Ey, miren todos, aquí va un héroe cabrón. El asendado gritaba para que la gente que lo seguía desde la plaza lo oyera. Un valiente que le pasa información a los bandidos. El hombre en la silla negaba con la cabeza desesperado. No es cierto, patrón. Yo nunca. Entonces, ¿cómo supieron los villistas cuándo iba a pasar la diligencia? Yo no sé nada de eso. El acendado le dio una cachetada que le volteó la cara.

No me contradigas, tullido inútil. Lo único que sirves es para pasarle recados, porque nadie sospecha de un vendedor de flores. Los guardias arrastraban la silla más rápido. Ahora debería darte vergüenza traicionar a tu propia gente. Yo no traicioné a nadie. Vas a morir como lo que eres una rata. El ruido del agua ya estaba encima de ellos.
Y cuando Pancho Villa venga buscándote, se va a encontrar con que aquí ya no quedan traidores vivos. Pero el hacendado no sabía que esas palabras lo condenarían. Tú estás escuchando el canal Legendarios del Norte. Dime desde qué ciudad nos estás oyendo. Dale like al video y ahora sí, vamos a comenzar.
El mercado de Villa Humada hervía bajo el sol del mediodía. Era día de plaza y los puestos se extendían por la calle principal como siempre. Vendedores gritando precios de maíz, frijol, chile seco, lo poco que la tierra daba en esos tiempos de guerra. El polvo flotaba en el aire caliente, mezclándose con el olor a carne asada de los puestos de barbacoa y el sudor de la gente que se apretujaba entre los tendajones.
En una esquina junto al pozo comunal, Martín, el florista vendía sus ramilletes de flor de mezquite. Flores amarillas chiquitas que crecían en los márgenes del río Casas Grandes, las únicas que resistían la sequía. Las vendía a 5 centavos el ramillete, apenas lo suficiente para comprar masa y frijoles para él y su hija Lupita. Martín tenía 40 años, pero parecía de 60.
El sol del desierto le había curtido la piel como cuero viejo y sus manos callosas contaban la historia de una vida entera trabajando la tierra antes del accidente. 10 años atrás, un caballo lo había tirado durante la doma. El golpe contra las rocas le había roto la espalda en tres partes. Desde entonces, sus piernas eran peso muerto. Se movía en una silla que él mismo había construido con madera de álamo y ruedas de carreta vieja.
Las ruedas chirriaban cuando las empujaba con los brazos. Un sonido que todos en Villa Ahumada conocían. Martín el florista, así lo llamaban, no por lástima, sino porque era lo que hacía. vendía flores y lo hacía con dignidad. “¡Llévese un ramito, señora para alegrar la casa”, decía con una sonrisa que mostraba tres dientes perdidos.
Las mujeres le compraban más por compasión que por necesidad, pero él nunca pedía limosna. Trabajaba, siempre trabajaba. Lupita, su hija de 10 años, a veces lo acompañaba los sábados. Era una niña flaca, de ojos grandes y trenzas negras, que ayudaba a su padre acomodando las flores en cubetas de lámina. Ese día no había venido, se había quedado con la vecina porque andaba con calentura.
Martín agradeció después que no hubiera estado ahí para ver lo que pasó. El asendado don Sebastián Aguirre llegó a la plaza cerca de las 2 de la tarde, montado en un caballo pinto que valía más que todas las casas del pueblo juntas. Lo acompañaban tres de sus guardias blancos. Nemesio el tuerto, su hombre de confianza, cabalgaba a su derecha.
Casimiro y Abundio iban detrás, rifles terciados al hombro, sombreros anchos tapándoles media cara. Aguirre controlaba más de 20,000 hectáreas entre villa Ahumada y Casas Grandes. Era dueño del agua, de la tierra, de las vidas de todos los peones que trabajaban sus ranchos. Un hombre de casi 60 años con bigote blanco de morza y ojos fríos como pedernal.
Ojos que habían visto morir a muchos hombres sin parpadear. Ese día venía borracho, no borracho tambalenate, sino borracho peligroso, el tipo de borrachera que le daba después de cerrar negocios turbios en su despacho. Olía a Sotol desde 3 m de distancia y su voz sonaba más ronca de lo normal, cargada de algo oscuro que la gente reconocía de inmediato.
Cuando Aguirre llegaba así, lo mejor era hacerse chiquito y no llamar la atención. Pero ese día el destino tenía otros planes. El hacendado desmontó en medio de la plaza con movimientos torpes. Uno de sus guardias tuvo que sostenerle el estribo. Caminó entre los puestos mirando la mercancía con desprecio, como si todo fuera basura.
Agarró un elote de un tendajo, le dio una mordida, escupió en el suelo y lo tiró sin pagar. El vendedor no dijo nada. Nadie decía nada cuando don Sebastián andaba en esos pasos. Siguió caminando, sus botas levantando polvo hasta que sus ojos cayeron sobre Martín. El florista estaba acomodando un ramillete nuevo cuando sintió la sombra del acendado cubriéndolo.
Levantó la vista y encontró esos ojos de pedernal clavados en él. Mira nás, dijo Aguirre con voz pastosa, el tullido vendiendo sus florecitas, se agachó para quedar a la altura de Martín, tan cerca que el florista pudo oler el sotol rancio en su aliento. ¿Cómo va el negocio, Martín? Vendiendo bien.
Regular, patrón, como siempre. Martín mantenía la voz tranquila, los ojos bajos. Conocía a hombres como Aguirre. Sabía que lo mejor era no provocar, pero Aguirre ya venía provocado desde antes de llegar. Hacía tres semanas había ejecutado personalmente a un campesino llamado Esteban por exigir agua para regar su parcela.
Tres balazos en el pecho, ahí mismo en el patio de la hacienda, frente a los demás peones, para que aprendieran la lección. Martín había estado ese día. Había ido a vender flores a la hacienda como hacía cada mes. Había visto todo desde lejos, escondido detrás de los corrales. Vio como Aguirre sacó su pistola. Vio como Esteban cayó de rodillas. Vio los tres fogonazos y el cuerpo desplomándose en la tierra. Y Aguirre lo había visto a él también.
Sus miradas se habían cruzado por un segundo, no más. Pero fue suficiente. ¿Sabes qué me dijeron, Martín? Aguirre se enderezó sacando una botella de sotol de la alforja de su caballo. Le dio un trago largo y se limpió la boca con el dorso de la mano.
Me dijeron que andas de chismoso, que le pasas información a los villistas. El corazón de Martín se aceleró. Eso no es cierto, patrón. Yo no conozco a ningún villista. No, qué raro, porque hace dos semanas Villa y sus hombres supieron exactamente cuándo iba a pasar la diligencia de Chihuahua. La asaltaron en el camino de los nogales. Se llevaron 10,000 pesos que eran míos.
Yo no sé nada de eso, patrón. Se lo juro. Aguirre se inclinó de nuevo, esta vez con los ojos entrecerrados. Mientes. Te vi el otro día en la hacienda. viste algo que no debías ver y ahora necesito que la gente entienda qué les pasa a los que ven demasiado. La plaza se había quedado en silencio.
La gente seguía con sus cosas, pero todos estaban pendientes. Las voces de los vendedores se apagaron, hasta los perros dejaron de ladrar. Martín sintió el peso de todas esas miradas. Patrón, por favor, tengo una niña chiquita, está enferma. Yo no le he dicho nada a nadie, se lo juro por la Virgen. Aguirre sonríó.
No era una sonrisa de alegría, era la sonrisa de un hombre que ya había tomado una decisión y estaba disfrutando el momento antes de ejecutarla. “Tu niña, claro, deberías haber pensado en ella antes.” Chasqueó los dedos. Nemesio, Casimiro, lleven a este traidor al río. Los dos guardias se acercaron inmediatamente.
Nemesio, un hombre corpulento con un parche negro sobre el ojo izquierdo, agarró la silla por el respaldo. Casimiro, más joven, pero igual de brutal, la tomó por el frente. Martín intentó aferrarse a los brazos de la silla. No, patrón, por favor. Yo no hice nada. No hice nada. Su voz se quebró en el último grito. Los guardias levantaron la silla con Martín todavía sentado. Las flores cayeron al suelo, esparciéndose por el polvo.
Los ramilletes amarillos quedaron aplastados bajo las botas de los hombres. Papá! El grito venía de entre la multitud. Era Lupita. Había desobedecido a la vecina y había ido al mercado a buscar a su padre. Ahora corría hacia él con los ojos llenos de lágrimas. Pero una mujer la agarró del brazo y la jaló hacia atrás. Quédate quieta, niña.
No hagas que sea peor. Lupita luchaba por soltarse, pero la mujer la tenía bien agarrada. Martín alcanzó a verla entre los cuerpos de la gente. No llores, mi niña, no llores. Fue lo último que pudo decirle antes de que los guardias empezaran a arrastrarlo hacia el río. La procesión hacia el río fue como un funeral en vida.
Los guardias arrastraban la silla por la calle principal mientras Aguirre caminaba detrás botella en mano gritando para que todos escucharan. La gente lo seguía a distancia prudente. Nadie se atrevía a intervenir. Nadie quería ser el siguiente. Entre la multitud, un hombre de unos 45 años observaba todo con atención. Se llamaba refugio, aunque todos lo conocían como el gerero por su piel clara y su cabello casi rubio, raro en esas tierras.
