¿Alguna vez ha sentido que hay secretos ancestrales que deberían permanecer enterrados? En 1937, el ingeniero Fernando Ortiz llega a San Cristóbal de las Casas con órdenes del gobierno para modernizar una antigua iglesia. Cuando sus obreros rompen el altar colonial, liberan algo que ha permanecido sellado durante siglos, algo que provoca que todos vomiten simultáneamente un extraño líquido negro.

Lo que comenzó como un simple proyecto de renovación se convertirá en una pesadilla donde antiguas entidades hambrientas acechan entre las grietas de nuestra realidad.
La luz del amanecer apenas se filtraba por las ventanas polvorientas de la antigua iglesia de San Cristóbal de las Casas. El año 1937 había comenzado con sequía y ambruna en toda la región de Chiapas. Fernando Ortiz, ingeniero de 34 años, enviado desde Ciudad de México, observaba con impaciencia mientras los obreros locales se preparaban para iniciar la demolición parcial del altar mayor.
La orden había llegado directamente del gobierno federal, modernizar las antiguas iglesias coloniales para convertirlas en centros culturales, parte de la campaña nacional anticlerical. Señor Ortiz, con todo respeto, no creo que debamos tocar el altar. Jacinto Hernández, el capataz Tsotzil, de 50 años, se acercó con el sombrero entre las manos.
Sus ojos oscuros reflejaban una preocupación genuina. Los ancianos del pueblo dicen que hay cosas enterradas ahí que no deben ser perturbadas. Fernando suspiró ajustándose las gafas con gesto cansado. Llevaba tres semanas en San Cristóbal y cada día surgía una nueva superstición que retrasaba la obra. Jacinto, ya hemos discutido esto.
Son órdenes del gobierno. Además, ya examinamos los planos coloniales y no hay nada bajo el altar, excepto piedra y argamasa. Tu gente puede conservar sus creencias, pero el trabajo debe continuar. Jacinto asintió resignado y volvió con los seis obreros que esperaban con picos y sin celes.
Fernando notó sus miradas recelosas y el modo en que se persignaban disimuladamente. La ignorancia de los indígenas le resultaba exasperante, pero necesitaba su fuerza de trabajo. El primer golpe al altar resonó como un trueno en la nave. vacía. Un silencio espeso siguió al eco. El segundo golpe reveló que la estructura era hueca, no sólida, como indicaban los planos.
Fernando se acercó intrigado mientras los obreros retiraban los fragmentos de piedra labrada. “Detengan todo”, ordenó cuando vio el hueco oscuro que se abría bajo el altar. “Traigan las lámparas.” El resplandor amarillento iluminó una pequeña cámara. En su interior, un cofre de hierro oxidado descansaba sobre un lecho de tierra oscura que parecía húmeda a pesar de la sequía exterior.
Fernando ordenó extraerlo mientras ignoraba los murmullos en Tsotsil de los trabajadores. El cofre, sorprendentemente pesado, fue depositado sobre las baldosas. Un extraño olor, como a carne en descomposición mezclada con incienso, comenzó a impregnar el aire. “¡Abranlo”, ordenó Fernando cubriendo su nariz con un pañuelo. “Señor, creo que deberíamos llamar al párroco antes”, sugirió Jacinto.
“El padre Montúfar está en Tuxla. Además, esto es propiedad del estado ahora. Ábranlo. Cuando las cerraduras oxidadas se dieron, todos se inclinaron para ver el contenido. Un instante después, como si hubieran sido golpeados por una fuerza invisible, los siete obreros comenzaron a vomitar simultáneamente. Fernando retrocedió horrorizado mientras los hombres caían de rodillas expulsando un vómito oscuro y espeso que parecía contener algo más que los restos de su desayuno. Solo Jacinto permaneció en pie, aunque su rostro había palidecido
hasta adquirir un tono ceniciento. “Se lo advertí, señor”, murmuró, ayudando a sus compañeros a incorporarse. “Hay cosas que los antiguos enterraron por una razón. En el cofre, envuelto en un paño rojo desgastado, descansaba un pequeño ídolo de piedra negra. No mayor que un puño, representaba una figura humanoide con rasgos distorsionados y lo que parecían ser dos cabezas.
Junto al ídolo, un manuscrito en piel con escritura colonial y símbolos indígenas entremezclados. Fernando, superando su desconcierto inicial, se acercó al cofre. El olor a putrefacción era más intenso ahora. Con un pañuelo recogió cuidadosamente el manuscrito, evitando tocar el ídolo. “Señor, por favor, vuelva a cerrarlo”, suplicó Jacinto. “Tonterías. Esto es un hallazgo arqueológico importante.
Debe ser documentado y enviado al Museo Nacional de Antropología.” Esa noche, en su habitación de la Posada La Esperanza, Fernando examinó el manuscrito bajo la luz amarillenta de una lámpara de petróleo. Las páginas de piel humana, se preguntó con un escalofrío, contenían textos en español antiguo y nawatle, acompañados por ilustraciones perturbadoras.
Según pudo descifrar, el ídolo pertenecía a un culto prehispánico que los primeros misioneros dominicos habían intentado erradicar en 1545. La criatura representada, llamada el que tiene dos rostros, era adorada mediante sacrificios humanos que incluían la extracción de órganos internos. Mientras las víctimas aún vivían.
Los dominicos, incapaces de destruir el ídolo, lo habían encerrado en el cofre consagrado y ocultado bajo el altar, sellándolo con oraciones y rituales. Fernando se frotó los ojos cansados. Como hombre educado, no creía en supersticiones, pero no podía explicar el extraño episodio de los vómitos colectivos. decidió que documentaría el hallazgo y solicitaría instrucciones a sus superiores en México.
Mientras tanto, en las choas dispersas alrededor de San Cristóbal, los seis obreros que habían vomitado en la iglesia yacían en sus petates ardiendo de fiebre. Sus familias aplicaban remedios tradicionales, pero nada parecía reducir la temperatura. Todos murmuraban las mismas palabras incoherentes: “Tiene hambre. Después de tanto tiempo, tiene hambre otra vez.
Jacinto, el único que había resistido la enfermedad, recorrió las casas de sus compañeros. Al amanecer, tras ver su estado deteriorado, tomó una decisión. Caminó hasta la posada donde se hospedaba Fernando y golpeó insistentemente su puerta. ¿Qué sucede?, preguntó el ingeniero, evidentemente malhumorado por la interrupción.
Mis hombres están muriendo, Señor. La fiebre los consume y vomitan sangre negra. Todo comenzó después de abrir ese cofre. Fernando se pasó una mano por el cabello despeinado. Había dormido mal, atormentado por pesadillas donde caminaba por túneles húmedos cuyas paredes palpitaban como entrañas vivas. Son enfermedades tropicales, Jacinto.
Probablemente bebieron agua contaminada. Todos bebimos de la misma fuente, señor. Solo enfermaron los que vieron dentro del cofre. Fernando suspiró. Está bien. Buscaremos un médico. No hay tiempo. El padre Montúfar regresa esta tarde de Tuxla. Él sabrá qué hacer.
La llegada del sacerdote causó conmoción en el pueblo. El padre Enrique Montúfar, un hombre alto y delgado de 60 años, escuchó con gravedad el relato de Jacinto mientras visitaban a los enfermos. ¿Dónde está el ídolo ahora?, preguntó finalmente. En mi habitación, junto con el manuscrito, respondió Fernando, que los había acompañado a regañadientes.
Es una pieza arqueológica valiosa que debe ser estudiada. El sacerdote lo miró con una mezcla de lástima y reproche. Ingeniero Ortiz, usted ha liberado algo que mis predecesores contuvieron a un costo terrible. Ese ídolo no representa a un dios, sino a algo mucho más antiguo que habitaba estas tierras antes que los mayas y los aztecas.
Fernando conuvo una respuesta sarcástica. como funcionario del gobierno cardenista, no tenía paciencia para el oscurantismo religioso. Sin embargo, seis hombres agonizaban sin explicación médica aparente. Acompáñeme a la posada, padre. Veremos juntos estos objetos tan peligrosos.
