La hermana Constanza caminaba por las calles adoquinadas de Veracruz cuando el cielo comenzó a oscurecerse. Era junio de 1950 y la humedad del puerto se adhería a su hábito como una segunda piel. El convento de Santa María de la Luz quedaba a 20 minutos de la catedral, un trayecto que la monja realizaba tres veces por semana para llevar documentos al archivo eclesiástico.

 

 

 Aquel día, sin embargo, algo era diferente. Una neblina inusual descendía sobre la ciudad envolviéndola en un manto grisáceo que difuminaba los contornos de los edificios coloniales. Las campanas de la catedral sonaron cinco veces, anunciando que pronto anochecería. Constanza apretó el paso.

 Al doblar por la calle Zamora, divisó la imponente figura del obispo Reinoso junto a la puerta lateral de la catedral. El Prelado, un hombre de 60 años con el cabello completamente blanco, parecía estar conversando con alguien. Constanza se detuvo no queriendo interrumpir. Fue entonces cuando notó algo extraño. El obispo estaba abrazado a lo que parecía ser una figura hecha de sombras.

 Francisco susurró una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez. Francisco Reinoso. La monja sintió que el aire se volvía más frío. La figura sombría se movía como humo alrededor del obispo, que permanecía inmóvil con la mirada perdida. Constanza se persignó instintivamente. Su excelencia llamó con voz temblorosa.

El obispo giró lentamente. Sus ojos, normalmente vivaces, parecían vacíos, como si miraran a través de ella. Hermana Constanza respondió con una voz que no parecía la suya, no la esperaba hoy. Traigo los registros que solicitó, dijo ella, mostrando la carpeta que llevaba.

 La sombra pareció disolverse en la niebla. El obispo parpadeó varias veces como saliendo de un trance. “Sí, los registros”, dijo ahora con su voz normal. “Pase a mi despacho”. Mientras lo seguía al interior de la catedral, Constanza miró hacia atrás. Por un instante, creyó ver una silueta oscura deslizándose por las paredes.

 El eco de aquel susurro persistía en sus oídos. En el despacho, iluminado apenas por una lámpara de aceite, el obispo parecía nervioso. Sus manos temblaban ligeramente mientras revisaba los documentos. Se encuentra bien, su excelencia. se atrevió a preguntar. “Por supuesto”, contestó secamente, “es solo el cansancio. A mi edad los días se vuelven más pesados.

” Pero Constanza notó algo más en el cuello del obispo, parcialmente oculta por el alzacuello, una marca rojiza con forma de media luna. “Hermana”, dijo el obispo de repente, “¿Ha oído hablar de Joaquín Redondo?” El nombre le resultó vagamente familiar. El asendado que falleció hace 30 años. 32, corrigió el obispo.

 Fue mi predecesor quien ofició su funeral, un hombre extremadamente rico y, según dicen, extremadamente cruel. ¿Por qué me preguntas sobre él? El obispo guardó silencio unos segundos. Por nada importante, solo viejas historias. Al salir de la catedral, la noche ya había caído sobre Veracruz.

 Constanza caminaba rápidamente con el presentimiento de que algo o alguien la observaba desde las sombras. Lo que había visto no podía ser real, se decía, y sin embargo, aquella voz susurrante seguía resonando en su memoria. La biblioteca del convento era un recinto austero con estanterías de madera oscura que llegaban hasta el techo.

 Tras lo ocurrido la tarde anterior, la hermana Constanza no había podido conciliar el sueño. La imagen del obispo Reinoso, abrazado a aquella sombra susurrante, la había perseguido toda la noche. Al amanecer, después de los maitines, se dirigió a la biblioteca.

 Si el nombre de Joaquín Redondo significaba algo, quizás podría encontrar respuestas entre los viejos periódicos y registros que las monjas habían conservado meticulosamente durante generaciones. “Buenos días, hermana Constanza.” La saludó la hermana Dolores, una anciana de 90 años que había dedicado su vida a preservar los archivos. Madruga usted más que de costumbre.

 Busco información sobre un hacendado”, respondió Constanza. Joaquín redondo falleció hace unos 32 años. La anciana monja se quedó inmóvil. Sus ojos, nublados por cataratas, se agrandaron ligeramente. “¿Por qué quieres saber de él?”, preguntó con voz quebradiza. El obispo Reinoso lo mencionó ayer. Parecía preocupado. Hermana Dolores se apoyó pesadamente en su bastón.

 En el sótano, dijo finalmente, hay cajas con periódicos de esa época y un libro de registros especiales que llevaba el padre Tomás, quien fue capellán del convento hasta 1925. Mm. Constanza descendió las escaleras estrechas que conducían al sótano. El aire allí era denso y olía a humedad.

 Estantes de metal contenían cajas polvorientas etiquetadas por décadas. localizó las de 1918, el año que Hermana Dolores había mencionado como el de la muerte de Arredondo. Tras una hora de búsqueda, encontró un periódico amarillento con un titular que le heló la sangre, trágico final del ascendado arredondo, hallado muerto en extrañas circunstancias.

El artículo describía como el cuerpo de Joaquín Redondo había sido descubierto en su hacienda La Sombra, un nombre que ahora le parecía premonitorio, con una expresión de terror en el rostro. No había signos de violencia, excepto por una marca en forma de media luna en su cuello.

 Los médicos habían dictaminado un ataque al corazón, pero los rumores entre la población hablaban de un castigo divino por sus crímenes. “¿Qué crímenes?”, murmuró Constanza para sí misma. Continuó buscando hasta encontrar el libro mencionado por la hermana Dolores. Era un diario personal del padre Tomás, no un registro oficial. Sus manos temblaban al abrirlo.

 Pasó las páginas hasta encontrar entradas de 1918. 15 de marzo. Hoy he escuchado la confesión de arredondo. Que Dios tenga piedad de su alma, pues yo apenas puedo contener mi repulsión ante lo que me ha revelado. Las muertes de aquellas jóvenes no fueron accidentes. Y esa pobre criatura en el sótano, ¿cómo puede un ser humano caer en tal depravación? Me ha entregado una suma considerable para misas por su alma.

 Le he dicho que el dinero no lavará sus pecados. 17 de marzo. Arredondo a muerto. La noticia ha llegado esta mañana. Dicen que gritaba un nombre antes de morir, Francisco. ¿Quién es Francisco? Nadie lo sabe. La marca en su cuello. Igual a la que describió en su confesión, la que vio en sus sueños.

 Es posible que no no debo escribir tales cosas. Constanza cerró el libro sintiendo un escalofrío. Francisco era el nombre del obispo Reinoso y aquella marca en forma de media luna, idéntica a la que había visto en el cuello del prelado. Al subir las escaleras, encontró a la hermana Dolores esperándola. “Encontró lo que buscaba?”, preguntó la anciana.

 “No estoy segura”, respondió Constanza. Hermana, ¿conoce usted la hacienda? La sombra. El rostro arrugado de dolores se tensó. Está abandonada desde la muerte de Arredondo. Nadie se atreve a comprarla. Dicen que por las noches se escuchan llantos de mujeres. Y sabe si el obispo Reinoso tiene alguna conexión con Arredondo o con esa hacienda.

 La anciana negó con la cabeza. El obispo llegó a Veracruz hace apenas 10 años, pero hizo una pausa como decidiendo si continuar. La semana pasada lo vi salir del convento muy tarde. Cuando le pregunté dónde había estado, mencionó que había visitado una vieja propiedad. Dijo que alguien lo llamaba en sus sueños.

