Me llamo Emiliano, tengo 22 años y esta es la historia que cambió mi vida. No planeaba regresar a la casa de mi papá en Guadalajara. Después de terminar la universidad, pude haberme quedado en otro estado, trabajando como asistente en la facultad un año más, decidiendo si continuar con la maestría.

 

 

 Pero un día recibí un mensaje corto de él. Vente unas semanas. Hay un cuarto libre. No era una invitación, ni siquiera sonaba amable. Y ahí estaba también clara su nueva esposa. La había visto tres veces desde que se casaron dos en reuniones familiares y una en un hotel de la Ciudad de México cuando nos encontramos por casualidad.

 Siempre fue educada, arreglada, distante, pero una cosa es coincidir unas horas y otra muy diferente es compartir techo. Clara era una mujer difícil de descifrar. No hablaba mucho, pero cada frase parecía medida calculada. Sus ojos, en cambio, tenían algo más, como si estuvieran leyendo lo que había dentro de ti. Papá seguía siendo el mismo ocupado frío metido en su trabajo.

Clara, en cambio, se iba haciendo más silenciosa. Y no era el silencio de la paz, sino uno que escondía grietas. La primera semana lo noté. pasaba frente a la cocina y ahí estaba ella de espaldas con la luz amarilla cayendo sobre su cabello recogido en un chongo. Una blusa blanca ligeramente arrugada no volteó, pero yo sentí que sabía que la observaba. Desde ese instante algo cambió.

 Intenté repetirme, “Es la esposa de mi papá, no tiene nada que ver contigo.” Pero entre ellos no veía amor, solo rutina. Eran como dos actores leyendo guiones distintos. Un día, al lavarme las manos, Clara entró. El aroma floral que llevaba me rozó antes que su brazo.

 Su mano tocó la mía por accidente y yo reaccioné como si me hubiera dado corriente. Ella, en lugar de disculparse, me sostuvo la mirada con calma. “¿Ya desayunaste?”, preguntó. No recuerdo si respondí. El aire se volvió espeso, como si estuviéramos parados sobre un hilo delgado que nadie se atrevía a mover. Desde entonces, el silencio en esa casa dejó de ser inocente. Era como un animal agazapado esperando el momento exacto para saltar.

Y yo no sabía si había sido ella quien lo había despertado o yo. Si alguna vez has vivido algo que parecía prohibido pero irresistible, sabes de lo que hablo. Suscríbete ahora mismo y activa la campanita para no perderte lo que viene, porque esta historia apenas comienza.

 Los días pasaban y Clara no hacía nada indebido, pero todo en ella parecía una invitación disfrazada de casualidad. caminar demasiado cerca, tomar un vaso al mismo tiempo que yo, quedarse mirándome unos segundos de más. Al principio pensé que era mi imaginación, después entendí que no estaba jugando solo. Una tarde salí al balcón con un libro.

 Ella estaba en el jardín regando las plantas, la falda larga, el cuello descubierto por el sol. Cuando levantó la vista, me sostuvo la mirada sin apartarse. Ese instante me hizo sentir que ya no era un hijo de paso en esa casa. Era un hombre que alguien veía de verdad y la línea comenzó a borrarse. En las noches, al quedarnos solos, notaba como sus pasos suaves en el piso de madera me aceleraban el corazón.

 Su cabello ya suelto caía sobre los hombros. Su suéter se escurría apenas del cuello, dejando ver la piel clara. Pero fue una madrugada cuando bajé por agua, que supe que ya no había regreso. Clara estaba sentada en la mesa, una taza de té entre las manos mirando hacia el patio oscuro. Emiliano dijo sin verme, “¿Tú crees que haya personas que viven toda la vida sin que nadie las toque de verdad?” Yo respiré hondo antes de contestar, “Sí.” Y también creo que hay quienes nunca tocan a nadie por miedo a ser

descubiertos. Entonces me miró, sus ojos eran como una puerta abierta y entendí que si daba un paso más, todo cambiaría. No lo di. Tampoco retrocedí. Nos quedamos en silencio. Un silencio más íntimo que cualquier abrazo. Y ahí terminó mi primera noche sabiendo la verdad. En esa casa ya no había límites claros.

 Clara y yo estábamos a punto de cruzar una frontera invisible y ninguno parecía querer detenerse. La mañana siguiente todo parecía normal, pero ya no lo era. El sol entraba por las cortinas de la colonia americana. Las bugambilias del patio salpicaban de rosa el piso húmedo y la cafetera soltaba un olor dulce a café de olla. Clara se movía por la cocina con esa precisión suya.

