Me llamo Mateo, tengo 26 años y hasta hace unos meses yo era un citadino de tiempo completo. Tráfico eterno en el periférico claxonazos, que no dejaban pensar taquerías abiertas a las 3 de la mañana, departamentos apilados unos sobre otros. vivía dentro de ese ruido.

 

 

 Pero después de una ruptura que me dejó vacío y un cansancio que ni los cafés más caros de la Roma podían disimular, me di cuenta de que necesitaba silencio. No el de auriculares con música relajante, sino un silencio real. Así que renté mi depa, metí lo básico en Mitsuru viejo y me fui rumbo al norte dos horas después de Querétaro, hasta un pueblito que casi ni aparece en Google Maps.

 La casa que encontré es modesta, un piso piso de madera que truena al caminar un porche chueco y un buzón que parece no haber visto cartas desde que existía el internet por Dialab. Pero justo eso buscaba paz. Mis días se volvieron rutina. Levantarme temprano, reparar detalles de la casa, preparar desayuno mientras la neblina se levantaba del campo, escuchar nada más que viento y algún gallo lejano.

 Dejé de revisar tanto el celular, se me olvidó hasta el ruido de la ciudad. Los vecinos son pocos. A la derecha, como a 100 metros, vive un matrimonio de viejitos. Amables siempre me saludan con la mano. El señor no suelta sus tirantes ni su pipa, como si todavía fuera 1950. A la izquierda más retirado un ranchero que nunca para siempre arriba de su tractor o alimentando vacas.

 Apenas me hace una seña con la cabeza cuando pasa y al fondo, cruzando el campo de maíz y un camino de terracería, está la casa de dos pisos fachada blanca, columnas en el porche, la de Tomás y Raquel. Tomás es de esos hombres que casi no se ven siempre en botas llenas de polvo prisa en el paso celular en la oreja. Parece vivir para el trabajo, pero Raquel, Raquel es otra historia.

 La primera vez que la vi fue mi segunda semana aquí. Yo regresaba de la ferretería y ahí estaba ella, arrodillada en su jardín con un vestido azul claro que se movía con la brisa. El cabello castaño recogido a la ligera lentes oscuros, espalda recta, como si hubiera salido de Polanco directo a este pueblo.

 Alcanzó a mirarme y me sonrió apenas lo suficiente para que me quedara pensando si era para mí. Le levanté la mano en un saludo tímido. Ella simplemente giró la cabeza de nuevo hacia sus flores, pero entendí me había visto. Desde entonces la observaba más seguido. No podía evitarlo. Leía en su porche, regaba las plantas al atardecer.

 Corría en la terracería con ropa deportiva demasiado elegante para un lugar como este. No encajaba y parecía no querer hacerlo. Siempre lista como esperando algo o a alguien. Y fue ahí cuando lo noté. Primero una vez, luego otra. Autos diferentes entrando a su cochera mientras el pickup de Tomás no estaba. Nunca tocaban la puerta.

 Ella la abría antes de que bajaran del coche, siempre sonriendo, siempre como si los esperara. Al principio me dije, “No te metas, Mateo. No viniste aquí a meterte en vidas ajenas.” Pero los días pasaban y los autos seguían llegando. Nuevos limpios, cada uno distinto y Raquel siempre preparada, siempre con ropa demasiado cuidada para decir que estaba sola.

 Yo trataba de convencerme de que no importaba, pero entonces apareció la nota. Un día, entre volantes de pizzería y propaganda política en mi buzón había un papel doblado sin sobres sin firma, solo una frase escrita con letra firme y limpia. No eres muy platicador, ¿verdad? Me quedé ahí parado leyéndola una y otra vez. No era amenaza, tampoco coqueteo.

Era saber, saber que yo la había notado y que ella también me había notado a mí. No se lo conté a nadie, a quien pero desde entonces todo cambió. empezó a dejarse ver más, tender ropa más cerca de mi cerca, cosechar flores justo cuando yo estaba afuera, nunca hablaba, nunca se acercaba del todo, solo estaba ahí presente hasta que llegó el detalle que terminó por romper la calma.