 Constanza sintió que su corazón se aceleraba. Dijo, “¿Qué propiedad?” No, pero llevaba tierra rojiza en los zapatos. El único lugar cerca con ese tipo de tierra es la hacienda la sombra, completó Constanza. La mañana siguiente, Constanza se dirigió a la pequeña cafetería cerca del mercado y necesitaba hablar con Mercedes Robles, una mujer de 70 años que había trabajado como sirvienta en varias casas acomodadas de Veracruz, incluida, según la hermana Dolores, la hacienda de Joaquín Redondo. El local estaba casi vacío. Mercedes estaba sentada en un

rincón con las manos deformadas por la artritis sosteniendo una taza de café. Su rostro moreno estaba surcado de arrugas profundas como un mapa de una vida de trabajos duros. “Buenos días, señora Mercedes”, saludó Constanza sentándose frente a ella. Le agradezco que haya accedido a verme. La anciana la miró con unos ojos oscuros que parecían haber visto demasiado.

 Cuando la hermana Dolores me dijo que quería preguntarme sobre la hacienda, la sombra, pensé en negarme, confesó Mercedes. Hay cosas que es mejor dejar enterradas. Entiendo su reticencia, pero es importante. Creo que el obispo Reinoso podría estar en peligro. Mercedes soltó una risa amarga. el obispo.

 ¿Y qué tiene que ver él con los pecados de arredond? Eso es lo que intento averiguar”, respondió Constanza. Trabajó usted en la hacienda de 1915 a 1918, los tres peores años de mi vida. Mercedes bajo la voz. Joaquín Arredondo no era un hombre, era un monstruo con forma humana. Constanza esperó en silencio, permitiendo que la anciana continuara a su ritmo.

 Todo empezó con la desaparición de muchachas jóvenes de los pueblos cercanos, campesinas principalmente. Nadie investigaba porque a redondo tenía comprados a los policías y a los jueces, pero nosotros, los sirvientes, sabíamos. Mercedes tomó un sorbo de café como buscando fuerzas. Había un sótano en la hacienda. Estaba prohibido bajar allí. Una noche escuché gritos, bajé y lo vi. Su voz se quebró.

Aredondo estaba estaba haciendo cosas horribles a una muchacha. Rituales decía él. Invocaba algún tipo de entidad. Prometía almas a cambio de riquezas. Constanza se persignó instintivamente. La muchacha murió esa noche. No fue la primera ni la última. Cuando intenté huir para denunciarlo, me atrapó. me habría matado.

 Pero entonces comenzó a enfermarse. Pesadillas, decía. Veía a una sombra que lo perseguía y susurraba su nombre. Tenía una marca en el cuello, como una media luna, ¿cómo la que apareció en su cuerpo cuando murió?, preguntó Constanza. Mercedes asintió, exactamente igual. En sus últimos días deliraba sobre alguien llamado Francisco.

 Decía que vendría en 30 años y que la sombra lo reclamaría a él también. Francisco Reinoso murmuró Constanza. El obispo. Hay algo más, continuó Mercedes inclinándose hacia adelante. A redondo tenía un hijo ilegítimo, un niño al que nunca reconoció, fruto de su relación con una de las sirvientas. El niño nació con una marca de nacimiento en el cuello en forma de media luna? Preguntó Constanza sintiendo un escalofrío. Sí.

 La sirvienta huyó con el niño después de la muerte de Arredondo. Nunca supe qué fue de ellos. ¿Recuerda el nombre del niño? Mercedes cerró los ojos haciendo un esfuerzo por recordar. Francisco dijo finalmente. Se llamaba Francisco. El camino hacia la hacienda a la sombra estaba plagado de mal.

 Constanza había convencido al jardinero del convento, don Héctor, para que la llevara en su vieja camioneta. El hombre, supersticioso por naturaleza, se había negado inicialmente a acercarse a lo que consideraba un lugar maldito, pero la insistencia de la monja y una generosa donación para su hijo enfermo lo habían persuadido.

 “Hasta aquí llego yo, hermana”, dijo don Héctor cuando la construcción se hizo visible en la distancia. “La esperaré, pero ni por todo el oro del mundo pondré un pie en esa hacienda.” Constanza asintió y descendió del vehículo. El sol de mediodía caía implacable sobre los campos resecos que rodeaban la propiedad. A pesar del calor, sintió un escalofrío al contemplar la imponente estructura colonial que se alzaba ante ella. La hacienda la sombra debió ser magnífica en su tiempo.

 Ahora las paredes de cantera estaban carcomidas por la humedad, las ventanas rotas y el jardín convertido en una jungla. Sobre el portón principal, un escudo de armas desgastado mostraba lo que parecía ser un ave de presa sosteniendo algo en sus garras.

 Mientras se acercaba, una ráfaga de viento agitó los árboles circundantes, produciendo un sonido similar a un lamento. Constanza se detuvo escuchando. Por un momento, creyó oír voces distantes como ecos de un pasado violento. La puerta principal se dio con un chirrido. El interior estaba sumido en penumbras. Muebles cubiertos con sábanas polvorientas daban al lugar un aspecto fantasmal.

 En las paredes, cuadros de antepasados miraban con ojos severos desde sus marcos oxidados. Constanza avanzó por el vestíbulo, sus pasos resonando en el suelo de mármol agrietado. Buscaba señales de visitas recientes, alguna prueba de que el obispo Reinoso hubiera estado allí. En un rincón encontró huellas en el polvo que parecían relativamente frescas.

 siguiendo las huellas, llegó a una biblioteca. Los estantes vacíos sugerían que los libros valiosos habían sido saqueados hace tiempo. Sobre un escritorio tallado, sin embargo, yacía un libro abierto. Al acercarse, vio que era una Biblia antigua. Estaba abierta en el libro de Job y un pasaje estaba subrayado. Sus huesos guardarán sus pecados juveniles que se acostarán con él en el polvo.

 Junto a la Biblia había una fotografía enmarcada. Mostraba a un hombre de mediana edad, presumiblemente Joaquín Redondo, junto a una mujer joven que sostenía a un bebé. La imagen estaba parcialmente quemada, como si alguien hubiera intentado destruirla. Al darle la vuelta, leyó una inscripción.

 Francisco, mi hijo, mi sangre, mi maldición. 1910. El ruido de una puerta cerrándose la sobresaltó. No estaba sola en la hacienda. con cautela se dirigió hacia el origen del sonido. Un pasillo largo conducía hacia lo que parecían ser las habitaciones privadas de la familia arredondo.

 Al final del corredor, una puerta entreabierta dejaba escapar un tenue resplandor. Su excelencia, llamó Constanza, sospechando que podría ser el obispo. No hubo respuesta. Empujó suavemente la puerta. La habitación era espaciosa, con una cama con dosel y un tocador antiguo. Sobre este, varias velas encendidas iluminaban un pequeño altar improvisado.

 Constanza se acercó intrigada. En el centro del altar había un crucifijo invertido. A su alrededor fotografías del obispo reinoso en diferentes momentos de su vida, de niño, de seminarista, en su ordenación, en su nombramiento como obispo. Todas tenían los ojos tachados con tinta roja. No debería estar aquí, hermana.

