Mientras el pueblo enterraba a sus hijas, don Genaro alzaba su copa con vino hecho de llanto. Pero esa noche Pancho Villa le sirvió otro trago, y cada sorbo sabía justicia, amarga y sin perdón.

No todos lo creen, pero en Ciudad Jiménez se cuenta de un hombre que alzaba su copa cuando otros derramaban lágrimas. Don Genaro Alví se llamaba y era de esos que nacen del oro, pero se crían en la maldad. Acendado de manos limpias, pero de alma podrida, tenía la costumbre de festejar cada desgracia ajena como si fuera día de santos.
En su hacienda, mientras afuera los campesinos lloraban a sus hijos llevados a la fuerza, adentro sonaban los violines y las copas de cristal francés brillaban bajo lámparas de aceite importado. Dicen los que lo vieron, que don Genaro tenía un modo particular de sonreír cuando le llegaban malas noticias del pueblo. Se le iluminaban los ojos como si el sufrimiento ajeno le diera vida.
Cada golpe de chicote en los campos, cada desalojo de familias que llevaban generaciones trabajando la tierra, cada muchacha que desaparecía en la noche y amanecía con los ojos vacíos, todo eso lo convertía en vino, en música, en carcajadas que retumbaban hasta el amanecer. El pueblo lo llamaba el patrón del dolor, porque parecía alimentarse de la miseria, como otros se alimentan del pan. Y no era solo él.
A su mesa se sentaban generales federales con uniformes relucientes y conciencias oscuras, padres que habían olvidado sus votos, gringos de mirada fría que venían del norte a buscar tierras baratas y almas más baratas todavía. Todos brindaban juntos, todos reían juntos, mientras afuera el pueblo se moría de a poquito. La hacienda de don Genaro era como un palacio construido sobre huesos.
Tenía jardines con flores que nunca crecían en esa tierra seca. Fuentes que malgastaban agua mientras los peones bebían de charcos, cuadros traídos de Europa que miraban sin ver el sufrimiento que pagaba por ellos. Y en el centro de todo, don Genaro, con su traje de lino blanco que nunca se manchaba, con sus anillos de oro que pesaban más que la esperanza de toda una familia.
Se dice que más sabe el por viejo que por Y don Genaro había aprendido todas las mañas para hacer sufrir sin dejar rastro que lo señalara directamente. Tenía capataces que hacían el trabajo sucio, rurales que llegaban de noche, jueces que firmaban papeles sin leerlos. Él solo daba la orden con un gesto de la mano, como quien espanta una mosca, y después se lavaba las manos en agua de rosas mientras otros lloraban.
Pero hay cosas que no se pueden lavar. Hay manchas que el agua no quita, que ni todo el jabón del mundo puede borrar. Y don Genaro estaba por descubrir que Dios aprieta, pero no ahorca, y que cuando aprieta de verdad, ya no hay manera de respirar. Fue una tarde sin viento, de esas que pesan sobre el alma como piedra de molino.
El cielo estaba limpio, pero sin color, como si hasta el azul se hubiera cansado de mirar tanta injusticia. Por el camino que llevaba a la hacienda venía caminando Dominga, una muchacha de 15 años, hija de don Epitafio, un tecelón que había perdido la voz después de que los rurales le quemaran la garganta con un fierro caliente por negarse a entregar sus tierras.
Dominga llevaba en las manos un rebozo que había tejido su padre en los días en que todavía podía cantar. Era de un azul profundo, del color del cielo antes de que amanezca, con hilos de plata que brillaban como estrellas. Iba a venderlo en el mercado del pueblo para comprar medicina para su padre, que ya no podía ni tragar agua sin que le doliera como si tragara vidrios. No llegó al mercado.
Dos capangas de don Genaro la interceptaron en el camino. Eran de esos hombres que tienen cara de haber nacido sin alma. con ojos muertos y manos que solo sabían hacer daño. Le dijeron que don Genaro necesitaba ayuda en las cocinas de la hacienda, que era un trabajo bueno, que le pagarían bien. Dominga sabía que era mentira.
En el pueblo todos sabían lo que pasaba con las muchachas que entraban a esa casa, pero también sabía que decir que no era firmar su sentencia de muerte y la de su padre. Así que fue con el reboso apretado contra el pecho, con las lágrimas secándose antes de caer, con una oración en los labios que nadie escuchó.
Los capangas la subieron a una carreta como quien carga un costal de maíz y la llevaron por el camino polvoriento hasta la hacienda. Tres días pasaron. Tres días en los que don Epitafio esperó en la puerta de su jacal, mirando el camino con ojos que ya no tenían esperanza, pero que seguían mirando porque no sabían hacer otra cosa.
Tres días en los que el pueblo entero contuvo la respiración, porque todos sabían, pero nadie podía hacer nada. Al cuarto día, un niño que cuidaba cabras en el cerro bajó corriendo con la cara desencajada y el grito atorado en la garganta. Había encontrado algo en el barranco de las víboras, algo que no quería describir, pero que todos entendieron.
Fueron a buscarla. Don Epitafio iba adelante, arrastrando los pies como si cargara el mundo entero, con los puños apretados y la boca cerrada, en un grito que no podía salir. Detrás iban los hombres del pueblo en silencio, porque había cosas que no necesitaban palabras.
