El convento de Santa María de los Ángeles se alzaba majestuoso en el centro histórico de la Ciudad de México, sus piedras coloniales teñidas por el ocre del atardecer. Sordolores subía lentamente los gastados escalones de piedra que conducían al campanario, su respiración entrecortada por el esfuerzo y la edad.

A sus años, cada escalón representaba una pequeña victoria contra su cuerpo cansado. El obispo había ordenado revisar el mecanismo de las campanas tras varios días de sonidos irregulares que perturbaban las oraciones de la mañana. Siendo la encargada del mantenimiento del convento, la tarea recayó sobre ella. Ave María purísima”, murmuró mientras se persignaba.
Una costumbre arraigada tras 40 años de vida consagrada. El campanario estaba envuelto en sombras. Los últimos rayos del sol penetraban por las estrechas aberturas, proyectando líneas doradas sobre el suelo polvoriento. Zor Dolores se detuvo en el último escalón, su mano arrugada aferrándose a la barandilla de madera. Un sonido inusual la detuvo. Voces susurrantes, un gemido ahogado.
“Padre Sebastián, ¿está usted ahí arriba?”, preguntó con voz temblorosa. El silencio fue inmediato, como si hubiera sido cortado con un cuchillo. Después escuchó movimientos apresurados, tela rozando contra la piedra. Cuando finalmente alcanzó la cima, la escena quedó grabada en su memoria como un hierro al rojo vivo.
El padre Sebastián, confesor del convento desde hacía 5 años, estaba de pie junto a la campana mayor. Su sotana estaba desabotonada hasta la cintura, el rostro enrojecido. A su lado, Miguel, el monaguillo de 15 años, se acomodaba apresuradamente la camisa dentro de los pantalones, lágrimas silenciosas corriendo por sus mejillas morenas.
“Sores, no es lo que parece”, balbuceó el sacerdote, sus ojos evitándolos de la monja. El horror de la comprensión cayó sobre ella como una lápida. Dios santo, susurró llevándose una mano temblorosa a los labios. Miguel aprovechó la confusión para escapar, pasando junto a ella como una sombra fugitiva.
Sus pasos resonaron en la escalera de caracol mientras huía. “Hermana, le ruego discreción”, dijo el padre Sebastián, recuperando su compostura con alarmante rapidez. El chico estaba confesándose temas delicados, requería consuelo paternal. Sordolores conocía a Miguel desde que era un niño. Huérfano criado por su abuela. Servía en la iglesia con devoción desde los 8 años.
La imagen de su rostro aterrorizado contradecía cualquier explicación inocente. “Consuelo paternal”, respondió ella, su voz encontrando firmeza en la indignación. Es así como llama a lo que estaba haciendo padre. El sacerdote dio un paso hacia ella, su figura alta proyectando una sombra amenazante. Cuidado con sus acusaciones, hermana. Su imaginación podría llevarla a cometer un grave pecado de calumnia.
El campanario pareció encogerse, el aire volviéndose denso. El rostro del padre Sebastián se endureció, transformándose en una máscara que nunca antes había visto. “Nadie creerá lo que diga una vieja monja”, continuó. Su voz ahora un susurro helado. “Tengo la confianza del arzobispo. Usted tiene nada.
” Fue entonces cuando Sordolores sintió verdadero miedo, no por las amenazas veladas, sino por la oscuridad que vio tras los ojos del hombre, que durante años había administrado los sacramentos, que conocía los pecados más íntimos de cada persona en la parroquia. Un hombre que ahora revelaba ser un lobo con piel de cordero.
“Dios ve todo lo que hacemos, Padre”, respondió ella retrocediendo hacia la escalera. Incluso lo que ocurre en las sombras de un campanario, mientras descendía, sintió que algo fundamental se había quebrado en su mundo. El campanario, antes un lugar sagrado desde donde las campanas llamaban a la comunión con Dios.
Ahora guardaba un secreto oscuro que amenazaba con devorarla. La noche cayó sobre el convento como un manto pesado y con ella una sensación de que el mal había echado raíces en tierra santa. La mañana siguiente amaneció gris, como si el cielo compartiera el peso que sordores cargaba en su corazón. No había dormido. Las imágenes del campanario se repetían en su mente como un rosario de pesadillas.
Durante el desayuno en el refectorio, las demás hermanas notaron su silencio. ¿Se encuentra bien, hermana Dolores?, preguntó Concepción, la más joven de las monjas, apenas 25 años, y una inocencia que ahora dolores envidiaba. Solo cansada, hermana. La edad no perdona respondió evitando mirarla directamente. El padre Sebastián no apareció para la misa matutina. En su lugar llegó un mensaje.
Se sentía indispuesto y el padre Joaquín, un anciano retirado que vivía en la parroquia, oficiaría en su lugar. Sordolores buscó a Miguel entre los monaguillos, pero su lugar estaba vacío. La ausencia simultánea del sacerdote y el chico hizo que su estómago se retorciera de preocupación.
Tras la misa, se dirigió a la pequeña habitación que servía como oficina de la madre superiora. Sor Augusta, una mujer de 70 años, con ojos penetrantes que parecían leer el alma, la recibió con una expresión de preocupación. Te noto perturbada, Dolores. ¿Qué ocurre? Las palabras se atoraron en su garganta.
¿Cómo expresar lo que había visto sin que son como una acusación monstruosa? ¿La creerían? El padre Sebastián era respetado, carismático, el favorito del arzobispo para los retiros espirituales. Es sobre el padre Sebastián, comenzó sus manos retorciéndose bajo el escapulario. Justo entonces la puerta se abrió sin previo aviso.
El padre Sebastián entró su presencia llenando la pequeña habitación como una sombra expansiva. Ah, justamente hablábamos de usted, padre”, dijo la madre augusta, ajena a la tensión que electrificó el aire. “Espero que sean cosas buenas”, sonríó él, pero sus ojos, fijos en sordolores contenían una advertencia silenciosa. “La hermana Dolores parecía tener algo que comentar sobre usted”, continuó la superiora. Sor Dolores sintió que el aire abandonaba sus pulmones.
La mirada del sacerdote era como un puñal contra su garganta. Yo quería preguntar si se había resuelto el problema con el mecanismo de las campanas. Improvisó odiándose por su cobardía. El alivio en el rostro del padre fue momentáneo, pero evidente. Ah, sí. Un pequeño desajuste en el badajo de la campana mayor.
Nada grave, respondió con naturalidad estudiada. La madre Augusta miró a Dolores con ligera confusión. ¿Era eso lo que te preocupaba tanto? Y también quería preguntar por Miguel, añadió Dolores encontrando un resquicio de valor. No estuvo en la misa esta mañana. La sonrisa del padre Sebastián se tensó imperceptiblemente. Su abuela me informó que está enfermo.
Nada grave. Una fiebre pasajera. Mentira. Dolores lo sabía con certeza, como sabía los nombres de todos los santos del calendario litúrgico. “Qué extraño”, dijo sosteniendo la mirada del sacerdote. “Porque vi a doña Guadalupe, la abuela de Miguel, en el mercado esta mañana. Me dijo que Miguel había salido temprano para la iglesia como siempre.
El silencio que siguió fue denso, cargado de significados ocultos que la madre Augusta no podía descifrar. Debe haber un malentendido”, respondió el padre, su voz controlada, pero con un filo peligroso. “Quizás la abuela no está al tanto de que el chico ha decidido faltar hoy.” “O quizás alguien miente”, replicó Dolores, las palabras escapando antes de poder contenerlas.
“Hermana”, la reprendió la madre augusta escandalizada, “¿Cómo se atreve a insinuar algo así frente al padre?” Sebastián colocó una mano sobre el hombro de la superiora, un gesto calculado de humildad. No se preocupe, madre. La hermana Dolores está preocupada por el chico. Es comprensible. Iré personalmente a visitar a Miguel esta tarde para asegurarme de su bienestar.
La amenaza implícita en esas palabras hizo que Sor Dolores se estremeciera. Cuando el sacerdote se retiró, la madre augusta la miró con severidad. No sé qué te ocurre hoy, Dolores, pero tu comportamiento ha sido inaceptable. El padre Sebastián merece nuestro respeto, no nuestras sospechas infundadas. Sor Dolores asintió mecánicamente, pero su mente ya estaba en otro lugar.
Tenía que encontrar a Miguel antes que el padre Sebastián. El chico estaba en peligro y quizás ella también. Al salir de la oficina tuvo la clara sensación de que alguien la observaba desde las sombras del claustro. La paranoia, pensó. Era el primer síntoma del miedo.
Y el miedo, como bien sabía, era a menudo el único instinto que separaba a los vivos de los muertos. La casa de doña Guadalupe se encontraba en un callejón estrecho a 20 minutos del convento. Una construcción humilde de adobe pintado de azul deslavado con macetas de geranios rojos en la entrada. Sordolores tocó la puerta con nudillos temblorosos, rogando encontrar a Miguel sano y salvo.
Doña Guadalupe abrió su rostro arrugado como un pergamino antiguo, mostrando sorpresa al ver a la monja. Sor Dolores. ¿Qué la trae por aquí? Vengo a ver a Miguel. ¿Está en casa? La confusión cruzó el rostro de la anciana. No, hermana. Salió temprano para el convento como todos los días.
¿No está allí? El temor se solidificó en el estómago de Dolores. No asistió a la misa de hoy. El padre Sebastián dijo que usted había informado que estaba enfermo. Doña Guadalupe frunció el ceño. Yo no he hablado con el padre en varios días. Miguel salió como siempre a las 5:30. Sordolores cerró los ojos brevemente. Sus peores temores se confirmaban.