 Constanza se giró bruscamente. En el umbral de la puerta estaba el obispo Reinoso. Su rostro, habitualmente afable, mostraba una dureza que ella nunca había visto antes. “Su excelencia”, dijo ella intentando mantener la calma. “He descubierto cosas sobre Joaquín Redondo, sobre usted. ¿Qué cree saber?”, preguntó él, avanzando lentamente hacia ella.

 Sé que a redondo era su padre”, respondió Constanza, “que nació con la misma marca que él tenía en el cuello cuando murió, que hay algún tipo de maldición.” El obispo sonró tristemente. No es una maldición, hermana, es una herencia. En ese momento, Constanza notó que la sombra del obispo en la pared no coincidía con su figura. Se movía independientemente, como si tuviera vida propia.

 Mi madre me contó la verdad en su lecho de muerte”, continuó el obispo. Cómo a redondo la forzó. Como ella huyó cuando supo que estaba embarazada, como él murió poco después. Me dijo que nunca regresara a Veracruz, que nunca me acercara a esta hacienda, pero los sueños comenzaron. Una voz que me llamaba, que me prometía revelarme secretos si venía aquí.

 La voz de la sombra, preguntó Constanza. recordando lo que había visto. Sí, al principio creí que era el demonio, pero luego comprendí que era algo más antiguo, algo que mi padre invocó con sus rituales y que ahora me reclama a mí. La temperatura de la habitación pareció descender.

 Gostanza vio como la sombra del obispo se extendía, adoptando una forma vagamente humanoide, pero distorsionada, con extremidades demasiado largas y una cabeza deforme. “He intentado resistirme”, dijo el obispo, y su voz sonaba cada vez más débil. He rezado, me he confesado, he buscado en los textos sagrados alguna forma de romper este vínculo, pero la sangre es la sangre.

 La marca en forma de media luna en su cuello, ahora era completamente visible, pulsando con un tono rojizo, enfermizo. “Debe irse, hermana”, advirtió el obispo. “Ahora mismo y nunca regresar. Lo que va a ocurrir aquí no debe tener testigos. No lo dejaré solo con eso”, respondió Constanza, señalando la sombra que ahora se cernía sobre ambos. No tiene elección.

 Mientras Constanza retrocedía, la sombra proyectada por el obispo Reinoso continuaba distorsionándose, adoptando formas cada vez más aberrantes. El aire se había vuelto gélido y cada respiración formaba pequeñas nubes de bao frente a sus rostros. ¿Qué es esa cosa?, preguntó Constanza, sin poder apartar la mirada de la entidad sombría, que parecía palpitar con vida propia.

 “Los nativos de esta región la llamaban el devorador de almas”, respondió el obispo con una voz que oscilaba entre el miedo y la resignación. Mi padre lo descubrió en textos antiguos y lo invocó para obtener riqueza y poder. El pacto era simple. Almas jóvenes a cambio de fortuna. Pero lo que no entendió es que la entidad siempre reclama al invocador y a su descendencia.

 La sombra emitió un sonido similar a un suspiro prolongado. Un susurro ininteligible llenó la habitación. ¿Por qué vino a Veracruz? Insistió Constanza. Si sabía lo que le esperaba. Al principio no lo sabía. Cuando fui asignado a esta diócesis, creí que era la voluntad de Dios, una oportunidad para enmendar los pecados de mi padre. Pero los sueños comenzaron casi inmediatamente.

 La voz me guiaba hacia la hacienda y cuando finalmente vine, se interrumpió pasando una mano temblorosa por su rostro demacrado. ¿Qué encontró? un diario. El diario de mi padre, escondido en un compartimiento secreto de este mismo escritorio, detallaba todos sus crímenes, los rituales, los nombres de las víctimas.

 Y también hablaba de mí, de cómo la entidad le había mostrado que su hijo, su sangre, completaría lo que él había comenzado. La sombra se deslizó por las paredes, acercándose a Constanza. La monja sintió un frío intenso allí donde la entidad rozaba su piel. Fue entonces cuando entendí que no había escapatoria, continuó el obispo.

 He intentado purificarme, expiar los pecados de mi padre, pero la marca señaló la media luna en su cuello. Ha ido creciendo día a día. El mismo patrón que apareció en mi padre antes de morir. Constanza recordó lo que había leído en el diario del padre Tomás. A redondo confesó sus crímenes antes de morir. Quizás ese sea el camino.

 El obispo negó con la cabeza, “Yo he confesado muchas veces, pero no tengo nada que expiar. No he cometido los crímenes de mi padre, pero ha estado viniendo a este lugar”, observó Constanza. ha mantenido vivo el vínculo con la entidad porque necesitaba respuestas, necesitaba entender. El obispo señaló el altar con las fotografías. Ese no lo hice yo.

 Estaba así cuando llegué hoy. Alguien más sabe sobre esto. Alguien que quiere asegurarse de que cumpla con el destino que mi padre me legó. La revelación golpeó a Constanza como una ola fría. Mercedes mencionó que a redondo tenía sirvientes cómplices. Quizás alguno de ellos todavía vive, o sus descendientes. Un crujido en el pasillo alertó a ambos. Alguien más estaba en la hacienda.

Debemos irnos susurró Constanza. Ahora el obispo asintió, pero cuando intentó moverse, la sombra se estiró envolviendo sus piernas como cadenas oscuras. No puedo dijo con pánico en la voz. No me deja. Constanza recordó los símbolos religiosos que siempre llevaba consigo.

 Sacó un pequeño rosario de su bolsillo y lo colocó en la mano del obispo. “Rece conmigo”, ordenó con una firmeza que sorprendió incluso a ella misma. Comenzaron a recitar el Padre Nuestro. La sombra pareció retroceder ligeramente, oscilando como si estuviera confundida. Aprovechando el momento, Constanza tomó al obispo del brazo y lo arrastró hacia la puerta.

 En el pasillo se encontraron cara a cara con un anciano. Su rostro arrugado mostraba una sonrisa malévola. Rodrigo murmuró el obispo reconociéndolo. El mayordomo de mi padre, explicó a Constanza. Creí que había muerto hace años. Los sirvientes de arredondo fuimos bendecidos con longevidad”, dijo el anciano, con una voz sorprendentemente fuerte para su edad avanzada, a cambio de mantener vivo el legado.

 “¿Usted ha estado alimentando a esa cosa?”, preguntó Constanza horrorizada, “Continuando con los sacrificios, no con la misma frecuencia que el señor arredondo, pero sí la entidad debe ser nutrida. Y ahora que el hijo ha regresado, el ciclo puede completarse. El obispo se tambaleó como si el peso de esta revelación fuera demasiado para soportar. Nunca seré como él, dijo con determinación renovada en su voz.

 No tiene elección, su excelencia, respondió Rodrigo avanzando hacia ellos. La sangre llama a la sangre y la entidad ha esperado demasiado tiempo. La sombra se deslizó por el suelo pasando de la habitación al pasillo, rodeando al anciano mayordomo como si fuera parte de él. Constanza comprendió entonces la terrible verdad.

 Rodrigo no solo servía a la entidad, estaba poseído por ella. Corra”, susurró Constanza al obispo, tirando de su brazo mientras retrocedían por el pasillo. Rodrigo, el antiguo mayordomo, avanzaba lentamente hacia ellos. Su paso era irregular, como si sus articulaciones no funcionaran correctamente, y su sombra se extendía de manera imposible, proyectándose en direcciones opuestas a la única fuente de luz.