 Tomaba un plato, lo dejaba, enjuagaba una taza, encendía el hervidor. Ni una palabra de más. Yo fingía revisar correos en el celular, pero en realidad estaba midiendo la distancia entre su respiración y la mía. Papá Marco había salido temprano rumbo al parque industrial del Salto. “Vuelvo tarde”, dejó dicho como quien informa el clima. Clara asintió sin mirarlo mucho.

 Yo solo escuché el click de la chapa al cerrarse y el silencio que se instaló como un huésped al que nadie invitó. ¿Te quedó bien esa camisa? Dijo ella como quien comenta una nube. Gracias. Respondí sin saber dónde poner las manos. No pasó nada. Eso fue lo inquietante, porque no pasar nada en esa casa ya significaba muchísimo.

 Me escapé al balcón con un libro que no leí viendo las azoteas El tendedero del vecino, el gato que cruzaba por el cable como equilibrista. El viento de lluvia prometida caminaba lento por la calle y el cielo gris parecía esperar la primera gota. A mediodía fuimos al tianguis de sábado. Clara apretaba el bolso contra el pecho y yo empujaba una bolsa con jitomates pan dulce y unas peras verdes.

 Nos detuvimos en un puesto de flores. Ella rozó con los dedos un ramo de alcatraces y juraría que sonrió apenas al imaginar el jarrón de la sala con ese blanco imposible. No tuvimos que decirlo. Llevamos el ramo a casa. De tarde, el cielo por fin se abrió.

 La lluvia tapatía golpeó el vidrio como un reloj que por fin cae en cuenta de la hora. Yo me quedé en el marco de la puerta que da al patio. Clara puso agua para té de jazmín y volvió con dos tazas. se sentó a mi lado, no muy cerca, pero lo suficiente para que sus pasos siguieran latiendo en mi pecho, incluso después de que se detuvo. “Has estado más callado”, murmuró. Estoy pensando en qué en decir cosas que quizá no debería decir.

 Me miró sin prisa. La lluvia hacía un ruido fino como de papel rasgándose. “Depende de quién escuche”, contestó. El mundo se me redujo a su voz y al golpe constante del agua. Sentí que si no lo decía en ese instante, ya no podría. “Creo que me gustas”, dije despacio, midiendo cada sílaba, pero sin esconderme.

 No hubo trueno ni drama, solo un segundo suspendido. Clara giró hacia el jardín como si buscara una respuesta en la hilera de macetas. “¿Lo que ves es amor o es un hueco que quieres llenar?”, preguntó Baja. Tragué saliva. No lo sé. Sé que cuando te veo no miro a la esposa de mi papá. Veo a una mujer sola y quiero sacarla de ahí.

Soltó el aire delgado como un hilo. No me tocó, no me besó, no dijo mi nombre. Pero su silencio ya no era el mismo. Era un lugar al que entrar. La noche nos alcanzó sin encender la luz. Afuera olía tierra mojada. Adentro el té se enfriaba entre los dos. El celular de Clara vibró sobre la mesa. Marco, me quedo a cenar con los socios.

Ella apenas lo leyó. No hubo gesto de alegría ni de tristeza. Hubo otra cosa, espacio. Yo di un paso, ni apresurado ni tímido, un solo paso que recortó lo que quedaba de aire. No quiero seguir adivinando dije sintiendo el peso exacto de cada palabra. No quiero vivir esto solo en mi cabeza.

 Clara me sostuvo la mirada largamente. En sus ojos había una puerta y un espejo. Entonces, deja de adivinar, susurró. No corrimos uno hacia el otro. No hubo música, no hubo luces, solo mis dedos llegando a su cintura, su mano rozando mi pecho y la certeza de que el guion ya estaba escrito en silencio desde hacía semanas.

 Nuestros rostros se acercaron hasta que respiramos la misma sombra. Y justo cuando mis labios iban a tocar los suyos, la casa sonó la llave girando en la chapa, una voz conocida en la entrada mojada por la lluvia. Clara, Emiliano, estoy aquí. La puerta del límite volvió a cerrarse a medio segundo del cruce. El sonido de las llaves aún resonaba en la puerta cuando me aparté de Clara, con el corazón golpeándome en la garganta.

Marco entró empapado, sacudiéndose el saco y hablando por teléfono como si el mundo girara alrededor de sus negocios. Ni siquiera reparó en la tensión que había quedado suspendida en la sala. “Buenas noches”, dijo sin mirarnos. Clara sonrió apenas una sonrisa educada de escaparate. Yo me senté en el sofá con un libro cerrado fingiendo interés.

