Cuando los pintores rasparon la pared en Zacatecas, aparecieron retratos hechos con piel humana. El sol de 1950 caía implacable sobre las calles empedradas de Zacatecas. Manuel Ibarra se secó el sudor de la frente mientras contemplaba la imponente casona colonial frente a él. tres pisos de cantera rosa y balcones de hierro forjado que habían sido testigos de la revolución y ahora languidecían bajo el peso de décadas de abandono.

 

 

 Como maestro pintor de 45 años había restaurado docenas de edificios históricos, pero algo en esta propiedad le provocaba un inexplicable desasosiego. ¿Está seguro que quiere comprarla, don Ernesto?, preguntó Manuel ajustándose el sombrero para protegerse del sol inclemente.

 Don Ernesto Robles, una caudalado comerciante recién llegado de Ciudad de México, sonrió con satisfacción. Los diamantes de su anillo de oro brillaron cuando señaló hacia la fachada. Es una inversión, Manuel. La compré por una fracción de su valor. Dicen que perteneció a un médico durante el porfiriato. Luego quedó abandonada tras la revolución. Con tu ayuda recuperará su esplendor.

 Manuel asintió con profesionalismo, aunque la inquietud persistía. En un pueblo como Zacatecas, las historias corrían como agua entre las piedras. Había escuchado rumores sobre esa casa, aunque nunca nada concreto. Al entrar, el olor a humedad y encierro los recibió como una bofetada. Los rayos de luz que se filtraban por las ventanas cubiertas de polvo revelaban muebles antiguos cubiertos con sábanas amarillentas y paredes desconchadas.

 Necesitaremos un equipo de al menos cinco hombres”, explicó Manuel mientras recorrían las habitaciones. “Habrá que revisar la estructura, reparar el techo, restaurar los murales originales donde sea posible.” Don Ernesto lo interrumpió. “Lo que sea necesario. Quiero que esté lista en tres meses para traer a mi familia.

” Al llegar al estudio de la planta alta, Manuel notó algo peculiar. A diferencia del resto de la casa, esta habitación tenía las paredes completamente encaladas, como si alguien hubiera querido borrar lo que había debajo. Qué extraño! Murmuró acercándose para examinar la pared. Parece que alguien cubrió estas paredes con varias capas de cal.

 Don Ernesto se encogió de hombros. Seguramente querían ocultar la humedad. ¿Podrás restaurar lo que haya debajo? Manuel pasó los dedos por la superficie rugosa. Por un instante le pareció sentir un leve pulso, como si la pared estuviera viva. Retiró la mano turbado. Lo intentaremos, respondió disimulando su inquietud.

 Pero primero habría que ver qué hay debajo. Esa noche, al regresar a su modesta casa, donde lo esperaba su esposa Concepción, Manuel no podía quitarse de la mente aquella extraña sensación. Durante la cena, su esposa notó su preocupación. ¿Qué te pasa, Manuel? ¿Estás distraído? Él suspiró sirviéndose más café.

 Es la casa nueva que vamos a restaurar. Hay algo, no sé explicarlo. Concepción, que conocía las supersticiones de los zacatecanos, sonrió con ternura. Son solo paredes viejas, mi amor. Tú mejor que nadie sabes que las casas guardan historias, pero no fantasmas. Manuel asintió, pero no quedó convencido. En sus 30 años como pintor y restaurador, había aprendido a confiar en sus presentimientos.

“Mañana empezaremos con el trabajo”, dijo. Finalmente. “Ya veremos qué secretos guarda esa vieja cazona.” Lo que Manuel no sabía era que al raspar aquellas paredes despertaría horrores que Zacatecas había intentado sepultar bajo capas de olvido y cal. El amanecer del lunes trajo consigo el inicio de los trabajos en la Casona.

 Manuel llegó con cuatro de sus mejores hombres. Javier, su ayudante de confianza, los hermanos Rodrigo y Pablo, y el joven Tomás, apenas un aprendiz de 19 años con manos hábiles y ojos atentos. Empezaremos por el estudio”, indicó Manuel después de distribuir las herramientas. “Don Ernesto quiere saber qué hay debajo de esas capas de cal.

 La habitación, bañada por la luz matutina parecía menos intimidante que el día anterior. Aún así, Manuel no podía sacudirse aquella sensación de inquietud. Mientras los hombres preparaban los raspadores y cubetas, observó detenidamente las paredes. “Javier, ayúdame a hacer una prueba aquí”, dijo señalando un punto cercano a la ventana.

 Con cuidado, ambos comenzaron a humedecer y raspar una pequeña sección. La cal se desprendía en capas, revelando fragmentos de colores oscuros debajo. “Parece que hay pinturas”, murmuró Javier entusiasmado. “¿Serán murales de la época?”, Manuel asintió, aunque algo en aquellos colores le resultaba extraño, demasiado orgánicos. Continuaron trabajando metódicamente durante horas.

 El calor aumentaba a medida que el sol subía y el polvo de cal flotaba en el aire como fantasmas diminutos. Fue Tomás quien hizo el primer descubrimiento significativo. Don Manuel, venga a ver esto. En la pared este el joven había descubierto lo que parecía ser parte de un retrato. Un ojo de mirada penetrante surgía entre las capas de Cal, tan realista que parecía observarlos. Es impresionante”, comentó Pablo acercándose.

 “Parece que te sigue con la mirada.” Manuel examinó el fragmento con atención profesional, pero su inquietud crecía. La textura era extraña, diferente a cualquier pintura que hubiera visto antes. La superficie tenía un aspecto casi texturado como piel curtida. Sigamos trabajando”, ordenó disimulando su desconcierto.

“Quiero ver qué más encontramos antes del mediodía.” A medida que las horas avanzaban y más secciones de la pared quedaban al descubierto, el ambiente en la habitación se volvió opresivo. Nadie hablaba, solo se escuchaba el sonido de los raspadores contra la pared y las respiraciones cada vez más agitadas.

Hacia el mediodía, cuando la luz iluminaba directamente la pared principal, quedó al descubierto un retrato completo. Un hombre de mediana edad. vestido con traje de época porfiriana, con una expresión solemne y ojos que parecían seguir cada movimiento en la habitación.

 “Debe ser el médico que mencionó don Ernesto”, comentó Rodrigo limpiándose el sudor. El antiguo propietario, pero Manuel no escuchaba. Se había acercado tanto al retrato que casi podía tocarlo con la nariz. la textura, esos pliegues, esa coloración ligeramente amarillenta. “Esto no es pintura”, murmuró con un hilo de voz. “¿Qué dice, don Manuel?”, preguntó Javier.

 Manuel se giró hacia sus hombres con el rostro pálido como la cal que acababan de remover. “Esto no está pintado, es piel, piel humana curtida y estirada sobre la pared. Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Nadie se atrevía a mirar de nuevo el retrato que ahora parecía sonreír sutilmente desde la pared. “Imposible”, susurró finalmente Tomás.

 Eso sería una monstruosidad, completó Manuel. En ese momento, una corriente de aire helado recorrió la habitación a pesar del calor sofocante de mediodía. Las herramientas metálicas tintinearon levemente contra el suelo, como si algo hubiera hecho vibrar el edificio entero. “Deberíamos avisar a las autoridades”, sugirió Javier visiblemente alterado.

 Manuel asintió lentamente, sin apartar los ojos del retrato. “Primero informaré a don Ernesto. Mientras tanto, nadie toca nada más y nadie comenta esto fuera de estas paredes. ¿Entendido? Todos asintieron demasiado conmocionados para hablar. Mientras salían de la habitación, Manuel no pudo evitar sentir que el retrato seguía observándolos como si el hombre plasmado en la piel aún estuviera de algún modo vivo y consciente.

 La noticia del macabro hallazgo dejó a don Ernesto visiblemente perturbado. A diferencia de la reacción esperada, no mostró horror, sino una extraña fascinación. ¿Estás seguro que es piel humana, Manuel?”, preguntó inclinándose para examinar el retrato, sus dedos a milímetros de la superficie amarillenta.

 “No lo toque”, advirtió Manuel apartando la mano del comerciante. “Estoy casi seguro. En mis años trabajando en edificios antiguos, he visto suficientes materiales para reconocer la diferencia.” Don Ernesto retrocedió, pero sus ojos brillaban con un interés que Manuel encontró perturbador. “Debemos contactar al delegado municipal”, insistió Manuel. “Esto podría ser evidencia de un crimen.

 Un crimen de hace más de 50 años”, replicó don Ernesto. “Pero sí, tienes razón. Informaremos a las autoridades mañana. Hoy quisiera que continuaras explorando el resto de la habitación. Si hay un retrato, podrían haber más. Manuel dudó. Su instinto le decía que abandonara ese lugar inmediatamente, pero la autoridad de don Ernesto como propietario y su propio sentido de responsabilidad lo mantuvieron allí. Los hombres están asustados, advirtió.

 No puedo obligarlos a seguir trabajando aquí. Dobblales el jornal, respondió don Ernesto con simpleza. El dinero suele silenciar los miedos. A regañadientes, Manuel transmitió la oferta a su cuadrilla. Solo Javier y Tomás aceptaron quedarse.

 Los hermanos Rodrigo y Pablo se marcharon, santiguándose al cruzar el umbral. Esa tarde, mientras continuaban desprendiendo la cal de las paredes con extremo cuidado, Tomás hizo otro descubrimiento detrás de un armario pesado. Don Manuel, hay una especie de compartimento aquí. Efectivamente, removiendo el mueble, revelaron una pequeña puerta disimulada en la pared.