Era campesino de un rancho cercano, pero también era otra cosa. Era encubridor de villa, uno de los muchos hombres del pueblo que pasaban información, escondían armas, daban refugio cuando era necesario. Y en ese momento estaba grabando cada palabra, cada gesto, cada detalle de lo que estaba viendo. Llegaron al río casas grandes en menos de 10 minutos.
El agua corría crecida por el deshielo de la sierra. Normalmente era un río manso, apenas un hilo de agua durante el año, pero en esa época se convertía en algo peligroso. Las aguas lodosas se arremolinaban rápidas, arrastrando ramas y piedras. El sonido era como un rugido constante.
Los guardias arrastraron la silla hasta el borde del barranco, donde la tierra caía en picada hacia el agua. Refugio el gerero no durmió esa noche, tampoco la siguiente. En cuanto vio desaparecer el cuerpo de Martín río abajo, mientras la gente se dispersaba en silencio y el ascendado regresaba a su caballo riéndose, supo lo que tenía que hacer.
esperó hasta que oscureció, encilló su caballo más resistente y cabalgó hacia el norte sin decirle a nadie a dónde iba. Su mujer sabía, siempre sabía cuando refugio se iba en esas misiones. Solo le preparó tortillas, frijoles y ceesina para el camino, y lo besó en la frente como quien despide a un muerto. Porque buscar a villa en plena sierra, con volantes federales rastreando cada movimiento, era jugarse la vida en una sola tirada.
El camino hacia el campamento villista tomó tres días completos. refugio, conocía las rutas secretas, los pasos entre las montañas que solo los campesinos y los arrieros viejos conocían. Evitó los caminos principales donde patrullaban los federales. Durmió 2 horas cada noche, siempre con un ojo abierto, el rifle al alcance de la mano.
El tercer día, cuando ya estaba entrando en territorio controlado por villa, dos jinetes lo interceptaron en un desfiladero entre riscos de piedra roja. Aparecieron de la nada rifles apuntándole al pecho sin hacer ruido. Así trabajaban los villistas como fantasmas del desierto. ¿A dónde vas, Gerero?, preguntó uno de ellos, un hombre joven con cicatriz que le cruzaba la mejilla.
“Busco al general Villa”, respondió refugio sin bajar las manos. “Traigo un mensaje de Villa ahumada.” Los dos jinetes se miraron entre sí. El más joven escupió al suelo. ¿Quién te manda? Nadie me manda. Vengo por mi cuenta, pero el general va a querer escuchar lo que traigo. Hubo un silencio largo.
El sol pegaba duro y el sudor le corría por la espalda a refugio. Finalmente, el hombre de la cicatriz bajó el rifle. Síguenos. Pero si intentas algo raro, te vuelo la cabeza antes de que parpadees. El campamento estaba escondido en un cañón natural, rodeado de peñascos que lo hacían invisible desde cualquier ángulo.
Había como 30 hombres ahí, algunos limpiando rifles, otros durmiendo bajo la sombra de los mezquites, otros jugando baraja con naipes sucios. Refugio reconoció a varios. Rodolfo Fierro, el carnicero, estaba sentado sobre una roca afilando su cuchillo con movimientos lentos y precisos.
Era un hombre de trein y tantos años, cara de piedra, ojos negros que no mostraban nada. Dicen que había matado a más de 200 hombres con sus propias manos. Refugio tragó saliva cuando Fierro levantó la vista y lo miró fijamente, sin dejar de afilar la hoja. Al fondo del campamento, bajo un toldo de lona que daba sombra, estaba Pancho Villa.
Lo reconoció de inmediato, aunque nunca lo había visto en persona. Era imposible no reconocerlo. Villa tenía 35 años, pero su presencia llenaba todo el espacio. Estaba sentado en una silla de montar volteada limpiando su carabina 3030 con un trapo aceitoso. Usaba sombrero tejano de ala ancha, camisa de manta manchada de polvo, cananas cruzadas en el pecho, tenía bigote grueso y ojos que te atravesaban cuando te miraban.
A su lado estaba Tomás Urbina, su compadre de siempre, un hombre fornido de 40 años con barba cerrada y voz tranquila. Y cerca de ahí, recargado contra un peñasco, estaba Trinidad Rodríguez, apenas un chamaco de 19 años, pero con fama de tirador certero. “Mi general”, dijo el hombre de la cicatriz. “Este gero, dice que trae un mensaje de Villa ahumada.
” Villa no levantó la vista de su rifle, siguió limpiando el cañón con movimientos metódicos. “¿Lo revisaron? Sí, mi general, está limpio. Entonces, ¿qué hable? Refugio dio un paso adelante. Las piernas le temblaban, pero mantuvo la voz firme. “Mi general, vengo a contarle algo que pasó hace tres días, algo que tiene que saber.” Villa finalmente levantó la vista.
Sus ojos clavaron a refugio como clavos. Soy todo oídos. Refugio contó todo, cada detalle. Como Aguirre llegó borracho al mercado, cómo acusó a Martín de ser informante villista. Cómo lo arrastró hasta el río mientras la gente miraba sin hacer nada. Cómo lo aventó al agua y lo dejó ahogarse. Y sobre todo contó las palabras exactas que Aguirre había gritado.
Dijo que cuando usted viniera a buscarlo, se iba a encontrar con que ya no quedaban traidores vivos. Lo dijo frente a todos, mi general. usó su nombre para justificar el asesinato. Durante todo el relato, Villa no se movió, no dijo nada, pero refugio vio como sus dedos apretaban el rifle cada vez más fuerte. Cuando terminó, el silencio que cayó sobre el campamento era denso como plomo.
Tomás Urbina fue el primero en hablar. ¿Conocías a ese hombre, al florista? Refugio asintió. Lo conocía de vista. Era buena gente. Nunca le hizo mal a nadie. Solo vendía flores para darle de comer a su niña. Villa dejó el rifle en el suelo lentamente y se puso de pie.
Caminó hacia refugio hasta quedar frente a él, tan cerca que el gerero pudo ver las arrugas alrededor de sus ojos, las marcas que dejaba el sol del desierto. ¿Cómo se llamaba? Martín, mi general. Martín, el florista. Villa cerró los ojos por un momento, como buscando algo en su memoria. Cuando los abrió, había algo diferente en ellos, algo oscuro.
“Yo conocí a ese hombre”, dijo Villa, y su voz sonaba más baja, más peligrosa. Hace como se meses andábamos por Villa Ahumada. Nos escondimos en un jacal a las afueras del pueblo. El dueño era un tullido que vendía flores, nos dio de comer, frijoles, tortillas, lo poco que tenía. No pidió nada a cambio, solo nos dijo que tuviéramos cuidado porque el asendado andaba buscándonos.
Se giró hacia sus hombres. Martín el florista, si era uno de nuestros, no un informante activo, pero sí un amigo del movimiento. Y ese cabrón de Aguirre lo mató usando mi nombre. Rodolfo Fierro dejó de afilar su cuchillo. ¿Quiere que vayamos por él, mi general? Villa no respondió de inmediato.
Caminó en círculos, las manos en la cintura, la mandíbula apretada. refugio vio cómo trabajaba su mente pesando opciones, calculando consecuencias. Finalmente, Villa se detuvo y miró hacia las montañas. Ese ascendado no solo mató a Martín, me desafió frente a todo el pueblo. Dijo que cuando yo fuera a buscarlo no encontraría nada.
Eso es decirle a toda la región que Pancho Villa es un perro sin dientes, que pueden usar mi nombre para matar gente y yo no voy a hacer nada. Tomás Urbina se acercó. Es una trampa, compadre. Ese ascendado quiere que vayas. Seguro ya avisó a los federales. Van a estar esperándote. Villa sonrió. Pero no había alegría en esa sonrisa. Puede ser. Pero si no voy, si dejo que esto quede así, todos los ascendados del norte van a pensar que pueden hacer lo mismo. Van a empezar a matar a nuestra gente y a decir que son informantes míos. No puedo permitir eso.
La reputación es lo único que tenemos. Sin reputación somos solo bandidos corriendo por el desierto. Pero había algo más. refugio lo vio en los ojos de Villa, algo personal que el general no estaba diciendo. Villa se giró hacia él. ¿Dices que el florista tenía una niña? Sí, mi general, como de 10 años.
Se llama Lupita. Villa asintió despacio. ¿Sabes algo más de ese ascendado de Aguirre? Refugio titubeó. Pues dicen que hace años también mató al papá de Martín por un despojo de tierras. le quitó su parcela y cuando el viejo reclamó lo mandó matar. Dejó a Martín huérfano cuando era joven. Por eso Martín terminó de peón en la hacienda hasta que el caballo lo tiró y lo dejó tullido.
Algo cambió en la cara de Villa cuando escuchó eso. Se puso tenso, como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en las costillas. Refugio no lo sabía, pero acababa de tocar la herida más profunda del general. Villa había entrado al bandolerismo por una razón casi idéntica.
Años atrás, un ascendado había deshonrado a su hermana y matado a su padre cuando este reclamó justicia. Villa, que entonces se llamaba Doroteo Arango, había matado al ascendado y había huido a la sierra. Desde entonces, cada vez que veía a un asendado abusar de su poder, veía al hombre que destruyó su familia. Y cada vez que veía a un campesino indefenso, veía a su padre.
“Ese cabrón no solo mató a Martín”, dijo Villa, “masí mismo que para los demás. Acabó con toda su familia, primero el padre, después el hijo y ahora, ¿qué? La niña se queda sola para que otro hacendado abuse de ella cuando crezca, para que el ciclo siga y siga.” Nadie respondió. Todos conocían esa mirada.