 “No pueden escapar”, dijo el anciano. “La casa no lo permitirá. Como para confirmar sus palabras, las puertas a lo largo del pasillo comenzaron a cerrarse violentamente, una tras otra. El sonido de los portazos resonaba como disparos en la mansión abandonada. Constanza, sin soltar al obispo, corrió hacia la única puerta que permanecía abierta al final del corredor.

 Entraron en lo que parecía ser un estudio con estanterías vacías y un enorme escritorio de caoba cubierto de polvo. ¿Hay otra salida?, preguntó jadeando por el esfuerzo. El obispo negó con la cabeza. No lo sé. Nunca he explorado completamente la hacienda. Un ruido sordo contra la puerta les indicó que Rodrigo los había seguido. La madera antigua crujió bajo la presión.

 El diario, dijo súbitamente el obispo. Si encontramos el diario de mi padre, quizás contenga alguna información sobre cómo detener esto. Comenzaron a buscar frenéticamente por la habitación. Constanza examinaba los paneles de las paredes buscando pasajes secretos o compartimientos ocultos. mientras el obispo revisaba el escritorio. “Aquí”, exclamó finalmente Constanza.

 Había encontrado una tabla suelta en el suelo bajo una alfombra desgastada. Al levantarla, descubrió un hueco con un libro encuadernado en cuero negro. La puerta del estudio cedió en ese momento, astillándose por la mitad. Rodrigo entró, pero ya no parecía el mismo.

 Su rostro se había vuelto una máscara inexpresiva y sus ojos eran pozos negros sin fondo. “El diario no le servirá”, dijo. Pero su voz sonaba distorsionada, como si múltiples voces hablaran al unísono. “La sangre de arredondo pertenece a la sombra.” Constanza abrió el libro pasando rápidamente las páginas.

 Estaba escrito con una caligrafía elegante, pero perturbadora, y contenía diagramas y símbolos que parecían sacados de algún grimorio prohibido. “Aquí hay algo”, dijo deteniéndose en una página. “La entidad solo puede ser contenida en el lugar de su invocación original. El sello debe ser renovado con la sangre del invocador o de su linaje. El sótano murmuró el obispo. Mercedes mencionó un sótano donde mi padre realizaba sus rituales.

 Rodrigo se lanzó hacia ellos con una agilidad sobrenatural para su edad. El obispo lo esquivó por poco, pero el anciano logró agarrar a Constanza por el hábito. La tela se rasgó mientras ella se liberaba golpeando al mayordomo con el pesado diario. “Por aquí!”, gritó el obispo, que había descubierto otra puerta parcialmente oculta detrás de una estantería. Se deslizaron por la abertura justo cuando Rodrigo se recuperaba.

 La puerta conducía a una estrecha escalera de piedra que descendía en espiral hacia la oscuridad. “Debemos encontrar una manera de sellarlo”, dijo Constanza mientras bajaban apresuradamente, guiados apenas por la débil luz que se filtraba desde arriba. “Con mi sangre”, respondió el obispo sombríamente. “Ese es el precio, ¿no es así? La sangre de arredondo.

” Constanza no respondió. El horror de la situación la sobrepasaba, pero una parte de ella sabía que el obispo tenía razón. Al llegar al fondo de la escalera, se encontraron en un amplio sótano. El olor a humedad y a algo más desagradable, algo antiguo y podrido, impregnaba el aire.

 Varias antorchas estaban colocadas en las paredes, inexplicablemente encendidas a pesar de los años de abandono. En el centro de la habitación había un círculo tallado en el suelo de piedra. dentro del círculo, símbolos que Constanza reconoció vagamente de sus estudios de teología, pero distorsionados, pervertidos en algo blasfemo. “Este es el lugar”, dijo el obispo acercándose al círculo.

 “Aquí es donde todo comenzó.” El sonido de pasos en la escalera les advirtió que Rodrigo los seguía. La sombra del anciano, ahora completamente separada de su cuerpo físico, se deslizó por las paredes del sótano como una mancha de tinta que se expande en agua.

 Necesitamos cerrar el círculo”, dijo Constanza, examinando rápidamente el diario a la luz de las antorchas. Hay un ritual de contención aquí, pero requiere un sacrificio, completó el obispo. “Lo sé, lo he sabido desde que encontré esta hacienda.” Rodrigo apareció en la base de la escalera. La sombra que lo acompañaba pareció regocijarse, expandiéndose hasta cubrir gran parte del techo del sótano.

“Han llegado al lugar adecuado”, dijo el anciano, su voz ahora completamente inhumana. “El círculo de invocación donde tu padre Francisco me llamó a este mundo.” El obispo se estremeció al oír la entidad dirigirse directamente a él. Mi padre cometió un error terrible, respondió, uno que yo debo rectificar.

No hay rectificación posible, rugió la voz. Solo cumplimiento del pacto, tu sangre, tu alma, a cambio de la riqueza que tu padre disfrutó, una deuda que debe ser pagada. Constanza encontró en el diario lo que buscaba. Aquí está el ritual de contención, pero necesitamos sangre y algo personal del invocador original. Mi sangre tiene la de él, dijo el obispo.

 Y en cuanto a algo personal, sacó un pequeño crucifijo que llevaba al cuello. Este crucifijo era de mi madre, pero antes perteneció a él. Es lo único que conservo de Joaquín Redondo. La sombra pareció percibir sus intenciones. Con un movimiento fluido, se separó completamente de Rodrigo, quien cayó al suelo como una marioneta con los hilos cortados.

 La entidad se concentró en una masa oscura y pulsante que flotaba sobre el círculo de invocación. “Ahora!”, gritó Constanza. El obispo reinoso se colocó en el borde del círculo tallado, el crucifijo de su padre apretado en su puño. La sombra se arremolinaba en el centro, formando patrones que dolían a la vista, geometrías imposibles que parecían desafiar las leyes de la física.

 “Debo entrar en el círculo”, dijo el obispo, su voz firme a pesar del terror evidente en sus ojos. Es demasiado peligroso, protestó Constanza sosteniendo el diario abierto en la página del ritual. Podríamos intentar otra cosa. No hay otra opción. El diario es claro. La sangre de arredondo debe derramarse en el centro del círculo sobre los símbolos principales.

 Rodrigo, el anciano mayordomo, yacía inmóvil en el suelo. Sin la presencia de la sombra, parecía haber envejecido décadas en cuestión de segundos. Su piel arrugada como pergamino antiguo, sus ojos hundidos en órbitas oscuras. La sombra emitió un sonido que recordaba a miles de voces susurrantes, todas hablando a la vez en un idioma desconocido.

 El suelo bajo sus pies comenzó a vibrar ligeramente. “Léame las palabras del ritual”, pidió el obispo mientras daba un paso hacia el círculo. Constanza comenzó a recitar las frases escritas en el diario. eran palabras en un idioma que no reconocía, posiblemente una mezcla de latín antiguo y alguna lengua indígena.

 Cada sílaba parecía tener un peso físico, como si el sonido mismo fuera una sustancia tangible en el aire. El obispo entró en el círculo. La sombra se agitó violentamente, expandiéndose y contrayéndose como un corazón monstruoso. Pequeños tentáculos de oscuridad intentaron aferrarse a los tobillos del prelado, pero retrocedieron al contacto con el crucifijo.

