El Hospital San Juan de Dios se alzaba como un monumento gris en las afueras de Monterrey, una estructura colonial con más de un siglo de existencia que había sobrevivido a la revolución. Y ahora, en 1950, se mantenía como el principal centro médico de la región. Joaquín Mendoza descendió del autobús polvoriento con una pequeña maleta de cuero gastado y observó la imponente fachada.

A sus años, este joven enfermero llegaba desde Ciudad de México con la promesa de un mejor salario y la oportunidad de escapar de su pasado. El calor de julio era sofocante. Joaquín se secó el sudor de la frente mientras caminaba por el sendero de piedra que conducía a la entrada principal.
Las bugambilias rojas trepaban por las paredes exteriores, un contraste vivo contra la piedra grisácea y desgastada. “Bienvenido al San Juan de Dios”, dijo una mujer mayor vestida con un uniforme blanco impecable. “Soy la enfermera jefa Concepción Vega. Usted debe ser el señor Mendoza.” Joaquín asintió, estrechando la mano seca y firme que le ofrecía.
Un placer, señora Vega. El director Alarcón lo está esperando. Le mostraré su habitación primero para que pueda refrescarse del viaje. Mientras seguía a la mujer por pasillos de baldosas blancas y negras, Joaquín notó el eco de sus pasos, el olor penetrante a desinfectante mezclado con algo más, algo indefinible que le provocó un escalofrío a pesar del calor.
Su habitación resultó ser una celda monástica, una cama angosta, un armario pequeño, un escritorio con una lámpara de aceite y una ventana estrecha que daba a un patio interior donde una fuente sin agua acumulaba hojas secas. “El doctor Alarcón es muy estricto con los horarios”, explicó la señora Vega. Desayuno a las 6, comida a las 2, cena a las 8.
Los domingos son libres, excepto para emergencias, preses en su despacho en media hora. Cuando la mujer se marchó, Joaquín abrió su maleta y sacó su uniforme limpio. Se cambió rápidamente, peinó su cabello negro hacia atrás y se miró en el pequeño espejo sobre la palangana de porcelana. Sus ojos, de un marrón oscuro, revelaban el cansancio del viaje, pero también la determinación de comenzar de nuevo.
Recorrió los pasillos siguiendo las indicaciones hacia el despacho del director. A medida que se adentraba en el corazón del hospital, notó que algunos pacientes lo miraban desde sus camas con expresiones vacías. Una anciana le agarró la manga cuando pasaba. No entre al sótano después del anochecer”, susurró con voz temblorosa.
Él baja todas las noches. Joaquín se soltó suavemente, atribuyendo aquellas palabras a la demencia. “Descanse, señora, todo está bien.” El despacho del director Alarcón estaba al final de un pasillo ornamentado con retratos de médicos ilustres. Tocó la puerta de madera tallada y una voz profunda le indicó que pasara.
El doctor Ernesto Alarcón era un hombre imponente de unos 50 años con cabello entreco, perfectamente peinado y un bigote fino. Sus ojos, de un azul inusual para un mexicano, examinaron a Joaquín con frialdad clínica. Señor Mendoza, bienvenido al San Juan de Dios. Sus referencias de la capital son excelentes.
El director hablaba con un acento peculiar, como si hubiera pasado muchos años en el extranjero. Espero que su traslado haya sido cómodo. Muchas gracias, Dr. Alarcón. Estoy ansioso por comenzar. Bien. Trabajará principalmente en el pabellón norte con pacientes de larga estancia y algunas noches supervisará la morgue.
Alarcón hizo una pausa estudiando la reacción de Joaquín. ¿Algún problema con eso? En absoluto, señor. Perfecto. La señora Vega le mostrará sus responsabilidades. El director señaló hacia la puerta dando por terminada la entrevista, pero cuando Joaquín estaba a punto de salir, añadió, “Y señor Mendoza, aquí valoramos la discreción.
Lo que ocurre dentro de estas paredes permanece dentro de estas paredes. Esa noche, acostado en su cama estrecha, Joaquín escuchó los sonidos del hospital, gemidos distantes de pacientes, el crujir del viejo edificio y pasos, pasos lentos y pesados que parecían dirigirse hacia el sótano, tal como había advertido la anciana. Transcurrió una semana desde la llegada de Joaquín al Hospital San Juan de Dios.
Comenzaba a acostumbrarse a la rutina, despertar antes del amanecer, asistir en los baños de los pacientes crónicos, administrar medicamentos, cambiar vendajes y escuchar, siempre escuchar las historias de los pacientes, sus quejas, sus delirios y los rumores sobre el doctor Alarcón.
estudió en Viena, ¿sabes?, le contó Martina, una enfermera joven con mejillas redondas y sonrisa fácil. Estaban en la pequeña cocina del personal tomando café amargo durante un breve descanso. Dicen que trabajó con los nazis durante la guerra. Los nazis, eso es absurdo, respondió Joaquín, aunque recordó el acento extraño del director. Mi tío estuvo internado aquí hace años, continuó Martina en voz baja.
Me contó que el doctor Alarcón realiza experimentos en el sótano. Nadie sabe exactamente qué hace allí. Joaquín revolvió su café pensativo. Todos los hospitales tienen rumores, Martina. Es normal. ¿Y por qué crees que nadie quería tu puesto? El anterior enfermero, Ramírez desapareció.
Un día, simplemente no se presentó a trabajar. Dejó todas sus cosas en su habitación. La conversación se interrumpió cuando entró la señora Vega con su expresión severa. Mendoza, necesito que baje a la morgue. Hay que preparar a la señora Gutiérrez para el funeral de mañana. La morgue estaba en el sótano, un espacio frío iluminado por bombillas desnudas que colgaban del techo abobedado.
Joaquín bajó las escaleras de piedra, sintiendo como la temperatura descendía con cada paso. El olor a formaldeído le revolvió el estómago. Encontró el cuerpo de la anciana ya colocado sobre una mesa metálica. A su lado, para su sorpresa, estaba el propio Dr. Alarcón.
Ah, Mendoza”, dijo el director sin levantar la mirada. Sus manos enguantadas acariciaban el cabello canoso de la difunta con una delicadeza perturbadora. “Llega justo a tiempo. Estoy realizando algunas anotaciones postmortem. ¿Puedo ayudarle, doctor?” No será necesario. Solo prepare los químicos para el embalsamamiento. Yo mismo me encargaré de esta paciente.
Algo en su tono hizo que Joaquín sintiera un escalofrío. Era una mujer extraordinaria, ¿sabe? Su estructura ósea es fascinante. Joaquín trabajó en silencio, mezclando los productos químicos mientras observaba de reojo al director. Había algo hipnótico en la manera en que Alarcón examinaba el cadáver.
con una intimidad que parecía impropia. Sus dedos se demoraban en el rostro de la anciana, trazando los contornos de sus mejillas hundidas con lo que parecía afecto. Doctor, se atrevió a preguntar Joaquín, conocía personalmente a la señora Gutiérrez. Alarcón levantó la mirada, sus ojos azules súbitamente fríos. Todos mis pacientes son importantes para mí, Mendoza. especialmente después de su fallecimiento.
Es cuando finalmente puedo conocerlo sin barreras, comprende, sin mentiras, sin pretensiones, solo la verdad desnuda de nuestra anatomía. Esa noche Joaquín no podía conciliar el sueño. Las palabras del director resonaban en su mente junto con la imagen de sus manos, acariciando el rostro de la difunta. Desde su ventana podía ver parte del patio interior y notó una luz que se movía en dirección al sótano.
Una figura con una lámpara descendía por las escaleras exteriores que llevaban a una entrada secundaria de la morgue. Sin pensarlo demasiado, se vistió y salió al pasillo desierto. La curiosidad y un presentimiento inquietante lo empujaban a seguir. Aquella luz se deslizó por los corredores oscuros, evitando a la enfermera nocturna que dormitaba en su puesto, salió al patio.
El aire nocturno era fresco, cargado con el aroma de la tierra húmeda. La luna llena proyectaba sombras nítidas mientras Joaquín se aproximaba a las escaleras del sótano. La puerta estaba entreabierta y un hilo de luz se filtraba al exterior. se detuvo en seco cuando escuchó una voz.
