En medio del desierto de Sonora existió una mujer que el norte jamás olvidó. Rita era su nombre, pero en el rastro de sangre, belleza y venganza que dejó regado por todo México, quedó conocida como Rita la víbora. No era por casualidad ese nombre, compadre. Era porque se arrastraba en el silencio de la noche, se escondía entre los mezquites y picaba certero, mortal y traicionero, igualito que víbora de cascabel en medio del desierto seco. Una historia de poner los pelos de punta y el corazón a latir sin compás.

 

 

   Era un atardecer naranja, de esos que el sol parece una bola de fuego bajando despacio por detrás de la sierra, pintando de rojo el desierto seco. El calor todavía mordía la piel, pero ya se sentía el alivio de la noche llegando despacito.

 En el jacal de adobe de don Paulino, campesino terco, que insistía en sembrar maíz en la tierra dura como piedra, había una alegría rara en aquellos tiempos de escasez. Rita, la hija menor, cumplía 12 años en ese día bendito. Doña Carmelita, mujer de mano buena para dulce y rezo fuerte, se había esmerado en hacer unas tortillas de dulce con piloncillo.

 No era mucho, pero estaba hecho con amor de madre, de ese amor que ni todo el oro del mundo paga. La niña estaba sentada en el umbral de la puerta, los pies descalzos balanceándose en el aire, mirando las tres velitas de cebo plantadas en las tortillas pequeñas. Los ojos le brillaban como estrella nueva, llenos de sueño y esperanza.

 Era una niña bonita, de cabello negro como el azabache y piel quemada de sol, pero con un modo dulce que derretía corazón de piedra. Mira, mi hijita, dijo don Paulino llegando con las manos sucias de tierra, pero la sonrisa grande en el rostro quemado. Hoy ya eres casi una señorita, ¿verdad? De aquí a poco te casas y me dejas solito en esta labor.

 Rita se rió con esa risa cristalina de niña que todavía no conoce la maldad del mundo. Ay, papá, todavía soy niña, ni sé bien que es casamiento. Doña Carmelita se acercó con las tortillas en la mano, canturrando una canción antigua que la abuela le había enseñado. Pide un deseo, mi hijita, pero pídelo con fe, que Dios siempre está cuidando a la gente.

 La niña cerró los ojitos, juntó las manitas pequeñas e hizo una oración silenciosa. Pidió que el papá consiguiera una cosecha buena, que la mamá no se enfermara más como en el invierno pasado y que fueran siempre una familia feliz, aunque fuera en la pobreza. Sopló las velas de una vez y todos aplaudieron. Pero la alegría duró poco, como lluvia de verano en el desierto.

 El ruido de cascos golpeando el suelo seco llegó como un trueno anunciando tormenta. Don Paulino levantó la cabeza, el semblante cambiando al momento. Conocía bien ese sonido. Era galope de caballo de esos que solo hombre rico tiene. Y cuando el hombre rico aparece en casa de pobre al final del día, rara vez trae noticia buena. Carmelita, agarra a la niña y métete para adentro”, murmuró él, la voz ya ronca de miedo. Pero no dio tiempo.

 Cinco hombres a caballo aparecieron en la entrada como si fueran aparición saliendo del desierto. Venían armados hasta los dientes, con rifle en la mano y odio en la mirada. Al frente, un hombre alto y flaco de bigote canoso y sombrero de charro que todos en el norte conocían por el nombre, Jacinto el Tuerto, el brazo derecho del patrón Mendoza.

 Buenas noches, Paulino dijo Jacinto el tuerto, bajando del caballo con la naturalidad de quien llega a su propia casa. El patrón mandó un recado para usted. El corazón de don Paulino se disparó como caballo asustado. Sabía muy bien qué deuda era esa. Meses atrás, en una época de desesperación, había agarrado dinero prestado del patrón para comprar semilla.

 La sequía mató todo y el dinero nunca apareció para pagar. Jacinto, ya le expliqué al patrón que la sequía mató todo. No tengo cómo pagar ahora, pero en la próxima lluvia, la próxima lluvia puede tardar años, Paulino. Y el patrón no gusta de esperar. Rita, todavía con el sabor dulce del piloncillo en la boca, sentía el miedo subiendo por la garganta.

 La mamá la jaló detrás de la falda, pero la niña siguió espiando por entre los pliegues del rebozo remendado. “Por favor, Jacinto”, suplicó doña Carmelita, la voz temblorosa. “Hoy es cumpleaños de la niña. Por amor de Dios, denle más tiempo a la gente.” Jacinto, el tuerto escupió en el suelo y sonrió, pero era una sonrisa sin alma, fría como víbora.

 Doña Carmelita, el patrón ya dio tiempo de más. Y cuando se acaba la paciencia, solo queda el cobro. Fue entonces que el infierno bajó a la tierra. El fuego lamió las paredes de adobe como si fuera lengua del mismo Rita, escondida detrás del mezquite viejo en los fondos de la casa, vio todo sin poder hacer nada.

 Los gritos de la madre, la voz del padre pidiendo clemencia, la risa  de los pistoleros. Todo se mezcló con el crepitar de las llamas y el olor de humo que subía al cielo estrellado. Cuando el silencio volvió pesado y mortal, solo quedaban cenizas, brasas y dos cuerpos tendidos en el patio como muñecos de trapos rotos.

 Rita salió de detrás del árbol con el corazón latiendo en la garganta, los pies descalzos pisando la tierra todavía tibia de sangre. No lloró, no gritó, solo se quedó ahí parada mirando lo que sobró de su vida con los ojos secos como pozo en el verano. Era como si toda la tristeza del mundo se hubiera vuelto piedra dentro del pecho de la niña.

 Cada vela que encienda para el alma de ustedes”, susurró ella, la voz finita cortando el silencio de la madrugada, “va con la sangre de quien debe.” Y fue así que la niña Rita murió esa noche para dar lugar a otra cosa, algo más duro, más frío, más peligroso. Agarró el cuchillito que el papá usaba para pelar fruta. Envolvió en un reboso los pocos trapos que tenía y desapareció en el mundo como humo en el viento.

 Los primeros días fueron de hambre y sed caminando por los senderos del desierto sin rumbo, cierto. Dormía debajo de los nopales, bebía agua sucia de charco, comía fruta podrida que encontraba por el camino. El sol le rajaba la piel, la sed le quemaba la garganta, pero siguió adelante, movida por una fuerza que ni ella misma entendía bien.

 fue en una de esas caminatas, cuando ya estaba casi desmayándose de cansancio, que encontró la compañera que cambiaría su suerte. Era una víbora de cascabel grande enrollada en una piedra lisa tomando sol de la mañana. La serpiente levantó la cabeza cuando vio a la niña acercarse, pero no atacó.

 Se quedaron ahí mirándose dos criaturas perdidas en medio de la nada. Tú también estás sola, ¿verdad, animal?”, murmuró Rita. Y por un momento pareció que la serpiente entendió. De ese día en adelante, siempre que la niña paraba para descansar, una víbora aparecía por cerca. A veces era cascabel, otras veces coralillo, nauyaca, víbora sorda.

 Era como si el reino de las serpientes hubiera adoptado a esa niña huérfana, reconociendo en ella una hermana de sangre fría y picadura certera. En una tarde de sol bravo, andando por el camino polvoriento que llevaba a Hermosillo, Rita fue a parar a una tienda de orilla de camino.

 El tendero, don Chico Morales, era un hombre bueno de corazón que no pudo mirar a la niña maltratada sin sentir el pecho apretarse. Ay, niña, ¿de dónde vienes toda araposa así? De ningún lugar y voy para ningún lugar, respondió ella, la voz más dura de lo que debería ser una niña de esa edad.

 Don Chico le dio comida, agua y un rincón para descansar, pero durante la noche oyó conversación de unos arrieros. que pararon en la tienda. Hablaban de unos revolucionarios renegados que andaban por esas tierras. Hombres peligrosos que no seguían ni a Villa ni a Carranza. Vivían por cuenta propia en medio del monte cerrado.

 Rita escuchó todo callada, acostada en el suelo de tierra apisonada. Cuando el sol nació, ya había decidido su destino. Agradeció a don Chico por la bondad y salió siguiendo las huellas de los arrieros. siguiendo las pisadas que llevaban al monte Bravo, encontró al grupo dos días después, acampado en una cañada onda rodeada de mezquites.

 Eran seis hombres, todos marcados por la vida dura del norte, con cicatrices en el rostro y mirada de quien ya vio mucha sangre correr. El jefe, un hombre alto y flaco que llamaban mano de Jaguar, se rió cuando vio a la niña acercarse. Órale, ¿qué es lo que quiere esta chamaca aquí? Quiero aprender, dijo Rita, firme como estaca clavada en el suelo.