 “Continúe, hermana”, instó el obispo avanzando hacia el centro. No se detenga, pase lo que pase. Constanza siguió recitando su voz ganando fuerza con cada palabra. Mientras leía, comenzó a entender fragmentos del texto, referencias a barreras entre mundos, a entidades hambrientas que acechaban en los límites de la realidad, a pactos sellados con sangre inocente. El obispo llegó al centro del círculo.

 La sombra lo envolvió completamente, como una mortaja oscura. Solo se podía distinguir el débil resplandor del crucifijo en su mano. La sangre de arredondo retorna al círculo, proclamó el obispo. Su voz distorsionada por la densidad de la sombra que lo rodeaba, no para alimentar, sino para sellar. sacó un pequeño cuchillo que había tomado del estudio.

 Sin vacilación se hizo un corte profundo en la palma de la mano que sostenía el crucifijo. La sangre brotó cubriendo tanto su piel como el objeto sagrado. Un aullido sobrenatural llenó el sótano cuando las primeras gotas de sangre tocaron el suelo. La sombra se retorció como un animal herido, sus formas cambiantes reflejando un dolor inhumano.

 El último párrafo gritó el obispo desde dentro de la masa oscura. Constanza encontró las líneas finales y las leyó con toda la fuerza que pudo reunir. Las palabras resonaron en el sótano, amplificadas por alguna propiedad acústica de la cámara. El suelo bajo el círculo comenzó a brillar con una luz rojiza.

 Los símbolos tallados en la piedra parecían absorber la sangre del obispo, iluminándose uno tras otro como una compleja constelación. Francisco, la voz de la sombra era ahora claramente audible, una mezcla del tono paternal de Joaquín Redondo y algo mucho más antiguo y terrible. Tu alma me pertenece por derecho. El pacto no puede romperse.

 El pacto se cumple hoy, respondió el obispo, pero no como esperabas. dejó caer el crucifijo ensangrentado exactamente en el centro del círculo. El contacto produjo un destello cegador. Constanza tuvo que protegerse los ojos con el brazo. Cuando pudo ver de nuevo, la escena había cambiado.

 La sombra ya no envolvía al obispo, sino que parecía estar siendo absorbida por el suelo, drenándose a través de los símbolos iluminados como agua por un desagüe. El obispo estaba de rodillas, pálido y tembloroso, pero vivo. Está funcionando murmuró Constanza apenas creyendo lo que veía sus ojos. Un grito desgarrador, mezcla de furia y agonía, surgió de la sombra mientras continuaba siendo absorbida.

 El proceso duró varios minutos, durante los cuales ni Constanza ni el obispo se atrevieron a moverse. Finalmente, el último vestigio de oscuridad desapareció en el suelo. Los símbolos brillaron intensamente por un momento más y luego se apagaron, dejando solo el círculo tallado en la piedra, ahora aparentemente inerte. El obispo se desplomó.

 Constanza corrió hacia él, arrodillándose a su lado. Su rostro estaba ceniciento, pero respiraba. Y, lo más importante, la marca en forma de media luna en su cuello, había desaparecido por completo. “Se ha ido”, susurró el obispo con los ojos entreabiertos. “Puedo sentirlo. El vínculo se ha roto.” “¿Qué ha pasado exactamente?”, preguntó Constanza, rasgando parte de su hábito para vendar la mano herida del prelado.

 El ritual no era para alimentar a la entidad como mi padre lo utilizó, explicó el obispo débilmente. Era para contenerla. La sangre de arredondo, combinada con un objeto que le perteneció selló la brecha que él había abierto. Y Rodrigo, ambos miraron hacia dondecía el anciano mayordomo. No se había movido, pero ahora su cuerpo parecía estar deshaciéndose como si envejeciera décadas en minutos.

 Debió vincularse a la entidad hace mucho tiempo, dijo el obispo, prolongando su vida a cambio de mantener el canal abierto para ella. Mientras observaban, el cuerpo de Rodrigo se desintegró completamente, convirtiéndose en polvo, que se dispersó en el aire viciado del sótano. Tres días después de los eventos en la hacienda La Sombra, la hermana Constanza se encontraba en la pequeña capilla del convento de Santa María de la Luz.

 El amanecer apenas comenzaba a iluminar los vitrales, proyectando patrones multicolores sobre el suelo de piedra. Las últimas 72 horas habían sido un torbellino. Después de ayudar al obispo Reinoso a salir de la hacienda, habían regresado a Veracruz en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

 Don Héctor, el jardinero, no había hecho preguntas sobre el estado del prelado o la mancha de sangre en el hábito de la monja. Algunas cosas era mejor no saberlas. El obispo había sido llevado directamente a su residencia, donde su secretario personal, alarmado por su aspecto, había llamado inmediatamente a un médico.

 La explicación oficial fue un agotamiento extremo y se recomendó reposo absoluto. Constanza no había vuelto a verlo desde entonces, pero la madre superiora le había informado que el obispo solicitaba su presencia esa mañana en la catedral. La noticia le provocaba sentimientos encontrados. ¿Qué quedaría del horror que habían compartido? ¿Cómo se podría volver a la normalidad después de enfrentarse a algo tan incomprensible? El diario de Joaquín Redondo permanecía escondido en su celda debajo del delgado colchón de su cama. No había sabido qué hacer con él. Destruirlo parecía

prudente, pero también podría contener información valiosa si alguna vez no no quería contemplar la posibilidad de que aquella entidad pudiera regresar. Mientras rezaba, pensaba en las víctimas de arredondo, jóvenes cuyas vidas habían sido arrebatadas para alimentar la ambición de un hombre y el hambre de una entidad de las sombras.

 Se preguntaba si sus almas habrían encontrado paz al fin. Hermana Constanza. La voz de la madre superiora la sacó de sus pensamientos. La anciana monja estaba en la entrada de la capilla, su rostro arrugado mostrando preocupación. Es hora de ir a la catedral, dijo. El carruaje está esperando. ¿Sabe usted por qué me ha mandado llamar el obispo? La madre superior negó con la cabeza.

 No me lo ha comunicado, pero desde que regresó de su indisposición ha estado diferente, más silencioso, más contemplativo. Constanza asintió comprendiendo. El encuentro con la sombra habría cambiado a cualquiera. El trayecto hasta la catedral fue breve. La ciudad de Veracruz despertaba lentamente con vendedores preparando sus puestos en el mercado y pescadores regresando con su captura matutina.

 La vida continuaba ajena a los horrores sobrenaturales que acechaban en sus márgenes. En la catedral, el secretario del obispo la recibió y la condujo no al despacho oficial, sino a una pequeña sala adyacente a la sacristía. El obispo reinoso estaba sentado junto a una ventana observando el mar a lo lejos.

 Se veía más delgado, con ojeras pronunciadas, pero sus ojos habían recuperado parte de la vivacidad que Constanza recordaba de antes de los sucesos recientes. Hermana Constanza saludó haciendo un gesto para que se sentara frente a él. Gracias por venir. ¿Cómo se encuentra su excelencia? en paz por primera vez en mucho tiempo, respondió. La marca ha desaparecido por completo y con ella las pesadillas.

 Me alegra oírlo dijo sinceramente Constanza. La he llamado porque debo comunicarle una decisión que he tomado continuó el obispo. He solicitado al Vaticano mi traslado. Dejaré Veracruz próximamente. La noticia sorprendió a Constanza, aunque una parte de ella lo entendía.