Era el doctor Alarcón hablando en voz baja, casi susurrando. Joaquín se acercó más, conteniendo la respiración. “Mi bella Carmela”, decía la voz, “tantos años esperándote. Ahora estamos juntos otra vez.” Joaquín se asomó por la rendija de la puerta y lo que vio lo dejó paralizado. El doctor Alarcón, inclinado sobre el cuerpo desnudo de la señora Gutiérrez, besando suavemente sus labios inertes mientras acariciaba su cabello con ternura enfermiza, retrocedió horrorizado, tropezando con una maceta que se rompió con estruendo. Dentro de la morgue, el silencio fue
repentino y absoluto. Joaquín corrió de regreso a su habitación con el corazón latiendo, desbocado y la imagen grabada en su mente como una pesadilla imposible de borrar. Los días siguientes, Joaquín evitó al doctor Alarcón tanto como pudo. Cada vez que se cruzaban en los pasillos, sentía la mirada penetrante del director, siguiéndolo como si supiera lo que había presenciado aquella noche.
La imagen del beso necrofílico lo perseguía incluso en sueños. Una tarde, mientras ordenaba el archivo de historiales médicos, encontró una carpeta amarillenta marcada como caso Carmela Gutiérrez, 1915. El apellido coincidía con el de la anciana recientemente fallecida y la fecha se remontaba a 35 años atrás. Intrigado y nervioso, Joaquín abrió el expediente.
Las páginas estaban escritas con una caligrafía elegante y precisa. Según el informe, Carmela Gutiérrez había sido una joven de 18 años, ingresada con un diagnóstico de histeria y melancolía aguda tras la muerte de su padre. Las notas describían a una muchacha hermosa de temperamento artístico y sensibilidad extrema. El médico tratante era un joven doctor Ernesto Alarcón, recién llegado de Europa. Joaquín pasó las páginas cada vez más absorto.
Los tratamientos incluían baños de agua fría, sedantes y terapia de conversación, un método innovador para la época. A medida que avanzaban las semanas, las anotaciones de Alarcón se volvían más personales, menos clínicas. describía el progreso de Carmela con un entusiasmo inusual, mencionando su risa melodiosa y sus ojos que contienen toda la tristeza y belleza del mundo.
Las últimas entradas eran inquietantes. Alarcón escribía sobre sentimientos impropios, sobre sueños en los que Carmela aparecía como Venus emergiendo de las aguas. La nota final, fechada en octubre de 1915 era breve y críptica. Carmela ha partido, mi corazón con ella. La esperaré. Adjunto al expediente había un sobre pequeño.
Dentro Joaquín encontró una fotografía sepia de una joven hermosa con grandes ojos oscuros y cabello largo recogido en un moño bajo. Al reverso, escrito con la misma caligrafía del informe, “Mi Carmela eternamente.” ¿Qué hace usted con eso? Joaquín se sobresaltó y dejó caer la fotografía. En la puerta del archivo estaba la señora Vega con los brazos cruzados y expresión severa.
Yo estaba organizando los expedientes antiguos. Balbuceó. Ese archivo está restringido. La mujer se acercó y recogió la fotografía, guardándola cuidadosamente en el sobre. El doctor Alarcón no apreciaría su curiosidad, señor Mendoza. ¿Quién era ella? se atrevió a preguntar. Carmela Gutiérrez.
La enfermera jefa, lo miró largamente como evaluando cuánto podía revelar. Finalmente, con un suspiro, respondió, “Era la hija del fundador del hospital, don Manuel Gutiérrez, una joven trágica que se enamoró del doctor Alarcón cuando él llegó de Austria. Un amor prohibido. Su padre se opuso fervientemente. ¿Y qué ocurrió? Se quitó la vida.
Se ahogó en el río Santa Catarina una noche de tormenta. La señora Vega bajó la voz. El doctor Alarcón nunca se recuperó. Desde entonces dedica su vida a este hospital y a buscarla. Buscarla. Pero si está muerta. La mujer guardó el expediente en un cajón con llave. El doctor tiene teorías peculiares sobre la reencarnación.
cree que el alma de Carmela regresa una y otra vez y que puede reconocerla. Un escalofrío recorrió la espalda de Joaquín. La anciana que falleció la semana pasada también se llamaba Carmela Gutiérrez. Era la sobrina nieta de la joven original nombrada en su honor. La señora Vega lo miró con dureza. Le sugiero que olvide este asunto, señor Mendoza, por su propio bien.
Esa noche, durante la cena en el comedor comunal, Joaquín observaba al doctor Alarcón sentado en la mesa principal. El director comía con movimientos mecánicos, sin participar en las conversaciones a su alrededor. De vez en cuando, sus ojos azules recorrían el comedor, deteniéndose brevemente en cada rostro femenino.
“Siempre hace eso”, susurró Martina sentada junto a Joaquín. “Examina a todas las mujeres, busca algo en ellas. El qué, no lo sé, pero las pacientes le temen. Dicen que en sus revisiones les hace preguntas extrañas sobre sus vidas pasadas, sobre recuerdos de lugares que nunca han visitado. Después de la cena, Joaquín decidió investigar más.
Se dirigió a la biblioteca del hospital, un espacio polvoriento raramente utilizado. Entre periódicos antiguos y libros médicos desactualizados. buscó referencias al caso de Carmela Gutiérrez. Encontró un recorte amarillento de El Norte de 1915 que mencionaba brevemente el suicidio de la joven.
Otro artículo, fechado tres días después informaba del intento de suicidio de un médico austríaco que había sido encontrado inconsciente a orillas del mismo río con los bolsillos llenos de piedras. Un ruido lo sobresaltó. Alguien había entrado en la biblioteca. Joaquín se ocultó tras una estantería conteniendo la respiración. Sé que estás investigando, Mendoza.
La voz del doctor Alarcón resonó entre los libros. La curiosidad es admirable en un profesional médico, pero también puede ser peligrosa. Joaquín permaneció inmóvil sintiendo como el sudor frío resbalaba por su espalda. Mañana habrá un nuevo ingreso”, continuó Alarcón, su voz aproximándose. Una joven de Saltillo, 22 años, melancolía severa.
Me gustaría que te encargaras personalmente de su admisión. Los pasos se detuvieron junto a la estantería tras la que se escondía. Joaquín podía oler el aroma a colonia cara y antiséptico que siempre acompañaba al director. Esta podría ser la indicada Mendoza. Después de tanto tiempo, finalmente podría ser ella.
La mañana siguiente amaneció gris y húmeda, con una llovizna fina que envolvía el hospital en una bruma fantasmal. Joaquín esperaba en la entrada principal, como le había ordenado el doctor Alarcón. A pesar del clima fresco, sentía el cuello de la camisa empapado de sudor.
“Pareces nervioso”, comentó la señora Vega, que se había unido a él con el registro de admisiones. “¿No dormiste bien?” “Estoy perfectamente”, mintió Joaquín. Un automóvil negro se detuvo frente a la entrada. El chóer, un hombre corpulento con sombrero de ala ancha, descendió y abrió la puerta trasera.
De ella emergió primero un hombre de mediana edad, vestido con traje oscuro, seguido por una joven que parecía reacia a abandonar la seguridad del vehículo. “Don Francisco Ochoa y su hija Isabel”, anunció la señora Vega en voz baja. Familia importante de Saltillo, textiles. Joaquín observó a la joven mientras se acercaban.
Isabel Ochoa era una muchacha delgada, con piel pálida y cabello negro que caía en ondas suaves hasta sus hombros. Mantenía la mirada fija en el suelo, como si cada paso requiriera toda su concentración. Bienvenidos al San Juan de Dios, saludó la enfermera jefa. El doctor Alarcón los está esperando.
Mientras avanzaban por los pasillos, Joaquín notó que Isabel temblaba ligeramente. Llevaba un vestido sencillo de color azul oscuro y un chal de lana sobre los hombros, a pesar del calor que hacía dentro del edificio. Sus manos, pequeñas y de dedos finos, aferraban un bolso de cuero gastado con fuerza.
En el despacho del director, Alarcón los recibió con formalidad estudiada. Sus ojos, sin embargo, se posaron inmediatamente en Isabel con una intensidad que hizo que Joaquín se sintiera incómodo. “Señorita Ochoa”, dijo el doctor tomando la mano de la joven entre las suyas. Es un placer conocerla finalmente. Su padre me ha hablado mucho de usted. Isabel levantó la mirada brevemente.