 Al abrirla, encontraron un hueco donde descansaba un libro de cuero desgastado. Es un diario, murmuró Manuel tomándolo con cuidado. Las páginas amarillentas crujían al pasar, revelando una caligrafía meticulosa y diagramas anatómicos detallados. Don Ernesto, que había salido momentáneamente, regresó para encontrar los absortos en la lectura.

 ¿Qué han encontrado? Manuel le mostró el diario. Pertenecía al Dr. Sebastián Montúfar, el médico que vivió aquí. Según estas fechas, escribió esto entre 1895 y 1910. A medida que ojeaban el diario, el horror de lo sucedido en aquella casa comenzó a revelarse. El Dr. Montufar, formado en Europa durante la época de los primeros estudios sobre la conservación de tejidos humanos, había desarrollado una obsesión con la preservación de la belleza humana.

 Sus primeros experimentos comenzaron con cadáveres no reclamados del hospital municipal, pero pronto sus ambiciones crecieron. Escuchen esto, dijo Manuel leyendo un pasaje. La piel humana debidamente tratada constituye el lienzo perfecto. Los pigmentos se adhieren de manera única, permitiendo una luminosidad que ningún otro material podría igualar.

 Mi colección crece. Anoche adquirí un espécimen particularmente adecuado para mi representación de Santa Cecilia. Tomás se santiguó murmurando una oración. Javier había palidecido. Don Ernesto, sin embargo, escuchaba con interés casi científico. El hombre era un monstruo, concluyó Manuel cerrando el diario.

 Y estas paredes están decoradas con sus víctimas. A medida que la luz del día menguaba, la habitación parecía encogerse. Las sombras proyectadas por las lámparas de aceite daban vida a los retratos parcialmente descubiertos. Manuel habría jurado que los ojos del retrato principal parpadeaban ocasionalmente.

Es suficiente por hoy declaró recogiendo sus herramientas. Mañana temprano iré personalmente a hablar con el delegado. Don Ernesto asintió distraídamente, sin apartar la mirada del diario. Déjame esto. Quiero examinarlo con más detalle. Manuel dudó, pero finalmente se dio.

 Al salir de la casona, una brisa fría y antinatural los envolvió. A pesar del calor que aún emanaba de las piedras calentadas durante el día. Javier y Tomás se marcharon rápidamente, pero Manuel se detuvo un momento, mirando hacia el estudio del tercer piso. Le pareció ver una silueta en la ventana observándolo. No era don Ernesto, sino la figura del retrato, ahora de pie, como si hubiera cobrado vida.

 Manuel sacudió la cabeza, atribuyéndolo al cansancio y la tensión. Sin embargo, mientras caminaba hacia su casa por las calles empedradas, no podía sacudirse la sensación de ser observado por ojos que habían sido arrancados de sus dueños hace más de medio siglo. Esa noche, Manuel apenas pudo conciliar el sueño.

Las imágenes de los retratos se mezclaban en sus pesadillas con los pasajes del diario del doctor Montúfar. soñó con pieles humanas siendo arrancadas, curtidas y estiradas sobre bastidores, mientras las víctimas, aún conscientes, gritaban en silencio. “¿Qué te ocurre?”, preguntó Concepción, despertándolo cuando lo encontró sentado en la cama, empapado en sudor frío. Manuel dudó.

 No quería alarmarla, pero necesitaba compartir el peso de lo que había descubierto en la casa. Encontramos algo terrible con Chita. Con voz temblorosa le narró los detalles del macabro hallazgo. Concepción escuchó en silencio su rostro transitando del escepticismo al horror. Virgen Santa, murmuró finalmente, persignándose.

 Debes informar a las autoridades inmediatamente. Lo haré a primera hora, prometió Manuel. Don Ernesto insistió en esperar hasta mañana. Concepción frunció el ceño. ¿Por qué querría retrasar algo así? No me gusta ese hombre, Manuel. Es solo un coleccionista excéntrico respondió Manuel, aunque sin convicción. probablemente esté fascinado por el valor histórico del descubrimiento.

 A pesar de sus palabras tranquilizadoras, ambos sabían que algo no encajaba en la actitud de don Ernesto. Al amanecer, Manuel se dirigió directamente a la oficina del delegado municipal, pero al llegar encontró que el funcionario había salido hacia Ciudad de México por asuntos urgentes.

 frustrado, decidió hablar con el párroco, el padre Jiménez, quien escuchó su relato con creciente preocupación. “Esa casa siempre ha estado envuelta en rumores”, comentó el sacerdote acariciando su barba entre cana. Durante años circularon historias sobre desapariciones, aunque nunca hubo pruebas suficientes contra el doctor. “¿Qué sucedió con él?”, preguntó Manuel.

Desapareció durante la revolución. Algunos dicen que fue ejecutado por los zapatistas cuando tomaron la ciudad, otros que escapó a Europa. Nadie lo sabe con certeza. El padre Jiménez prometió contactar al obispado y a las autoridades estatales, dado que el delegado municipal no estaba disponible. Mientras tanto, Manuel, te aconsejo que no regreses a esa casa.

 Hay lugares donde el mal persiste mucho después de que sus perpetradores se han ido. Manuel asintió, pero sabía que tenía que volver. Su responsabilidad con sus trabajadores y su compromiso profesional lo obligaban. Además, necesitaba asegurarse que don Ernesto entregara el diario como evidencia.

 Al regresar a la casona encontró la puerta principal entreabierta. llamó varias veces sin obtener respuesta. Don Ernesto, Javier, Tomás, solo el eco de su voz rebotando en las paredes desnudas le contestó. Subió lentamente las escaleras, notando que las pisadas en el polvo indicaban que alguien había estado moviéndose frenéticamente por toda la casa durante la noche.

 Al llegar al estudio, la puerta estaba abierta. Lo que vio lo dejó paralizado. Las paredes habían sido completamente despejadas de cal, revelando una galería completa de retratos hechos con piel humana. Hombres, mujeres e incluso algunos rostros infantiles conformaban un macabro mural que cubría cada centímetro disponible. En el centro de la habitación, el diario del Dr.

 Montúfar yacía abierto sobre una mesa con varias páginas arrancadas. Del comerciante y de sus trabajadores no había señal alguna. Javier llamó con voz temblorosa. Tomás, un gemido débil proveniente de un rincón le hizo volverse. Allí, semioculto tras unos escombros, encontró a Tomás.

 El joven aprendiz tenía la mirada perdida y temblaba. incontrolablemente. Tomás, muchacho, ¿qué pasó aquí? ¿Dónde están los demás? El joven tardó en responder como si tuviera dificultad para formar palabras coherentes. Se los llevó, murmuró finalmente. Las paredes se los llevaron. ¿Qué estás diciendo? ¿Quién se los llevó? Él.

 Tomás señaló temblorosamente hacia el retrato principal, el del doctor. Don Ernesto pasó toda la noche leyendo el diario y raspando las paredes. Decía que había encontrado la fórmula, el secreto del doctor. Javier y yo vinimos temprano y lo encontramos hablando con ellos. ¿Con quién? Con los retratos. Y ellos le respondían.

 Manuel sintió que la sangre se le helaba en las venas. Miró hacia el retrato principal y por un instante le pareció que los ojos del doctor parpadeaban. “¿Dónde está don Ernesto ahora?”, preguntó sin apartar la mirada del retrato. “No lo sé. Estaba mezclando algo con la sangre de un animal, un gato callejero que atrapó.

 Javier intentó detenerlo y entonces Tomás comenzó a llorar. La pared, el retrato. Sus manos salieron de la pared y tomaron a Javier. Lo último que vi fue su rostro siendo absorbido por la pintura. Manuel sabía que debía sacar a Tomás de allí inmediatamente, pero una parte de él no podía creer lo que escuchaba. tenía que ser algún tipo de alucinación, quizás causada por los vapores de los productos químicos que habrían usado para limpiar las paredes.

 “Vamos, te llevaré al médico”, dijo, ayudando al joven a levantarse. Pero cuando intentaron salir, la puerta del estudio se cerró violentamente, las lámparas parpadearon y por un instante Manuel creyó ver movimiento en todos los retratos de la pared, como si sus ocupantes cambiaran ligeramente de posición. “No debimos despertarlos”, susurró Tomás.

 El doctor dijo en su diario que estaban dormidos, pero que podían volver si alguien conocía la fórmula para avivarlos. De pronto, un olor metálico invadió la habitación. Manuel reconoció el inconfundible aroma de la sangre fresca y entonces el retrato principal sonrió. El retrato del doctor.

 Montúfar no solo sonreía, sus labios se movían como si estuviera susurrando palabras inaudibles. Manuel, paralizado por el terror, observaba como la pintura parecía cobrar vida. las texturas de la piel curtida ondulándose como si respirara. “¿Lo ve ahora?”, gimió Tomás aferrándose al brazo de Manuel. “Están despiertos.

” En ese momento, la puerta del estudio se abrió lentamente. Manuel esperaba ver a Javier o a don Ernesto, pero en su lugar apareció un hombre delgado, de rostro afilado, vestido con un traje anticuado de principios de siglo, su parecido con el retrato principal. Era innegable. Drctor Montúfar, susurró Manuel sintiendo que las piernas le fallaban.

El hombre sonrió mostrando dientes amarillentos y perfectamente alineados. Su piel tenía un aspecto ceroso, como la de un cadáver recientemente embalsamado. “El Sr. Robles resultó ser un alumno excepcional”, dijo el recién llegado con una voz sorprendentemente suave y melodiosa.

 Comprendió mis escritos con una rapidez asombrosa. Lástima que su entusiasmo superara su prudencia. Manuel instintivamente empujó a Tomás detrás de él, buscando protegerlo. “Usted no es real. afirmó intentando convencerse a sí mismo. El Dr. Montúfar murió hace décadas.