 Después de lo ocurrido, permanecer en el lugar asociado a tan terribles eventos debía ser difícil. Puedo preguntar dónde irá a una pequeña diócesis en los Alpes. Un lugar tranquilo, alejado, donde podré reflexionar sobre todo lo que ha ocurrido y quizás encontrar algún tipo de redención. Usted no tiene nada que redimir, su excelencia, dijo Constanza. no es responsable de los actos de su padre.

 Tal vez no, concedió el obispo, pero sí soy responsable de mis propios actos, de haber sucumbido inicialmente a la curiosidad sobre mi pasado, de haber permitido que la sombra me influenciara durante tanto tiempo. Se levantó y caminó hasta un pequeño escritorio de donde tomó un sobre sellado. Esto contiene instrucciones para demoler la hacienda a la sombra y consagrar el terreno”, explicó entregándole el sobre.

 “Se lo confío a usted porque ha demostrado valor y discernimiento. La entidad está contenida, pero no destruida. El círculo en el sótano debe ser eliminado permanentemente.” “Entiendo,”, dijo Constanza tomando el sobre con cierta aprensión, “y diario de su padre.

 debe ser quemado, pero no antes de que copie las páginas con los rituales de contención, por si algún día por si algún día fueran necesarios de nuevo. Un silencio se instaló entre ellos, cargado de significado. Ambos sabían que habían mirado a un abismo que pocos seres humanos habían contemplado y sobrevivido para contarlo.

 Una última cosa, añadió el obispo, he investigado sobre las víctimas de mi padre. Eran siete jóvenes, todas de familias humildes. He dispuesto que se construya una pequeña capilla en su memoria, en el terreno donde ahora se levanta la hacienda, y he asignado fondos para ayudar a sus familias, muchas de las cuales siguen viviendo en la pobreza. Constanza asintió conmovida por el gesto.

 El mal que hizo mi padre no puede ser deshecho continuó el obispo. Pero quizás podamos ofrecer algún consuelo a quienes sufrieron por su causa. Es un noble propósito, dijo Constanza. Y ahora, hermana, si me disculpa, debo prepararme para la misa matutina. Será una de mis últimas ceremonias en Veracruz.

 Constanza se levantó inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Pero antes de salir, una última pregunta surgió en su mente. Su excelencia, ¿cree usted que hay otros como esa cosa? Otras entidades esperando ser invocadas por aquellos dispuestos a hacer cualquier cosa por poder? El obispo reinoso la miró largamente antes de responder, “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, hermana Constanza, de las que sueña nuestra filosofía.

 Pero mientras existan personas dispuestas a enfrentarlas con fe y valor, como usted, siempre habrá esperanza.” Dos semanas después de su encuentro con el obispo Reinoso, Constanza observaba como las llamas devoraban los restos de la hacienda la sombra. siguiendo las instrucciones del prelado, había organizado la demolición controlada de la estructura, prestando especial atención al sótano, donde se encontraba el círculo de invocación. El trabajo no había sido fácil.

 Los obreros contratados, todos ellos hombres recios, acostumbrados a tareas difíciles, se habían mostrado extremadamente nerviosos al entrar en la propiedad. Varios se habían negado a bajar al sótano, jurando que oían voces y sentían un frío sobrenatural. Constanza no los culpaba.

 Ella misma había sentido una opresión en el pecho al volver a pisar aquel lugar maldito, pero su determinación había sido mayor que su miedo. Supervisó personalmente la destrucción del círculo, asegurándose de que cada símbolo fuera borrado, cada piedra removida. Ahora, mientras las llamas consumían los escombros, sentía una mezcla de alivio y melancolía.

 El obispo Reinoso ya había partido hacia su nueva asignación en los Alpes, llevándose consigo el peso de un legado que nunca había pedido. Mercedes Robles, la antigua sirvienta, había fallecido pacíficamente en su sueño tres días después de los acontecimientos, como si al revelarse finalmente los secretos que había guardado durante décadas, su espíritu hubiera encontrado la paz que tanto anhelaba.

 Don Héctor, el jardinero del convento, había aceptado la generosa suma ofrecida por el obispo para no hablar de lo sucedido. El dinero permitiría que su hijo enfermo recibiera tratamiento en Ciudad de México. Algunas veces, reflexionaba Constanza, incluso de las mayores tragedias podían surgir pequeñas bendiciones. Hermana, la llamó uno de los obreros interrumpiendo sus pensamientos.

Encontramos esto entre los escombros. Pensamos que querría verlo. Le entregó un pequeño objeto metálico. Era un medallón de plata, ennegrecido por el fuego y el tiempo, pero aún reconocible. En una cara mostraba la imagen de Santa Clara, patrona de la vista. En la otra unas iniciales grabadas.

 J a Joaquín Redondo, murmuró Constanza para sí misma. Disculpe, hermana. Nada importante”, respondió. “Gracias por entregármelo.” El obrero asintió y volvió a su trabajo. Constanza contempló el medallón en su palma, un objeto tan pequeño, tan insignificante y, sin embargo, un vínculo tangible con eventos que desafiaban la comprensión.

 decidió conservarlo no como un recuerdo de horror, sino como un recordatorio de que incluso las sombras más oscuras podían ser enfrentadas y contenidas. Mientras regresaba a Veracruz en la carreta proporcionada por el convento, pensaba en el diario de Arredondo.

 Siguiendo las instrucciones del obispo, había copiado meticulosamente las páginas con los rituales de contención, ocultando luego estas copias en un lugar seguro del archivo del convento. El original lo había quemado en una pequeña ceremonia privada, rezando por las almas de las víctimas, mientras las páginas se convertían en cenizas. La ciudad apareció en el horizonte, sus edificios coloniales bañados por la luz del atardecer.

 Veracruz parecía diferente ahora, como si al conocer sus secretos más oscuros, Constanza la viera con nuevos ojos. Al llegar al convento, la madre superiora la esperaba en la entrada, su rostro mostrando una expresión inusualmente preocupada. “Hermana Constanza, ha llegado una carta para usted”, dijo entregándole un sobre del Vaticano. Constanza tomó el sobre con sorpresa.

 Era raro que una simple monja recibiera correspondencia directa de Roma. En su celda abrió la carta con manos temblorosas. Estaba firmada por un monseñor cuyo nombre no reconocía, pero el contenido la dejó sin aliento. Estimada hermana Constanza, por recomendación de su excelencia Francisco Reinoso, nos dirigimos a usted en relación a un asunto de suma delicadeza.

 Ha llegado a nuestro conocimiento, su valentía y discernimiento en ciertos eventos acaecidos recientemente en Veracruz. Existe dentro de la Santa Iglesia un pequeño grupo dedicado al estudio y contención de fenómenos similares a los que usted ha enfrentado. Fenómenos que por su naturaleza desafían la comprensión común y representan amenazas que pocos están preparados para reconocer y menos aún para combatir.

 y está dispuesta, desearíamos contar con su asistencia en un caso en la región de Oaxaca que presenta ciertas similitudes inquietantes con su experiencia reciente. Por favor, indique su disposición a la madre superiora, quien ha sido informada de la naturaleza general de esta solicitud. Que Dios la bendiga y proteja, Monseñor Alejandro Vidal, Congregación para la doctrina de la Fe. Constanza leyó la carta tres veces intentando asimilar su significado.

 Existía un grupo dentro de la iglesia dedicado a enfrentar entidades como la que habían contenido y ahora, por alguna razón, la consideraban apta unirse a ellos. Su primer instinto fue negarse. Había visto suficiente horror para varias vidas, pero luego recordó las palabras del obispo Reinoso.