Ha pasado algo, hermana. Me está asustando. Puedo pasar, doña Guadalupe. Necesitamos hablar. Dentro la casa olía a café recién hecho y a las velas de copal que la anciana encendía diariamente para honrar a los difuntos. Se sentaron en la pequeña mesa de la cocina y Sor Dolores eligió cuidadosamente sus palabras.
Ha notado cambios en Miguel últimamente, comportamientos inusuales, tristeza, miedo. La anciana pareció envejecer aún más ante la pregunta. Sí, admitió finalmente, desde hace unos meses. Ya no habla como antes, apenas come. A veces lo escucho llorar por las noches, pero cuando pregunto dice que son cosas de la escuela y sus confesiones con el padre Sebastián.
¿Le ha comentado algo sobre ellas? Doña Guadalupe la miró con súbita alarma. Confesiones. Miguel nunca ha mencionado confesarse con el padre. De hecho, una vez dijo algo extraño, que preferiría confesarse con las piedras del río que con él. Sordolores sintió un escalofrío. Recuerda cuando empezó a comportarse diferente.
La anciana reflexionó, las arrugas de su frente profundizándose. Creo que fue después del retiro de monaguillos en Cuernavaca, hace unos 6 meses. El padre Sebastián los llevó durante un fin de semana. Cada pieza encajaba en un rompecabezas macabro que Sord Dolores no quería completar, pero debía hacerlo. Doña Guadalupe, lo que voy a decirle es muy delicado comenzó su voz apenas un susurro.
Ayer encontré al padre Sebastián con Miguel en el campanario en una situación comprometedora. Los ojos de la anciana se agrandaron. Primero con incredulidad, luego con un horror que dio paso a una furia primitiva. Está diciendo que ese hombre a mi nieto su voz se quebró. Temo que sí y creo que no es la primera vez. Doña Guadalupe se levantó de golpe su pequeño cuerpo temblando de rabia. Lo mataré.
Juro por la memoria de mi hija que lo mataré con mis propias manos. No, doña Guadalupe, la detuvo Sor Dolores. Debemos encontrar a Miguel primero. Tengo miedo de lo que pueda hacer el padre si llega a él antes que nosotras. ¿Dónde podría estar si no está en el convento ni aquí? Una idea cruzó la mente de Sor Dolores. El río. Usted mencionó que él habló de confesarse a las piedras del río.
El río consulado, contaminado y maloliente, corría a las afueras de la ciudad. Era un lugar sombrío, evitado por la mayoría, pero los niños del barrio a veces iban allí a pescar con latas o simplemente a escapar del asinamiento de sus hogares. “Vamos”, dijo doña Guadalupe tomando un reboso negro. “Conozco el lugar exacto donde le gusta sentarse.
” Mientras salían, Sordolores vislumbró una figura masculina doblando la esquina del callejón. Por un instante aterrador, creyó reconocer la silueta del padre Sebastián, pero cuando parpadeó, la figura había desaparecido. “Debemos darnos prisa”, murmuró la urgencia acelerando sus pasos. “No estamos solas.
” El cielo comenzó a oscurecerse prematuramente. Nubes plomizas se amontonaban sobre la ciudad, presagiando una tormenta. En la distancia, un relámpago iluminó por un segundo las torres del convento de Santa María de los Ángeles, haciendo que las campanas del infame campanario brillaran como ojos vigilantes sobre el barrio.
río consulado desprendía un edor nauseabundo, mezcla de aguas residuales y basura acumulada en sus orillas. Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, dibujando círculos en la superficie turbia del agua. Sordolores y doña Guadalupe caminaban apresuradamente por la ribera, llamando a Miguel en voz baja.
“Ahí está!”, exclamó finalmente la anciana señalando una figura solitaria. sentada sobre una roca grande que se adentraba en el río. Miguel estaba inmóvil, contemplando el agua como si contuviera respuestas a preguntas que nadie debería formular. Llevaba la misma ropa del día anterior, ahora sucia y arrugada.
Su perfil, recortado contra el cielo tormentoso, mostraba una madurez dolorosa que ningún adolescente debería poseer. Se acercaron con cautela como quien se aproxima a un animal herido. “Miguel”, llamó suavemente doña Guadalupe. “Mi hijito!” El chico se sobresaltó girando bruscamente. El pánico inicial en sus ojos se transformó en vergüenza al reconocerlas. Váyanse”, murmuró volviendo a mirar al agua.
“Quiero estar solo.” Sordolores dio un paso adelante, ignorando el lodo que manchaba sus hábitos. Miguel, sabemos lo que ha estado pasando, lo que el padre Sebastián te ha hecho. El rostro del chico se contrajo en una mueca de dolor tan profunda que pareció envejecer 10 años en un instante.
Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, mezclándose con la lluvia que ahora caía con más fuerza. Él dijo que nadie me creería. Susurró que era mi culpa que Dios me castigaría. Si hablaba. Doña Guadalupe soltó un gemido desgarrador y avanzó hacia su nieto, abrazándolo con fuerza.
“Mi niño, mi pobre niño, no fue tu culpa”, dijo Sordolores firmemente, uniéndose a ellos en la roca. Él es quien ha pecado gravemente. Él es quien responderá ante Dios y ante mí, añadió doña Guadalupe, una determinación feroz en su voz. Ese monstruo no volverá a tocarte. Miguel temblaba no solo por la lluvia que empapaba su ropa delgada, sino por el peso que finalmente podía compartir.
“No soy el único”, dijo de repente mirando a Sor Dolores con ojos que habían visto demasiado. “Hay otros en Cuernavaca durante el retiro, tres chicos más. La revelación cayó como un mazazo. Sor Dolores había sospechado que Miguel no era la primera víctima, pero la confirmación era devastadora. ¿Recuerdas sus nombres?, preguntó suavemente. Miguel asintió. Tomás Gutiérrez, Carlos Mendoza y Raúl Soto.
El padre los llevaba uno por uno al bosque para confesiones especiales. Debemos denunciarlo, dijo Sordolores, al arzobispo, a la policía, si es necesario. La expresión de Miguel se ensombreció. Él tiene amigos poderosos, hermana. Dice que nadie puede tocarlo. Eso está por verse, respondió ella, una convicción inquebrantable en su voz.
Un trueno retumbó sobre ellos y la lluvia se intensificó, cayendo como lágrimas divinas sobre la ciudad pecadora. Vamos a casa dijo doña Guadalupe. Necesitas cambiarte esa ropa mojada antes de que te enfermes de verdad. Mientras regresaban por el sendero embarrado, Sordolores sintió un escalofrío que nada tenía que ver con la lluvia. giró bruscamente y creyó ver entre los árboles raquíticos que bordeaban el río una figura oscura que los observaba.
Cuando un relámpago iluminó el área, no había nadie allí, o quizás sí, y las sombras lo habían engullido momentáneamente. “Apresúrense”, murmuró colocándose protectoramente detrás de Miguel y su abuela. “No estamos seguros aquí. Al llegar a la casa de doña Guadalupe, Sord Dolores insistió en quedarse con ellos. El padre sabe que estuve aquí.
Podría venir a buscar a Miguel. La anciana asintió. El miedo y la determinación luchando en su rostro arrugado. Tengo una escopeta que perteneció a mi difunto esposo. Nunca pensé que tendría que usarla, menos contra un sacerdote. Esperemos que no sea necesario, respondió Sor Dolores, aunque un presentimiento sombrío le decía que la noche sería larga y peligrosa.
Mientras Miguel se cambiaba, la monja aprovechó para llamar por teléfono a la única persona que podría ayudarlos, su hermano Enrique, teniente de la policía judicial. La conversación fue breve, pero intensa. Enrique prometió venir tan pronto como terminara su turno. En aproximadamente 3 horas. 3 horas. Un tiempo interminable cuando el peligro acechaba tan cerca.
La tormenta arreció golpeando las ventanas con furia. Las luces parpadearon varias veces hasta que finalmente la electricidad se cortó, sumiendo la casa en una oscuridad casi completa. Doña Guadalupe encendió velas, sus llamas proyectando sombras danzantes contra las paredes de adobe.
Miguel se sentó en un rincón abrazando sus rodillas, los ojos fijos en la puerta como si esperara que se abriera en cualquier momento. Fue entonces cuando escucharon los golpes, tres golpes firmes, medidos, como si quien llamaba tuviera todo el tiempo del mundo. “No habrán”, susurró Sor Dolores, su corazón martilleando contra sus costillas. Los golpes se repitieron más fuertes.
Esta vez sé que están ahí, llegó la voz del padre Sebastián con una calma perturbadora. Abran la puerta. Solo quiero hablar. Miguel emitió un gemido ahogado retrocediendo hasta la pared. Doña Guadalupe tomó la escopeta cargándola con manos sorprendentemente firmes. “Váyase de aquí”, gritó la anciana. “O juro por Dios que lo recibiré con plomo.
” Una risa suave, casi amistosa, flotó a través de la puerta, amenazando a un sacerdote. “Doña Guadalupe, ¿qué diría la gente del barrio? ¿Qué diría Dios?” Sordolores avanzó hacia la puerta, colocándose frente a ella como un escudo humano. Sabemos lo que ha hecho, Padre. A Miguel y a los otros chicos, su tiempo de impunidad ha terminado.
Un silencio denso siguió a sus palabras. Luego, la voz del sacerdote cambió, perdiendo toda pretensión de amabilidad. Eres una vieja estúpida, Dolores. Siempre metiendo las narices donde no te llaman. ¿Crees que alguien te creerá a ti sobre mí? El arzobispo es mi padrino. El jefe de policía se confiesa conmigo cada semana.