Pero al llegar a su habitación, Fernando descubrió con horror que tanto el ídolo como el manuscrito habían desaparecido. En su lugar, sobre la cama revuelta, yacía el cadáver de María Siifuentes, la joven que limpiaba las habitaciones. Su cuerpo estaba abierto desde el esternón hasta el pubis y sus entrañas habían sido extraídas con precisión quirúrgica.
Lo más perturbador, no había rastro de sangre como si hubiera sido drenada previamente. Fernando vomitó en el acto mientras el sacerdote se persignaba murmurando oraciones en latín. Jacinto, pálido pero firme, cerró la puerta para que nadie más viera el espectáculo macabro. “Ha comenzado”, susurró el sacerdote. El hambre después del largo encierro.
Esa misma noche, mientras las autoridades locales investigaban el horrible asesinato, otro descubrimiento conmocionó al pueblo. Los seis obreros enfermos habían desaparecido de sus casas, dejando atrás solo manchas de vómito negro en sus petates. Sus familias, aterrorizadas aseguraban que se habían levantado y caminado por su propio pie, a pesar de su estado febril, respondiendo a un llamado que solo ellos podían oír.
Fernando Ortiz, bajo sospecha por la muerte de la mucama, fue puesto bajo arresto domiciliario en la posada. El padre Montúfar y Jacinto lo visitaron al anochecer. Debemos encontrar el ídolo y a los hombres desaparecidos”, afirmó el sacerdote. “La criatura está formando su círculo de seguidores. Cada 12 horas necesitará un nuevo sacrificio para alimentarse.
” Fernando, desencajado por los acontecimientos, ya no encontraba explicaciones racionales. ¿Qué es esa cosa exactamente? El sacerdote extrajo de su sotana un pequeño libro de cuero ajado. Según las crónicas dominicas, no tiene nombre pronunciable en ninguna lengua humana. Los Totsiles lo llamaban el devorador de almas, los lacandones el que habita entre mundos. Los españoles simplemente lo denominaron la abominación.
Y como lo detenemos, el manuscrito contenía rituales de contención. que funcionaron durante cuatro siglos. Sin él debemos improvisar. Un grito desgarrador interrumpió la conversación. Provenía de la plaza central, a pocos metros de la posada. Los tres hombres corrieron hacia el lugar donde ya se agolpaba una multitud horrorizada.
En el centro de la plaza, bajo el resplandor de la luna llena, los seis obreros desaparecidos formaban un círculo perfecto. En el medio, sobre un improvisado altar de piedras, el ídolo negro resplandecía con un brillo antinatural. Los hombres, con miradas vacías y movimientos mecánicos, cantaban en una lengua incomprensible mientras se abrían el abdomen con sus propias manos.
extrayendo sus entrañas para ofrecerlas al ídolo. El padre Montúfar avanzó decidido hacia el círculo, crucifijo en alto, recitando exorcismos. Uno de los obreros, o lo que quedaba de él, giró su cabeza a 180 gr con un crujido espantoso y habló con una voz que no era humana. Llegaron demasiado tarde. El sacrificio final se acerca.
Después de 400 años, volveré a caminar entre los vivos. Fernando Ortiz, superando su parálisis inicial, comprendió que algo mucho peor que la muerte se cernía sobre San Cristóbal, algo que había dormitado durante siglos bajo el altar que él, en su arrogancia científica había ordenado demoler. La madrugada del día siguiente encontró a San Cristóbal de las Casas, sumido en un silencio antinatural.
Las autoridades habían impuesto un toque de queda tras los horrores presenciados en la plaza, aunque en la versión oficial hablaba de disturbios causados por trabajadores intoxicados. Los cuerpos de los seis obreros habían sido recogidos y llevados a la pequeña morgue del hospital de beneficencia, donde el doctor Ernesto Villafuerte, único médico del pueblo, intentaba comprender cómo aquellos hombres habían podido realizar semejantes mutilaciones a sí mismos.
Fernando Ortiz, liberado de la sospecha del asesinato de Marías y Fuentes, cuando se confirmó que estaba con el padre Montúfar y Jacinto en el momento estimado de la muerte, ahora se encontraba en la sacristía de la Iglesia junto al sacerdote. Ambos revisaban frenéticamente antiguos documentos parroquiales, buscando cualquier referencia adicional al ídolo o al culto asociado. Aquí hay algo”, murmuró Fernando señalando un registro de 1767.
El párroco Alonso de Figueroa reporta extrañas perturbaciones en los sueños de los fieles después de que un terremoto dañara levemente el altar mayor. Ordenó reforzar la estructura y realizar una novena de purificación. El padre Montúfar asintió gravemente.
La entidad debió sentir una oportunidad de escape con el daño estructural. Cada vez que el sello se debilita, intenta influir en las mentes de los vivos. Fernando se quitó las gafas y se frotó los ojos enrojecidos. No había dormido en casi 30 horas y el cansancio nublaba su pensamiento. Padre, necesito entender qué estamos enfrentando.
Usted habla de una entidad, pero ¿qué es exactamente un demonio según la doctrina católica? El sacerdote guardó silencio unos momentos como si considerara cuidadosamente su respuesta. La Iglesia tiene categorías para lo sobrenatural, ingeniero Ortiz. Pero hay cosas más antiguas que nuestras teologías que existían en estas tierras mucho antes de que llegara la cruz.
Los dominicos que encontraron este ídolo en el siglo X comprendieron que no se trataba de un simple demonio en el sentido europeo. Lo describieron como un vacío hambriento con consciencia, un ser que se alimenta de las entrañas y las almas de los vivos para manifestarse plenamente en nuestro mundo. La puerta de la sacristía se abrió de golpe.
Jacinto entró apresuradamente, el rostro bañado en sudor a pesar del frío matutino. Padre, ingeniero, tienen que venir al hospital. Algo, algo está pasando con los cuerpos. El pequeño hospital, un edificio colonial reconvertido, estaba en ebullición. Cuando llegaron, enfermeras y auxiliares corrían de un lado a otro mientras el Dr. Villafuerte gritaba órdenes contradictorias.
Les condujo a la morgue en el sótano un cuarto frío iluminado por lámparas eléctricas recientemente instaladas. “Se están reconstruyendo”, explicó el médico con la voz quebrada por el pánico y la incredulidad. Los seis cadáveres que la noche anterior eran masas irreconocibles de carne mutilada, ahora mostraban un proceso imposible de regeneración.
Las vísteras extraídas se estaban reintegrando a las cavidades abdominales, los tejidos se fusionaban, la piel se cerraba sobre las heridas, pero lo más perturbador era que este proceso no les estaba devolviendo su apariencia humana original. Dios santo, murmuró Fernando al ver como los rostros de los obreros se distorsionaban, los ojos se desplazaban hacia los lados de las cabezas, las mandíbulas se alargaban hasta formaros inhumanos.
“¿No es Dios quien está obrando aquí, ingeniero?”, respondió el padre Montúfar, haciendo la señal de la cruz. Un espasmo recorrió simultáneamente los seis cuerpos. Sus ojos, ahora completamente negros, se abrieron de golpe. Sus bocas, demasiado amplias para ser humanas, se curvaron en sonrisas idénticas.
“El círculo está casi completo”, hablaron al unísono con voces que parecían provenir de un abismo. “Falta el sacrificio final. La mujer dio su sangre, los seis dieron sus cuerpos. Ahora necesitamos el alma voluntaria de alguien que comprenda. Sus miradas se fijaron en Fernando, quien retrocedió instintivamente. Tú abriste el camino. Tú completarás el círculo.
El doctor Villafuerte, reaccionando por instinto profesional, intentó inyectar sedantes a uno de los cuerpos. La aguja se dobló al contacto con la piel, ahora dura como piedra. En respuesta, la criatura giró su cabeza con un movimiento inhumano y exhaló un vapor negro directamente en el rostro del médico.