Villa ya había tomado su decisión, solo estaba justificándola en voz alta. Se giró hacia Fierro, Trinidad, Urbina y otros tres hombres. Nos vamos al amanecer, solo nosotros seis. El resto se queda cuidando el campamento. Esto va a ser rápido y limpio. Trinidad. El más joven, dio un paso adelante con los ojos brillando de emoción.
Vamos a pelear, mi general. No vamos a pelear. Chamaco, vamos a ajusticiar, hay diferencia. Villa señaló a refugio. Tú vienes con nosotros. Vas a ser nuestro guía. Conoces la zona, conoces la hacienda, conoces los movimientos del ascendado. Refugio sintió cómo se le secaba la garganta. Ser guía en una misión de villa significaba jugarse todo.
Si algo salía mal, si los federales los agarraban, él sería el primero en morir, pero no había vuelta atrás. A sus órdenes, mi general. Esa noche, mientras el campamento dormía, Villa se quedó despierto junto a la fogata. refugio lo vio desde donde estaba acostado, fingiendo dormir. El general miraba las llamas sin parpadear, perdido en pensamientos que nadie más podía ver.
En su mano tenía una foto vieja doblada y gastada. refugio no pudo ver qué mostraba, pero sí vio como Villa la apretaba entre los dedos como si fuera lo único que le quedaba del mundo. Después supo que era una foto de su padre, el hombre que un ascendado había matado años atrás, el hombre que Villa nunca pudo vengar de verdad porque el asesino ya estaba muerto cuando él regresó.
Pero ahora tenía a Aguirre, y Aguirre iba a pagar por todos los hacendados que habían destrozado familias campesinas desde que existía México. Al amanecer, siete jinetes salieron del campamento en silencio. Villa adelante, montando a siete leguas, su caballo alán, que había cruzado medio norte con él, fierro a su derecha, trinidad a su izquierda. Detrás venían Urbina y los otros dos.
Refugio cerraba la marcha sintiendo el peso de lo que venía. No iban a robar, no iban a saquear, iban a matar. Y todos lo sabían. El viaje hacia Villa Ahumada fue una cabalgata silenciosa de tres días completos. Villa marcaba el ritmo, parando solo lo necesario para que los caballos descansaran y bebieran agua. Comían cecina y tortillas frías sin hacer fogatas que pudieran delatarlos.
Dormían en turnos, siempre dos despiertos vigilando mientras los demás descansaban. El terreno era duro, puro desierto y sierra, con el sol machacando durante el día y el frío calando los huesos en la noche. Pero ninguno se quejaba. Eran hombres forjados en esa tierra áspera, acostumbrados a condiciones que matarían a otros en dos días. La presión del tiempo era real.
Refugio les había advertido que los federales andaban rastreando movimientos villistas en la zona. Una columna de volantes había pasado cerca de Villa Ahumada hacía una semana buscando rastros del general. Si se tardaban mucho, si alguien corría la voz de que Villa andaba cerca, los federales caerían sobre ellos como buitres.
Tenían que entrar rápido, hacer lo que venían a hacer y salir antes de que nadie se diera cuenta. Villa lo sabía. Por eso empujaba el paso sin descanso, deteniéndose apenas lo suficiente para no reventar a los caballos. El segundo día cruzaron por un rancho abandonado donde Refugio conocía a un viejo encubridor.
Se llamaba Don Evaristo, un anciano de 70 años que había perdido tres hijos en la revolución y que guardaba un odio silencioso contra los federales y los ascendados por igual. Los recibió sin preguntas, les dio frijoles calientes y café negro y cambió dos de los caballos que ya estaban cansados por animales frescos. Mientras comían, don Evaristo dibujó un mapa en la tierra con un palo seco.
“La hacienda de Aguirre está aquí”, explicó marcando un punto con una piedra. Tiene como 15 guardias blancos, pero no son soldados entrenados. Son puros peones armados que el hacendado contrató para cuidar sus tierras. La casa grande está en el centro, rodeada por un muro de adobe. Tiene dos entradas, la principal, donde siempre hay tres guardias, y la de atrás, cerca de los corrales y el algive, donde casi no hay vigilancia.
Trazó más líneas en la tierra. Los guardias duermen en un barracón aparte, como a 50 m de la casa. Si entran de madrugada, los pueden agarrar dormidos. Villa estudiaba el mapa improvisado con atención. memorizando cada detalle. ¿Dónde duerme el ascendado? En el segundo piso de la casa grande.
El cuarto principal da al este para que le pegue el sol de la mañana. Duerme con su mujer, doña Socorro. Los hijos tienen cuartos separados. ¿Cuántos hijos? Tres. Un varón de 16 se llama Rodrigo. Una chamaca de 13 Camila, y otro varón chiquito como de 8 años. Villa asintió. No vamos por ellos, solo por Aguirre y sus guardias.
Don Evaristo escupió al suelo. Ese cabrón merece lo que le venga. Mató a mucha gente buena. Hace dos años mandó quemar el rancho de mi compadre Eusebio porque no le quiso vender su agua. Eusebio se quemó adentro tratando de sacar a sus animales. Fierro, que había estado callado todo el tiempo, se inclinó sobre el mapa. ¿Qué tan lejos está el cuartel federal más cercano en casas grandes, como a dos horas cabalgando duro, pero tienen telégrafo en la hacienda? Si alguien manda aviso, los federales pueden llegar rápido. Villa consideró esto. Entonces cortamos los cables del telégrafo antes
de entrar. ¿Dónde está el poste? Don Evaristo señaló hacia el sur, como a medio kilómetro de la hacienda, siguiendo el camino principal. El cable viene desde el pueblo. Perfecto. Trinidad, tú te encargas de eso. Cortas el cable y te quedas vigilando ese lado. Si ves que alguien intenta salir para pedir ayuda, lo paras.
El joven asintió con los ojos brillando. Era su primera misión grande con el general y no iba a fallar. Don Evaristo les dio más información. Aguirre salía a Villa Ahumada todos los jueves para hacer negocios. Ese día era miércoles. Si llegaban en la madrugada del jueves, lo agarrarían todavía en la hacienda antes de que saliera. Villa sonríó. El destino estaba jugando a su favor.
¿Alguno de ustedes ha estado en esa hacienda?, preguntó mirando a sus hombres. Refugio levantó la mano. Yo sí, mi general, varias veces. Iba a vender leña y carbón. Conozco la distribución. Entonces tú vas adelante conmigo, nos guías por el lado del alive. Partiron del rancho de don Evaristo antes del amanecer del tercer día. El viejo los despidió con un abrazo fuerte a cada uno.
“Maten a ese desgraciado por todos nosotros”, les dijo. “y si pueden, quémenle la casa, que no quede nada.” Villa no prometió nada. No venía a quemar, venía a ajusticiar. Había una diferencia. La venganza ciega destruye todo a su paso. La justicia, aunque brutal, tiene un objetivo claro. Y el objetivo de Villa era Sebastián Aguirre, nadie más, a menos que se interpusieran.
Llegaron a las afueras de la hacienda cuando todavía estaba oscuro. Eran como las 4 de la mañana. Esa hora en que la noche está más negra, justo antes de que empiece a clarear. Amarraron los caballos en un bosquecillo de mezquites, a un kilómetro de distancia, en un lugar donde los animales no pudieran ser vistos ni escuchados.
Siete leguas resopló suavemente cuando Villa le palmeó el cuello. Quédate quieto, muchacho. Volvemos pronto. El caballo movió las orejas como si entendiera. Avanzaron a pie, agachados, aprovechando cada sombra. La luna estaba en cuarto menguante, dando apenas luz suficiente para ver el camino sin tropezar. Refugio iba adelante, moviéndose entre los matorrales con la seguridad de quien conoce cada piedra del terreno.
Villa venía justo detrás, su 3030 cargada y lista. Fierro y los otros los seguían en formación dispersa, separados por varios metros, para no hacer un blanco fácil si alguien disparaba. La hacienda apareció como una sombra más grande contra el cielo oscuro. Era una construcción imponente para esos rumbos.
Paredes blancas de adobe, dos pisos, ventanas grandes con rejas de hierro. El muro que rodeaba el patio principal medía como 3 m de alto. Refugio señaló hacia la derecha, donde estaba el barracón de los guardias. Se veía luz de velas en dos de las ventanas. Alguien estaba despierto. Villa hizo una seña con la mano.
Fierro y otro hombre, un tipo callado llamado Baudilio, se separaron del grupo y se movieron hacia el barracón. Su trabajo era neutralizar a los guardias antes de que pudieran dar la alarma. Villa, Refugio, Urbina y el último hombre, macedonio, siguieron hacia el lado del alive. Ahí la vigilancia era más relajada, como había dicho don Evaristo.
Solo había un guardia, un tipo joven que estaba medio dormido, recargado contra la pared, el rifle apoyado en su hombro. Villa se acercó en silencio absoluto, paso tras paso, controlando hasta su respiración. Cuando estuvo a 2 met, el guardia sintió algo y empezó a voltear, pero ya era tarde.
Villa le tapó la boca con una mano y le clavó el cuchillo en el cuello con la otra, un movimiento rápido y preciso que cortó la tráquea sin darle tiempo de gritar. El hombre se desplomó sin hacer ruido, la sangre brotando oscura en la penumbra. Urbina agarró el cuerpo antes de que cayera y lo arrastró detrás de un abrevadero. Villa limpió el cuchillo en la camisa del muerto y siguió avanzando.
