqueta y la mente llena de pensamientos turbulentos.
Al entrar, notó inmediatamente que algo estaba mal. La puerta no estaba forzada, pero sabía que alguien había estado allí. Los negativos que había dejado cuidadosamente organizados sobre su mesa de trabajo estaban en un orden distinto, y el cajón donde guardaba el libro con las fotografías ocultas estaba ligeramente abierto, aunque recordaba haberlo cerrado con llave.
Con el corazón latiendo aceleradamente, Enrique abrió el cajón por completo y sacó el libro. Al abrirlo, descubrió con horror que las fotografías comprometedoras ya no estaban. En su lugar había una nota escrita con una caligrafía elegante, pero inquietantemente angulosa. La verdad tiene muchas caras, señor Mendoza. Has elegido verla que no deberías.
Esta noche comprenderás el verdadero significado del terror. Jotab Enrique dejó caer la nota como si quemara. Joaquín sabía que él había visto las fotografías, sabía que conocía su secreto y ahora venía por él. Peor aún, probablemente también sabía del plan que había hurdido con el padre Tomás.
Tenía que advertir al sacerdote, pero cuando intentó salir del estudio, se encontró con Francisco Ortega bloqueando la puerta. El hombre que una vez había sido el respetado dueño del ingenio azucarero, ahora parecía un espectro de sí mismo, pálido, con profundas ojeras y un tic nervioso en el párpado izquierdo. Francisco dijo Enrique intentando mantener la calma.
¿Qué haces aquí? Él me envió, respondió Francisco con voz monótona, como si estuviera recitando palabras que no eran suyas. Quiere hablar contigo, Enrique, sobre las fotografías. No sé de qué hablas, intentó mentir Enrique, pero su voz temblorosa lo traicionó. Francisco sonró, pero era una sonrisa vacía, la de un títere movido por hilos invisibles.
¿Sabes exactamente de qué hablo? Las fotografías que muestran lo que no debería ser visto, lo que hay entre Joaquín y yo. Francisco, escúchame. Enrique dio un paso hacia su viejo amigo, notando ahora las pequeñas marcas rojas en su cuello, similares a las que doña Soledad había descrito en Elena. Lo que sea que Joaquín te haya prometido, el precio es demasiado alto. Piensa en Elena, piensa en Miguel.
Al mencionar al bebé, algo pareció cambiar en la mirada de Francisco. Por un instante, un destello de lucidez, de desesperación atravesó sus ojos. Miguel, murmuró como si el nombre de su hijo fuera un ancla a la realidad. Mi hijo. Sí, tu hijo insistió Enrique viendo una oportunidad. El padre Tomás sabe lo que está pasando. Francisco. Podemos ayudarte. Podemos salvar a tu familia.
La expresión de Francisco fluctuó entre la confusión y el terror. Se llevó las manos a la cabeza como si estuviera luchando contra una fuerza invisible. “No lo entiendes, Enrique”, dijo con voz quebrada. “Ya es demasiado tarde para mí. Hice un trato. Cuando Elena y yo no podíamos concebir, yo yo recé, pero no a Dios. Recé a las sombras, a lo que habita en ellas.
” Y Joaquín respondió, preguntó Enrique, aunque ya conocía la respuesta. Francisco asintió, lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas. Joaquín y yo fuimos amigos en la universidad. Él murió en un accidente hace 15 años. O eso creí hasta que apareció en mi puerta el mes pasado, exactamente igual que la última vez que lo vi.
Me dijo que podía darme lo que más deseaba. Un hijo solo tenía que dejar que él formara parte de nuestras vidas. Enrique sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Pero no es Joaquín quien está usando su cuerpo, ¿verdad? No, confesó Francisco. Su voz apenas un susurro.
Es algo más antiguo, algo que ha estado aquí desde antes que los españoles, algo que los indígenas temían y adoraban al mismo tiempo. Y ahora quiere a Miguel. ¿Para qué? para crecer, para alimentarse. Miguel es especial, Enrique. Nació bajo la estrella oscura durante el eclipse. Su alma, su alma es pura energía para lo que habita en Joaquín.
Enrique recordó lo que el padre Tomás había dicho sobre el niño siendo un recipiente. Todo empezaba a tener un terrible sentido. Francisco, aún podemos detener esto. El padre Tomás tiene un ritual esta noche durante la luna nueva. Pero antes de que pudiera terminar, Francisco se tensó de repente, como si una corriente eléctrica hubiera pasado por su cuerpo.
Sus ojos se pusieron en blanco por un instante y cuando volvió a mirar a Enrique, ya no había humanidad en su mirada. Demasiado tarde, dijo con una voz que no era la suya, una voz que parecía contener ecos de abismos insondables. Él está aquí. La puerta detrás de Francisco se abrió lentamente y allí estaba Joaquín Vega o lo que quedaba de él.
Su apariencia era la misma, elegante, imponente, hermoso de una manera casi sobrenatural, pero ahora Enrique podía ver más allá del disfraz humano, la piel demasiado perfecta que parecía una máscara, los movimientos demasiado fluidos, como si los huesos y músculos funcionaran de manera diferente, y sobre todo aquellos ojos completamente negros, sin ir blanco visible.
