El sol de la tarde caía sobre los muros de cantera rosa del convento de Santa María en Zacatecas. Sor Dolores, una mujer de 30 años con manos ásperas por el trabajo constante, terminaba de lavar los platos en la cocina del convento. El agua fría le entumecía los dedos mientras el vapor de las ollas empañaba las pequeñas ventanas que daban al patio interior. La cocina era su refugio.

 

 

Mientras las otras hermanas se dedicaban a la oración o a la enseñanza en la pequeña escuela del convento, ella encontraba paz en el ritmo monótono de sus labores. Aquel día de octubre de 1950, sin embargo, algo perturbaba su rutina. El obispo Mendoza había llegado la noche anterior para su visita semestral y toda la comunidad religiosa estaba alterada por su presencia.

 Sor Dolores ha terminado ya con esos platos. La voz de la madre superiora resonó en la cocina. El señor obispo necesitará su cena a las 8 en punto. Sí, madre, ya casi termino respondió Dolores, secándose las manos en el delantal que cubría su hábito negro. La madre Carmen, una mujer severa de 60 años que dirigía el convento con mano firme, asintió brevemente antes de marcharse.

 Sus pasos resonaron por el pasillo de piedra, alejándose. Dolores suspiró profundamente. El convento, construido durante la época colonial guardaba secretos entre sus gruesos muros. Las hermanas susurraban historias sobre apariciones, sobre voces que se escuchaban en la capilla durante la noche, sobre luces inexplicables en las celdas vacías.

 Dolores nunca había dado crédito a esos relatos, atribuyéndolos a la imaginación exaltada de mujeres que vivían aisladas del mundo. Mientras colocaba los últimos platos en la alacena, un ruido captó su atención. Parecían susurros provenientes del corredor este, donde se encontraba la habitación reservada para el obispo. Dolores miró el reloj de pared. Apenas eran las 7.

 Ya habría regresado el obispo Mendoza de su visita al santuario de Guadalupe. La curiosidad pudo más que su habitual discreción. abandonó la cocina y caminó silenciosamente por el corredor frío y mal iluminado. Los candelabros proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra y un cristo de madera parecía observarla con ojos acusadores desde su cruz.

 Al acercarse a la habitación del obispo, los susurros se hicieron más claros. Una voz de mujer entrecortada y casi imperceptible, mezclada con una voz masculina más grave. Dolores sabía que debía retirarse, que aquello no era de su incumbencia, pero sus pies parecían clavados al suelo. La puerta estaba entreabierta. Un fino az de luz se proyectaba sobre el suelo de piedra.

 Dolores contuvo la respiración y movida por un impulso que más tarde no sabría explicar, se acercó lo suficiente para mirar a través de la rendija. Lo que vio congeló la sangre en sus venas. El obispo Mendoza, un hombre de 50 años, respetado en toda la diócesis, estaba recostado en la cama. Junto a él, entre sus brazos, reconoció el hábito negro de sor Margarita, la joven novicia que había llegado al convento apenas se meses atrás.

 Dolores ahogó un grito cubriéndose la boca con ambas manos. Retrocedió tan silenciosamente como pudo, pero en su prisa tropezó con una pequeña mesa del pasillo. El ruido alertó a los ocupantes de la habitación. La puerta se abrió completamente y allí, frente a ella, apareció el obispo Mendoza con el rostro descompuesto. “Sor Dolores”, susurró él con una mezcla de sorpresa y furia contenida.

 “¿Qué hace usted aquí?” Los ojos de Dolores se cruzaron brevemente con los de Sor Margarita, quien permanecía en la penumbra de la habitación. su rostro, una máscara de vergüenza y terror. En ese instante, Dolores comprendió que había presenciado algo que no debía ver, algo que cambiaría para siempre su vida en el convento.

 La mañana siguiente amaneció gris y fría en Zacatecas. Desde las pequeñas ventanas de su celda, Sordolores observaba la niebla que envolvía las cúpulas de la catedral a lo lejos. No había dormido. Las imágenes de lo que había presenciado la noche anterior se repetían en su mente como un tormento constante.

 Durante la misa matutina evitó mirar hacia el altar donde el obispo Mendoza oficiaba con solemne dignidad. Sor Margarita estaba ausente, algo inusual que no pasó desapercibido para las demás hermanas, quienes intercambiaban miradas confundidas. La hermana Margarita no se encuentra bien esta mañana”, explicó brevemente la madre superiora antes de iniciar los rezos. “Oremos por su pronta recuperación.

” Dolores mantuvo la cabeza baja, sintiendo el peso de una mirada sobre ella. Al levantar los ojos, se encontró con los del obispo Mendoza fijos en su dirección. Un escalofrío le recorrió la espalda. No era la mirada benévola del pastor espiritual, sino la de un depredador, calculando su próximo movimiento. Tras la misa, Dolores regresó a sus labores en la cocina, intentando distraerse con el trabajo manual.

 Sus manos temblaban mientras pelaba las papas para el almuerzo. El cuchillo se le resbaló cortándole superficialmente el dedo índice. Vio la sangre brotar y manchar el agua clara donde lavaba los vegetales. “Debe tener más cuidado, hermana”, dijo una voz a sus espaldas sobresaltándola. Era el padre Tomás, el capellán del convento, un hombre mayor y afable que llevaba décadas sirviendo en Santa María. Parece usted distraída hoy.

 No es nada, padre, respondió ella, envolviendo su dedo en un trapo limpio. Solo estoy un poco cansada. El anciano sacerdote la miró con preocupación. Segura que es solo cansancio. Parece que lleva usted una carga muy pesada. Por un momento, Dolores consideró contarle todo.

 El padre Tomás era un hombre comprensivo, quizás el único que podría ayudarla, pero algo le hizo contenerse. El miedo era más fuerte que su deseo de compartir la verdad. Estoy bien, de verdad, insistió forzando una sonrisa. Solo necesito descansar un poco. El padre Tomás asintió no del todo convencido y salió de la cocina. Dolores suspiró aliviada de estar sola nuevamente. Su alivio duró poco.

Necesito hablar con usted. La voz del obispo Mendoza sonó desde la puerta, helándole la sangre. En mi despacho ahora. Dolores lo siguió en silencio por los pasillos del convento hasta llegar a la pequeña oficina que se le había asignado para su estancia. El obispo cerró la puerta tras ella y permaneció de pie.

 su imponente figura recortada contra la luz que entraba por la ventana. “Lo que vio anoche Sord Dolores fue un malentendido”, comenzó él, su voz controlada, pero con un filo amenazante. Estaba consolando a sor Margarita, quien atraviesa una crisis de fe como su pastor espiritual. Es mi deber.

 No es necesario que me explique, excelencia”, interrumpió Dolores, sorprendiéndose a sí misma por su audacia. No es de mi incumbencia. El obispo sonró, pero la sonrisa no alcanzó sus ojos. Me alegra que lo entienda. Sería lamentable que rumores infundados mancharan la reputación de este convento, ¿no le parece? Especialmente cuando vienen de alguien con antecedentes cuestionables.

Dolores sintió que le faltaba el aire. ¿Cómo podía él saber sobre su pasado? Antes de tomar los hábitos, había tenido una vida muy diferente en la Ciudad de México. Una vida de la que había huído buscando redención. No sé a qué se refiere, murmuró, pero su voz la traicionó.

 Por supuesto que lo sabe, respondió él, acercándose hasta quedar a centímetros de ella. María Dolores Fuentes, la joven que abandonó a su familia en 1940 después de aquel desafortunado incidente con el hijo del gobernador. Dígame, ¿sabe la madre Carmen quién es usted realmente? Dolores palideció. Su secreto, el que tanto se había esforzado por enterrar, estaba en manos de aquel hombre.

 Comprendió entonces que no se trataba de un simple desliz moral lo que había presenciado la noche anterior, sino parte de un patrón, de un sistema de poder y abuso que se ocultaba tras los muros santos del convento. ¿Qué quiere de mí? Preguntó finalmente, su voz apenas audible.

 El obispo volvió a sonreír, esta vez con satisfacción, solo su silencio, hermana, y quizás algunos pequeños favores ocasionales. Al salir del despacho, Dolores sentía que el peso del mundo descansaba sobre sus hombros. no solo cargaba con su propio secreto, sino también con el del obispo. Y en ese momento, mientras las campanas del convento llamaban a la oración del mediodía, supo que había entrado en un laberinto de oscuridad del que sería muy difícil escapar.

 Las semanas siguientes transcurrieron en una tensa calma. El obispo Mendoza había regresado a la ciudad capital, pero su presencia seguía flotando como una sombra sobre el convento de Santa María. Sordolores intentaba mantener su rutina, refugiándose en el trabajo constante para acallar los pensamientos que la atormentaban.

 Sor Margarita había vuelto a sus actividades normales, aunque un cambio sutil se notaba en ella. Sus ojos antes vivaces ahora parecían apagados y evitaba quedarse a solas con cualquiera de las hermanas, especialmente con dolores. Durante las comidas apenas probaba bocado y en los oficios religiosos su voz antes melodiosa, apenas se escuchaba. Una tarde de principios de noviembre, mientras Dolores ordenaba la despensa del convento, escuchó soyosos provenientes del pequeño patio trasero.