La encontraron donde el niño había dicho, “No fue necesario ver más.” Sus manos, atadas con aquella cinta azul de la hacienda, eran una firma, una burla, un escupitajo en la cara del pueblo. El acto cometido contra ella fue tan atroz que silenció a los hombres más duros, quebrando el alma de la comunidad.
Su vida, tratada como si no valiera nada, se convirtió en una herida que el pueblo nunca olvidaría. El crimen había dejado una marca imborrable, una crueldad que ninguna palabra podía describir sin quebrarse. La habían dejado ahí como si su vida no valiera nada, como si fuera un objeto desechable. El crimen dejó una herida que el pueblo nunca olvidaría.
Don Epitafio se arrodilló junto al cuerpo de su hija. Quiso gritar, quiso maldecir, quiso llamar al cielo y a la tierra para que fueran testigos de esa injusticia. Pero no tenía voz, solo podía abrir la boca en un grito silencioso que hacía más daño que cualquier palabra. Los hombres del pueblo lloraron sinvergüenza.
Las mujeres rezaron en voz baja apretando rosarios entre los dedos. Los niños miraban sin entender del todo, pero sintiendo en el alma que algo terrible había pasado, algo que los marcaría para siempre. Enterraron a Dominga al día siguiente con el sol todavía bajo y el aire fresco de la mañana.
Le pusieron flores silvestres sobre la tierra, las únicas que podían encontrar en esa época del año. Don Epitafio se quedó junto a la tumba mucho después de que todos se fueron con la cinta azul apretada en la mano, como si fuera lo único que le quedaba de su hija. Pero había alguien más en el entierro, alguien que había llegado de lejos solo para ver.
Era Silberio, un viejo revolucionario que había cabalgado con villa en los primeros tiempos, cuando la revolución todavía olía a pólvora nueva y a esperanza fresca. tenía una pierna mala y una memoria buena, conocía el camino a Chihuahua como la palma de su mano. Esa misma noche, Silverio fue a ver a don Epitafio. No dijo nada porque sabía que las palabras sobraban, solo le hizo una seña, una pregunta muda.
¿Quieres que él sepa? Don Epitafio entendió de quién hablaba. Solo había un él, que podían hacer algo, un solo hombre en todo el norte que todavía hacía temblar a los poderosos. Don Epitafio asintió una sola vez. Silverio tomó la cinta azul de sus manos, la guardó en el bolsillo de su camisa y salió al camino sin mirar atrás.
Silverio cabalgó cuatro días y cuatro noches, parando solo cuando el caballo ya no podía más. Cruzó el desierto bajo un sol que derretía las piedras. Atravesó la sierra donde el frío de la noche calaba hasta los huesos. Pasó por pueblos donde todavía se veían las huellas de la guerra. Paredes acribilladas, cruces en los caminos, silencio pesado como plomo. Llegó a Chihuahua cuando el sol ya se escondía detrás de las montañas, pintando el cielo de rojo como sangre vieja. Las calles estaban quietas, pero había movimiento en las sombras.
Hombres armados que vigilaban sin ser vistos, ojos que seguían cada paso de los extraños. Silverio conocía esos signos. Villa estaba cerca. Lo encontró en una casa vieja de adobe agrietado y puertas de madera carcomida. Adentro, sentado en una silla de madera junto a una mesa donde había un mapa extendido y una pistola descargada, estaba Francisco Villa. No era el general de las fotografías con uniformes y medallas.
Era el hombre de carne y hueso, con el bigote caído y los ojos cansados, pero todavía vivos, todavía ardiendo con ese fuego que hacía que la gente lo siguiera hasta el infierno si era necesario. A su lado estaba Rodolfo Fierro, limpiando metódicamente su rifle con un trapo manchado de aceite.
Fierro era de esos hombres que nacen para la guerra, con manos que sabían matar sin temblar y ojos que no mostraban nada. Algunos lo llamaban el carnicero, otros solo lo llamaban cuando necesitaban que algo terminara rápido y sin piedad. Villa levantó la vista cuando Silverio entró. No dijo nada, solo lo miró con esa mirada que parecía leerle el alma.
Silverio se acercó despacio cojeando y sacó la cinta azul del bolsillo, la puso sobre la mesa junto al mapa y entonces sí habló con voz que le salía rasposa después de tantos días sin usarla. Es de Ciudad Jiménez, mi general, de una muchacha que se llamaba Dominga, 15 años tenía.
Su padre ya no tiene voz para gritar, pero me mandó a traerle esto. Dice más de lo que yo podría contarle. Villa tomó la cinta entre los dedos. La miró un momento largo, como si pudiera ver en ella toda la historia que cargaba. Fierro dejó de limpiar el rifle y se acercó mirando por encima del hombro de Villa. ¿Quién fue?, preguntó Villa. Y su voz sonaba tranquila.
Pero había algo debajo de esa calma, algo como trueno lejano antes de la tormenta. “Don Genaro Alví”, dijo Silverio, “el patrón del dolor”, le dicen. “tiene su hacienda protegida por federales, comprados todos y tiene costumbre de”, se detuvo buscando palabras que no le rasparan la garganta.
Tiene costumbre de celebrar cuando el pueblo llora. Villa cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, ya no eran los ojos cansados de antes, eran los ojos del hombre que había hecho temblar al gobierno, que había cruzado desiertos imposibles, que había dado esperanza a los que no la tenían. “Fierro”, dijo sin voltearse. “Manda llamar a 20 de los dorados, los mejores, los que saben moverse sin hacer ruido y disparar sin fallar.
y busca a alguien que conozca la hacienda de ese hijo de perra. Quiero saber cada puerta, cada ventana, cada lugar donde puede esconderse una rata. Fierro asintió y salió sin decir palabra. Villa se quedó mirando la cinta azul, pasándola entre los dedos como si fuera un rosario. Silverio esperó porque sabía que Villa estaba pensando y cuando Villa pensaba, “Era mejor dejarlo en paz.” “Hay algo más”, dijo Villa al fin.
