El amanecer en San Buenaventura era siempre igual, el canto de los gallos, el viento seco cruzando los sembradíos polvorientos y el crujir de la madera en las casas humildes que resistían al tiempo. Pero esa mañana algo se sentía más callado que de costumbre, como si el día viniera arrastrando una tristeza invisible. Camilo tenía 9 años.

 

 

 Era flaco como un carrizo, de ojos grandes y cabello revuelto por el viento. Vivía con su tío Rogelio y su tía Melania en una casita de adobe al borde del ejido. Sus padres habían muerto en un accidente de camino cuando él apenas tenía cinco y desde entonces lo habían acogido por compromiso, como decían, sin pudor cada vez que él hacía alguna travesura o se enfermaba.

Nada más faltaba que nos saliera caro el hijo de Margarita”, murmuraba su tía con un gesto agrio. La ropa de Camilo era un pantalón dos tallas más grande, sostenido con un mecate, una camisa vieja de su primo mayor y un costal remendado que usaba como mochila. Allí guardaba todo lo que consideraba suyo, una piedra lisa que parecía corazón, una estampita desgastada con un salmo escrito y una tapita de metal que había encontrado y que según él era de oro.

Cada día Camilo salía antes que el sol rumbo al campo, no para ir a la escuela, porque el estudio es para los que tienen con qué, decía su tío, sino para recolectar espigas que quedaban tras la cosecha, cargar leña y llevar agua del arroyo. Caminaba descalzo y callado, con la esperanza de que si se esforzaba lo suficiente, algún día lo mirarían con cariño.

 Pero ese día, mientras regresaba con una cubeta de agua, encontró su única cobija hecha trizas en el patio. La habían usado para tapar el corral de los chivos. “Que sirva de algo”, le dijo su tía al verlo. Camilo apretó los labios y no dijo nada. Se metió al rincón donde dormía, abrazó su costal remendado y sacó su estampita. “Dios, tú ves todo, ¿verdad? Por favor, no me olvides”, susurró.

 El día siguiente amaneció con viento helado. Camilo se levantó antes que los gallos, con los pies entumidos por el frío y la espalda adolorida de haber dormido sobre costales vacíos. No tenía cobija, la habían dejado tirada en el corral y la camisa grande que usaba ya no le alcanzaba para cubrir los brazos. Caminó hasta el pozo con la cubeta vacía como cada mañana.

 Le gustaba ir solo porque era el único momento del día en que no sentía que estorbaba. Mientras el agua subía lenta con la polea oxidada, Camilo miró al cielo. Si algún día me sacas de aquí, Dios, yo te prometo que voy a ser bueno. Siempre susurró como si alguien lo escuchara. Al volver a casa encontró a su tío esperándolo con el seño fruncido.

 ¿Dónde te habías metido, Esquincle? Hoy toca ir a la parcela de don Nemesio. Dile que vas de mi parte, que ayudes con lo que haga falta. Camilo asintió sin quejarse. Sabía que si decía una palabra de más, le caía un manazo. Don Nemesio era un hombre viejo, uraño, que vivía solo. Su campo estaba a una hora a pie detrás de los cerros secos.

Camilo caminó sin descanso, con el sol golpeándole la nuca y las piedras clavándose en sus pies descalzos. Al llegar, don Nemesio lo recibió con un gruñido y una azada. “La tierra no se trabaja sola”, le dijo, y lo mandó directo al surco más duro, donde ni el monte crecía. Camilo trabajó sin parar.

 Se le formaron ampollas en las manos y el estómago le rugía por no haber desayunado, pero no se detuvo. Cuando el sol comenzó a caer, don Nemesio le arrojó una tortilla dura y una rebanada de queso seco. Camilo se lo comió con gratitud, aunque le dolía hasta masticar. “¿Por qué sigues viniendo si no te pagan?”, le preguntó de pronto el viejo, sin mirarlo.

 Porque si no vengo me pegan. Don Nemesio chasqueó la lengua, pero no dijo nada más. Camilo llegó a casa con su costal hombro. Nadie notó su llegada, ni preguntaron si había comido. Su tía estaba lavando ropa con agua fría y su tío dormía con el sombrero sobre la cara. Solo los chivos balaban en el corral amarrados con su cobija.