Una tarde, al regresar del mercado, lo encontré en mi porche, un refractario de vidrio con cuadritos de pay de limón cubiertos de azúcar glass, todavía fríos. Sin nota, sin explicación, me quedé mirándolos como si fueran una clave secreta. Dudé, claro, pero los probé.

 Eran perfectos dulces ácidos hechos con paciencia y entendí el mensaje. Ella sabía que yo la veía y ahora me estaba respondiendo. Esa noche no dormí porque lo que había empezado como curiosidad de vecino, ahora se estaba convirtiendo en otra cosa, una invitación muda, un acuerdo sin palabras. Y lo más inquietante era que yo no había dicho que no. Al día siguiente dejé el refractario en el barandal lavado y boca abajo, como quien devuelve un libro prestado sin atreverse a escribir una dedicatoria.

 No puse nota, no toqué su puerta, solo regresé el gesto. Y aún así, algo en el aire cambió. Los grillos sonaban igual el viento movía el maíz igual. Pero el silencio ya no era inocente, era un puente. Pasaron dos días sin señales, ni autos desconocidos, ni vestidos azules en el porche.

 Creí que todo se había quedado en un intercambio de azúcar y miradas, hasta que una mañana la vi cruzar hacia su buzón con una bata ligera, el café en una mano y la otra sosteniendo la tela para que no se la llevara el viento. El buzón estaba casi pegado a mi cerca. Fingí acomodar una manguera. Siempre te levantas tan temprano? Preguntó sin verme del todo.

 Casi siempre dije, “Se oye distinto el mundo cuando no hay nadie hablando.” Comentó y sonrió como si eso fuera un secreto compartido. No dijo más. Al rato en mi mesa apareció otro regalo pan artesanal envuelto en manta de cielo todavía tibio. Dentro una tarjetita pequeña con tinta negra. No te asusta el silencio. Eso casi no se ve.

 Guardé esa nota en el cajón como si fuera una moneda antigua. Ese mismo mediodía se recargó en mi cerca, sin maquillaje chongo, desordenado, cardigan largo, tenis blancos que nunca habían pisado lodo. “Siempre trabajas afuera, así”, señaló mi cinturón de herramientas. “La casa siempre da tarea.” Respondí, “Chilango, aprendiendo vida de rancho.” “Ha de ser divertido, bromeó.” “Me defiendo”, dije.

 Tienes pareja, soltó como quien pregunta la hora. No, ¿vives solo? Sí. Interesante. Dijo y se fue con esa palabra flotando como mosca en vaso de agua. A partir de ahí dejó de ser sutil. Comenzó a trotar más cerca de mi lado de la terracería, leggings ajustados tops que parecían de vitrina.

 No decía nada, pero su mirada se quedaba un segundo de más, como un dedo tocando el borde de un vaso para escucharlo vibrar. Una tarde se detuvo frente a mí mientras yo partía troncos. Bebió agua, me sostuvo la mirada y siguió. Esa noche casi no dormí, no porque no entendiera, sino porque ya no podía fingir. Luego vino la visita abiertamente casual. Llegó con panqué de plátano a un tibio.

No esperó invitación. Cruzó el umbral como si siempre lo hubiera hecho. Olió mi cocina y dijo, “Para ser soltero está sorprendentemente limpio. Esperabas un desastre. Esperaba menos atención a los detalles.” Sonrió dejando el pan en la mesa. Se sentó en el columpio del porche como si fuera suyo.

 Pierna cruzada arriba, blusa demasiado suelta para un domingo cualquiera, perfume cítrico que se quedó prendido de la madera. estuvo lo justo para irse y dejar la duda. Esa noche sobre el barandal, otra vez el refractario y un papelito. No dijiste que no. Me quedé con el plato en una mano y la frase en la otra. Tenía razón.