Mi hermano viene en camino”, respondió ella, rezando para que su voz no delatara su miedo. “Es teniente de la policía judicial.” Otra pausa y luego el sonido de algo pesado golpeando contra la puerta. La madera crujió peligrosamente. Está tratando de entrar. gritó Miguel. Doña Guadalupe levantó la escopeta apuntando directamente a la puerta.
Un paso más y disparo. El golpeteo cesó. Por un momento, creyeron que el padre se había marchado, pero entonces escucharon el sonido de cristales rompiéndose en la parte trasera de la casa. “La ventana de la cocina”, exclamó doña Guadalupe. Sordolores corrió hacia allí seguida por Miguel.
La ventana estaba hecha añicos, la cortina ondeando violentamente con el viento de la tormenta. A través del marco destruido, solo vieron la noche lluviosa y el patio trasero vacío. ¿Dónde está? Susurró Miguel, el terror deformando su joven rostro. Como respondiendo a su pregunta, la luz de un relámpago iluminó brevemente el patio, revelando la figura del padre Sebastián.
de pie junto al cobertizo, observándolos con una sonrisa que no tenía nada de humana. Y entonces, tan repentinamente como había aparecido, se desvaneció en la oscuridad. La casa de doña Guadalupe se convirtió en una fortaleza improvisada. Sordolores y Miguel ayudaron a la anciana a colocar muebles contra las puertas y tablas sobre la ventana rota.
La lluvia continuaba cayendo implacable, convirtiendo las calles en ríos de lodo. ¿Dónde está tu hermano?, preguntó doña Guadalupe por tercera vez, sus ojos moviéndose constantemente entre la puerta principal y las ventanas. “Llegará pronto”, respondió Sord Dolores, aunque habían pasado casi dos horas desde su llamada.
La tormenta probablemente había complicado el tránsito en la ciudad. Miguel se había retirado a una esquina de la sala, un rosario enredado entre sus dedos temblorosos. Murmuraba oraciones mecánicamente, como si las palabras pudieran construir un muro protector alrededor de ellos. ¿Por qué lo hace?, preguntó de repente, su voz apenas audible sobre el repiqueteo de la lluvia.
¿Por qué un sacerdote haría algo así? Sordolores se sentó junto a él, su corazón partido por la inocencia destrozada del muchacho. Algunos hombres escogen el sacerdocio no por vocación divina, sino para esconder su oscuridad tras un manto de santidad. El hábito no hace al monje Miguel.
Siempre fue amable conmigo”, continuó el chico, lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas. Al principio me regalaba estampitas, chocolates. Decía que yo era especial, que Dios me había elegido para una misión importante. Doña Guadalupe, que escuchaba desde su posición junto a la ventana, dejó escapar un soyoso ahogado.
Es así como actúan, explicó Sor Dolores con suavidad. Ganan tu confianza primero, te hacen sentir único y luego y luego te rompen por dentro, completó Miguel. sus ojos oscuros fijos en algún punto distante, “Hasta que ya no sabes quién eres.” Un silencio pesado cayó sobre ellos, roto solo por el crepitar ocasional de los relámpagos.
De pronto, un sonido metálico proveniente del tejado lo sobresaltó. Algo o alguien caminaba sobre las tejas de barro. “Está en el techo”, susurró doña Guadalupe, apuntando instintivamente la escopeta hacia el cielo raso. “¡Imposible! respondió Sordolores. Con esta lluvia nadie podría Sus palabras fueron interrumpidas por un estruendo cuando una parte del techo se dió, dejando caer una cascada de agua y escombros en el centro de la sala.
A través del agujero vieron momentáneamente el rostro del padre Sebastián, iluminado por un relámpago, sus ojos brillando con una determinación demencial. Al cuarto de Miguel, gritó doña Guadalupe. Rápido. Los tres corrieron hacia la pequeña habitación al fondo de la casa. Una vez dentro, atrancaron la puerta con una cómoda pesada.
“Las ventanas”, indicó Zordolores señalando los dos pequeños ventanales que daban al callejón lateral. Miguel se apresuró a cerrar los postigos interiores, asegurándolos con un trozo de madera. Estamos atrapados”, dijo el pánico elevando su voz. “No hay salida, tranquilo, mi hijito”, lo calmó su abuela, aunque su propia voz temblaba. “Pronto llegará ayuda.
” Desde la sala escucharon el sonido inconfundible de pasos sobre los escombros caídos, lentos, deliberados, como si el intruso estuviera disfrutando cada momento de su cacería. Miguel, llamó la voz del padre Sebastián, casi cantarina, sal, hijo mío, no te haré daño, solo quiero hablar.
El chico se encogió junto a la cama, tapándose los oídos. Hermana Dolores, continuó el sacerdote, ahora más cerca de la puerta del dormitorio. Qué decepción. Siempre te consideré la más sensata de las monjas. Ahora mira lo que has hecho. Poner a un niño en contra de su guía espiritual. Usted no es un guía espiritual, respondió ella, su voz firme a pesar del miedo. Es un depredador que ha profanado su sotana y su juramento.
Una risa hueca fue la respuesta, seguida por un golpe contra la puerta que hizo temblar la cómoda. “Abran por las buenas”, insistió él, “O tendré que tomar medidas más drásticas.” Doña Guadalupe levantó la escopeta un paso más y disparo a través de la puerta. El silencio que siguió fue más aterrador que las amenazas.
Pasaron varios minutos sin escuchar nada hasta que comenzaron a creer que quizás el Padre se había marchado. Fue entonces cuando percibieron el olor. “Humo, fuego”, exclamó Miguel señalando una fina línea de humo que comenzaba a filtrarse por debajo de la puerta. Ha incendiado la casa”, susurró Sordolores la incredulidad dando paso al horror. “Dios mío, pretende quemarnos vivos!” El humo se espesó rápidamente, haciendo que toscieran y les ardieran los ojos.
A través de la madera de la puerta podían ver ahora el resplandor anaranjado de las llamas, “Las ventanas”, dijo doña Guadalupe entre toos. “Es nuestra única salida. Miguel corrió a quitar el trozo de madera que bloqueaba los postigos, pero al abrirlos encontró el rostro sonriente del padre Sebastián mirándolos desde afuera.
“Hola, Miguel”, dijo con naturalidad, como si estuviera saludando después de la misa dominical. El chico retrocedió con un grito ahogado. En ese mismo instante, doña Guadalupe apuntó la escopeta y disparó sin vacilar. El estallido fue ensordecedor en el pequeño espacio.
La ventana estalló en mil pedazos y con ella la imagen del padre Sebastián desapareció entre la lluvia y el humo. “Salgan!”, ordenó la anciana, empujando primero a su nieto y luego a Sor Dolores hacia la ventana destruida. Miguel saltó primero, seguido por la monja. Doña Guadalupe intentó seguirlos, pero una viga en llamas cayó frente a ella bloqueando su camino.
“Abuela!”, gritó Miguel intentando volver a entrar. “¡No”, lo detuvo Sordolores. Es demasiado peligroso. Váyanse, gritó doña Guadalupe a través del fuego y el humo. “¡Corran!” En ese momento, una figura emergió de las sombras del callejón. El padre Sebastián avanzaba hacia ellos, cojeando ligeramente su sotana desgarrada y manchada de lo que parecía ser sangre. “La vieja tiene buena puntería”, dijo con una sonrisa torcida.
“Pero se necesita más que perdigones para detener la voluntad de Dios. Usted no representa la voluntad de Dios”, respondió Sor Dolores, colocándose protectoramente frente a Miguel. ha corrompido todo lo que es sagrado. El sacerdote se detuvo a unos metros de ellos el fuego de la casa iluminando sus facciones con un resplandor infernal.
¿Y qué sabe una monja sobre lo sagrado y lo profano? Toda tu vida encerrada entre muros, rezando a un Dios que nunca responde. Al menos yo he conocido la carne Dolores. He probado la vida. Ha abusado de niños inocentes. Escupió ella. la indignación superando momentáneamente al miedo. No hay perdón para eso, ni en esta vida ni en la siguiente.
El padre Sebastián se encogió de hombros como si discutieran un tema trivial. Todos pecamos, hermana. La diferencia es que algunos disfrutamos haciéndolo. Dio un paso hacia ellos y luego otro. Sordolores y Miguel retrocedieron hasta quedar atrapados entre el fuego de la casa y el avance implacable del sacerdote. “Ahora Miguel”, dijo él extendiendo una mano, “ven conmigo.
Dejaremos que la hermana vuelva a su convento y olvidaremos todo este desagradable incidente.” “No”, respondió el chico, su voz sorprendentemente firme. “Nunca más.” La sonrisa del padre se desvaneció, reemplazada por una expresión de furia contenida. No era una sugerencia. Cuando estaba a punto de abalanzarse sobre ellos, el sonido de sirenas policiales cortó la noche tormentosa.
Luces azules y rojas comenzaron a iluminar la calle principal. A pocos metros del callejón, el padre Sebastián se detuvo vacilante por primera vez. Su mirada saltaba entre Miguel Sor Dolores y la dirección de las sirenas. “Esto no ha terminado”, murmuró antes de darse la vuelta y desaparecer entre las sombras del callejón.
Segundos después, varios policías y bomberos invadieron el área. Entre ellos, un hombre de mediana edad con el uniforme deteniente de la judicial, Enrique el hermano de Sordolores. “Dolores!”, gritó al verla cubierta de ollín y empapada por la lluvia. ¿Estás bien? ¿Dónde está la señora? Dentro, señaló ella desesperada. Doña Guadalupe sigue dentro.