 Aprender qué, chamaca? A matar a quien mató a mi papá y a mi mamá. El silencio bajó en el campamento como mortaja. Los hombres se miraron reconociendo en la voz de la niña algo que conocían bien. Sed de venganza. mano de Jaguar escupió en el suelo y sonrió, pero esta vez era una sonrisa de respeto. Pues siéntate ahí, pequeña.

 Vamos a ver si tienes estómago de verdad para esta vida condenada. Y fue así que Rita comenzó a aprender las lecciones que la escuela de la vida no enseña. Cómo usar cuchillo, cómo tirar certero, cómo rastrear enemigo en el monte, cómo sobrevivir cuando todo mundo quiere verte muerto. Y las víboras siguieron apareciendo siempre por cerca, como si fueran guardianas silenciosas de la niña que se estaba volviendo serpiente.

 Los meses pasaron como agua corriendo en el lecho seco del arroyo. Rita, que llegó al campamento pareciendo pajarito herido, se fue transformando en algo bien diferente. Las manos pequeñas, que antes solo conocían el toque delicado de la muñeca de trapo, ahora agarraban firme el mango de una daga afilada.

 Mano de Jaguar era maestro bravo, de esos que enseña a golpes y humillación. Toda mañana, antes de que saliera el sol, despertaba a la niña a gritos, “¡Levántate de ahí, vivorita en el desierto. Quien duerme deás, duerme para siempre.” Y ahí iba Rita a correr por los cerros, aprender a esconderse detrás de cada piedra, a caminar sin hacer ruido como fantasma en medio del monte.

Los otros revolucionarios al principio se rieron de la presencia de la niña, pero con el tiempo fueron viendo que tenía algo diferente, una frialdad en la mirada que asombraba hasta hombre experimentado. Fue el viejo Casimiro, un revolucionario ruco de más de 60 años, marcado de bala y cuchillo, quien primero notó el modo especial que tenía la niña con las víboras.

 En una tarde de sol caliente, cuando todos descansaban en la sombra de los mezquites, una víbora de cascabel grande apareció en medio del campamento. Los hombres se apartaron, mano en el mango del cuchillo, pero Rita se acercó despacio. “¡Ay, niña loca, sal de ahí que esa peste mata!”, gritó uno de los hombres. Pero Rita no hizo caso.

 Extendió la mano pequeña y la víbora, en vez de dar el ataque, se quedó ahí parada, como si hubiera reconocido una parienta. La niña pasó los dedos por el lomo de la cascabel, susurró algo que nadie entendió y el animal se fue deslizándose manso por el suelo pedregoso. “Órale, murmuró Casimiro, rascándose la barba blanca. Esta niña tiene trato con el  o yo no conozco nada de desierto.

Fue ese día que Casimiro llamó a Rita para una conversación reservada. El viejo tenía una historia que contar y una herencia que dejar. Llevó a la niña para una cañada escondida, lejos de los oídos de los otros hombres. “Escucha aquí, viborita”, dijo él, sacando de dentro de la camisa de cuero una daga como nunca se vio igual.

 Era una hoja de plata pura con el mango trabajado en hueso de venado y en la empuñadura una víbora esculpida con los ojos de piedra roja. Esta arma aquí perteneció a mi abuelo, que fue revolucionario en el tiempo de Benito Juárez. Dicen que fue bendecida por un padre loco y maldecida por una bruja. Todo en la misma noche.

 Rita agarró la daga con las dos manos, sintiendo el peso de la plata fría. Era como si el arma tuviera vida propia pulsando en el ritmo del corazón de ella. Este fierro aquí, continuó Casimiro, no es para cualquiera. Corta más que carne y hueso, niña. Corta pasado y futuro. Corta destino malo y promesa quebrada. Pero víbora, que es víbora, tiene que tener paciencia.

 Buen cazador no mata por matar, mata a la hora buena, en el lugar bueno. ¿Por qué me está dando esto, don Casimiro? El viejo sonrió y era una sonrisa triste, llena de nostalgia. Porque yo estoy muy viejo para venganza y tú estás muy joven para desistir de ella. Esta hoja está esperando a alguien como tú hace mucho tiempo. Cuídala bien, que ella va a cuidar de ti.

 De ese día en adelante, Rita no se separó más de la daga de plata. Dormía con ella debajo de la cobija de retazos. Entrenaba con ella todos los días. Conversaba con ella en las noches de luna llena como si fuera persona de confianza. Los meses se volvieron años y la niña fue creciendo en medio de esos hombres rudos.

 Aprendió a tirar certero, a montar como apache, a rastrear huella vieja, a sobrevivir de agua sucia y carne de liebre. Pero lo que más aprendió fue el arte de ser invisible, a mezclarse con el paisaje, a aparecer y desaparecer como humo. Y siempre, siempre que acampaban en lugar nuevo, las víboras aparecían.

 Cascabel, Coralillo, Nauyaca, todas venían a echar un vistazo a la niña, como si quisieran confirmar que todavía era una de ellas. Los revolucionarios ya se habían acostumbrado y algunos hasta les hacía gracia. “Miren,” decía mano de Jaguar riéndose. La viborita tiene más amigos en el monte que nosotros, compadres. Pero por debajo de la broma todos sentían un escalofrío.

 Había algo en la niña que no era natural, algo que movía las fuerzas ocultas del desierto. Y cuando agarraba la daga de plata, los ojos le brillaban con una luz que no era de este mundo. Tres años pasaron desde que Rita pisó por primera vez el campamento de mano de Jaguar.

 La niña de 12 años se había vuelto una muchacha de 15, alta y esvelta como palma nueva, con el rostro marcado por el sol y el tiempo. Pero era en los ojos donde estaba el cambio mayor. Aquellos ojos de niña que brillaban con esperanza ahora eran dos piedras negras, frías y calculadoras. El grupo de revolucionarios había cambiado también.

 Algunos murieron en tiroteo con federales, otros desertaron para intentar vida nueva en otro lado. Solo quedaban cuatro hombres además de Rita, Mano de Jaguar, el viejo Casimiro, Tico Relámpago y Benito de las Ánimas. Y todos sabían que la niña ya no era aprendiz, era hombre hecho, peligroso como escorpión en la oscuridad.

 Fue en una feria de ganado en agua prieta que las primeras historias comenzaron a regarse. Mano de Shawuar había marcado encuentro con unos cómplices para negociar munición y Rita fue junto, disfrazada de muchacha de familia con vestido remendado y rebozo en la cabeza. El problema comenzó cuando un pistolero borracho, secuaz de un patrón cualquiera, resolvió que quería divertirse con la niña bonita.

 se acercó por detrás de ella en medio de la multitud, puso la mano donde no debía y susurró la grosería en el oído de ella. Rita no gritó, no se quejó, solo se volteó despacio, sonrió al hombre con esa sonrisa dulce de doncella y susurró, “Ecuéntrame después de la misa al pie de la cruz. Tengo una sorpresa para usted.” El pistolero salió de ahí pensando que había encontrado diversión fácil.

 Cuando la feria terminó y la gente se dispersó, él fue al encuentro marcado. Ya imaginándose la noche que iba a tener, encontró a la niña sentada en una piedra, iluminada por la luna llena, jugando con una flor de nopal. “Llegaste mi bien”, preguntó ella, la voz mansa como miel. “Llegué, morenita, y vas a ver qué bueno es.

” Fueron las últimas palabras que habló en esta vida. La daga de plata entró entre las costillas de él como cuchillo en queso tierno y el pistolero cayó de rodillas en el suelo colorado, con los ojos muy abiertos de sorpresa. ¡Ah! ¡La sorpresa!”, murmuró Rita limpiando la hoja en la camisa de él. “Es que yo no soy muchacha para juegos de hombre sinvergüenza.

” dejó el cuerpo ahí mismo y desapareció en el desierto. Cuando amaneció, la gente encontró al muerto con una marca extraña, un pañuelo de seda negro amarrado en el pescuezo con una víbora bordada en hilo colorado. La noticia corrió al norte como fuego en pasto seco. Una muchacha nueva, bonita como aparición, que mataba hombre irrespetuoso y dejaba marca de víbora.

 La gente comenzó a chismear, a inventar historia, a aumentar el cuento. Dicen que aparece como visión, contaba una lavandera en la orilla del río. Yo oí decir que habla con víboras y que tiene pacto con el Completaba otra. Mi comadre jura que la vio en una encrucijada conversando con una cascabel grande como Boa. Y el nombre, ah, el nombre verdadero de ella, Rita, ese se fue quedando olvidado.

 La gente comenzó a llamarla de otros modos, la serpiente, la muchacha de la víbora, la doncella venenosa. Pero lo que más pegó fue Rita la víbora, porque aunque olvidaran el nombre de bautismo, todavía recordaban que un día fue niña. Los revolucionarios del grupo comenzaron a notar el cambio.