Villafuerte cayó al suelo convulsionando, mientras el mismo líquido negro que habían vomitado los obreros brotaba ahora de sus ojos, nariz y boca. “Salgan todos!”, gritó el padre Montúfar. empujando a Fernando y Jacinto hacia la puerta mientras las enfermeras huían aterrorizadas. Apenas consiguieron cerrar la pesada puerta metálica de la morgue cuando los cuerpos se levantaron de las mesas de autopsia.
Golpes furiosos comenzaron a resonar desde el interior. “No resistirá mucho”, advirtió Jacinto. Fernando, tratando de mantener la calma, preguntó, “¿Qué quiso decir con el alma voluntaria de alguien que comprenda? El sacerdote lo miró con gravedad. La entidad necesita un anfitrión consciente, alguien con conocimiento de su naturaleza que se entregue voluntariamente. Los sacrificios anteriores fueron para ganar fuerza.
El último sacrificio es para obtener forma. ¿Y por qué yo? Porque usted fue quien rompió el sello. Existe un vínculo ahora. Los golpes en la puerta se intensificaron. El metal comenzó a abollarse desde dentro. “Debemos destruir el ídolo,” decidió Fernando. Es el ancla material de esa cosa. No será fácil, respondió el padre. Si fuera tan simple, los dominicos lo habrían hecho hace siglos en lugar de sellarlo.
El manuscrito debe contener la forma de destruirlo. Necesitamos encontrarlo. Un último golpe reventó las bisagras de la puerta de la morgue. Los tres hombres corrieron por el pasillo, mientras las criaturas, moviéndose con una coordinación perfecta y antinatural, emergían de la habitación.
lograron salir del hospital y subir al jeep militar que Fernando había recibido para su misión. Jacinto tomó el volante mientras el ingeniero y el sacerdote se aferraban a la parte trasera. Las criaturas los persiguieron a una velocidad sobrehumana, pero finalmente consiguieron dejarlas atrás en las estrechas calles empedradas. ¿A dónde vamos?, preguntó Jacinto.
A la iglesia, respondió Fernando, si el manuscrito no está allí, al menos tendremos acceso a los archivos parroquiales completos. Pero al llegar encontraron la iglesia rodeada por un cordón policial. El comisario Velázquez, un hombre bajo y corpulento, con bigote espeso, les impidió el paso. Lo siento, padre Montúfar, órdenes del gobernador.
Apareció otro cuerpo mutilado dentro, uno de los policías que hacía guardia. La iglesia queda clausurada hasta nuevo aviso. Comisario, esto es más grave de lo que imagina, intentó explicar el sacerdote. Tengo seis cadáveres desaparecidos de la morgue, dos mujeres asesinadas y rumores de brujerías que están causando pánico. Si tiene información, compártala oficialmente.
Fernando intervino. Comisario, soy representante del gobierno federal. Lo que enfrentamos es un brote de histeria colectiva combinado posiblemente con algún tipo de enfermedad tropical desconocida. Necesitamos acceder a los registros médicos históricos de la parroquia.
El comisario dudó, pero finalmente accedió a permitirles entrar bajo vigilancia. Mientras revisaban frenéticamente los archivos, Fernando susurró al sacerdote, “¿Dónde cree que esté el manuscrito? Si no está aquí, solo puede estar en un lugar, la cueva de Sinacantán. Sinacantán, a 15 km de aquí. Según las crónicas que revisé esta mañana, fue donde los tziles adoraban originalmente a la entidad antes de que los españoles trasladaran el ídolo a San Cristóbal para contenerlo.
¿Por qué cree que el manuscrito estaría allí? Porque las criaturas necesitan el ritual de destrucción para saber qué deben impedir. Si ellas tomaron el manuscrito, lo habrán llevado a su santuario original. Un grito desgarrador interrumpió su conversación. Provenía del exterior de la iglesia.
Corrieron hacia la puerta principal para encontrar una escena de caos absoluto. Las seis criaturas, ahora apenas reconocibles como humanas, habían llegado. Dos policías yacían en el suelo, sus uniformes empapados de sangre. El comisario Velázquez disparaba su revólver a una de las criaturas, pero las balas parecían atravesarla sin causar daño.
“¡Al jeip!”, gritó Fernando agarrando los documentos más relevantes que habían encontrado. Jacinto ya había encendido el motor. El padre Montúfar saltó a la parte trasera mientras Fernando se acomodaba en el asiento del copiloto. “¡Aina cantán!”, ordenó el sacerdote. El camino a Sinacantán serpenteaba entre montañas cubiertas de niebla.
La vegetación se volvía más densa a medida que ascendían y el aire se tornaba frío y húmedo. Jacinto conducía con habilidad por la carretera sin pavimentar, evitando baches y piedras. Según estos documentos, dijo Fernando, revisando los papeles que habían rescatado, hubo una epidemia en 1785 que comenzó exactamente igual.
Vómitos negros seguidos por comportamiento errático. ¿Cómo la contuvieron?, preguntó Jacinto. El documento está incompleto, pero menciona que el obispo Antonio Olivares realizó un ritual de 7 días que requirió, esperen, Fernando palideció al leer la siguiente línea. Requirió el sacrificio voluntario de siete representantes de la comunidad, uno por cada pecado capital.
El padre Montúfar asintió gravemente. La entidad se alimenta de sacrificios. Los dominicos debieron usar ese hambre contra ella misma, canalizándola mediante rituales cristianos mezclados con conocimientos indígenas. “¿Está sugiriendo que sacrifiquemos a siete personas?”, preguntó Fernando horrorizado.
“No estoy sugiriendo que entendamos la lógica del ritual para encontrar una alternativa. La entidad opera mediante símbolos y correspondencias. Si comprendemos su lenguaje, podemos engañarla. Llegaron a Sincantán al atardecer. El pequeño pueblo indígena parecía desierto. Solo algunos perros famélicos vagaban por las calles de tierra.
Las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas como si los habitantes presintieran el peligro. La cueva está en aquella montaña”, señaló Jacinto hacia un pico escarpado que se elevaba al norte del pueblo. Los ancianos la llaman la boca del inframundo. Nadie se acerca allí. Dejaron el jeep en el centro del pueblo y continuaron a pie cargando linternas, sogas y las provisiones que habían logrado recoger en el camino.
El ascenso fue arduo, dificultado por la pendiente rocosa y la vegetación espinosa. Cuando finalmente llegaron a la entrada de la cueva, el sol ya se había puesto, dejando paso a una oscuridad casi absoluta, apenas mitigada por la luna creciente. La boca de la cueva era una abertura irregular en la roca caliza de unos 2 m de altura. Un olor náuseabundo emanaba del interior.
La misma mezcla de putrefacción e incienso que habían percibido al abrir el cofre bajo el altar. “Dios nos proteja”, murmuró el sacerdote encendiendo su linterna. El as de luz reveló un túnel descendente que se estrechaba gradualmente. Las paredes estaban cubiertas de símbolos antiguos tallados en la piedra, figuras contorsionadas en posiciones imposibles, seres con múltiples cabezas, representaciones de sacrificios humanos.
avanzaron en silencio, cada paso resonando en la quietud sepulcral de la cueva. Tras unos 200 m, el túnel se ensanchó en una cámara circular natural. En el centro, una formación rocosa había sido tallada para formar un altar rudimentario.
Y sobre el altar, iluminado por la luz trémula de sus linternas, descansaban el ídolo negro y el manuscrito de piel. Ahí está. susurró Fernando, avanzando cautelosamente. Espere, lo detuvo el padre Montúfar. Es demasiado fácil. Jacinto, que había permanecido cerca de la entrada de la cámara, de repente se puso rígido. No estamos solos. Desde las sombras de la caverna emergieron figuras humanas, hombres, mujeres y niños del pueblo, caminando con movimientos mecánicos y miradas vacías.
Sus bocas estaban manchadas con el mismo líquido negro que habían visto antes. El pueblo entero está bajo su influencia, murmuró horrorizado el sacerdote. Fernando, en un acto de desesperación, corrió hacia el altar y agarró el manuscrito. Inmediatamente un dolor atroz atravesó su mano como si hubiera tocado hierro al rojo vivo. Aún así, logró mantener el agarre.