No sentía remordimiento. Ese hombre había elegido trabajar para Aguirre. Había elegido su bando. Y en la guerra cada quien carga con sus decisiones. Llegaron a la puerta trasera de la casa. Era una puerta de madera vieja con cerradura sencilla. Refugio sacó un alambre doblado y empezó a trabajar en la cerradura.
Le tomó menos de un minuto. El mecanismo se dio con un click suave. La puerta se abrió hacia adentro sin hacer ruido. El interior de la casa olía a cera de velas y a comida guardada. Estaban en una especie de despensa que daba a la cocina. Villa vio ollas colgadas en la pared, sacos de maíz y frijol apilados en un rincón, un metate grande sobre una mesa. Todo estaba oscuro y silencioso.
Avanzaron con los rifles listos, cruzando la cocina hasta llegar a un pasillo que conducía al resto de la casa. Las tablas del piso crujían levemente bajo sus botas, pero el sonido se perdía en el silencio de la madrugada. En ese momento escucharon disparos afuera, tres tiros rápidos, luego silencio. Villa maldijo entre dientes.
Fierro había tenido que usar las armas en el barracón. Eso significaba que alguien había opuesto resistencia. El elemento sorpresa ya no era total. Rápido, susurrilla. Arriba antes de que se despierten todos. Subieron las escaleras de dos en dos, haciendo el mayor ruido ahora porque ya no importaba. En el segundo piso había un pasillo largo con cinco puertas.
Refugio señaló la del fondo, ese es el cuarto del ascendado. Pero antes de llegar, una de las puertas se abrió. Un chamaco salió en calzones frotándose los ojos. Era Rodrigo, el hijo mayor. Tenía 16 años, pero parecía mayor, ya con sombra de bigote y complexión de hombre. ¿Qué fueron esos disparos?, preguntó con voz somnolienta.
Entonces vio a los hombres armados en el pasillo y se despertó de golpe. Sus ojos se abrieron como platos. ¿Quiénes son ustedes? Villa lo miró directo. Vuelve a tu cuarto, muchacho. Esto no es contigo. Rodrigo dio un paso atrás, pero no entró a su cuarto. Se quedó ahí parado, temblando, tratando de decidir qué hacer.
La puerta del fondo se abrió de golpe. Sebastián Aguirre salió en camisón con una pistola en la mano. Tenía el pelo revuelto y los ojos hinchados de sueño, pero la pistola estaba firme. ¿Qué chingados pasa aquí? Rugió. Entonces vio a Villa y el color se le fue de la cara. Tú, yo confirmó Villa apuntándole con el 3030. Suelta la pistola, asendado.
No hagas esto más difícil de lo que tiene que ser. Aguirre miró su pistola, luego a Villa, luego a los otros hombres armados en el pasillo. Las matemáticas eran claras, no tenía oportunidad, pero el orgullo de toda una vida, siendo el patrón, el que mandaba, el que nunca se rajaba, le impedía soltar el arma.
“Vienes por lo del tullido”, dijo, y su voz temblaba apenas. “Sí, y por mucho más. Fue un malentendido. Estaba borracho. No sabía lo que hacía. Villa dio un paso adelante. Los borrachos dicen la verdad. Y tú dijiste que cuando yo viniera a buscarte no iba a encontrar traidores vivos. Bueno, aquí estoy y encontré al traidor más grande de todos. Tú. Aguirre apretó la pistola.
Por un segundo pareció que iba a disparar, pero entonces Fierro apareció en las escaleras con el rifle apuntándole a la espalda. Estaba cubierto de sangre, pero no era suya. El barracón está limpio, mi general. Ocho muertos. Uno se escapó hacia el pueblo. Villa maldijo. Un guardia escapado significaba que en menos de una hora todo villa ahumada sabría que estaban ahí. Y si había telégrafo funcionando en el pueblo, los federales llegarían antes del mediodía.
Tenían que terminar rápido. Última vez, ascendado. Suelta la pistola. Aguirre miró a su hijo Rodrigo, que seguía parado en el pasillo como estatua. Sus ojos se encontraron y en ese momento el ascendado soltó el arma. cayó al suelo con un golpe metálico. Bien, dijo Villa, ahora baja. Tenemos que hablar tú y yo.
Bajaron las escaleras en procesión fúnebre, aguirre adelante, descalzo en camisón blanco que le llegaba a las rodillas, temblando, aunque la noche no estaba fría. Villa detrás con el rifle apuntándole a la espalda. Los demás cerraban la marcha. En el pasillo del segundo piso, doña Socorro había salido de su cuarto cubriéndose con un reboso.
Era una mujer de 50 años, flaca y endurecida por la vida de Hacienda. No gritó, no suplicó, solo miró a su marido bajar las escaleras como quien ve pasar un entierro. Rodrigo seguía parado junto a su puerta, paralizado, sin saber si debía hacer algo o quedarse quieto. La decisión de no hacer nada le salvaría la vida esa noche.
En la cocina encontraron a una anciana sentada en un rincón temblando. Era la cocinera, una mujer de 70 años que llevaba 30 sirviendo en esa casa. Urbina la había encontrado cuando entraron y la había llevado ahí para mantenerla fuera del camino. Por favor, señores, balbuceaba con las manos juntas. No me maten, yo no he hecho nada. Villa ni la miró.
Nadie te va a hacer nada, abuela. Quédate quieta y callada. La mujer asintió rápidamente, apretándose contra la pared, como queriendo desaparecer en ella. Salieron al patio trasero. El cielo empezaba a clarear en el horizonte. esa luz gris que viene justo antes del amanecer. Se veían las siluetas de los corrales, el algiibe, los mezquites más allá y al fondo el ruido constante del río Casas Grandes.
Villa empujó a Aguirre hacia adelante. Camina, ya sabes a dónde vamos. El hacendado tropezó con una piedra, pero recuperó el equilibrio. Villa, por favor, podemos arreglar esto. Tengo dinero, mucho dinero. No vine por tu dinero. Entonces, ¿qué quieres? Tierras. Te puedo dar tierras. Las mejores parcelas junto al río. Villa lo agarró del cuello del camisón y lo jaló hacia atrás con violencia.
El asendado casi se cae, pero Villa lo sostuvo acercando su cara a la de él. No quiero nada de lo que tienes, cabrón. Lo único que quiero es que pagues por lo que hiciste. Fue solo un tullido, un don nadie. La respuesta fue un puñetazo en la boca que le partió el labio. Aguirre escupió sangre y un diente. Su nombre era Martín, dijo Villa con voz peligrosamente baja.
Y ese don Nadie me dio de comer cuando andaba huyendo. Me ofreció su techo cuando no tenía donde dormir. Era mejor hombre en su silla rota que tú con toda tu hacienda. Siguieron caminando. Fierro venía a un lado limpiando su rifle con un trapo. Tenía una expresión satisfecha, casi alegre. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien.
Trinidad apareció corriendo desde los matorrales. Mi general, corté el cable del telégrafo. Nadie va a poder pedir refuerzos desde aquí. Bien, pero un guardia escapó hacia el pueblo. Van a saber que andamos aquí. ¿Nos vamos? Todavía no. Primero terminamos lo que vinimos a hacer. Trinidad vio al ascendado y entendió.
Asintió y se quedó atrás haciendo guardia. Llegaron al río en 5 minutos, la misma orilla donde tres días antes Aguirre había ordenado arrojar a Martín. El agua seguía crecida, rugiendo en la oscuridad, arrastrando todo lo que encontraba. Villa forzó alendado a arrodillarse en el borde del barranco.
Desde aquí lo tiraste, ¿verdad? Aguirre no contestó. Estaba llorando ahora, lágrimas y mocos mezclándose con la sangre del labio partido. Contestame. Sí, desde aquí. ¿Por qué? Ya te dije. Pensé que era informante tuyo. Villa le dio una patada en el estómago que lo dobló en dos. Mentira, lo mataste. Porque vio algo que no debía ver. vio cómo ejecutaste a Esteban por pedir agua.
Martín era testigo y los testigos son peligrosos, ¿verdad? Aguirre levantó la vista sorprendido. ¿Cómo sabes eso? Porque no soy ascendado. Hice preguntas, hablé con gente y todos me contaron la misma historia, que tú mataste a Esteban a sangre fría, que Martín estaba ahí ese día vendiendo flores, que tus guardias lo vieron mirando.
Y tres semanas después, cuando necesitabas deshacerte de él, inventaste que era informante mío para justificar el asesinato. El hacendado bajó la cabeza. No tenía más excusas, pero hay algo más, continuó Villa, algo que me contó refugio. Hace años también mataste al papá de Martín, le quitaste sus tierras y cuando reclamó mandaste que lo mataran. ¿Es cierto eso? Hubo un silencio largo.
Solo el ruido del río llenaba la noche. Finalmente, Aguirre asintió. Era un indio terco que no entendía razones. Sus tierras estaban junto a mi canal. Las necesitaba para expandir el riego. Y por eso lo mataste. Yo no lo maté. Mandé a mis hombres. Es lo mismo. Villa se agachó hasta quedar a la altura del ascendado.
Entonces no solo mataste a Martín, mataste a su padre. También destruiste a toda su familia. Y ahora la niña se queda sola, como quedé yo cuando mataron a mi padre. Como quedan todos los hijos de campesinos cuando ustedes, los ascendados deciden que sus vidas no valen nada. Algo se rompió en la voz de Villa al decir esas últimas palabras.