 Siguiendo el sonido, encontró a Margarita sentada en un banco de piedra con el rostro entre las manos. “Hermana”, dijo suavemente Dolores acercándose, “¿puedo ayudarla en algo?” Margarita alzó la vista sobresaltada. Al reconocer a Dolores, su rostro reflejó pánico. No, no necesito nada. Por favor, déjeme sola. Dolores se sentó a su lado ignorando su petición.

Estás sufriendo, hermana. Lo veo en tus ojos cada día. Un largo silencio se instaló entre ambas. Solo se escuchaba el leve murmullo del viento entre los árboles y el sonido distante de la ciudad que se preparaba para la noche. “No puedo más”, susurró finalmente Margarita, tan bajo que Dolores apenas pudo escucharla. “Quiero irme de aquí, pero no tengo a dónde ir.

 ¿Qué te ha hecho?”, preguntó Dolores, aunque temía conocer la respuesta. Margarita negó con la cabeza, incapaz de articular palabras. Sus manos temblaban visiblemente mientras apretaba el rosario que colgaba de su cintura. No eres la única, continuó Dolores tomando una de sus manos heladas. Él tiene poder sobre muchas de nosotras. Los ojos de Margarita se abrieron en comprensión.

 A ti también. No de la misma manera, respondió Dolores. Pero conoce secretos, secretos que pueden destruirnos. Aquel encuentro marcó el inicio de una alianza silenciosa entre ambas mujeres. Sin necesidad de palabras, habían formado un vínculo basado en el miedo compartido y en la necesidad de protegerse mutuamente.

 Aquella noche, mientras el convento dormía, dolores, escuchó golpes suaves en la puerta de su celda. Al abrirla, encontró a Margarita con un pequeño paquete en las manos. Necesito que guardes esto”, susurró la joven novicia entregándole un pequeño cuaderno envuelto en tela. “Si algo me sucede, prométeme que lo leerás y sabrás qué hacer.” “No hables así”, respondió Dolores alarmada. “Nada va a sucederte.

” Margarita sonrió tristemente. Ya ha comenzado. Volverá pronto, lo sé. Y esta vez su voz se quebró. Solo prométemelo. Dolores asintió tomando el cuaderno y ocultándolo bajo su colchón. Te lo prometo, pero debemos buscar ayuda. Hablar con alguien. No hay nadie que pueda ayudarnos interrumpió Margarita. Nadie que se atreva a enfrentarse a él.

 Esa madrugada un grito desgarró el silencio del convento. Dolores se despertó sobresaltada. Con el corazón martilleando en su pecho, corrió hacia el pasillo, donde ya se congregaban varias hermanas en diversos estados de alarma. Ayuda, por el amor de Dios, ayuda. La voz provenía de la celda de sor Margarita. La madre superiora llegó primero, abriendo la puerta con la llave maestra que siempre llevaba consigo.

 Lo que encontraron dentro heló la sangre de todas las presentes. Margarita yacía en el suelo con una herida profunda en el cuello. La sangre empapaba su camisón blanco y formaba un charco oscuro sobre las baldosas de piedra. En su mano derecha sostenía un pequeño cuchillo de cocina.

 Traigan al médico rápido”, ordenó la madre Carmen arrodillándose junto al cuerpo. Pero Dolores supo con solo mirar los ojos vacíos de Margarita que ya era demasiado tarde. La joven novicia había decidido escapar de la única manera que había encontrado posible. Mientras las hermanas se movilizaban en pánico, Dolores permaneció inmóvil, paralizada por el horror y la culpa. Debió haber hecho más. debió haberla protegido mejor.

 Sus ojos se posaron en un pequeño papel arrugado junto al cuerpo. Sin que nadie lo notara, lo recogió y lo ocultó en la manga de su hábito. Horas más tarde, cuando la conmoción inicial había pasado y el médico había certificado el suicidio de sor Margarita, Dolores se retiró a su celda.

 con manos temblorosas desenrolló el papel que había recogido. Era una nota escrita apresuradamente con la caligrafía elegante de Margarita. No fue mi mano. Busca en el sótano bajo la piedra suelta con la marca de la cruz. Él vendrá por ti después. Dolores sintió que el aire abandonaba sus pulmones. No había sido un suicidio.

 Y ahora ella era la única que conocía la verdad. La muerte de Sor Margarita sumió al convento de Santa María en un silencio opresivo. Durante el austero funeral, celebrado en la capilla del convento, Dolores observó los rostros de las hermanas. Algunas lloraban genuinamente, otras mantenían una expresión solemne, pero distante, y unas pocas, incluida la madre Carmen, parecían más preocupadas por la mancha que aquel suicidio supondría para la reputación del convento.

 El ataúd sencillo fue bendecido y transportado al pequeño cementerio contiguo, al convento, donde Margarita fue enterrada sin la pompa que merecía. El suicidio, considerado un pecado mortal por la Iglesia, había privado a la joven novicia incluso de una despedida digna. “Una tragedia incomprensible”, comentó el padre Tomás a Dolores mientras regresaban juntos del cementerio.

 “Nunca hubiera imaginado que sor Margarita albergara tal desesperación.” Dolores guardó silencio. El papel con la nota de Margarita ardía como un carbón en el bolsillo de su hábito. Quería confiar en el anciano sacerdote, pero el miedo la paralizaba. Y si él también formaba parte de aquella red de secretos y complicidades.

 A veces, respondió finalmente, midiendo cada palabra, la desesperación nace cuando nos sentimos atrapados sin salida. El padre Tomás la miró con curiosidad. Habla por experiencia propia, hermana. Hablo por lo que observo, padre, desvió ella. Esta vida de clausura no es para todos. Durante los días siguientes, Dolores intentó encontrar una oportunidad para explorar el sótano del convento.

 Aquel espacio oscuro y húmedo, utilizado principalmente como almacén de víveres y lugar donde se guardaban antiguos registros, permanecía generalmente cerrado bajo llave. Solo la madre superior a Isor Catalina, la hermana encargada de la administración tenían acceso regular. La oportunidad llegó una tarde en que Sor Catalina enfermó repentinamente con fiebre alta.

 La madre Carmen, preocupada por el inventario mensual que debía realizarse, encargó a Dolores que la sustituyera. “Sor Dolores”, le dijo entregándole un pesado manojo de llaves. “Necesito que baje al sótano y realice el inventario de las conservas.” Sor Catalina le ha dejado las instrucciones por escrito.

 Dolores asintió conteniendo la ansiedad que amenazaba con traicionarla. Por supuesto, madre, lo haré inmediatamente. Con las llaves en su poder, esperó hasta que la mayoría de las hermanas se retiraron a la capilla para el rezo vespertino. Luego, con una lámpara de aceite, descendió por la estrecha escalera de piedra que conducía al sótano.

 El olor a humedad y a tierra la recibió mientras la luz dibujaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra gris. El sótano era amplio y estaba dividido en varias secciones por arcadas de ladrillo. Dolores recorrió lentamente los pasillos buscando alguna señal, alguna piedra que destacara entre las demás.

 Bajo la piedra suelta con la marca de la cruz, había escrito Margarita. Pero, ¿dónde exactamente? Después de casi una hora de búsqueda infructuosa, cuando la desesperación comenzaba a apoderarse de ella, lo vio en un rincón apartado, detrás de varias estanterías con antiguos libros de cuentas, una de las losas del suelo tenía grabada una pequeña cruz.

 Era apenas perceptible, desgastada por el tiempo, pero inconfundible una vez que se fijaba la atención en ella. Dolores se arrodilló y, utilizando un trozo de metal que encontró entre los escombros, intentó levantar la piedra. Esta se dio con sorprendente facilidad, revelando un pequeño hueco en el suelo. Dentro encontró una caja de madera envejecida.

 Con manos temblorosas extrajo la caja y la abrió. Contenía varios sobres amarillentos por el tiempo y un pequeño cuaderno similar al que Margarita le había entregado días antes. Dolores abrió el cuaderno reconociendo inmediatamente la letra pulcra de la novicia. “Mi nombre es Ana Luisa Vega.” Comenzaba la primera página.

 Tomé los votos como sor Margarita en 1949, pero lo que sigue es la verdad que he ocultado a todos. Dolores leyó ávidamente la luz de la lámpara apenas suficiente para distinguir las palabras. El diario revelaba que Margarita no había ingresado al convento por vocación religiosa, sino para investigar la desaparición de su hermana mayor Teresa, quien había sido novicia en Santa María 5 años antes y había muerto en circunstancias sospechosas, también catalogadas oficialmente como suicidio.

Teresa había dejado cartas a su familia mencionando el comportamiento inapropiado del obispo Mendoza y su miedo a denunciarlo. Después de su muerte, la familia intentó que se investigara, pero el poder de la Iglesia en la conservadora Sociedad Zacatecana de los años 40 silenció cualquier cuestionamiento.