 Cuando paraban en las tiendas o haciendas, siempre había alguien chismeando, apuntando hacia el lado de ellos, hablando de la muchacha que andaba con víbora y mataba con daga de plata. Vivorita”, dijo mano de Jaguar, “Una noche de campamento. Tu nombre está corriendo el norte. Eso puede ser bueno o malo dependiendo del lado que miremos.

” “¡Ah, ¿y de qué lado está mirando mano de Jaguar?”, preguntó ella afilando la hoja en una piedra de amolar. Estoy mirando que fama atrae enemigo y enemigo de más es cosa peligrosa. Rita paró de afilar la daga y miró al jefe del grupo con esos ojos que parecían pozo sin fondo. Enemigo que venga va a encontrar lo que busca, pero no le va a gustar lo que halle. Y fue así que la leyenda comenzó a crecer.

Cada luna llena aparecía un cuerpo por el desierto, siempre con el pañuelo de víbora, siempre hombre que molestaba mujer a la fuerza o que golpeaba a quien no podía defenderse. Pistolero, secuaz, animal, cualquier hombre que pensaba que podía hacer lo que quería solo porque tenía fuerza o dinero.

 El nombre de ella se volvió rezo y maldición al mismo tiempo. Madre de muchacha nueva rezaba para Rita la víbora, proteger a las hijas. Hombre, sinvergüenza, bendecía la casa con miedo de que apareciera. Y en medio de todo eso, una niña huérfana se iba transformando en la justiciera más temida del norte.

 La vida de revolucionario no da molie para sentimiento. Pero todo día 15 de marzo, fecha del cumpleaños de ella, Rita desaparecía del campamento. Los compañeros ya sabían. Era el día que iba a encender vela, como decía Casimiro, pero no era vela de iglesia, era vela de sangre, una promesa que hizo delante de las cenizas de la casa quemada.

 En el primer cumpleaños después de la tragedia tenía 13 años y todavía estaba aprendiendo a ser peligrosa, pero ya sabía lo suficiente para rastrear a Joaquín el chueco, uno de los pistoleros que estaba presente la noche que mataron a los papás de ella.

 Lo halló en una casa de mala muerte, borracho de tequila, roncando como cochino en el chiquero. No fue muerte rápida. Rita quería que despertara, que viera quién estaba cobrando la deuda. Cuando el hombre abrió los ojos y vio a la niña con la daga en la mano, trató de gritar, pero la hoja ya estaba cortando la garganta de él. “Feliz cumpleaños para mí”, susurró ella, igual que haría años después con el patrón.

 dejó el cuerpo ahí con un pañuelo de serpiente en el pescuezo y se fue cantando la misma canción que la mamá cantaba el día del dulce. En el segundo año, a los 14 fue el turno de Chico Ventarrón, otro pistolero de la pandilla del patrón. Este era más listo, andaba siempre armado, desconfiado. Pero Rita ya había aprendido el arte de la seducción.

 Se hizo pasar por muchacha perdida. pidió ayuda y cuando él bajó la guardia para consolar a la niña, conoció el sabor de la plata fría. En el tercer año, 15 primaveras cumplidas con una muerte más en la cuenta. Antonio rabo de Gallo, que había prendido fuego cuando la casa se quemó. Rita lo encontró en una fiesta patria bailando jarabe.

 Se mezcló en medio de la gente, bailó con él, sonrió, platicó. Cuando la música paró y la gente se dispersó, él la siguió hasta el maisal. Murió pensando que iba a tener diversión. Y así fue yendo año tras año, cada cumpleaños una vida cobrada, cada vela imaginaria encendida con sangre caliente.

 La lista de los pistoleros del patrón Mendoza iba disminuyendo y el miedo se iba regando por los secuaces que sobraban. Hay una desgraciada suelta por ahí. se quejaba uno de ellos en una tienda de orilla de camino. Está matando a la pandilla toda uno por uno. ¿Y cómo es que sabe quién estaba ahí esa noche? Preguntaba otro.

 Mujer, cuando quiere venganza se vuelve bruja. Huele sangre como sopilote, huele carroña. La gente comenzó a hacer cuentas. Todo marzo aparecía un cuerpo siempre marcado con pañuelo de víbora. Siempre alguien ligado al patrón Mendoza y la leyenda crecía. La niña que se volvió serpiente, que cobraba deuda de sangre una vez por año, puntual como lluvia de San José.

Pero no era solo muerte lo que Rita regaba. Entre un cumpleaños y otro protegía a quien precisaba. Una vez salvó a una niña de ser llevada a la fuerza por un acendado sinvergüenza. Otra vez impidió que unos pistoleros quemaran la casa de una viuda que no quería vender la tierra.

 Siempre del mismo modo, aparecía como humo, resolvía el problema con la plata afilada, dejaba el pañuelo de víbora como firma y desaparecía en el desierto. La gente comenzó a rezar para ella, a encender vela de iglesia, pidiendo protección de la serpiente. “Santa Rita de la víbora”, rezaban las mujeres, “protege a nuestras hijas de los hombres malos.

 Sanrita de la daga pedían los débiles, haz justicia por quien no puede defenderse. Habíase vuelto santa y demonio al mismo tiempo. Ángel de muerte para quien merecía castigo. Ángel de la guarda para quien precisaba protección. Y todo por causa de una promesa hecha delante de cenizas todavía calientes.

 En una noche en que una niña dejó de ser niña para siempre. Los años pasaron. y la cuenta de los pistoleros se iba ajustando. Jacinto, el tuerto, el brazo derecho del patrón, ya dormía con un ojo abierto y el arma debajo de la almohada. Sabía que la serpiente iba a llegar hasta él una hora u otra. Era solo cuestión de tiempo.

Pero lo que él no sabía es que Rita había guardado los mejores para el final. Jacinto el tuerto sería el penúltimo. El último, el gran premio, sería el mismísimo patrón Mendoza. Y cuando llegara el turno de él, no sería muerte rápida, sería muerte lenta, sabrosa, llena de humillación, porque había diferencia entre encender vela para el alma de los papás y apagar el fuego que quemaba en el pecho.

 Y ese fuego solo se iba a apagar cuando el último culpado respirara por la última vez. Era el octavo cumpleaños de la tragedia y Rita ya tenía 20 años cumplidos. Una mujer hecha de cuerpo formado y belleza que hacía al hombre voltear la cabeza en el camino. Pero ese día, por primera vez desde que salió de casa, se paró delante de un espejo de verdad.

 Fue en una tienda grande en Cananea, una de esas que sirve de posada para los mineros. El tendero tenía un espejo grande en la pared, cosa rara en el desierto que trajo de la capital para adornar el establecimiento. Rita entró para comprar munición y cuando pasó enfrente del espejo se llevó un susto. La muchacha que miraba de vuelta no se parecía en nada a la niña de 12 años que jugaba en el umbral de la casa de adobe.

 Era una mujer alta, de hombros derechos y cintura fina, con el rostro marcado por el sol y los años de lucha. Los ojos seguían negros, pero ahora tenían una profundidad que asombraba, y en los labios una sonrisa que podía ser dulce o venenosa, dependiendo de quién estuviera mirando. “Órale”, murmuró ella para sí misma. “¿Quién es esta mujer en el espejo? Se tocó.” Entonces se dio cuenta de que había pasado tanto tiempo pensando en venganza, que se olvidó de mirarse.

 Los cabellos negros le caían por la espalda como cortina de seda. La piel morena estaba lisa, a pesar de los años de sol bravo. Y aún con la ropa sencilla de cuero y algodón, se veía que era mujer de parar tráfico. Fue en ese momento que tomó una decisión que cambiaría todo el rumbo de la historia.

 Ya había cobrado la cuenta de siete pistoleros. Quedaban tres, Chico Ramayo, Jacinto el Tuerto y el mismísimo patrón Mendoza. Pero esta vez no iba a ser emboscada en el monte o puñalada de sorpresa. No, señor. El patrón merecía algo especial. Voy a hacer que este desgraciado se arrodille, le dijo al espejo.

 Y la mujer que miraba de vuelta sonrió con maldad pura. Salió de la tienda con un plan en la cabeza y fuego en el pecho. Volvió al campamento dispuesta a contarles a los compañeros lo que había decidido. Encontró solo al viejo Casimiro sentado en una piedra fumando su cigarro de hoja.

 ¿Dónde están los otros, don Casimiro? Mano de Jaguar fue a comprar basto. Tico y Benito salieron a cazar. Solo yo y tú hoy, Vivorita. Rita se sentó al lado del viejo que ya pasaba de los 70 años. Casimiro era el único que conocía la historia toda desde el principio. El único que veía en la muchacha no solo la revolucionaria peligrosa, sino también los restos de la niña que un día fue.