“Siempre hay algo más. Un hombre así no actúa solo. Tiene que tener alguien que le lleve las cuentas, que le cuente el dinero sucio, que le diga cuánto vale cada alma que vende. ¿Sabes quién es ese alguien? Silverio se rascó la barba pensando, dicen que tiene un contador. Pedro Mijares se llama. Hombre callado, de esos que nunca miran a los ojos.
Vive solo en una casa a las afueras del pueblo, alejado de todo. No se junta con nadie, pero dicen que sin él don Genaro no sabría ni cuántas vacas tiene. Villa asintió despacio. Una sonrisa pequeña, sin alegría, se le dibujó en la cara. Ándale, pues. Entonces empezamos por ese.
Porque para hacer sangrar a un rico, primero hay que cortarle la bolsa. Los días siguientes fueron de preparación. Los dorados llegaron de a poco de diferentes caminos para no llamar la atención. Eran hombres curtidos por el sol y la batalla, con manos callosas y miradas duras.
Entre ellos venía Tomás Urbina, viejo compañero de villa desde los tiempos de la sierra, hombre leal como pocos y bravo como ninguno. ¿Qué onda, Pancho? saludó Urbina dándole un abrazo fuerte. Otra vez vamos a hacer justicia o no más vamos a asustar ricos. Esta vez, dijo Villa y su voz era seria, vamos a hacer que un hombre pruebe su propio veneno y que se atragante con él.
Reunió a los hombres esa noche bajo las estrellas que brillaban frías y lejanas. Les mostró la cinta azul. Les contó la historia de Dominga, sin adornar nada, sin quitar nada. Cuando terminó, el silencio entre los hombres era pesado, cargado de rabia contenida.
“No vamos a matarlo rápido”, dijo Villa, porque la muerte rápida es para los valientes y ese desgraciado no tiene ni una pisca de valentía. Vamos a hacer que sufra como hizo sufrir. Vamos a quitarle todo lo que tiene. Y cuando esté en el suelo rogando, entonces va a entender que hay cosas que ni todo su dinero puede comprar, como el perdón, como la piedad.
Los hombres asintieron. No hubo vivas, no hubo gritos, solo silencio y decisión. Villa sacó un papel arrugado donde había escrito nombres y puestos. Tengo aquí los nombres de todos los que trabajan en esa hacienda Cocineras, arrieros, peones, guardias. Pero hay un nombre que me interesa más que todos. Pedro Mijares, el contador.
Mañana va a tener visita. Pedro Mijares era un hombre de números y silencio. Había aprendido desde niño que las palabras sobraban cuando los números podían decir todo. Contaba monedas, sumaba deudas. restaba vidas de sus libros cuando dejaban de ser útiles. No preguntaba de dónde venía el dinero que contaba, ni a dónde iban las muchachas, cuyos nombres tachaba de las listas de empleados.
Los números no tenían moral y él había decidido hace mucho que él tampoco. Vivía solo en una casita de adobe a media legua del pueblo, rodeada de silencio y tierra seca. No tenía amigos porque no los necesitaba. No iba a misa porque Dios no sumaba en sus cuentas. Solo iba y venía de la hacienda con sus libros bajo el brazo y su alma enterrada tan hondo que ni él recordaba dónde la había dejado.
Esa mañana salió temprano, como siempre, cuando el sol apenas asomaba detrás de los cerros. Llevaba su caballo al paso sin prisa, revisando en su mente los números que tendría que cuadrar ese día. No vio a los jinetes hasta que fue demasiado tarde. Salieron de entre los mezquites como sombras con sombrero. Eran cinco, todos con el pañuelo rojo al cuello que usaban los dorados.
Rodearon a Mijares sin decir palabra, con los rifles cargados apuntando al suelo, pero listos para subir en un parpadeo. “Don Pedro Mijares, ¿verdad?”, dijo uno de ellos. Era fierro, aunque Mijares no lo sabía todavía. Le pedimos que nos acompañe. Es un asunto urgente de cuentas. Mijares tragó saliva.
El miedo le subió por la garganta como Bilis. No, no tengo nada que ver con ustedes. Yo solo soy un contador, un hombre de números. No me meto en nada. No sé nada. Eso vamos a ver, dijo Fierro. Y había algo en su voz que no daba lugar a discusiones. Lo llevaron a un claro entre los mezquites, donde los esperaba Villa, sentado en una piedra, con su sombrero echado para atrás y una ramita de ocotillo en la mano dibujando en la tierra.
Mijares lo reconoció de inmediato. Todo mundo en el norte conocía esa cara, ese bigote, esos ojos que podían ser gentiles o terribles según lo que encontraran delante. “Siéntese, don Pedro”, dijo Villa sin levantar la vista de la tierra. Aquí no más cerquita para que podamos platicar como la gente.
Mijares se sentó temblando, no por el frío de la mañana, sino por el miedo que le apretaba las tripas. Villa siguió dibujando en la tierra concentrado, como si estuviera resolviendo un problema muy complicado. ¿Sabe qué estoy dibujando?, preguntó Villa al fin. Mijares negó con la cabeza sin voz.