 Los sobres contenían cartas de otras novicias y monjas que habían pasado por Santa María. Todas relataban experiencias similares: acoso, abuso y en algunos casos peor. Todas mencionaban al obispo Mendoza y algunas implicaban también a otros sacerdotes y a la propia madre superiora como cómplice silenciosa. Mientras leía, el horror crecía en el pecho de Dolores.

 No se trataba de incidentes aislados, sino de un sistema de abuso que llevaba décadas operando en el convento. Y Margarita, al descubrirlo, se había convertido en una amenaza que debía ser eliminada. La última página del diario, escrita apresuradamente con letra temblorosa, confirmó sus peores temores. Sé que vendrá por mí esta noche.

 He escuchado sus pasos en el corredor, esperando que todas duerman. Si estás leyendo esto, probablemente ya esté muerta. No permitas que mi muerte sea en vano. En la Procuraduría de Justicia hay un amigo de mi padre, el licenciado Ramírez. Él tiene copias de todo esto. Búscalo. El ruido de paso sobre las escaleras de piedra sobresaltó a Dolores.

 Rápidamente guardó todo en la caja y la devolvió al escondite, colocando la piedra en su lugar. Apenas tuvo tiempo de alejarse y fingir que revisaba las estanterías cuando la figura de la madre Carmen apareció en el umbral de la puerta. Sordolores, lleva demasiado tiempo aquí abajo”, dijo la superiora con tono severo. “Ha terminado el inventario.

 Casi, madre”, respondió Dolores, esforzándose por mantener la voz firme. Algunas conservas estaban mal etiquetadas y he tenido que revisarlas con cuidado. La madre Carmen la observó con suspicacia. Termine pronto y debo informarle que el obispo Mendoza regresará mañana para una visita especial. Quiere hablar con usted personalmente. El corazón de Dolores se detuvo por un instante.

 Conmigo, madre, ¿por qué motivo? No me corresponde cuestionar los deseos de su excelencia, respondió la superiora con frialdad. Solo asegúrese de estar disponible después del oficio de la mañana. Cuando la madre Carmen se retiró, Dolores se apoyó contra la pared, sintiendo que las piernas apenas podían sostenerla. El obispo regresaba y ahora ella sabía demasiado.

 Sería su destino el mismo que el de Margarita. Una cosa estaba clara. No podía esperar a la mañana siguiente. Tenía que actuar esa misma noche. La oscuridad envolvía el convento cuando el reloj de la capilla marcó las 11 de la noche. Sordolores, después de asegurarse de que todas las hermanas dormían, se deslizó silenciosamente de su celda.

 Vestía su hábito completo, pero debajo llevaba ropa de civil que había guardado durante años, un recordatorio de la vida que había dejado atrás. En un pequeño bolso de tela había colocado los documentos más importantes, el diario que Margarita le había entregado, algunas páginas seleccionadas del cuaderno encontrado en el sótano y los pocos pesos que había logrado ahorrar a lo largo de los años.

 No era mucho, pero tendría que bastarle para llegar a la Ciudad de México, donde tenía un primo lejano que quizás podría ayudarla. El plan era simple y desesperado, escapar del convento, dirigirse a la Procuraduría de Justicia a primera hora de la mañana para hablar con el licenciado Ramírez y luego tomar el primer autobús que saliera de Zacatecas. Dolores sabía que el convento tenía dos salidas principales, la puerta frontal, siempre vigilada y una puerta lateral que daba al huerto, usada principalmente por los trabajadores y que quedaba cerrada con llave por las noches.

Existía una tercera vía de escape conocida por pocas, una pequeña puerta semioculta por la vegetación en la parte trasera del jardín, que en tiempos de la revolución había servido como ruta de escape para las religiosas cuando los federales saqueaban iglesias y conventos.

 Con paso decidido pero cauteloso, Dolores se dirigió hacia el jardín. La noche de noviembre era fría y una ligera neblina se formaba alrededor de los arbustos y estatuas religiosas que adornaban el camino. Solo la tenue luz de la luna iluminaba su sendero. Al llegar a la parte posterior del jardín, comenzó a buscar entre la vegetación crecida.

 Sus dedos palpaban la pared de piedra, buscando la puerta que pocas veces había visto, pero de la que conocía su existencia por historias contadas por las hermanas más ancianas. No la encontrará allí, dijo una voz a sus espaldas, helándole la sangre. Esa puerta fue tapeada hace más de una década. Dolores se volvió lentamente.

 Frente a ella, envuelta en un manto oscuro que se confundía con las sombras, estaba la madre Carmen. Su rostro, habitualmente severo, mostraba una expresión indescifrable. Madre, yo, comenzó Dolores, pero las palabras murieron en su garganta. No es necesario que explique nada, interrumpió la superiora. Sé perfectamente lo que intenta hacer. ¿Y por qué? Dolores calculó mentalmente sus opciones.

 Podía intentar correr, pero la madre Carmen estaba entre ella y cualquier salida viable. Podía gritar, pero eso solo alertaría a las demás hermanas, complicando más la situación. ¿Va a denunciarme?, preguntó finalmente resignada. La madre Carmen permaneció en silencio unos instantes, mirándola fijamente.

 Luego, para sorpresa de dolores, sacó un pequeño manojo de llaves de entre los pliegues de su hábito. “Esta abre la puerta lateral del huerto”, dijo, extendiendo una llave antigua de hierro. “Y este sobre contiene suficiente dinero para un pasaje a donde quiera ir.” Dolores miró la llave y el sobre con desconfianza. No entiendo.

 No soy su enemiga, Sor Dolores, aunque así lo haya creído, respondió la superiora con un tono más suave del que Dolores jamás le había escuchado usar. He sido cómplice por mi silencio, es cierto, pero no puedo cargar con otra muerte en mi conciencia. Otra muerte, repitió Dolores, comprendiendo de repente. Usted sabe lo que le pasó a Margarita y a las otras. La madre Carmen bajó la mirada.

 En aquel momento, bajo la pálida luz de la luna, pareció envejecer 10 años. Sé más de lo que quisiera saber y he callado más de lo que cualquier cristiana debería callar, pero ya no más. Dolores tomó la llave y el sobre, aún dudando. ¿Por qué me ayuda ahora? ¿Por qué no hizo nada antes? El miedo, hermana, respondió la superiora con amargura.

 El mismo miedo que ha silenciado a tantas a lo largo de los años. Mendoza no es solo un hombre, es un sistema, una red de poder que se extiende desde los pueblos más pequeños hasta la capital. Pero ya estoy vieja y quizás sea hora de enfrentar a mis demonios. Un ruido lejano alertó a ambas mujeres.

 Alguien más estaba despierto en el convento. “Debe irse ahora”, urgió la madre Carmen. Siga el camino del huerto hasta la calle lateral. A esta hora no habrá nadie. En la estación de autobuses hay un servicio a las 5 de la mañana hacia Aguascalientes. Desde allí puede tomar otro a la ciudad de México.

 Dolores asintió guardando la llave y el sobre en su bolso, pero antes de marcharse una duda la detuvo. ¿Por qué Mendoza regresa mañana? ¿Qué quiere de mí? El rostro de la madre Carmen se ensombreció. Encontró el diario de Margarita en su celda. Sabe que ella le entregó una copia. viene a silenciarla como lo ha hecho con otras. Un escalofrío recorrió la espalda de Dolores.

 “Venga conmigo”, ofreció impulsivamente. “Ambas podríamos testificar, tendríamos más posibilidades.” La superiora negó con la cabeza, “Mi lugar está aquí, enfrentando las consecuencias de mis actos y omisiones. Además, alguien debe distraerlo mientras usted gana tiempo. Él la matará.

” susurró Dolores comprendiendo el sacrificio implícito en aquellas palabras. “Quizás, respondió la madre Carmen con una extraña serenidad, o quizás sea yo quien ponga fin a esta pesadilla. Dios juzgará nuestras almas.” Antes de que Dolores pudiera responder, la superiora la empujó suavemente hacia el huerto. “Vaya con Dios, Sor Dolores, y no mire atrás.

” Con el corazón palpitando descontroladamente, Dolores corrió a través del huerto hasta la pequeña puerta lateral. La llave encajó perfectamente y segundos después se encontraba en una callejuela desierta de Zacatecas. El aire frío de la noche le golpeó el rostro mientras emprendía su camino hacia la libertad, llevando consigo las pruebas que podrían destruir al poderoso obispo Mendoza.

 Pero mientras avanzaba entre las sombras de la ciudad colonial, no podía evitar preguntarse si algún día sería realmente libre del terror que había conocido entre los muros del convento de Santa María. El autobús avanzaba lentamente por la carretera polvorienta que conectaba Zacatecas con aguas calientes.

 Dolores, vestida ahora con ropa civil, una falda oscura y una blusa sencilla que había comprado apresuradamente en un puesto cercano a la estación, miraba por la ventanilla el paisaje que iba dejando atrás. El sol comenzaba a elevarse sobre las montañas, tiñiendo el cielo de tonos rojizos y dorados.