Refugio que observaba desde unos metros atrás lo notó. No era solo justicia lo que movía al general esa noche. Era algo más profundo, algo personal que venía de muy adentro. Villa se enderezó y miró hacia el río. Vas a sentir lo mismo que sintió Martín asendado, el mismo miedo, la misma desesperación y después vas a morir como él murió, ahogado como perro.
No, gimió Aguirre, por favor, no tengo familia. Mis hijos van a quedar sin padre. Como quedó la hija de Martín sin padre. Como quedó Martín sin padre por tu culpa. La diferencia es que ellos eran inocentes. Tú no. Villa hizo una seña a fierro y urbina. Los dos hombres se acercaron y agarraron al asendado de los brazos.
Aguirre empezó a luchar pataleando, tratando de zafarse, pero los dos revolucionarios eran demasiado fuertes. Lo levantaron en peso y lo pusieron de pie al borde del barranco. Espera, dijo Villa. Sacó su cuchillo. Primero quiero que sientas un poco de lo que Martín sintió cuando se estaba ahogando. pánico, la desesperación, el saber que vas a morir y no poder hacer nada para evitarlo.
Se acercó y le hizo un corte en el brazo, no profundo, pero sí doloroso. Aguirre gritó, “Así no más para que sepas que esto es en serio.” Le hizo otro corte en el otro brazo, luego uno en el pecho rasgando el camisón. Cortes precisos calculados para doler sin matar. Villa conocía el cuerpo humano.
Sabía dónde cortar para causar agonía sin provocar desangramiento rápido. Había aprendido eso en años de pelear, de ver hombres morir de todas las formas posibles. Aguirre aullaba ahora, retorciéndose entre los brazos de fierro y urbina, pero ellos lo mantenían firme. Por favor, por favor, ya basta. Le dijiste eso a Martín cuando se estaba ahogando. Le dijiste, “Ya basta.
” No lo sé. No me acuerdo. Yo creo que no. Yo creo que te quedaste mirando cómo se ahogaba y hasta te reíste. Villa le hizo tres cortes más, uno en cada pierna y otro en el costado. La sangre empapaba el camisón blanco oscureciéndolo. Aguirre ya no gritaba, solo gemía. un sonido lastimero como de animal herido.
“Ahora sí”, dijo Villa limpiando el cuchillo. “Llévenlo al agua. Fierro y urbina arrastraron al acendado hasta la orilla misma. El agua lodosa lamía las piedras a medio metro abajo. No, no, no!”, repetía Aguirre como Letanía. “Dios mío, no.” “Dios no está aquí esta noche”, respondió Villa.
“Solo estamos nosotros y la justicia.” Lo que nadie sabía era que Rodrigo, el hijo de Aguirre, los había seguido. El muchacho se había vestido rápido después de que bajaran las escaleras. Había salido por una ventana del segundo piso y había corrido a esconderse entre los matorrales cerca del río. Desde ahí veía todo, cada palabra, cada golpe, cada corte.
estaba paralizado de terror, queriendo hacer algo, pero sabiendo que si se mostraba lo matarían también. Así que se quedó escondido, mordiéndose el puño para no gritar, viendo cómo torturaban a su padre. Y cada segundo de esa tortura se grababa en su memoria como con fierro caliente. “Métanlo al agua”, ordenó Villa, “pero no lo suelten. Quiero que sienta el ahogamiento, que sepa lo que es no poder respirar.
” Y después lo sacan, que respire un poco, y lo vuelven a meter. Fierro sonríó. era su tipo de trabajo favorito. Empujaron a Aguirre hacia delante. El acendado trató de agarrarse de las piedras, pero no pudo. Cayó al agua con un chapuzón que apenas se escuchó sobre el rugido del río. El agua fría lo golpeó como puñetazo.
Fierro y urbina brincaron detrás de él, manteniéndolo agarrado y le hundieron la cabeza bajo la superficie. Aguirre se debatía desesperadamente tratando de sacar la cabeza, pero los dos hombres eran demasiado fuertes. Sus pulmones empezaron a arder. El pánico era total, absoluto, borrando todo pensamiento coherente.
Solo existía la necesidad de aire, de respirar, de vivir. Después de 30 segundos que parecieron eternidad, lo sacaron. Aguirre tosió agua lodosa, vomitó, jadeó buscando aire. ¿Cómo se siente acendado?, preguntó Villa desde la orilla. ¿Te gusta? Aguirre no podía responder, solo trataba de respirar.
Otra vez, ordenó Villa y lo hundieron de nuevo. Esto se repitió cinco veces, cinco ciclos de ahogamiento, terror, aire y vuelta a empezar. Para la quinta vez, Aguirre ya casi no se movía. Estaba en estado de shock, el cuerpo temblando incontrolablemente, los labios azules. Lo arrastraron de vuelta a la orilla y lo tiraron en el barro como costal mojado. Villa se acercó y se agachó junto a él.
¿Entiendes ahora? ¿Entiendes lo que le hiciste a Martín? Aguirre apenas podía hablar. Sí, entiendo. Por favor, mátame ya. Todavía no. Primero quiero que la gente sepa por qué estás muriendo. Villa se volteó hacia los matorrales donde sabía que había gente escondida. Los peones de la hacienda, los trabajadores, algunos vecinos del pueblo que habían oído los disparos.
Todos estaban ahí ocultos en la oscuridad, viendo todo, pero sin atreverse a acercarse. “Salgan”, ordenó Villa. “quiero que vean esto.” Lentamente, figuras empezaron a emerger de las sombras. 10, 15, 20 personas. Campesinos en calzón y guaraches, mujeres con rebozos, un par de viejos que apenas podían caminar. se quedaron a distancia prudente, formando un semicírculo.
Este hombre, gritó Villa señalando Aguirre, mató a Martín el florista hace tres días. Lo acusó de ser informante mío y lo tiró a este río para que se ahogara, pero esa fue solo su última víctima. ¿Cuántos de ustedes han sufrido por su culpa? Un silencio pesado cayó sobre el grupo. Nadie quería ser el primero en hablar. Tenían miedo todavía.
Aunque el ascendado estaba destrozado en el suelo. Finalmente, un viejo de barba blanca dio un paso adelante. Mató a mi hijo hace 3 años. Lo acusó de robar una res y lo colgó de un mezquite sin juicio. Una mujer habló después. Me quitó mi parcela porque no le quise vender. Mandó a sus guardias que quemaran mi casa. Mis nietos se quedaron sin techo.
Otro hombre me dio 50 latigazos porque mi vaca se metió a sus tierras. Casi me mata. Las historias fueron saliendo una tras otra. Años de abusos, de injusticias, de crueldad acumulada. Villa las escuchaba todas sin interrumpir. Cuando el último terminó de hablar, Villa volvió a mirar al asendado. ¿Oíste eso? Ese es tu legado. No las tierras, no el dinero, solo el miedo y el odio que dejaste.
Así te van a recordar. Aguirre levantó la vista. Sus ojos estaban vacíos. ¿Qué vas a hacer? Villa sacó su pistola. Voy a hacer justicia. Mi justicia. El disparo nunca llegó. Villa bajó la pistola lentamente, mirando al asendado destrozado en el barro. No, así sería. Muy rápido, muy fácil. se volteó hacia Fierro.
Levántalo, todavía no termino con él. Fierro y Urbina jalaron a Aguirre de los brazos. El acendado casi no se sostenía. Las piernas le temblaban tanto que apenas podía estar de pie. La sangre de los cortes se mezclaba con el agua del río que le chorreaba del camisón empapado. Villa se acercó y le agarró la cara con una mano, obligándolo a mirarlo a los ojos.
Voy a contarte algo que no mucha gente sabe”, dijo Villa con voz baja, casi íntima, como si estuviera compartiendo un secreto. Cuando yo tenía 16 años, un asendado deshonró a mi hermana. Mi padre fue a reclamarle y el asendado lo mandó matar. Me dejó huérfano, a mi hermana deshonrada, a mi familia destruida. Por eso me hice bandido.
Por eso llevo años peleando contra hombres como tú. Aguirre tragó saliva, entendiendo por primera vez la profundidad del odio que veía en esos ojos. Cada vez que veo a un ascendado como tú, abusando de su poder, veo al que mató a mi padre. Y cada vez que veo a un campesino indefenso, veo a mi Padre. Por eso no puedo dejar esto así.
Por eso no puedo dejarte vivir. Villa lo soltó con un empujón. Aguirre cayó de rodillas en el barro. Pero antes de que mueras, quiero que todos sepan exactamente qué tipo de hombre eres. Quiero que tu hijo sepa qué hizo su padre. Rodrigo, escondido entre los matorrales, sintió cómo se le helaba la sangre. Villa sabía que estaba ahí.
El muchacho se encogió más tratando de volverse invisible. Pero Villa no estaba hablando de él, estaba hablando en sentido figurado para la gente reunida. Este hombre no solo mató a Martín, continuó Villa elevando la voz. También mató al padre de Martín hace años. Destruyó a toda una familia por codicia. Y cuando Martín creció, cuando se hizo hombre, a pesar de estar tullido, cuando encontró la forma de sobrevivir vendiendo flores, este cabrón también lo mató para tapar sus crímenes, para que no hubiera testigos. La multitud murmuraba ahora. Algunos conocían esa
historia del padre de Martín, otros la estaban escuchando por primera vez, pero todos entendían el patrón. Aguirre no era solo cruel, era sistemático. Eliminaba problemas, eliminaba personas y lo había hecho durante décadas sin que nadie lo detuviera. ¿Alguien aquí quiere defender a este hombre? Preguntó Villa mirando a la gente. Silencio absoluto.