Los bomberos se lanzaron inmediatamente hacia la casa en llamas mientras Enrique abrazaba a su hermana y a Miguel. ¿Dónde está él? Preguntó su mano instintivamente sobre la pistola en su cinturón. Escapó por el callejón, respondió Sor Dolores, pero no irá lejos, está herido.
Enrique asintió, haciendo señas a varios de sus hombres para que registraran la zona. Luego, mirando directamente a Miguel, preguntó con voz suave, “¿Estás dispuesto a hablar, hijo? A contar lo que ese hombre te hizo!” Miguel miró hacia la casa en llamas, donde los bomberos luchaban por controlar el fuego y rescatar a su abuela. Sus ojos, que habían visto demasiado para su edad, se endurecieron con una determinación nacida del dolor.
Sí, respondió finalmente, hablaré por mí y por los otros para que no pueda hacerlo nunca más. Sordolores tomó su mano y la apretó suavemente. En medio del caos, del fuego y la destrucción, vio un pequeño rayo de esperanza. La verdad, por dolorosa que fuera, finalmente saldría a la luz y con ella quizás comenzaría la sanación.
El hospital general de la Ciudad de México bullía de actividad a pesar de ser casi medianoche. Médicos y enfermeras se movían apresuradamente por los pasillos iluminados con luz fluorescente, mientras el olor a desinfectante impregnaba el aire. En una sala de espera del tercer piso, Zor Dolores permanecía sentada con la mirada fija en el crucifijo de la pared opuesta.
Su hábito, aún húmedo y manchado de ollín, desprendía un ligero olor a humo. A su lado, Miguel dormitaba intermitentemente, agotado por el trauma y la tensión. Enrique apareció por el pasillo, su rostro sombrío revelando las noticias antes de que pudiera pronunciarlas. Lo siento, Dolores, dijo sentándose pesadamente junto a ellos. Doña Guadalupe no sobrevivió. Demasiado humo en sus pulmones, según los médicos.
Miguel despertó sobresaltado, como si su subconsciente hubiera captado las palabras. “Mi abuela”, preguntó, aunque la respuesta estaba escrita en los rostros de los adultos. Lo siento mucho, hijo”, respondió Enrique colocando una mano sobre el hombro del chico.
El rostro de Miguel permaneció inexpresivo por un momento, como si su mente se negara a procesar la información. Luego, lentamente, su expresión se desmoronó. No lloró a gritos, ni hizo una escena. Las lágrimas simplemente comenzaron a fluir silenciosas, imparables, mientras su cuerpo se convulsionaba ligeramente. Sordolores lo abrazó, permitiéndole hundirse en su hombro.
“La encontrarás en el cielo, Miguel”, susurró, “y ella estará orgullosa de ti.” Cuando el chico finalmente se calmó lo suficiente para hablar, su voz sonaba hueca, desprovista de emoción. Él la mató tan seguro como si le hubiera disparado. Y pagará por ello, afirmó Enrique. Mis hombres lo están buscando en toda la ciudad. No puede haber ido muy lejos con esa herida. ¿Qué pasará conmigo ahora? Preguntó Miguel.
La pregunta de un niño perdido en un mundo repentinamente demasiado grande y cruel. Sor Dolores y Enrique intercambiaron miradas. Era una pregunta para la que no tenían respuesta inmediata. Por ahora te quedarás bajo custodia temporal del Estado”, explicó Enrique. “Mientras tanto, buscaremos familiares que puedan acogerte.
” “No tengo a nadie más”, respondió Miguel con una amargura impropia de sus 15 años. “Solo estábamos mi abuela y yo.” Sordolores apretó su mano. “No estás solo, Miguel, te lo prometo.” En ese momento, una enfermera se acercó a ellos. Familiares de Guadalupe Ramírez, preguntó sosteniendo una carpeta. Yo soy su nieto, respondió Miguel incorporándose.
Necesitamos que identifiques el cuerpo y firmes unos documentos, explicó la enfermera con profesionalismo compasivo. ¿Te sientes capaz de hacerlo? Miguel asintió mecánicamente. Sordolores se levantó para acompañarlo, pero Enrique la detuvo con un gesto. “Déjame hablar contigo a solas”, murmuró. Mientras Miguel seguía a la enfermera, Enrique condujo a su hermana hasta una ventana al final del pasillo donde podían hablar sin ser escuchados.
Hay algo que debes saber, comenzó su voz tensa. Encontramos rastros de sangre en el callejón, lo que confirma que el padre Sebastián está herido, pero hay más. Sacó de su bolsillo un pequeño objeto y lo colocó en la palma de Sor Dolores, un crucifijo de plata ennegrecido por el fuego, pero aún reconocible. Lo encontramos junto al cuerpo de doña Guadalupe, explicó Enrique. No le pertenecía a ella.
Según Miguel Sordolores observó la cruz con creciente horror. Es del padre Sebastián. Nunca se separa de ella. Fue un regalo del arzobispo cuando tomó los votos, lo que significa que regresó a la casa en llamas después de que ustedes escaparan.
¿Por qué haría eso? murmuró Sor Dolores más para sí misma que para su hermano. Quizás quería asegurarse de que la anciana no sobreviviera para testificar, sugirió Enrique sombríamente. Un escalofrío recorrió la espalda de Sord Dolores. O quizás quería que encontráramos esto como un mensaje. ¿Qué tipo de mensaje? Antes de que pudiera responder, un grito desgarrador resonó por el pasillo.
Ambos se volvieron para ver a Miguel corriendo hacia ellos, el terror deformando su rostro. “Está aquí!”, gritó casi chocando contra ellos. “Lo vi en la morgue.” “¿A quién vistes?”, preguntó Enrique sujetándolo por los hombros. “Al padre Sebastián. Estaba de pie junto a junto al cuerpo de mi abuela.” Enrique desenfundó inmediatamente su pistola.
“Quédense aquí”, ordenó antes de correr hacia la morgue, seguido por dos policías que montaban guardia en el pasillo. Sor Dolores abrazó a Miguel, sintiendo como el chico temblaba incontrolablemente. “Él me miró”, susurró Miguel. Me sonrió y luego desapareció detrás de una columna. “Estás a salvo”, le aseguró ella, aunque la duda se filtraba en su voz. No puede hacerte daño aquí.
Minutos después, Enrique regresó. El desconcierto evidente en su rostro. Registramos toda la morgue. No hay nadie allí, excepto el técnico, y jura que no ha visto a nadie entrar o salir en la última hora. Te digo que lo vi, insistió Miguel, la desesperación tiñiendo su voz. Tan claro como te estoy viendo a ti ahora.
Enrique y Sor Dolores intercambiaron miradas preocupadas. El trauma y el agotamiento pueden causar alucinaciones”, sugirió Enrique en voz baja. “Quizás deberíamos hacer que un médico lo examine. No estoy alucinando,” protestó Miguel con vehemencia. “Sé lo que vi.” Sordolores estudió el rostro del chico. No vio en él signos de delirio, sino la certeza absoluta de quien ha presenciado lo imposible. Te creo”, dijo finalmente.
“Pero si el padre Sebastián estuvo aquí, ya se ha marchado. Por ahora necesitas descansar.” Convencieron a Miguel de que se recostara en un sofá de la sala de espera. Después de asegurarle que los policías vigilarían la entrada, el chico finalmente se dio al agotamiento, quedándose dormido casi instantáneamente.
“Necesito volver al convento”, dijo Sor Dolores a su hermano cuando estuvieron seguros de que Miguel dormía profundamente. Al convento ahora es demasiado peligroso. Precisamente por eso debo ir. Tengo que hablar con la madre Augusta, advertirle. Y hay documentos en la habitación del padre Sebastián que podrían ayudarnos a encontrar a los otros chicos que mencionó Miguel.
Enrique se pasó una mano por el cabello con frustración. Al menos déjame enviarte con una escolta. No respondió ella firmemente. Una monja sola despertará menos sospechas que una monja con policías. Además, conozco el convento mejor que nadie. Hay entradas y salidas que ni siquiera tus hombres encontrarían.
Después de una acalorada discusión, Enrique finalmente accedió aunque a regañadientes. Tienes dos horas, advirtió. Si no regresas para entonces, enviaré a todo el departamento a buscarte. Antes de partir, Sordolores se arrodilló junto a Miguel. acarició suavemente su cabello, contemplando el rostro que en sueño recuperaba algo de la inocencia perdida. “Cuídalo bien”, susurró a su hermano.
“Ha perdido demasiado esta noche.” La lluvia había cesado cuando salió del hospital, aunque el aire permanecía cargado de humedad. Un taxi la llevó hasta dos cuadras del convento y el resto del camino lo recorrió a pie. las sombras de la noche ocultando su figura. El convento de Santa María de los Ángeles dormía bajo un manto de nubes que ocasionalmente dejaban entrever la luna menguante.
Sord Dolores evitó la entrada principal, dirigiéndose en su lugar hacia un pequeño portón en la parte trasera utilizado por los jardineros. Una vez dentro se movió sigilosamente por los claustros desiertos. Las arcadas proyectando sombras que parecían moverse con vida propia. El silencio era casi tangible, interrumpido solo por el goteo ocasional de la lluvia desde los tejados.
Su primer destino fue la habitación de la madre Augusta. Necesitaba alertarla antes de aventurarse en los dominios del padre Sebastián. Tocó suavemente la puerta de madera sin respuesta. Volvió a intentarlo, esta vez con más fuerza. Madre Augusta llamó en voz baja. Cuando el silencio persistió, giró lentamente el pomo.