 Era la primera vez en 10 años que viajaba sin su hábito. Se sentía expuesta, vulnerable, como si todos pudieran ver a través de ella. Sus manos, aferradas al bolso donde guardaba los documentos, temblaban ligeramente. ¿Se encuentra bien, señorita?, preguntó una anciana sentada a su lado. Está muy pálida.

 Dolores forzó una sonrisa, solo un poco mareada por el viaje. Gracias por preguntar. La mujer asintió, no del todo convencida. Va muy lejos a la Ciudad de México, respondió Dolores, calculando cuánta información era seguro compartir. Qué coincidencia, yo también voy para allá a visitar a mi hijo comentó la anciana animadamente. Tiene familia allí, un primo, respondió Dolores brevemente, deseando que la conversación terminara.

 Cada persona con quien hablaba representaba un riesgo, un posible testigo que podría recordarla más tarde. La anciana pareció percibir su incomodidad y no insistió más. El viaje continuó en silencio, solo interrumpido por el traqueteo del autobús y las conversaciones dispersas de otros pasajeros. Mientras la distancia entre ella y Zacatecas aumentaba, Dolores no podía evitar pensar en la madre Carmen.

 ¿Qué habría ocurrido en el convento tras su partida? ¿Habría enfrentado la superiora al obispo Mendoza como había insinuado? La idea de que aquella mujer a quien siempre había temido y respetado en partes iguales hubiera sacrificado su seguridad para protegerla, le resultaba aún difícil de asimilar. En Aguascalientes hizo trasbordo a otro autobús que la llevaría a la capital.

Durante la breve espera compró un periódico local buscando ansiosamente cualquier noticia relacionada con el convento de Santa María. No encontró nada. lo cual era tanto un alivio como una preocupación. El segundo trayecto fue más largo y tedioso. Dolores intentó dormir, pero las imágenes de lo ocurrido en las últimas semanas la atormentaban cada vez que cerraba los ojos.

 veía el rostro de Margarita pálido en la muerte, las manos manchadas de sangre del obispo Mendoza, los ojos resignados de la madre Carmen. Cuando finalmente llegó a la Ciudad de México, ya había caído la noche. La enorme estación de autobuses, ruidosa y abarrotada, la abrumó momentáneamente. Había olvidado lo que era estar entre tantas personas, el bullicio constante de la vida urbana, los olores mezclados de comida, gasolina y humanidad.

 Tomó un taxi hasta la dirección que recordaba de su primo en una modesta colonia al sur de la ciudad. Por suerte, Antonio seguía viviendo allí. Su sorpresa al verla fue evidente, pero la recibió con calidez después de la explicación inicial. Puedes quedarte el tiempo que necesites, prima”, le dijo, mostrándole una pequeña habitación en la parte trasera de su casa. Pero me preocupa lo que me has contado.

 Esa gente es poderosa y tiene brazos largos. “Lo sé”, respondió Dolores, dejando su escaso equipaje sobre la cama. “Por eso debo actuar rápido. Mañana mismo buscaré al licenciado Ramírez en la Procuraduría”. Antonio frunció el seño. ¿Estás segura de que es de confianza? Si está involucrado con ellos.

 Dolores no había considerado esa posibilidad y la duda sembró un nuevo miedo en su corazón. Es nuestra única opción. Margarita confiaba en él. Esa noche Dolores apenas pudo dormir. El colchón, aunque más cómodo que su catre en el convento, le resultaba extraño. Los ruidos de la ciudad, el paso ocasional de automóviles, las voces lejanas, todo le resultaba ajeno después de tantos años de silencio nocturno. Al amanecer se preparó para enfrentar el día decisivo.

Vistió la ropa más formal que había podido comprar. peinó su cabello corto lo mejor que pudo y guardó los documentos cuidadosamente en su bolso. Antonio insistió en acompañarla. “No deberías ir sola”, le dijo mientras desayunaban. “No conoces la ciudad como antes. Ha cambiado mucho en 10 años.

” Dolores aceptó su compañía, agradecida por no tener que enfrentar sola lo que venía. La Procuraduría de Justicia se encontraba en un edificio imponente en el centro de la ciudad. Después de preguntar en recepción, fueron dirigidos al cuarto piso, donde supuestamente trabajaba el licenciado Ramírez.

 “Licenciado Fernando Ramírez”, preguntó Dolores a la secretaria que los recibió. La mujer de mediana edad y gesto adusto los miró con curiosidad. “Tienes cita.” No, pero es un asunto urgente, intervino Antonio. Es sobre un caso en Zacatecas relacionado con la familia Vega. Al mencionar el apellido, la expresión de la secretaria cambió sutilmente. Esperen un momento, por favor. Pocos minutos después fueron conducidos a una oficina interior.

Detrás de un escritorio repleto de papeles y carpetas, un hombre de unos 50 años con cabello entre cano y expresión cansada los recibió. “Soy Fernando Ramírez”, se presentó indicándoles que tomaran asiento. “¿En qué puedo ayudarles?” Dolores respiró profundamente antes de hablar. Mi nombre es María Dolores Fuentes.

 Hasta hace dos días era Sor Dolores en el convento de Santa María en Zacatecas. El abogado se tensó visiblemente. ¿Conoció a Sor Margarita? Sí, respondió Dolores sacando el diario de su bolso. Y sé lo que realmente le sucedió. Durante la siguiente hora, Dolores relató que había descubierto. Los abusos del obispo Mendoza, la red de complicidad, las muertes encubiertas como suicidios, la verdadera identidad de Margarita y su misión secreta, el papel ambiguo de la madre Carmen.

 El licenciado Ramírez escuchó todo sin interrumpir, su rostro cada vez más sombrío. Cuando Dolores terminó su relato y le entregó los documentos, permaneció en silencio largo rato, revisándolos meticulosamente. “He estado investigando este caso durante 3 años”, dijo finalmente, “Desde que Ana Luisa, sor Margarita, como usted la conoció, vino a verme antes de entrar al convento.

 Su hermana Teresa era ahijada mía y cuando murió, su familia acudió a mí. Pero nos enfrentamos a un muro de silencio y poder. “Entonces, ¿me cree?”, preguntó Dolores, sintiendo un alivio inmenso al encontrar por fin un aliado que conocía la verdad. No solo la creo”, respondió Ramírez abriendo un cajón de su escritorio y extrayendo una carpeta gruesa. Tengo pruebas que complementan su testimonio. Declaraciones de otras mujeres que escaparon del convento.

 Informes médicos que contradicen la versión oficial de los suicidios, incluso algunas fotografías comprometedoras del obispo Mendoza. “¿Y por qué no ha actuado hasta ahora?”, preguntó Antonio con un tono que mezclaba la indignación y la curiosidad. El abogado suspiró pesadamente. La Iglesia tiene un poder inmenso en este país, especialmente en estados conservadores como Zacatecas.

 Y Mendoza no está solo. Tiene conexiones en los más altos niveles del gobierno, del ejército, de la judicatura. Cada vez que avanzábamos un paso, encontrábamos dos obstáculos nuevos. Pero ahora tenemos más pruebas”, insistió Dolores. “Y algo igualmente importante, tenemos a una testigo viva dispuesta a hablar”, añadió Ramírez mirándola intensamente.

 “¿Está preparada para lo que viene, señorita Fuentes, porque una vez que iniciemos este proceso no habrá vuelta atrás? Estos hombres lucharán con todas sus fuerzas para silenciarla.” Dolores. Pensó en Margarita, en su valentía y en su trágico final. Pensó en todas las mujeres cuyos nombres había leído en aquellos documentos. Víctimas silenciadas por un sistema diseñado para proteger a los poderosos.

 “Estoy preparada”, respondió con una determinación que no sabía que poseía. He vivido demasiado tiempo con miedo. Es hora de que la verdad salga a la luz. El licenciado Ramírez asintió, una leve sonrisa apareciendo en su rostro cansado. Entonces, comencemos. Pero primero debemos asegurar su protección.

 Mientras salían de la oficina con planes concretos para los días siguientes, Dolores sintió por primera vez en mucho tiempo que estaba haciendo lo correcto. El camino sería difícil y peligroso, pero la verdad merecía ser conocida y las víctimas merecían justicia. Lo que no sabía era que en ese preciso momento un telegrama llegaba a la residencia episcopal de la Ciudad de México, asunto Santa María.

 requiere atención inmediata. Testigo en capital, proceder según protocolo Mendoza. La batalla apenas comenzaba. La residencia donde el licenciado Ramírez instaló a Dolores era un pequeño departamento en una zona discreta de la colonia Roma. “Nadie sabe de este lugar”, le explicó mientras le entregaba las llaves. “Lo mantengo para testigos que necesitan protección.

 El apartamento, aunque modesto, resultaba lujoso comparado con la austera celda del convento, una sala comedor, una pequeña cocina, un dormitorio y un baño completo. Para Dolores, acostumbrada a la vida monástica, aquel espacio representaba una abundancia casi abrumadora. No salga a menos que sea absolutamente necesario, le advirtió Ramírez.