“Corran!”, gritó, aferrando también el ídolo con su otra mano, ignorando el dolor abrasador. Los tres se abrieron paso entre la multitud hipnotizada que intentaba detenerlos con movimientos torpes, pero determinados. Consiguieron llegar al túnel de entrada, pero Jacinto tropezó y cayó. Varias manos se abalanzaron sobre él, arrastrándolo de vuelta a la oscuridad mientras gritaba desesperadamente, “Jacinto.” Fernando intentó volver, pero el padre Montúfar lo sujetó.
Es demasiado tarde. Tenemos que salir con el manuscrito. Corrieron por el túnel ascendente, perseguidos por los habitantes poseídos y los gritos cada vez más inhumanos de Jacinto. Al salir de la cueva, Fernando miró el ídolo que aún sostenía. Bajo la luz de la luna le pareció que la figura de piedra sonreía.
La noche envolvía la camioneta que descendía a toda velocidad por el sinuo camino montañoso, alejándose de Sinacantán. Fernando conducía con los nudillos blancos de tanto apretar el volante, mientras el padre Montúfar, a su lado examinaba el manuscrito a la luz débil de una linterna. El ídolo de piedra negra, envuelto en la sotana del sacerdote descansaba en el asiento trasero como una presencia maligna.
que parecía llenar el vehículo con su aura opresiva. “No podemos volver a San Cristóbal”, dijo Fernando, rompiendo el tenso silencio. “Esas cosas estarán esperándonos allí. Tampoco podemos huir indefinidamente”, respondió el sacerdote sin levantar la vista del manuscrito. “La influencia de la entidad se extiende cada hora. Primero fue la iglesia, luego el hospital, ahora todo sincantán.
Mañana podría ser toda la región de Chiapas. Un ruido sordo en el techo de la camioneta los sobresaltó. Algo pesado había caído o saltado sobre el vehículo. Fernando aceleró aún más, mientras gotas de un líquido negro comenzaban a filtrarse desde el techo cayendo sobre el parabrisas.
“Nos encontraron!”, gritó Fernando, maniobrando bruscamente, para intentar desalojar al intruso. Una mano inhumana, con dedos demasiado largos y articulaciones imposibles, atravesó el metal del techo como si fuera papel y se aferró al hombro del sacerdote. El padre Montúfar gritó de dolor mientras la garra tiraba hacia arriba, intentando arrastrarlo a través del techo.
Fernando, en un acto desesperado, tomó su pistola reglamentaria y disparó hacia el techo. Se escuchó un chillido inhumano y la mano se retrajo. La camioneta derrapó peligrosamente cerca del borde del precipicio, antes de que Fernando recuperara el control. “¿Está herido, padre?”, preguntó sin apartar la vista del camino. El sacerdote se sujetaba el hombro ensangrentado. Sobreviviré, pero necesitamos un lugar seguro para descifrar este manuscrito.
Contiene el ritual para destruir el ídolo, estoy seguro. Fernando pensó rápidamente. La hacienda El Paraíso está a unos 30 km de aquí en dirección opuesta a San Cristóbal. Pertenece a Eduardo Domínguez, un ingeniero colega que está en Ciudad de México, tiene un generador eléctrico y está aislada.
La Hacienda, una construcción colonial parcialmente restaurada, se erguía solitaria en medio de campos de café. Fernando conocía la combinación del candado que cerraba el portón principal gracias a visitas anteriores. Tras asegurarse de que no habían sido seguidos, estacionaron la camioneta en el patio interior y se apresuraron a entrar en la casa principal.
El interior olía a humedad y abandono, pero al menos ofrecía refugio. Fernando encendió el generador y pronto la antigua casa se iluminó con luz eléctrica. El padre Montúfar se dejó caer en un sillón polvoriento, exhausto y pálido por la pérdida de sangre. Fernando buscó un botiquín y procedió a limpiar y vendar la herida del sacerdote.
Es peor de lo que pensaba, dijo el padre Montúfar mientras Fernando terminaba de atender su herida. El manuscrito está escrito en una mezcla de nawatlotsil antiguo y latín eclesiástico. Puedo entender partes, pero llevará tiempo decifrarlo completamente. ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que esas cosas nos encuentren? No lo sé. Depende de cuán fuerte sea ya la entidad.
Cada sacrificio la fortalece y ya ha tomado muchas vidas. Fernando colocó el ídolo sobre una mesa, manteniendo la precaución de no tocarlo directamente. Bajo la luz clara de las lámparas eléctricas, la estatuilla revelaba detalles que no habían notado antes. Lo que parecían ser dos cabezas era en realidad una sola que mostraba dos rostros diferentes, uno humano y otro bestial, unidos por la parte posterior.
Los ojos pequeñas incrustaciones de obsidiana. Parecían seguir sus movimientos. “Jacinto”, murmuró Fernando recordando el horrible destino de su capataz. “¿Cree que está muerto?” Probablemente no. La entidad no desperdicia cuerpos útiles. Lo habrá convertido en uno de sus servidores, como a los habitantes de Sinacantán.
Fernando se estremeció ante la imagen mental, se acercó a la ventana y escrutó la oscuridad exterior. La luna iluminaba tenuamente los campos de café y las montañas distantes. Por el momento parecían estar solos. “Necesito café”, dijo finalmente. “Será una noche larga.” Mientras Fernando preparaba café en la antigua cocina, el padre Montúfar extendió el manuscrito sobre una mesa grande del comedor.
A la luz de una lámpara de aceite adicional, la iluminación eléctrica era insuficiente para su trabajo detallado, comenzó a traducir fragmentos en un cuaderno que habían encontrado en la hacienda. Fernando regresó con dos tazas humeantes. El sacerdote, absorto en su trabajo, apenas notó cuando le colocó una a su lado.
“He encontrado algo”, dijo finalmente el padre Montúfar después de casi una hora de silencio. El nombre real de la entidad Tlacatecolotl Xiptla. ¿Qué significa? El búo hombre cambiaformas. Era un ser adorado antes incluso de los aztecas. asociado con la noche, el inframundo y la habilidad de poseer cuerpos humanos. ¿Y cómo lo destruimos? El sacerdote pasó varias páginas del manuscrito.
El ritual dominico requería siete sacrificios voluntarios, como sospechábamos. Pero hay otra forma mencionada aquí, un ritual más antiguo. Señaló un diagrama complejo dibujado en el manuscrito que mostraba una serie de círculos concéntricos con símbolos en los intersticios. Este es un ritual zotzil que los dominicos adaptaron.
Requiere que el ídolo sea sumergido en una mezcla de agua bendita y la sangre de alguien que haya resistido la influencia de la entidad. Luego debe ser expuesto a la luz directa del amanecer mientras se recitan ciertas palabras de poder. Oh, sangre de alguien que haya resistido su influencia. Fernando frunció el ceño. ¿Como quién? Como nosotros dos hasta ahora.
¿O como Jacinto que no enfermó cuando los otros obreros lo hicieron? El sacerdote lo miró con gravedad. No requiere un sacrificio mortal, solo algo de sangre voluntariamente ofrecida. Fernando asintió lentamente. Y funcionará si se hace correctamente, sí, pero hay un problema. La entidad intentará impedirnos realizar el ritual y ahora que tiene tantos seguidores, será extremadamente peligroso.
Un ruido en el exterior los alertó. Fernando se acercó cautelosamente a la ventana, apartando ligeramente la cortina para mirar afuera. La sangre se le heló en las venas. Iluminados por la luz de la luna, docenas de figuras se acercaban a la hacienda desde los campos de café. Caminaban con esa coordinación antinatural que ya habían presenciado antes.
Al frente del grupo reconoció la silueta de Jacinto, pero su forma había cambiado. Su cabeza parecía más grande, su espalda estaba encorbada de manera imposible y sus brazos se habían alargado hasta casi tocar el suelo. Están aquí. susurró Fernando. Decenas de ellos y Jacinto los guía. El padre Montúfar se apresuró a recoger el manuscrito. Necesitamos preparar el ritual ahora.