 La figura avanzó con movimientos fluidos que parecían desafiar las leyes naturales como si sus articulaciones funcionaran de manera diferente. La muerte es meramente un estado transitorio, señor Ibarra. Mi trabajo consistió precisamente en explorar sus fronteras. Hizo un gesto amplio hacia los retratos. Cada uno de ellos es un experimento, un paso en mi búsqueda de la inmortalidad. ¿Dónde está don Ernesto? Exigió Saber Manuel retrocediendo lentamente hacia la ventana, arrastrando consigo a Tomás.

 Está completando su transformación, respondió el doctor, señalando hacia uno de los retratos incompletos en la pared norte. Con horror, Manuel distinguió el rostro de don Ernesto emergiendo lentamente de la pared, su expresión congelada en un grito silencioso, mientras su cuerpo parecía fundirse con el mural.

 “¿Qué le ha hecho?”, preguntó Manuel. Su voz apenas un susurro. “Yo no le he hecho nada. Él mismo lo eligió cuando activó el ritual. debería sentirse privilegiado. Ahora formará parte de mi colección permanente. Manuel divisó el diario sobre la mesa. Si contenía la fórmula que había permitido todo esto, también podría contener la manera de detenerlo.

Su diario, ¿cómo logró hacer todo esto? El doctor sonríó complacido por el aparente interés profesional. La combinación precisa de químicos conservantes, extractos de plantas nativas que los mexicas ya conocían y un componente vital, la esencia de vida, señaló hacia una mancha oscura en el suelo, sangre fresca ofrecida voluntariamente o tomada por la fuerza.

 Mientras hablaba, Manuel notó que los otros retratos comenzaban a moverse sutilmente. Ojos que parpadeaban, labios que temblaban, dedos que se crispaban como intentando liberarse de la pared. Cada retrato contiene no solo la piel de mis sujetos, sino sus almas, continuó el doctor, atrapadas en el momento de la transformación, preservadas para siempre en el umbral entre la vida y la muerte.

 Manuel vio su oportunidad cuando el doctor se acercó al retrato de don Ernesto para inspeccionarlo. En un movimiento rápido, empujó a Tomás hacia la puerta. “¡Corre!”, gritó, “busca al padre Jiménez!”. El joven no necesitó que se lo dijeran dos veces. salió disparado mientras Manuel agarraba el diario y lo lanzaba por la ventana abierta hacia la calle empedrada tres pisos más abajo.

 El doctor se volvió, su rostro transformándose en una máscara de furia inhumana. Insensato rugió, su voz ahora metálica y distorsionada. Sin el diario completo quedarán atrapados para siempre. Manuel no entendía a qué se refería, pero sabía que había logrado enfurecer al doctor, lo cual significaba que el diario era crucial. ¿Quiénes quedarán atrapados?, preguntó ganando tiempo mientras buscaba una vía de escape. El doctor señaló los retratos.

Ellos, mis sujetos, sin la fórmula completa, no pueden completar su transformación, ni regresar a su estado original. Quedarán suspendidos eternamente en el umbral. Varios de los retratos emitieron gemidos lastimeros como si comprendieran su destino. Manuel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Eran personas inocentes dijo. Las asesinó para sus experimentos.

 Les ofrecí inmortalidad”, replicó el doctor acercándose lentamente. Algunos vinieron voluntariamente, otros, “Bueno, la ciencia requiere sacrificios.” Manuel retrocedió hasta quedar contra la pared. Sintió algo húmedo y cálido tocando su nuca.

 Al girarse levemente, vio con horror que una mano emergía parcialmente de uno de los retratos, sus dedos moviéndose lentamente como buscando aferrarse a algo sólido. “Usted también tiene talento artístico, señor Ibarra”, continuó el doctor, ahora a escasos metros. Su técnica para restaurar edificios históricos es conocida en toda la región. Podríamos colaborar, imagínese, retratos vivientes que duran siglos, preservando la belleza humana más allá de la inevitable decadencia.

 Por un instante, Manuel sintió una tentación perturbadora. La idea de crear arte que literalmente viviera, que desafiara la muerte misma, sacudió la cabeza despejando tales pensamientos. Usted es un monstruo, no un artista, declaró con firmeza. El doctor suspiró como decepcionado por la falta de visión de Manuel.

 En ese caso, me temo que deberá unirse a mi colección. No puedo permitir que interfiera con mi regreso. De repente, Manuel sintió que la pared detrás de él se volvía cálida y extrañamente blanda. Antes de que pudiera apartarse, dos manos surgieron de la superficie, agarrándolo por los hombros y comenzando a arrastrarlo hacia el interior de la pared.

 Manuel gritó luchando por liberarse. La sensación era como hundirse en arena movediza, pero tibia y pulsante como carne viva. “El proceso es menos doloroso si no resiste”, comentó el doctor con tono clínico. Sus expresiones faciales quedarán preservadas con mayor fidelidad si mantiene la calma. Mientras la pared lo engullía lentamente, Manuel pensó en Concepción, en sus hijos ya adultos, en sus nietos.

 Pensó en el sol de Zacatecas, en las calles empedradas que tanto amaba. No moriré aquí”, murmuró reuniendo fuerzas para un último esfuerzo. Con un movimiento desesperado, logró liberar uno de sus brazos y agarrar una lámpara de aceite que colgaba cerca. la arrojó contra los retratos, derramando el combustible inflamable sobre la pared. Las llamas se propagaron instantáneamente.

Los retratos comenzaron a retorcerse y aullar con voces inhumanas, mientras el fuego consumía la piel curtida que los componía. No. Rugió el doctor lanzándose hacia Manuel. Están sufriendo. Pero era demasiado tarde. El fuego se extendía rápidamente, alimentado por los químicos que impregnaban las paredes.

 Manuel sintió que el agarre en sus hombros se debilitaba a medida que las llamas alcanzaban el retrato que intentaba absorberlo. Con un último tirón logró liberarse y correr hacia la puerta mientras el estudio se convertía en un infierno ardiente. Las paredes parecían sangrar a medida que el fuego las consumía, y los gritos que emanaban de los retratos perseguirían a Manuel en sus pesadillas por el resto de su vida.

Manuel bajaba las escaleras a trompicones mientras las llamas devoraban el piso superior. Tras él, los aullidos sobrenaturales que emanaban del estudio parecían amplificarse como si docenas de almas atrapadas gritaran al unísono. El humo comenzaba a inundar los pasillos, denso y con un olor nauseabundo que recordaba a carne quemada. Al llegar al segundo piso, Manuel se detuvo en seco.

 En medio del pasillo, bloqueando su escape, estaba la figura de Javier, pero no era el Javier que conocía. Su cuerpo parecía estar a medio camino entre la carne y la pintura, con partes de su rostro planas y texturizadas como el lienzo de un cuadro, mientras otras permanecían tridimensionales. “Ayúdame, patrón”, suplicó Javier con una voz que sonaba distante, como si proviniera de un lugar muy lejano. “Me está absorbiendo la casa.

” Manuel quiso acercarse, pero algo en la mirada vidriosa de su ayudante lo detuvo. Los ojos de Javier parpadeaban intermitentemente, alternando entre su aspecto normal y una pintura bidimensional. “Javier, tenemos que salir”, dijo Manuel extendiendo una mano temblorosa. “La casa está ardiendo.

” Una sonrisa antinatural se dibujó en el rostro de Javier, estirándose más allá de lo humanamente posible. El maestro dice que no puedes irte”, respondió. Su voz ahora completamente cambiada, mezclada con otra más profunda y antigua. “Nadie que conozca nuestro secreto puede abandonar estas paredes.” De repente, los brazos de Javier se estiraron de manera imposible, como si fueran de goma, intentando atrapar a Manuel.

 Este retrocedió chocando contra la pared que ahora sentía cálida y pulsante como un organismo vivo. Javier, reacciona. No eres tú mismo. Pero su ayudante avanzaba implacable. Sus movimientos erráticos, como los de una marioneta mal manipulada. Detrás de él, Manuel podía ver como las paredes del pasillo comenzaban a ondularse, mostrando rostros que emergían y se sumergían en la superficie. como náufragos en un mar de pintura.

 Con una decisión desesperada, Manuel tomó una silla cercana y la arrojó contra una de las ventanas. El cristal estalló, dejando entrar una ráfaga de aire fresco que avivó las llamas que ya descendían por la escalera. “Lo siento Javier”, murmuró antes de envestir a su transformado ayudante con todas sus fuerzas. Ambos hombres rodaron por el suelo.

 Manuel sintió que la piel de Javier tenía una textura extraña como lienzo pintado al óleo. Con un último esfuerzo, empujó a su ayudante lejos de él y corrió hacia la ventana rota. El segundo piso estaba a una altura considerable, pero debajo había un pequeño tejado que podría amortiguar su caída. Sin pensarlo dos veces, Manuel saltó.

 El impacto contra las tejas fue doloroso. Sintió que algo se quebraba en su interior, probablemente una costilla, pero logró aferrarse al borde para evitar caer al vacío. Jadeando, se arrastró hasta alcanzar un balcón cercano y desde allí descendió por una enredadera hasta la calle. Ya en el empedrado, Manuel miró hacia arriba. La casona ardía con fuerza, las llamas saliendo por las ventanas del tercer piso.

 En una de ellas creyó distinguir la silueta del doctor Montúfar, inmóvil, observándolo fijamente mientras el fuego consumía su figura. Varios vecinos habían salido de sus casas alarmados por el incendio. Algunos habían formado una cadena con cubos de agua, intentando inútilmente controlar el fuego.