 Y si lo hace, evite las iglesias y cualquier lugar donde pueda encontrarse con religiosos. El teléfono está conectado. Usaremos una clave para identificarnos cuando llame. Durante los días siguientes, Dolores trabajó intensamente con el abogado, preparando su testimonio para presentarlo ante un juez amigo suyo, que había accedido a escuchar el caso extraoficialmente.

Cada detalle era importante, cada fecha, cada nombre mencionado en los documentos. No será fácil”, le advirtió Ramírez en una de sus visitas. “La iglesia negará todo. Dirá que usted es una mujer despechada, resentida por algún conflicto personal. Mendoza tiene fama de ser un hombre santo, un reformador.

 Incluso tiene conexiones en el Vaticano. Tenemos pruebas”, respondió Dolores señalando los documentos ordenados sobre la mesa. Pruebas circunstanciales en su mayoría. replicó el abogado con gesto preocupado. Lo que necesitamos es algo irrefutable, algo que ni siquiera ellos puedan negar.

 Una tarde, mientras Dolores repasaba nuevamente el diario de Margarita, el teléfono sonó. Siguiendo el protocolo establecido, esperó tres timbrazos, contestó, colgó y esperó a que sonara nuevamente. “Diga, respondió al segundo llamado. Los pájaros vuelan al sur”, dijo la voz de Ramírez utilizando la frase convenida. “Las flores crecen en primavera”, completó ella el código. “Tengo noticias importantes”, continuó él, su voz tensa.

 “Ha habido un incendio en el convento de Santa María. Dolores sintió que el aire abandonaba sus pulmones cuando hay víctimas. Anoche la información es confusa todavía, pero parece que el fuego comenzó en la habitación de la madre superiora. Ella no sobrevivió. Un silencio pesado cayó entre ambos. Dolores recordó las últimas palabras de la madre Carmen. Quizás sea yo quien ponga fina esta pesadilla.

¿Cree que ella comenzó a preguntar? No lo sé, interrumpió Ramírez. Pero el obispo Mendoza está en la ciudad. Llegó esta mañana supuestamente para discutir con el arzobispo los detalles de la reconstrucción del convento. “Ha venido por mí”, afirmó Dolores la certeza helándole la sangre. “Es posible”, admitió el abogado, “pero no sabe dónde está usted.

 Además, mañana nos reuniremos con el juez Ordóñez. Si todo va bien, podríamos obtener una orden de investigación oficial.” Después de colgar, Dolores se acercó a la ventana, mirando a través de las cortinas entreabiertas la calle tranquila. ¿Estaría realmente segura allí o la larga mano de Mendoza la alcanzaría incluso en aquel rincón anónimo de la capital? Esa noche, un ruido la despertó sobresaltada. Parecía provenir de la puerta principal.

 se quedó inmóvil en la cama, conteniendo la respiración, atenta a cualquier sonido. Habría sido su imaginación exaltada por las noticias del día, el ruido se repitió, esta vez más claro. Alguien intentaba forzar la cerradura. Con el corazón latiendo desbocadamente, Dolores se levantó y buscó a tias algo que pudiera servirle como arma.

 encontró un pesado candelabro de metal sobre la cómoda y lo empuñó firmemente. Los sonidos cesaron por un momento. Luego, para su horror, escuchó el leve chasquido de la puerta al abrirse. Alguien había logrado entrar. Dolores retrocedió hasta el pequeño closet del dormitorio, ocultándose entre la ropa colgada.

 Desde allí, a través de una rendija, podía ver parte de la sala iluminada tenuemente por la luz que entraba desde la calle. Una figura se movía sigilosamente en la penumbra. Por su complexión parecía ser un hombre. Dolores contuvo el aliento mientras el intruso registraba metódicamente el apartamento, abriendo cajones, revisando entre papeles, buscando algo.

 Cuando el hombre se dirigió hacia el dormitorio, Dolores supo que sería descubierta en cuestión de segundos. Sin pensarlo dos veces, empujó la puerta del closet con todas sus fuerzas, golpeando al intruso que justo entraba a la habitación. El hombre cayó al suelo, sorprendido por el impacto.

 Dolores, aprovechando el momento, levantó el candelabro y lo dejó caer con toda la fuerza que pudo reunir. El objeto impactó en la cabeza del intruso, quien soltó un gruñido de dolor antes de quedar inmóvil. Con manos temblorosas, Dolores encendió la lámpara de la mesita de noche. El hombre tendido en el suelo vestía completamente de negro.

 A su lado había caído un pequeño maletín que ahora estaba abierto revelando su contenido, varios cuchillos de diferentes tamaños y formas, guantes quirúrgicos y un frasco con un líquido transparente. No era un simple ladrón, era un asesino profesional. Sin perder tiempo, Dolores recogió los documentos más importantes, algo de ropa y el dinero que guardaba en un cajón. Sabía que no podía permanecer allí.

 tampoco podía llamar a la policía. No tenía forma de saber quién estaba involucrado con Mendoza. Salió del apartamento cerrando la puerta trás de sí como si nada hubiera ocurrido. En la calle desierta caminó rápidamente, sin mirar atrás. Necesitaba un lugar seguro para pasar la noche y solo se le ocurría una opción, la casa de Antonio.

 Su primo la recibió con evidente preocupación cuando ella le explicó lo sucedido. Esto es más grave de lo que pensábamos, dijo, ayudándola a instalarse en una pequeña habitación en el segundo piso. Ese hombre podría haber sido enviado por cualquiera. ¿Estás segura de que Ramírez es de confianza? Es lo único que tenemos”, respondió Dolores agotada física y emocionalmente. “Mañana nos reuniremos con el juez.

 Si conseguimos que ordene una investigación oficial, estaremos un paso más cerca.” Antonio no parecía convencido. “¿Y si es una trampa? Si este juez también está en la nómina de Mendoza.” La duda se instaló en la mente de Dolores. ¿Y si su primo tenía razón? Y si el licenciado Ramírez, en quien Margarita había confiado, formaba parte de aquella red de complicidades. No tenemos alternativa dijo finalmente.

Si no confiamos en nadie, estamos perdidos de todos modos. A la mañana siguiente, Dolores llamó a Ramírez desde un teléfono público, explicándole brevemente lo ocurrido. “¿Está herida?”, fue lo primero que preguntó el abogado. No, estoy bien, pero no puedo volver al apartamento. Por supuesto que no, concordó él.

 Vaya directamente a mi oficina. Desde allí iremos juntos a ver al juez Ordóñez. Dolores colgó, aún dudando. Estaba haciendo lo correcto al confiar en aquel hombre, pero como había dicho la noche anterior, no tenía alternativa. La procuraduría estaba inusualmente concurrida aquella mañana. Dolores avanzó entre la multitud, manteniendo la cabeza baja, temerosa de ser reconocida.

 Cuando llegó a la oficina de Ramírez, la secretaria la recibió con una sonrisa tensa. “El licenciado la está esperando”, dijo, conduciéndola hacia la puerta interior. Ramírez no estaba solo. Junto a él, sentado cómodamente en un sillón, estaba un hombre de unos 60 años vestido con un impecable traje negro y un alzacuello clerical. Su rostro, de facciones afiladas y mirada penetrante, se volvió hacia ella con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos.

 “Sordolores”, dijo el obispo Mendoza levantándose para recibirla. O debería decir, señorita Fuentes, “Qué gusto volver a verla.” El tiempo pareció detenerse. Dolores permaneció inmóvil en el umbral de la puerta, incapaz de avanzar o retroceder mientras su mente procesaba la escena frente a ella. Ramírez, el hombre en quien había depositado sus esperanzas, permanecía sentado detrás de su escritorio con una expresión indescifrable.

Era culpabilidad lo que veía en sus ojos o algo más. Por favor, tome asiento, invitó el obispo Mendoza señalando una silla vacía con un gesto que pretendía ser cortés, pero que Dolores percibió como profundamente amenazante. “Tenemos mucho de qué hablar.

 No tengo nada que hablar con usted”, respondió Dolores, encontrando finalmente su voz. Se volvió hacia Ramírez. ¿Cómo pudo? El abogado evitó su mirada. No es lo que parece, Dolores. Solo estamos intentando resolver esto de la manera más discreta posible. Discreta. La indignación dio paso a la ira. ¿Cómo discretamente asesinó a Margarita? O a su hermana Teresa o a la madre Carmen.

 El obispo Mendoza dejó escapar un suspiro teatral. Veo que su imaginación sigue tan vívida como siempre, señorita Fuentes. Estos trágicos acontecimientos tienen explicaciones perfectamente naturales. Sor Margarita sufría de melancolía severa, como confirmará cualquier hermana del convento.

 Y en cuanto a la madre Carmen, hizo una pausa cruzando las manos sobre su regazo. El incendio fue un terrible accidente causado por una vela que dejó encendida mientras dormía. Una tragedia, sin duda. Mentiras, espetó Dolores, apretando con fuerza el bolso donde guardaba los documentos. Tengo pruebas. Se refiere a esto.