Ni un alma se movió. ¿Alguien cree que merece vivir después de todo lo que hizo. Más silencio. La respuesta era clara. Villa asintió. Entonces, estamos de acuerdo. Este hombre va a morir hoy y va a morir de la misma forma que mató a Martín en este río ahogado. Aguirre empezó a sollozar. Todos los años de ser el patrón, el que mandaba, el que nunca se rajaba, se derrumbaron en ese momento. Por favor, gimió, “tengan misericordia.
” “¿Tuviste misericordia con Martín cuando te suplicaba por su vida?”, preguntó Villa. Tuviste misericordia cuando te decía que tenía una niña? Aguirre no respondió. No había respuesta posible. Eso pensé, dijo Villa. Fierro, Urbina, terminen con esto como planeamos. Los dos hombres asintieron, agarraron al asendado de los brazos de nuevo y empezaron a arrastrarlo hacia el agua.
Pero Villa levantó una mano. Espera, ¿hay algo más? se acercó de nuevo alendado. Antes de morir, vas a confesar, vas a decirle a toda esta gente lo que hiciste, cada crimen, cada asesinato, cada injusticia y lo vas a decir en voz alta para que todos escuchen. Aguirre negaba con la cabeza. No, no puedo.
Sí puedes y lo vas a hacer, porque si no lo haces, voy a hacer que tu muerte sea 10 veces más lenta y dolorosa de lo que ya va a hacer. El tono de Villa no dejaba lugar a dudas. Hablaba en serio. Aguirre cerró los ojos. Cuando los abrió, había algo roto en ellos. La voluntad de resistir se había ido. “Maté al padre de Martín”, dijo con voz apenas audible. Más fuerte”, ordenó Villa.
“maté al padre de Martín”, repitió más alto. “le quité sus tierras y cuando vino a reclamar, mandé a mis guardias que lo mataran.” Lágrimas le corrían por la cara. Ahora maté a Esteban hace tres semanas. Le disparé tres veces porque pidió agua para su parcela y maté a Martín porque me vio hacerlo. Lo tiré al río para que se ahogara.
Su voz se quebró y he matado a muchos más. A todos los que se me opusieron, a todos los que me desafiaron, a todos los que fueron testigos de cosas que no debían ver. La confesión continuó. Nombres, fechas, métodos, una letanía de crímenes acumulados durante décadas. La gente escuchaba en silencio sepulcral. Algunos lloraban, otros apretaban los puños.
Todos procesaban la magnitud de lo que estaban oyendo. Cuando Aguirre terminó, se desplomó en el barro completamente vacío. Villa lo miró sin expresión. Suficiente. Ahora sí, llévenlo. Fierro y Urbina lo levantaron de nuevo. Esta vez el acendado no opuso resistencia. Estaba más allá del miedo, más allá del dolor.
Solo quería que terminara. Lo arrastraron hasta el borde del agua. El río rugía hambriento en la penumbra del amanecer. Últimas palabras, preguntó Villa. Aguirre lo miró. Que Dios me perdone. Dios no tiene nada que ver con esto, respondió Villa. Esto es entre tú y yo, entre tú y toda la gente que lastimaste.
Dios puede decidir qué hacer contigo después. Pero aquí, ahora, yo soy quien juzga. Hizo una seña con la cabeza, fierro y urbina. empujaron a Aguirre hacia el agua. El asendado cayó con un chapuzón, el agua cerrándose sobre su cabeza, pero esta vez no lo sacaron. Lo mantuvieron bajo la superficie, sus manos fuertes presionando los hombros del ascendado contra las piedras del fondo.
Aguirre luchó. El instinto de supervivencia se apoderó de él una última vez. Sus brazos golpeaban el agua, sus piernas pateaban. Su cuerpo se retorcía desesperadamente, pero los cortes lo habían debilitado, la tortura lo había agotado y fierro y urbina eran demasiado fuertes.
Después de un minuto, los movimientos se hicieron más lentos. Después de dos, se detuvieron completamente. Esperaron 30 segundos más para estar seguros. Luego soltaron el cuerpo. La corriente lo agarró inmediatamente, arrastrándolo río abajo, girando en los remolinos, chocando contra las rocas. En menos de un minuto había desaparecido en la oscuridad. Villa se quedó parado en la orilla mirando el río.
Su cara no mostraba satisfacción, no mostraba alegría, solo una especie de cansancio profundo. Refugio se acercó. Se siente mejor, mi general. Villa no respondió de inmediato. Siguió mirando el agua. No sé si mejor es la palabra correcta”, dijo finalmente, “Pero se hizo lo que tenía que hacerse. Ahora todos saben que usar mi nombre tiene consecuencias, que matar a nuestra gente no queda sin respuesta.
” Se volteó hacia la multitud de campesinos. “Ustedes vieron lo que pasó aquí. Corran la voz. Díganle a todos los hacendados del norte que esto es lo que les espera si tocan a uno de los nuestros.” La gente asintió. Algunos murmuraban entre ellos. Villa sabía que para el mediodía toda la región sabría lo que había pasado en la hacienda de Aguirre.
La historia se multiplicaría, se exageraría, se convertiría en leyenda y eso era exactamente lo que necesitaba. La reputación era arma, el miedo era moneda y acababa de hacer un depósito grande en su cuenta. Vámonos dijo a sus hombres. Ya no tenemos nada que hacer aquí. Empezaron a caminar de regreso hacia donde habían dejado los caballos.
El sol empezaba a asomar en el horizonte, tiñiendo el cielo de rojo y naranja. Pero antes de irse, Villa se detuvo. Algo le molestaba. una sensación de que estaban siendo observados. Se volteó lentamente, escaneando los matorrales con ojos de halcón. Por un segundo juró ver movimiento entre las ramas de un mezquite, una sombra que se encogía, pero cuando miró directo, no había nada, solo el viento moviendo las hojas. ¿Qué pasa, mi general?, preguntó Urbina.
Nada”, respondió Villa. “Pensé que vi algo, pero no es nada.” Siguieron caminando. Lo que Villa no sabía era que sí había alguien ahí, Rodrigo Aguirre, escondido entre las ramas, conteniendo la respiración, con lágrimas silenciosas corriendo por su cara.
El muchacho había visto todo, cada golpe, cada corte, cada segundo del ahogamiento de su padre y algo se había roto dentro de él. No era solo dolor, no era solo trauma, era algo más frío, más oscuro, era odio puro, cristalino, perfecto, un odio que se grabaría en su alma como marca de hierro caliente. Villa acababa de crear a su enemigo más peligroso, pero no lo sabría hasta años después, cuando ya fuera demasiado tarde.
Rodrigo esperó hasta que los revolucionarios se fueron completamente, hasta que el último sonido de cascos de caballos se perdió en la distancia. Entonces bajó del árbol temblando, cubierto de arañazos de las ramas. Corrió hacia la casa. Su madre estaba en la sala con Camila, su hermana menor, abrazándola. Las dos lloraban.
Cuando vieron a Rodrigo entrar, doña Socorro corrió hacia él. ¿Dónde estabas? ¿Estás bien? Vi todo, mamá. Dijo Rodrigo con voz plana, sin emoción. Vi cómo lo mataron. Doña Socorro lo abrazó, pero el muchacho estaba rígido, sin responder al abrazo. “Tu padre, tu padre hizo cosas malas, mi hijo, cosas que no me importa qué hizo, la interrumpió Rodrigo.
Era mi padre y Villa lo mató y yo voy a vengarlo. La forma en que lo dijo, sin rabia, sin gritos, solo como quien enuncia un hecho, el o la sangre de doña Socorro. No digas eso, Villa te mataría. No, si lo mato primero. Rodrigo se soltó del abrazo de su madre y subió a su cuarto. Se encerró con llave.
Se sentó en la cama mirando la pared, reproduciendo en su mente cada segundo de lo que había visto, la tortura, el ahogamiento, la muerte. Y mientras lo reproducía, algo se solidificaba dentro de él, un propósito, una misión. No sabía cómo, no sabía cuándo, pero algún día, de alguna forma haría que Pancho Villa pagara, aunque le costara la vida, aunque tuviera que convertirse en el mismo tipo de monstruo que acababa de ver, no le importaba.
Lo único que importaba era la venganza. Abajo en la sala, doña Socorro lloraba en silencio. Sabía lo que acababa de pasar. No solo había perdido a su marido esa noche, también había perdido a su hijo. El Rodrigo que conocía, el muchacho alegre que ayudaba en el rancho, que jugaba con sus hermanos, que soñaba con estudiar en la ciudad, ese Rodrigo había muerto junto con su padre en el río.
Lo que quedaba era otra cosa, algo oscuro, algo peligroso. Y no había nada que ella pudiera hacer para detenerlo. Villa y sus hombres cabalgaron sin parar durante 4 horas. Querían poner la mayor distancia posible entre ellos y Villa Ahumada antes de que llegaran los federales. El sol ya estaba alto cuando finalmente se detuvieron en un cañón rocoso para que los caballos descansaran y bebieran agua de un arroyo pequeño. Siete leguas.