La puerta se abrió con un chirrido que pareció amplificarse en la quietud nocturna. La habitación estaba vacía, la cama intacta, inusual, considerando la hora avanzada. Con creciente inquietud, Sor Dolores se dirigió hacia la oficina de la superiora. Allí encontró la puerta entreabierta y una luz tenue filtrándose por la rendija. Madre llamó nuevamente empujando la puerta.
Lo que vio la dejó paralizada en el umbral. La madre augusta ycía inmóvil sobre su escritorio, un charco de sangre oscura expandiéndose bajo su cabeza. A su lado, una estatuilla de la Virgen María, ahora manchada de rojo, evidenciaba el arma del crimen. “Dios mío!”, susurró Sor Dolores avanzando temblorosamente hacia el cuerpo.
Fue entonces cuando notó la nota escrita en un papel sobre el escritorio, la caligrafía inconfundiblemente elegante del padre Sebastián. El precio del silencio es la obediencia. El precio de la traición es la muerte. El horror de la realización la golpeó con fuerza. El padre Sebastián había regresado al convento y si la madre Augusta estaba muerta, las demás hermanas también corrían peligro.
O quizás ya era demasiado tarde para ellas. El pasillo que conducía a los dormitorios de las monjas parecía interminable. cada paso un ejercicio de voluntad contra el miedo paralizante. Sordolores avanzaba pegada a la pared, deteniéndose ante cada puerta para escuchar. El silencio que encontraba era tan inquietante como cualquier sonido de alarma.
La primera habitación pertenecía a Sor Concepción, la más joven de las hermanas. Sor Dolores tocó suavemente, luego con más insistencia. Finalmente giró el pomo. La escena que encontró desafiaba su comprensión. Sor Concepción estaba arrodillada junto a su cama en posición de oración perfectamente inmóvil. Por un momento, Sor Dolores pensó que simplemente estaba absorta en sus plegarias nocturnas hasta que se acercó y vio la delgada línea roja que cruzaba su garganta como un collar macabro. No, no, no.
murmuró retrocediendo con horror. Un ruido en el pasillo la hizo girar bruscamente. Una sombra se movió al final del corredor demasiado rápido para distinguirla claramente. Sin pensarlo dos veces, Sor Dolores corrió en dirección opuesta hacia la habitación de Sor Inés, la hermana más anciana del convento. La puerta estaba abierta dentro. La escena era igualmente perturbadora.
Sorinés yacía en su cama, aparentemente dormida, pero la almohada manchada de sangre revelaba la verdad. Sus manos estaban cruzadas sobre el pecho, sosteniendo un rosario como si su asesino hubiera querido simular una muerte pacífica. El pánico amenazaba con abrumarla, pero Sordolores lo contuvo con un esfuerzo supremo. Necesitaba mantener la claridad mental.
Las vidas de las demás hermanas podrían depender de ello. Habitación tras habitación encontró el mismo horror. Cada monja asesinada de forma distinta, pero todas colocadas posteriormente en posiciones de oración o serenidad. una parodia macabra de la paz espiritual que habían buscado en vida.
Cuando llegó a la última habitación, la de Sor Margarita, encontró la puerta cerrada con llave. Golpeó desesperadamente. Margarita, abre, es Dolores. Para su sorpresa, escuchó movimiento dentro. Segundos después, el cerrojo se deslizó y la puerta se abrió apenas lo suficiente para revelar el rostro. aterrorizado de Sor Margarita.
“Gracias a Dios”, exclamó Sor Dolores empujando la puerta para entrar. “Pensé que estabas muerta como las demás”, completó una voz familiar desde el interior de la habitación. Sentado en la única silla con una Biblia abierta sobre su regazo estaba el padre Sebastián. Su sotana, manchada de sangre seca, contrastaba con la serenidad estudiada de su rostro.
En una mano sostenía un cuchillo de cocina, su filo oscurecido por la sangre coagulada. Adelante, hermana Dolores. Invitó con una cortesía escalofriante. La estábamos esperando para completar nuestro pequeño servicio religioso. Sor Margarita temblaba incontrolablemente, lágrimas silenciosas surcando sus mejillas. “Lo siento”, susurró. “Me obligó.
Dijo que si no te atraía aquí, me haría cosas peores que la muerte. Siempre tan dramática, Margarita. comentó el padre con un suspiro teatral. Apenas hemos tenido una conversación teológica mientras esperábamos a nuestra invitada de honor. Sord Dolores evaluó rápidamente la situación. La ventana estaba demasiado alta para escapar.
La única salida era la puerta por la que acababa de entrar. ¿Por qué? Preguntó ganando tiempo mientras su mente buscaba desesperadamente una estrategia. ¿Por qué matar a mujeres inocentes que solo querían servir a Dios? El padre Sebastián cerró la Biblia con un golpe seco.
Inocentes? Ninguno de nosotros es inocente, Dolores. Todas ustedes vieron lo que quisieron ver durante años. Todas sospechaban algo, pero preferían mirar hacia otro lado, concentrarse en sus oraciones mientras yo, se detuvo. Una sonrisa inquietante formándose en sus labios.
Digamos que atendía las necesidades espirituales de los jóvenes a mi manera. Eres un monstruo, espetó Sor Dolores, la indignación momentáneamente más fuerte que el miedo. No soy un hombre de fe, respondió él con aparente sinceridad. Fe en que Dios nos hizo como somos, con nuestros deseos y apetitos. La verdadera blasfemia es negar nuestra naturaleza en nombre de reglas escritas por otros hombres.
se levantó lentamente, el cuchillo brillando a la luz de la única vela que iluminaba la habitación. Podría haberte perdonado la vida, ¿sabes? Si hubieras mantenido la boca cerrada como las demás, pero tenías que interferir, tenías que jugar a la heroína. Miguel está bajo protección policial”, dijo Sor Dolores, su espalda contra la pared.
“Mi hermano sabe todo. Matarme no cambiará eso.” El padre Sebastián se encogió de hombros. Quizás no, pero será un consuelo. Y después, bueno, siempre hay otros lugares, otras parroquias. México es grande y las familias pobres siempre están dispuestas a entregar a sus hijos al cuidado de la iglesia.
La frialdad calculada de sus palabras produjo en sordolores una náusea que apenas pudo contener. Y ahora, continuó él avanzando hacia ellas. Terminemos con esto. Tengo un largo viaje por delante. S. Margarita soltó un gemido aterrorizado. En ese momento crítico, Sor Dolores tomó la única decisión posible.
Empujó a la otra monja hacia el sacerdote con todas sus fuerzas. La sorpresa hizo que el padre Sebastián trastabillara dándole a Sor Dolores los preciosos segundos que necesitaba para lanzarse hacia la puerta. El grito de sor Margarita la siguió por el pasillo, un sonido que se cortó abruptamente con un golpe húmedo. Sordolores corrió como nunca antes en sus 60 años, el hábito dificultando sus movimientos, pero el terror prestándole una velocidad inesperada.
Su destino no era la salida, sino la habitación del padre Sebastián. Si iba a morir esa noche, al menos dejaría evidencia que pudiera ayudar a identificar a las otras víctimas, a los otros niños. La habitación del sacerdote estaba en un ala separada, cerca de la sacristía. Cuando llegó, encontró la puerta abierta, como si el Padre hubiera salido con prisa.
Dentro el contraste con la austeridad de las celdas de las monjas era evidente. Una cama grande con dosel, una mesa de caoba con licores finos, libros costosos en los estantes, la opulencia en medio de los votos de pobreza. Sordolores fue directamente al escritorio abriendo cajones frenéticamente.
En el último encontró lo que buscaba, un diario encuadernado en cuero negro. lo abrió y quedó horrorizada al ver páginas y páginas de anotaciones meticulosas, nombres, fechas, detalles perturbadores de los abusos, incluso fotografías, un registro de mis conquistas espirituales. La voz del padre Sebastián la congeló en el acto.
Estaba en el umbral el cuchillo ahora limpio, como si hubiera tomado el tiempo para asearlo después de acabar con sor Margarita. Siempre fui metódico, continuó entrando y cerrando la puerta tras él. Mi padre era contador, me enseñó a mantener registros precisos. Sordolores apretó el diario contra su pecho.
No te acerques, ¿o qué gritarás? No hay nadie que pueda oírte dolores. Solo tú, yo y Dios, si es que está prestando atención esta noche. Avanzó lentamente disfrutando del momento. Sordolores retrocedió hasta que su espalda tocó la pared. No había escapatoria. ¿Sabes qué es lo irónico?, preguntó el sacerdote ahora a menos de un metro de distancia, que mañana cuando encuentren los cuerpos dirán que fue obra del demonio y en cierto modo tendrán razón.
Sus ojos brillaban con una mezcla de locura y lucidez que resultaba más aterradora que la oscuridad completa. “Pero antes de matarte, quiero que sepas una cosa”, continuó inclinándose para susurrar en su oído. “Miguel volverá a mí tarde o temprano. Los he marcado a todos, ¿sabes? Una vez que los toco, me pertenecen para siempre.
” Fue en ese momento con el aliento del padre Sebastián caliente contra su mejilla, cuando Sor Dolores tomó una decisión. No moriría como una víctima. no permitiría que este monstruo con sotana siguiera destruyendo vidas inocentes. Con una fuerza nacida de la desesperación, levantó la rodilla y la clavó con toda su fuerza en la entrepierna del sacerdote. El hombre se dobló con un alarido de dolor.