 El obispo extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño cuaderno que Dolores reconoció inmediatamente. Era el diario original de Margarita, el que había estado escondido bajo la piedra del sótano. O quizás a estos continuó colocando sobre la mesa varios sobres amarillentos. Un frío glacial se extendió por el cuerpo de Dolores. ¿Cómo? La madre Carmen me lo entregó todo antes de su desafortunado accidente”, respondió Mendoza con una sonrisa que hizo estremecer a Dolores.

 Una mujer admirable hasta el final cumplió con su deber hacia la iglesia. “No”, negó Dolores recordando su último encuentro con la superiora. Ella me ayudó a escapar. Me dio dinero, las llaves. “Por supuesto que lo hizo,”, interrumpió el obispo siguiendo mis instrucciones. “¿Realmente creyó que podría escapar tan fácilmente? Necesitábamos saber qué había hecho con la información, a quién había contactado. Se volvió hacia Ramírez.

 Y usted, licenciado, ha sido de gran ayuda en ese sentido. Dolores miró a Ramírez, quien ahora parecía haber envejecido 10 años en cuestión de minutos. ¿Usted también forma parte de esto? ¿Qué hay de su amistad con la familia de Margarita? ¿Todo fue una mentira? El abogado finalmente la miró a los ojos. No todo dijo con voz cansada.

 Conocía a Teresa y realmente intenté ayudar cuando murió. Pero usted no entiende el alcance del poder de estos hombres. Qué dramático, licenciado, comentó Mendoza con desdén. Simplemente entendió dónde están sus verdaderos intereses. Volvió su atención a Dolores. Y espero que usted también lo entienda.

 ¿Qué quiere de mí? Preguntó ella, aunque ya intuía la respuesta. Quiero que desaparezca este problema, respondió él con frialdad. Las copias de estos documentos que usted posee, cualquier otra evidencia y por supuesto su testimonio. A cambio le ofrezco una nueva vida. Una nueva vida repitió Dolores incrédula. Mendoza asintió. Tengo contactos en España.

 Puedo conseguirle pasaje, documentos, incluso un modesto estipendio para establecerse lejos de México, lejos de estos desagradables recuerdos. Y si me niego, la sonrisa del obispo se desvaneció, revelando por un instante su verdadera naturaleza. Entonces me temo que tendré que considerar otras opciones menos agradables.

 Hizo un gesto hacia la puerta donde Dolores notó por primera vez la presencia de un hombre corpulento que la observaba con ojos fríos. Mi asistente, el señor Vargas, tiene experiencia en resolver situaciones difíciles. Dolores reconoció en aquel hombre la misma complexión del intruso que había atacado en el apartamento. Un escalofrío le recorrió la espalda. “Le daré 24 horas para decidir”, continuó Mendoza consultando su elegante reloj de bolsillo.

 “Mañana, a esta misma hora espero su respuesta.” El licenciado Ramírez sabe cómo contactarme. Con estas palabras, el obispo se levantó y, sin esperar respuesta, salió de la oficina, seguido por su siniestro asistente. El silencio que dejó tras de sí pesaba como plomo. “Lo siento”, murmuró Ramírez después de un largo momento.

 “Realmente lo siento.” Dolores lo miró, incapaz de determinar si el arrepentimiento en su voz era genuino. ¿Desde cuándo? Desde el principio, admitió él. Cuando Teresa murió, intenté investigar, es cierto, pero entonces Mendoza me contactó. Tiene información sobre ciertos errores de mi pasado, casos donde las pruebas se perdieron misteriosamente, testigos que cambiaron sus declaraciones después de recibir dinero de mi parte, así que le vendió su alma. Ramírez asintió lentamente.

 Como tantos otros antes que yo. El sistema está podrido, Dolores. No solo la iglesia, la justicia, el gobierno, todo está conectado en una red de favores, chantajes y dinero. Dolores se levantó sujetando firmemente su bolso. No hay juez esperándonos, ¿verdad? No confirmó él. Nunca lo hubo. Antes de salir, Dolores se volvió una última vez hacia aquel hombre derrotado.

Aún tengo copias de los documentos y mi testimonio todavía puedo luchar. Por primera vez, una chispa de algo parecido a la esperanza iluminó brevemente los ojos cansados de Ramírez. Tenga cuidado. Mendoza no es de los que dan segundas oportunidades.

 Al salir de la procuraduría, Dolores caminó sin rumbo por las calles de la capital, su mente trabajando frenéticamente. Había sido ingenua al pensar que la justicia estaría de su lado, que bastaría con presentar pruebas para que la verdad prevaleciera. El mundo real era mucho más complejo y oscuro. Debería aceptar la oferta de Mendoza. La idea de escapar, de comenzar una nueva vida lejos de todo aquello, resultaba tentadora, pero podría vivir consigo misma sabiendo que había abandonado la lucha, que había permitido que aquel hombre continuara destruyendo vidas impunemente. Y luego estaba la otra

opción, negarse y enfrentar las consecuencias que Mendoza había insinuado. Dolores no tenía dudas de que su amenaza era real. Si se quedaba y continuaba buscando justicia, probablemente terminaría como Margarita, como Teresa, como la madre Carmen. Mientras caminaba, sumida en estos pensamientos sombríos, no notó que alguien la seguía a cierta distancia, una figura femenina que observaba cada uno de sus movimientos con atención.

 No fue hasta que se detuvo en un pequeño café para descansar y ordenar sus ideas, que la mujer se le acercó. ¿Puedo sentarme?, preguntó señalando la silla vacía frente a Dolores. Dolores levantó la mirada sobresaltada. La mujer de unos 40 años vestía elegantemente y la observaba con una mezcla de cautela y determinación.

 ¿Quién es usted?, preguntó Dolores instintivamente acercando su bolso hacia sí. “Mi nombre es Elena Vega”, respondió la mujer sentándose sin esperar invitación. “Soy la madre de Teresa y Ana Luisa. Creo que usted conoció a mi hija menor como Sor Margarita.” Elena Vega hablaba con la tranquilidad de quien ha atravesado el dolor más profundo y ha emergido al otro lado, no ilesa, pero sí con una determinación forjada en el fuego de la pérdida.

 “He perdido a mis dos hijas por culpa de ese hombre”, dijo después de que la mesera les sirviera café. Teresa tenía apenas 19 años cuando entró al convento. Era una niña devota, inocente. Creía genuinamente en su vocación religiosa. Ana Luisa, mi margarita, como usted la conoció, era diferente, siempre más escéptica, más cuestionadora.

 Cuando recibimos la noticia de la muerte de Teresa, ella fue la única que se negó a aceptar la versión oficial. Dolores. Observaba a la mujer frente a ella, buscando los rasgos de Margarita en su rostro. Los encontró en la firmeza de la barbilla, en la intensidad de la mirada. “¿Cómo me encontró?”, preguntó finalmente Dolores.

 “La he estado siguiendo desde que salió del convento”, admitió Elena. Tengo contactos, personas que han sido lastimadas por Mendoza y su círculo y que ahora forman parte de una red silenciosa. Una red. Elena asintió bajando la voz. No somos muchos, pero estamos en lugares estratégicos. Una secretaria en la curia, un chóer en la residencia episcopal, un asistente en la procuraduría. Ramírez, preguntó Dolores confundida.

No, respondió Elena con desdén. Ramírez vendió su integridad hace años. Me refiero a personas como Carmen, su secretaria. Ella nos avisó inmediatamente cuando Mendoza apareció en su oficina esta mañana. Dolores intentaba procesar esta nueva información. Entonces, ¿usted sabía sobre mi encuentro con el obispo? Sabíamos que ocurriría, aunque no exactamente cuándo, explicó Elena.

Mendoza sigue siempre el mismo patrón. Primero intenta comprar el silencio, luego amenaza y finalmente dejó la frase en el aire, pero su significado era claro. ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Qué quiere de mí? Quiero justicia, respondió Elena simplemente. Y usted, Dolores, es la pieza que hemos estado esperando durante años.

 alguien que estuvo dentro, que presenció directamente sus crímenes y que tiene el coraje de hablar. ¿Cómo sabe que tengo ese coraje? cuestionó Dolores recordando el miedo que la consumía. En este momento, lo único que siento es terror. Elena sonrió levemente. El coraje no es la ausencia de miedo, sino la decisión de actuar a pesar de él. Y usted ya ha demostrado ese coraje al escapar del convento, al buscar ayuda, al enfrentarse a Mendoza esta mañana.

Dolores guardó silencio, considerando las palabras de Elena. ¿Qué propone exactamente? Tenemos un plan, respondió Elena, pero necesitamos su testimonio, los documentos que posee y su voluntad de enfrentar lo que viene. ¿Y qué garantía tengo de que ustedes no son otra trampa de que no terminaré como sus hijas? La pregunta golpeó a Elena visiblemente, pero se recuperó con rapidez.

 Ninguna, admitió, “e excepto mi palabra de madre, que ha perdido todo lo que amaba y que no descansará hasta ver caer a los responsables.” Había una sinceridad cruda en su voz que Dolores no pudo ignorar. Después de un largo silencio, tomó su decisión. “No aceptaré la oferta de Mendoza,” declaró, “Pero necesito saber exactamente en qué me estoy metiendo.