Es un nombre, dijo Villa, el nombre de una mujer. Se llamaba Soledad. Murió hace 15 años de tuberculosis, sola en un cuarto oscuro, porque su marido, que era contador como usted, había decidido que los números eran más importantes que conseguir medicina para ella. Mijares sintió que el alma se le caía al suelo.
Ese nombre era el nombre de su esposa, pero nadie sabía. Nadie podía saber. Él nunca había hablado de ella. Nunca había puesto flores en su tumba. Nunca había llorado donde alguien pudiera verlo. ¿Cómo empezó? Pero la voz se le quebró. Villa levantó la vista por primera vez. Sus ojos no tenían odio, pero tampoco tenían piedad.
Yo sé muchas cosas, don Pedro. Sé que usted lleva las cuentas de don Genaro. Sé que en sus libros hay nombres de muchachas que desaparecieron y números de familias que fueron despojadas. Sé que cada pago que usted anota, cada entrada que usted escribe, está manchada con lágrimas y sangre. Y sé que usted lo sabe también, pero ha decidido no verlo.
Porque los números no lloran, ¿verdad? Mijares bajó la cabeza, no podía negarlo. No tenía caso. Solo solo hago mi trabajo, murmuró. Ese es el problema, dijo Villa borrando el nombre de la tierra con la mano. Que hay trabajos que no se deben hacer, que hay dinero que no se debe contar, que hay cuentas que manchan el alma de quien las lleva.
Y usted lo sabía, don Pedro, lo sabía desde el principio. Villa se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones. Miró a Fierro, que estaba a un lado con los brazos cruzados. ¿Sabes qué, Fierro? Yo creo que don Pedro nos va a ayudar. Creo que va a escribir unas cartas para nosotros, unas órdenes bien escritas, con letra bonita y todo, porque él sabe cómo se escriben órdenes oficiales, ¿verdad que sí, don Pedro? Mijares asintió sin atreverse a preguntar qué tipo de órdenes.
Villa se acercó y se agachó hasta quedar a la altura de sus ojos. Vas a escribir que hay levantamientos en todas las haciendas de la región, que los peones se están alzando, que se necesitan todas las tropas federales en Hidalgo del Parral para controlar la situación. Vas a firmar con el nombre del comandante federal, con su sello que sé que tienes guardado porque don Genaro te lo dio para emergencias y vas a hacerlo bien bonito para que nadie sospeche.
Pero, pero eso es traición, susurró Mijares. Si se dan cuenta, me si no lo haces, lo interrumpió Villa y su voz era suave pero clara como campana. Yo voy a escribir el nombre de Soledad en la plaza del pueblo. Voy a contar cómo murió sola mientras tú contabas monedas. Voy a hacer que todos sepan que eres el hombre que dejó morir a su mujer porque los números eran más importantes.
¿Qué prefieres? ¿Que te juzgue un general que ni siquiera va a estar aquí? ¿O que te juzgue tu propia conciencia cada vez que veas su nombre en la plaza? Mijares cerró los ojos, las lágrimas le corrieron por las mejillas, dejando surcos en el polvo que tenía en la cara.
Villa no había tocado un pelo de él, no le había pegado, ni siquiera le había gritado, pero le había tocado algo mucho más profundo, algo que Mijares había creído enterrado para siempre. “Está bien”, dijo con voz quebrada. “Lo haré.” Le dieron papel, tinta y una pluma. Mijares escribió con mano temblorosa, pero con letra clara.
Escribió sobre levantamientos imaginarios, sobre urgencias inventadas, sobre peligros que no existían. firmó con el nombre del comandante federal, puso el sello que efectivamente guardaba para emergencias y dobló los papeles con cuidado. Una cosa más, dijo Villa tomando los documentos, vas a ir mañana a la hacienda como si nada.
Vas a llevar las cuentas como siempre y cuando nosotros lleguemos no vas a decir nada, no vas a hacer nada. ¿Entendido? Mijares asintió derrotado. “Y don Pedro”, agregó Villa ya montando su caballo. “Cuando esto termine vas a escribir otras cartas, cartas de perdón para cada familia que sufrió por esas cuentas que llevabas.
No sé cuántas sean, pero vas a escribirlas todas porque los números pueden mentir, pero las cartas de perdón no.” Esas son deudas que sí se tienen que pagar. Lo dejaron ahí en el claro entre los mezquites, con el sol ya alto y el alma más pesada que nunca. Mijares se quedó un rato largo sentado en la tierra mirando el nombre borrado de soledad, sintiendo por primera vez en 15 años el peso de lo que había hecho o de lo que no había hecho.
Los papeles falsos llegaron a la guarnición federal esa misma noche, llevados por un niño que dijo que se los había dado un mensajero de uniforme. El comandante los leyó con el seño fruncido. llamó a sus oficiales y en menos de dos horas las tropas estaban montando, preparándose para salir al amanecer. “Parral está en peligro!”, gritaba el comandante.
“Los peones se están levantando en todas partes. Muévanse. Muévanse.” Nadie cuestionó las órdenes. Nadie revisó el sello dos veces. Nadie pensó que podía ser una trampa, porque en tiempos de revolución el miedo hace que la gente crea cualquier cosa. Al amanecer, la hacienda de don Genaro quedó sin su guardia armada.