 “Manuel, la voz de Concepción lo sobresaltó. Su esposa corría hacia él, seguida por Tomás y el padre Jiménez. Gracias a Dios, estás vivo.” Manuel se desplomó en los brazos de su esposa, el dolor y la adrenalina finalmente pasando factura. Javier, don Ernesto, están dentro. El padre Jiménez se acercó, su rostro sombrío.

 Tomás me lo contó todo. Es una tragedia, pero quizás el fuego sea lo mejor. Hay males que solo pueden purificarse con las llamas. Mientras el sacerdote comenzaba a rezar en voz baja, Manuel observaba hipnotizado como la cazona se convertía en un infierno. El techo del tercer piso se derrumbó con un estruendo terrible, levantando una columna de chispas hacia el cielo nocturno.

 Y entonces, entre el crepitar de las llamas, Manuel escuchó algo imposible, música, una melodía antigua tocada en un piano que sabía que no existía en la casa. La música se elevaba sobre el caos del incendio, hermosa y terrorífica a la vez. ¿Lo oyen?, preguntó sin apartar la mirada de las llamas, pero por las expresiones confusas de los demás, supo que solo él podía escucharla.

 Era como si el doctor y sus sujetos le ofrecieran un último concierto antes de desvanecerse. Mientras la música alcanzaba su crecendo, Manuel vio algo caer desde una ventana superior. Era el diario del doctor, chamuscado, pero aún reconocible, que aterrizó a pocos metros de donde se encontraban. El padre Jiménez se apresuró a recogerlo. “Debe ser destruido”, sentenció Manuel.

 contiene conocimientos que deberían permanecer olvidados. El sacerdote asintió solemnemente. Me ocuparé personalmente de que así sea. A medida que la casona continuaba ardiendo, Manuel sintió un extraño alivio mezclado con un profundo pesar por quienes habían quedado atrapados dentro.

 El humo que se elevaba hacia el cielo estrellado de Zacatecas parecía transportar consigo los susurros de aquellos que finalmente encontraban descanso después de décadas de tormento. La música cesó abruptamente cuando la fachada principal se derrumbó con un estruendo ensordecedor. Manuel supo entonces que el doctor y sus macabras creaciones habían desaparecido, o al menos eso esperaba.

 Una semana después del incendio, Zacatecas hervía de rumores. La historia de los retratos hechos con piel humana se había extendido como pólvora, distorsionándose y creciendo con cada nuevo relator. Algunos decían que se habían encontrado más de 100 cadáveres sin piel en el sótano.

 Otros, que el propio don Ernesto había sido un asesino en serie que continuaba la obra del Dr. Montúfar. Manuel, postrado en cama por sus heridas y el shock, escuchaba estos rumores con amarga ironía. La verdad era suficientemente horrorosa, sin necesidad de embellecimientos.

 “El delegado municipal quiere hablar contigo”, le informó Concepción una mañana mientras le cambiaba los vendajes de las quemaduras en sus brazos. ha regresado de Ciudad de México y está investigando el incendio. Manuel asintió cansadamente. Sabía que este momento llegaría. ¿Qué pasó con el cuerpo de Javier? Concepción desvió la mirada.

 No han encontrado ningún cuerpo entre los escombros, ni de Javier ni de don Ernesto. Esta revelación provocó un escalofrío en Manuel. recordaba claramente haber visto a Javier atrapado en el proceso de transformación y a don Ernesto parcialmente absorbido por la pared, si sus cuerpos no estaban entre los restos. Y el diario, el padre Jiménez lo destruyó.

 Dijo que lo quemó en un ritual especial, respondió Concepción, aunque su tono sugería cierta duda. Esa tarde, el delegado municipal, don Federico Valenzuela, visitó a Manuel. Era un hombre corpulento de mediana edad, con el bigote característico de los funcionarios de la época y una mirada inquisitiva que había desmantelado muchas mentiras a lo largo de su carrera.

 Señor Ibarra, comenzó después de los saludos formales. Necesito su declaración sobre los eventos ocurridos en la casona de la calle Hidalgo. Manuel relató sucedido desde el descubrimiento inicial hasta su desesperada huida a través de la ventana. omitió los aspectos más sobrenaturales, limitándose a mencionar que había encontrado evidencia de los crímenes del doctor Montar y que el incendio comenzó accidentalmente durante su confrontación con lo que él creía era un intruso haciéndose pasar por el doctor. Don Federico tomó notas detalladas, su

expresión impasible. Entonces sostiene que don Ernesto Robles descubrió los métodos del doctor y estaba experimentando con ellos. Sí, confirmó Manuel. Parecía fascinado por el diario y los retratos. El delegado cerró su libreta. Una historia perturbadora, señor Ibarra, especialmente porque don Ernesto Robles nunca existió.

 Manuel sintió que la habitación comenzaba a girar a su alrededor. ¿Qué está diciendo? Hemos investigado exhaustivamente. No hay registros de ningún comerciante llamado Ernesto Robles, llegado recientemente de Ciudad de México. La propiedad sigue a nombre de la familia Montúfar, que la abandonó hace décadas. Nadie la compró recientemente. Eso es imposible, protestó Manuel.

 Yo hablé con él. Firmamos un contrato para la restauración. Eh, ¿tiene ese contrato? Manuel pidió a Concepción que buscara en sus papeles, pero tras revisar meticulosamente no encontraron ningún documento firmado por don Ernesto. Quizás se quemó en el incendio sugirió débilmente.

 El delegado lo observó con una mezcla de compasión y escepticismo. O quizás nunca existió. Las únicas personas que afirman haberlo visto son usted y sus trabajadores y uno de ellos está desaparecido, mientras que los otros están demasiado aterrorizados para hablar coherentemente. Pero el dinero me dio un adelanto.

 El dinero que recibió eran monedas de oro acuñadas durante el porfiriato. Señor Ibarra, tienen más de 40 años de antigüedad. Manuel quedó en silencio intentando asimilar esta revelación. Si don Ernesto nunca existió, ¿con quién había estado tratando durante todos esos días? La idea que comenzaba a formarse en su mente era demasiado aterradora para contemplarla. ¿Hay algo más? Continuó el delegado.

 Encontramos esto entre los escombros. De su maletín extrajo una fotografía antigua parcialmente chamuscada. mostraba a un hombre de mediana edad, vestido con traje de época, con un rostro que Manuel reconoció inmediatamente. “Es él”, susurró el hombre del retrato, “El Dr. Montúfar”.

 Efectivamente, confirmó don Federico, y según nuestros registros históricos, su descripción coincide exactamente con la del hombre que usted conoció como don Ernesto Robles. El horror de la situación golpeó a Manuel con toda su fuerza. Nunca había estado tratando con un comprador excéntrico, sino con el mismo Dr. Montúfar, de alguna manera preservado o reencarnado después de décadas.

 Hay una última cosa que debería ver”, dijo el delegado extrayendo un trozo de papel arrugado. Lo encontraron entre las páginas de un libro recuperado del incendio. Parece una lista de nombres. Manuel tomó el papel con manos temblorosas. Era una página arrancada del diario del doctor con una lista meticulosamente escrita. Sujetos para la colección definitiva. Elena Gutiérrez.

Completado 1898. Fernando Álvarez, completado 1899. María Concepción Díaz, pendiente. Manuel Ibarra, pendiente. Javier Torres, en proceso. Familia y barra completa, planificado. Ver el nombre de su esposa y el suyo propio en aquella lista macabra hizo que Manuel sintiera náuseas.

 El doctor no solo lo había engañado para que trabajara en la casona, lo había seleccionado específicamente a él y a su familia como parte de su colección. “Señor Ibarra”, dijo el delegado con gravedad, “creo que usted y su familia deberían considerar abandonar Zacatecas por un tiempo hasta que comprendamos completamente qué ocurrió en esa casa.” Manuel asintió lentamente.

 ¿Cree usted en lo sobrenatural, don Federico? El funcionario guardó un largo silencio antes de responder. Después de 20 años haciendo cumplir la ley, he aprendido que hay cosas para las que nuestros códigos y procedimientos no están preparados. No sé si creo en fantasmas, señor Ibarra, pero creo en el mal.

 Y sea lo que sea que habitaba esa casa, era malvado hasta la médula. Esa noche, después que el delegado se marchó, Manuel discutió con Concepción la posibilidad de mudarse a Guadalajara, donde vivía su hermano. Sería un nuevo comienzo sugirió intentando sonar optimista. Concepción asintió, aunque parecía distante, como si sus pensamientos estuvieran en otro lugar. “¿Estás bien?”, preguntó Manuel tomándole la mano.

 Ella sonrió débilmente. Solo estoy cansada. Han sido días difíciles. Mientras su esposa dormía, Manuel permaneció despierto, atormentado por pensamientos inquietantes. Y si el fuego no había destruido realmente al doctor y sus creaciones. Y si de alguna manera habían escapado quizás buscando nuevos lienzos para su macabra colección.

 En la penumbra de la habitación, la piel de Concepción parecía brillar con un extraño tono amarillento bajo la luz de la luna. Por un instante, Manuel creyó ver un ligero movimiento en su cuello, como si la piel se ondulara sutilmente independiente de su respiración. Sacudió la cabeza, atribuyéndolo al cansancio y las secuelas del trauma.

 Sin embargo, cuando finalmente se recostó junto a ella, no pudo evitar notar que su piel tenía una textura ligeramente diferente, como un lienzo estirado sobre un bastidor. Tres días después de la visita del delegado municipal, la familia Ibarra partió hacia Guadalajara. Manuel había vendido apresuradamente sus pertenencias, aceptando ofertas muy por debajo de su valor real, impulsado por una urgencia casi irracional de abandonar Zacatecas.