Sin perder un segundo, Sord Dolores lo empujó hacia atrás y corrió hacia la puerta. Pero el padre Sebastián, a pesar del dolor, logró agarrar un extremo de su hábito. Sordolores sintió que la tela se tensaba, amenazando con hacerla caer. Perra del demonio! Gruñó él tirando con fuerza. En un acto de pura supervivencia, Sor Dolores soltó el diario y se arrancó el escapulario, dejándolo en manos del sacerdote mientras ella lograba abrir la puerta y salir al pasillo.
Corrió sin rumbo fijo, el instinto guiándola hacia la única zona del convento que podría ofrecerle una ventaja, el campanario. Conocía cada escalón, cada rincón de esa torre que ahora representaba tanto horror como esperanza. Detrás de ella, los pasos furiosos del padre Sebastián resonaban como martillazos contra la piedra.
Sus gritos, mezcla de amenazas y blasfemias, hacían eco en los pasillos desiertos. Cuando llegó a la base de la escalera de Caracol, Sordolores comenzó a subir, sus piernas protestando, pero la adrenalina manteniéndola en movimiento. Cada giro la acercaba más a la cima. Cada escalón era una pequeña victoria. El padre Sebastián la seguía. Su voz ahora más controlada, casi juguetona.
El campanario Dolores. En serio, el lugar donde todo comenzó. Que apropiado. Sord Dolores no respondió, concentrando toda su energía en la ascensión. Cuando finalmente alcanzó la plataforma superior, el aire frío de la noche la golpeó como una bendición. Las campanas, silenciosas, testigos de tantos secretos, se alzaban imponentes contra el cielo nublado.
Se dio la vuelta justo cuando el padre Sebastián emergía de la escalera, su rostro enrojecido por el esfuerzo y la rabia. El cuchillo brillaba en su mano como una extensión de su voluntad asesina. No hay salida, jadeó una sonrisa triunfal formándose en sus labios. A menos que pienses volar. Sordolores retrocedió hasta sentir la barandilla de piedra contra su espalda.
Abajo, el patio del convento parecía un pozo de oscuridad. “No tienes que hacer esto”, dijo intentando un último recurso. “Entrégate. Confiesa tus pecados. Aún puede haber redención para tu alma.” El padre Sebastián rió. Un sonido desprovisto de cualquier calidez humana. Redención. No la necesito, Dolores. No he pecado.
Solo he seguido mis instintos, los mismos que Dios colocó dentro de mí. Eso no es Dios, respondió ella con firmeza. Es el hablando a través de ti. El Dios. dos caras de la misma moneda. Ambos disfrutan del sufrimiento humano. La diferencia es que uno lo admite y el otro lo llama prueba de fe. Avanzó un paso más, reduciendo la distancia entre ellos a menos de un metro. Suficiente filosofía por esta noche.
Es hora de que te reúnas con tus hermanas. levantó el cuchillo y se abalanzó sobre ella con una velocidad sorprendente para un hombre de su complexión. Sor Dolores se movió instintivamente hacia un lado, pero el espacio limitado del campanario no ofrecía mucho margen para maniobrar.
La hoja del cuchillo rasgó la manga de su hábito, abriendo un corte superficial en su brazo. El dolor fue agudo, pero secundario ante la urgencia de sobrevivir. Primera sangre, sonríó el padre Sebastián, reajustando su postura para un nuevo ataque. Siempre es la más dulce. Sordolores miró desesperadamente a su alrededor.
Las pesadas campanas colgaban inmóviles, su bronce opaco, reflejando débilmente la luz de la luna que ocasionalmente se filtraba entre las nubes. Las cuerdas que las controlaban pendían como serpientes dormidas. Una idea desesperada cruzó su mente. Antes de matarme, dijo, ganando tiempo mientras se movía sutilmente hacia una de las cuerdas.
Dime una cosa, ¿por qué niños? ¿Por qué no adultos que pudieran consentir? La pregunta pareció avivar algo en los ojos del sacerdote. Una llama oscura de placer perverso. Consentir. El consentimiento diluye el poder dolores. Es la inocencia quebrantada lo que alimenta el alma. El momento exacto en que la fe se convierte en miedo cuando comprenden que su Dios no vendrá a salvarlos.
Es sublime. Mientras hablaba, Sor Dolores alcanzó la cuerda más cercana, envolviéndola disimuladamente alrededor de su muñeca. “Eres un demonio”, susurró la repulsión evidente en cada sílaba. Soy un artista, corrigió él acercándose nuevamente. Y tú, querida Dolores, serás mi obra maestra final en este convento.
Cuando el padre Sebastián se lanzó hacia ella por segunda vez, Sord Dolores tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. La campana mayor se balanceó pesadamente, su badajo golpeando el metal con un estruendo ensordecedor que reverberó por todo el campanario. La onda expansiva del sonido desorientó momentáneamente al sacerdote haciéndolo trastavillar.
Aprovechando esa fracción de segundo, Zor Dolores empujó otra de las campanas, creando una cacofonía atronadora que parecía sacudir los propios cimientos de la torre. El padre Sebastián se llevó una mano al oído, maldiciendo por el dolor.
Sordolores continuó haciendo sonar las campanas una tras otra, el ruido amplificándose en el espacio reducido hasta hacerse casi insoportable. Basta”, gritó el sacerdote, pero su voz quedó ahogada bajo el clamor metálico. En medio del caos sonoro, Sordolores vio su oportunidad, agarró una de las cuerdas más gruesas y la lanzó hacia el padre Sebastián, enredándola alrededor de sus piernas.
Un tirón brusco lo hizo perder el equilibrio cayendo pesadamente sobre el suelo de piedra. El cuchillo resbaló de su mano, deslizándose peligrosamente cerca del borde del campanario. Sor Dolores se abalanzó sobre el arma, pero el padre Sebastián, recuperándose rápidamente, la interceptó a medio camino. Ambos rodaron por el suelo, luchando con una ferocidad nacida de la desesperación.
A pesar de sus 60 años sordes, combatía con la fuerza que solo otorga la certeza de luchar por algo más grande que uno mismo. No era solo su vida lo que estaba en juego, sino la de Miguel y la de tantos otros niños que podrían caer en las garras de este depredador. El padre Sebastián logró posicionarse encima de ella, sus manos cerrándose alrededor de su garganta. Debiste quedarte callada.
gruñó, apretando con fuerza creciente. La visión de Sordolores comenzó a nublarse, pequeñas luces bailando en los bordes de su consciencia. Sus pulmones ardían por la falta de aire. Sus manos arañaban inútilmente los brazos del sacerdote. Fue entonces en el umbral entre la vida y la muerte, cuando sus dedos rozaron algo frío y metálico, el cuchillo.
Con un último esfuerzo desesperado, Sordolores agarró el mango y sin pensarlo dos veces hundió la hoja en el costado del padre Sebastián. Un grito ahogado escapó de los labios del sacerdote. Sus manos aflojaron inmediatamente la presión sobre la garganta de Sor Dolores, permitiéndole tomar una bocanada desesperada de aire. El padre Sebastián se llevó una mano temblorosa al costado, donde la sangre comenzaba a empapar rápidamente su sotana negra.
Tú una monja”, balbuceó la incredulidad desplazando momentáneamente el dolor en su rostro. Sordolores se arrastró hacia atrás, alejándose de él mientras tosía y trataba de recuperar el aliento. Las campanas habían dejado de sonar, pero sus ecos parecían permanecer suspendidos en el aire nocturno. “No soy solo una monja”, respondió ella con voz ronca.
Soy un ser humano defendiéndose del mal. El padre Sebastián se tambaleó hasta la barandilla del campanario, apoyándose pesadamente contra ella. La sangre goteaba entre sus dedos, formando un pequeño charco a sus pies. La herida era profunda, pero no necesariamente mortal, si recibía atención médica pronto. “Siempre fuiste diferente”, dijo. Una sonrisa torcida formándose en sus labios pálidos.
más fuerte, más obstinada, debía eliminarte primero. No es demasiado tarde para arrepentirse, ofreció Sordolores lentamente poniéndose de pie. Confiesa tus pecados, enfrenta la justicia terrenal. Quizás Dios aún pueda tener misericordia de tu alma. Una risa débil, teñida de dolor, fue la respuesta. Justicia, misericordia. La Iglesia me protegerá. Trasladarme a otra parroquia como siempre han hecho.
Un escándalo es lo último que necesitan. Esta vez será diferente, aseguró Sordolores. Tu diario, los testimonios no podrán esconder la verdad. El sacerdote pareció considerar sus palabras, su mirada desenfocándose momentáneamente mientras evaluaba sus opciones. Luego, con una claridad repentina, sus ojos se fijaron en algo detrás de Sor Dolores.
“El diario,” murmuró. “Lo dejaste en mi habitación.” Sordolores se dio cuenta de su error demasiado tarde. En su huida frenética había soltado la evidencia más crucial. Si el padre Sebastián sobrevivía a esta noche, destruiría el diario y con él la prueba más contundente contra él.
No importa, dijo, tratando de sonar más confiada de lo que se sentía. Miguel testificará. Los otros chicos también cuando los encontremos. Si los encuentran”, corrigió él irguiéndose un poco a pesar del dolor. “Algunos ya no están en México, otros, bueno, no todos fueron tan fuertes como tu pequeño Miguel.” La implicación de sus palabras cayó sobre Sor Dolores como una losa.
“¿Qué les hiciste?” Yo no les hice nada”, respondió su voz adquiriendo un tono casi soñador. Fueron ellos quienes no pudieron vivir con lo que sabían, con lo que sentían. El río consulado es profundo, hermana. Guarda muchos secretos. El horror de la comprensión la golpeó con fuerza.