Los federales habían partido a galope, levantando polvo que se veía desde lejos. La hacienda, con todas sus riquezas, con todos sus secretos, con todos sus horrores, quedó desnuda. Y ahí fue cuando Villa movió su siguiente pieza. La noche siguiente, a la partida de los federales, la hacienda de don Genaro brillaba con luces de fiesta.
Era el cumpleaños del patrón y como cada año había mandado traer músicos de parral, vino de Europa y viandas que podían alimentar a un pueblo entero. Los invitados llegaban en carruajes elegantes, generales retirados con medallas oxidadas, comerciantes con bolsas llenas y conciencias vacías, hacendados de otras regiones que compartían los mismos vicios.
Nadie notó que entre los nuevos criados había caras que no pertenecían ahí. Hombres con manos callosas que no eran de fregar pisos, con espaldas derechas que no eran de cargar bultos, con ojos que veían demasiado y decían muy poco. Villa mismo estaba ahí, disfrazado con un delantal blanco y un sombrero de paja bajo, sirviendo copas de vino a señores que no lo reconocían, porque nunca habían visto más allá de su propio ombligo.
Fierro hacía de arriero en los establos. acariciando caballos con una mano, mientras con la otra revisaba salidas y escondites. Urbina, con su cara de hombre simple, ayudaba en las cocinas escuchando las conversaciones de las criadas que sabían todos los secretos de la casa. “Ay, comadre”, decía una de ellas, una mujer mayor con manos de lavar ropa.
“Yo ya ni quiero entrar a ese cuarto del fondo. Dicen que ahí está el altar privado del patrón. Pero yo he oído ruidos raros, como llantos, como si hubiera niños encerrados. Fierro, que fingía revisar las riendas de un caballo cerca, agudizó el oído. Niños, dice, preguntó como sin darle importancia.
Y eso, ¿por qué sería? La mujer se persignó. ¿Quién sabe? Pero hace tres meses desapareció el hijo de la lavandera y el de don Chuy, el que cuidaba los puercos y otros más. todos niños de las familias que trabajan aquí. El patrón dice que los mandó a una escuela en Chihuahua, que les va a dar educación, pero yo no sé, comadre, no me suena bien. Fierro intercambió una mirada con Urbina que había salido de la cocina y había escuchado todo.
No dijeron nada, pero ambos entendieron. Esto era más hondo de lo que pensaban, más oscuro, más maldito. Ya de madrugada, cuando los invitados estaban ebrios y don Genaro reía a carcajadas contando chistes sucios, Fierro siguió a una criada joven que salía apresurada hacia la parte trasera de la hacienda.
La muchacha caminaba rápido, mirando a los lados como quien hace algo prohibido. Llegó a lo que parecía ser una capilla pequeña apartada del edificio principal. Entró un momento, salió con una canasta y regresó corriendo. Fierro esperó a que se fuera. Entonces se acercó a la capilla. La puerta estaba entreabierta. Adentro todo era normal.
Un altar modesto, imágenes de santos, velas que parpadeaban, pero había algo que no cuadraba. El altar estaba demasiado cerca de la pared, como si hubiera algo detrás. Con cuidado, Fierro empujó el altar. Se movió raspando el piso. Detrás había una trampilla de madera con una argolla de metal. La levantó despacio sin hacer ruido. Una escalera bajaba a la oscuridad y de abajo subía un olor a humedad, a encierro, a miedo.
Bajó con la pistola en la mano y el corazón latiendo fuerte. No era hombre de asustarse fácil, pero había algo en ese lugar que le ponía la piel de gallina. Al final de la escalera había un pasillo corto de tierra y al fondo una puerta de hierro con un candado. El candado estaba viejo, oxidado.
Fierro lo rompió con la cacha de su pistola, haciendo un ruido seco que retumbó en el silencio. Abrió la puerta despacio y lo que vio le heló la sangre. Era una celda pequeña, húmeda, sin ventanas. Y adentro, acurrucados en un rincón, había cinco niños. Cinco criaturas con ojos enormes de miedo, sucios, flacos, temblando como animalitos asustados. El mayor tendría 9 años, la más chica seis.
Fierro guardó la pistola, se agachó despacio para no asustarlos más. Tranquilos, chamacos dijo con voz suave. una voz que nadie que lo conociera hubiera reconocido. Ya no les va a pasar nada. Ya llegamos por ustedes. Una niña, la mayor, se adelantó un poco.
Tenía el pelo enredado y la cara sucia, pero sus ojos tenían algo de valor que ni el encierro había podido quitar. De verdad, susurró, ¿no van a volver a traernos aquí? De verdad, prometió Fierro. ¿Cómo te llamas, chiquita? Magal, dijo ella. Y entonces empezó a hablar atropellado, como si las palabras llevaran meses atoradas. El hombre de los dientes de oro viene todos los días, nos encierra aquí para que el patrón pueda escucharnos.
Dice que nuestra tristeza lo pone feliz y cuando no hacemos lo que él quiere nos castiga. Son cosas que no puedo nombrar. se cayó temblando. Fierro apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas. Había visto muchas barbaridades en su vida. Había hecho cosas que no podía borrar ni confesando.