Señor Mendoza”, saludó Joaquín con una voz que parecía deslizarse como seda venenosa. Veo que ha estado ocupado, conspirando con un viejo sacerdote para frustrar mis planes. Qué predecible y qué inútil. Enrique instintivamente llevó su mano al bolsillo donde guardaba el frasco con agua bendita.
Pero antes de que pudiera sacarlo, sintió como si una mano invisible le apretara la garganta cortándole la respiración. “Oh, no se moleste”, continuó Joaquín entrando en el estudio y cerrando la puerta tras él. Esas viejas supersticiones apenas me hacen cosquillas. He existido desde mucho antes que su dios carpintero. A pesar del terror que sentía, Enrique logró articular una pregunta.
¿Qué eres? Joaquín sonríó. Una sonrisa que parecía ensancharse más allá de los límites naturales del rostro humano. Soy lo que los primeros habitantes de estas tierras llamabanits, un devorador de luz, un habitante del espacio entre los mundos. Y gracias a nuestro querido Francisco, pronto tendré un nuevo hogar en el cuerpo del pequeño Miguel, un cuerpo joven, maleable, que podré moldear a mi gusto durante décadas.
Francisco, aún de pie junto a la puerta, sollozaba silenciosamente, atrapado en un cuerpo que ya no controlaba completamente. “¿Y qué pasará con Francisco y Elena?”, preguntó Enrique ganando tiempo mientras su mente buscaba desesperadamente una salida. Oh, ellos serán mis fieles sirvientes hasta que ya no los necesit, respondió Joaquín con indiferencia.
Y luego, bueno, la eternidad es larga y yo siempre tengo hambre. Mientras Joaquín hablaba, Enrique notó algo en las fotografías que estaban esparcidas sobre su mesa de trabajo. En una de ellas, tomada durante el bautizo, la luz de las velas de la Iglesia formaba un patrón particular alrededor de Joaquín, como si la luz misma intentara apartarse de él. Ahora, señor Mendoza, tenemos un asunto pendiente”, continuó Joaquín acercándose con movimientos sinuosamente inhumanos.
Sus fotografías han capturado aspectos de mí que prefiero mantener privados. La cámara, después de todo, es un invento curioso. A veces ve más allá de lo que debería. Las fotografías”, murmuró Enrique, una idea formándose en su mente. La luz. Joaquín se detuvo súbitamente alerta. ¿Qué ha dicho? Pero Enrique ya estaba en movimiento. Con un rápido giro, encendió el potente flash de magnesio que utilizaba para sus retratos de estudio directo hacia el rostro de Joaquín. La explosión de luz blanca y cegadora llenó la habitación.
Un chillido inhumano escapó de la garganta de Joaquín mientras se cubría el rostro con las manos. Su piel pareció ondular, como si lo que hubiera debajo intentara escapar de su prisión carnal. Aprovechando el momento de confusión, Enrique agarró el frasco de agua bendita y lo arrojó directamente a la cara de Joaquín.
El líquido siceó al contacto con su piel, levantando un vapor oscuro que olía azufre y carne quemada. Joaquín huyó de dolor, un sonido que ninguna garganta humana podría producir. Su rostro comenzó a derretirse, revelando por momentos una estructura ósea imposible, angulosa y antigua. Francisco, liberado momentáneamente del control de la criatura, cayó de rodillas. Corre, Enrique”, gritó.
“ve a salvar a mi familia. Yo lo mantendré aquí.” Enrique dudó solo un segundo antes de lanzarse hacia la puerta. Lo último que vio antes de salir fue a Francisco abalanzándose sobre la figura contorsionada de Joaquín, abrazándolo como había hecho en aquella fotografía imposible, pero esta vez no con pasión, sino con la desesperada determinación de un hombre dispuesto a sacrificarse por los que ama.
Mientras corría por las calles de San Isidro hacia la casa de los Ortega, Enrique escuchó un grito desgarrador que pareció sacudir los cimientos mismos del pueblo, y supo, en lo más profundo de su ser, que Francisco Ortega había pagado el último precio por el trato que había hecho con las sombras.
La mansión de los Ortega se alzaba al final de la calle principal de San Isidro, una imponente construcción colonial de dos plantas con balcones de hierro forjado y gruesos muros de piedra. Normalmente la casa rebosaba vida, sirvientes yendo y viniendo, el humo de la cocina, el sonido del piano que Elena tocaba por las tardes.
Pero cuando Enrique llegó corriendo jadeante y con el corazón martilleando en su pecho, la encontró sumida en un silencio antinatural. El cielo se había oscurecido por completo, aunque apenas eran las 5 de la tarde. Nubes negras como el carbón bloqueaban el sol y un viento helado impropio de Veracruz azotaba las calles desiertas.
Los vecinos parecían haberse encerrado en sus casas como si intuyeran que algo maligno acechaba en el aire. Enrique subió los escalones del porche y golpeó la puerta con fuerza, llamando a Elena. No hubo respuesta. Intentó abrir, pero estaba cerrada con llave. Desesperado, rodeó la casa hasta llegar a la puerta de servicio que daba a la cocina.