Sus ojos, notó Joaquín con un sobresalto, eran de un marrón tan oscuro que parecían negros. Los mismos ojos que había visto en la fotografía sepia de Carmela Gutiérrez. Doctor Alarcón, habló don Francisco. Confío en que podrá ayudar a mi hija. Desde la muerte de su madre hace 6 meses ha caído en una melancolía profunda.
Apenas come, no duerme y ha tenido episodios preocupantes. ¿Qué tipo de episodios? Preguntó al Arcón sin soltar la mano de Isabel. habla de personas que no conocemos, de lugares donde nunca ha estado. A veces despierta gritando en mitad de la noche diciendo que se ahoga.
El director asintió lentamente una sonrisa casi imperceptible curvando sus labios. Son síntomas que conozco bien. Descuide, don Francisco. Cuidaremos de Isabel como si fuera nuestra propia hija. Tras firmar los documentos de ingreso y una emotiva despedida. Don Francisco se marchó dejando a su hija al cuidado del hospital. Joaquín fue asignado para mostrarle su habitación en el pabellón de mujeres.
No tenga miedo le dijo mientras caminaban por el pasillo. El doctor Alarcón es uno de los mejores especialistas del país. Isabel lo miró por primera vez directamente. No tengo miedo del hospital, respondió con voz suave. Tengo miedo de mí misma, de lo que veo cuando cierro los ojos.
¿Y qué es lo que ve? Agua, siempre agua oscura cerrándose sobre mí. Y un hombre llamándome desde la orilla. Isabel se detuvo frente a la ventana que daba al río lejano. Es extraño, pero desde que llegamos a Monterrey siento que ya he estado aquí antes, como si regresara a un lugar que conocía en otra vida. El corazón de Joaquín dio un vuelco.
“¿Ha oído hablar alguna vez de una mujer llamada Carmela Gutiérrez?” Isabel frunció el seño. “No, no conozco ese nombre. ¿Por qué?” “Por nada.” Respondió rápidamente. Solo curiosidad. La habitación asignada a Isabel era mejor que las demás, más amplia, con una ventana grande que daba al jardín trasero y muebles de buena calidad.
Era evidente que el doctor Alarcón había dado instrucciones especiales. “Vendrán a traerle la cena en una hora”, explicó Joaquín. “Si necesita algo, solo tiene que llamar.” Cuando estaba a punto de salir, Isabel lo detuvo. “Señor Mendoza, ¿puedo confiar en usted?” La pregunta lo tomó por sorpresa.
“Por supuesto, hay algo extraño en este lugar. Desde que cruzamos la puerta siento que alguien me observa, no el doctor, sino algo más. Isabel sacó un pequeño libro de su bolso. Encontré esto entre las cosas de mi madre después de su muerte. Es un diario que escribió cuando era joven y estuvo de visita en Monterrey. Joaquín tomó el libro con cuidado.
Era un diario encuadernado en cuero rojo con las iniciales MG grabadas en la portada. Mi madre se llamaba María Guadalupe”, explicó Isabel. Nunca me habló de su estancia aquí, pero en este diario describe un romance secreto con un médico extranjero y menciona a su prima Carmela, que se había quitado la vida años antes. Joaquín sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
Puedo puedo leer este diario, por eso se lo muestro. Creo que hay una conexión entre lo que le pasó a mi madre y lo que me está pasando a mí, y tengo la sensación de que usted podría ayudarme a entenderlo. Esa noche, escondido en su habitación con una vela como única iluminación, Joaquín leyó el diario de María Guadalupe.
Las páginas relataban como en 1925 la joven de 17 años había visitado Monterrey con su familia y conocido al enigmático Dr. Alarcón. Describía su fascinación por el médico austríaco y cómo este parecía igualmente cautivado por ella. Me mira como si buscara a alguien más en mis ojos escribía María. me hace preguntas sobre sueños, sobre sensaciones de Dejabu.
Me ha mostrado fotografías de su Carmela y dice que tenemos el mismo espíritu que es regresado a él. Las últimas entradas eran inquietantes. María relataba como Alarcón la había llevado una noche al río Santa Catarina, al lugar exacto donde Carmela se había ahogado. Quiere que recuerde, insiste en que puedo recordar mi vida anterior si me esfuerzo.
Hoy me ha besado junto al río y por un momento he sentido que me hundía en el agua. ha sido aterrador. La entrada final fechada el 23 de junio de 1925 decía simplemente debo huir. No soy ella, nunca seré ella y temo lo que pueda hacer para convertirme en su carmela. Joaquín cerró el diario sintiendo un escalofrío.
Todo encajaba en un patrón perturbador, al Arcón, buscando a la reencarnación de su amada Carmela, generación tras generación. Primero María Guadalupe, ahora su hija Isabel y entre ellas, ¿cuántas más? ¿Cuántas mujeres habían pasado por las manos del doctor sometidas a sus tratamientos en búsqueda de recuerdos que nunca existieron? Un grito agudo rompió el silencio nocturno. Venía del pabellón de mujeres.
Joaquín corrió por los pasillos oscuros siguiendo los gritos. Otros miembros del personal también habían despertado y se dirigían hacia el pabellón femenino. Cuando llegó a la habitación de Isabel, la puerta estaba abierta y varias enfermeras rodeaban la cama vacía. ¿Dónde está?, preguntó jadeando.
El doctor Alarcón la ha llevado para un tratamiento de urgencia, respondió una de las enfermeras evitando su mirada. Tuvo un episodio violento. ¿A dónde la llevó exactamente? Nadie respondió. La señora Vega apareció en la puerta, su rostro una máscara de profesionalidad que no lograba ocultar del todo su preocupación. “Todos, regresen a sus puestos”, ordenó. “La situación está bajo control.
Señora Vega, insistió Joaquín. Necesito saber dónde está la señorita Ochoa. La enfermera jefa lo tomó del brazo y lo apartó del grupo. Cuando estuvieron solos en el pasillo, habló en voz baja y tensa. No interfiera, Mendoza. Hay cosas que es mejor no saber. Vi lo que hace con los cadáveres. Soltó Joaquín.
Y he leído sobre Carmela, sobre María Guadalupe. Sé que está obsesionado, que busca a su amada perdida en cada paciente que se le parece. La mujer palideció. No sabe de lo que habla. Isabel está en peligro, ¿verdad? ¿Dónde la tiene? Después de un momento de duda, la señora Vega respondió, “En elboratorio del sótano, pero no puede interrumpir el tratamiento.
Sería peligroso para todos.” Joaquín no esperó más explicaciones. Corrió hacia las escaleras que conducían al sótano, ignorando las advertencias de la enfermera jefa. Su mente repasaba frenéticamente lo que sabía. La obsesión de Alarcón con Carmela, su creencia en la reencarnación, los tratamientos para despertar recuerdos de vidas pasadas y el beso a la anciana muerta.
El sótano estaba pobremente iluminado con varias puertas a lo largo de un pasillo húmedo. Al final, una emitía un resplandor verdoso bajo la puerta. se acercó sigilosamente y escuchó. “Concéntrate, Isabel”, decía la voz de Alarcón. “Mira fijamente la luz, respira profundamente. Con cada respiración regresas más atrás en el tiempo, más allá de tu nacimiento, más allá de esta vida. Me duele la cabeza,” respondió la voz débil de Isabel. “Por favor, déjeme descansar.
Aún no. Estamos cerca. Puedo sentirlo. Tus ojos son sus ojos. Tu voz es su voz. Solo necesitas recordar. Joaquín empujó la puerta lentamente. El laboratorio era una estancia amplia llena de equipos médicos, algunos modernos y otros que parecían reliquias de otro siglo. En el centro, Isabel estaba sentada en una silla reclinable con electrodos conectados a sus cienes.
Frente a ella, un péndulo hipnótico oscilaba reflejando la luz verde de una lámpara cercana. El doctor Alarcón, de espaldas a la puerta, sostenía una jeringa llena de un líquido transparente. “Este suero te ayudará a atravesar las barreras de la memoria”, decía. “Lo desarrollé específicamente para casos como el tuyo, doctor”, llamó Joaquín con firmeza.