Nadie habría sospechado nada. Al menos no esa noche. Los días siguientes se volvieron un ejercicio de contención. Clara y yo evitábamos coincidir demasiado, pero el destino parecía empeñado en empujarnos. El roce al pasar por el pasillo, el encuentro en la cocina a medianoche, la mirada sostenida más de lo permitido.

 Todo era un juego silencioso de esquinas y reflejos. Una tarde de domingo, Marcos salió temprano para jugar golf en un club privado de Zapopán. Clara y yo nos quedamos desayunando en el patio. Había pan dulce de la panadería de la esquina y un jarro de atole de vainilla. El aire olía a tierra húmeda.

 Yo sentía que cualquier palabra podía desbordar lo que llevábamos semanas guardando. ¿Te vas a quedar mucho tiempo en Guadalajara?, preguntó Clara sin mirarme. No lo sé. A veces siento que no pertenezco aquí. A veces uno pertenece justo donde no quiere estar, dijo con voz baja. Esa frase me atravesó.

 Quise preguntarle qué significaba exactamente, pero ella ya estaba recogiendo las tazas como si nada. Las noches se hicieron cada vez más largas. Me acostaba sin sueño, escuchando el crujir de la madera, el paso suave de Clara en el pasillo, el leve cierre de una puerta. Soñaba con ella y despertaba sudando, confundiendo la frontera entre deseo y realidad. Una madrugada me armé de valor y bajé por un vaso de agua.

 La luz tenue de la cocina me descubrió que Clara estaba allí otra vez con una taza humeante. Me miró en silencio. Yo me quedé de pie inmóvil. No puedes seguir aquí como si nada me salió casi en un susurro. ¿Y qué sugieres? Respondió sin inmutarse. Que dejemos de fingir. Sus labios temblaron apenas, pero no dijo nada.

 Esa falta de respuesta dolía más que un rechazo. El silencio de Clara siempre había sido un muro, pero esa noche se sintió como un espejo yo mismo reflejado en mis dudas. Al día siguiente, Marco notó algo. Me miró con recoo mientras servía el café. Hablas distinto, Emiliano, como si hubieras crecido de golpe. Yo sostuve la mirada. Quizá es porque aquí el silencio te obliga a pensar demasiado.

 No contestó, pero su gesto me dejó claro que las sospechas habían comenzado. Esa noche cuando pasaba junto a mí en el pasillo, murmuró apenas, “¿Qué tan bueno crees que eres escondiendo cosas?” Me detuve en seco. No supe si era una advertencia o una amenaza. Lo miré de frente. Y qué tan bueno eres tú para preguntar lo que en realidad no quieres saber.

 Lo vi apretar la mandíbula antes de seguir su camino y entonces comprendí el juego ya no era solo entre Clara y yo. Marco estaba dentro y cada movimiento a partir de ahora podía desatar algo imposible de contener. El aire en esa casa se había vuelto más espeso que nunca, como si la tormenta estuviera a punto de romperse. El ambiente en la casa se había vuelto insoportable.

 El aire parecía cargado como antes de una tormenta de verano en Guadalajara, cuando el cielo se pone morado y el calor no deja respirar. Cada palabra en la mesa era una chispa que amenazaba con encender un incendio. Marco ya no disimulaba, observaba a Clara con la misma frialdad con la que revisaba un contrato y a mí, como si yo fuera un intruso que respiraba de más.

 Clara, por su parte, se mantenía en su papel de esposa impecable, servía la comida, recogía los platos, respondía con monosílabos, pero yo sabía porque la había visto en otras noches, que bajo esa calma había grietas. ¿Y cómo van tus planes?, preguntó Marco una mañana mientras untaba mantequilla en su bolillo. Bien, respondí seco. Bien, qué respuesta tan hueca, dijo mirándome fijamente.

 Tal vez deberías madurar un poco más antes de querer opinar tanto en esta casa. Me herví a la sangre. Clara bajó la mirada como si no quisiera presenciar lo que venía. Opinar no es lo mismo que fingir, contesté sin apartar los ojos de él. El silencio fue brutal. Podía escucharse el zumbido del refrigerador. Marco soltó una risa corta sin humor.