El amanecer está a unas 3 horas. Si podemos resistir hasta entonces. Un fuerte golpe en la puerta principal interrumpió sus palabras. Luego otro y otro más. Estaban intentando derribar la entrada. Bloquee las puertas y ventanas”, ordenó el sacerdote. “Yo prepararé lo necesario para el ritual”.
Fernando corrió por la casa arrastrando muebles para bloquear puertas y asegurando contraventanas. Los golpes continuaban. Ahora en diferentes puntos de la casa. Por las rendijas de las ventanas vio más figuras rodeando la hacienda. No eran solo los habitantes de Sincantán. Había rostros que reconocía de San Cristóbal, incluyendo al comisario Velázquez y algunos de sus policías.
Al volver al comedor, encontró al padre Montúfar mezclando agua de una pequeña botella, presumiblemente agua bendita que llevaba consigo, con algunas gotas de su propia sangre en un cuenco de cerámica que había encontrado en la cocina. Necesitamos más sangre”, dijo el sacerdote, y debemos recitar juntos las palabras del ritual. Fernando se arremangó y extendió su brazo.
El sacerdote, con manos temblorosas, hizo una pequeña incisión en su antebrazo con un cuchillo de cocina esterilizado con alcohol. La sangre goteó en el cuenco, mezclándose con el agua y la sangre del sacerdote. “Ahora debemos aprender las palabras”, dijo el padre Montúfar señalando un pasaje del manuscrito escrito en una mezcla de latín itsotsil.
No importa la pronunciación perfecta, sino la intención y el momento exacto, cuando el primer rayo de sol toque el ídolo sumergido. Los golpes en la casa se intensificaron. Se escuchó el sonido de vidrios rompiéndose en alguna habitación distante. Habían conseguido entrar. No hay tiempo, dijo Fernando.
Debemos encontrar un lugar para hacer el ritual donde podamos ver el amanecer y defendernos hasta entonces. La azotea, sugirió el sacerdote. Desde allí veremos salir el sol por las montañas del este. Recogieron rápidamente el cuenco con la mezcla. El ídolo aún envuelto, el manuscrito y las armas que tenían, la pistola de Fernando con las pocas balas restantes y un machete que habían encontrado en la cocina.
Se apresuraron por la escalera hacia la azotea, justo cuando escuchaban pasos arrastrándose por el pasillo principal. La azotea era un espacio abierto utilizado originalmente para secar café. Un pequeño muro de medio metro la rodeaba. ofreciendo una protección mínima. Desde allí podían ver los campos iluminados por la luna y las montañas oscuras contra el cielo estrellado.
El este donde saldría el sol todavía estaba completamente oscuro. “Tres horas”, murmuró Fernando consultando su reloj. “¿Podremos resistir?” La respuesta llegó en forma de sonidos de pasos, subiendo la escalera hacia la azotea. El padre Montúfar colocó cuidadosamente el cuenco en el centro del espacio y sumergió parcialmente el ídolo en la mezcla de agua y sangre, asegurándose de que la primera luz del alba lo iluminaría directamente. Repita después de mí”, dijo, entregando a Fernando una copia apresurada de las
palabras rituales que había transcrito. “No se detenga por nada del mundo cuando comencemos al amanecer.” La puerta de la azotea se abrió de golpe. La figura deformada de Jacinto emergió primero, seguida por el comisario Velázquez y tres habitantes de Sinacantán. Sus cuerpos se habían transformado de maneras grotescas.
Algunos tenían extremidades adicionales, otros mostraban protuberancias óseas que rompían la piel. Sus ojos completamente negros se fijaron en el ídolo sumergido. “El círculo debe completarse”, habló Jacinto, pero la voz no era suya, era la misma voz múltiple que habían escuchado antes. El sacrificio final, un alma que comprende, entregada voluntariamente.
Fernando apuntó su pistola. No se acerquen. Las criaturas avanzaron lentamente, extendiendo sus manos deformadas hacia ellos. Fernando disparó acertando a una en el pecho. La criatura se tambaleó, pero continuó avanzando, el agujero de bala cerrándose visiblemente. Las balas no los detendrán, dijo el sacerdote.
Debemos resistir físicamente hasta el amanecer. Fernando empuñó el machete con su mano libre. Manténgase detrás de mí, padre. Proteja el ritual. Las criaturas atacaron simultáneamente. Fernando logró mantenerlas a raya con una combinación de disparos y golpes de machete, pero eran demasiadas. Una logró pasar su defensa y derribó al padre Montúfar, quien se aferró desesperadamente al manuscrito.
“Fernando!”, gritó el sacerdote mientras la criatura intentaba arrebatarle el documento. Fernando se lanzó sobre la criatura, clavando el machete profundamente en su cuello. Un chorro de líquido negro brotó de la herida empapando a Fernando, que retrocedió tosiendo y frotándose los ojos irritados.
La criatura se desplomó, pero su lugar fue ocupado inmediatamente por otra. La lucha continuó durante lo que pareció una eternidad. Fernando y el padre Montúfar fueron arrinconados contra el muro este de la azotea, defendiendo desesperadamente el cuenco con el ídolo. Estaban exhaustos y heridos. El sacerdote sangraba de un corte profundo en la frente y Fernando apenas podía sostener el machete con su brazo derecho dislocado.
“Mire!”, jadeó el padre Montúfar, señalando hacia el este. Un tenue resplandor comenzaba a iluminar el horizonte. El amanecer se acercaba. Las criaturas parecieron sentir el peligro. Redoblaron sus esfuerzos abalanzándose sobre ellos con furia renovada. Jacinto o lo que quedaba de él se abrió paso entre las demás criaturas. Su cuerpo se había transformado casi por completo.
Ahora medía más de 2 m. Su piel se había vuelto negra y correosa, y su rostro apenas conservaba rasgos humanos. Se acabó el tiempo, dijo con esa voz múltiple y resonante. El círculo se completará ahora. Tú serás nuestro portal, ingeniero. Tú nos liberaste. Tú nos darás forma. Fernando, acorralado y casi sin fuerzas, miró al padre Montúfar.
El sacerdote asintió imperceptiblemente y comenzó a recitar las primeras palabras del ritual, aunque el sol aún no había aparecido. En ese momento, Fernando comprendió lo que debía hacer. De acuerdo dijo bajando el machete. Me entregaré voluntariamente, pero solo a ti, no a ellos. Señaló a las otras criaturas.
Jacinto inclinó su cabeza deformada como considerando la oferta. Finalmente asintió y ordenó a las demás criaturas que retrocedieran. Avanzó solo hacia Fernando, extendiendo sus manos grotescamente alargadas. “Sabia decisión”, dijo la entidad a través de Jacinto. “Serás parte de algo más grande que cualquier ser humano”. Fernando retrocedió lentamente, guiando a Jacinto exactamente hacia donde quería, justo al lado del cuenco con el ídolo. “Ahora Padre!”, gritó repentinamente, lanzándose contra Jacinto y derribándolo sobre el cuenco.
El líquido se derramó empapando tanto a Jacinto como al ídolo, justo en el momento en que el primer rayo del sol aparecía sobre las montañas. El padre Montúfar, entendiendo el plan, comenzó a recitar las palabras rituales a toda velocidad.
Jacinto, la entidad ahulló de dolor, un sonido que no parecía provenir de este mundo. Su cuerpo comenzó a convulsionar violentamente mientras un vapor negro emanaba de cada poro. Fernando se mantuvo sobre él inmovilizándolo con sus últimas fuerzas, mientras el padre Montúfar continuaba la recitación. Las demás criaturas también comenzaron a retorcerse y gritar como si experimentaran el mismo dolor.
Algunas cayeron de rodillas, otras se golpeaban la cabeza contra el suelo o las paredes. El sol ascendió completamente sobre el horizonte, bañando la azotea con luz dorada. El cuerpo de Jacinto se sacudió una última vez y quedó inmóvil. De su boca abierta emergió una nube de vapor negro que se disipó rápidamente en el aire matutino.