Pero esto, esto era algo diferente, algo que ni en los peores días de la guerra había imaginado. Ya dijo pasándole la mano por el pelo enredado. Ya estuvo. Ahorita nos vamos de aquí. Todos juntos. Los otros también pueden caminar. Los niños asintieron. Fierro los sacó uno por uno, despacio, cargando al más chiquito que apenas podía tenerse en pie.
los subió por la escalera, salió de la capilla y los llevó por entre las sombras hasta donde tenían escondida una carreta en el bosquecillo de Mesquites. Ahí los esperaban dos mujeres, freiras que habían dejado el convento para unirse a la causa de Villa, mujeres de alma grande y manos suaves que sabían curar heridas del cuerpo y del corazón.
Tomaron a los niños con lágrimas en los ojos, los envolvieron en rebozos, les dieron agua y pan. “Llévenlos a la casa de la viuda Méndez en Parral”, ordenó Fierro. “Ahí van a estar seguros. Después los llevamos al convento y díganle a la viuda que son orden del general Villa.
Que nadie los toque, que nadie les pregunte nada hasta que estén listos para hablar.” Las mujeres asintieron y partieron con la carreta, llevándose a los niños hacia la libertad. Magalí, antes de irse, volteó y miró a Fierro con esos ojos grandes que habían visto demasiado. ¿Van a castigar al hombre de los dientes de oro?, preguntó Fierro. Asintió, serio. Lo vamos a castigar, chamaca, te lo prometo.
Y va a ser un castigo que va a recordar, aunque sea poco tiempo. La niña asintió. Y por primera vez en meses, algo parecido a una sonrisa le tocó los labios. Fierro regresó a la hacienda con los ojos secos, pero el alma en llamas. Buscó a Villa. Lo encontró todavía disfrazado de criado, sirviendo copas en el salón principal. se acercó despacio, como quien viene a decir que se necesita más vino.
“Mi general”, susurró, “Hay que cambiar los planes. Esto es peor de lo que pensábamos, mucho peor.” Villa lo miró a los ojos. Vio ahí algo que le dijo todo lo que necesitaba saber. ¿Qué encontraste? Niños, cinco, encerrados como animales y algo más, algo que ni en mis peores días había visto. Villa apretó la mandíbula.
miró a don Genaro, que reía en su silla como un rey borracho, rodeado de aduladores y parásitos. “Está bien”, dijo Villa, y su voz era suave, pero dura como piedra. “Ya no esperamos más. Esta misma noche se acaba esto y se acaba de la manera que tiene que acabar, sin prisa, sin piedad, con toda la justicia que ese desgraciado se merece.” Fierro asintió.
Fue a dar la señal a los demás dorados infiltrados. Uno por uno empezaron a moverse, a tomar posiciones, a cerrar salidas. La trampa estaba lista y don Genaro, ebrio de vino y poder, no tenía ni idea de que su último brindis ya había terminado. La medianoche encontró a don Genaro dando tumbos hacia su habitación, riéndose solo de algún chiste que ya había olvidado.
Los invitados se habían ido, los criados verdaderos dormían y la hacienda estaba en ese silencio pesado que viene después de las fiestas. No escuchó los pasos detrás de él, no vio las sombras que se movían, no supo que estaba rodeado hasta que sintió el cañón frío de una pistola en la nuca.
“Ni un grito, patrón”, dijo Fierro. “ni un solo grito, o aquí mismo termina todo. Y créame que preferiría que terminara después para que pruebe lo que sembró.” Don Genaro se congeló. El alcohol se le evaporó del cuerpo en un segundo, volteó despacio y vio lo que su mente borracha tardó en entender.
Los criados nuevos ya no eran criados, eran hombres armados con pañuelos rojos al cuello, dorados, revolucionarios. Y en medio de ellos, quitándose el delantal y el sombrero de paja, estaba Francisco Villa. “Buenas noches, don Genaro”, dijo Villa, y su voz era calmada. casi amable. O más bien malas noches, ¿verdad? Porque esta es la última que va a tener. Don Genaro.
Quiso hablar, quiso gritar, quiso ofrecer dinero, tierras, lo que fuera, pero las palabras se le atoraron en la garganta como espinas. Villa se acercó despacio, mirándolo con esos ojos que no perdonaban. ¿Sabe quién era Dominga?, preguntó Villa. Claro que no. Para usted solo era un nombre más, otra mercancía, otra cosa que podía usar y tirar, pero tenía padre, tenía sueños, tenía 15 años y toda una vida por delante hasta que sus perros se la quitaron y usted siguió brindando como si nada, como si la vida de esa muchacha no valiera ni el vino que se tomó esa noche. Yo yo no no fui
yo, fueron ellos, mis hombres. Yo no sabía. Mentiras, dijo Fierro, dándole un golpe en la espalda que lo hizo caer de rodillas. Mentiras de cobarde. Todos sabían. Todo el pueblo sabía y usted más que nadie. Los arrastraron al granero, lejos de la casa principal.
Era un lugar vacío, grande, con vigas de madera gruesa en el techo y olor a paja vieja. Ahí lo amarraron a una columna con las manos a la espalda y los pies juntos. Don Genaro lloraba ya con mocos y lágrimas, sin dignidad, sin orgullo. Todos los años de poder, toda la arrogancia, todo el desprecio por los demás se había derretido en puro miedo. Villa no le pegó, no lo torturó, no derramó su sangre, pero hizo algo peor.
Fierro, ordenó, trae el odre ese que encontraste en la capilla Fierro trajo un odre de cuero viejo, sucio, que edía desde lejos. Lo abrió y el olor que salió hizo que hasta los hombres más duros arrugaran la nariz. Era vino, pero no cualquier vino. Era vino que había estado mezclado con algo más, algo oscuro, algo que solo un alma podrida podía concebir.