Don Casimiro, llegó la hora. Hora de qué, niña? Del patrón. Me cansé de estar matando secuaces. Quiero la cabeza de la serpiente, no la cola de ella. El viejo paró de fumar y la miró con atención. Vio algo diferente en los ojos de la muchacha, una decisión que no tenía antes.

 ¿Y cómo pretendes llegar cerca de ese hombre? No sale de Hermosillo, vive rodeado de pistoleros, tiene más protección que cura en procesión. Voy a entrar por la puerta de enfrente. ¿Cómo es eso? Rita sonrió y era una sonrisa que el viejo nunca había visto. No era la sonrisa fría de la justiciera, ni la sonrisa dulce de la niña.

 Era la sonrisa de una mujer que descubrió su propio poder. Me voy a hacer pasar por bailarina de cantina. Hombre viejo y rico siempre tiene debilidad por mujer joven y bonita. Casimiro escupió en el suelo y movió la cabeza. Ay, niña, eso es peligroso de más. Cantina es lugar de hombre sinvergüenza y el patrón no es tonto.

 Si descubre quién eres, no va a descubrir. Hace 8 años que soy una leyenda. Él ni se acuerda cómo era la carita de la niña que vio esa noche. Y yo ya no soy esa niña. Era verdad. La mujer que se miró en el espejo ese día era completamente diferente de la niña que lloró delante de las cenizas. Había aprendido a hacer muchas cosas. Serpiente peligrosa, ángel vengador, fantasma del desierto.

 Ahora iba a aprender a ser una cosa nueva, mujer fatal. Y después de matarlo, preguntó Casimiro, “¿Qué vas a hacer de la vida?” Rita se quedó un tiempo callada, mirando el horizonte donde el sol comenzaba a ponerse. No sé, don Casimiro. Nunca pensé en el después, solo pensé en el durante, pues es mejor que empieces a pensar, vivorita. Venganza tiene fecha de vencimiento.

 Una hora se acaba y ahí la gente tiene que decidir si quiere seguir viviendo o si quiere morir junto con los fantasmas del pasado. Pero Rita no estaba pensando en el después. Solo conseguía imaginar el momento en que iba a mirar a los ojos del patrón Mendoza y decir, “Se acuerda de una niña de 12 años, aquella que vio a los papás morir quemados.

 Pues creció, se volvió serpiente y hoy vino a buscarlo. Sería el momento más dulce de la vida de ella. Más dulce que tortilla con piloncillo, más dulce que primer beso, más dulce que lluvia después de la sequía. Sería el momento en que la deuda de sangre sería pagada por completo y si moría en el proceso, por lo menos moriría en paz con el alma de los papás. Hermosillo era una ciudad que no moría ni dejaba vivir.

Apretada entre las piedras de la sierra y las aguas turbias del río, bullía de gente de todo tipo, comerciantes, arrieros, prostitutas, jugadores, beatos y revolucionarios. Y en medio de esa mezcla toda reinaba absoluto el patrón Mendoza, dueño de medio mundo y señor de la vida y muerte de quien pisara sus dominios.

 Rita llegó una tarde de marzo, cuando el sol todavía quemaba fuerte y el polvo colorado subía de las calles de tierra apisonada. Venía montada en un burro manso, disfrazada de muchacha del interior que buscaba trabajo en la ciudad. Nadie desconfiaría que debajo de la falda de percal y la blusa remendada estaba escondida la daga de plata más temida del desierto.

 La ciudad había cambiado poco en los 8 años desde que saliera de ahí de niña. Las mismas casas de adobe, la misma iglesia de Puerta Azul, la misma feria donde los arrieros vendían de todo. Pero para Rita todo parecía menor, más sucio, más triste. Era como si la ciudad hubiera encogido en la memoria de ella o ella hubiera crecido más de la cuenta.

 Paró primero en la tienda de don Juan Cabrito, un hombre pequeño y callado que siempre fue amigo de los pobres. Él levantó los ojos del mostrador cuando ella entró y por un segundo pareció que iba a reconocerla, pero la niña de 12 años había muerto hace mucho tiempo. La mujer que estaba enfente de él era otra persona completamente. Buenas tardes, mi hijita.

 ¿En qué puedo ayudar? Ando buscando trabajo, don Juan. Dicen que aquí en la ciudad hay oportunidad para muchacha trabajadora. El tendero la miró de arriba a abajo, notando la belleza que ni la ropa sencilla conseguía esconder. ¿Qué tipo de trabajo sabe hacer niña? Sé cocinar, coser, lavar ropa y sé bailar también si hace falta. Bailar.

 Don Juan arqueó las cejas. Está hablando de qué tipo de baile. Rita sonrió y era una sonrisa inocente que escondía veneno puro. Cualquier tipo que pague bien, don Juan. El hombre se rascó la cabeza y suspiró. Conocía bien esa historia. muchacha bonita llegando a la ciudad necesitando dinero, dispuesta a hacer cualquier cosa.

 Generalmente acababa en la cantina del turco, el único establecimiento de la ciudad que ofrecía entretenimiento para hombres con dinero. “Escuche, mi hijita, dijo él con voz baja, hay un lugar aquí en la ciudad, pero no es lugar para muchacha de familia. Lugar de qué tipo, cantina. El turco siempre está buscando muchacha nueva para bailar para los patrones y ascendados.

 Paga bien, pero usted entiende, ¿verdad? Rita fingió que se quedó apenada, bajó los ojos y movió las manos nerviosa. Es que estoy necesitando mucho, don Juan. Mi papá murió, mi mamá también. No tengo a nadie en el mundo. Si no consigo dinero pronto, me voy a morir de hambre.

 La historia era verdadera, solo que había pasado 8 años atrás. Pero la interpretación de la muchacha fue tan convincente que don Juan sintió el corazón apretarse de pena. Está bien, niña. Voy a hablar con el turco, pero tenga cuidado. Ese lugar es peligroso y los hombres que van ahí no respetan mujer. No se preocupe, don Juan, sé cuidarme. Si supiera cómo sabía cuidarse, el pobre hombre no habría dormido durante semanas.

 La cantina del turco quedaba en los fondos de la ciudad, en una casa grande de dos pisos, con las ventanas siempre cerradas por cortinas coloradas. De día parecía un lugar muerto, pero cuando se ponía el sol cobraba vida con música de guitarra, gritería de borracho y risadas de mujer.

 Rita se presentó al turco la mañana siguiente. Era un hombre gordo y sudado, con bigote negro y ojitos como ratón. Cuando vio a la muchacha parada en la puerta, los ojitos brillaron de codicia. Qué mujer bonita es esta que apareció en mi puerta. Don Juan Cabrito dijo que usted estaba necesitando bailarina. El turco se rió mostrando los dientes amarillos. Bailarina.

Así le están diciendo ahora. Pues entra aquí, bonita, que vamos a platicar sobre ese baile. Rita entró en la cantina por primera vez en la vida. El lugar olía a tequila viejo, perfume barato y pecado. Tenía mesas regadas por el salón, un escenario pequeño en un rincón y una escalera que llevaba a los cuartos de arriba.

 En las paredes, cuadros de mujer semidesnuda y un crucifijo que parecía tan fuera de lugar como cura en casa de juego. ¿Sabe de verdad, niña? Sí, señor. Entonces, muéstreme. No había música, pero Rita comenzó a moverse lento, moviendo las caderas, alzando los brazos, haciendo movimientos que eran al mismo tiempo inocentes y provocativos.

 El turco se quedó hipnotizado, la boca abierta como pez fuera del agua. Ay, peste, nació para esto, niña. ¿Cómo se llama? Rita respondió ella, y era la primera vez en años que decía el nombre verdadero. Rita, nombre bonito, pero aquí en la cantina va a necesitar un nombre artístico. ¿Qué tal, víbora? Si el turco supiera cómo acertó en la elección, habría salido corriendo. Pero Rita solo sonrió y estuvo de acuerdo.

Víbora, me gustó. Pues entonces, Víbora, empiezas hoy por la noche. Vas a ganar por el baile y por la compañía que hagas a los clientes. Mientras más gaste él, más ganas tú. Y acuérdate, aquí el cliente siempre tiene razón. ¿Entendido, señor turco? Y dígame una cosa, ¿es verdad que el patrón Mendoza viene aquí? Los ojitos del turco brillaron de malicia.

 Ah, interesada en el pez grande. Sí. El patrón viene aquí todos los viernes, siempre en la mesa del rincón, siempre con dinero abundante. Pero cuidado, niña, él es cliente especial, no le gusta compartir atención. No se preocupe, dijo Rita. Y por primera vez la sonrisa de ella mostró los dientes blancos y afilados como colmillo de víbora. Yo sé tratar con hombre poderoso.