El ídolo, aún empapado en la mezcla de agua y sangre, comenzó a agrietarse. Pequeñas fisuras aparecieron en su superficie, extendiéndose como una telaraña. Finalmente, con un sonido como de cristal rompiéndose, la estatuilla se desintegró en fragmentos diminutos. Las criaturas que aún quedaban en pie se desplomaron simultáneamente.
Sus cuerpos comenzaron a cambiar de nuevo, las deformidades retrocediendo gradualmente, sus rasgos volviendo lentamente a formas humanas. Fernando, agotado más allá de lo imaginable, se dejó caer junto al cuerpo de Jacinto. El capataz había recuperado su apariencia normal, pero estaba pálido e inmóvil. ¿Está? Preguntó Fernando.
El padre Montúfar se arrodilló y tomó el pulso de Jacinto. Después de un momento, asintió con expresión sombría. Ha fallecido, pero su alma está libre ahora. Fernando cerró los ojos de su capataz con gesto reverente. Descansa en paz, amigo mío. Alrededor de la hacienda, los demás poseídos comenzaban a despertar, confundidos y desorientados, sin ningún recuerdo de lo ocurrido.
El horror había terminado, pero el costo había sido alto. “Debemos regresar a San Cristóbal”, dijo finalmente Fernando. Hay mucho que explicar y muchas mentiras que inventar para las autoridades. El padre Montúfar asintió recogiendo los fragmentos del ídolo en un pañuelo. Estos deben ser esparcidos en lugares diferentes para que nunca puedan ser reunidos de nuevo.
Y el manuscrito lo quemaremos después de que haya traducido ciertas partes que podrían ser necesarias si algo así vuelve a ocurrir. Fernando miró hacia el sol naciente pensando en todo lo que habían vivido y en cómo su visión del mundo había cambiado para siempre. ¿Cree que hay más cosas como esta, más entidades esperando ser liberadas? El sacerdote guardó silencio un momento antes de responder.
Este mundo es más antiguo y misterioso de lo que la ciencia o la religión han podido comprender. Ingeniero Ortiz, hay grietas en la realidad que es mejor no explorar. Fernando asintió lentamente. El altar de la iglesia de San Cristóbal había sido solo una de esas grietas. Cuántas más habría selladas y olvidadas esperando que alguien las descubriera.
El sol de mediodía caía implacable sobre San Cristóbal de las Casas cuando Fernando Ortiz y el padre Montúfar regresaron a la ciudad. Las calles que esperaban encontrar en caos mostraban una normalidad desconcertante. Vendedores indígenas ofrecían sus mercancías en la plaza. Funcionarios entraban y salían del ayuntamiento, y los niños jugaban en los portales coloniales como cualquier otro día.
Es como si nada hubiera ocurrido”, murmuró Fernando, conduciendo lentamente el jeep maltratado por la calle principal. “Para la mayoría nada ocurrió”, respondió el sacerdote, su rostro mostrando el agotamiento de las últimas 36 horas. Los que fueron poseídos no recuerdan nada y los pocos que murieron serán atribuidos a alguna enfermedad tropical o a la violencia común.
Se detuvieron frente a la comisaría. El comisario Velázquez, quien la noche anterior había sido una de las criaturas que los atacaron en la hacienda, ahora estaba en su escritorio completamente normal, revisando documentos con expresión aburrida. Al verlos entrar, levantó la mirada con ligera sorpresa. Ingeniero Ortiz, padre Montúfar, me alegra verlos. Estábamos preocupados cuando desaparecieron ayer.
Fernando intercambió una mirada con el sacerdote antes de responder. Tuvimos que visitar Sinantán por un asunto urgente, comisario. ¿Ha habido algún incidente durante nuestra ausencia? Velázquez frunció el seño. Incidente, no todo tranquilo, excepto consultó un informe sobre su escritorio. Encontramos el cuerpo de María Siifuentes, una mucama de la esperanza.
Aparentemente un crimen pasional. Su novio ha desaparecido. Fernando sintió un nudo en el estómago. La primera víctima de la entidad. Ahora tenía un asesino ficticio, un hombre inocente que probablemente también había muerto durante los eventos sobrenaturales. ¿Y los seis obreros que desaparecieron del hospital? Preguntó el padre Montúfar.
¿Qué obreros? El comisario parecía genuinamente confundido. Fernando comprendió que no solo los recuerdos de los poseídos habían sido alterados. De alguna manera, la realidad misma parecía haberse ajustado para cubrir lo ocurrido, como si el mundo se resistiera a reconocer lo sobrenatural. “No importa, comisario, un malentendido”, dijo Fernando.
“Venimos a informar sobre un accidente en Sinacantán”. El capataz Jacinto Hernández falleció durante una inspección. sufrió una caída en un barranco. Redactaron un informe ficticio sobre el accidente de Jacinto, omitiendo cualquier referencia a lo sobrenatural. El comisario, que no recordaba haber sido poseído ni haber atacado a Fernando y al padre, aceptó la historia sin cuestionamientos. Al salir de la comisaría, Fernando se sentía enfermo. Esto es todo.
Mentiras y encubrimientos. Así terminan las cosas. El padre Montúfar posó una mano en su hombro. Así es como deben terminar, ingeniero. La verdad destruiría más vidas de las que salvaría. Se dirigieron a la iglesia, donde un grupo de obreros diferentes a los originales continuaba las reformas ordenadas por el gobierno.
Ahora bajo la supervisión directa del padre Montúfar. El altar mayor había sido reparado y una nueva losa de piedra sellaba el hueco donde habían encontrado el cofre. “He bendecido la nueva piedra”, explicó el sacerdote mientras observaban los trabajos. “Y he colocado símbolos de protección que pasarán desapercibidos para ojos no entrenados.
Esta grieta al menos permanecerá sellada.” Fernando asintió distraídamente. Y los fragmentos del ídolo ya me he encargado de algunos. Usted deberá llevarse otros cuando regrese a Ciudad de México. Cuanto más separados estén, menor será el riesgo. Esa noche, Fernando escribió su informe oficial para el Departamento de Obras Públicas en la capital.
documentó meticulosamente las modificaciones arquitectónicas realizadas en la iglesia, las mejoras estructurales y los materiales utilizados. No mencionó el altar hueco, ni el ídolo, ni los horrores vividos. adjuntó fotografías del antes y después que mostraban una transformación perfectamente normal de un edificio colonial en un centro cultural moderno.
Al terminar se quedó mirando las páginas ordenadas y las fotografías inocuas. ¿Cómo podía resumir en un informe burocrático lo que realmente había ocurrido? ¿Cómo explicar que había descubierto un horror ancestral que desafiaba toda comprensión racional? ¿Cómo confesar que su arrogancia científica había costado vidas inocentes? Un golpe suave en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Era el padre Montúfar, que sostenía un pequeño paquete envuelto en tela encerada. Sus fragmentos”, dijo entregándole el paquete, “Tres piezas del ídolo que debe esparcir en lugares distantes. Yo me encargaré de las otras cuatro.” Fernando tomó el paquete con cautela, incluso envueltos y fragmentados, los pedazos de piedra parecían emitir un leve calor desagradable.
“¿Cómo sabremos si realmente lo hemos destruido?”, preguntó. “Si no volverá de alguna forma.” El sacerdote se sentó pesadamente en la única silla disponible. En la penumbra de la habitación, las arrugas de su rostro parecían más profundas y sus ojos reflejaban una sabiduría dolorosa. No lo sabremos con certeza. La entidad existía antes que nosotros y probablemente existirá después.
Lo que hemos hecho es contenerla temporalmente como otros lo hicieron antes. Eso no es muy reconfortante. Padre, no pretendía serlo. La verdad raramente lo es. El sacerdote extrajo de su sotana el fragmento del manuscrito que había conservado. He traducido más partes. Según esto, la entidad fue adorada originalmente por una civilización anterior, incluso a los olmecas.
Los sacrificios humanos no eran solo para alimentarla, sino para impedir que despertara completamente. ¿Qué quiere decir? Lo que vimos, lo que enfrentamos era solo una manifestación parcial. Si hubiera logrado el sacrificio voluntario que buscaba, usted habría adquirido poder suficiente para manifestarse plenamente en nuestro mundo.