Este, dijo Villa, mostrándole el odre a don Genaro, es el vino con el que brindaba, el vino que según sus propias palabras sabía mejor cuando habían niños llorando. El vino que mezclaba con el sufrimiento, con las lágrimas, con el miedo, ahora lo va a probar todo, todo junto, y va a sentir cada gota.
Lo obligaron a enfrentar las consecuencias de sus actos de la forma más directa posible. Don Genaro intentó resistirse, pero no tuvo opción. Villa lo hizo probar de su propio veneno, literal y simbólicamente, mientras el patrón comprendía por primera vez el horror de lo que había hecho. Ahora dijo Villa apartándose, viene lo demás, porque la muerte rápida es para los valientes y usted no tiene ni una gota de valentía.
Lo dejaron ahí enfrentando su propia conciencia. No lo mataron esa noche lo dejaron con el peso de sus crímenes aplastándolo, con la certeza de que no habría escapatoria. Lo dejaron solo en la oscuridad, sabiendo que cada hora que pasaba era una hora más de justicia inevitable. Villa y sus hombres esperaron el amanecer afuera.
No hablaron mucho, no había mucho que decir, solo fumaron cigarros en silencio, mirando las estrellas que empezaban a desaparecer con la primera luz del día. Al amanecer del cuarto día, cuando el sol apenas pintaba el horizonte de naranja, Villa mandó llamar a la gente del pueblo. Vinieron todos, hombres, mujeres, ancianos, niños. Vinieron las familias de los que habían desaparecido, de los que habían sido despojados.
de los que habían llorado en silencio durante años y vinieron a ver. Don Genaro estaba amarrado a una estaca en la plaza central de la hacienda. Ya no era el hombre elegante de los trajes blancos. Era un bulto sucio, quebrado, irreconocible. Su cuerpo mostraba las marcas de los días de castigo, no de golpes ni de torturas físicas, sino de algo más profundo, el peso de su propia conciencia, finalmente despertada cuando ya era tarde.
No murió por bala, no murió por cuchillo. Su fin llegó ahogado en su propio miedo y desesperación bajo un sol que no ofreció piedad alguna. Cuando su corazón finalmente se detuvo, el silencio del pueblo fue su única despedida. Nadie lloró, nadie rezó por él. Su castigo no terminó con la vida, sino con el olvido.
Pero la historia no terminó ahí. Al cuarto día, cuando todo parecía acabado, regresaron los federales. Habían descubierto el engaño en Parral, donde no había ningún levantamiento. Venían furiosos, sedientos de venganza, con un comandante que había jurado lavar con sangre la vergüenza de haber sido burlado. No atacaron la hacienda.
Sabían que Villa ya no estaría ahí. En vez de eso, cayeron sobre un pueblo vecino, pueblo nuevo, que había dado cobijo y alimento a algunos dorados. La represalia fue tan brutal como insensata. Cayeron sobre el pueblo y cobraron su venganza en vidas inocentes, hombres, mujeres y ancianos que nada debían.
Entre las víctimas estaba Rosa, la esposa de Martín, uno de los mejores jinetes de villa. El comandante dejó un mensaje clavado en la puerta de la iglesia. Por cada patrón muerto, el pueblo paga. Cuando Villa supo la noticia, se quedó callado un largo rato. Fierro esperaba órdenes. Urbina apretaba los puños.
Los demás dorados esperaban en silencio porque conocían esa mirada en los ojos de Villa. Era la mirada de cuando algo se rompía por dentro y lo que salía era pura determinación. “Naika, dijo Villa finalmente. Los vamos a esperar en el desfiladero de Naik y esta vez no van a haber escapatoria ni para uno solo. Prepararon la trampa con tres días de anticipación. El desfiladero de Naik era perfecto, un cañón angosto con paredes de roca que subían casi vertical con solo una entrada y una salida.
Villa mandó traer dinamita la que habían guardado de la toma de un tren federal. La escondieron en los barrancos, en los recodos, en los lugares altos donde las rocas grandes esperaban apenas un empujón para caer. Mandaron a tres mujeres del pueblo, refugiadas de verdad. para que se pararan en la entrada del desfiladero.
Las instrucciones eran claras. Actuar como si estuvieran asustadas, como si huyeran de algo. Pedir ayuda a los federales cuando los vieran. Y las mujeres lo hicieron porque ellas también habían perdido gente, porque ellas también querían justicia. Los federales picaron el anzuelo, vieron a las mujeres, escucharon sus súplicas de ayuda y el comandante, creyéndose generoso, ordenó que entraran al desfiladero para protegerlas y escoltarlas hasta el pueblo más cercano.
Los soldados entraron en fila, confiados, con los rifles al hombro y las risas en los labios. No vieron las flores amarillas que marcaban el camino. No vieron las cuerdas delgadas escondidas entre las piedras. No vieron a los hombres apostados arriba con las mechas listas y las manos firmes.
Cuando la tropa estaba justo en el centro del desfiladero, Villa dio la señal, un pañuelo rojo que agitó una sola vez. La dinamita explotó con un rugido que se escuchó hasta el pueblo más cercano. Las rocas cayeron como lluvia de piedra. El polvo se levantó en una nube que tapó el sol.