Había galopado duro, pero todavía tenía fuerza. Era un caballo excepcional. Resistente como pocos. Villa le dio palmadas en el cuello mientras el animal bebía. Buen muchacho, nos salvaste el pellejo otra vez. Los hombres se sentaron entre las rocas sacando cecina y tortillas de sus alforjas. Nadie hablaba mucho. La adrenalina de la incursión todavía corría por sus venas, pero también el cansancio empezaba a caer sobre ellos como cobija pesada. Trinidad limpiaba su rifle con movimientos mecánicos.
Fierro afilaba su cuchillo de nuevo, como siempre hacía después de usarlo. Urbina fumaba un cigarro mirando el horizonte con ojos entrecerrados. refugio. El gerero se sentó apartado procesando todo lo que había visto. Había ayudado a Villa antes, había pasado información, había escondido armas, pero nunca había estado presente en una ejecución. Nunca había visto al general trabajar de cerca.
Era diferente de lo que imaginaba. Más brutal, más personal. ¿En qué piensas, Gerüero? Villa se sentó junto a él ofreciéndole su cantimplora. Refugio bebió un trago largo antes de responder. En lo que va a pasar ahora, mi general, en Villa Ahumada con la familia del hacendado. Villa asintió despacio. La viuda tiene suficiente dinero para sobrevivir. Las tierras pasarán a manos de parientes o las venderán. Los hijos crecerán.
La vida sigue y si el hijo mayor busca venganza, Villa se quedó callado por un momento. Si viene por mí, lo enfrentaré cuando llegue ese día. Pero es solo un chamaco. Probablemente se olvidará con el tiempo. Refugio no estaba tan seguro, pero no dijo nada.
Lo que hicimos hoy va a tener consecuencias, continuó Villa mirando las montañas. Buenos y malas. Los hacendados van a tener más miedo. Eso es bueno. Van a pensarlo dos veces antes de matar a nuestra gente. Pero también los federales van a aumentar la presión. Van a querer casarme más que nunca. Aguirre tenía amigos poderosos en Chihuahua. No van a dejar esto así no más.
¿Se arrepiente mi general? Villa lo miró directo. De matarlo. No, ese cabrón tenía su muerte bien ganada. Pero sí me pregunto si valió la pena la forma en que lo hice, si debí ser más rápido, más limpio, en lugar dejó la frase sin terminar. Cierro se acercó. No tiene que explicarse, mi general hizo lo correcto. Mandó un mensaje claro.
Los mensajes claros a veces salen caros. Fierro, todo sale caro en esta guerra. Mejor mandar el mensaje y pagar el precio que quedarse callado y perder el respeto. Villa sonríó apenas. Por eso te aprecio. Siempre tan simple todo contigo. Las cosas simples son las que funcionan. Fierro escupió al suelo y volvió a su lugar. Villa lo vio alejarse.
Fierro era útil, leal, brutal cuando se necesitaba. Pero también era peligroso el tipo de hombre que disfrutaba demasiado su trabajo. Villa lo sabía, pero en tiempos de guerra hombres así eran necesarios. Descansaron dos horas más. Luego siguieron cabalgando hacia el norte, tomando rutas secretas que solo los arrieros y los villistas conocían.
Esa noche acamparon en otro cañón, esta vez con fogata, porque ya estaban suficientemente lejos. Comieron frijoles calientes y tortillas, tomaron café negro. La conversación fluyó más relajada. Trinidad contaba chistes malos que hacían reír a todos. Urbina hablaba de su rancho, de cómo extrañaba a su familia. Macedonio y Baudilio jugaban baraja con naipes sucios.
Villa los observaba desde su lugar junto al fuego. Estos eran sus hombres, su familia, los únicos en quien podía confiar realmente en este mundo de traiciones y muerte. “Mi general”, dijo refugio acercándose. “Tengo que volver a Villa Ahumada. Mi familia debe estar preocupada.” Villa asintió.
“Te entiendo, pero no puedes volver todavía. Los federales van a estar interrogando a todos. Si apareces justo después de lo que pasó, van a sospechar. Quédate con nosotros una semana más. Después te doy un caballo y una escolta que te deje cerca del pueblo. ¿Y qué les digo a los federales si me preguntan dónde estuve? Diles que andabas vendiendo leña en los ranchos del norte, que te perdiste, que lo que sea. Tú eres bueno inventando historias.
refugio sonrió nervioso. Voy a tratar. La conversación se fue muriendo conforme caía la noche. Uno por uno, los hombres se fueron quedando dormidos, enrollados en sus zarapes. Solo Villa se quedó despierto, mirando el fuego, perdido en pensamientos que nadie más conocía.
Pensaba en Martín el florista, en su hija Lupita, que ahora estaba sola, en Aguirre ahogándose en el río, en el ciclo infinito de violencia que parecía no tener fin. Matas a un ascendado y otro toma su lugar. Vengas una muerte y creas tres enemigos nuevos. ¿Cuándo terminaba? ¿Terminaba alguna vez? Pero entonces pensaba en los campesinos que había visto esa mañana, en sus caras cuando Aguirre confesó sus crímenes, en el alivio que mostraban, aunque mezclado con miedo. Para ellos, aunque fuera por un momento, había habido justicia.
Un poderoso había pagado por sus abusos. Eso tenía que significar algo, tenía que valer algo. Aunque fuera solo eso, aunque fuera solo un momento de satisfacción antes de que todo volviera a ser igual, valía la pena. Villa se convenció de eso y finalmente pudo dormir. Tres días después, cuando llegaron de vuelta al campamento principal, fueron recibidos como héroes.
La noticia de lo que había pasado en la hacienda de Aguirre ya había llegado antes que ellos. Traída por comerciantes y arrieros que viajaban por la región. La historia se había multiplicado y exagerado en el camino. Algunos decían que Villa había llegado con 50 hombres, otros que había quemado la hacienda completa, otros que había ejecutado a toda la familia.
Villa dejó que las historias corrieran. Entre más exageradas mejor. El miedo era arma, la leyenda era escudo. María Bonita, la mujer de Villa, lo esperaba en el campamento. Era una mujer hermosa de 30 años, con ojos negros intensos y carácter fuerte. No era del tipo que se quedaba callada o se dejaba mandar. ¿Por qué no me llevaste? Fueron sus primeras palabras cuando Villa desmontó, porque no era lugar para ti. Yo decido qué es lugar para mí y qué no. Villa sonríó cansado.
No voy a pelear contigo ahora, mujer. Estoy cansado. María bonita lo estudió con esos ojos que veían todo. ¿Qué pasó allá? ¿Qué hiciste? Lo que tenía que hacer. Dicen que lo torturaste, que lo ahogaste lentamente. Las lenguas hablan mucho. No todo es cierto. Pero algo sí es cierto, ¿verdad? Villa no respondió.
Se fue a su carpa dejando a María Bonita parada ahí. Ella lo conocía demasiado bien. Sabía cuando había hecho algo que lo perseguiría después, cuando había cruzado una línea que no se puede descruzar. Lo siguió a la carpa. Francisco dijo usando su nombre real, algo que solo hacía cuando hablaban en privado. No puedes cargar con todo esto solo. No estoy solo.
Tengo a mis hombres. Tus hombres te siguen. Yo te conozco. Es diferente. Villa se sentó en su catre quitándose las botas. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que me arrepiento? No me arrepiento. Ese hombre merecía morir. No pregunto si te arrepientes, pregunto cómo estás. Hubo un silencio largo. Villa miraba sus manos.
Esas manos que habían matado a tantos hombres que ya había perdido la cuenta. Estoy cansado, dijo finalmente, cansado de pelear, cansado de matar, cansado de ver morir a nuestra gente y no poder hacer nada más que vengarnos después. ¿Para qué sirve la venganza si no detiene las muertes? Maté a Aguirre, pero mañana otro ascendado va a matar a otro campesino y después voy a tener que matar a ese también. Y el ciclo sigue.
¿Cuándo termina? María Bonita se sentó junto a él. Termina cuando ganemos la guerra, cuando cambiemos el país, cuando los campesinos tengan tierras y los ascendados no puedan hacer lo que quieran. Y si nunca ganamos, ¿y si solo seguimos matándonos entre nosotros hasta que no quede nadie? Entonces, al menos lo intentamos.
Al menos no nos quedamos callados, al menos hicimos que los poderosos nos temieran aunque fuera un poco. Villa la miró. Vale la pena. De verdad vale la pena todo esto. María Bonita le tomó la cara entre las manos. Pregúntale a Lupita, la hija del florista. Pregúntale si valió la pena que vengaras a su padre. Pregúntale a todos esos campesinos que vieron morir a Aguirre.
Para ellos sí valió la pena y mientras valga la pena para ellos, tiene que valer la pena para ti. Villa asintió despacio. Tenía razón, como siempre. Por eso la amaba, porque lo conocía, lo entendía y aún así se quedaba a su lado. Esa noche durmió profundo por primera vez en días.
Sin pesadillas, sin el rostro de Aguirre persiguiéndolo, solo el silencio oscuro del descanso verdadero. Mientras tanto, en villa Ahumada, las cosas habían cambiado. Los federales habían llegado al día siguiente del ataque, encontrando ocho guardias muertos en el barracón y el cuerpo del ascendado flotando en el río 3 km río abajo. Habían interrogado a todos en el pueblo. Nadie dijo nada. O no sabían nada o no querían decir nada.
El miedo a Villa era mayor que el miedo a los federales. Doña Socorro vendió la hacienda dos semanas después. No podía quedarse ahí. Cada rincón le recordaba a su marido. Se mudó a Chihuahua con Camila y el hijo menor, pero Rodrigo se negó a ir. Tengo cosas que hacer aquí”, les dijo.