 Esa noche durmió abrazando su estampita como si fuera su cobija y por primera vez en mucho tiempo no soñó con frío ni con hambre. Soñó que caminaba por un campo árido y que de pronto en el suelo donde dejaba su huella brotaban flores. Pero al día siguiente algo grande se avecinaba y estaba a punto de sacudir su vida una vez más.

 Camilo seguía haciendo su rutina de siempre. Leña, espigas, agua del arroyo. Una tarde, mientras regresaba con un atado de leña, se encontró con un grupo de hombres en la plaza. Hablaban a voces molestos. Otra vez alguien se metió a la bodega comunal, decía uno de ellos. Se llevaron tres costales de maíz. Esto ya no puede ser casualidad, gritó otro.

 Alguien está robando al pueblo. Camilo se quedó a lo lejos escuchando sin ser visto, pero algo en su pecho comenzó a doler cuando escuchó lo siguiente. Dicen que fue el muchachito ese el que vive con Rogelio, el huérfano. Camilo, preguntó alguien con desconfianza. Pues claro, ¿quién más se pasea solo por todos lados como zorro flaco? Nadie lo vigila, nadie sabe lo que hace. Camilo retrocedió.

 No sintió miedo al principio, sino una herida profunda, como si lo hubieran desnudado en medio del pueblo. Volvió corriendo a casa, pero antes de llegar ya lo esperaban. Su tía parada en la puerta con las manos en la cintura. Así que ahora eres un ladrón, ¿eh? No, tía, yo no fui. Se lo juro! Gritó él con lágrimas.

 Su tío salió del cuarto con el cinturón en mano. Deja de mentir, ya era mucho lo que te aguantábamos, mocoso. Vas a aprender lo que es respeto. Camilo intentó correr, pero el golpe le alcanzó la espalda. No gritó, no lloró más, solo se quedó quieto como si ya no tuviera fuerza ni para defenderse. Esa noche no cenó, no se acostó, se quedó acurrucado en el rincón con su costal como almohada y su estómago vacío.

 Y entonces, mientras todos dormían, se fue, tomó su costal, su corazón herido, y caminó sin rumbo por los senderos de San Buenaventura. Solo la luna lo acompañaba, solo el polvo del camino y el eco del viento. Caminó hasta que no pudo más, hasta que sus pies dolieron y sus ojos ya no vieron. Se dejó caer junto a una cerca de alambre en un campo abandonado y allí, bajo las estrellas, susurró, Dios, si de verdad estás conmigo, dime qué tengo que hacer, porque ya no puedo más.

El silencio fue tan hondo como el cielo, pero no estaba vacío, porque esa noche, mientras Camilo dormía sobre la tierra seca, alguien más lo vio. Una figura humilde, con sombrero y una lámpara de aceite, lo encontró al borde del campo. Era don Silvano, un anciano noble que vestía ropa limpia, aunque desgastada, un sombrero de palma con las orillas quebradas y cargaba en la espalda un costal con algunas herramientas viejas.

Tenía las manos curtidas por los años y una mirada firme, pero bondadosa. Al ver al niño tirado en el camino, se agachó sin dudar. “¿Qué haces aquí solo, muchachito? ¿Te caíste?” Camilo intentó incorporarse, pero el dolor en la espalda lo hizo encogerse. Apenas logró negar con la cabeza. ¿Dónde vives? ¿Tus papás? El niño bajó la vista y murmuró, “No tengo. Mis papás ya no están.

 Vivo con mis tíos allá.” Y señaló vagamente hacia elegido con un movimiento cansado del brazo. Don Silvano frunció el seño. “¿Cómo te llamas, Camilo? Camilo Pérez. Don Silvano miró al niño como si acabara de ver un fantasma. Pérez. ¿Y tu mamá se llamaba Margarita? Camilo asintió. Don Silvano se quitó el sombrero con respeto.