 Mientras existan personas dispuestas a enfrentarlas con fe y valor, como usted, siempre habrá esperanza. Con el medallón de arredondo en una mano y la carta del Vaticano en la otra, Constanza tomó su decisión. El autobús avanzaba lentamente por la carretera serpente que llevaba a Oaxaca.

 A través de la ventana, Constanza observaba como el paisaje iba cambiando, las llanuras costeras de Veracruz dando paso gradualmente a montañas cubiertas de bosques de pino y roble. El aire se volvía más fresco conforme ganaban altitud. Habían pasado tres semanas desde que recibiera la carta del Vaticano. Tres semanas de preparativos, despedidas y sobre todo de reflexión.

 La madre superiora, inicialmente reticente a dejarla partir, había finalmente cedido ante la insistencia de las autoridades eclesiásticas. Es un honor ser elegida para tal misión”, había dicho la anciana monja. Aunque en sus ojos Constanza había podido leer preocupación, pero recuerde siempre quién es usted, una sierva de Dios, no una cazadora de demonios. Demonios.

 La palabra parecía simultáneamente inadecuada y apropiada para describir a la entidad que habían enfrentado en la hacienda. ¿Era realmente un demonio en el sentido bíblico o algo más antiguo, más primordial que la teología cristiana había intentado categorizar dentro de sus propios parámetros? Estas preguntas habían ocupado los pensamientos de Constanza durante su viaje. En su equipaje, escondido entre sus escasas pertenencias, llevaba el medallón de Joaquín Redondo, las copias de los rituales de contención y una pequeña cruz de madera que el obispo Reinoso le había enviado desde Los Alpes como despedida. El autobús se detuvo en una

estación pequeña a las afueras de Oaxaca. Según las instrucciones que había recibido, allí debía esperar a su contacto un tal padre Sebastián Aguirre, quien la llevaría al lugar exacto donde se requería su presencia. Descendió del vehículo agradeciendo al conductor y miró a su alrededor.

 La estación era poco más que un cobertizo de madera junto a la carretera con un par de bancas desgastadas. Varias personas esperaban el próximo autobús, familias con niños, comerciantes con mercancías, escenas cotidianas normales que contrastaban agudamente con la naturaleza extraordinaria de su misión. Un automóvil negro se detuvo frente a la estación. De él descendió un hombre de mediana edad, vestido con ropas civiles, no con el atuendo clerical que Constanza esperaba.

 Alto delgado, con el cabello entre cano y gafas de montura metálica, tenía un aire académico que le recordaba más a un profesor universitario que a un sacerdote. “Hermana Constanza”, preguntó acercándose a ella. “Sí, soy yo, padre Sebastián Aguirre.” Se presentó estrechando su mano. “Bienvenida a Oaxaca.” Mientras subían al automóvil, Constanza notó algo peculiar.

 En el dedo anular del padre Sebastián había un anillo similar al que usaban los obispos, pero con un símbolo diferente, un ojo dentro de un triángulo. No es lo que esperaba, comentó ella, refiriéndose tanto al sacerdote como a la situación. “Pocas cosas en nuestro trabajo son como se esperan”, respondió él con una leve sonrisa.

 Supongo que el monseñor Vidal no le proporcionó muchos detalles, apenas lo esencial. Mencionó similitudes con lo ocurrido en Veracruz, pero nada específico. El padre Sebastián asintió poniendo el vehículo en marcha. Nuestra congregación hermana opera bajo principios de discreción. La mayoría de los fieles, incluso la mayoría del clero, desconocen nuestra existencia.

 Y es mejor así. Tomaron un desvío alejándose de la carretera principal hacia un camino de terracería que se internaba en las montañas. “¿Cuánto sabe usted sobre la historia prehispánica de esta región?”, preguntó el sacerdote. “Solo lo básico,” admitió Constanza. “Los zapotecas y mixtecas fueron las culturas dominantes, ¿no es así?” En efecto, y como todas las civilizaciones antiguas tenían sus propios dioses, entidades a las que adoraban y temían a partes iguales, Constanza comenzaba a entender hacia dónde se dirigía la

conversación. ¿Cree que lo que enfrentamos en Veracruz podría estar relacionado con alguna deidad prehispánica? El padre Sebastián la miró brevemente con aprobación. Es usted perspicaz, hermana. Sí, esa es precisamente nuestra teoría. Lo que Joaquín Arredondo invocó en su hacienda no era un demonio en el sentido cristiano tradicional, sino una entidad mucho más antigua.

 Los nativos la llamaban Tescatlipoca oscuro, un aspecto del dios Tescatlipoca asociado con la noche, las sombras y la muerte. Pero eso significaría que estas entidades son reales, ¿sí? No como las concebían los antiguos, por supuesto, no como deidades omnipotentes, pero sí como seres de otro plano de existencia que bajo ciertas circunstancias pueden manifestarse en nuestro mundo.

 El automóvil ascendía por un camino cada vez más empinado y estrecho. A través de las ventanillas, Constanza podía ver el valle de Oaxaca extendiéndose a sus pies, un tapiz de verdes y ocres bajo el cielo azul intenso. ¿Y qué ocurre en Oaxaca exactamente?, preguntó intentando asimilar esta nueva perspectiva sobre lo que había vivido.

 Hace una semana en el pequeño pueblo de San Juante Otihuacán, un arqueólogo descubrió una cámara subterránea durante excavaciones no autorizadas. Dentro había un altar similar al círculo que usted describe en el sótano de la hacienda la Sombra. El arqueólogo desapareció esa misma noche. Desde entonces, varios habitantes del pueblo han reportado visiones, sombras que susurran, que conocen sus secretos más oscuros y me necesitan.

 ¿Por qué? Porque usted ha enfrentado a una de estas entidades y ha sobrevivido para contarlo, porque conoce los rituales de contención que funcionaron en Veracruz y principalmente porque ha demostrado tener la combinación adecuada de fe y valor. El automóvil se detuvo finalmente ante un pequeño monasterio de piedra aparentemente abandonado en lo alto de una colina.

 El edificio parecía datar del siglo X con paredes gruesas y ventanas estrechas que le daban un aspecto de fortaleza. Bienvenida al monasterio de San Miguel, dijo el padre Sebastián. Sede no oficial de la Congregación para la doctrina de la Fe en México. Aquí nos prepararemos antes de dirigirnos a San Juan Teotihuacán. Mientras descendían del vehículo, Constanza notó algo inquietante.

 A pesar de la luz del sol, las sombras alrededor del monasterio parecían más densas de lo normal, más oscuras. Y por un instante creyó escuchar un susurro familiar, el mismo que había oído en Veracruz. Padre, dijo, su voz apenas audible, creo que ya sabe que estamos aquí. El sacerdote siguió su mirada hacia las sombras anormalmente oscuras y asintió gravemente.

Entonces, no hay tiempo que perder. La batalla apenas comienza, hermana Constanza. Y con estas el padre Sebastián se detuvo frente a la antigua puerta de madera del monasterio. De su bolsillo extrajo una llave de hierro forjado, cuyo diseño intrincado no se parecía a ninguna que Constanza hubiera visto antes.

 Esta llave ha pasado de guardián en guardián durante siglos, explicó mientras la insertaba en la cerradura. Fue bendecida por el Papa Pío V en 1570, específicamente para este lugar. Al girar la llave, se escuchó un mecanismo complejo activándose dentro de la puerta.