Durante el viaje en autobús, Manuel observaba constantemente a Concepción, buscando señales de algo anormal. Desde aquella noche en que había notado la extraña textura de su piel, pequeños detalles habían comenzado a perturbarlo. forma en que su esposa a veces se quedaba inmóvil durante minutos, como si hubiera olvidado respirar, su repentina aversión a la luz directa del sol, la manera en que sus movimientos ocasionalmente parecían ligeramente desincronizados, como una marioneta manipulada por un titiritero inexperto. “¿Por qué me miras

así?”, preguntó Concepción, sorprendiéndolo durante uno de estos escrutinios. Perdona, respondió Manuel desviando la mirada. Solo estoy preocupado por ti. Has estado diferente desde el incendio. Concepción sonrió, pero el gesto no alcanzó sus ojos, que permanecieron fijos y vidriosos. Todos hemos cambiado, Manuel.

 Los horrores que viste en esa casa nos han marcado a todos. Tú no estuviste en la casa”, señaló Manuel sintiendo un escalofrío. Por un instante, algo pareció parpadear tras los ojos de Concepción, como una sombra moviéndose tras una cortina. Luego, su expresión se suavizó. “Lo sé, querido. Me refería a cómo tu experiencia nos ha afectado a todos.” Manuel asintió, pero la inquietud persistió durante todo el viaje.

 Al llegar a Guadalajara, el hermano de Manuel, Ricardo, los recibió calurosamente. Les había preparado una pequeña vivienda detrás de su tienda de abarrotes, modesta, pero suficiente, mientras encontraban un lugar permanente. “Te ves terrible, hermano”, comentó Ricardo mientras les mostraba la vivienda. Pareces 10 años mayor.

 Han sido tiempos difíciles, respondió Manuel evasivamente. Había decidido no compartir la verdadera naturaleza de los eventos en Zacatecas, temiendo que su hermano lo considerara trastornado. Esa noche, mientras Concepción dormía, Manuel escribió detalladamente todo lo ocurrido en la casona.

 Si algo le sucediera, quería dejar constancia de la verdad. Al terminar, escondió el manuscrito bajo una tabla suelta del piso. Durante las semanas siguientes, Manuel intentó reconstruir su vida. Consiguió trabajo como pintor en un proyecto de restauración de la catedral de Guadalajara y poco a poco comenzó a recuperar algo de normalidad.

 Sin embargo, la sombra de los acontecimientos en Zacatecas lo seguía como un fantasma persistente. Concepción, mientras tanto, había encontrado un pasatiempo que ocupaba casi todo su tiempo, la pintura. Aunque nunca antes había mostrado interés o talento artístico, ahora pasaba horas frente al lienzo, creando retratos de una inquietante precisión.

 No sabía que podías pintar así”, comentó Manuel una tarde observando un retrato que Concepción acababa de terminar. Era el rostro de una joven desconocida con una expresión de profundo terror congelada en sus facciones. “Descubrí que tengo un don”, respondió ella sin apartar los ojos del lienzo. “Los rostros me hablan, quieren ser inmortalizados.

” Manuel notó que usaba una paleta de colores inusual con tonalidades amarillentas y ocres que recordaban desagradablemente a la piel curtida de los retratos en la casona. ¿Quién es ella?, preguntó señalando el retrato. Nadie en particular, contestó Concepción, solo una cara que apareció en mi mente. A medida que pasaban los días, la colección de retratos crecía.

 Concepción los colgaba en las paredes de su pequeña vivienda, creando una galería que comenzaba a parecerse inquietantemente al estudio del Dr. Montufar. Todos mostraban rostros de extraños con expresiones que oscilaban entre el terror y la resignación. Una noche, Manuel despertó sobresaltado. La cama a su lado estaba vacía.

 se levantó y encontró a Concepción en su improvisado estudio, trabajando a la luz de una vela en un nuevo retrato. “Son las 3 de la madrugada”, dijo Manuel. “¿Qué haces? Despierta.” Concepción no respondió inmediatamente. Cuando finalmente se giró hacia él, Manuel tuvo que reprimir un grito. A la luz vacilante de la vela, el rostro de su esposa parecía haberse transformado. Sus facciones se veían planas, como pintadas sobre un lienzo, y sus ojos tenían un brillo antinatural.

 Estoy terminando algo importante”, respondió con una voz que sonaba hueca como si viniera de un lugar muy lejano. Manuel se acercó lentamente para ver el lienzo. Lo que vio lo dejó helado. Era un retrato perfecto de él mismo con una expresión de horror absoluto. “¿Te gusta?”, preguntó Concepción sonriendo de una manera que nunca antes había visto.

 He estado practicando para capturar tu esencia correctamente. Concepción, murmuró Manuel retrocediendo instintivamente. ¿Qué te está pasando? Ella inclinó la cabeza, estudiándolo como un depredador. Estudia a su presa. No soy Concepción, Manuel. No, realmente no desde hace semanas. ¿Quién eres entonces?, preguntó, aunque en su corazón ya conocía la respuesta.

 “Soy un vehículo”, respondió ella, su voz cambiando sutilmente hasta adquirir un timbre más grave y cultivado, “Un medio para que el maestro continúe su gran obra.” “Montúfar”, susurró Manuel. De alguna manera escapó del incendio. El fuego no puede destruir lo que trasciende la carne, respondió la cosa que había sido su esposa.

 El maestro encontró refugio en sus creaciones y a través de ellas en nuevos anfitriones. Manuel recordó con horror cómo había notado cambios en la piel de Concepción justo después del incendio. De alguna manera, el doctor había transferido su esencia a través de sus retratos, infectando a Concepción cuando ella lo cuidaba después del incendio.

 ¿Dónde está mi esposa? Exigió saber la desesperación creciendo en su interior. Sigue aquí. En cierto modo, respondió ella, tocándose el pecho, atrapada entre los pliegues de la realidad, como todos nosotros. El maestro nos da propósito, Manuel. A través de sus retratos alcanzamos la inmortalidad. Con un movimiento fluido, Concepción tomó un cuchillo de entre sus materiales de pintura.

 Y ahora es tu turno de unirte a la colección. Has sido elegido desde hace mucho tiempo. Manuel comprendió entonces que los retratos en las paredes no eran simples pinturas, eran portales, preparaciones para nuevos lienzos. Cada rostro representaba a una futura víctima ya marcada para la transformación.

 Concepción, sé que estás ahí”, dijo intentando llegar a lo que quedara de su esposa. “Puedes luchar contra esto.” Por un instante, algo pareció cambiar en sus ojos, un destello de reconocimiento, de dolor, de la verdadera concepción. “Manuel, ayúdame”, susurró con su voz normal. Está dentro de mí. No puedo. Pero el momento pasó rápidamente.

 La rigidez volvió a su rostro y la sonrisa antinatural regresó. “Un último intento patético”, dijo la voz del doctor a través de los labios de Concepción. “Ahora quédate quieto. El proceso será menos doloroso si cooperas.” Manuel sabía que no podía razonar con lo que sea que hubiera poseído a su esposa.

 Con un movimiento rápido, derribó la mesa con los materiales de pintura y corrió hacia la puerta. Detrás de él escuchó un grito que no era totalmente humano, una mezcla de la voz de Concepción y algo más antiguo y terrible. No puedes escapar, Manuel. Todos los retratos te están buscando ahora.

 Manuel corrió por las calles oscuras de Guadalajara, el corazón martilleando en su pecho. La ciudad dormía bajo un manto de estrellas ajena al horror que había invadido su vida. No tenía destino, solo el instinto primario de poner distancia entre él y la criatura que habitaba el cuerpo de su esposa. Después de varias cuadras, se detuvo en un callejón para recuperar el aliento.

 Las palabras finales de la cosa que usurpaba a Concepción resonaban en su mente. Todos los retratos te están buscando ahora. ¿Qué significaba eso? ¿Podían los retratos cobrar vida, como había sucedido en la casona? La respuesta llegó de la forma más aterradora posible. Al levantar la mirada, vio un cartel pegado en la pared del callejón.

 Era un anuncio para una función de teatro, pero el rostro del actor principal había cambiado sutilmente. Ahora, desde el papel, lo observaban los ojos inconfundibles del doctor Montúfar. Imposible, murmuró Manuel retrocediendo. El rostro en el cartel sonríó, los labios de papel moviéndose imposiblemente.

 “Te encontré”, susurró una voz que parecía emanar del papel mismo. Manuel echó a correr nuevamente. En su desesperación, solo podía pensar en una persona que quizás entendería. El Padre Jiménez. El sacerdote había comprendido la naturaleza del mal en la casona y había prometido destruir el diario. Si alguien podía ayudarlo ahora, era él.

 Pero el padre Jiménez estaba en Zacatecas a cientos de kilómetros de distancia. Manuel necesitaba un refugio temporal, un lugar donde esconderse mientras formulaba un plan. se dirigió hacia la catedral de Guadalajara, donde había estado trabajando. Como restaurador tenía llaves del edificio para entrar temprano. La iglesia, con sus gruesos muros de piedra y su aire de santidad, le ofrecía una sensación de seguridad que necesitaba desesperadamente.

 Una vez dentro, cerró las pesadas puertas trás de sí y se dejó caer en un banco exhausto. La catedral estaba sumida en penumbras, iluminada solo por el parpadeo de las veladoras botivas y la luz de la luna que se filtraba por los vitrales. “Dios mío”, susurró, aunque no estaba seguro de si era una oración o una expresión de desesperación.