” Elena asintió con satisfacción. Venga conmigo. Hay personas que debe conocer. Salieron del café y caminaron varias cuadras hasta llegar a un modesto edificio de apartamentos en la colonia Condesa. Elena la guió hasta el tercer piso, donde llamó a una puerta con un código específico. Dos golpes. Pausa. Tres golpes.

 La puerta fue abierta por un hombre joven de aspecto nervioso, quien las dejó pasar después de intercambiar unas palabras en voz baja con Elena. El apartamento era espacioso, pero austero, convertido, evidentemente, en una especie de oficina improvisada. Varias personas trabajaban en diferentes mesas rodeadas de papeles, fotografías y recortes de periódicos.

 Al fondo, una mujer mayor tecleaba con rapidez en una máquina de escribir. “Bienvenida al centro de operaciones”, dijo Elena guiando a Dolores a través de la sala. Aquí es donde coordinamos nuestros esfuerzos. Dolores observaba asombrada la actividad del lugar. ¿Quiénes son todos ustedes? Víctimas, familiares de víctimas y algunos aliados, respondió Elena.

 Periodistas, un par de abogados honestos, incluso un sacerdote que fue silenciado cuando intentó denunciar los abusos dentro de la iglesia. Se detuvieron frente a una pared cubierta de fotografías y documentos interconectados por hilos de colores. Dolores reconoció el rostro de Mendoza en el centro, rodeado por imágenes de otros clérigos, políticos y empresarios.

 “La red completa,” explicó Elena señalando el elaborado diagrama. No solo es Mendoza, es un sistema entero de poder y abuso que se extiende por todo México. Un hombre de unos 60 años con el cabello completamente blanco y gafas de lectura se acercó a ellas. Así que ustedes dolores”, dijo extendiendo su mano.

 Soy el padre Miguel Salazar, expadre debería decir. Fui excomulgado hace 5 años por intentar hablar demasiado. “El padre Miguel ha sido fundamental en nuestra investigación”, comentó Elena. “Conoce los mecanismos internos de la iglesia mejor que nadie. Y desafortunadamente conozco también a Mendoza desde hace décadas, añadió el sacerdote con amargura.

 Fuimos seminaristas juntos, incluso entonces mostraba signos de perturbación, pero tenía carisma, ambición y, sobre todo, conexiones familiares poderosas. Dolores. Se sentó cuando le ofrecieron una silla, sintiendo que la magnitud de lo que estaba descubriendo la abrumaba. ¿Cuánto tiempo llevan haciendo esto? Casi 6 años, respondió Elena.

 Desde la muerte de Teresa, al principio éramos solo yo y mi esposo buscando respuestas. Luego encontramos a otras familias con historias similares y la red comenzó a crecer. ¿Y qué han logrado en todo este tiempo?, preguntó Dolores, no como crítica, sino por genuina curiosidad. Elena y el padre Miguel intercambiaron miradas. Hemos recopilado evidencia, testimonios, documentos”, dijo ella.

 “Hemos identificado a casi 30 víctimas de Mendoza y su círculo a lo largo de los años, pero no hemos logrado que la justicia actúe. La Iglesia tiene demasiado poder”, explicó el padre Miguel. Y Mendoza está protegido no solo por la jerarquía eclesiástica, sino también por políticos que dependen de su influencia para mantener el apoyo de los sectores conservadores. Entonces, ¿qué puedo aportar yo que sea diferente? Cuestionó Dolores.

Credibilidad, respondió Elena sin dudar. Usted era una monja respetada, sin motivos aparentes para mentir. Y lo más importante, presenció directamente uno de sus crímenes. No es testimonio de oídas ni evidencia circunstancial. La mujer que había estado tecleando se acercó al grupo entregando a Elena unas hojas recién escritas.

 El contacto en el Universal confirmó que publicará la historia si tiene suficiente solidez. Informó, pero necesita más que acusaciones. Elena presentó a la mujer como Lucía Domínguez, periodista que había sido despedida de varios periódicos por insistir en investigar casos de abuso eclesiástico. Lucía ha sido nuestra conexión con la prensa independiente, explicó.

 El plan es simple pero arriesgado, continuó Lucía dirigiéndose a Dolores. Necesitamos que testifique públicamente, que cuente su historia no solo a un juez que podría estar comprado, sino al público. Una vez que la historia esté en los periódicos, será más difícil silenciarla. ¿Y creen que eso será suficiente?, preguntó Dolores escéptica.

Mendoza tiene décadas operando así. ¿Por qué caería ahora? Porque los tiempos están cambiando, respondió el padre Miguel. México ya no es el mismo país que era hace 10 años. Hay nuevas voces, nuevos medios dispuestos a cuestionar el poder establecido.

 Y porque tenemos algo que nunca habíamos tenido antes, añadió Elena, extrayendo de su bolso un pequeño objeto metálico. Evidencia irrefutable. Dolores observó el objeto con curiosidad. era una grabadora de cinta pequeña y moderna. “La madre Carmen grabó una confesión completa antes de morir”, explicó Elena con una mezcla de tristeza y triunfo.

 “Nos la hizo llegar a través de uno de nuestros contactos en el convento, la madre Carmen. Dolores no podía creerlo, pero Mendoza dijo que ella le entregó los documentos. Mintió, “Por supuesto,”, respondió el padre Miguel. Carmen Álvarez fue cómplice por su silencio durante muchos años, es cierto, pero cuando supo que Margarita había sido asesinada, algo cambió en ella.

 Comenzó a reunir evidencia, a documentar todo y, finalmente, la noche del incendio, ella lo provocó. completó Dolores recordando las palabras de la superiora, “Quizás sea yo quien ponga fin a esta pesadilla.” Elena asintió solemnemente su último acto de redención.

 Se aseguró de que los documentos originales fueran destruidos para que Mendoza no pudiera usarlos, pero antes grabó su testimonio completo y lo envió junto con copias de la evidencia más crucial. Lucía tomó la grabadora. Con esto, su testimonio y los documentos que usted posee, tenemos suficiente para publicar, no solo en El Universal, sino simultáneamente en tres periódicos más, incluyendo uno extranjero.

 Una vez que la historia esté fuera, será imposible contenerla. Dolores sintió una mezcla de esperanza y miedo. ¿Y qué pasará conmigo después? Mendoza no se rendirá fácilmente, tendrá protección, aseguró Elena. Hemos preparado un lugar seguro donde podrá permanecer hasta que todo esto termine. Y si nunca termina, la pregunta quedó flotando en el aire. El padre Miguel tomó las manos de Dolores entre las suyas.

 Hija mía, hace años juré servir a Dios y a la verdad. He fallado muchas veces. He sido cobarde cuando debí ser valiente, pero ahora tenemos la oportunidad de hacer justicia, de proteger a futuras víctimas. No le puedo prometer seguridad, pero sí que su sacrificio no será en vano. Dolores miró a cada una de las personas reunidas en aquella habitación. Elena con el dolor de una madre que había perdido todo.

Lucía, que había sacrificado su carrera por la verdad. El padre Miguel, cuya fe había sobrevivido a la corrupción de la institución a la que había dedicado su vida, y los otros silenciosos trabajadores en una causa que parecía imposible. “Necesito escuchar la grabación”, dijo finalmente. “Necesito oír la voz de la madre Carmen.

” Elena asintió y procedió a reproducir la cinta. La voz familiar de la superiora llenó la habitación cansada pero clara, relatando con detalle escalofriante los crímenes que había presenciado a lo largo de décadas, su propia complicidad y, finalmente, su decisión de acabar con el ciclo de abusos.

 Cuando la grabación terminó, el silencio en la habitación era casi tangible. Dolores secó las lágrimas que habían corrido libremente por sus mejillas y con una resolución que no sabía que poseía, declaró: “Les ayudaré. Contaré todo lo que sé, todo lo que vi por Margarita, por Teresa, por todas ellas.” La decisión estaba tomada.

 En 24 horas debía encontrarse con Mendoza para darle su respuesta. Pero ahora, por primera vez, no estaría sola en su enfrentamiento con el mal. El café Alameda bullía de actividad aquella mañana de noviembre. Hombres de negocios discutían animadamente sobre política y economía.

 Parejas jóvenes compartían desayunos tardíos y turistas consultaban mapas de la ciudad mientras probaban el café mexicano. En una mesa apartada junto a la ventana, Dolores esperaba observando la calle con aparente tranquilidad. vestía un traje sastre gris, su cabello recogido bajo un sombrero discreto, luciendo como cualquier otra mujer de clase media de la capital.

 Nadie adivinaría que hasta hace poco había llevado el hábito de monja, ni que bajo su apariencia serena su corazón latía con fuerza ante lo que estaba por venir. A las 11 en punto, la figura imponente del obispo Mendoza entró al establecimiento. Varios clientes lo reconocieron inclinando respetuosamente la cabeza a su paso.