No estaban hablando solo de abuso, sino posiblemente de homicidio o de algo igualmente terrible. Niños llevados al suicidio por un trauma. que no podían soportar. Monstruo susurró la palabra apenas audible. El padre Sebastián se enderezó completamente, una determinación renovada brillando en sus ojos, a pesar de la palidez cadavérica que invadía su rostro. No viviré para ver un juicio o dolores.
No me arrastraré ante tribunales humanos. Mi juicio, si existe, será ante Dios mismo. Antes de que Sor Dolores pudiera comprender sus intenciones, el sacerdote se impulsó hacia atrás, superando la barandilla del campanario.
Por un instante, pareció suspendido en el aire nocturno, su sotana ondeando como alas negras contra el cielo nublado. “No!”, gritó Sordolores, lanzándose hacia delante para intentar detenerlo. Pero ya era demasiado tarde. El cuerpo del padre Sebastián cayó al vacío, perdiéndose en la oscuridad del patio del convento. Un ruido sordo, amortiguado por la distancia, pero inconfundible en su finalidad, marcó el momento en que el sacerdote encontró su destino sobre las piedras centenarias.
Sordolores se quedó inmóvil, sus manos aferradas a la barandilla, incapaz de apartar la mirada del punto donde el cuerpo yacía como una sombra más en la noche. No sintió triunfo ni alivio, solo un profundo cansancio y la certeza de que esta noche este horror estaba lejos de terminar. Aunque daban cuerpos por descubrir, verdades por revelar y un largo camino de sanación para Miguel.
y quién sabe cuántas otras víctimas silenciadas. Con manos temblorosas, sordes, se persignó y murmuró una breve oración, no por el alma del padre Sebastián, sino por las de todos aquellos cuyas vidas había destruido. Luego, con pasos lentos, pero firmes, comenzó a descender la escalera de Caracol. Tenía que recuperar el diario antes de que alguien más lo encontrara.
tenía que regresar al hospital para asegurarse de que Miguel estuviera a salvo. Tenía que contactar a las autoridades y prepararse para los días difíciles que vendrían. El campanario, lugar de revelación y ahora de muerte, quedó atrás. Pero Dolores sabía que en cierto modo nunca lo abandonaría completamente.
Los secretos revelados entre aquellos muros antiguos la acompañarían por el resto de sus días. La madrugada encontró a Sor Dolores sentada en la sala de espera del hospital general. su hábito manchado de sangre y ollín contrastando con la esterilidad clínica del entorno. El diario del padre Sebastián, rescatado de su habitación, descansaba pesadamente sobre su regazo como un testamento de horror encuadernado en cuero.
Miguel dormía en un sofá cercano, su rostro finalmente relajado en el sueño profundo que solo la exhaustión total puede proporcionar. Enrique, el hermano de Sor Dolores, conversaba en voz baja con dos oficiales de policía en el pasillo, gesticulando ocasionalmente hacia el diario.
Las primeras luces del amanecer se filtraban por las ventanas cuando Enrique finalmente se acercó a ella, sentándose pesadamente a su lado. “Es peor de lo que imaginábamos”, dijo en voz baja, pasándose una mano por el rostro cansado. “Ocho monjas asesinadas. incluida la madre superiora, el sacerdote muerto.
Y ahora esto señaló el diario con una mezcla de repulsión y tristeza. 23 niños, respondió Sordolores, su voz apenas un susurro. A lo largo de 12 años, en tres parroquias diferentes, todo documentado con nombres, fechas, se interrumpió incapaz de continuar. Enrique colocó una mano sobre la de su hermana. No es tu culpa. a Dolores. No podrías haberlo sabido, pero debí sospecharlo”, replicó ella, la culpa pesando sobre sus hombros como una cruz invisible.
Hubo señales, comportamientos extraños, ausencias inexplicadas, pero todos miramos hacia otro lado. La iglesia es experta en eso, mirar hacia otro lado. Lo importante es que ahora sabemos la verdad y haremos justicia. Te lo prometo. Sordolores miró hacia Miguel observando el suave ritmo de su respiración.
¿Qué pasará con él por ahora? Quedará bajo custodia estatal. Servicios sociales está buscando familiares lejanos, pero hasta entonces permanecerá en una casa hogar. La idea de Miguel en un orfanato, después de todo lo que había sufrido, resultaba insoportable para sordes. “Quiero cuidar de él”, dijo de repente, sorprendiéndose a sí misma con la firmeza de su decisión.
“Puedo solicitar un permiso especial a la diócesis. Hay precedentes para casos excepcionales como este.” Enrique la miró con sorpresa. ¿Estás segura? después de lo que has pasado. Precisamente por eso, interrumpió ella, Miguel me necesita y yo a él. Ambos sobrevivimos al mismo infierno. Quizás juntos podamos encontrar algún tipo de redención.
La conversación fue interrumpida por la llegada de un hombre alto y delgado, vestido con el atuendo formal de un funcionario eclesiástico. Monseñor Vidal, representante directo del arzobispo de México, hermana Dolores, saludó con una inclinación de cabeza su expresión ilegible. Lamento profundamente lo ocurrido. El arzobispo está conmocionado por esta tragedia. Sordolores se tensó visiblemente, “Tragedia, monseñor.
Yo lo llamaría crimen. Varios crímenes, de hecho.” El hombre carraspeó incómodamente. Por supuesto, es lo que quise decir. El arzobispo me ha enviado para asegurarle que la iglesia cooperará plenamente con las autoridades en la investigación. Incluso si eso significa exponer décadas de encubrimiento, preguntó Enrique, su tono dejando claro que no era una pregunta retórica, monseñor Vidal palideció ligeramente. No sé a qué se refiere, teniente.
Sor Dolores levantó el diario. Esto, monseñor, el registro meticuloso del padre Sebastián incluye correspondencia con superiores que conocían sus tendencias, que lo trasladaban de parroquia en parroquia cuando surgían rumores o acusaciones. El funcionario extendió una mano temblorosa. Quizás debería llevar eso conmigo. Por seguridad comprenda.
Enrique se interpuso su mano instintivamente cerca de su arma. Lo siento, monseñor. Esto es evidencia en una investigación criminal. Se quedará con nosotros. Por un momento, la tensión fue palpable. Finalmente, Monseñor Vidal asintió, aunque la rigidez de su postura revelaba su descontento.
Como deseen, pero les recuerdo que estos son asuntos delicados. La reputación de la iglesia, la reputación. interrumpió Sord Dolores poniéndose de pie con súbita energía. ¿Es eso lo que le preocupa? ¿No las vidas destrozadas, los niños abusados, las monjas asesinadas? Su voz se había elevado lo suficiente para despertar a Miguel, quien se incorporó con expresión confundida.
Hermana Dolores”, comenzó Monseñor Vidal, su tono conciliador pero condescendiente. Entiendo su angustia, pero debemos manejar esto con discreción, por el bien de todos los involucrados. La discreción es lo que permitió que esto sucediera, respondió ella cada palabra cargada con el peso de una verdad dolorosa. El silencio, las miradas desviadas, los traslados convenientes. No más, Monseñor.
Esta vez la verdad saldrá a la luz. Miguel se acercó a ella tomando su mano instintivamente. El gesto, tan simple, pero tan cargado de confianza, pareció otorgar a Sor Dolores una determinación renovada. Le sugiero que informe al arzobispo que cooperaremos con las autoridades civiles en todo lo necesario”, continuó.
y que personalmente me encargaré de que cada víctima mencionada en este diario sea contactada y apoyada. Eso no es su responsabilidad, protestó monseñor Vidal. Lo es ahora, replicó ella con una firmeza que no admitía réplica. Y también lo es cuidar de Miguel hasta que sea adulto. El funcionario miró al chico y luego nuevamente a Sor Dolores, una expresión de cálculo cruzando su rostro.
Entiendo su preocupación por el muchacho, pero hay protocolos, procedimientos que pueden ser adaptados”, completó ella. A menos que prefiera que discutamos estos protocolos frente a la prensa. Estoy segura de que estarían muy interesados en escuchar toda la historia. La amenaza velada no pasó desapercibida. Monseñor Vidal se ajustó el cuello clerical visiblemente incómodo.
Veré qué puedo hacer, concedió finalmente, pero no puedo prometer nada. Es un comienzo, respondió Sor Dolores. Y monseñor, una cosa más, cuando regrese al convento, por favor, asegúrese de que mis hermanas reciban un entierro digno. Se lo merecen. Después de morir protegiendo un secreto que nunca debió existir, el funcionario asintió solemnemente antes de retirarse, su figura rígida desapareciendo por el pasillo del hospital.
Cuando quedaron solos nuevamente, Miguel miró a Sor Dolores con una mezcla de confusión y esperanza. Es verdad, preguntó. ¿Vas a cuidar de mí? Ella apretó su mano con suavidad. Si tú quieres, sí, no será fácil, Miguel. Ambos tenemos mucho que procesar, mucho dolor que atravesar, pero no tendrás que hacerlo solo.
Por primera vez, desde que toda la pesadilla había comenzado, algo parecido a una sonrisa asomó a los labios del chico. “Gracias”, susurró simplemente. Sor Dolores miró hacia la ventana, donde los primeros rayos del sol comenzaban a disipar las sombras de la noche. Una nueva día nacía. trayendo consigo la promesa de verdad y quizás con el tiempo de sanación.