Esta vez la puerta se dio con un chirrido de bisagras sin aceitar. La cocina estaba vacía y fría, el fogón apagado y las ollas limpias, como si nadie hubiera cocinado en todo el día. Enrique avanzó cautelosamente hacia el interior de la casa, llamando a Elena en voz baja. El silencio era tan denso que casi podía palparse, interrumpido solo por el tic tac del viejo reloj del salón.
“Elena, doña Soledad”, susurró adentrándose en el comedor. Un sonido casi imperceptible le hizo detenerse. Era un llanto, el débil llanto de un bebé que venía del piso superior. Miguel. Enrique se dirigió a las escaleras principales, evitando pisar los tablones que sabía que crujían. A medida que subía, el ambiente se tornaba más frío y un olor extraño, como a carne podrida, mezclada con incienso, inundaba sus fosas nasales.
En el pasillo del segundo piso, Enrique vio algo que lo dejó paralizado, manchas oscuras en el suelo de madera pulida que formaban un rastro desde una de las habitaciones hasta la puerta cerrada del cuarto de Miguel. Se agachó para examinar las manchas y confirmó su temor. Era sangre parcialmente seca.
Siguiendo el rastro hacia su origen, Enrique abrió lentamente la puerta de la habitación. Lo que encontró dentro le hizo reprimir un grito de horror. Doña Soledad yacía en el suelo, su cuerpo retorcido en una posición imposible, como si cada hueso hubiera sido quebrado y recolocado.
Sus ojos, abiertos de par en par, miraban al techo con una expresión de terror indescriptible. En la pared sobre ella, escrito con lo que parecía ser su propia sangre, había un símbolo que Enrique no reconocía, un círculo atravesado por líneas angulosas que formaban una figura vagamente humanoide. Enrique tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse.
La anciana había sido asesinada de una forma brutal, casi ritual. habría intentado proteger al bebé o habría descubierto demasiado como él mismo. El llanto de Miguel se intensificó sacando a Enrique de su estupor. No había tiempo para el horror o el duelo. Tenía que encontrar al niño y a Elena antes de que la criatura que había poseído a Joaquín regresara.
Se dirigió hacia la habitación del bebé y abrió la puerta con cautela. La escena que encontró allí era aún más perturbadora por su aparente normalidad. Miguel estaba en su cuna llorando, pero aparentemente ileso. Elena estaba sentada en una mecedora junto a la ventana, mirando hacia el jardín con expresión ausente. Elena llamó Enrique suavemente. Ella se volvió lentamente hacia él.
Su rostro, normalmente radiante de vida, estaba pálido y demacrado, con ojeras profundas como moretones bajo sus ojos. En su cuello, las marcas que doña Soledad había mencionado eran ahora claramente visibles, dos perforaciones perfectamente redondas rodeadas de un halo bioláceo. “Enrique”, dijo con una voz débil, como si hablara desde muy lejos. Has venido a ver a Miguel.
Qué amable. Algo en su tono, en la forma mecánica en que se movía, hizo que Enrique se mantuviera alerta. Esta no era la Elena que conocía. Había algo terriblemente mal en ella. “Elena, tenemos que irnos de aquí”, dijo Enrique acercándose a la cuna para tomar al bebé. “Tú y Miguel están en peligro.” Peligro. Elena soltó una risa hueca sin alegría.
No, Enrique, por primera vez estamos seguros. Él nos protege ahora. Él, ¿te refieres a Joaquín? Enrique tomó a Miguel en brazos, notando que el bebé se calmaba instantáneamente a su contacto, como si reconociera en él una presencia no contaminada. Joaquín, sí, o el que habita en él. Elena se levantó con movimientos rígidos, como una marioneta.
me ha mostrado cosas, Enrique, cosas hermosas y terribles. Me ha dicho que Miguel es especial, que será un vaso para algo grandioso. Elena, escúchame. Enrique retrocedió hacia la puerta, protegiendo al bebé con su cuerpo. Eso no es cierto. Lo que sea que te haya dicho Joaquín son mentiras. Él quiere usar a Miguel para algo horrible.
Por un momento, la expresión de Elena cambió. un destello de la madre protectora que había sido atravesando la máscara de pasividad inhumana. “Miguel”, murmuró como si despertara de un trance. “Mi bebé, sí, Elena, tu hijo. Tenemos que protegerlo.” Ella dio un paso hacia Enrique, extendiendo los brazos hacia su hijo, pero de repente se detuvo.
Sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo se convulsionó. Cuando volvió a mirarlo, había una furia sobrenatural en su rostro. “No te llevarás al niño”, gritó con una voz que no era suya, más profunda y reverberante. “El maestro lo necesita.” Elena se lanzó hacia Enrique con una fuerza imposible para su constitución delgada.
Él apenas tuvo tiempo de esquivarla, sosteniendo a Miguel con fuerza mientras la mujer chocaba contra la puerta. “Elena, lucha contra eso!” gritó Enrique desesperado. Por Miguel Elena se volvió hacia él, sangre manando de su frente donde había golpeado la puerta. Por un instante pareció reconocerlo nuevamente.