Alarcón se volvió lentamente. Su rostro mostraba una calma inquietante. “¡Ah, Mendoza! Debí imaginar que vendría. Su curiosidad es admirable, aunque inoportuna. Suelte esa jeringa. Lo que está haciendo es antiético y peligroso. Antiético. Alarcón rió suavemente. Es ciencia Mendoza, investigación de frontera. ¿Sabe cuánto tiempo llevo estudiando el fenómeno de la transmigración del alma? 35 años desde que mi Carmela se quitó la vida. Isabel no es Carmela.
Como tampoco lo era su madre, ni la señora Gutiérrez, que falleció la semana pasada, el doctor miró a Joaquín con intensidad febril. Están todas conectadas. El alma de Carmela busca regresar a mí, pero algo la retiene. Un trauma, el recuerdo de su muerte. Señaló a Isabel que parecía semiconsciente. Esta joven tiene sueño sobre ahogarse. Ve el río en sus pesadillas.
No lo entiende. Es la más cercana hasta ahora. Joaquín dio un paso hacia delante. Lo que usted necesita es ayuda profesional, doctor. Este experimento termina ahora. ¿Y quién va a detenerme? Usted. Alarcón dejó la jeringa y extrajo un visturí del bolsillo de su bata. He dedicado mi vida a esto.
He esperado demasiado tiempo. No permitiré que un simple enfermero arruine mi oportunidad de recuperarla. se movió con sorprendente agilidad para su edad, abalanzándose sobre Joaquín con el visturí en alto. Joaquín apenas tuvo tiempo de esquivar el ataque, recibiendo un corte superficial en el brazo. Retrocedió buscando algo para defenderse.
“Isabel!” gritó, “¡Despierta! Tenemos que salir de aquí.” La joven parpadeó confusa, intentando enfocar la vista en la escena frente a ella. Alarcón aprovechó la distracción para atacar nuevamente. Esta vez, Joaquín agarró una bandeja metálica y la usó para desviar el visturí. “Está loco”, exclamó. Todos estos años buscando a alguien que se ha ido para siempre.
“No está muerta”, rugió al arcón, “solo perdida. Y la encontraré, aunque tenga que abrir mil cráneos para estudiar los recuerdos residuales del cerebro.” Esas palabras helaron la sangre de Joaquín, los cuerpos en la morgue, ¿qué les hacía realmente? La sonrisa del doctor era aterradora. Investigación, por supuesto. El cerebro conserva memorias incluso después de la muerte clínica.
Con los métodos adecuados se pueden extraer. Isabel había comenzado a quitarse los electrodos moviendo sus manos temblorosas con dificultad. Al arcón la vio y se volvió hacia ella. Quédate quieta, mi Carmela. Estamos tan cerca. Joaquín aprovechó el momento para lanzarse contra el doctor. Ambos cayeron al suelo en un forcejeo violento.
El visturí cortó el aire peligrosamente cerca del rostro de Joaquín. Con un esfuerzo desesperado, logró sujetar la muñeca de Alarcón y golpearla contra el suelo hasta que el visturí cayó de su mano. Isabel, corre, busca ayuda. La joven se tambaleó hacia la puerta, pero se detuvo. No puedo dejarlo solo con él.
Alarcón aprovechó la distracción para golpear a Joaquín en el estómago, dejándolo sin aliento. Se incorporó y recogió el visturí. Nadie va a ninguna parte. Esta noche termina todo. Si no puedo despertar sus recuerdos, los encontraré directamente. La puerta del laboratorio se abrió de golpe. La señora Vega entró seguida por dos enfermeros corpulentos.
Basta, Ernesto! exclamó la mujer. Se acabó. Tú también, Concepción. El doctor parecía genuinamente dolido. Después de todos estos años apoyándome, apoyé tu investigación científica, ¿no? Esto. La enfermera jefa señaló a Isabel. Esta chica es inocente como lo fueron todas las demás.
Los enfermeros se acercaron cautelosamente a Alarcón, que retrocedió hasta quedar junto a una mesa llena de frascos con especímenes conservados. Entre ellos, Joaquín notó con horror, había varios fragmentos de cerebros humanos. “No lo entienden”, murmuró al arcón, su voz quebrándose. Estaba tan cerca, tan cerca de encontrarla.
Con un movimiento repentino, Alarcón arrojó varios frascos al suelo, creando una barrera de vidrio roto y formaldeído. Luego corrió hacia una puerta lateral que Joaquín no había notado antes. “Va hacia la salida del río”, gritó la señora Vega. Deténganlo. La lluvia se había intensificado, transformándose en un aguacero violento que azotaba Monterrey.
Joaquín, seguido por los dos enfermeros, corrió tras el doctor Alarcón a través del túnel que conectaba el sótano del hospital con una salida cercana al río Santa Catarina. El pasadizo era estrecho y húmedo, apenas iluminado por bombillas débiles que colgaban del techo a intervalos irregulares. “Cuidado!”, gritó uno de los enfermeros cuando parte del techo se desprendió bloqueando parcialmente el camino.
Superaron el obstáculo y emergieron a la noche tormentosa. La salida del túnel daba a una pendiente escarpada que descendía hasta la orilla del río. La corriente, normalmente mansa, se había convertido en un torrente furioso que arrastraba ramas y escombros. A lo lejos, iluminada intermitentemente por relámpagos, vieron la figura de Alarcón descendiendo hacia el agua.
“Está loco”, exclamó el otro enfermero. “Con esta crecida, el río es mortal.” Joaquín no dudó. A pesar del peligro, comenzó a bajar por la pendiente resbaladiza. La lluvia le golpeaba el rostro con fuerza, dificultando su visión. Sus zapatos se hundían en el barro, obligándolo a sujetarse de arbustos y rocas para no caer.
Detrás escuchó a la señora Vega llamándolo: “¡Mendoza! Espere los refuerzos.” Pero no había tiempo. Alarcón había llegado ya a la orilla y para horror de Joaquín se adentraba en las aguas turbulentas. “¡Doctor Alarcón!”, gritó. Regrese. Es peligroso. El director se volvió. Bajo la luz de un relámpago, su rostro apareció transfigurado por una expresión de éxtasis casi religioso.
La veo, Mendoza, está ahí esperándome. Mi Carmela me llama desde el agua. Joaquín comprendió entonces la terrible verdad. Al arcón no escapaba. Iba al encuentro de su amada, al mismo lugar donde ella había encontrado la muerte. 35 años atrás. No lo haga.
Joaquín había llegado a la orilla y el agua ya le cubría los tobillos. Podemos hablar, podemos buscar ayuda para usted. Nadie puede ayudarme. Al arcón se adentró más, el agua llegándole ya a la cintura. Solo ella, solo Carmela. Un tronco arrastrado por la corriente golpeó al doctor haciéndole perder el equilibrio.
Desapareció bajo la superficie durante un momento angustioso para emerger tosiendo y agitando los brazos. Sin pensar en su propia seguridad, Joaquín se lanzó al agua. La corriente era mucho más fuerte de lo que había calculado, arrastrándolo inmediatamente varios metros. Luchó contra ella con todas sus fuerzas, intentando alcanzar a Alarcón, que se debatía cada vez más lejos.
“Agárrese a algo”, gritó, pero su voz se perdió en el rugido del agua y los truenos. Logró sujetarse a una rama que sobresalía de la orilla y extender su brazo libre hacia el doctor. Por un instante, sus dedos se rozaron. Luego otra violenta oleada lo separó. “Carmela!” Fue el último grito de Alarcón.
antes de que la corriente lo arrastrara definitivamente río abajo, perdiéndose en la oscuridad tormentosa. Joaquín sintió que sus fuerzas lo abandonaban. La rama a la que se aferraba comenzaba a ceder y el frío entumecía a sus miembros. Cuando estaba a punto de soltarse, unas manos fuertes lo sujetaron y tiraron de él hacia la orilla.
Los enfermeros y varios hombres más, guardias de seguridad del hospital supuso, lo arrastraron fuera del agua, tosiendo y temblando, Joaquín se desplomó sobre el barro. El doctor, murmuró, se ha ido respondió uno de los hombres. Nadie podría sobrevivir a esa corriente. En lo alto de la pendiente, iluminada por la luz de las linternas, Joaquín vio a la señora Vega abrazando a Isabel, protegiéndola de la lluvia con una manta.