 Y salió de ahí sabiendo que había encontrado el camino perfecto al corazón del enemigo. El viernes sería en tres días, tiempo suficiente para preparar la trampa y afilar bien la daga de plata. El viernes llegó despacio, como víbora al sol de la mañana. Rita pasó los tres días preparándose, estudiando cada rincón de la cantina, conociendo a los otros empleados, aprendiendo los gustos de los clientes habituales.

 Pero lo que más hizo fue mirarse en el espejo pequeño del cuarto que el turco le dio. Había escogido el vestido colorado que una de las otras muchachas le prestó. No era ropa de prostituta descarada, pero tampoco de santa. Era el término medio perfecto, provocativo sin ser vulgar, bonito sin ser exagerado, el tipo de ropa que hace al hombre mirar dos veces y pensar cosas que no debía.

 Cuando se puso el sol y las primeras lámparas se encendieron en la cantina, Rita estaba lista. La daga de plata estaba escondida en una liga en el muslo, invisible por debajo de la falda ranchera. El corazón latía firme, pero no era de miedo, era de expectativa, como cazador esperando que la presa entre en la trampa. El patrón Mendoza llegó puntualmente a las 8, como siempre.

 Rita lo vio entrar por la puerta principal y por un segundo el tiempo se paró. Era él mismo, sin sombra de duda, más viejo, más gordo, con el cabello canoso y la barba por hacer. Pero era el mismo hombre que ordenó la muerte de los papás de ella. Se sentó en la mesa de siempre, en el rincón más oscuro del salón, de espaldas a la pared y ojos en la puerta.

 Era hombre desconfiado, que no gustaba de sorpresas. Dos secuaces se quedaron parados atrás de la silla de él y otros dos se regaron por el salón. Protección de sobra para un hombre que tenía mucho enemigo. Víbora, llamó el turco. Ve a hacerle compañía al patrón. Rita respiró hondo y caminó despacio por el salón.

Sentía los ojos de todos los hombres pegados en ella, pero solo le importaba la mirada de uno. Cuando llegó cerca de la mesa, hizo una reverencia respetuosa. Buenas noches, patrón. Soy víbora, la nueva bailarina. Mendoza levantó los ojos del vaso de Coñac y la estudió de arriba a abajo como asendado, examinando ganado en la feria. Lo que vio pareció agradar. Víbora, nombre interesante.

Siéntate aquí, niña. Ella se sentó a su lado, cerca lo suficiente para sentir el olor de perfume caro, mezclado con sudor y maldad. Era un olor que trajo de vuelta memorias de la infancia, de la noche en que todo se acabó. ¿De dónde eres, víbora? Del interior, patrón. Perdí a los papás, chiquita.

 Vine a la ciudad a intentar la vida. Ah, huérfana. Él sonríó, pero era una sonrisa sin calor. Me gustan las mujeres que conocen dificultad, las hace más agradecidas. Rita sonrió de vuelta y nadie en el salón desconfió que por detrás de esos labios dulces se escondía veneno puro.

 El patrón es muy gentil, gentil cuando merezco ser y cruel cuando necesito ser. Él llenó un vaso de coñac y se lo ofreció. Bebe conmigo, niña. Ella bebió fingiendo que no estaba acostumbrada a bebida fuerte. En verdad, 8 años de vida de revolucionaria le habían enseñado a tomar cualquier cosa sin hacer mueca, pero representó perfecto el papel de muchachita del interior. Cuéntame una cosa, víbora.

 ¿Ya mataste a alguien? La pregunta la agarró de sorpresa. ¿Cómo? Es curiosidad mía. Creo que toda persona que vale algo ya tuvo que matar a alguien. Es parte de la vida del desierto. Se inclinó para cerca de ella y ella sintió el aliento de Coñac. Yo ya maté muchos, hombre, mujer, hasta niños cuando hace falta. Es parte del negocio.

 Rita sintió la sangre calentarse en las venas, pero controló la rabia. Todavía no era hora. Nunca maté a nadie, patrón. Soy muchacha pacífica. Pues deberías aprender. El mundo es lugar peligroso para quien no sabe defenderse. Puso la mano gorda en el muslo de ella por encima de la falda. Suerte tuya que ahora tienes protección. Protección mía. Me gustas, niña.

 Si te quedas de mi lado, nunca vas a necesitar nada. Pero si me traicionas, apretó el muslo de ella con fuerza, “pues ahí vas a descubrir por qué me llaman patrón.” La mano de él estaba a pocos centímetros de la daga escondida. Si supiera, habría muerto ahí mismo. Pero Rita siguió representando, fingiendo que estaba impresionada con el poder de él.

 El patrón es muy poderoso, más de lo que imaginas. La mitad de esta ciudad me pertenece, la otra mitad todavía me va a pertenecer. Bebió más coñac y se puso expansivo. Construí este imperio con sangre y hierro, niña. No tengo pena de quien se queda en mi camino. Debe tener muchas historias para contar. Tengo sí.

Una vez, hace unos años hubo un campesino terco que no quiso pagar lo que debía. Mandé a mis hombres quemar la casa de él con familia y todo. Se rió y era una risada que daba escalofríos. La hijita de él, pobrecita. debe haberse vuelto ceniza junto con los papás.

 Era la entrada que Rita estaba esperando, el momento perfecto para revelar quién era y hacer justicia. Pero algo dentro de ella dijo que esperara un poco más. Quería que el desgraciado se entregara todavía más, que confesara todos los crímenes, que mostrara cómo era un monstruo. “Qué cosa terrible, patrón”, dijo ella, la voz fingiendo horror. “Terrible.” Se ríó de nuevo.

 “Fue necesario, niña. En el desierto quien no paga las cuentas, paga con la vida. Es la ley de la supervivencia.” Rita se levantó despacio, extendió la mano para él. ¿Quiere bailar conmigo, patrón? Mendoza miró la mano delicada extendida y sonrió. Bailar. Hace tiempo que no bailo con mujer bonita. Se levantó pesado y tambaleante por el coñac.

 Los secuaces se quedaron alerta, pero él hizo seña para que no se preocuparan. Era solo un baile. ¿Qué mal podía haber? Fueron al medio del salón, donde había un espacito libre. La guitarra tocaba una música lenta, melancólica. Rita se pegó a él sintiendo el cuerpo gordo y flácido presionado contra el de ella. Era una sensación asquerosa, pero necesaria.

 “¡Bailas bien, niña?”, murmuró él en el oído de ella. “Aprendí con quién entendía del asunto”, respondió ella. Era verdad. Había aprendido a bailar en los campamentos en las noches de luna llena, cuando los revolucionarios hacían fiesta después de un asalto exitoso. Bailaron por algunos minutos. Él cada vez más relajado, ella cada vez más tensa. Sabía que el momento estaba llegando.

 Podía sentir el peso de la daga de plata en el muslo, llamando por venganza. Fue cuando la música paró, que hizo el movimiento decisivo. Se inclinó como si fuera a susurrar algo en el oído de él, pero en vez de eso presionó los labios contra los de él. Era un beso largo, mojado, lleno de falsa pasión.

 Cuando se separaron, él estaba con los ojos vidriosos de deseo. Ay, niña, besas como víbora ponzoñosa, más de lo que se imagina”, susurró ella, y la sonrisa que vino después fue la más dulce y mortal que alguien jamás vio. Fue en ese momento que sacó la daga de plata y en un movimiento rápido como ataque de serpiente cortó el pescuezo del patrón Mendoza de oreja a oreja.

 La sangre brotó como fuente, pintando el suelo de tierra apisonada de la cantina de colorado oscuro. El patrón Mendoza llevó las manos al pescuezo, los ojos muy abiertos de sorpresa y terror tratando de hablar, pero solo consiguiendo hacer un ruido gutural como animal herido.

 Rita dio un paso atrás y susurró alto lo suficiente para que todo mundo oyera. Feliz cumpleaños para mí. El salón se quedó en silencio de muerte por un segundo que pareció eterno. Las otras muchachas de la cantina, los borrachos en las mesas, el mismísimo turco, todos se quedaron paralizados tratando de entender lo que acababa de pasar. Era como si el tiempo hubiera parado esperando para ver lo que vendría después.

 Pero los secuaces del patrón no tardaron en reaccionar. El primero gritó, “¡Mataron al patrón! agarren a la desgraciada. Y ahí el infierno se soltó en la cantina del turco. Rita no esperó. En un movimiento fluido, cortó la garganta del primer secuaz que se acercó, giró y clavó la daga en la espalda del segundo. El tercero consiguió sacar el arma, pero ella fue más rápida.