“Enrique, ayúdame”, suplicó con su verdadera voz antes de que sus ojos se tornaran nuevamente vacíos. Llévate a Miguel, sálvalo. Aprovechando ese momento de lucidez, Enrique corrió hacia el pasillo cargando al bebé que ahora soylozaba suavemente. Podía escuchar a Elena detrás de él, sus pasos erráticos persiguiéndolo.
Bajó las escaleras de dos en dos, dirigiéndose a la puerta principal. Justo cuando llegaba al vestíbulo, la puerta se abrió de golpe. Allí, en el umbral, estaba el padre Tomás sosteniendo un crucifijo en alto y con un rostro determinado a pesar del miedo evidente en sus ojos. “Padre”, exclamó Enrique con alivio. “Gracias a Dios que está aquí.
” El anciano sacerdote miró el bebé en brazos de Enrique y luego más allá a Elena que bajaba las escaleras con movimientos espasmódicos, sus ojos completamente blancos y un gruñido inhumano escapando de su garganta. “Dame al niño”, ordenó el padre Tomás con autoridad, “y ponte esto.” Le entregó a Enrique un pequeño crucifijo de plata mientras tomaba a Miguel en sus brazos.
El sacerdote inmediatamente comenzó a recitar oraciones en latín salpicando al bebé con agua bendita de un pequeño frasco que llevaba. Elena se detuvo a mitad de las escaleras, retrocediendo ante las palabras sagradas como si le causaran dolor físico. “¿Dónde está Francisco?”, preguntó el padre Tomás sin dejar de recitar entre preguntas. “¡Muerto, creo”, respondió Enrique con voz quebrada.
se sacrificó para darme tiempo de llegar aquí. El sacerdote asintió gravemente. Entonces debe haber roto el vínculo principal que la entidad tenía con este mundo. Aún podemos salvarlos. Un rugido furioso resonó en toda la casa, haciendo temblar los cristales de las ventanas. Elena se dobló sobre sí misma como si algo dentro de ella estuviera luchando por salir.
Rápido, urgió el padre Tomás. Debemos realizar el ritual antes de que sea demasiado tarde. Lleva al niño a la iglesia. Yo me ocuparé de Elena. Enrique dudó. ¿Está seguro, padre? Ella no es ella misma. Aún queda algo de Elena ahí dentro. Afirmó el sacerdote. Puedo sentirlo, pero no podremos ayudarla si el niño cae en manos de ese demonio.
La iglesia es el lugar más seguro ahora. A regañadientes, Enrique tomó de nuevo a Miguel en sus brazos y se dirigió a la puerta. Antes de salir, miró una última vez a Elena, que ahora se retorcía en el suelo, mientras el padre Tomás recitaba oraciones sobre ella. “La salvaré”, prometió Enrique en un susurro. “Los salvaré a ambos”.
Mientras corría hacia la iglesia con Miguel protegido bajo su chaqueta, el cielo se abrió en un aguacero torrencial. Los relámpagos iluminaban intermitentemente las calles desiertas de San Isidro, y en la distancia, Enrique creyó ver una figura alta y oscura, observándolo desde la esquina de la plaza.
La figura de un hombre con un traje impecable y ojos completamente negros. La lluvia caía como un muro de agua desdibujando el mundo alrededor de Enrique mientras corría por las calles encharcadas de San Isidro con el pequeño Miguel apretado contra su pecho. El bebé había dejado de llorar como si comprendiera la gravedad de la situación y se aferraba a la camisa de Enrique con sus diminutos puños. A cada paso, Enrique sentía que algo lo seguía.
No se atrevía a mirar atrás, pero podía percibir una presencia maligna deslizándose entre las sombras, acercándose cada vez más. Los relámpagos iluminaban momentáneamente las calles vacías, revelando siluetas distorsionadas que desaparecían en cuanto intentaba enfocar la vista en ellas.
La iglesia de San Isidro apareció finalmente ante sus ojos, su fachada de piedra resplandeciendo brevemente bajo la luz de un relámpago. Nunca le había parecido tan imponente y a la vez tan reconfortante como en ese momento. Las grandes puertas de madera estaban cerradas, pero no trabadas. El padre Tomás siempre decía que la casa de Dios nunca debía estar cerrada para quienes buscaban refugio.
Enrique empujó una de las pesadas hojas y entró en la iglesia cerrando rápidamente tras de sí. El interior estaba iluminado solo por el parpadeo de las velas botivas y los sirios del altar, creando un juego de sombras que bailaban en las paredes como espectros inquietos. Estamos a salvo aquí, Miguel. susurró Enrique al bebé que lo miraba con ojos sorprendentemente atentos para su edad.
Al menos por ahora, se dirigió hacia el altar recordando las instrucciones del padre Tomás. El viejo sacerdote le había explicado que debía colocar al niño dentro del círculo de protección que él había preparado esa mañana. Efectivamente, al acercarse al altar, Enrique vio un círculo dibujado con tisa bendita en el suelo de piedra, rodeado de símbolos cristianos entremezclados con otros más antiguos que parecían pertenecer a tradiciones indígenas.