Los gritos de los soldados se mezclaron con el estruendo y después silencio. Cuando el polvo se asentó, el desfiladero estaba sellado. No quedó ningún oficial con vida. Las mujeres que habían servido de señuelo salieron ilesas. guiadas por villa por un camino secreto que solo los de la región conocían. Dejaron el lugar marcado solo con las flores amarillas, ahora cubiertas de polvo.
Era un aviso silencioso para cualquiera que viniera después. Aquí yace la arrogancia. Aquí termina la injusticia que cobra al inocente lo que debe el culpable. Días después, Villa mandó buscar a Pedro Mijares. El contador llegó temblando, creyendo que había llegado su hora, pero Villa no sacó pistola, sacó papel, pluma y tinta.
“Ahora vas a escribir”, dijo Villa, “Cartas de perdón. Una para cada familia que perdió algo por las cuentas que llevabas, una para cada nombre que tachaste de tus libros. No sé cuántas sean, pero las vas a escribir todas y las vas a firmar con tu nombre, no con el de otro. Mijares escribió durante tres días y tres noches 318 cartas, cada una con el nombre de una familia, con la disculpa escrita de su puño y letra, con la promesa de que nunca más llevaría cuentas manchadas.
Al final, cuando terminó la última, tenía las manos acalambradas y los ojos rojos. Pero algo había cambiado en su cara, como si hubiera soltado un peso que llevaba cargando toda la vida. ¿Y ahora? Preguntó con voz ronca. Ahora me mata. Villa negó con la cabeza. No, ahora te vas a ir de aquí lejos y vas a vivir con esas cartas en la memoria.
Cada nombre que escribiste te va a seguir todos los días. Y si algún día se te olvida, si algún día piensas que puedes volver a contar dinero sucio, te juro por mi madre santa que voy a venir a buscarte y entonces sí no va a haber perdón. Mijares asintió, juntó las cartas, las guardó en una bolsa de tela y se fue caminando por el camino polvoriento. Nunca volvió a llevar cuentas.
Dicen que se fue al sur, que cambió de nombre, que trabajó de carpintero hasta el día de su muerte. No fue héroe, pero tampoco murió como villano. Las niñas y niños rescatados fueron llevados al convento de Santa Rita en Parral. Las madres superioras los recibieron con lágrimas en los ojos.
Magalí, la mayor, se aferró al rebozo de una de las monjas y por primera vez en meses lloró sin miedo. Lloró con alivio. Antes de irse, Villa fue a verlos. Llevaba una flor silvestre en la mano, de esas que crecen en el desierto sin que nadie las cuide. se la dio a Magalí para que recuerdes, dijo Villa, que hay cosas que crecen incluso en la tierra más seca y que siempre, siempre hay gente que pelea para que ustedes puedan crecer también.
La niña tomó la flor con cuidado, como si fuera lo más valioso del mundo, y sonrió. Una sonrisa pequeña, tímida, pero verdadera. Villa se fue del convento con los ojos húmedos. Fierro. que lo esperaba afuera, no dijo nada. Sabía que había momentos en que hasta el hombre más duro necesitaba que se le quebrara la voz.
En Ciudad Jiménez, la plaza se llenó de gente. Al día siguiente. Villa había mandado traer al padre de Dominga, don Epitafio, el hombre sin voz. El viejo llegó ayudado por su compadre, arrastrando los pies con los ojos secos de tanto llorar. Villa lo esperaba en medio de la plaza. Cuando don Epitafio llegó frente a él, el viejo se dejó caer de rodillas, queriendo besar los pies de quien había vengado a su hija.
Pero Villa no lo dejó. Lo levantó con cuidado, con respeto, como se levanta a un anciano que merece toda la dignidad del mundo. Y entonces Villa sacó una flor igual a la que le había dado a Magalí. la puso en las manos temblorosas de don Epitafio. El viejo la tomó, la miró y de su garganta sin voz salió algo.
No era un grito, no era una palabra, era un sonido roto, quebrado, pero era algo, era el principio de sanar. Villa puso una mano en el hombro del viejo y dijo en voz alta para que todos escucharan, nadie debe brindar con la dor del pueblo, pero el que lo haga, el que pruebe de ese trago amargo, va a ahogarse con él. Porque hay justicia aunque tarde, hay justicia aunque cueste, hay justicia porque el pueblo no se rinde.
Y mientras haya un hombre que recuerde, un padre que llore, una madre que busque, va a haber alguien que pague. No con la vida, no más. con todo lo que es, con todo lo que tiene, con todo lo que cree que lo hace poderoso. El pueblo guardó silencio, pero era un silencio diferente. No era el silencio del miedo, era el silencio del respeto, de la memoria, de la promesa.
Villa montó su caballo, ese que cojeaba de una pata, pero que nunca lo había dejado a pie. Fierro, Urbina y los demás dorados montaron también. Se alejaron despacio por el camino que llevaba al norte, dejando atrás una nube de polvo dorado bajo el sol de la tarde. Y en Ciudad Jiménez, hasta hoy, cuando el viento sopla fuerte y las noches son claras, la gente cuenta la historia.
La historia de un hombre que brindaba con el dolor del pueblo y de otro hombre que lo hizo beber de su propia amargura hasta ahogarse. Porque como dicen los viejos, ni modo. Al mal paso darle prisa. Y cuando la justicia llega, llega como tiene que llegar, con el peso de la verdad y el filo de la memoria. Y eso, eso nadie lo olvida, ni en 100 años ni en 200, porque hay cosas que se quedan grabadas en el alma de un pueblo y esta era una de esas. Yeah.
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