La joven miraba hacia el río con expresión indescifrable. Tres días después de la desaparición del doctor Alarcón, el Hospital San Juan de Dios bullía con rumores y especulaciones. La versión oficial, según informaron los periódicos locales, era que el eminente médico había sufrido un accidente mientras inspeccionaba los daños causados por la tormenta en las instalaciones cercanas al río. Su cuerpo aún no había sido recuperado.
Joaquín, recuperándose de un resfriado severo tras su inmersión en las aguas heladas, fue llamado al despacho que ahora ocupaba la señora Vega como directora interina. La mujer lo recibió con una expresión grave. Siéntese Mendoza. Tenemos que hablar. Joaquín tomó asiento, observando que sobre el escritorio había varias carpetas antiguas y el diario de María Guadalupe que le había entregado Isabel. ¿Cómo está la señorita Ochoa? preguntó mejor.
Su padre vino a recogerla ayer. Le hemos explicado que sufrió una crisis nerviosa debido al cambio de ambiente. La señora Vega entrelazó sus dedos. Ella no recuerda mucho de lo ocurrido esa noche. El suero experimental de Alarcón tiene ese efecto secundario. Amnesia parcial. Es una bendición en este caso.
¿Y qué pasará ahora con el hospital? Esa es la cuestión que quería discutir con usted. La mujer abrió una de las carpetas. He pasado estos días revisando los archivos privados de Ernesto. Lo que he encontrado es perturbador. Le mostró fotografías de mujeres jóvenes, todas con cierto parecido entre sí. Ojos grandes y oscuros, cabello negro, rasgos delicados.
Junto a cada foto había notas clínicas y observaciones personales escritas por Alarcón. 20 mujeres en 35 años, explicó la señora Vega, todas tratadas personalmente por él, todas sometidas a sus terapias experimentales para recuperar supuestos recuerdos de vidas pasadas. ¿Sabía usted lo que hacía?, preguntó Joaquín, incapaz de ocultar su indignación. La mujer bajó la mirada. Al principio no.
Cuando llegué aquí hace 20 años, Ernesto ya era una leyenda, un innovador en psiquiatría que había estudiado con Freud en Viena. Sus métodos parecían excéntricos, pero efectivos. Cuando se dio cuenta de la verdad, poco a poco notaba patrones, su predilección por cierto tipo de pacientes, los tratamientos que solo él administraba, las desapariciones ocasionales. La señora Vega suspiró profundamente.
Debía haberlo detenido antes, pero estaba tan sola y él era persuasivo. ¿Qué quiere decir? La mujer extrajo una fotografía antigua de su bolsillo. En ella aparecía una joven Concepción Vega junto a un Ernesto Alarcón en la plenitud de su vida. Estaban sonriendo, sus cuerpos cercanos, en una familiaridad que sugería más que una relación profesional.
Lo amaba confesó, y él me utilizaba para acercarse a ellas, a sus Carmelas. La amargura en su voz era palpable. me decía que eran tratamientos revolucionarios, que estaba ayudándolas y yo le creía o quería creerle. Joaquín contempló a la mujer con nueva comprensión, por eso me advirtió que no interfiriera, pero al final usted nos ayudó. Isabel me recordó a mí misma cuando era joven, inocente, vulnerable.
No podía permitir que Ernesto le hiciera lo mismo que a las otras. ¿Qué les hizo exactamente? La señora Vega señaló otra carpeta más gruesa. Experimentos. Primero hipnosis, luego drogas cada vez más potentes. Algunas pacientes sufrieron daños cerebrales permanentes. Otras fueron utilizadas después de su muerte para sus estudios de memoria residual postmortem.
Joaquín sintió náuseas al recordar los frascos con especímenes cerebrales en el laboratorio y nadie lo detuvo en todos estos años. El hospital pertenecía a la familia Gutiérrez. Después del suicidio de Carmela y la muerte de su padre, quedó bajo el control de una fundación presidida por Ernesto. Tenía poder absoluto aquí.
Se produjo un silencio pesado roto solo por el tic tac del reloj de pared. ¿Qué pasará ahora?, preguntó finalmente Joaquín. Oficialmente, el doctor Alarcón murió en un trágico accidente. Su obsesión, sus experimentos, todo quedará enterrado con él. La señora Vega lo miró intensamente. Es lo mejor para todos, especialmente para las víctimas y sus familias.
¿Y qué hay de la justicia? ¿Qué justicia puede haber ahora? Él está muerto. Exponer sus crímenes solo traería más sufrimiento. La mujer cerró las carpetas con decisión. El hospital continuará bajo mi dirección con cambios significativos y necesitaré personas de confianza a mi lado. Me está ofreciendo un ascenso. Le estoy ofreciendo una responsabilidad.
Ayúdeme a reconstruir este lugar, a convertirlo en lo que siempre debió ser. un verdadero centro de sanación. Esa noche Joaquín no podía dormir. Las revelaciones del día pesaban sobre su conciencia. Era correcto mantener en secreto los crímenes de Alarcón. No merecían las víctimas que se conociera la verdad.
Un golpe suave en su puerta interrumpió sus cavilaciones. Al abrir se sorprendió al encontrar a Isabel Ochoa. Pensé que se había marchado dijo. Mi padre está en el hotel. Le dije que había olvidado algo importante. Isabel entró en la habitación y cerró la puerta tras ella. Necesitaba hablar con usted antes de irme definitivamente.
Llevaba un vestido sencillo de color claro que contrastaba con su cabello oscuro. Parecía más serena que cuando la conoció, como si un peso hubiera sido levantado de sus hombros. ¿Qué recuerda de esa noche?, preguntó Joaquín. fragmentos, la luz verde, el péndulo, la voz del doctor pidiéndome que recordara algo sobre un río.
Isabel se sentó en la única silla de la habitación. Pero hay algo más, algo que no le he contado a nadie. ¿Qué cosa? Durante la hipnosis, cuando estaba semiconsciente, vi algo o a alguien. Isabel cerró los ojos brevemente. Una mujer joven vestida a la moda de principios de siglo, me sonreía con tristeza desde el otro lado de la habitación y luego desapareció cuando usted entró. Joaquín sintió un escalofrío.
¿Cree que era Carmela? No lo sé. Tal vez fue una alucinación provocada por las drogas. Isabel abrió su bolso y extrajo una pequeña caja de madera. Encontré esto entre las cosas de mi madre después de su muerte. Nunca supe qué significaba hasta ahora. Dentro de la caja había un guardapelo antiguo de plata.
Al abrirlo, Joaquín vio un mechón de cabello negro atado con una cinta azul descolorida. Es de ella, ¿verdad?, preguntó Isabel. De la original de Carmela. ¿Por qué lo guardaba su madre? Creo que el doctor se lo dio cuando la trataba, como una especie de talismán para ayudarla a recordar. Isabel cerró el guardapelo. Quiero que lo entierre por mí cerca del río donde murió.
Tal vez así pueda finalmente descansar. ¿Por qué yo? Porque usted la salvó. No solo a mí, sino a ella también, a todas ellas. Isabel se levantó dejando la pequeña caja en manos de Joaquín. Me marcho mañana a Saltillo. No creo que regrese a Monterrey jamás. ¿Estará bien? Preguntó él genuinamente preocupado. La joven sonrió levemente. Los sueños sobre el ahogamiento han cesado.
Creo que es una buena señal. Cuando Isabel se marchó, Joaquín contempló el guardapelo a la luz de la lámpara. un objeto tan pequeño, testigo de tanto sufrimiento. Se preguntó cuántas mujeres habrían sido arrastradas a la obsesión de Alarcón, cuántas vidas alteradas en su búsqueda imposible. Esa noche soñó con el río, pero no era un sueño de ahogamiento, sino de liberación.
Vio a una joven de vestido blanco alejándose por la corriente, su rostro finalmente en paz. Una semana después, el cuerpo del Dr. Ernesto Alarcón fue finalmente recuperado por pescadores, varios kilómetros río abajo. Estaba en avanzado estado de descomposición, pero fue identificado por sus ropas y el anillo de sello que siempre llevaba.