No había puesto límites. A veces el silencio es una respuesta que uno finge no haber dado. Los autos volvieron a su rutina medida. Pickup, viejo con escape ruidoso. Sedan plateado con placas temporales. Nadie parecía pariente. Nadie se quedaba mucho. Ella los despedía en el pórtico besito en la mejilla. Sonrisa calculada. Y adiós.

Tomás. Mientras tanto, apareció dos veces, tomó herramientas, se subió a su troca y desapareció. Si no lo hubiera visto una tarde, habría jurado que Raquel vivía sola. Una tarde de calor. Yo estaba bajo la sombra del carport, medio cuerpo metido en el motor de Mitsuru. Oí pasos sobre la grava. También arreglas personas, soltó mirando el cofre abierto.

 Eso no viene en mi caja de herramientas, contesté cuidando de no mirar donde quería que mirara. Buena respuesta, dijo y se fue dejándome con la llave aún en la mano. El clima cambió de golpe. Cielo plomizo nubes colándose por los cerros como si alguien hubiera soltado tinta en agua.

 El viento doblaba el maíz y la luz de la tarde se volvió de plomo. Encendí un par de lámparas de petróleo. La luz titilante le daba a la sala un aire de película vieja. La electricidad ya había parpadeado dos veces. Me servité té, abrí un libro que no estaba leyendo y escuché como la primera cortina de lluvia golpeaba el techo de lámina del porche. Afuera, el mundo tronó.

 Un relámpago partió el cielo y el trueno llegó con esos segundos de retraso que te recuerdan lo pequeño que eres. Entonces sonó tres toques suaves en la puerta mosquitera. No eran nerviosos, no eran tímidos, eran exactos. Me quedé inmóvil con el corazón marcando compases raros. Caminé hasta la entrada y abrí.

Ahí estaba Raquel, empapada el cabello pegado a las mejillas, la bata más oscura por la lluvia, un flashlight en una mano y una bolsa pequeña en la otra. Me miró con los ojos grandes brillantes por la tormenta. Se fue la luz, dijo apenas moviendo los labios. ¿Puedo? La palabra se perdió en otro trueno y yo con la puerta abierta no supe si estaba dejando pasar a mi vecina o a todo lo que había intentado mantener fuera.

Raquel entró despacio como quien conoce el terreno, pero quiere saborear cada paso. El agua chorreaba de su suéter delgado, dejando huellas oscuras en la madera. Yo cerré la puerta y el estruendo de la tormenta quedó amortiguado como si estuviéramos dentro de una campana de vidrio. ¿Quieres una toalla?, pregunté. Asintió extendiendo la linterna hacia la mesa.

 Le di una de las que guardo para invitados que nunca llegan. Primero se secó los brazos, luego se pasó el trapo cabello. El olor a lluvia y perfume cítrico llenó la sala envolviéndome. Siempre tan callado, dijo al mirar mi libro abierto. No te pesa a veces, confesé.

 Yo vivo con ruido, aunque esté sola murmuró como si hablara para sí misma. Tomás nunca está y cuando está es como si estorbara. No respondí. El crujir del fuego en la chimenea suplió mis palabras. Ella recorrió el marco de la repisa con los dedos, observando cada grieta como si leyera un mapa secreto. Antes creía que necesitaba fiestas, amigos, ruido.

 Luego pensé que lo mío era el silencio, pero lo que en verdad quiero es no sentirme invisible. Sus ojos se clavaron en los míos. Un relámpago iluminó su rostro. No había juego en su expresión, ni coquetería ensayada. Era otra cosa, una súplica sin palabras. No busco promesas, Mateo, ni culpas, continuó acercándose. Solo no quiero estar sola en la oscuridad esta noche.

 Podía haber puesto un límite cerrarle la puerta e inventar una excusa, pero no lo hice. La distancia entre nosotros se deshizo con un simple roce de sus dedos contra los míos húmedos todavía por la tormenta. No hubo un beso cinematográfico ni palabras de novela, solo la gravedad decidiendo por los dos.