El campanario y sus horrores quedaban atrás, pero el camino que tenían por delante sería largo y difícil. Sin embargo, por primera vez, Sor Dolores sintió que no caminaba en la oscuridad. Había luz al final, débil, pero innegable, y eso por ahora era suficiente para continuar. Tres meses después, la pequeña casa en las afueras de Coyoacán poco se parecía al austero convento, donde Sordolores había pasado la mayor parte de su vida.
Las paredes encaladas estaban decoradas con coloridas artesanías mexicanas. Las ventanas abiertas dejaban entrar la brisa cálida de mayo y el patio trasero albergaba un modesto huerto de hierbas medicinales y flores. Dolores ya no usaba el título de Sor tras solicitar una dispensa temporal de sus votos, se movía con renovada energía entre la cocina y el comedor, preparando el desayuno mientras tarareaba suavemente una melodía antigua.
Miguel, el desayuno está listo”, llamó colocando sobre la mesa un plato de chilaquiles recién hechos. El muchacho apareció momentos después, vestido con el uniforme de la escuela secundaria pública, donde se había reintegrado hacía apenas un mes. A sus 15 años, Miguel aún mostraba signos del trauma vivido, pesadillas ocasionales, momentos de silencio introspectivo, pero la diferencia con el chico aterrorizado del campanario era notable.
Huele bien”, comentó sentándose frente a su plato. “¿Viene alguien hoy?” Dolores asintió mientras se servía café. “El doctor Mendoza pasará después de tu escuela.” Y tu abogada llamó para confirmar la cita del viernes. Miguel asintió concentrándose en su comida. El proceso judicial avanzaba lentamente, como era de esperar en casos de esta complejidad.
Las declaraciones, entrevistas con psicólogos, reuniones con fiscales, todo formaba parte de una nueva rutina que aunque dolorosa, era necesaria. “¿Has pensado en lo que te pregunté?”, dijo de repente Miguel, mirando a Dolores con una intensidad que recordaba a su abuela. Ella suspiró. Sabía exactamente a qué se refería. Sobre contactar a los otros chicos del diario. “Sí.
Tienen derecho a saber que no están solos, que pueden obtener justicia. Dolores dejó su taza sobre la mesa, eligiendo cuidadosamente sus palabras. El fiscal está trabajando en ello, Miguel, pero hay que ser delicados. Algunos de estos casos son de hace años. Las personas involucradas podrían haber seguido adelante o no, respondió él con una sabiduría impropia de su edad.
Algunos quizás siguen atrapados, como yo lo estaba, creyendo que fue su culpa, que están solos. La madurez, en sus palabras, conmovió a Dolores. A pesar de todo el horror vivido, o quizás precisamente por ello, Miguel estaba desarrollando una empatía profunda hacia otras víctimas. “Tienes razón”, concedió. Finalmente, hablaré con Enrique hoy.
Veremos qué podemos hacer para acelerar el proceso de contacto, siempre respetando la privacidad de cada persona. La conversación fue interrumpida por el timbre de la puerta. Dolores se levantó extrañada por la visita temprana. Al abrir se encontró con el rostro familiar de Enrique, aunque su expresión seria inmediatamente le indicó que no se trataba de una visita social. “Buenos días, hermana”, saludó.
La formalidad en su tono confirmando sus sospechas. ¿Puedo pasar? Claro, respondió ella haciéndose a un lado. Miguel está desayunando. ¿Quieres café? Enrique negó con la cabeza siguiéndola hasta la cocina. saludó a Miguel con una sonrisa tensa antes de volverse hacia Dolores. “Tengo noticias”, dijo sin preámbulos. Encontramos a Tomás Gutiérrez.
Miguel dejó caer su tenedor, la mención de uno de los nombres del diario, capturando inmediatamente su atención. “¿Dónde está?”, preguntó Dolores, sentándose nuevamente, preparándose para lo que fuera a escuchar. En el cementerio municipal de Cuernavaca, respondió Enrique con voz grave, suicidio. Hace 6 meses. El silencio que siguió fue denso, cargado de implicaciones dolorosas.
Miguel cerró los ojos brevemente, como si recibiera un golpe físico. ¿Y su familia? preguntó finalmente Dolores. Su madre vive todavía. Nunca entendió por qué su hijo se quitó la vida. Encontró una nota, pero decía muy poco. Solo no puedo seguir viviendo con esto.
El campanario murmuró Miguel, su mirada perdida en algún punto distante. Él también estuvo allí. Dolores y Enrique lo miraron interrogantes. El padre Sebastián, continuó, las palabras saliendo como si las extrajera de un pozo profundo y oscuro. Tenía lugares especiales en cada parroquia. En la nuestra era el campanario. En Cuernavaca me dijo que llevaba a los chicos a una capilla abandonada en el bosque.
Enrique anotó algo en su libreta. ¿Recuerdas algo más sobre esa capilla? su ubicación exacta. Miguel negó lentamente, solo que estaba cerca de un río. Dijo que le gustaba el sonido del agua, que ahogaba otros sonidos. La implicación hizo que Dolores se estremeciera.
Cada nuevo detalle revelaba capas adicionales de premeditación y perversidad. Hay más”, continuó Enrique, visiblemente incómodo. “Hemos estado investigando a los superiores mencionados en el diario. El obispo Méndez, que trasladó al padre Sebastián de Veracruz a Cuernavaca en 1946, tras las primeras acusaciones, murió hace dos semanas.
Un ataque cardíaco aparentemente. Aparentemente”, repitió Dolores captando el matiz. La autopsia reveló niveles elevados de digital en su sistema. Un veneno derivado de la planta de dalera causa síntomas similares a un ataque cardíaco. Miguel dejó escapar un sonido ahogado. Él sabía jardinería, cultivaba plantas medicinales en el convento y venenosas también.
Al parecer, añadió Enrique, creemos que pudo haber dejado seguros, tras su muerte personas que podrían verse comprometidas si toda la verdad salía a la luz. ¿Estás diciendo que el obispo Méndez fue asesinado?, preguntó Dolores, la incredulidad, dando paso a una horrible comprensión. Es una posibilidad que estamos investigando. La digitalina puede administrarse gradualmente durante semanas.
Los síntomas se confunden fácilmente con problemas cardíacos naturales y los otros superiores mencionados en el diario inquirió Dolores. Una nueva preocupación formándose en su mente bajo protección policial desde ayer. Pero hay algo más, algo que me preocupa especialmente.
Enrique miró brevemente a Miguel como evaluando si debía continuar en su presencia. Puede quedarse”, afirmó Dolores con firmeza. “Ha ganado el derecho a conocer toda la verdad.” Enrique asintió sacando una fotografía de su carpeta. Esto fue tomado hace tres días frente a tu casa. La imagen mostraba la calle donde vivían. En primer plano, parcialmente oculto, tras un árbol, se distinguía la figura de un hombre observando la casa.
Su rostro no era completamente visible, pero había algo inquietantemente familiar en su postura. ¿Quién es?, preguntó Dolores, aunque un presentimiento helado ya se formaba en su estómago. No estamos seguros. Uno de mis hombres lo vio durante la vigilancia rutinaria y tomó la fotografía. Cuando intentó acercarse, el sujeto desapareció.
Miguel tomó la fotografía con manos temblorosas, estudiándola detenidamente. “Su manera de pararse”, murmuró. “La forma en que inclina ligeramente la cabeza.” “¿Qué pasa?”, preguntó Dolores, la alarma creciendo en su voz. Miguel levantó la mirada, el miedo regresando a sus ojos como un visitante indeseado.
“Se parece al padre Sebastián.” Imposible, respondió Enrique inmediatamente. Identificamos su cuerpo. Está muerto. ¿Estás completamente seguro? insistió Dolores. Lo viste personalmente, Enrique dudó y esa vacilación momentánea fue respuesta suficiente.
Llegué después de que lo hubieran llevado a la morgue, admitió finalmente, con todo el caos de esa noche, la identificación formal la hizo otro oficial basándose en sus documentos y la descripción que teníamos. Un silencio pesado cayó sobre la cocina, interrumpido solo por el tic tac del reloj de pared y el canto ocasional de los pájaros en el jardín. Quiero ver su tumba dijo de repente Miguel, una determinación férrea en su voz.
Necesito estar seguro de que está realmente muerto. Dolores asintió lentamente. Yo también lo necesito. Enrique los miró a ambos, comprendiendo la importancia psicológica de su petición. Puedo arreglarlo, pero mientras tanto duplicaré la vigilancia en la casa y tal vez deberían considerar mudarse temporalmente. No, respondió Dolores con firmeza.
No volveremos a huir. No dejaremos que el miedo dicte nuestras vidas. Sea quien sea ese hombre de la fotografía. Miró a Miguel buscando confirmación. El chico asintió, aunque el temblor ligero de sus manos revelaba su lucha interna. “Estamos juntos en esto”, afirmó ella, tomando su mano por encima de la mesa.
“Hasta el final.” Hasta el final”, repitió él apretando su mano. Mientras Enrique hacía algunas llamadas desde la sala, Dolores observó el jardín a través de la ventana de la cocina. Las flores recién plantadas se mecían suavemente con la brisa, ajenas al horror que se había infiltrado nuevamente en sus vidas.
En algún lugar, más allá del jardín, más allá de la calle tranquila, la verdad aguardaba. y con ella quizás la conclusión definitiva de la pesadilla que había comenzado aquella fatídica tarde en el campanario del convento de Santa María de los Ángeles. Pero por ahora, en esta cocina soleada con el chico cuya vida había jurado proteger, Dolores encontró un momento de paz frágil, pero genuina.
fuera lo que fuese que el futuro les deparara, lo enfrentarían juntos con la fuerza que solo otorga haber mirado al abismo y haber sobrevivido para contarlo. No.
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