Y entonces, entonces el sacerdote bajó la voz como temiendo ser escuchado. Según este texto, el mundo conocido se convertiría en su vientre y todos los seres vivos en su alimento. Fernando sintió un escalofrío. ¿Por qué me eligió a mí? ¿Por qué no tomó a cualquiera de los obreros o a usted? Porque usted fue quien rompió el sello.
Existe una simetría en las cosas antiguas, un equilibrio que debe mantenerse. Usted abrió la puerta. Usted debía ser el portal. Se sumieron en un silencio incómodo, cada uno perdido en sus pensamientos. Finalmente, Fernando preguntó, “¿Qué hará ahora, padre? Permaneceré aquí, vigilaré.
Me aseguraré de que los nuevos sellos se mantengan intactos. El sacerdote sonrió débilmente. Además, debo ocuparme de las almas de quienes perecieron en esta tragedia. Oficiaré misas por Marías y Fuentes, por Jacinto, por todos. Y los habitantes de Sinacantán que atacaron la hacienda. Han regresado a sus vidas normales sin recuerdo alguno, pero he visitado el pueblo esta tarde.
Hay un vacío en sus ojos, como si algo hubiera sido arrancado de sus almas. Fernando pensó en las docenas de personas poseídas, en cómo sus cuerpos habían sido distorsionados, en las atrocidades que habían cometido sin ser conscientes. ¿Podía una persona recuperarse realmente de algo así, incluso sin recordarlo? Y yo, preguntó finalmente, “¿Qué se supone que debo hacer ahora sabiendo lo que sé?” El padre Montúfar lo miró largamente antes de responder: “Vivir, ingeniero Ortiz, vivir con el conocimiento de que hay más cosas entre
el cielo y la tierra de las que sueña nuestra filosofía y quizás cuando sea necesario estar preparado para enfrentar nuevamente lo desconocido.” La mañana siguiente, Fernando abordó el autobús que lo llevaría de regreso a Ciudad de México. El padre Montúfar había acudido a despedirlo.
Una figura solitaria en su sotana negra entre los vendedores ambulantes y los pasajeros apresurados. Recuerde, dijo el sacerdote mientras se estrechaban las manos, los fragmentos deben ser esparcidos en aguas corrientes, no estancadas. preferiblemente en ríos que desemboquen en diferentes océanos. Lo recordaré. Nos volveremos a ver, Padre, Dios mediante, no bajo circunstancias similares.
Mientras el autobús abandonaba San Cristóbal, Fernando observó por la ventanilla como la ciudad colonial iba quedando atrás con sus tejados rojos y sus iglesias blancas. A simple vista era un pueblo pintoresco más, un destino turístico, un proyecto de modernización para el gobierno progresista.
Nadie sospecharía los horrores que habían sucedido allí, ni los antiguos secretos que permanecían sellados bajo piedra consagrada. El viaje a Ciudad de México fue largo y tedioso. Fernando pasó gran parte del trayecto mirando el pequeño paquete que contenía los fragmentos del ídolo, considerando dónde los depositaría. Uno iría al río Panuco, que desembocaba en el Golfo de México.
Otro al río Balsas, que fluía hacia el Pacífico. El tercero, aún no lo había decidido. En su primer día de vuelta en la capital, Fernando entregó su informe oficial al director del departamento de obras públicas, quien lo revisó superficialmente. Excelente trabajo, Ortiz”, dijo el burócrata sin levantar la vista de los papeles.
“La modernización de estos edificios coloniales es crucial para nuestro programa cultural. Su próxima asignación será en Oaxaca, donde hay varias iglesias que no.” El director levantó la mirada sorprendido por la interrupción. Disculpe, dije que no, señor director. Presento mi renuncia efectiva inmediatamente. Fernando colocó un sobre sellado sobre el escritorio. Mis razones están ahí detalladas.
Ortiz, sea razonable. Su carrera en el departamento ha sido ejemplar. Si es cuestión de salario, no es el salario, señor. He decidido tomar otro rumbo profesional. Ese otro rumbo ya estaba tomando forma en la mente de Fernando. Durante el viaje desde Chiapas había reflexionado profundamente sobre su experiencia y sobre las palabras del padre Montúfar.
Estar preparado para enfrentar nuevamente lo desconocido, había dicho el sacerdote. Dos semanas después, Fernando fundó un pequeño despacho privado de investigaciones arqueológicas y antropológicas. especializado en evaluación de riesgos culturales asociados con proyectos de construcción y renovación. Su verdadero propósito, conocido solo por él y por un reducido círculo de corresponsales, incluido el padre Montúfar, era identificar y contener posibles amenazas sobrenaturales antes de que fueran liberadas. Su primer caso llegó sorprendentemente pronto. Una carta del
Instituto Nacional de Antropología e Historia solicitaba su opinión sobre unos extraños petroglifos descubiertos durante excavaciones en Teotihuacán, que parecían representar a un ser con dos rostros. Tres meses después de los eventos de San Cristóbal, Fernando regresó a Chiapas, esta vez por iniciativa propia. Visitó primero al padre Montúfar.
quien le recibió con una mezcla de sorpresa y preocupación. “Problemas en México?”, preguntó el sacerdote mientras compartían un café en la pequeña habitación parroquial. No exactamente, pero he encontrado referencias a otros ídolos similares en diferentes partes del país. Parece que nuestro amigo tenía hermanos. El padre Montúfar palideció. ha informado a las autoridades.
Fernando sonrió amargamente. Y decirles qué exactamente, que hay estatuillas prehispánicas que contienen entidades hambrientas de carne humana. Me encerrarían en un manicomio. Entonces, ¿por qué ha vuelto? Necesito saber más. Los archivos coloniales completos de la región están aquí.
Y también necesito visitar Sinantán nuevamente, hablar con los ancianos. El padre Montúfar lo estudió largamente. Ha cambiado, ingeniero. Hay algo diferente en sus ojos. He visto lo que se esconde detrás de la realidad, padre. Eso cambia a un hombre. Fernando pasó una semana en Chiapas investigando en archivos polvorientos y hablando con ancianos tziles que inicialmente se mostraban reticentes, pero que gradualmente comenzaron a compartir historias transmitidas durante generaciones, historias sobre otros lugares sagrados, otras puertas y otras entidades que sus antepasados habían contenido mediante
sacrificios y rituales complejos. Una tarde, mientras conversaba con don Miguel, un anciano de 90 años en Sinacantán, el hombre le mostró un antiguo libro de corteza que había permanecido oculto en su familia durante siglos. Mi abuelo me dijo que solo debía mostrarlo si regresaba el que tiene dos rostros”, explicó el anciano en Chotsil, que Jacinto le había enseñado a comprender parcialmente.
Cuando sucedió lo de la iglesia, supe que era tiempo, pero tenía miedo. Ahora veo que usted busca conocimiento para proteger, no para despertar. El libro contenía diagramas de siete ídolos diferentes, cada uno representando una entidad distinta, pero relacionada. Según las inscripciones, formaban un círculo de contención alrededor de algo aún más antiguo y terrible que dormía en las profundidades de la tierra.
Los que vinieron antes que nosotros, antes que los mayas incluso, construyeron los sellos. tradujo Fernando con dificultad. Si todos se rompen, el primordial despertará y el mundo de los hombres terminará. Don Miguel asintió solemnemente. Mi pueblo ha protegido uno de esos sellos desde el principio de los tiempos.
Está en la cueva más profunda, más allá de donde ustedes llegaron aquella noche. ¿Puedo verlo? No está allí. Ahora cuando sentimos el despertar del que tiene dos rostros, lo trasladamos a un lugar más seguro. Pero puedo mostrarle esto. El anciano extrajo de entre sus ropas un pequeño objeto envuelto en tela roja. Fernando contuvo la respiración cuando el anciano desenvolvió el objeto temiendo ver otro ídolo.