 “¿Qué está pasando? ¿Cómo puedo salvar a Concepción?” Como respondiendo a su pregunta, un sonido sutil llamó su atención. El crujir del papel giró lentamente la cabeza hacia el altar mayor, donde un retablo colonial representaba la última cena. Con horror indescriptible vio como las figuras pintadas comenzaban a moverse, sus rostros transformándose gradualmente en los de las víctimas del doctor Montúfar, que había visto en la casona de Zacatecas.

 No hay refugio sagrado para quienes conocen nuestro secreto”, dijo una voz que parecía provenir de todas las pinturas a la vez. Manuel se levantó de un salto y corrió hacia la sacristía. Necesitaba encontrar algo, cualquier cosa que pudiera servirle como defensa contra esta pesadilla. En un armario encontró lo que buscaba. Agua bendita, un crucifijo y lo más importante, un antiguo libro sobre rituales de exorcismo que el párroco guardaba cuidadosamente.

Ojeó frenéticamente el libro a la luz de una vela, buscando algo que pudiera ayudarlo a combatir lo que claramente era una posesión demoníaca, pero lo que encontró lo dejó helado. un pasaje sobre entidades que no eran demonios en el sentido tradicional, sino inteligencias aberrantes que existen entre los pliegues de la realidad, capaces de manifestarse a través de representaciones artísticas de la forma humana.

 Una ilustración acompañaba el texto, un artista poseído pintando retratos vivientes muy similar a lo que había presenciado con concepción. El nexo debe ser destruido”, leyó Manuel en voz alta. La entidad permanece anclada al mundo material a través de su primera manifestación. Encuentra y destruye la raíz y las ramas se secarán. La primera manifestación, el retrato original del Dr.

 Montúfar en la casona de Zacatecas. Si ese retrato había sobrevivido al incendio de alguna manera, podría ser la clave. Para detener lo que estaba ocurriendo. Un ruido en la puerta de la sacristía interrumpió sus pensamientos. Alguien o algo intentaba entrar. Manuel, llamó la voz de Concepción desde el otro lado. Sé que estás ahí. No puedes esconderte de nosotros.

 ¿Qué quieres de mí? Gritó Manuel aferrando el crucifijo con fuerza. Solo lo que siempre hemos querido. Inmortalidad a través del arte. Tu piel tiene la textura perfecta, Manuel. Serás nuestra obra maestra. Manuel miró desesperadamente a su alrededor buscando una salida. Una pequeña ventana en lo alto podría permitirle escapar, pero antes necesitaba ganar tiempo.

 ¿Por qué yo?, preguntó mientras arrastraba silenciosamente una silla bajo la ventana. ¿Por qué mi familia? El doctor te observaba desde hace años, respondió la voz que ahora sonaba como una inquietante mezcla de Concepción y Montúfar. Tu talento para restaurar, para devolver la vida a lo inanimado. Es un don poco común, un don que el maestro aprecia.

 La puerta comenzó a ceder bajo la presión, astillándose ominosamente. Además, continuó la voz, necesitábamos sangre nueva. El fuego dañó muchas de nuestras creaciones originales. Necesitamos expandirnos, crear nuevos anclajes en este mundo. Manuel había alcanzado la ventana y la abrió silenciosamente. Anclajes.

 ¿Te refieres a los retratos? Los retratos son ventanas, Manuel. Ventanas y puertas nos permiten ver, movernos, existir entre dos mundos. Cada nuevo retrato extiende nuestro alcance. La comprensión golpeó a Manuel como un rayo. Los retratos que Concepción había estado pintando en Guadalajara no eran simples imágenes, eran nuevos puntos de anclaje para que la entidad extendiera su influencia, marcando a futuras víctimas.

 La puerta se dio finalmente, revelando a Concepción. Su piel ahora tenía claramente la textura de un lienzo estirado y sus movimientos eran rígidos, como si su cuerpo fuera una marioneta manipulada por hilos invisibles. “Ven con nosotros, Manuel”, dijo, extendiendo una mano que parecía más una garra. “Hay tanto que podríamos crear juntos.

 Mi esposa”, susurró Manuel, “sigue viva dentro de ti.” Algo pareció parpadear brevemente en los ojos de Concepción. Un destello de conciencia de sufrimiento. “Sí”, respondió la criatura, “todas nuestras vasijas conservan fragmentos de quienes fueron. Es lo que les da su autenticidad.” Esta respuesta dio a Manuel la determinación que necesitaba.

 Si Concepción seguía ahí en algún lugar, había esperanza de salvarla. Pero primero necesitaba regresar a Zacatecas y encontrar la raíz de todo. El retrato original del Dr. Montúfar. Con un movimiento rápido, arrojó el contenido del frasco de agua bendita hacia la criatura. La cosa que habitaba el cuerpo de Concepción emitió un chillido sobrenatural mientras el líquido bendecido tocaba su piel.

 Pequeñas volutas de vapor se elevaron de las zonas salpicadas como si la piel fuera un lienzo ardiendo. Aprovechando la distracción, Manuel se impulsó por la ventana, rasgándose la camisa con un clavo saliente y cayendo dolorosamente sobre unos arbustos. El impacto le robó el aliento, pero el miedo y la adrenalina lo obligaron a ponerse de pie y correr nuevamente.

 La noche de Guadalajara se había transformado en un paisaje de pesadilla. Mientras avanzaba por las calles desiertas, notó que los carteles, las pinturas en las paredes, incluso los anuncios comerciales, parecían seguirlo con la mirada. El mal se estaba extendiendo, usando cada representación humana como un par de ojos para localizarlo.

 “Necesito volver a Zacatecas”, murmuró para sí mismo. Encontrar el retrato original, “Pero, ¿cómo viajar cientos de kilómetros mientras era perseguido por una entidad que parecía estar en todas partes? Necesitaba ayuda, alguien que conociera los caminos ocultos y tuviera recursos que él no poseía. Entonces recordó a Tomás, su joven aprendiz, que había sobrevivido al horror de la cazona.

 El muchacho había regresado con su familia a un pequeño pueblo a las afueras de Guadalajara después del incidente. Si alguien podía entender su situación, sería él. Con esta nueva determinación, Manuel se dirigió hacia la terminal de autobuses. Necesitaría viajar aproximadamente una hora para llegar al pueblo de San Juan, donde vivía Tomás.

 Con suerte podría pasar desapercibido en el transporte público. La estación estaba prácticamente vacía a esa hora de la madrugada, con solo unos pocos viajeros adormilados esperando las primeras rutas del día. Manuel compró un boleto con las pocas monedas que llevaba en el bolsillo y se sentó en un rincón oscuro, vigilando constantemente las paredes decoradas con carteles publicitarios.

 Mientras esperaba, un periódico abandonado en un asiento cercano llamó su atención. La portada mostraba una noticia que le heló la sangre. Misteriosa desaparición de restaurador en Zacatecas. delegado municipal encontrado muerto en extrañas circunstancias. Con manos temblorosas, Manuel tomó el periódico y leyó la noticia. Don Federico Valenzuela, el delegado que había investigado el incendio de la casona, había sido encontrado en su oficina completamente desangrado.

 Las autoridades sospechaban de un ritual satánico, pues la piel de su rostro había sido removida con precisión quirúrgica. Más inquietante aún, en la pared de su despacho se había descubierto un retrato hecho con lo que parecía ser piel humana. Ya ha comenzado”, susurró Manuel dejando caer el periódico. La entidad estaba recreando su colección, expandiéndose desde Zacatecas.

 El autobús a San Juan llegó finalmente. Manuel abordó escondiéndose en el último asiento, rogando que las pocas pinturas y fotografías en el interior del vehículo no se convirtieran en ventanas para su perseguidor. El viaje transcurrió en una tensa calma. A medida que el autobús dejaba atrás la ciudad y se adentraba en el paisaje rural, Manuel sintió que la presión opresiva disminuía ligeramente.

 Quizás la influencia del mal tenía un alcance limitado o tal vez simplemente había menos representaciones artísticas en el campo que pudieran servirle como ojos. Al llegar a San Juan, un pueblo agrícola de calles polvorientas y casas bajas de adobe, Manuel se sintió momentáneamente aliviado.

 La simplicidad del lugar, con su ausencia de carteles publicitarios y su arte limitado a modestos murales religiosos en la pequeña parroquia ofrecía un respiro temporal. Encontrar la casa de la familia de Tomás no fue difícil en un pueblo tan pequeño. Cuando llamó a la puerta, una mujer mayor con rostro curtido por el sol le abrió mirándolo con suspicacia. “Busco a Tomás Torres”, dijo Manuel.

 “Soy Manuel Ibarra, su antiguo patrón de Zacatecas.” El rostro de la mujer se ensombreció. “Ustedes, don Manuel, pase, por favor.” La modesta casa olía a masa de maíz y hierbas secas. En un rincón, sentado junto a una ventana, Manuel vio a Tomás. El joven que había conocido como un aprendiz enérgico y vivaz, ahora parecía un anciano prematuro.

 Su mirada estaba perdida en el horizonte y un tic nervioso hacía que su ojo izquierdo parpadeara constantemente. “Tomás, llamó Manuel suavemente. Soy yo, don Manuel.” El joven giró lentamente la cabeza. Al reconocer a su antiguo patrón, sus ojos se abrieron desmesuradamente. “Se lo llevaron”, susurró con voz ronca. “A Javier se lo llevaron y ahora vienen por nosotros.

” “Lo sé, muchacho, respondió Manuel, sentándose frente a él. “Por eso estoy aquí. Necesito tu ayuda.” La madre de Tomás los dejó solos, no sin antes hacer la señal de la cruz. Manuel notó que las paredes de la casa estaban extrañamente desnudas, sin una sola imagen o representación humana.