 La noche se consumió al ritmo de la lluvia, el sonido del agua en el techo, el rugido del trueno y nuestra respiración mezclándose como si siempre hubieran ido juntas. Cuando el viento cedió y las gotas se volvieron finas, ya estábamos sentados en la orilla de la cama en silencio. Raquel, con el cabello enredado y la mirada fija en el piso, dijo con calma, “Fue una mala idea.

 Probablemente respondí, pero no te arrepientes. No se recargó en mi hombro y por un instante no existieron ni pueblo, ni vecinos, ni maridos ausentes. Solo dos personas escuchando cómo se alejaba la tormenta. A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, la casa estaba vacía. No dejó notas, ni panqués, ni postres, solo el eco de lo ocurrido.

 Crucé el patio con la taza de café temblando en mis manos. Vi su casa al otro lado del campo, cerrada, silenciosa. Los días siguientes fueron un espejismo. Raquel regaba plantas, sacaba la basura, caminaba hasta el buzón. Sin mirarme, como si la tormenta hubiera borrado todo.

 No había más postres en mi porche ni conversaciones en la cerca, solo distancia. Me repetí que así debía ser, que aquella noche había sido un accidente, un paréntesis imposible de sostener. Pero cada vez que el viento movía las ramas y el silencio se estiraba, yo recordaba el calor de sus manos sobre las mías, hasta que una mañana la vi esperándome al borde del campo, abrigada con los brazos cruzados como una sombra que el sol aún no disipaba.

 Caminé hacia ella y cuando estuve cerca habló con una firmeza que me heló. No estás hecho para esto. Su voz no tenía rencor, era certeza. Las palabras de Raquel se me quedaron clavadas como espinas bajo la piel. No estás hecho para esto. No lo dijo en tono de reproche ni de tristeza, sino como quien ya hizo cuentas y sabe el resultado. Yo me quedé callado esperando que explicara. y lo hizo.

 Te escogí porque eras distinto, continuó. Porque no perseguías nada, porque tu silencio me recordaba que aún se puede sentir paz estando junto a alguien. Pero yo yo no soy mujer de quietud. Su mirada estaba firme, aunque la brisa le movía el cabello sobre la cara. Por primera vez no había juego en sus gestos.

 No era la Raquel de las sonrisas medidas ni de los vestidos que parecían escaparates. Era alguien hablando con la verdad cruda. Necesitaba esa noche, agregó. Me diste algo que no tenía desde hace años sentirme vista, pero no vine aquí a empezar algo, Mateo. Vine a recordar que todavía existo. Yo quise responder decirle que yo tampoco buscaba cadenas que tal vez no importaba lo que viniera después.

Pero ella había dado el cierre. Se acercó apenas lo suficiente para que pudiera ver el reflejo del amanecer en sus ojos. “Tú no compartes y yo no me detengo”, dijo. Y con un roce breve de su mano sobre la mía, se dio la vuelta. Caminó de regreso a su casa, perdiéndose entre la neblina matinal, como si nunca hubiera salido de ella.

 Después de eso, todo volvió a su rutina aparente. Tomás empezó a quedarse más tiempo en casa. Su troca estacionada días enteros frente al pórtico. Lo veía martillar, cargar cajas, reparar algo. A veces levantaba la mano para saludarme desde lejos. Yo respondía con un gesto rápido, fingiendo normalidad. Raquel, en cambio, recuperó la máscara.

 Me saludaba con un movimiento leve de cabeza cuando coincidíamos en el camino como cualquier vecina correcta. No hubo más panquees ni notas ni dulces en mi porche, como si la tormenta hubiera sido un espejismo. Y sin embargo, el silencio había cambiado de forma. Ya no era paz, sino un eco constante.

 Me levantaba temprano, hacía café, caminaba por el patio y el simple hecho de ver su ventana me revolvía el estómago. No por deseo, sino por la certeza de que lo que había pasado no podía borrarse. Pasaron semanas, los autos dejaron de llegar. El jardín de Raquel seguía cuidado, pero con menos flores nuevas.