 Hablas como si supieras de lo que no entiendes y tú actúas como si esta familia fuera real. Dije. Clara se levantó de golpe llevando los platos al fregadero. Sus manos temblaban. Yo lo noté, Marco, también esa tarde me crucé con Clara en el pasillo. Quise detenerla, pero ella me esquivó con los ojos brillantes. Apenas susurró, “No sigas, no te pongas en peligro.” Pero ya era tarde. El choque era inevitable.

 Esa noche la tensión reventó. Marco llegó de mal humor, tirando el saco sobre el sillón. El sonido de las llaves cayendo sobre la mesa fue como un disparo. Yo estaba sentado en la sala con el corazón en la garganta. Clara intentaba ordenar los cojines como si el orden pudiera tapar el caos que nos rodeaba.

 “Ya lo sé”, dijo Marco mirándome como un depredador. Saber que le respondí, aunque en el fondo entendía. Lo veo en sus ojos escupió con rabia. Me mira como un perro hambriento que ve carne. Clara soltó un soyozo ahogado. Yo me levanté el cuerpo ardiendo. Al menos yo la veo. Le grité. Tú solo la usas para presumir una familia que nunca tuviste. Para ti no es una esposa, es un adorno.

 Marco dio un paso hacia mí y los puños cerrados. Clara se interpuso con la voz rota. Basta los dos. Pero ninguno retrocedió. Yo no podía, no quería. Si tanto quieres quedarte con tus fantasías, vete de esta casa, dijo Marco la cara desencajada. Clara intentó detenerlo, pero sus palabras eran cuchillos. No necesito fantasías, le respondí. Necesito verdad, algo que aquí nunca hubo.

 El silencio que siguió fue aún más violento que los gritos. Clara lloraba en medio de nosotros con las manos temblando. Yo entendí que había cruzado un punto sin retorno. Esa misma noche, con la maleta medio hecha y el corazón destrozado, me preparé para irme. Marco lo había ordenado y Clara Clara se quedó de pie junto a la puerta con lágrimas que parecían gritar lo que su boca callaba.

 No me detuvo, solo puso una mano en su pecho como si contuviera algo que estaba a punto de romperse. Yo salí bajo la lluvia sin rumbo, con la certeza de que lo que había empezado en silencio terminaría en un estruendo del que nadie saldría ileso. La lluvia caía con una furia que pocas veces había visto en Guadalajara. El pavimento brillaba bajo las farolas como un espejo roto.

 Mis tenis se empapaban a cada paso, la maleta colgando de mi hombro chorreando agua. No sabía hacia dónde iba. Solo quería salir de esa casa, que ya no era un hogar, sino un campo de batalla. Las calles estaban casi vacías, el viento arrastraba hojas y papeles, y los charcos crecían como lagos improvisados. Caminaba rápido con el corazón todavía acelerado por los gritos, por la imagen de Clara llorando junto a la puerta incapaz de detenerme, pero tampoco de dejarme ir del todo. No me ames, Emiliano.

 Escuchaba aún su voz dentro de mi cabeza, esa súplica quebrada que me había dicho días atrás, pero ya era tarde. Yo la amaba. No en un futuro, no en un quizá, sino en ese instante, con toda la fuerza de mi rabia y mi soledad. Llegué al coche que había dejado estacionado sobre Avenida México. El parabrisas estaba cubierto de gotas gruesas.

 Encendí el motor y el viejo suru rugió como un animal cansado. Mis manos temblaban al sujetar el volante. Avancé sin rumbo, atravesando calles oscuras, donde las luces de los semáforos parecían flotar solas en la tormenta. En cada esquina, Clara volví a mi mente su cabello suelto, después de la ducha, el olor tenue de Jazmín, la forma en que me había mirado en silencio cuando casi nos besamos y el dolor de verla aferrarse a un papel que la estaba consumiendo.

 La lluvia golpeaba el coche con violencia. Bajé la velocidad, pero mis pensamientos iban demasiado rápido. Una mezcla de enojo hacia Marco, de deseo hacia Clara, de culpa por lo que habíamos cruzado. Cerré los ojos un segundo, demasiado largo. Cuando los abrí, las luces de un subngro venían directo hacia mí, invadiendo mi carril.

 El chirrido de los frenos fue un alarido metálico. Todo se volvió destellos. El claxon, el golpe brutal, el parabrisas estallando en mil fragmentos, el aire arrancado de mis pulmones. Luego, silencio, un silencio más profundo que todos los que había vivido en esa casa. Ni lluvia, ni motores, ni gritos, solo oscuridad.