 Constanza notó que los bordes del marco estaban grabados con símbolos que mezclaban iconografía cristiana con otros signos que no reconocía. “Sellos de protección”, aclaró el sacerdote al notar su interés. una combinación de sabiduría cristiana, zapoteca y mixteca. Nuestros predecesores entendieron que la verdadera protección radica en la síntesis, no en la exclusión. El interior del monasterio era sorprendentemente funcional para un edificio que parecía abandonado desde el exterior.

 Lámparas eléctricas iluminaban pasillos de piedra limpia y el aire acondicionado mantenía una temperatura agradable. Varios hombres y mujeres, algunos con hábitos religiosos y otros con ropas civiles, trabajaban en diferentes salas. Nuestra base de operaciones, dijo el padre Sebastián. Desde aquí coordinamos la identificación y contención de manifestaciones en toda Mesoamérica.

¿Cuántos como ustedes hay? Preguntó Constanza, todavía asimilando la escala de la organización. En México somos 12 miembros activos. A nivel mundial, la congregación cuenta con aproximadamente 200 agentes de campo y el doble de personal de apoyo, archivistas, investigadores, teólogos especializados. la condujo por un pasillo hasta una sala circular que parecía servir como biblioteca y centro de operaciones.

 Estanterías repletas de libros antiguos alternaban con equipos modernos, computadoras, sistemas de comunicación, mapas detallados de la región con marcadores de colores. En el centro de la sala, alrededor de una mesa grande, tres personas examinaban documentos y fotografías. se volvieron cuando entraron.

 “Les presento a la hermana Constanza de Veracruz”, anunció el padre Sebastián, “Quien enfrentó y contuvo al Tescatlipoca oscuro hace un mes. Bienvenida, hermana”, dijo una mujer mayor de unos 60 años con un acento que Constanza identificó como alemán. Soy la doctora Elena Richter, antropóloga e historiadora. Profesor Miguel Ángel Cortés.

 Se presentó un hombre corpulento de Tes Morena, especialista en lingüística zapoteca y mixteca, y yo soy Sorinés Domínguez, completó una monja dominica de aspecto severo, teóloga y experta en demonología comparada. Les he hablado de su experiencia en Veracruz, dijo el padre Sebastián, pero nos beneficiaríamos enormemente de escuchar su relato de primera mano.

 Durante la siguiente hora, Constanza narró detalladamente todo lo ocurrido en la hacienda La sombra. Les habló del obispo Reinoso, de la sombra susurrante de Joaquín Redondo y sus rituales, del círculo en el sótano y del sacrificio final que había contenido a la entidad. Los cuatro escucharon con atención, interrumpiéndola ocasionalmente para pedir clarificaciones sobre detalles específicos.

 El profesor Cortés tomaba notas frenéticas, mientras que Sorinés comparaba lo narrado con textos antiguos que consultaba en una tablet. Su experiencia confirma nuestras sospechas”, dijo finalmente la doctora Rister cuando Constanza terminó su relato. “Lo que enfrentaron en Veracruz y lo que ahora acecha en San Juante Otihuacán son manifestaciones de la misma entidad o al menos de entidades estrechamente relacionadas.” “¿Cómo es posible?”, preguntó Constanza.

 “Creí que la habíamos contenido y lo hicieron,”, afirmó Sorinés. Pero estas fuerzas existen simultáneamente en múltiples puntos de acceso, como ventanas a un mismo espacio. Cerraron una ventana en Veracruz, pero ahora se ha abierto otra en Oaxaca.

 Y el arqueólogo que mencionó, el que desapareció, Javier Mendoza”, respondió el profesor Cortés mostrándole la fotografía de un hombre de unos 40 años con barba entre cana y gafas, especialista en culturas zapotecas, pero con una fascinación poco académica por los aspectos más oscuros de la religión prehispánica. Llevaba años buscando lo que él llamaba los portales de Tescatlipoca.

 Y al parecer, añadió el padre Sebastián, finalmente encontró uno. Las similitudes con el caso arredondo, son notables, continuó la doctora Richter. Ambos buscaban poder a través del contacto con fuerzas ancestrales. Ambos realizaron excavaciones no autorizadas. Ambos descubrieron círculos rituales antiguos. “Pero hay una diferencia crucial”, señaló Sorinés con expresión grave.

 A redondo realizó sacrificios para alimentar a la entidad, completando así el ritual de invocación. Mendoza, hasta donde sabemos, no lo hizo, lo cual significa que la entidad lo tomó a él como sacrificio. Completó Constanza, comprendiendo la horrible implicación. Exactamente, confirmó el padre Sebastián. Y ahora, alimentada con ese sacrificio inicial, está ganando fuerza.

 Los habitantes del pueblo reportan sombras que susurran, que conocen sus pecados más íntimos. Algunos han comenzado a ofrecer pequeños tributos, sangre de animales, posesiones personales. El ciclo está comenzando de nuevo. ¿Y cuál es el plan? Preguntó Constanza, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.

 “Mañana al amanecer nos dirigiremos a San Juan Teotihuacán”, respondió el Padre. Localizaremos la cámara subterránea y el círculo ritual y luego luego intentaremos repetir lo que funcionó en Veracruz, completó la doctora Richter. Un ritual de contención utilizando los conocimientos que usted ha traído y los que nosotros hemos acumulado a lo largo de décadas de estudio.

 El profesor Cortés desplegó sobre la mesa un mapa del pueblo y sus alrededores. La cámara fue descubierta aquí. dijo, señalando un punto en las afueras del pueblo, cerca de unas ruinas prehispánicas menores. Según nuestros informantes locales, desde la desaparición de Mendoza, nadie se ha atrevido a acercarse. Dicen que por las noches se escuchan voces saliendo de la tierra.

 Constanza estudió el mapa recordando la disposición de la hacienda, la sombra. En Veracruz el círculo estaba orientado hacia el oeste. ¿Saben si este sigue el mismo patrón? Una observación perspicaz, dijo Sorinés. Sí. Según las notas de Mendoza que pudimos recuperar, el círculo está orientado al poniente, hacia donde los zapotecas creían que se encontraba el reino de los muertos.

 El padre Sebastián consultó su reloj. Es tarde, deberíamos descansar. Mañana nos espera un día decisivo. Llan. Mientras los demás se retiraban, Constanza permaneció en la sala examinando las fotografías de la excavación de Mendoza. En una de ellas, parcialmente visible en el borde de la cámara subterránea, se apreciaba un símbolo tallado en piedra, una media luna invertida, idéntica a la marca que había visto en el cuello del obispo Reinoso. Anoche, en la pequeña habitación que le habían asignado en el monasterio, Constanza rezó con más

fervor que nunca por las almas de las víctimas de arredondo, por el desaparecido arqueólogo Mendoza, por la gente de San Juan Teotihuacán, y también por ella misma y por sus nuevos compañeros, por la fuerza necesaria para enfrentar lo que les esperaba.

 A través de la ventana estrecha de su cuarto, la luna llena iluminaba el paisaje montañoso de Oaxaca. En la distancia nubes oscuras se acumulaban, presagiando una tormenta o algo peor. Constanza se durmió con el medallón de arredondo apretado en su mano, como un recordatorio tangible de que las sombras, por muy antiguas y poderosas que fueran, podían ser enfrentadas y contenidas.

 Porque mientras existieran personas dispuestas a plantarles cara con fe y valor, siempre habría esperanza.