 Sus pasos al trotar se escuchaban más temprano, como huyendo de algo. Yo fingía no mirar, pero cada crujido del piso, cada sombra en la ventana me mantenía alerta. Hasta que una mañana cualquiera, mientras yo arreglaba la cerca trasera, escuché mi nombre, Mateo. Volteé. Era ella. No llevaba vestido ni ropa elegante, solo jeans gastados y una chamarra ligera.

 se acercó con pasos firmes como si hubiera tomado una decisión. “Necesito que me escuches”, dijo sin rodeos. Mi respiración se volvió pesada. Había jurado que esa puerta estaba cerrada, pero ahí estaba Raquel de nuevo al filo de mi terreno, con la misma intensidad en la mirada que la noche de la tormenta.

 Y yo sabía que al dejarla hablar todo podía volver a moverse. Raquel se quedó frente a la cerca. mirándome fijo como si quisiera comprobar si yo aún estaba dispuesto a sostenerle la mirada. El viento movía las hojas secas a nuestros pies y por un instante sentí que el campo entero se había quedado quieto esperando mi respuesta. ¿Qué necesitas decirme? Pregunté al fin.

respiró hondo como quien lleva semanas guardando una sola frase en el pecho. No me malinterpretes, Mateo. Yo no vine aquí a arruinarte la vida ni a pedirte nada que no quieras dar, pero no soporto fingir que nada pasó. Su tono era firme, sin rastro de coquetería. Era Raquel, sin maquillaje, sin ensayos, sin disfraz. “Yo tampoco puedo olvidarlo”, confesé.

 Eso la hizo sonreír apenas con un gesto cansado. Entonces, no estoy loca. Cruzó los brazos y bajó la voz. Tomás piensa que estoy conforme con este encierro. Cree que con dinero y trabajo a todas horas se resuelve todo. Pero hay días en que me miro al espejo y no reconozco quién soy. Y esa noche se detuvo como si buscara las palabras correctas. Esa noche me devolvió algo que había olvidado sentirme viva.

 Me quedé callado tragando saliva. Quise decir que yo también había sentido lo mismo, pero algo me detuvo. Ella no buscaba declaraciones románticas, sino comprensión. No te estoy pidiendo una relación continuo, ni promesas ni planes. Solo quiero que sepas que no me arrepiento y que no me interesa ocultar lo que ya sucedió.

El aire se volvió pesado. Yo sabía lo que implicaba si volvía a abrir esa puerta, ya no habría marcha atrás. Y aún así no me moví. ¿Por qué me lo dices ahora?, pregunté. Porque necesito saber si eres capaz de seguir siendo honesto contigo o si vas a esconderte detrás de la cerca como si nada hubiera pasado.

El silencio entre nosotros ardía más que el sol del mediodía. Finalmente ella dio un paso atrás como dándome espacio. Si quieres dejarlo todo ahí, dilo. No voy a perseguirte. Y se dio media vuelta caminando de regreso por el sendero. El polvo se levantaba con cada paso. Yo sentía el corazón en la garganta.

 No dije nada, solo la vi alejarse. Esa tarde no pude concentrarme en nada. El ruido de los pájaros, el zumbido de los insectos, todo parecía amplificado. Me repetía que lo sensato era mantenerme al margen cerrar el capítulo antes de que se volviera un desastre. Pero por dentro la pregunta martillaba sin descanso.

 ¿De verdad quiero dejarlo así? La respuesta me llegó al anochecer. Salí al porche con una cerveza en la mano. Desde mi silla podía ver la luz ámbar encendida en su sala. No había movimiento, solo esa lámpara cálida brillando como un faro. Y entonces entendí no estaba esperando a Tomás, estaba esperando a ver si yo me atrevía a cruzar el campo. Me quedé largo rato en el porche con la botella caliente en la mano, mirando aquella luz encendida al otro lado del campo. Era como un faro discreto, pero claro.

 No había movimiento, no había sombras detrás de la ventana, solo esa claridad fija diciéndome que la puerta estaba abierta. Di un trago a la cerveza, aunque ya sabía amarga. En mi cabeza, la voz de Raquel seguía repitiéndose. Si quieres dejarlo todo ahí, dilo. No voy a perseguirte. Y sin embargo, su casa brillaba como si me estuviera desmintiendo.