Se organizó un funeral discreto al que asistió principalmente el personal del hospital. La señora Vega pronunció un breve y ambiguo elogio sobre un médico brillante pero atormentado. Joaquín observaba la ceremonia desde cierta distancia, sin poder evitar una sensación de irrealidad. El ataúd contenía los restos del hombre que había dedicado su vida a una obsesión macabra que había violado todos los principios de la ética médica en su búsqueda desesperada. Y sin embargo, allí estaba.
recibiendo los últimos honores como si hubiera sido un benefactor de la humanidad. Después del funeral, la señora Vega se acercó a él. He recibido una carta de la junta directiva de la Fundación Gutiérrez. han aprobado mi nombramiento como directora permanente. Felicidades respondió Joaquín sin entusiasmo.
También han aprobado mis recomendaciones para la reorganización del personal. A partir del lunes usted será el nuevo jefe de enfermería del pabellón norte. No estoy seguro de querer quedarme, señora Vega. La mujer lo miró con comprensión. Lo entiendo, pero piénselo antes de decidir. Este hospital necesita personas como usted, Mendoza, personas con integridad.
Esa tarde Joaquín bajó al río con el guardapelo que le había entregado Isabel. El nivel del agua había descendido tras las tormentas, revelando una orilla pedregosa. Encontró un lugar tranquilo donde el río formaba una pequeña ensenada. Según los archivos que había consultado, era acerca de este punto donde el cuerpo de Carmela había sido recuperado en 1915.
Extrajo el mechón de cabello del guardapelo y lo dejó caer al agua, observando como la corriente lo arrastraba suavemente. Luego arrojó también el guardapelo vacío. “Descansa en paz, Carmela”, murmuró. “y todas las que vinieron después.” Al volver al hospital, encontró a la señora Vega esperándolo en la entrada principal.
“Hay algo que debe ver”, dijo ella con expresión preocupada. Hemos comenzado a vaciar el laboratorio privado de Ernesto. Lo condujo al sótano, ahora iluminado por varias lámparas potentes. El espacio que antes parecía siniestro y claustrofóbico se veía ahora como lo que realmente era, un laboratorio destartalado y anticuado.
Varios trabajadores retiraban equipos y cajas bajo la supervisión de Martina. Encontramos esto detrás de un panel falso”, explicó la señora Vega señalando una puerta de metal que había quedado al descubierto, un compartimento secreto, algo así. La puerta conducía a una pequeña habitación que más parecía un santuario.
Las paredes estaban cubiertas de fotografías de mujeres, todas con el mismo tipo de rasgos que recordaban a Carmela Gutiérrez. Algunas fotos eran antiguas, de los años 20 y 30. Otras más recientes. Bajo cada imagen había una placa con un nombre y dos fechas. Son todas sus pacientes especiales dijo la señora Vega, las que sometió a sus tratamientos más intensivos.
Joaquín recorrió la habitación sintiendo una mezcla de horror y tristeza. Algunos nombres le resultaban familiares por los expedientes que había revisado. Otras eran desconocidas. Las fechas indicaban que algunas habían pasado solo días en el hospital antes de antes de ¿qué? Morir, escapar, ser transferidas.
En el centro de la habitación había un altar improvisado con velas consumidas y, presidiendo todo, una fotografía ampliada de la Carmela original. A diferencia de la imagen sepia que había visto en el expediente, esta mostraba a una joven sonriente en un jardín florido. Parecía llena de vida y alegría, completamente ajena al destino trágico que le esperaba y a la obsesión que desencadenaría su muerte. ¿Qué hacemos con todo esto?, preguntó Joaquín.
La señora Vega miró alrededor con expresión cansada. destruirlo, todo, las fotos, los registros, los instrumentos. Nadie debe saber jamás lo que ocurrió aquí. Y las familias de estas mujeres no merecen conocer la verdad. Qué verdad, Mendoza, que sus hijas, hermanas, madres, fueron víctimas de un hombre obsesionado con reencarnaciones, que algunas acabaron con daños cerebrales permanentes por sus experimentos, que utilizó sus cuerpos después de muertas para sus investigaciones. La mujer negó con la cabeza.
Esa verdad no traería paz a nadie. Joaquín recorrió nuevamente la habitación observando los rostros de todas aquellas mujeres. Había algo hipnótico en su similitud, como variaciones sobre un mismo tema. ¿Cuántas habían creído realmente que eran la reencarnación de Carmela bajo la influencia de las drogas y la hipnosis de Alarcón? ¿Cuántas habían enloquecido en el proceso? Algo llamó su atención en una esquina, una caja de madera tallada.
Al abrirla, encontró docenas de mechones de cabello negro, cada uno etiquetado con un nombre y una fecha. Los coleccionaba, murmuró horrorizado, como trofeos. Ayúdeme a terminar con esto, Mendoza, pidió la señora Vega. Ayúdeme a enterrar este horror para siempre. Esa noche, en el patio trasero del hospital, Joaquín y la señora Vega quemaron el contenido de la habitación secreta, las fotografías, los registros, los mechones de cabello, todo se convirtió en cenizas bajo el cielo estrellado de Monterrey. Trabajaron en silencio, cada uno perdido
en sus propios pensamientos. “¿Cree que realmente las amaba?”, preguntó Joaquín finalmente, mientras observaban arder las últimas fotografías. a Carmela y a todas las que vinieron después. El amor verdadero no destruye, Mendoza. La señora Vega arrojó al fuego el último mechón de cabello.
Lo que Ernesto sentía era obsesión, posesión, locura. Confundió el amor con la necesidad de controlar, de poseer no solo el cuerpo, sino el alma. Cuando todo quedó reducido a cenizas, la mujer las recogió en una urna pequeña. “Mañana las esparciré en el río”, dijo, “donde todo comenzó y todo terminó.
El otoño llegó a Monterrey transformando el paisaje con tonos ocres y dorados. Joaquín, contra todo pronóstico, había decidido quedarse en el Hospital San Juan de Dios. Como nuevo jefe de enfermería, implementó cambios significativos en los protocolos de cuidado, poniendo énfasis en el trato humano y respetuoso a los pacientes. Bajo la dirección de la señora Vega, el hospital experimentó una transformación notable.
El sótano fue completamente renovado y convertido en una moderna sala de rehabilitación. El laboratorio privado de Alarcón y la Morgue fueron reubicados a un nuevo edificio anexo con equipamiento actualizado y procedimientos transparentes. La historia oficial sobre el Dr.
Alarcón se había establecido firmemente, un médico brillante cuya vida terminó trágicamente durante una tormenta. Sus contribuciones a la psiquiatría eran mencionadas vagamente en los folletos del hospital, sin entrar en detalles sobre sus métodos o investigaciones. Una tarde de noviembre, mientras Joaquín revisaba unos expedientes en su nueva oficina, recibió una visita inesperada. Don Francisco Ochoa, el padre de Isabel.
“Señor Mendoza,” saludó el hombre con formalidad. Espero no interrumpir su trabajo. En absoluto, don Francisco, por favor, siéntese. ¿Cómo está, Isabel? Mucho mejor, gracias a Dios. Ha vuelto a pintar algo que no hacía desde la muerte de su madre. El hombre extrajo un sobre de su chaqueta.
De hecho, me pidió que le entregara esto personalmente. Dentro del sobre había un dibujo al carboncillo, un retrato de Joaquín realizado con sorprendente precisión y sensibilidad. Al pie de la página, Isabel había escrito: “A mi Salvador, gracias por liberarnos a todas. Tiene talento”, comentó Joaquín conmovido.
Siempre lo tuvo, pero durante meses solo dibujaba agua, ríos, escenas de ahogamiento. Don Francisco hizo una pausa. Nunca me explicaron exactamente qué ocurrió aquella noche. La señora Vega mencionó una crisis nerviosa, pero intuyo que hay más en esta historia. Joaquín dudó cuánto debía revelar, cuánto podría soportar este hombre sobre lo que realmente había pasado con su hija y posiblemente con su difunta esposa. Don Francisco, lo importante es que Isabel está mejor ahora.
Los detalles de su tratamiento son confidenciales. Lo sé. El hombre sonríó con tristeza. Es lo mismo que me dijo la señora Vega, pero como padre no puedo evitar preguntarme. Tras un momento de silencio, añadió, María Guadalupe, mi esposa, estuvo internada aquí brevemente en su juventud.