 Tu abuelo, don Tristan Pérez, fue mi compadre. Hombres como él ya no hay. Tu papá, David era un buen hombre. también me ayudó a sembrar cuando yo ya no podía ni con el asadón. Camilo levantó la vista sorprendido. Entonces, ¿usted los conoció? Claro que sí. Siempre los recordé con mucho cariño.

 Me fui muchos años a cuidar a mi hermano enfermo a la ciudad y apenas hace un año regresé. “Tú estás viviendo con tus tíos.” Camilo asintió despacio. Y ellos te tratan bien, el niño dudó. Pensó en su cobija rota, en las palabras duras, en el costal viejo donde guardaba sus tesoros. Luego murmuró, más o menos. Don Silvano bajó la mirada serio. Algo no le cuadraba.

 Él recordaba bien aquella parcela. Los papás de Camilo se la habían mostrado con orgullo un día. Le dijeron que la habían comprado con sus ahorros, que era para su hijo, para que un día no tuviera que pedirle tierra a nadie. Camilo, esa casa donde vives, ¿sabes si tu tío la compró? No lo sé.

 A mí solo me dejaron quedarme por lástima. El viejo apretó los labios, algo dentro de él se agitó. No era solo enojo, era esa sensación de injusticia que arde como leña seca cuando uno sabe que Dios no se queda de brazos cruzados. Vamos a mi casa, hijo. Te vas a lavar, vas a comer y me vas a contar todo con calma. Camilo dudó.

 No estaba acostumbrado a que lo invitaran a ningún lado. De verdad, don Silvano sonrió leve. De verdad, muchacho. Y mañana, si Dios quiere, vamos a ver qué hay detrás de todo esto, porque hay cosas que no pueden seguir escondidas para siempre. La casa de don Silvano quedaba a unas cuantas veredas del pueblo al pie de un cerro bajo.

 Era una vivienda humilde, de adobe firme, con un tejado que crujía, suave cuando el viento lo acariciaba. Afuera había un árbol de naranjo torcido por los años, pero aún lleno de hojas y frutos pequeños. Camilo entró con los pies arrastrando polvo, la mirada baja y una mezcla de miedo y asombro en el pecho. Nunca había estado en una casa donde no lo regañaran apenas cruzar la puerta.

“Ahí tienes agua para lavarte y aquí”, dijo don Silvano abriendo una pequeña olla. Calenté frijolitos con huevo. ¿Te gustan? Camilo no respondió. Se le hizo un nudo en la garganta. Olía a leña buena, a comida real, a hogar. Se sentaron a la mesa. Don Silvano comía despacio mientras el niño tragaba con ganas, pero en silencio, como si en cualquier momento alguien le fuera a quitar el plato. “Come tranquilo, hijo.

Aquí nadie te va a apurar.” Y fue entonces que Camilo, por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía respirar hondo sin miedo. Después de comer, don Silvano le prestó una camisa vieja, pero limpia y un pantalón con cinturón de mecate. Le preparó un rincón con una cobija gruesa y una almohada que olía a madera seca y jabón.

 Antes de dormir, Camilo sacó su estampita de salmos, la colocó junto a la cama y susurró, “Gracias, Dios, por hoy.” Al día siguiente, don Silvano se levantó temprano y comenzó a buscar entre unos papeles viejos guardados en una caja de madera. Allí, con manos temblorosas, encontró lo que buscaba, una copia del contrato de compraventa de aquella parcela.

 Tenía los nombres de Rafael y Margarita y un detalle al pie de página que lo dejó helado. Herencia automática al hijo en caso de fallecimiento. Camilo era el dueño legítimo de aquella tierra. No su tío, no su tía, el niño. El viejo apretó los labios. Ya entendía muchas cosas. Más tarde, mientras el niño barría el patio con gusto, como si barrer tierra ajena con cariño fuera su manera de agradecer, don Silvano se sentó junto a él.

 Camilo, tu tío trabaja esa tierra. Sí. ¿Y tú qué haces? Recojo leña, cargo agua, limpio el corral. A veces siembro con él, pero dice que no le estorbe. Don Silvano se acomodó el sombrero. Hijo, esa casa donde vives y esa tierra eran de tus padres y tengo pruebas. Tú deberías estar ahí, no por lástima, sino como dueño.