 Sentí que mi cuerpo flotaba como si me hubieran arrancado del asiento. No había dolor todavía, solo un vacío frío que me arrastraba lejos. Las imágenes pasaban rápidas, la cocina iluminada a medianoche el roce de su mano con la mía, su voz diciendo, entonces, deja de adivinar. Quise hablar, pero no tenía voz. Quise moverme, pero no tenía cuerpo.

 Lo último que alcancé a ver fueron unas luces rojas girando en la distancia y un sonido lejano de sirena que se mezclaba con la nada. Todo se apagó y así comenzó mi verdadero silencio. El primer destello que recuerdo no fue una luz, sino un olor. El fuerte aroma de antiséptico que se pegaba en la garganta.

 Después vino un murmullo de voces, el zumbido de una máquina y una claridad blanca que me hizo cerrar los ojos de inmediato. Tardé en darme cuenta de que estaba en un hospital. Mi cuerpo no me respondía. Quise mover la mano y fue como intentar levantar una piedra. Quise hablar y apenas salió un aire áspero de mi garganta. Entonces escuché su voz. Emiliano era clara.

 No estaba llorando, no se quebraba. Hablaba abajo con un cansancio tan hondo que dolía más que un grito. Sentí que se acercaba, que su sombra se inclinaba sobre mí. Si me escuchas, no hagas esfuerzo, solo quédate. Yo no podía abrir los ojos, pero supe que estaba allí.

 El cambio en el aire era inconfundible, el click de sus tacones apagándose sobre el piso, el olor a té de jazmín que siempre la acompañaba. Pasaron los días como si fueran sueños entrecortados. A veces escuchaba a los médicos decirle a Marco que el pronóstico era reservado. Otras veces era Clara quien llenaba el silencio.

 Me hablaba de cosas pequeñas de las rosas del patio de un gato callejero que dormía en la azotea del ruido exagerado del lavabajillas. Y yo, atrapado entre la niebla, escuchaba como si esas palabras fueran cuerdas que me mantenían amarrado a la vida. Una noche su voz cambió. se quebró apenas como si al fin se permitiera soltar lo que había guardado demasiado tiempo.

 Yo pensé que tenía todo bajo control, susurró. Nunca quise que nadie viera mis debilidades, ni siquiera mi esposo. Pero llegaste tú con esa manera de mirarme como si existiera. De verdad quise mover la mano, pero era imposible. Sin embargo, un dedo, apenas un dedo alcanzó a rozar el suyo. Clara apretó mi mano con fuerza.

 Un suspiro escapó de ella largo, como si hubiera contenido la respiración desde que me trajeron. “Lo sentiste”, murmuró. “Dime que sí.” Yo no pude responder, pero en ese apretón estaba toda mi respuesta. Los días siguientes se mezclaron entre luces de pasillo y visitas rápidas de enfermeras. Marco aparecía de vez en cuando, siempre con el gesto frío, hablando más con los doctores que conmigo.

 Clara, en cambio, permanecía horas sentada junto a la cama, sin exigir nada, solo estando. Una mañana, cuando la claridad entraba por la ventana alta del cuarto, escuché algo distinto. Clara estaba junto a la ventana con la cabeza apoyada en el cristal. Su mano descansaba sobre su vientre, acariciándolo con una suavidad inconsciente. Ese gesto me atravesó.

 No era para mí, o quizá sí. No tenía certeza, pero lo comprendí al instante lo que compartíamos. Ya no era un secreto hecho de miradas. Había una posibilidad nueva, frágil, latiendo dentro de ella. Ese día supe que aunque lograra volver a abrir los ojos, nada en nuestra historia podría regresar a ser lo que era antes. Abrí los ojos como quien regresa de un sueño largo.

 La claridad me lastimó al principio, pero pronto reconocí el techo blanco, la lámpara redonda, la ventana alta. Sentí mi cuerpo débil, pesado, como si no me perteneciera. Lo primero que busqué fue una mano y ahí estaba cálida firme la de Clara. Ella me miró sorprendida con los ojos enrojecidos de tantas noches sin dormir. “Estás despierto”, susurró. Y esa voz me sostuvo más que cualquier suero.

 Intenté hablar, pero mi voz salió ronca rota. “¿Estás bien clara?”, parpadeó como si no esperara esa pregunta. Su respuesta fue una sonrisa tenue. ¿Cómo no estaría bien? Tú eres el que estuvo al borde, quise insistir, pero no pude. La garganta me ardía. Me limité a mirarla tratando de descifrar lo que callaba. Había algo en sus ojos, una sombra que no había visto antes.