Nunca quiso hablar de esa experiencia y ahora Isabel tiene pesadillas similares a las que atormentaban a su madre. Las coincidencias existen, don Francisco. Ah, coincidencias. El hombre lo miró penetrantemente en el delirio de su enfermedad final. Mi esposa mencionaba constantemente a alguien llamada Carmela.
Decía que venía a buscarla, que tenía que huir antes de que él la encontrara de nuevo. Joaquín mantuvo el rostro impasible, aunque sentía que su corazón se aceleraba. Las fiebres altas pueden causar confusión. Y mi hija, antes de venir aquí encontró una vieja fotografía de su madre con un hombre.
En el reverso decía E a Y yo, Monterrey, 1925, cuando le mostré esa foto al doctor Alarcón el día que ingresamos a Isabel, vi algo en sus ojos, un reconocimiento, una emoción que me perturbó. Don Francisco, intervino Joaquín con firmeza, hay historias que es mejor dejar descansar por el bien de Isabel, por el bien de todos. El hombre asintió lentamente. Entiendo.
Solo quiero asegurarme de que lo que sea que atormentó a mi esposa, lo que casi destruye a mi hija, haya terminado definitivamente. Se lo puedo garantizar, el Dr. Alarcón ya no puede hacer daño a nadie. Después de la partida de don Francisco, Joaquín contempló el dibujo que le había traído. Los trazos capturaban no solo su apariencia física, sino algo más profundo, la determinación, el cansancio, el peso de los secretos que ahora cargaba.
Esa noche, mientras cerraba el pabellón norte, Joaquín escuchó un sonido extraño proveniente de una habitación vacía al final del pasillo. Era como un susurro. o tal vez el rose de tela contra el suelo. Intrigado, se acercó y abrió la puerta. La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por la luz de la luna que entraba por la ventana abierta.
Las cortinas se movían suavemente con la brisa nocturna. No había nadie allí, por supuesto. Pero por un instante, Joaquín creyó percibir un aroma a flores de Azahar, el mismo perfume que había notado en la habitación santuario de Alarcón. Hola”, llamó, sintiéndose inmediatamente tonto por hablar a una habitación vacía. “Solo el silencio”, le respondió.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando notó algo en el suelo junto a la ventana, un pétalo blanco. Lo recogió confundido. No había flores en esa habitación ni en el jardín bajo la ventana. Al día siguiente comentó el incidente con Martina durante el desayuno. Aar. La joven enfermera, abrió mucho los ojos. Es curioso que lo menciones.
La señora Vega me contó que ese era el perfume que usaba Carmela Gutiérrez. Aparentemente el doctor Alarcón mandaba a traer ese aroma específico de Sevilla cada año en el aniversario de su muerte. Joaquín sintió un escalofrío involuntario. ¿Crees en fantasmas, Martina? La enfermera se encogió de hombros. En un hospital tan antiguo como este sería extraño que no hubiera alguno.
Los pacientes del ala este siempre han reportado ver a una mujer joven de vestido blanco que aparece y desaparece sin hacer ruido. Probablemente alucinaciones causadas por la medicación. Probablemente, concedió Martina, aunque es curioso que todos describan a la misma mujer, incluso niños que no han hablado entre sí. Durante las semanas siguientes, Joaquín se sumergió en su trabajo intentando ignorar las pequeñas anomalías que ocasionalmente notaba, objetos que cambiaban de lugar en su oficina, susurros inaudibles en habitaciones vacías y esa persistente fragancia de
Azaar que aparecía y desaparecía sin explicación. Una noche de diciembre, mientras revisaba expedientes hasta tarde, la señora Vega entró en su oficina con expresión preocupada. Mendoza, hay algo que debe ver. Lo condujo hasta la antigua habitación de Alarcón, que ahora servía como almacén de suministros médicos.
En el centro de la habitación, sobre el escritorio que había pertenecido al director, un sobre amarillento. “Lo encontré esta mañana”, explicó la mujer. Estaba dentro de un libro que perteneció a Ernesto, un diario médico de 1915. El sobre contenía una carta manuscrita con la elegante caligrafía de Alarcón.
Estaba fechada el 15 de octubre de 1915, el día después del suicidio de Carmela. Mi adorada Carmela, comenzaba. Cuando leas estas líneas, ya habré partido a reunirme contigo. No puedo soportar la vida sin tu presencia, sin tu risa, sin la promesa de un futuro juntos que tu padre nos arrebató tan cruelmente.
Las piedras en mis bolsillos me llevarán al mismo lugar donde te hundiste. El mismo río nos unirá eternamente. Pero antes de partir hecho un juramento. Si no puedo tenerte en esta vida, te esperaré en cada muerte, en cada renacimiento. He estudiado los antiguos textos tibetanos sobre la reencarnación. Sé cómo reconocerte cuando regreses. Tu alma es inconfundible, mi Carmela.
Tus ojos, ventanas de tu espíritu único, no podrán engañarme nunca. Te encontraré una y otra vez hasta que finalmente podamos estar juntos sin barreras, sin prohibiciones. Si estás leyendo esto es porque mi primer intento de reunirme contigo ha fracasado. Alguien me ha salvado contra mi voluntad, pero no importa. Mi determinación es infinita como mi amor por ti.
Espérame, mi Carmela, en esta vida o en la siguiente. Eternamente tuyo, Ernesto. Joaquín dejó la carta sobre el escritorio sintiendo un nudo en la garganta. Entonces intentó suicidarse justo después de ella y dedicó el resto de su vida a buscarla, añadió la señora Vega. Una obsesión que comenzó como amor y terminó en locura.
¿Por qué me muestra esto ahora? La mujer dudó antes de responder, porque hay rumores entre el personal. Dicen que han visto a Ernesto en el sótano, cerca del antiguo túnel, y otros aseguran haber visto a una joven de blanco en los pasillos. Joaquín la miró incrédulo. Supersticiones. No esperaba esto de usted, señora Vega.
No creo en fantasmas, Mendoza, pero creo en el poder de las historias no resueltas. de los amores trágicos, de las obsesiones que trascienden la muerte. La mujer tomó la carta y la guardó nuevamente en el sobre. Quizás deberíamos hacer lo que Ernesto nunca pudo, dejar descansar a los muertos. El invierno de 1951 fue excepcionalmente frío en Monterrey.
El Hospital San Juan de Dios, con sus gruesos muros de piedra se mantenía cálido gracias a las estufas instaladas en cada sala. Joaquín había establecido una rutina cómoda en sus nuevos deberes como jefe de enfermería. El recuerdo de los horrores descubiertos meses atrás comenzaba a desvanecerse como una pesadilla que pierde nitidez con el paso del tiempo.
Una mañana de febrero, mientras desayunaba en el comedor del personal, Martina le entregó una carta que acababa de llegar. Es de Saltillo”, dijo la joven con una sonrisa cómplice. Efectivamente, el remite indicaba Isabel Ochoa y una dirección en aquella ciudad. Joaquín abrió el sobre con curiosidad. “Estimado señor Mendoza,” comenzaba la carta, espero que esta lo encuentre bien.
Han pasado casi se meses desde los sucesos que nos unieron en circunstancias tan extrañas. Quería informarle que me encuentro completamente recuperada. Las pesadillas han cesado por completo y he vuelto a mis estudios de arte con renovada pasión. Pero el motivo principal de esta carta es compartir con usted algo extraordinario que ha ocurrido. Hace dos semanas, mientras ordenaba las pertenencias de mi madre en el ático, encontré un cofre cerrado con llave.
Dentro había un diario diferente al que ya conoce. escrito durante sus últimos años. En él, mi madre confiesa que siempre supo quién era el Dr. Alarcón. Aparentemente su propia madre, mi abuela, le había advertido sobre él. Mi abuela era prima de la Carmela original y conocía la obsesión del médico. De hecho, mi madre vino a Monterrey en 1925 deliberadamente para enfrentarse a él, para entender qué había sucedido realmente con su prima Carmela.
Lo más sorprendente es que mi madre escribe que en su último encuentro con Alarcón junto al río, él le confesó la verdad. Carmela no se suicidó. Fue su propio padre, don Manuel Gutiérrez, quien la ahogó al descubrir su romance con el médico extranjero. Alarcón presenció el crimen escondido entre los árboles, pero no pudo intervenir a tiempo.