 “Las quité todas”, explicó Tomás notando la mirada de Manuel, los cuadros, las fotografías, hasta las estampitas de los santos. Después de lo que vi en la casona, entendí que nos observan a través de los ojos pintados. Manuel asintió impresionado por la intuición del joven. Eres más sabio de lo que pensaba Tomás y tienes razón. El mal de esa casa no murió en el incendio. De alguna manera el doctor escapó.

 Lo sé, respondió Tomás con una calma perturbadora. Ha estado visitándome en mis sueños. Me muestra lo que está haciendo, cómo está creciendo su nueva colección. Un escalofrío recorrió la espalda de Manuel. ¿Qué has visto? Retratos nuevos, docenas de ellos en Zacatecas, en Ciudad de México y ahora en Guadalajara. Cada noche hay más.

Tomás hizo una pausa como si dudara en continuar. Vi a su esposa, don Manuel. La está usando para pintar más ventanas. Manuel cerró los ojos conteniendo el dolor. Tenemos que detenerlo, Tomás. El libro que encontré en la catedral dice que si destruimos la manifestación original, el retrato principal del doctor, podríamos acabar con todo esto.

El retrato sobrevivió al incendio, confirmó Tomás. Lo vi en mis pesadillas. Está oculto en las ruinas de la casona, en un compartimento secreto bajo el piso del estudio. Entonces, debemos volver a Zacatecas”, declaró Manuel con renovada determinación.

 Tomás lo miró fijamente, su miedo palpable, pero también una chispa de resolución en sus ojos. Si volvemos, nos estarán esperando. Las paredes tienen ojos, don Manuel. Nos verán llegar. Por eso iremos por el camino largo, respondió Manuel, evitando ciudades y pueblos grandes por las rutas de los contrabandistas, donde no hay carteles ni pinturas que puedan delatarnos. Tomás asintió lentamente.

Conozco a alguien que puede guiarnos, un primo que transporta mercancía por rutas secundarias, pero necesitaremos protección. ¿Qué tipo de protección? Espiritual, respondió Tomás. levantándose con esfuerzo. Antes de partir, debemos visitar a Doña Remedios. ¿Quién es Doña Remedios? Una curandera.

 Algunos la llaman bruja, pero es una mujer sabia. Conoce los antiguos rituales de antes que llegaran los españoles. Si alguien puede darnos armas contra lo que nos persigue, es ella. Manuel consideró la sugerencia. En circunstancias normales habría sido escéptico sobre curanderas. y rituales paganos, pero después de lo que había presenciado, estaba dispuesto a aceptar cualquier ayuda. “Llévame con ella”, decidió finalmente.

 Mientras se preparaban para salir, Manuel notó un pequeño lienzo cubierto con una tela en un rincón de la habitación. “¿Qué es eso?”, preguntó señalando el objeto. Tomás siguió su mirada y palideció visiblemente. “No lo mire”, advirtió. Es un retrato que apareció una mañana.

 No lo pintó nadie de la casa, simplemente apareció. Manuel se acercó lentamente y contra el consejo de Tomás levantó la tela. Lo que vio confirmó sus peores temores. Era un retrato de él mismo, meticulosamente detallado, con la misma técnica y estilo que los retratos de la casona. En la esquina inferior derecha, una minúscula firma. Dr.

 S Montúfar, 1950. Nos está casando murmuró Manuel, y estamos corriendo contra el tiempo. El camino hacia Zacatecas fue un viaje a través de la México profunda y ancestral. Guiados por el primo de Tomás, un hombre taciturno llamado Esteban, que transportaba mezcal sin impuestos, Manuel y Tomás recorrieron senderos olvidados que serpenteaban por barrancas áridas y bosques de cactus.

Viajaban principalmente de noche cuando el riesgo de ser detectados por las ventanas del doctor era menor. Antes de partir habían visitado a doña Remedios, una anciana que vivía en una choa en las afueras de San Juan. La curandera, con su rostro surcado por arrugas profundas como la corteza de un árbol centenario, había escuchado su historia sin mostrar sorpresa.

 “Los antiguos ya conocían a estos seres,” les había dicho mientras preparaba una mezcla de hierbas en un mortero de piedra. Los llamaban tsitsime. Entidades que habitan entre los pliegues del mundo, hambrientas de esencia humana. Les había entregado pequeños saquitos de tela roja, conteniendo una mezcla de hierbas, tierra de cementerio y lo que parecían ser diminutos huesos.

Lleven esto contra su piel, les ocultará de la mirada de los retratos. Y tomen esto, añadió, entregándoles un frasco de barro sellado con cera. Es sangre de coyote mezclada con pellote y otras plantas sagradas. Cuando encuentren el retrato original, deben rociarlo con este líquido antes de quemarlo.

 Ahora, después de tr días de viaje, finalmente divisaban Zacatecas a lo lejos, sus edificios coloniales brillando bajo la luz del amanecer. Manuel sintió un nudo en el estómago. Regresar a la ciudad donde había comenzado esta pesadilla le producía una mezcla de terror y determinación.

 Debemos ser extremadamente cuidadosos, advirtió a sus compañeros mientras acampaban en una cueva esperando que cayera la noche para entrar en la ciudad. La influencia del doctor será más fuerte aquí, cerca de su origen. ¿Cómo sabremos si tu esposa está en la ciudad?, preguntó Tomás, avivando el pequeño fuego que habían encendido para combatir el frío de la altitud.

 Manuel tocó instintivamente el anillo de bodas que aún llevaba. Lo sabré”, respondió simplemente. Al caer la noche, se infiltraron en Zacatecas por un antiguo camino minero que Esteban conocía. Las calles estaban inusualmente vacías para una ciudad que normalmente bullía de actividad incluso después del anochecer.

 “Algo no está bien”, murmuró Esteban, su mano instintivamente buscando el machete que llevaba al cinto. Es como si la ciudad estuviera conteniendo la respiración. Avanzaron cautelosamente hacia el barrio donde se encontraban las ruinas de la casona. A medida que se acercaban, Manuel notó detalles perturbadores. Las pocas personas que cruzaban su camino mantenían la mirada fija en el suelo, como evitando deliberadamente cualquier contacto visual.

 Varias tiendas habían cubierto sus escaparates con telascuras, ocultando cualquier mercancía que pudiera incluir imágenes humanas. “La gente lo sabe”, susurró Tomás. saben que algo maligno se ha despertado. Finalmente llegaron a la calle Hidalgo. Las ruinas chamuscadas de la casona se alzaban contra el cielo nocturno como el esqueleto de un monstruo prehistórico. El fuego había consumido gran parte de la estructura, pero los gruesos muros de cantera permanecían en pie, negros por el ollín.

 El estudio estaba en el tercer piso, en la esquina noreste”, indicó Manuel estudiando las ruinas. “Si Tomás está en lo cierto, el retrato original está oculto bajo el suelo de esa habitación.” Esteban evaluó la estabilidad del edificio con ojo experto. Puedo ver un camino seguro hasta arriba por esa escalera parcialmente intacta, pero tendremos que ser rápidos.

 Toda la estructura parece inestable. Equipados con linternas y los amuletos de doña Remedios, los tres hombres se adentraron en las ruinas. El olor a madera quemada y algo más dulzón y desagradable que Manuel prefirió no identificar saturaba el aire. Sus pisadas resonaban en el silencio sepulcral, levantando nubes de ceniza con cada paso.

 La escalera crujía peligrosamente bajo su peso, pero logró sostenerlos hasta el tercer piso. Lo que quedaba del estudio era un espacio chamuscado y parcialmente derrumbado, expuesto a los elementos. La pared, que había albergado la macabra galería de retratos, estaba casi completamente destruida.

 Debe ser aquí”, dijo Manuel arrodillándose para examinar el suelo ennegrecido. Trabajando metódicamente, los tres hombres comenzaron a quitar los escombros y a golpear el piso en busca de secciones huecas. Después de casi una hora, Tomás encontró lo que buscaban, una baldosa que producía un sonido diferente al ser golpeada. Aquí hay algo.

 Llamó limpiando frenéticamente la ceniza con sus manos. Con ayuda de un trozo de hierro que encontraron entre los escombros, lograron levantar la baldosa, revelando un compartimento secreto. En su interior había una caja de metal sorprendentemente intacta. Manuel la sacó con manos temblorosas. La caja era pesada y estaba decorada con intrincados grabados que representaban figuras humanas entrecruzadas de manera imposible. como si fueran una sola entidad compuesta por docenas de cuerpos.

 “Ten cuidado”, advirtió Esteban. “puedo sentir algo emanando de esa cosa.” Manuel asintió. Con extrema precaución abrió la caja. En su interior, envuelto en seda negra, encontraron lo que buscaban, el retrato original del doctor Sebastián Montufar. A diferencia de los otros retratos que habían visto en la casona, este no estaba hecho de piel humana estirada sobre la pared.

 Era un lienzo convencional pintado con extraordinario detalle. Mostraba al doctor en su estudio rodeado de instrumentos quirúrgicos y lo que parecían ser fragmentos de piel humana preparados para ser tratados. La expresión en su rostro era de triunfo científico, mezclado con una malevolencia que el helaba la sangre. Es este, confirmó Manuel. Puedo sentirlo.

Este fue el primer retrato, el que él mismo pintó antes de transformarse. Hay algo escrito en el marco, señaló Tomás acercando su linterna. En el marco dorado grabado en letras minúsculas había una inscripción en latín: inmortalis inarte et carne. Inmortal en el arte y en la carne. Debemos destruirlo ahora dijo Manuel sacando el frasco que les había entregado doña Remedios.