 Los días siguientes fueron una mezcla de fisioterapia y visitas breves. Marco venía poco, preguntaba a los médicos, firmaba papeles y se iba. Conmigo apenas cruzaba palabras. Yo sabía que desconfiaba. Sus miradas eran cuchillos velados. Clara, en cambio, se quedaba.

 Me acomodaba la almohada, me ayudaba a beber agua, me contaba cosas del patio de la casa, de cómo las bugambilias habían florecido pese a las lluvias. Yo la escuchaba en silencio grabando cada gesto, pero también notaba lo que intentaba ocultar. Cada vez que pensaba que yo dormía, llevaba la mano a su vientre con un cuidado involuntario. Un mediodía no aguanté más.

 Clara dije con la voz áspera, “¿Hay algo que no me dices?” Se quedó helada el vaso a medio camino. Intentó sonreír. “Lo importante es que estás vivo.” “No me mientas”, insistí bajando la voz. Ella guardó silencio. Volvió la vista a la ventana donde la lluvia golpeaba el cristal. Su mano otra vez descansó sobre el abdomen. Fue un gesto pequeño, pero suficiente. Mi respiración se aceleró.

Entendí lo que sus labios no decían. Un miedo distinto se mezcló con la gratitud de seguir vivo. Si lo que sospechaba era cierto, nada podría detener la verdad. Esa noche soñé con la casa, con la mesa del comedor con Marco sentado al otro extremo y Clara entre nosotros dos, sosteniendo algo invisible entre sus brazos.

 Desperté sudando y lo primero que vi fue a Clara de pie junto a la cama, observándome en silencio. Su mirada era un espejo, mostraba todo y no mostraba a nada. Y ahí comprendí que la verdadera batalla no estaba en sobrevivir al accidente, sino en enfrentar lo que venía después. Me dieron de alta una semana después.

 El hospital olía a despedida, a pasillos que había recorrido en sueños, a noches que no quería recordar. Afuera, el cielo de Guadalajara estaba encapotado, como si la ciudad también cargara con mi secreto. Clara vino sola a recogerme. Marco no apareció. Según ella tenía reuniones, la verdad era que ya no hacía falta que lo dijera. Ambos sabíamos que su ausencia pesaba más que su presencia.

Caminamos hasta la entrada principal. Yo llevaba una mochila con mis cosas, cada paso a un torpe pero decidido. Clara sostenía el paraguas. Nos detuvimos bajo el alero del hospital, donde la lluvia golpeaba fuerte dibujando ríos en el pavimento. “Gracias”, le dije la voz áspera, pero firme, “por quedarte conmigo cuando nadie más lo hizo.

” Ella me miró con esa calma suya, esa máscara que tantas veces había aprendido a usar. Pero en sus ojos por un instante vi el cansancio, la duda y algo más profundo, un cariño que no se atrevía a pronunciarse. No me des las gracias, Emiliano. Lo hice porque no podía hacer otra cosa.

 Su mano tembló apenas cuando me pasó el paraguas. Yo la tomé sin pensar y ese roce fue más honesto que cualquier palabra. La lluvia seguía cayendo. Entre nosotros había un silencio distinto al de la casa. Este no era pesado ni controlador. Era un silencio de despedida, de algo que ya no podía sostenerse sin romper todo a su alrededor.

 Entonces la vi llevarse la mano al vientre con un gesto instintivo protector. Fue un segundo, pero me bastó para entender. Mi corazón dio un salto. No pregunté. No hacía falta. Ella se dio cuenta de mi mirada y apartó los ojos. Emiliano, hay cosas que es mejor no decir en voz alta.

 Tragué saliva queriendo gritar que no, que yo necesitaba escucharlo, pero me detuve porque entendí que al pronunciarse esa verdad ya no tendría regreso. Nos quedamos bajo la lluvia unos segundos más. Finalmente, Clara respiró hondo y dijo, “Ojalá esto te sirva para entender la vida.” y para no cometer mismos errores. No hubo abrazo, no hubo beso, solo un adiós contenido en la forma en que me sostuvo la mirada.

 Caminé hacia la calle con el agua empapando mis zapatos. Detrás de mí, Clara se quedó de pie inmóvil bajo el paraguas como una sombra que nunca dejaría de acompañarme. Mientras me alejaba, supe que mi historia con ella no tendría un cierre limpio. Quedaría siempre la pregunta a la duda que me perseguiría en cada paso. Si Clara estaba esperando un hijo, ¿quién de los dos era realmente el padre? M.