No crucé esa noche. El miedo pudo más. El miedo a perder el poco equilibrio que todavía tenía el miedo a que Tomás apareciera de pronto, el miedo a mí mismo. Pero tampoco pude dormir. A la mañana siguiente, al salir al porche, me encontré con algo inesperado. Sobre la mesa había una servilleta doblada escrita con la misma letra pulcra de antes.

 No me debes nada, pero no te mientas. Me quedé de pie sosteniendo aquel papel con el sol, apenas levantándose sobre los cerros. No necesitaba firma, era suya, y más que un mensaje, era un espejo. Los días siguientes se volvieron un juego de silencios. Raquel pasaba trotando más cerca, saludaba con un gesto mínimo, se inclinaba a recoger flores justo cuando yo salía al patio.

Nunca cruzaba la línea del todo, pero tampoco la cerraba. Era como si hubiera dejado caer una cuerda entre los dos terrenos y esperara a ver si yo la jalaba. Una tarde, mientras podaba los arbustos, escuché su voz de nuevo. “Eres bueno fingiendo que no miras”, dijo deteniéndose al borde del camino. Levanté la vista sonriendo.

 “Y tú eres buena haciendo difícil no mirar.” Se rió breve sin artificios. Después se inclinó hacia el suelo jugando con una ramita. Tomás está en Dallas, dos días, conferencia de bienes raíces, aunque creo que le interesan más los bares de hotel que las charlas. No supe qué contestar. El mensaje era demasiado claro.

 ¿Alguna vez Thomas Borbon? Preguntó de pronto. A veces deberías pasar después. Odio beber sola. La frase quedó flotando entre nosotros. Yo seguí con las tijeras en la mano inmóvil. No sé si sea buena idea”, murmuré. Ella sonrió con calma, girándose hacia el camino. “No se trata de buenas ideas, se trata de ser honesto.” Se alejó sin mirar atrás, pero antes de perderse entre los árboles, lanzó la última estocada.

No te estoy pidiendo que te cases conmigo, Mateo. Solo deja de fingir. Esa noche me quedé en mi porche hasta que las estrellas dominaron el cielo. La cerveza se calentó en mi mano, los grillos cantaban y yo no podía apartar la vista de esa luz ámbar que volvían a encenderse en su casa paciente constante, como si me esperara.

No crucé, pero tampoco logré dejar de pensar en ello. Los días posteriores fueron una especie de limbo. Yo hacía mi rutina, reparar la cerca, bajar al arroyo, cortar leña, pero todo lo hacía con el rabillo del ojo clavado en esa casa blanca al otro lado del campo. Ya no era simple curiosidad, era una especie de frecuencia a la que estaba sintonizado, me gustara o no.

Una mañana, mientras acomodaba mis botas en el porche, encontré algo nuevo. No un panqué, no un postre, solo una servilleta arrugada con tres palabras escritas, igual que siempre firmes, seguras, vas a venir. Me quedé con ella en la mano, sintiendo como se me apretaba el pecho. No era pregunta ni invitación, era certeza.

 Esa tarde el clima cambió. Nubes pesadas se acumularon sobre los cerros y hacia la noche la tormenta reventó con toda su furia. Truenos, ráfagas de viento, la lluvia golpeando como piedras contra las ventanas. El pueblo entero parecía sostener la respiración.

 Encendí un par de faroles de petróleo preparete y traté de leer, pero no podía. Cada página se convertía en el mismo pensamiento ella. Entonces llegó el sonido. Tres golpes suaves en la puerta mosquitera. Igual que aquella vez cuando abrí Raquel estaba ahí empapada el cabello pegado a la cara, la chamarra ligera pegada a su piel. Respiraba agitada, pero sus ojos brillaban con una calma peligrosa.