Mi madre guardó este secreto toda su vida, temiendo represalias de la poderosa familia Gutiérrez. Pero ahora que todos los involucrados han fallecido, creo que la verdad debe conocerse. Me preguntaba si podríamos reunirnos en Monterrey la próxima semana. Visitaré la ciudad para una exposición de arte y me gustaría mostrarle el diario personalmente.
Quizás juntos podamos finalmente dar paz a esta trágica historia. Con afecto, Isabel Ochoa. Joaquín releyó la carta varias veces. intentando asimilar esta nueva revelación. Sería posible. Todo el tormento, toda la obsesión de Alarcón había comenzado con un asesinato encubierto como suicidio.
Compartió el contenido de la carta con la señora Vega. Esa misma tarde la mujer escuchó en silencio su rostro cada vez más pálido. Siempre sospeché que había algo más, dijo finalmente. La versión oficial nunca tuvo sentido. Carmela no tenía motivos para quitarse la vida. Era joven, estaba enamorada y, por lo que Ernesto me contó, planeaban fugarse juntos a Europa.
¿Cree que deberíamos hacer algo con esta información? La señora Vega suspiró profundamente. Don Manuel Gutiérrez fue considerado un benefactor, un pilar de la comunidad. Su nombre aún adorna calles y plazas de Monterrey. Revelar que fue un asesino después de tantas décadas. La verdad es la verdad, sin importar el tiempo transcurrido, argumentó Joaquín. Tienes razón, pero procedamos con cautela.
Esperemos a ver el diario de María Guadalupe. Necesitamos pruebas sólidas antes de desenterrar un escándalo de esta magnitud. La semana siguiente, Joaquín esperaba nervioso en la entrada del hospital. Isabel llegó puntualmente, luciendo más saludable y vivaz de lo que recordaba.
Llevaba un abrigo rojo que contrastaba con su cabello negro, ahora cortado a la altura de los hombros en un estilo moderno. Señor Mendoza. saludó con una sonrisa cálida. “Qué gusto verlo de nuevo. El gusto es mío, señorita Ochoa.” Trajo el diario. Isabel palideció ligeramente. Esa es la cuestión. El diario ha desaparecido de mi habitación en el hotel.
Lo tenía anoche y esta mañana ya no estaba. Reportó el robo? Sí, pero la policía no pareció muy interesada. Un viejo diario sin valor aparente. Isabel parecía genuinamente angustiada. Alguien debe haber sabido que lo tenía. Alguien que no quiere que la verdad salga a la luz.
¿Le habló a alguien sobre su contenido? Solo a mi padre. Y supongo que ahora a usted a través de mi carta. Joaquín la condujo al interior del hospital hacia su oficina donde la señora Vega los esperaba. Después de las presentaciones y explicaciones sobre la desaparición del diario, la enfermera jefa pareció pensativa.
“La familia Gutiérrez aún tiene influencia en esta ciudad”, comentó. No me sorprendería que tuvieran informantes, incluso en la policía. “Entonces, ¿qué hacemos?”, preguntó Isabel. “Tenemos su testimonio, respondió Joaquín. Y la carta de Alarcón que encontramos recientemente, no es mucho, pero es un comienzo. La señora Vega se levantó y cerró la puerta con llave.
Hay algo más, algo que no le he mostrado, Mendoza. De un cajón oculto en su escritorio extrajo un pequeño libro encuadernado en cuero negro. Este es el diario personal de Ernesto. Lo encontré escondido en un compartimento secreto de su habitación. Junto con esto, colocó sobre la mesa una pequeña caja de metal.
Dentro había un guardapelo diferente al que Isabel había entregado a Joaquín meses atrás. Este contenía un trozo de tela manchada de lo que parecía ser sangre seca. En las últimas páginas de su diario, continuó la señora Vega, Ernesto describe lo que realmente vio aquella noche de 1915. Estaba esperando a Carmela para fugarse juntos.
Vio a don Manuel arrastrar a su hija hasta el río, acusándola de deshonrar a la familia. Vio como la sujetaba bajo el agua mientras ella luchaba. Isabel se cubrió la boca con las manos horrorizada. Joaquín tomó el diario y leyó la entrada final escrita con una caligrafía temblorosa y desesperada. No pude salvarla. Cuando finalmente logré alcanzarlos, ya era demasiado tarde.
Carmela yacía inmóvil en la orilla, sus pulmones llenos del agua negra del río. Don Manuel me vio y me amenazó. Dijo que si revelaba lo ocurrido, me acusaría de su muerte, que nadie creería a un extranjero sobre la palabra de un Gutiérrez. Acepté su pacto con el Silencio a cambio de poder continuar mi trabajo en el hospital.
Me convertí en cómplice de su crimen por cobardía, por el deseo egoísta de permanecer cerca de los restos mortales de mi amada, de estudiarla una última vez. Pero cada noche la veo en sueños. Me reprocha mi silencio, mi complicidad, me pide justicia. Le he fallado en vida. No puedo fallarle también en la muerte. El guardapelo contiene un trozo del vestido ensangrentado de Carmela.
Don Manuel la golpeó antes de ahogarla. Es la prueba que nunca me atreví a mostrar. Que Dios me perdone por mi silencio. Un silencio pesado cayó sobre la oficina cuando Joaquín terminó de leer. Después de eso, explicó la señora Vega, Ernesto intentó suicidarse, pero fue rescatado.
Creo que su mente se quebró por completo en ese momento. En lugar de buscar justicia para Carmela, canalizó su culpa en una obsesión enfermiza por encontrar su alma reencarnada. ¿Y don Manuel, ¿qué fue de él?, preguntó Isabel. Murió en 1920, venerado como un filántropo, respondió la enfermera jefa con amargura. Ernesto asistió a su funeral y, según cuenta en otra entrada del diario, sintió alivio al verlo en el ataúd, pero para entonces su obsesión ya había echado raíces profundas.
“Tenemos que hacer pública esta información”, declaró Joaquín. Por Carmela, por todas las víctimas de esta tragedia, será nuestra palabra contra la de una de las familias más poderosas de Monterrey, advirtió la señora Vega. No necesariamente, intervino Isabel. Mi abuela guardó cartas de Carmela, cartas donde hablaba de su amor por Ernesto y de las amenazas de su padre.
Esas cartas siguen en nuestra casa de Saltillo a salvo. Los tres acordaron un plan. Isabel regresaría a Saltillo para recuperar las cartas. Mientras tanto, Joaquín y la señora Vega prepararían un informe detallado sobre los hallazgos en el laboratorio de Alarcón, cuidadosamente redactado para explicar sus acciones como consecuencia de un trauma no resuelto, sin excusar sus crímenes, pero contextualizándolos.
Dos semanas después, el periódico El Norte publicó un extenso reportaje titulado Tragedia y locura en el San Juan de Dios, la verdad sobre Carmela Gutiérrez. El artículo respaldado por las cartas de Carmela y extractos del diario de Alarcón provocó un escándalo en la sociedad regio montana. La reputación de don Manuel Gutiérrez se desmoronó, mientras que la figura de Carmela emergió como símbolo de las víctimas de la violencia patriarcal. El hospital, lejos de sufrir por la controversia, ganó respeto por su
transparencia. La señora Vega implementó un programa de tratamiento psiquiátrico innovador basado en la compasión y el respeto a la dignidad de los pacientes en marcado contraste con los métodos de Alarcón. En cuanto a Joaquín, recibió varias ofertas de trabajo en hospitales de la capital, pero decidió quedarse en el San Juan de Dios.
Sentía que su labor allí no había terminado, que debía ser parte de la transformación del lugar que había albergado tanto horror. Una noche de primavera, mientras cerraba su oficina, percibió nuevamente el aroma a Azhar. Esta vez no sintió miedo, sino una extraña paz. “Descansa, Carmela”, murmuró al aire vacío. “La verdad finalmente ha salido a la luz.
Al salir al patio, bajo la luz plateada de la luna, creyó ver por un instante la silueta de una joven de vestido blanco junto a la fuente, ahora restaurada. Cuando parpadeó, la aparición se había desvanecido, dejando solo el susurro del agua y el perfume de las flores nocturnas. Joaquín sonrió y continuó su camino.
Algunos secretos pertenecían a los vivos, otros a los muertos y algunos, los más importantes, debían ser compartidos para que las almas atormentadas pudieran finalmente encontrar la paz. M.
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