Doña Socorro suplicó, lloró, rogó, pero el muchacho no cambió de opinión. Tenía 16 años, pero hablaba y actuaba como hombre de 30. Algo en él se había endurecido, cristalizado. A la semana de que su madre se fue, Rodrigo desapareció del pueblo. Algunos dijeron que se había ido a Chihuahua con su familia después de todo.
Otros que se había unido a los federales, otros que había muerto. Nadie sabía la verdad y nadie se preocupó mucho. El pueblo tenía sus propios problemas. Lupita, la hija de Martín, se quedó viviendo con la profesora Soledad. La maestra le enseñó a leer y escribir, le enseñó a contar, le dio lo que su padre no había podido darle. Educación. La niña era inteligente, aprendía rápido y aunque nunca olvidaría ese día en el mercado cuando vio a su padre siendo arrastrado al río, con el tiempo, el dolor se suavizó. No desapareció.
nunca desaparece, pero se volvió algo que podía cargar sin que la aplastara. Años después, cuando la revolución terminara y México intentara reconstruirse, Lupita se convertiría en maestra. También enseñaría a los hijos de campesinos en una escuela rural.
Y cada día, antes de empezar las clases, pondría un ramillete de flores de mezquita en su escritorio en memoria de su padre, el hombre que vendía flores para sobrevivir, el hombre que murió por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. El hombre que sin quererlo desató una cadena de eventos que cambiaría vidas. Pasaron 6 meses.
La historia de la muerte de Aguirre se convirtió en leyenda en todo el norte. Los corridos la cantaban en las cantinas. Los viejos la contaban a los jóvenes junto al fuego. Cada versión era diferente. Cada narrador agregaba detalles. Pero el núcleo permanecía igual. Pancho Villa había vengado a un hombre inocente, había hecho pagar a un ascendado por sus crímenes y lo había hecho de la forma más brutal posible para que nadie lo olvidara.
La reputación de Villa creció aún más. Los campesinos lo veían como justiciero, los ascendados lo veían como demonio. Los federales duplicaron la recompensa por su cabeza. Pero Villa seguía vivo, seguía peleando, seguía moviéndose por el norte como fantasma que nadie podía atrapar. Ganaba batallas, perdía batallas, reclutaba hombres, perdía hombres.
El ciclo de la guerra seguía girando, imparable, sangriento, sin final a la vista. Y en algún lugar del desierto, Rodrigo Aguirre entrenaba. Había encontrado a un viejo pistolero, un asesino retirado, que le enseñó todo lo que sabía: disparar, cómo rastrear, cómo matar sin ser visto. El muchacho aprendió rápido. Tenía talento natural y algo más peligroso todavía. tenía motivación absoluta.
Cada día que entrenaba, veía la cara de su padre ahogándose en el río. Cada noche que dormía, soñaba con el momento en que pondría su rifle entre los ojos de Villa y jalaría del gatillo. Una tarde de octubre, Villa estaba sentado junto a un arroyo lavándose la cara después de un día largo de cabalgata.
refugio el gerero se había quedado con ellos todo ese tiempo, convirtiéndose en parte permanente del grupo. Se acercó con expresión preocupada. Mi general, escuché algo en el último pueblo. Dicen que hay un muchacho preguntando por usted. Un chamaco joven, rubio, de ojos claros. Anda diciendo que tiene información importante que venderle. Villa se secó la cara con su paliacate y es que la descripción suena al hijo de Aguirre, al que vimos esa noche en la hacienda.
Villa se quedó quieto. Rodrigo, no sé si sea él, pero las coincidencias son muchas. ¿Qué está haciendo? Buscándome para vengarse, no lo sé, mi general, pero si es él y si nos está rastreando, entonces es más inteligente de lo que pensé. Villa se quedó pensativo.
¿Dónde lo vieron por última vez? En Casas Grandes hace tr días. Manda a alguien que investigue. Quiero saber quién es ese muchacho, qué quiere y si de verdad es el hijo de Aguirre. Refugio asintió y se fue a dar las órdenes. Villa se quedó mirando el agua del arroyo, así que el chamaco no se había olvidado, no se había ido a vivir tranquilo a la ciudad, había elegido el camino de la venganza.
Villa casi podía respetarlo, casi. Pero también era una amenaza y las amenazas se eliminaban. Así funcionaba este mundo. No había espacio para sentimentalismos. Si Rodrigo Aguirre venía por él, tendría que matarlo. Así como había matado a su padre, el ciclo seguiría siempre seguía.
Esa noche, mientras el campamento dormía, Villa sacó de su alforja una foto vieja que siempre cargaba. Era una foto de Martín el florista. Se la había dado Lupita semanas después de la muerte del ascendado, cuando Villa había pasado por Villa Ahumada de nuevo. La niña se la había entregado sin decir palabra.
Solo había mirado a Villa con esos ojos grandes, serios, que parecían de alguien mucho mayor. Y Villa la había aceptado, guardándola junto a la foto de su propio padre. Dos hombres, dos campesinos, dos víctimas del mismo sistema y Villa en medio tratando de vengar a todos, aunque sabía que era imposible. Miró la foto a la luz de la fogata.
Martín sonreía en la imagen, sentado en su silla de madera con un ramillete de flores en las manos. Se veía feliz, se veía en paz. Villa se preguntó si alguna vez él mismo podría sentir esa paz. Si algún día podría dejar de pelear, de matar, de vengarse, si algún día podría simplemente ser, pero sabía la respuesta, no mientras viviera. Esta era su vida ahora. Esta era su concondena.
El viento del desierto sopló fuerte esa noche, levantando polvo y arena, silvando entre las rocas como lamento de fantasmas. Villa guardó la foto, se envolvió en su zarape y trató de dormir. Soñó con ríos, ríos de agua lodosa que arrastraban cuerpos, cuerpos de ascendados, de campesinos, de revolucionarios, de federales, todos mezclados, todos iguales en la muerte.
Y en la orilla, parada sola, una niña con un ramillete de flores de mezquite que se deshacían en sus manos. Despertó antes del amanecer con el corazón acelerado. Afuera, el desierto se extendía infinito bajo las estrellas, silencioso, indiferente, eterno. En Villaaumada, junto al río Casas Grandes, había una tumba sin nombre, solo una cruz de madera simple, medio enterrada en la arena.
Ahí habían enterrado lo poco que encontraron del cuerpo de Aguirre cuando apareció río abajo. Nadie visitaba esa tumba, ni su familia, ni sus amigos, nadie. Pero cada semana alguien dejaba un ramillete de flores de mezquite sobre la tierra. Flores secas, marchitas, que el viento se llevaba antes del día siguiente. Nadie sabía quién las dejaba. Algunos decían que era Lupita la hija de Martín en un gesto de perdón que nadie entendía.
Otros decían que era un fantasma, el espíritu de Martín, que seguía vendiendo flores incluso después de muerto. La verdad era más simple y más triste. Era doña Socorro, la viuda que regresaba en secreto una vez por semana para llorar al hombre que había sido su marido, el hombre cruel, el ascendado brutal, pero también el padre de sus hijos, el hombre que había dormido a su lado durante 30 años.
Las personas no son solo una cosa, son todo al mismo tiempo, monstruos y humanos, víctimas y victimarios. Y cuando mueren, los que quedan cargan con todo eso. El sol salió sobre el desierto, como salía cada día, indiferente a las historias de los hombres. Villa cabalgó hacia el norte con sus hombres, buscando la siguiente batalla.
Rodrigo Aguirre afiló sus cuchillos en algún pueblo perdido, preparándose para el día de la venganza. Lupita aprendió a leer en la pequeña escuela, soñando con un futuro diferente, y en el río Casas Grandes. El agua siguió corriendo, llevándose los secretos, las memorias, la sangre, arrastrándolo todo hacia un mar que nunca conocería los nombres de los que se ahogaron en sus aguas.
En el norte de México, la violencia genera violencia. La muerte llama a la muerte y los hijos pagan por los pecados de los padres hasta que ya nadie recuerda quién empezó, quién tuvo la culpa o si alguna vez hubo justicia en todo esto. Solo queda el polvo, el viento y las historias que se cuentan junto al fuego.
Historias de hombres que fueron héroes para unos y demonios para otros. Historias que cambian con cada voz que las cuenta, pero que en el fondo siempre hablan de lo mismo, de cómo sobrevivir cuando la Tierra es dura, el Sol es implacable y los poderosos aplastan a los débiles sin pensarlo dos veces. de cómo un hombre en una silla rota vendiendo flores puede cambiar el curso de la historia simplemente por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, y de cómo la venganza, aunque satisfaga algo profundo en el alma, nunca cierra las heridas, solo las
abre más. Villa nunca volvió a Villa Ahumada. No había razón para volver. Su mensaje había sido enviado, su trabajo estaba hecho. Pero a veces en las noches largas, cuando no podía dormir, pensaba en Martín, en el hombre que le había dado de comer sin pedir nada a cambio, en el hombre que había muerto solo por estar en el camino de un borracho con poder.
Y Villa se preguntaba si realmente había vengado a Martín o si solo había usado su muerte como excusa para sacar su propia rabia. La respuesta probablemente era las dos cosas, pero las respuestas simples no existen en el desierto. Solo el viento que sopla constante borrando las huellas, cubriendo las tumbas, llevándose los nombres hasta que todo se convierte en polvo y leyenda.
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