En cambio, descubrió una pequeña tablilla de jade con inscripciones que parecían cambiar sutilmente cuando las miraba directamente. “Esto es un mapa”, explicó don Miguel. “Muestra la ubicación de los siete sellos. El que ustedes rompieron era el tercero. Dos ya habían sido perturbados antes, uno durante la conquista española cerca de Tenochtitlan, otro durante un terremoto en Oaxaca en 1787. Cuatro permanecen intactos.
Fernando estudió la tablilla memorizando los símbolos y ubicaciones. ¿Por qué me muestra esto? Los ojos cansados del anciano reflejaron una sabiduría ancestral. Porque los guardianes tradicionales estamos desapareciendo. Los jóvenes ya no creen, ya no escuchan. Necesitamos nuevos guardianes que entiendan tanto el mundo antiguo como el nuevo.
Esa noche, en su habitación de hotel, Fernando transcribió cuidadosamente toda la información recibida. estaba creando su propio manuscrito, un registro para futuros investigadores y guardianes. Incluía no solo datos sobre el Tlacatecolotl Xiptla y sus hermanos, sino también métodos de contención, signos de alerta y, lo más importante, los errores que no debían repetirse.
“Mi arrogancia casi desató un horror inimaginable”, escribió en la introducción. Este documento existe para que otros no cometan los mismos errores. Hay grietas en la realidad que nunca deben ser exploradas, sellos que nunca deben romperse. Mientras escribía, recordó las palabras finales de Jacinto, la entidad en la azotea de la hacienda. El círculo debe completarse.
En aquel momento había asumido que se refería al ritual de posesión, pero ahora entendía que tenía un significado más amplio. Los siete ídolos formaban un círculo de contención y si todos se rompían, algo mucho peor emergería. Dos días antes de su partida programada de Chiapas, Fernando experimentó algo perturbador.
Se despertó en medio de la noche, empapado en sudor frío, con la sensación de que alguien había susurrado en su oído mientras dormía. Al encender la lámpara de su mesita de noche, descubrió con horror que había estado escribiendo en su cuaderno mientras dormía. La caligrafía no era suya y el texto estaba en una mezcla de idiomas.
fragmentos en español antiguo, Nawatel, y otros que no podía identificar. Los pocos fragmentos que logró descifrar hablaban de la verdadera liberación, el despertar final y el festín que se aproxima. con manos temblorosas arrancó la página y la quemó inmediatamente en el lavabo del baño, observando como las cenizas negras se arremolinaban antes de desaparecer por el desagüe.
Era posible que la influencia de la entidad persistiera de alguna manera o quizás su contacto con los fragmentos del ídolo lo había marcado permanentemente. Fernando decidió visitar al padre Montúfar una última vez antes de regresar a Ciudad de México. El sacerdote lo recibió en la Iglesia renovada, que ahora funcionaba como centro cultural durante el día, pero mantenía sus servicios religiosos en horarios restringidos.
“He estado teniendo episodios”, confesó Fernando después de describir el incidente de la escritura automática. El sacerdote lo estudió con preocupación. La entidad fue contenida, pero su influencia puede persistir como ecos, especialmente en quienes estuvieron expuestos directamente. Estoy poseído. La idea le provocó un escalofrío.
No, si lo estuviera, no estaríamos teniendo esta conversación. Pero la entidad dejó una marca en usted, como la dejó en mí. El padre Montúfar se levantó la manga revelando una extraña marca oscura en su antebrazo como un tatuaje que representaba el mismo símbolo de doble rostro del ídolo. Apareció tres semanas después de nuestro encuentro con la entidad.
Fernando, con un nudo en el estómago, se levantó la manga de su propia camisa. En su antebrazo izquierdo, justo donde se había cortado para obtener sangre para el ritual, había aparecido una marca idéntica. ¿Qué significa esto? Que estamos conectados con lo que enfrentamos, que parte de nosotros siempre permanecerá en contacto con esa realidad alternativa. El sacerdote suspiró.
Los antiguos textos hablan de los marcados, personas que sobrevivieron al contacto con estas entidades y desarrollaron una sensibilidad especial hacia lo sobrenatural. Una sensibilidad como un sexto sentido, más bien como una maldición. Seremos atraídos hacia otros focos de actividad sobrenatural. Tendremos sueños premonitorios. Sentiremos cuando los sellos se debiliten.
Fernando pensó en los sueños perturbadores que había estado teniendo, en cómo había sentido una inexplicable compulsión de investigar los petroglifos en Teotihuacán, en la facilidad con que había encontrado referencias a otros ídolos similares. No es coincidencia que me haya convertido en un investigador de lo oculto, ¿verdad? Estoy siguiendo el llamado de esta marca.
La marca no controla su voluntad, ingeniero, solo lo hace más receptivo. Lo que haga con esa receptividad depende enteramente de usted. Al día siguiente, mientras empacaba para su regreso a Ciudad de México, Fernando recibió un telegrama urgente de su socio en el despacho de investigaciones. Descubierta cámara sellada bajo catedral metropolitana. Stop. Objetos similares a sus descripciones. Stop.
Autoridades planean abrir mañana. Stop. Venga inmediatamente. Stop. Fernando sintió como la marca en su brazo pulsaba dolorosamente. Otro sello estaba en peligro. No había tiempo que perder. Mientras esperaba el autobús, que lo llevaría a la capital, contempló las montañas de Chiapas que se teñían con los colores del atardecer.
En algún lugar, entre esas elevaciones, estaban las cuevas, donde los antiguos habían contenido horrores inimaginables, donde culturas enteras habían sacrificado vidas para mantener selladas las grietas de la realidad. El trabajo que había comenzado en San Cristóbal apenas era el principio.
Él había a otros sellos que proteger, otras entidades que mantener dormidas y ahora él era parte de una tradición ancestral de guardianes. Fernando tocó instintivamente el bolsillo interior de su chaqueta, donde guardaba su nueva libreta de anotaciones. En la primera página había escrito un título simple pero ominoso. Registro de los sellos rotos.
Volumen Primu, San Cristóbal de las Casas, 1937. Sabía, con una certeza, que trascendía la lógica, que habría más volúmenes por escribir. La marca en su brazo se lo aseguraba. El autobús llegó levantando una nube de polvo rojizo. Fernando subió, encontró su asiento y miró por última vez hacia las montañas de Chiapas.
Por un instante creyó ver una figura familiar en la distancia, observándolo. Jacinto Hernández, su fiel capataz, de pie en una colina cercana. Pero cuando parpadeó, la figura había desaparecido. Solo quedaba el paisaje imponente y eterno de Chiapas, guardián de secretos más antiguos que la humanidad misma.
Mientras el autobús se alejaba de San Cristóbal, Fernando abrió su libreta y comenzó a escribir nuevas notas sobre la cámara sellada bajo la catedral metropolitana. El círculo de su trabajo apenas comenzaba y los horrores que había presenciado cuando los obreros rompieron el altar en Chiapas eran solo el preludio de una batalla mucho mayor contra fuerzas que la mayoría de las personas, afortunadamente nunca llegarían a conocer.
Y así, con cada kilómetro que lo alejaba de San Cristóbal, Fernando Ortiz se adentraba más profundamente en su nuevo destino como guardián de los sellos, un destino marcado en su carne con el símbolo del horror que había enfrentado, del abismo que había contemplado y de la responsabilidad que ahora cargaba.
asegurarse de que algunos secretos permanecieran enterrados para siempre, porque había aprendido de la manera más dura posible que algunas puertas nunca debieron ser abiertas, que algunos altares nunca debieron ser rotos y que algunos horrores, una vez desatados, dejan marcas que nunca desaparecen completamente y así concluye nuestra historia de terror.
¿Qué sensación les ha dejado este relato sobre Fernando y los horrores ancestrales que desató? Me encantaría que compartieran en los comentarios qué parte les erizó la piel y desde qué rincón de Latinoamérica o el mundo nos están acompañando esta noche. Si conocen a alguien que disfruta de historias donde lo cotidiano se convierte en pesadilla, o a ese amigo que siempre ha sentido fascinación por los misterios prehispánicos, no duden en compartirles esta historia.
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