 Lanzó la daga certero y acertó en el mero centro del pecho de él. El cuarto secuaz más listo, se agachó atrás de una mesa y comenzó a tirar. Las balas silvaron por el salón, rompiendo botella, reventando el espejo, haciendo que la gente corriera como alma en pena. Rita se tiró al suelo, rodó, agarró el arma de uno de los secuaces muertos y respondió al fuego.

 El tiroteo duró pocos minutos, pero fueron minutos de puro caos. Cuando el humo bajó, cuatro hombres estaban muertos en el suelo del salón y Rita estaba parada en medio de la carnicería, el vestido colorado manchado de sangre, la daga de plata reluciendo en la mano derecha. ¿Quién es usted?, preguntó el turco. La voz temblorosa de miedo.

 Rita se volteó hacia él y por primera vez desde que llegara a la ciudad mostró quién realmente era. Los ojos ya no tenían la dulzura fingida de la bailarina. Eran los ojos fríos de la justiciera, de la víbora que acababa de dar el ataque fatal. “Mi nombre verdadero es Rita”, dijo ella limpiando la hoja en la falda.

 Rita, hija de don Paulino y doña Carmelita, que fueron quemados vivos por orden de ese desgraciado. Ahí apuntó al cuerpo del patrón. Vine a cobrar una deuda de 8 años. Al el turco tragó grueso, finalmente entendiendo con quién se había metido. Tú eres tú eres la víbora que mata pistoleros del patrón.

 Era Ahora ya no hay más pistoleros que matar. La cuenta está pagada. se dirigió a los fondos de la cantina, donde sabía que quedaba la oficina del patrón. Todo mundo sabía que Mendoza guardaba dinero y documentos importantes ahí, lejos de ojos curiosos. La puerta estaba trancada, pero la daga de plata sirvió como llave maestra.

 Lo que encontró ahí dentro le hizo entender por qué el patrón era tan poderoso. Tenía una fortuna guardada. Sacos de oro, plata, piedras preciosas, documentos de tierra, contratos de préstamo. Era el sudor y la sangre de decenas de familias pobres, robado a lo largo de los años por la fuerza y la maldad. Pero no era solo dinero lo que estaba ahí.

 En una gaveta secreta encontró una colección macabra. Anillos de casamiento, cadenas de oro, aretes de plata. Eran los recuerdos que el patrón guardaba de las víctimas. trofeos de guerra que coleccionaba como prueba de los crímenes cometidos. Entre los objetos reconoció una cadena que pertenecía a la mamá.

 Era un hilo de oro sencillo con un crucifijo pequeño que doña Carmelita siempre usaba en el pescuezo. Ver ese objeto ahí guardado como trofeo hizo nacer una rabia nueva en el pecho de Rita. Desgraciado”, murmuró ella guardando la cadena en el bolsillo. “Ni en la muerte vas a tener paz.” Agarró todo lo que pudo cargar, el oro, la plata, los documentos más importantes, el resto lo dejó atrás.

 No era gana lo que la movía, era justicia. Ese dinero iba a volver a las manos de quien merecía. Cuando salió de la oficina, la cantina estaba vacía. Todo mundo había huído, menos el turco, que siguió ahí parado, temblando como vara verde. ¿Me vas a matar también?, preguntó él. Rita se paró enfente de él y lo estudió.

 Era un hombre malo que explotaba mujer y servía bebida envenenada, pero no era asesino. No merecía muerte, solo desprecio. “Tú no vales ni el hierro de mi hoja”, dijo ella, “Pero si oigo que maltratas cualquier mujer que trabaje aquí, vuelvo a buscarte y la próxima vez no va a haber plática”. se dirigió a la puerta, pero antes de salir sacó del bolsillo un pañuelo de seda negro con una víbora bordada en hilo colorado.

 Era el último que tenía, guardado especialmente para ese momento. Lo amarró en el pescuezo del patrón muerto y sonró. Ahora sí se acabó”, se dijo. Salió de la cantina en la callada de la noche, llevando la fortuna robada y dejando atrás cinco cuerpos y una leyenda que iba a correr el desierto por las próximas generaciones.

 La niña que se volvió vívora, que volvió para cobrar deuda de sangre, que besó al patrón en el suelo de la cantina y desapareció con la fortuna de él. Cuando salió el sol, solo quedaba sangre seca en el suelo e historias para contar. Rita la víbora había desaparecido otra vez en el desierto, pero esta vez era diferente. Ya no era la huérfana en busca de venganza, era la justiciera que había completado su misión.

 El amanecer llegó a Hermosillo cargado de noticia y confusión. Cuando la gente descubrió lo que había pasado en la cantina del turco, fue un Dios nos ampare. Cinco hombres muertos, incluyendo al mismísimo patrón Mendoza, y una fortuna que simplemente se desvaneció en el aire junto con la mujer misteriosa. El delegado Josías, hombre gordo y perezoso que nunca había investigado crimen más serio que robo de gallina, llegó al lugar del crimen rascándose la cabeza.

 y sin entender ni papa de lo que había pasado, miró los cuerpos, vio la sangre seca en el suelo, escuchó la historia temblorosa que el turco contó y solo consiguió decir, “Órale, ¿qué desgracia fue esta?” Pero quien realmente entendió la situación fue doña Inés, una vieja partera que conocía todos los secretos de la ciudad.

 Cuando vio el pañuelo de víbora amarrado en el pescuezo del patrón, movió la cabeza y susurró: “La víbora estuvo aquí. Después de 8 años volvió a cobrar. La noticia se regó como fuego en paja seca. Antes del mediodía, todo mundo en Hermosillo sabía que Rita la víbora había vuelto, que había matado al patrón en la mismísima cantina de él y que había desaparecido con una fortuna en oro y plata.

 ¿Pero dónde estaba? Esa era la pregunta que no quería callar. La verdad es que Rita no había ido lejos. Estaba escondida en una cueva que conocía desde niña a tres leguas de la ciudad, esperando que se asentara el polvo para poder moverse con seguridad. Había cargado lo que pudo la fortuna del patrón, pero era cosa de más para una persona sola.

 Sentada en la entrada de la cueva, mirando el movimiento de hormigas en el suelo, abrió uno de los sacos de oro y se quedó ahí contemplando las monedas que brillaban en la luz del sol. Era dinero suficiente para comprar una hacienda, para vivir como reina por el resto de la vida. Pero mirando las monedas, solo conseguía pensar en las familias que habían sido robadas para juntar ese tesoro. “Esto aquí no es mío”, murmuró para sí misma.

 “Es de la gente que fue robada.” Fue entonces que tomó una decisión que cambiaría la leyenda de ella para siempre. En vez de huir con la fortuna, iba a devolver cada moneda, cada pepita, cada piedra preciosa a la gente que merecía. Y va a ser la ladrona que roba de los ricos para dar a los pobres, la víbora que muerde al poderoso para proteger al débil.

 El primer lugar que visitó fue la casa de la comadre Raimunda, viuda pobre que criaba cuatro hijos sola, lavando ropa de otros. Rita llegó de madrugada, tocó la puerta bajito y cuando la mujer abrió casi se desmayó del susto. Dios mío del cielo, tú no eres Sí, soy comadre Raimunda, pero no tenga miedo. Vine a traer una cosa para usted. Rita puso en la mano de la viuda un saco pequeño lleno de monedas de oro.

 Esto aquí es para usted y para los niños, para nunca más pasar necesidad. Pero, niña, ¿de dónde sacaste tanto dinero? ¿De quién robó a los pobres toda la vida? Ahora está volviendo para quien merece. Y fue así que comenzó. Durante semanas, Rita circuló por los alrededores como fantasma benevolente, dejando oro en la puerta de lavanderas, plata en el pecho de labradores, piedras preciosas en la mano de pescadores, siempre de madrugada, siempre en secreto, siempre con el recado. Esto aquí les pertenecía desde el principio.

La gente no sabía si era sueño o milagro. Despertaban por la mañana y encontraban riqueza en la puerta de la casa junto con un papelito escrito en letra chiquita, de quien siempre fue de derecho, firmado una amiga. Pero no todo mundo se quedó contento con la distribución de la fortuna.

 Los otros patrones de la región, parientes y socios del finado Mendoza, se pusieron furiosos cuando supieron que el tesoro estaba siendo repartido a los pobres. Mandaron secuaces detrás de la mujer misteriosa. Ofrecieron recompensa por información. Amenazaron a quien hubiera recibido el oro. Fue ahí que Rita mostró por qué la llamaban víbora.

 Cada secuaz que salía trás de ella moría con la daga de plata entre las costillas. Cada patrón que amenazaba a la gente amanecía con la garganta cortada y un pañuelo de víbora en el pescuezo. Se había vuelto la guardiana invisible de los injusticiados, la sombra que protegía a quien no podía defenderse. El miedo se regó entre los poderosos.