Con sumo cuidado, colocó a Miguel en el centro del círculo sobre una manta que el padre Tomás había dejado allí. El bebé no protestó, al contrario, pareció relajarse visiblemente dentro del área protegida. Enrique consultó su reloj casi las 6 de la tarde. El padre Tomás había dicho que el ritual debía comenzar exactamente a las 7, cuando la luna nueva estaría en su punto más alto, invisible en el cielo nocturno.
Tenían que esperar una hora y el sacerdote aún no había llegado con Elena. Un estruendo repentino hizo que Enrique se sobresaltara. Algo había golpeado las puertas de la iglesia con fuerza. Se volvió hacia la entrada justo a tiempo para ver cómo las puertas se sacudían violentamente, como si una fuerza descomunal intentara abrirlas desde fuera.
No puede entrar”, murmuró Enrique para sí mismo, repitiendo lo que el padre Tomás le había dicho. Este es suelo consagrado. No puede entrar a menos que sea invitado. Como respondiendo a sus palabras, las puertas dejaron de sacudirse. Un silencio ominoso cayó sobre la iglesia, roto solo por el distante retumbar de los truenos. Y entonces una voz llamó desde fuera, una voz que heló la sangre de Enrique.
Señor Mendoza. La voz de Joaquín sonaba casi amistosa con un tono de diversión. Sé que está ahí dentro con el niño. ¿Por qué no sale y hablamos como personas civilizadas? Enrique no respondió, pero se aseguró de que Miguel estuviera seguro dentro del círculo de protección. “Vamos, no sea descortés”, continuó Joaquín.
Solo quiero al niño. Es importante para mí. Vitalmente importante podría decirse. Vete, gritó finalmente Enrique. No tienes poder aquí. Una risa escalofriante fue la respuesta. Una risa que parecía venir no solo de fuera de la iglesia, sino de todas partes a la vez, como si reverberara desde las propias paredes. Poder.
Oh, señor Mendoza, tiene una idea muy limitada de mi poder. Es cierto que no puedo entrar por la fuerza en su pequeño santuario, pero hay otras formas. Un movimiento en uno de los vitrales captó la atención de Enrique, el vidrio de colores que representaba a San Miguel Arcángel derrotando al demonio. Comenzó a ondular como si fuera líquido.
Los colores se mezclaron y distorsionaron hasta formar horrorizado el rostro sonriente de Joaquín, mirándolo desde el vitral. “La fe es una cosa curiosa”, dijo la voz desde el vitral. Los labios de la imagen moviéndose en una parodia grotesca de vida, tan fuerte y a la vez tan frágil. Basta una duda, una pequeña grieta para que todo el edificio se derrumbe.
Enrique retrocedió interponiendo su cuerpo entre el vitral y el bebé. No funcionará, declaró con más convicción de la que sentía. El padre Tomás vendrá pronto y entonces te enviaremos de vuelta al infierno de donde viniste. La imagen en el vitral cambió, mostrando ahora una escena perturbadora.
El padre Tomás arrodillado junto a Elena, ambos inmóviles en un charco de lo que parecía ser sangre. ¿Se refiere a este anciano? La voz de Joaquín destilaba falsa preocupación. Me temo que ha sufrido un desafortunado accidente al igual que la encantadora señora Ortega. Es una pena, pero los humanos son tan frágiles. Mientes, gritó Enrique, aunque la duda comenzaba a corroerlo por dentro.
Y si era verdad, y si el padre Tomás había fallado, como respondiendo a sus temores, la puerta lateral de la iglesia, la que comunicaba con la sacristía, se abrió lentamente. Enrique contuvo el aliento preparándose para lo peor. Pero quien entró tambaleándose y empapado de lluvia y sangre fue el padre Tomás.
El anciano sacerdote parecía haber envejecido 10 años en una hora. Su rostro estaba pálido y cruzado por un corte profundo que sangraba profusamente y se apoyaba pesadamente en un bastón improvisado. Padre. Enrique corrió hacia él, sosteniéndolo antes de que cayera. El ritual, murmuró el sacerdote con voz débil. Debemos completarlo antes de que sea demasiado tarde. Y Elena preguntó Enrique temiendo la respuesta.
El padre Tomás negó tristemente con la cabeza. No pude salvarla. La cosa dentro de ella era demasiado fuerte. Pero antes de antes del final, ella luchó. Luchó con todo lo que tenía y eso me dio tiempo para escapar. Un nuevo estruendo sacudió la iglesia.
Los vitrales comenzaron a quebrarse uno tras otro, lloviendo fragmentos de vidrio coloridos sobre los bancos de madera. La imagen de Joaquín desapareció del vitral. solo para reaparecer un instante después, reflejada en los fragmentos esparcidos por el suelo. “Se acabó el tiempo”, dijo la voz ahora multiplicada en un coro de ecos distorsionados. “El niño será mío.” El padre Tomás se irguió con esfuerzo, su rostro demacrado transformándose en una máscara de determinación.