 Él correspondió con sonrisas benévolas el perfecto pastor espiritual ante los ojos del mundo, puntual como siempre, comentó al sentarse frente a Dolores. “Una virtud que aprecio. Aprendí en el convento”, respondió ella con calma estudiada. “La disciplina era lo primero que nos inculcaban.” Mendoza hizo un gesto al camarero, quien se acercó con deferencia. “Un café, por favor.” Y para la señorita.

 Estoy bien así, gracias, declinó Dolores, manteniendo sus manos firmemente sobre la mesa para evitar que temblaran. Una vez que estuvieron solos nuevamente, Mendoza fue directamente al grano. Ha considerado mi oferta. 24 horas es tiempo suficiente para tomar una decisión sensata. Lo he considerado cuidadosamente, respondió Dolores sosteniendo su mirada. Y mi respuesta es no.

 Si Mendoza se sorprendió, lo disimuló perfectamente. Su sonrisa apenas vaciló. Me decepciona, señorita Fuentes. Creí que era usted una mujer inteligente. Lo soy afirmó ella, por eso no puedo aceptar su oferta. No podría vivir con la culpa de saber que mientras yo disfruto de una nueva vida en España, usted continúa destruyendo a otras mujeres inocentes.

 El rostro del obispo se endureció, la máscara de amabilidad deslizándose momentáneamente para revelar la frialdad debajo. Le estoy ofreciendo una salida. La única salida, debo añadir, siempre hay alternativas”, respondió Dolores. Por ejemplo, podría entregar estos documentos a la prensa. Colocó sobre la mesa una carpeta que extrajo de su bolso.

 Mendoza miró la carpeta con desdén. Cree que me asusta con eso. ¿Cuántos periodistas cree que he silenciado a lo largo de los años? ¿Cuántas historias han sido enterradas antes siquiera de ser escritas? Esta es diferente”, continuó ella. Esta historia ya está escrita y se publicará mañana simultáneamente en varios periódicos.

Por primera vez, Dolores detectó un destello de inquietud en los ojos del obispo. “Está fanfarroneando en absoluto”, respondió ella, extrayendo un recorte de periódico y colocándolo junto a la carpeta. Era la primera plana del Universal. fechada para el día siguiente con un titular que destacaba en grandes letras, Escándalo en la Iglesia, obispo acusado de múltiples crímenes.

 Mendoza tomó el recorte examinándolo con incredulidad. ¿Cómo? Tengo amigos, respondió Dolores simplemente más de los que usted imagina. El obispo dejó caer el recorte sobre la mesa. Esto es una falsificación y aunque fuera real, una publicación así le costaría a El Universal mucho más que dinero.

 ¿Tiene idea de la influencia que tengo sobre los anunciantes, sobre los dueños? Estoy segura de que su influencia es considerable, concedió Dolores. Pero quizás no tan absoluta como cree. Los tiempos cambian, excelencia. La gente ya no acepta ciegamente lo que se les dice desde el púlpito. Mendoza se inclinó hacia delante bajando la voz. Escúcheme bien, María Dolores.

 He tolerado sus impertinencias porque tenía la esperanza de resolver esto civilizadamente, pero mi paciencia tiene límites. Si persiste en este camino, no será solo usted quien sufra las consecuencias. ¿Qué hay de su primo Antonio? o de su madre en Veracruz. Cree que están fuera de mi alcance. Dolores sintió que el miedo amenazaba con paralizarla, pero se obligó a mantenerla con postura. También he considerado eso respondió.

 Y he tomado precauciones. Mi familia ya no está donde usted cree. Era un farol, por supuesto. No había tenido tiempo de advertir a su familia. solo podía confiar en que Elena y su grupo cumplirían su promesa de protegerlos una vez que todo comenzara. Además, continuó extrayendo de su bolso un pequeño objeto. Hay algo más que debería considerar.

 La grabadora de bolsillo que colocó sobre la mesa parecía inofensiva, pero el efecto que causó en Mendoza fue inmediato. Su rostro palideció. ¿Qué es eso? El testimonio completo de la madre Carmen, respondió Dolores, grabado la noche antes del incendio, muy detallado, debo decir.

 Menciona nombres, fechas, lugares, incluso describe como usted personalmente basta. Interrumpió Mendoza mirando nerviosamente alrededor. Esto es absurdo. Carmen jamás haría algo así. Al final su conciencia pudo más que su miedo, respondió Dolores, como está ocurriendo con muchos otros. Su red de silencio se está desmoronando, excelencia. El obispo guardó silencio evaluando la situación.

 Dolores casi podía ver los cálculos en su mente, considerando opciones, buscando una salida. ¿Qué quiere exactamente?, preguntó finalmente su voz desprovista de la autoridad que siempre la había caracterizado. “Justicia”, respondió Dolores simplemente, “para Margarita, para Teresa, para todas. Sea razonable”, replicó Mendoza cambiando su estrategia.

 “¿Qué gana con destruir mi reputación, con manchar a la iglesia? El escándalo no devolverá la vida a esas mujeres. No, pero podría salvar a otras. Contrarrestó ella, y quizás, solo quizás permitiría que sus almas descansen en paz. Mendoza apretó los puños sobre la mesa. Puedo ofrecerle más, no solo una nueva vida en España, dinero, propiedades, lo que desee, dolores negó con la cabeza.

 Ya no se trata de mí ni de lo que usted pueda ofrecerme. Se trata de hacer lo correcto por una vez en mi vida. Un silencio tenso se instaló entre ambos. Alrededor el café seguía con su actividad normal, ajeno al drama que se desarrollaba en aquella mesa apartada. Si esas historias se publican dijo finalmente Mendoza, cada palabra cuidadosamente medida. No seré el único afectado.

 La iglesia entera sufrirá. ¿Es eso lo que quiere? Dañar la fe de miles de personas inocentes? La fe verdadera sobrevive a la verdad, respondió Dolores. Y la iglesia es más grande que los hombres corruptos que a veces la dirigen. El obispo la estudió con una mirada penetrante.

 Siempre la subestimé, ¿sabe, desde que llegó al convento con su pasado misterioso la veía tan insignificante, una más de tantas mujeres buscando esconderse del mundo. Y ese fue su error, dijo ella con firmeza. Creer que el silencio significa debilidad. Mendoza pareció tomar una decisión. Lentamente sacó de su chaqueta un pequeño sobre y lo deslizó sobre la mesa.

 Una última oferta. Dentro hay un cheque y los documentos para un fideicomiso en Suiza. Suficiente dinero para comenzar de nuevo donde desee, sin preocupaciones económicas por el resto de su vida. Dolores miró el sobre sin tocarlo y a cambio. La grabación original, respondió él, y su palabra de que no testificará, puede quedarse con las copias de los documentos. Serían insuficientes sin su testimonio.

 Era una oferta tentadora, mucho más de lo que había esperado. Por un momento, Dolores vaciló. No merecía algo de paz. Después de todo lo que había sufrido, no había hecho ya suficiente al reunir la evidencia, al entregarla a quienes continuarían la lucha. Pero entonces recordó el rostro de Margarita, su valentía al enfrentarse sola a aquel monstruo, su determinación por hacer justicia, incluso sabiendo que podría costarle la vida.

 No, dijo finalmente empujando el sobre de regreso. No hay trato. La expresión de Mendoza se oscureció. Es su última oportunidad. Lo sé, respondió ella, recogiendo la grabadora y la carpeta. Y he tomado mi decisión. Se levantó colocando unas monedas sobre la mesa para pagar su café. Hasta pronto, excelencia.

 Nos veremos en los tribunales. Mientras se dirigía hacia la puerta, sintió la mirada de Mendoza clavada en su espalda. Casi podía percibir la furia emanando de él en oleadas. Pero por primera vez en mucho tiempo, Dolores no sentía miedo, solo una extraña y serena determinación. Afuera, el sol de mediodía iluminaba la Alameda central.

 Dolores respiró profundamente el aire fresco, saboreando un momento de paz antes de lo que vendría. Elena la esperaba en una banca cercana, aparentando leer un periódico. ¿Cómo fue?, preguntó cuando Dolores se sentó a su lado. Como esperábamos, respondió Dolores. Primero amenazas, luego ofertas, al final desesperación. Elena asintió cerrando el periódico. ¿Crees que intentará algo? Sin duda, confirmó Dolores, pero ya no estamos solas.

 Juntas caminaron hacia el automóvil donde esperaba Lucía, la periodista. En menos de 24 horas, la verdad que habían guardado tantos años saldría finalmente a la luz. El camino que se abría ante ellas estaría lleno de obstáculos y peligros. Pero por primera vez Dolores sentía que era el camino correcto.

 Mientras el vehículo se alejaba de la Alameda, Dolores miró por la ventanilla trasera. El obispo Mendoza había salido del café y observaba en su dirección una figura solitaria y sombría bajo el sol brillante de México. En ese momento, Dolores comprendió una verdad fundamental. El poder de hombres como Mendoza residía principalmente en el miedo que inspiraban, en el silencio que imponían.

 Y ella, al romper ese silencio, había encontrado una fuerza que ni siquiera sabía que poseía. La batalla apenas comenzaba, pero la primera victoria ya era suya. M.