 Pero antes de que pudiera abrirlo, un sonido familiar le celó la sangre, pasos subiendo por la escalera carbonizada. Alguien viene”, susurró Esteban desenfundando su machete. Los tres hombres se giraron hacia la entrada del estudio. Una figura emergió lentamente de las sombras, Concepción o lo que quedaba de ella.

 Su piel ahora tenía claramente la textura de un lienzo estirado y preparado como para recibir pintura. Sus movimientos eran fluidos, pero antinaturales, como si su cuerpo fuera manipulado por hilos invisibles. “Manuel”, dijo con una voz que oscilaba entre la de su esposa y algo más antiguo y terrible, “Has encontrado mi obra maestra original. Estaba seguro de que lo harías.

 Tú no eres Concepción”, respondió Manuel, sosteniendo firmemente el retrato. “Eres Montúfar o lo que queda de él. La criatura sonríó, una expresión que distorsionó grotescamente el rostro de Concepción. Soy ambos y mucho más. Soy todos los que he preservado a lo largo de los años, una colmena de almas inmortalizadas a través del arte. ¿Dónde está mi esposa? Exigió saber Manuel. La verdadera concepción.

Sigue aquí”, respondió la criatura tocando su pecho, atrapada pero consciente, observando igual que todos los demás. Detrás de la figura de Concepción, más siluetas comenzaron a emerger de la oscuridad. El delegado municipal don Federico, su rostro parcialmente reconstruido con lo que parecía ser piel fresca.

 Javier, su cuerpo ahora una extraña mezcla de carne y lienzo y varios desconocidos, todos mostrando diferentes grados de la misma transformación grotesca. “Mi colección está creciendo nuevamente”, continuó la criatura que habitaba el cuerpo de Concepción. “Y esta vez he encontrado una manera de hacer que mis sujetos caminen entre los vivos. El fuego fue educativo.

 Me enseñó que no necesito limitarme a las paredes. Manuel intercambió una mirada con sus compañeros. Estaban rodeados sin posibilidad de escape. Su única esperanza era destruir el retrato. “Ahora!”, gritó destapando el frasco. Esteban y Tomás se lanzaron hacia adelante, enfrentándose a las criaturas, mientras Manuel rociaba el retrato con el líquido preparado por doña Remedios.

La sustancia, espesa y de color rojo oscuro, cubrió la superficie de la pintura que comenzó a burbujear como si estuviera viva. No chilló la criatura con una voz inhumana que ya no tenía nada de concepción. Manuel sacó un encendedor y lo acercó al retrato empapado.

 La pintura se encendió instantáneamente, las llamas adquiriendo un color azul sobrenatural. Un aullido colectivo surgió de todas las criaturas presentes que cayeron al suelo retorciéndose en agonía. El cuerpo de Concepción se convulsionaba violentamente mientras la entidad que la habitaba luchaba por mantener su control. Manuel observaba el retrato consumirse, sus ojos fijos en la imagen del doctor que parecía retorcerse entre las llamas, como si la pintura misma estuviera viva y sintiendo dolor.

 A medida que el fuego devoraba el lienzo, notó que las criaturas comenzaban a cambiar. Sus cuerpos parecían fluctuar entre estados como una película de cine atascada. Entonces, para su asombro, la figura, que había sido Concepción, comenzó a separarse en dos entidades distintas. Una, con forma humana, pero hecha de una sustancia que parecía humo solidificado, se desprendía dolorosamente del cuerpo físico de su esposa.

 Manuel, la voz de la verdadera Concepción era débil. Pero inconfundible. Qué malo todo. La entidad de humo que ahora tomaba vagamente la forma del doctor. Montúfar intentaba reintegrarse al cuerpo de Concepción, pero el proceso de separación continuaba inexorablemente a medida que el retrato original se consumía.

 Con un último y desgarrador grito, la forma espectral del doctor se desintegró en el aire como cenizas llevadas por el viento. Simultáneamente, todas las demás criaturas se desplomaron, sus cuerpos regresando lentamente a su estado humano original, aunque la mayoría parecían sin vida. Manuel corrió hacia Concepción, quien yacía inmóvil en el suelo.

 Al tomarla en sus brazos, sintió con alivio que su piel había recuperado su textura normal, cálida y viva. “Manuel”, susurró ella abriendo lentamente los ojos. Fue horrible. Podía ver todo, sentir todo, pero no podía detenerlo. “Está terminado”, la tranquilizó abrazándola con fuerza. se ha ido. Alrededor de ellos, Tomás y Esteban verificaban el estado de las otras víctimas.

 Algunos, como el delegado municipal, claramente habían fallecido antes de la posesión, sus cuerpos manipulados como marionetas macabras. Otros, como Javier respiraban débilmente, aunque su mirada permanecía perdida, como si su mente hubiera quedado irremediablemente dañada por la experiencia.

 Mientras las últimas brasas del retrato se extinguían, Manuel notó que las paredes carbonizadas de la cazona parecían suspirar, como si un peso antiguo y terrible hubiera sido finalmente levantado. Debemos irnos. dijo Esteban, ayudando a Tomás a ponerse de pie. El joven había recibido un corte en el brazo durante la confrontación, pero no parecía grave.

 Este lugar podría derrumbarse en cualquier momento. Con extremo cuidado, llevaron a los sobrevivientes fuera de las ruinas. Al salir a la calle, vieron que varios vecinos se habían congregado a distancia prudente, observando el edificio con una mezcla de temor y fascinación. Entre ellos, Manuel reconoció al padre Jiménez, quien se apresuró a acercarse cuando los vio.

 ¿Lo lograron?, preguntó el sacerdote, su rostro mostrando las señales de semanas de preocupación y noches sin sueño. Manuel asintió. Está destruido el retrato original y con él la entidad. El sacerdote hizo la señal de la cruz. Que Dios nos proteja. Si alguna vez vuelve a surgir algo así. Hay que asegurarnos de que no quede nada”, dijo Manuel mirando las ruinas de la casona.

 “Ni un solo fragmento de su retratos, ni una página de su diario.” “El diario”, murmuró el padre Jiménez con expresión culpable. “Debo confesar que no pude destruirlo completamente. Su contenido ejercía una extraña fascinación. Lo guardé en la cripta de la iglesia bajo llave. Llévenos allí ahora mismo”, ordenó Manuel con firmeza. Esa cosa podría encontrar otra manera de regresar si queda algún registro de sus métodos.

 El grupo se dirigió hacia la iglesia parroquial, cargando a los sobrevivientes debilitados. En el camino, Manuel observó con alivio que las pinturas y carteles de la ciudad parecían haber vuelto a ser objetos inanimados, sin la siniestra vitalidad que les había infundido la entidad. En la cripta bajo la iglesia, iluminada por antiguas lámparas de aceite, el padre Jiménez abrió un compartimento secreto detrás de un confesionario.

 De él extrajo el diario del doctor Montúfar, a un intacto, excepto por algunas páginas faltantes. “Lo lamento”, dijo el sacerdote. “Debería haberlo destruido de inmediato, pero quería entender contra qué nos enfrentábamos.” Manuel tomó el diario con cuidado. No lo culpo, padre. Esta cosa tenía formas de influir en las mentes de quienes entraban en contacto con ella.

 Juntos en el altar mayor de la iglesia realizaron un ritual de purificación. El padre Jiménez bendijo una pequeña hoguera y en ella arrojaron el diario junto con todos los fragmentos de retratos que habían logrado recuperar de las ruinas. Mientras las llamas consumían los últimos vestigios tangibles del horror que habían enfrentado, Manuel sostuvo firmemente la mano de Concepción.

 En sus ojos podía ver que la experiencia la había marcado profundamente, pero también había una chispa de la mujer fuerte que siempre había sido. ¿Crees que realmente ha terminado?, preguntó ella en voz baja. Manuel miró las llamas pensativo. El mal como el que enfrentamos nunca desaparece completamente, pero hemos cerrado su puerta a nuestro mundo y eso tendrá que ser suficiente.

 Mientras el fuego reducía a cenizas los macabros artefactos, Manuel reflexionó sobre la naturaleza del mal que habían enfrentado. No era sobrenatural en el sentido tradicional ni completamente humano. Era algo nacido de la oscuridad que existe en el límite entre la ciencia y lo prohibido, entre el arte y la profanación. Las últimas páginas del diario se retorcían entre las llamas, revelando por un instante final la última entrada del Dr. Montúfar, escrita el día de su transformación original.

Hoy me convertiré en mi propia obra maestra. La barrera entre el artista y su creación se disolverá y lo que emerja será eterno. El arte vivo no es una metáfora, sino una realidad tangible que he descubierto. Que aquellos que encuentren mi trabajo comprendan, no estoy muerto, solo he cambiado de forma. Y mientras esas palabras se convertían en cenizas y se elevaban hacia el cielo nocturno de Zacatecas, Manuel tuvo la certeza de que habían detenido algo cuyo horror apenas comenzaban a comprender, algo que de haber continuado

expandiéndose habría transformado el mundo en una galería de sufrimiento inmortalizado. “Vamos a casa”, dijo finalmente, abrazando a Concepción. Hay mucho que reconstruir en la plaza central de Zacatecas. Mientras el grupo se alejaba de la iglesia, un pintor callejero capturaba la escena nocturna en su lienzo.

 Su pincel se detuvo momentáneamente sobre el rostro de uno de los transeútes lejanos y por un instante le pareció que los ojos en el retrato parpadeaban. sacudió la cabeza, atribuyéndolo al cansancio, y continuó su trabajo bajo la luz plateada de la luna mexicana.