 Ya nadie dormía tranquilo, ya nadie salía de casa desarmado. La víbora podía estar en cualquier lugar esperando el momento bueno para dar el ataque. Y lo peor es que nadie sabía cómo era de verdad, porque quien la veía moría. Pero para la familia pobre, para los trabajadores explotados, para los débiles y oprimidos, Rita la víbora se había vuelto santa milagrosa. Encendían vela para ella en las iglesias.

 Hacían promesa en nombre de ella. Contaban historias de los milagros que operaba y ella siguió ahí invisible y presente, repartiendo justicia con la punta de la daga y riqueza con la generosidad del corazón. La niña huérfana que perdió todo, se había vuelto la mujer que devolvía todo a los que merecían.

 La fortuna del patrón Mendoza se regó por el desierto como semilla en el viento. Y en cada casa que recibió una parte de ella, el nombre de Rita la víbora, se volvió bendición y oración. La víbora que mordía a los malos y protegía a los buenos. La justiciera que nunca olvidó de dónde vino y para quién luchaba. La noticia de la muerte del patrón Mendoza se regó por el desierto como reguero de pólvora.

 En Tucon, Nogales, Mexicali, todos los rincones del norte, la gente hablaba de la mujer que había entrado en la cantina, besado al patrón y cortado el pescuezo de él enfrente de todo el mundo. Pero junto con la admiración de los pobres, vino la furia de los poderosos. Don Juvenal, hermano menor del finado Mendoza, reunió lo que quedaba de los pistoleros de la familia en una hacienda aislada cerca de Caborca.

 Era un hombre todavía más cruel que el hermano de esos que mata por placer y no solo por negocio. Cuando supo de la muerte de Mendoza, quebró todo lo que tenía enfrente y juró venganza. Esa desgraciada va a pagar caro, berreó él dando puñetazos en la mesa. Nadie mata a un Mendoza y se queda vivo para contar la historia.

 Llamó a los siete pistoleros que sobraron. Pepe Bigotes, Antonio Machete, Chico Bala en aguja, Juan sin miedo, Pedro Sangre Fría, Manuel Tiro Cierto y Benito pie de buey. Eran los peores de los peores, hombres que tenían el corazón más seco que nopal en sequía.

 Quiero esa víbora venenosa, muerta o viva,”, dijo Juvenal, aventando un saco de oro en la mesa. “000 pesos para quien traiga la cabeza de ella aquí y 2000 para quien la traiga viva, que quiero hacerla morir despacio.” Los siete pistoleros salieron tras el rastro de Rita, como jauría de perro olfateando carroña. Conocían el desierto mejor que víbora conceujero.

 Sabían rastrear huella vieja. Sabían dónde buscar gente que vivía escondida, pero lo que no sabían es que estaban cazando su propia muerte. Rita sabía que vendrían trás de ella. Se había preparado, escogido el terreno, armado las trampas. La primera fue en el arroyo de las piedras blancas, lugar donde todo mundo paraba para dar agua a los caballos.

 envenenó la aguada con jugo de víbora coralillo. Esperó escondida atrás de los nopales. Bepe Bigotes fue el primero en llegar, galopando duro debajo del sol bravo. Cuando bajó del caballo para beber agua, ya era demasiado tarde. El veneno le subió por el cuerpo como fuego en las venas y en 5 minutos estaba muerto con espuma en la boca y los ojos volteados.

 Rita salió de la mata, amarró el pañuelo de víbora en el pescuezo del muerto y escribió en la piedra lisa con sangre de él, seis para ir. El segundo fue Antonio Machete, que lo agarró durmiendo en una tienda de orilla de camino. Entró silenciosa como sombra. Le cortó la garganta sin hacer ruido. El hombre ni despertó.

 Pasó del sueño a la muerte sin saber qué pasó. Chico Bala en aguja murió en una emboscada en la sierra del crucero. Rita se disfrazó de beata con rosario en la mano y velo en la cabeza. Pidió a Bentón. Cuando el pistolero paró el caballo para ayudar a la santa mujer, conoció el sabor de la plata fría.

 Juan, sin miedo, descubrió que sí tenía miedo cuando vio llegar la muerte. Rita lo sorprendió en una casa abandonada, lo amarró en una silla e hizo cuestión de contarle quién era antes de matarlo. “¿Te acuerdas de una niña de 12 años, hija de don Paulino?”, preguntó ella afilando la hoja en la bota. “No me acuerdo, muchacha.

 Maté mucha gente en la vida, pues deberías acordarte, porque hoy creció y vino a buscarte.” Pedro, sangre fría, perdió toda la sangre en una emboscada en la cañada del Mesquite. Rita esperó que pasara, tiró certero con la carabina y cuando el hombre cayó herido del caballo, terminó el trabajo con la daga. Manuel Tiró, cierto, descubrió que no siempre el tiro era cierto.

 Rita lo desafió a duelo en la calle principal de Sonoita, enfrente de todo mundo. El pistolero sonrió pensando que iba a ser fácil matar a una mujer. Sacó rápido, tiró primero, pero Rita fue más lista. Había amarrado un espejo pequeño en la blusa que desvió la bala. El tiro de ella le pegó directo al corazón.

 Sobró solo Benito Pie de buey, el más miedoso de los siete. Cuando supo que todos los compañeros habían muerto, salió corriendo como alma en pena. Atravesó tres estados, cambió de nombre, se volvió beato en un pueblito perdido en Chihuahua, pero no sirvió de nada. Rita tenía paciencia de víbora, memoria de elefante.

 Tardó 6 meses en hallarlo, pero lo halló. En una noche de luna nueva, tocó en la puerta de la casita donde vivía. Benito, pie de buey lo llamó, la voz dulce como miel envenenada. ¿Quién es? ¿Quién está ahí? Alguien que no olvida y no perdona. Cuando abrió la puerta, vio a la mujer más bonita que había visto en la vida, pero también vio la muerte en los ojos de ella.

 Trató de cerrar la puerta, pero la daga de plata ya estaba atravesando el pecho de él. “Ahora sí”, murmuró Rita amarrando el último pañuelo de víbora. No sobró ninguno. Don Juvenal esperó una semana por los pistoleros, después dos, después un mes. Cuando completó dos meses y ninguno volvió, entendió que había subestimado a la enemiga. No era mujer común, era fuerza de la naturaleza. tormenta en forma de gente.

 Agarró lo que pudo cargar y huyó a la Ciudad de México, donde tenía un cuñado comerciante. Nunca más volvió al desierto, nunca más habló de venganza. Murió años después de pesar, soñando todas las noches con una mujer de daga en la mano y vívora en el pescuezo. Y Rita desapareció otra vez en el desierto, dejando siete cuerpos y siete pañuelos de víbora regados por el norte.

 La leyenda crecía con cada muerte, se regaba con cada historia contada en la orilla del fuego. La gente decía que era inmortal, que tenía pacto con las fuerzas ocultas, que nunca iba a morir porque se había vuelto parte del mismísimo desierto. Y tal vez tenían razón, porque víora, que es víbora, no muere fácil, solo cambia de piel cuando hace falta.

 Dos años pasaron desde la gran matanza de los pistoleros. El desierto había cambiado, se había vuelto más calmado, menos violento. Los patrones que sobraron pensaban dos veces antes de oprimir a la gente con miedo de que la víbora apareciera en la puerta de ellos. Y aparecía de verdad, siempre que alguien exageraba en la maldad.

 Rita había creado una red secreta de cómplices e informantes regada por todo el norte. Gente sencilla, lavanderas, arrieros, tenderos, vaqueros, que mandaban recado cuando algún poderoso abusaba de los débiles. Y ella siempre respondía al llamado, rápida como rayo cortando el cielo. En una cueva escondida en la sierra de la madera, había montado su cuartel general. Era una caverna grande con varias salidas, rodeada de nopales y mequites.

 Ahí dentro guardaba lo que quedaba de la fortuna del patrón Mendoza, junto con los tesoros que iba quitando de otros explotadores por el camino. Pero el dinero nunca se quedaba parado. Tan pronto juntaba una cantidad buena, Rita salía para repartir entre los necesitados. Era como si se hubiera vuelto el banco de los pobres, financiera de los injusticiados.

 Fue en uno de esos viajes que conoció al padre Cícero, el santo hombre de Magdalena. Llegó al pueblo disfrazada de peregrina, con rosario en el pescuezo y promesa en la boca. Quería ver de cerca al hombre que todo mundo decía ser milagroso. El Padre la recibió en medio de cientos de otros romeros.