No mientras yo viva”, declaró, y su voz, aunque débil, resonó con una autoridad que pareció hacer retroceder momentáneamente las sombras que se acumulaban en los rincones de la iglesia. Con pasos tambaleantes, pero decididos, el sacerdote se dirigió al altar.
sacó de entre sus ropas el manuscrito amarillento que había mostrado a Enrique esa mañana y comenzó a recitar en una mezcla de latín inwatl, un cántico antiguo que sonaba tanto a oración cristiana como a invocación pagana. Mientras el padre Tomás recitaba, Enrique notó que las sombras en los rincones se agitaban como si tuvieran vida propia, retorciéndose en formas que sugerían rostros agonizantes y cuerpos contorsionados.
El aire dentro de la iglesia se volvió cada vez más frío, hasta que el aliento de ambos hombres formaba nubes de vapor frente a sus rostros. El pequeño Miguel comenzó a llorar de nuevo, un llanto agudo que parecía responder al cántico del sacerdote. Enrique notó con horror que sobre la piel del bebé aparecían marcas rojizas, como si alguien estuviera escribiendo sobre ella con un dedo invisible.
“Padre!”, gritó Enrique señalando al niño. El padre Tomás intensificó su cántico, su voz quebrada elevándose por encima del estruendo de la tormenta y del llanto del bebé. Las velas del altar flamearon violentamente y por un instante toda la iglesia quedó sumida en una oscuridad absoluta.
Cuando la luz regresó, un segundo después Joaquín Vega estaba dentro de la iglesia, o al menos algo con la apariencia de Joaquín Vega, porque lo que estaba de pie junto a la pila bautismal ya no pretendía mantener la ilusión de humanidad. Su piel parecía una máscara mal ajustada sobre un rostro que cambiaba constantemente, alternando entre rasgos humanos y algo más antiguo, más primigéenio.
Ángulos imposibles, dientes demasiado numerosos y afilados, ojos que eran pozos de oscuridad absoluta. Demasiado tarde, sacerdote”, dijo la criatura, su voz resonando ahora con capas de sonidos inhumanos. El círculo está roto. Enrique miró hacia el suelo y vio con horror que una grieta había aparecido en las losas de piedra, atravesando el círculo de protección dondecía Miguel.
El niño había dejado de llorar y miraba a la criatura con una fascinación antinatural. No es cierto”, respondió el padre Tomás. Y por primera vez Enrique vio miedo real en los ojos del viejo sacerdote. El círculo aún puede sostener puede criatura sonrió mostrando más dientes de los que cabían en una boca humana.
Tal vez, pero su fe está quebrada como el suelo bajo sus pies. sacerdote ha visto demasiado hoy, ha perdido demasiado. En el fondo de su corazón ya no cree que puedan vencerme. La criatura dio un paso hacia el círculo y, aunque no lo cruzó, extendió una mano hacia el bebé. Miguel, como hipnotizado, extendió sus pequeños brazos hacia la figura monstruosa.
“El niño me reconoce”, susurró la criatura. sabe que estamos destinados a ser uno. El padre Tomás cayó de rodillas, el manuscrito temblando en sus manos. Parecía haber envejecido otros 10 años en los últimos minutos. Su rostro ahora el de un hombre que ha llegado al límite de sus fuerzas.
Y en ese momento, viendo la desesperación en los ojos del anciano, que había sido un pilar de fe para todo el pueblo, Enrique supo que era el fin. Si el padre Tomás había perdido la esperanza, ¿qué podía hacer él? Un simple fotógrafo. Entonces recordó las fotografías, las fotografías que su cámara había capturado, mostrando verdades que el ojo humano no podía ver.
Y una idea desesperada, pero posible comenzó a formarse en su mente. La criatura que había sido Joaquín Vega avanzaba lentamente hacia el círculo de protección. su forma cambiante, proyectando sombras imposibles en las paredes de la iglesia. El padre Tomás seguía de rodillas murmurando oraciones que sonaban cada vez más a súplicas desesperadas que a comandos de fe.
Enrique retrocedió hacia el altar, su mente trabajando frenéticamente. Las fotografías habían revelado algo sobre la criatura, algo que quizás podría usar en su contra, la luz. En todas las imágenes anómalas, la luz parecía rechazar a Joaquín como si su verdadera naturaleza no pudiera soportar ser iluminada. “Padre”, susurró Enrique inclinándose junto al sacerdote. “La luz es vulnerable a la luz.
” El anciano lo miró con ojos nublados por el agotamiento y el miedo. Luz. En las fotografías la luz lo afectaba. Y en mi estudio, cuando usé el flash de magnesio, él se retorció de dolor. Un destello de comprensión atravesó el rostro del padre Tomás. Titiml, murmuró. Los antiguos decían que eran criaturas de la oscuridad entre las estrellas, que temían al sol, que están susurrando.
La voz de la criatura cortó el aire como un cuchillo helado. Últimas plegarias no servirán de nada. Este lugar ya no es sagrado. Lo han profanado con su desesperación. La criatura dio otro paso hacia el círculo y esta vez su pie cruzó el borde de Tisa. El pequeño Miguel emitió un sonido, mitad gorjeo, mitad gemido, y las marcas rojizas en su piel se intensificaron. Enrique miró desesperadamente a su alrededor. Necesitaban luz, mucha luz.