 Camilo lo miró con los ojos abiertos como platos, pero no supo qué decir. El corazón le latía tan fuerte que pensó que se le iba a salir. ¿Y eso qué quiere decir? Que tus tíos han mentido, hijo, que alguien debe responder, pero lo vamos a hacer bien, con respeto, con verdad. Camilo apretó su estampita.

 Su madre siempre le decía que Dios veía todo, pero él no pensó que ver significara también actuar. Y si se enojan, don Silvano le sonrió con ternura. Los que temen a la verdad siempre se enojan, pero Dios no deja solo al que es justo. Y esa tarde, con el sol cayendo tras las montañas, el anciano y el niño caminaron juntos rumbo, alejido, con papeles en mano y con la verdad empezando a respirar por fin.

 Cuando llegaron, don Silvano pidió hablar con el comisariado. Llevaba los papeles bien guardados, pero el corazón firme. “No vengo a buscar pleito”, dijo con la voz clara. “Vengo a hablar con pruebas.” Los vecinos comenzaron a acercarse curiosos. Camilo se mantenía detrás de don Silvano apretando su costal ambas manos, como si en cualquier momento fueran a correrlo otra vez.

Este niño, continuó el anciano señalando a Camilo, es hijo de Margarita y Rafael Pérez, gente buena, trabajadora, esta tierra fue suya. Yo tengo los documentos que lo prueban y por si a alguien le queda duda, la cláusula es clara, herencia automática al hijo en caso de fallecimiento. Un murmullo recorrió a los presentes.

 El tío Rogelio y la tía Melania aparecieron entre la gente, pálidos, tensos. Eso no prueba nada, gritó Rogelio. Nosotros lo criamos, nos pertenece. esa casa por derecho de crianza y también por derecho de maltrato, respondió don Silvano sin alzar la voz. Por el derecho de usar a un niño como sirviente y golpearlo cuando se defiende, el comisariado pidió silencio.

 Melania levantó la voz con rabia. Él se robó el maíz de la bodega comunal. Que no se les olvide eso. Fue entonces que sucedió. Una mujer del pueblo, doña Cata, levantó la mano. Yo yo quiero decir algo. Ese día que se perdió el maíz, yo vi a Rogelio saliendo de la bodega con un costal hombro. Me pareció raro, pero me dijo que era en cargo del comisariado. Mentira, dijo él.

 Esa vieja está confundida. Confundida. interrumpió el comisariado. Entonces explica a dónde llevaste ese costal si según yo lo pedí. Los murmullos crecieron y Rogelio no pudo decir nada más para defenderse. Seguirán las investigaciones, pero lo que sí está claro es que acusaron a un inocente.

 Camilo temblaba, no sabía si llorar o correr, pero don Silvano le puso una mano en el hombro. Hijo, ya no tienes que esconderte. Dios habló por ti. ¿Y qué va a pasar con la casa? Preguntó el niño con un hilo de voz. Lo que dicta la ley dijo el comisariado. Esa tierra es tuya y quien no lo acepte se las verá con la justicia.

 Esa noche Camilo volvió a su casa, pero no por la puerta trasera. Entró con don Silvano con el respaldo del pueblo y con los papeles en la mano. Se arrodilló y susurró, “Gracias, Dios, tú sí me viste. Los días pasaron.” Rogelio tuvo que responder por lo robado y tanto él como Melania fueron obligados a abandonar la casa. El pueblo avergonzado comenzó a mirar a Camilo con otros ojos, pero él no cambió.

 seguía saliendo temprano. Ahora con zapatos que alguien le regaló y una camisa limpia. Don Silvano se quedó cerca de él, lo ayudaba a sembrar, a leer la Biblia que su madre había dejado y le decía cada noche antes de dormir. Los justos no siempre ganan rápido, pero siempre ganan con honra.

 Camilo, en lo más profundo, ya no se sentía huérfano, porque Dios, aunque tarde, nunca falla. Y bajo ese mismo cielo que antes lo cubría en soledad, ahora dormía en paz.