 Se fue la luz otra vez, dijo levantando una linterna apagada. ¿Puedo quedarme un rato? No respondí con palabras, solo me hice a un lado y la dejé entrar. El agua de sus zapatos marcó el piso. El silencio entre los relámpagos era tan denso que casi se podía tocar.

 Se acercó a la mesa, vio mi libro abierto y sonrió de medio lado, siempre fingiendo que lees para no pensar demasiado. “Funciona, pregunté. No, contigo. Colocó la linterna sobre la mesa. Me miró directo y sin más soltó. No quiero estar sola esta noche. No había juego en su voz ni coquetería disfrazada. Era una declaración simple como decir, “Está lloviendo.

” El trueno partió el cielo en dos y yo sentí que mi decisión ya estaba tomada. Me acerqué, le quité la linterna de las manos y la puse a un lado. Su respiración chocaba con la mía. No hubo palabras, solo el roce inevitable, un movimiento lento, seguro, como si la tormenta nos hubiera encerrado en una burbuja donde nada más existía. El tiempo dejó de tener forma. Afuera la lluvia rugía, adentro el aire ardía.

Cuando por fin nos detuvimos, ambos temblábamos, no de frío, sino de algo mucho más profundo. Raquel apoyó la frente en mi hombro y susurró, “Ya no hay vuelta atrás.” La tormenta fue apagándose poco a poco hasta quedar en un murmullo constante sobre los tejados. Yo estaba sentado al borde de la cama, todavía con la respiración agitada y Raquel a mi lado con el cabello húmedo, cayéndole sobre el rostro. Ninguno habló al principio. No hacía falta.

 El silencio tenía un peso distinto cargado de lo que acababa de suceder. Al cabo de un rato, ella se incorporó despacio, recogió su chamarra empapada del suelo y dijo con voz baja casi resignada. Esto fue un error, pero uno que necesitaba. ¿Te arrepientes? Pregunté aunque ya sabía la respuesta. Raquel negó con la cabeza. No, y tú tampoco.

 Me sonrió con un gesto leve, cansado y se levantó. Antes de salir al porche se detuvo. La lluvia seguía cayendo en hilos finos. Me miró por última vez esa noche y sus palabras se me quedaron clavadas. Gracias por recordarme que todavía estoy viva. La puerta se cerró y solo quedó el olor a perfume y a tormenta. Los días siguientes fueron distintos.

 No hubo notas, ni postres, ni visitas improvisadas. Raquel volvió a ser la vecina educada que saludaba de lejos. Tomás empezó a estar más presente su troca estacionada varios días frente a la casa, el ruido de herramientas llenando el aire. Desde mi porche fingía normalidad como si nada hubiera pasado, pero dentro de mí el silencio ya no era el mismo.

 Lo que antes me daba paz, ahora me mordía por dentro, porque sabía lo que escondía y porque aunque la rutina regresó, ya no podía borrar la noche en que todo cambió. Una mañana, mientras revisaba la cerca, vi a Raquel parada al borde del campo. Llevaba un abrigo largo, los brazos cruzados y la mirada fija en mí.

 Caminé hacia ella con el corazón golpeándome el pecho. Cuando estuve cerca, habló sin rodeos. No estás hecho para esto. Lo dijo sin rencor, sin lágrimas. Era la verdad simple puesta sobre la mesa. Te escogí porque eras silencio. Continuó. Y yo soy tormenta. Quise decir algo detenerla pedirle explicaciones, pero no había nada más que agregar.

 Ella dio un paso al frente, rozó mi mano con la suya y añadió en un susurro, “No lo olvides. Nunca fue amor, solo fue un momento.” Y se marchó cruzando el campo envuelto en neblina. hasta desaparecer en su casa, como si nada hubiera ocurrido. Desde entonces, todo volvió a la normalidad. Tomás trabajando, Raquel, saludando con cortesía yo sentado en mi porche viendo el atardecer.

Pero en lo profundo sabía la verdad, el silencio ya no sonaba igual. Nunca volvería a sonar igual, porque una vez que alguien entra en ese espacio, aunque sea por una sola noche, deja un eco imposible de borrar. M.