Las velas del altar eran insuficientes y la tormenta afuera había transformado el día en una noche prematura. Entonces su mirada se posó en la antigua lámpara de araña que colgaba sobre el altar mayor con sus docenas de velas ceremoniales que solo se encendían en las ocasiones más solemnes.
“Manténgalo ocupado”, dijo a toda prisa al padre Tomás antes de escabullirse hacia la sacristía. El sacerdote pareció recobrarse un poco, incorporándose con esfuerzo, alzó el crucifijo que llevaba al cuello y comenzó a recitar el ritual nuevamente, esta vez en una voz más clara y firme. La criatura se detuvo ladeando la cabeza como un depredador curioso ante la renovada resistencia de su presa.
Aún tienes fe, viejo, impresionante, pero inútil. En la sacristía, Enrique buscaba frenéticamente entre los cajones y armarios. Sabía que el padre Tomás guardaba allí su equipo fotográfico, pues ocasionalmente le pedía a Enrique que documentara festividades religiosas. Finalmente encontró lo que buscaba, un antiguo flash de magnesio, más potente que el suyo, usado para fotografiar el interior oscuro de la iglesia durante ceremonias nocturnas.
También encontró algo más, una caja de plata con inscripciones en latín. Al abrirla, descubrió que contenía espejos pequeños, pulidos hasta brillar como líquido plateado. Recordó entonces una conversación con el padre Tomás atrás sobre cómo los espejos habían sido considerados tanto objetos sagrados como peligrosos en muchas culturas, capaces de atrapar espíritus o reflejar la verdadera naturaleza de los seres sobrenaturales.
Tomó todo lo que pudo cargar y regresó silenciosamente a la nave principal. Lo que vio le heló la sangre. La criatura estaba ahora completamente dentro del círculo, inclinada sobre el bebé. La criatura extendía sus dedos alargados, casi tocando el rostro del pequeño Miguel. El padre Tomás seguía recitando el ritual, pero sus palabras parecían rebotar inofensivamente contra la presencia maligna que dominaba ahora el espacio sagrado.
Enrique actuó por instinto. Colocó rápidamente los pequeños espejos en un semicírculo detrás del altar, posicionándolos para que reflejaran la luz. Luego, con manos temblorosas preparó el flash de magnesio. “Aléjate del niño”, gritó atrayendo la atención de la criatura. Joaquín o lo que quedaba de él se irguió lentamente, su rostro fluctuando entre la hermosa máscara humana y la horripilante realidad que había debajo.
El fotógrafo Siseo, “Siempre observando, nunca participando. ¿Crees que tus juguetes pueden detenerme?” No lo sé”, respondió Enrique ganando tiempo mientras encendía la mecha del flash. “Pero tu reacción en mi estudio sugiere que no te gusta que te fotografíen. ¿Qué escondes realmente?” La criatura rugió, un sonido que ninguna garganta humana podría producir y se abalanzó hacia Enrique.
Justo en ese momento, el flash de magnesio estalló en una explosión cegadora de luz blanca, amplificada y reflejada por los pequeños espejos. Un chillido inhumano resonó en la iglesia mientras la criatura se retorcía, su piel burbujeando como cera derretida bajo el intenso resplandor. El padre Tomás, aprovechando la distracción, se arrastró hacia el círculo y tomó al bebé en brazos, alejándolo del monstruo agonizante. El ritual, gritó Enrique.
Termine el ritual ahora. El padre Tomás, con Miguel firmemente protegido entre sus brazos, continuó el antiguo cántico con renovada fuerza. Su voz, que momentos antes había sido un débil murmullo, resonaba ahora con autoridad por toda la iglesia, como si cada piedra del edificio amplificara sus palabras.
La criatura que había sido Joaquín se contorsionaba en el suelo, atrapada entre la luz de los espejos y las palabras del ritual. Su forma cambiaba constantemente. Un momento era el elegante hombre de ciudad, al siguiente una masa de ángulos imposibles y miembros adicionales que aparecían y desaparecían como si no pudiera decidir qué forma adoptar.
Enrique, aprovechando el momento, encendió todas las velas del altar y bajó la antigua araña mediante la cadena que la sostenía, hasta que sus docenas de velas estuvieron lo suficientemente cerca para encenderlas también. Pronto la iglesia brillaba con más luz de la que jamás había tenido en su interior.
La luz lo debilita observó Enrique, pero no es suficiente para destruirlo. Necesitamos algo más, confirmó el padre Tomás sin dejar de recitar algo que conecte con su verdadera naturaleza. En ese momento, un recuerdo iluminó la mente de Enrique. Las fotografías no solo habían revelado la vulnerabilidad de la criatura a la luz, sino que también habían capturado su esencia de alguna manera.
“Las fotografías”, exclamó mi cámara capturó algo de su verdadera naturaleza. si pudiera, no terminó la frase. En cambio, corrió hacia la entrada de la iglesia donde había dejado su bolsa. con manos frenéticas sacó su leica y varios rollos de películas sin exponer. Mientras el padre Tomás continuaba el ritual manteniendo a la criatura debilitada con sus palabras, Enrique preparó su cámara con urgencia, cargó un nuevo rollo de película y ajustó la configuración para trabajar con la escasa pero intensa luz de las velas. La criatura, ahora parcialmente recuperada del destello
inicial, comenzó a arrastrarse hacia la oscuridad en los márgenes de la iglesia, donde la luz de las velas no llegaba con tanta fuerza. “No escaparás”, murmuró Enrique apuntando su cámara. “Esta vez capturaré tu verdadera forma.” Enrique presionó el obturador repetidamente, tomando fotografía tras fotografía de la entidad mientras se retorcía y cambiaba.
Cada destello del pequeño flash integrado hacía que la criatura se estremeciera de dolor. ¿Qué estás haciendo, fotógrafo? La voz de la criatura sonaba ahora distante, como si viniera de muy lejos. Las fotografías no pueden contener mi esencia. No pretendo contenerte”, respondió Enrique siguiendo un instinto que ni él mismo comprendía completamente. “Pretendo exponerte.
” En ese momento, el padre Tomás llegó a la parte culminante del ritual, sosteniendo a Miguel en un brazo y el manuscrito en la otra mano, pronunció las palabras finales en una mezcla de latín inwat. Que lo que vino de la oscuridad regrese a ella. Que lo que no tiene nombre pierda su forma.
Que lo que fue revelado sea ahora contenido. La criatura emitió un grito desgarrador. Su cuerpo parecía estar siendo desgarrado desde dentro, como si estuviera luchando para mantenerse unido. “Ahora Enrique!”, gritó el sacerdote. “La última fotografía”. Enrique ajustó el enfoque una última vez y en un acto de fe desesperada tomó la fotografía final mientras pronunciaba las mismas palabras que el padre Tomás le había enseñado.
El flash estalló con una intensidad sobrenatural, como si toda la luz del mundo se hubiera concentrado en ese único destello. La criatura se arqueó hacia atrás, su boca abierta en un grito silencioso, mientras su cuerpo comenzaba a desintegrarse, no en carne y sangre, sino en una sustancia oscura que parecía absorber la luz a su alrededor.
En cuestión de segundos, lo que había sido Joaquín Vega se convirtió en una mancha oscura en el suelo de la iglesia, que se fue desvaneciendo lentamente hasta desaparecer por completo. El silencio cayó sobre la iglesia como un manto pesado. Afuera la tormenta comenzó a amainar. Los truenos ahora distantes, como el eco de una batalla que había terminado.
El pequeño Miguel, que había permanecido extrañamente tranquilo durante toda la confrontación, comenzó a llorar suavemente. Las marcas rojizas en su piel desaparecieron gradualmente, dejando solo la piel perfecta de un bebé sano. Se ha ido”, murmuró el padre Tomás desplomándose en un banco cercano, agotado, pero aliviado, al menos por ahora. Enrique se acercó al sacerdote y al niño, sintiendo un cansancio como nunca antes había experimentado.
“¿Qué quiere decir con por ahora?”, preguntó temiendo la respuesta. Seres como ese nunca son completamente destruidos”, explicó el padre Tomás acariciando suavemente la cabeza del bebé. Solo son enviados de vuelta a la oscuridad de donde vinieron. Pero mientras exista la desesperación, mientras haya personas dispuestas a hacer tratos con las sombras, siempre encontrarán un camino de regreso.
Enrique asintió lentamente, comprendiendo la terrible verdad en las palabras del anciano. Miró su cámara, el instrumento que había capturado verdades que el ojo humano no podía ver y que finalmente había ayudado a derrotar a una entidad ancestral. ¿Qué pasará con Miguel? Preguntó pensando en el niño que ahora era huérfano.
Tiene familia en Córdoba, respondió el padre Tomás, una hermana de Elena. Le escribiré mañana para contarle lo sucedido o al menos una versión que pueda comprender. Enrique tomó una decisión en ese momento. Yo lo llevaré. Necesito alejarme de San Isidro por un tiempo, aclarar mi mente y luego luego quizás deba usar mi cámara para algo más que bodas y bautizos.
El padre Tomás lo miró con una mezcla de comprensión y preocupación. Ten cuidado, Enrique. Una vez que has visto más allá del velo, es difícil volver a la ignorancia. Mientras los primeros rayos del amanecer comenzaban a filtrarse a través de los vitrales rotos de la iglesia, Enrique Mendoza sostuvo al pequeño Miguel en sus brazos y le hizo una promesa silenciosa. Mientras él viviera, el niño estaría a salvo.
Y si algún día las sombras volvían a agitarse, él estaría allí con su cámara lista para capturar y exponer la verdad oculta en la oscuridad, porque ahora sabía que algunas fotografías capturan más que simples imágenes. Algunas capturan almas, verdades y en ocasiones horrores que no deberían existir en nuestro mundo, pero que inevitablemente encuentran su camino hacia él.
Y así, mientras el sol se elevaba sobre San Isidro, un fotógrafo, un sacerdote y un niño que había estado al borde del abismo, permanecían en silencio en una iglesia maltratada por fuerzas sobrenaturales, unidos por una experiencia que cambiaría sus vidas para siempre, y por el conocimiento de que en la eterna batalla entre la luz y la oscuridad, a veces la mejor arma es simplemente la capacidad de ver y revelar la verdad.
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