 Era un hombre bajo, de barba blanca y ojos bondadosos, que hablaba manso, pero con autoridad de quien conoce el sufrimiento de la gente. “Hija mía,”, dijo él cuando llegó el turno de ella, “¿qué promesa vienes a pagar?” “Promesa de justicia, padre. Juré que iba a devolver a los pobres lo que los ricos robaron.

” El viejo la miró hondo en los ojos y por un momento pareció que había reconocido algo. Justicia es cosa de Dios, hija mía. Pero a veces Dios usa instrumentos terrenos para hacer su voluntad. Y el Padre cree que Dios puede usar una mujer pecadora como instrumento. Dios usó hasta prostituta para salvar a los espías de Josué, respondió él sonriendo. ¿Quién soy yo para cuestionar los caminos del Señor? Rita salió de esa plática con el corazón más ligero.

 Por primera vez desde la muerte de los papás alguien había dicho que lo que hacía podía tener bendición divina. No era solo venganza, era misión. Intensificó el trabajo de distribución del oro. En Guaimas dejó un saco de monedas en la puerta de la casa de misericordia con un papel para los enfermos pobres que no tienen con qué pagar la medicina.

 En Hermosillo financió la construcción de una escuela en una comunidad de expones. En Nogales compró tierra para 30 familias sin tierra, pero lo que más le gustaba era ayudar a las mujeres. Viudas que necesitaban criar a los hijos solas, muchachas que querían huir de casamientos arreglados, mujeres que recibían golpes de maridos borrachos.

 Para esas Rita no daba solo dinero, daba protección, orientación, a veces hasta entrenamiento para defenderse. En una hacienda cerca de altar liberó a 20 mujeres que vivían en régimen de semiesclavitud, cosiendo para el dueño de la tierra sin recibir nada además de comida. mató al asendado enfrente de ellas, repartió el oro que encontró en la caja fuerte y dijo, “Ustedes son libres.

 Usen este dinero para comenzar vida nueva lejos de aquí.” Las historias corrían el desierto como viento cargando semilla. Hablaban de una mujer misteriosa que aparecía siempre que algún injusticiado necesitaba ayuda. Unos decían que era santa, otros que era bruja, otros que era aparición, pero todos concordaban en una cosa, estaba del lado de la gente.

Los cantantes comenzaron a hacer versos sobre ella. Ahí va Rita la víbora con su daga de plata fina, mata al rico sinvergüenza y a los pobres les destina. No molesta gente inocente que la víbora la va a buscar. Quien siembra maldad en el mundo tiene que estar listo para pagar. Y era verdad.

 En 8 años de justiciera, Rita nunca había matado una persona inocente. Solo patrones crueles, pistoleros asesinos, comerciantes ladrones, curas sinvergüenzas, cualquiera que usara el poder para oprimir a los débiles. El oro del patrón Mendoza se había multiplicado por el desierto como milagro de los panes.

 Cada moneda se había vuelto escuela, hospital, pozo de agua, casa para quien no tenía. La fortuna robada de los pobres había vuelto a los pobres con intereses de justicia y corrección de sangre. Pero Rita sabía que no podía hacer eso para siempre. Estaba quedándose más vieja, más cansada, más conocida. Una hora los enemigos se iban a organizar bien, iban a armar una trampa de la cual no escaparía o entonces el mismísimo gobierno iba a mandar el ejército tras de ella.

Necesitaba pensar en el futuro, en el después, porque vívorista no espera que llegue la muerte. siente el peligro en el aire y cambia de piel antes de que sea demasiado tarde. 10 años habían pasado desde la muerte del patrón Mendoza. Rita ahora tenía 30 años, edad en que mujer del desierto ya era considerada entrada en años, pero siguió bonita con la belleza salvaje de quien vivió libre en el monte, sin la marca de su misión que el tiempo ponía en el rostro de las otras mujeres.

 El problema es que la fama de ella había crecido tanto que estaba quedándose difícil moverse sin ser reconocida. En cualquier feria, en cualquier pueblo, siempre había alguien que apuntaba y chismeaba. Esa de ahí no se parece a la víbora. Y ahí era correría, gritería, confusión del Unos querían ver si era ella misma, otros querían pedir protección, otros más querían entregarla a las autoridades para ganar la recompensa que el gobierno había puesto en la cabeza de ella. Fue en una feria de ganado en altar que Rita se dio cuenta de cómo

estaba complicada la situación. Había ido ahí disfrazada de viuda, rica, con vestido negro y velo en la cara para comprar caballos nuevos. Pero a la hora de pagar sacó del bolsillo unas monedas de oro muy antiguas del tiempo del imperio.

 El vendedor miró el oro, la miró a ella y los ojos le brillaron de sospecha. Señora, ese oro ahí es muy viejo. ¿De dónde lo sacó? Herencia de familia, respondió ella, pero ya sentía el peligro en el aire. Es que mire, ese tipo de moneda ahí era del tesoro del finado patrón Mendoza. Todo mundo conoce esas piezas porque mandaba acuñar con la cara de él. Rita se dio cuenta de que estaba rodeada.

 Unos 10 hombres se acercaron despacio, con modo de quien no quería asustar a la presa. Eran cazadores de recompensa, hombres sin escrúpulos que vivían de entregar fugitivo a la policía. “Señora, ¿no sería por casualidad aquella víbora que todo mundo busca?”, preguntó el líder del grupo, un hombre alto y flaco con cicatriz en la frente. “Bíbora.” Rita se rió fingiendo que no entendía.

 ¿Qué historia es esa, señor? La historia es que hay 1000 pesos en la cabeza de quien la entregue viva y 100 la traen muerta. Fue ahí que Rita mostró por qué todavía era la víbora más peligrosa del desierto. En un movimiento rápido, aventó el velo en la cara del hombre más cerca, sacó la daga de plata y cortó la garganta de dos antes de que pudieran reaccionar.

 Los otros trataron de rodearla, pero era rápida como gato, resbaladiza como pez. Saltó por encima de un puesto de frutas, rodó debajo de una carreta, se escondió en medio de un rebaño de cabras. Cuando se acabó la confusión, tres hombres estaban muertos en el suelo de la feria y Rita había desaparecido como humo, pero el daño estaba hecho. La historia se regó, aumentada y adornada por los contadores. Unos decían que había matado 10 hombres.

Otros juraban que se había vuelto víbora de verdad y salido arrastrándose por entre las patas de la multitud. De ese día en adelante, Rita tuvo que ser todavía más cuidadosa. No podía andar más en las ferias, no podía hospedarse más en las posadas, no podía confiar más en extraño. Vivía como animal acorralado, siempre mirando atrás, siempre lista para huir o pelear.

 Fue cuando comenzaron a aparecer las imitadoras. Mujeres que se vestían igual que ella, usaban pañuelos de víbora. Trataban de hacerse pasar por Rita la víbora. Algunas lo hacían por dinero, otras por fama, otras más para proteger a la verdadera. En un pueblo del interior de Sonora, una de esas falsas víboras mató a un comerciante honesto por error, pensando que era explotador.

 Cuando Rita supo, se puso furiosa, cazó a la impostora, la encontró en un burdel de orilla de camino. “Estás manchando mi nombre”, dijo ella, la voz helada como viento de cementerio. “Yo soy Rita la víbora!”, gritó la falsa tratando de hacérsela valiente. Tú no eres nada. Rita mostró la daga de plata verdadera, aquella que brillaba con luz propia.

Esto aquí no se imita, niña. O se víbora o se muere tratando de serlo. Mató a la impostora ahí mismo enfrente de las otras prostitutas, pero no dejó pañuelo de víbora. dejó un recado escrito, “Quien imite a la víbora va a conocer el veneno.” Las historias se quedaron tan confusas que la gente ya no sabía qué era verdad y qué era invención.

 Unos juraban que Rita había muerto en una emboscada, otros decían que había huído a los Estados Unidos. Había hasta quien garantizaba que se había vuelto santa y subido a los cielos. Los cantantes ya no se entendían. Cada uno contaba una versión diferente de la leyenda. Unos hacían verso diciendo que estaba viva.

 Rita no murió, no, solo cambió de paradero. Está cuidando a los afligidos en el desierto del mundo entero. Otros cantaban que había muerto. Murió Rita de la víbora, pero el alma no se fue. Se vuelve aparición en el camino cuando alguien necesita de nos. Y había los que decían que nunca existió.

 Rita es solo leyenda, invención de gente sufrida que necesita creer que alguien toma su partido. La confusión era tanta que Rita se dio cuenta de una cosa extraña. Se había vuelto mito mayor que la propia realidad. La leyenda de ella había ganado vida propia. Ya no necesitaba de la mujer de carne y hueso para existir.

 Y tal vez fuera mejor así, porque leyenda no muere, no envejece, no se cansa. Leyenda vive para siempre en la memoria de la gente, protegiendo a los débiles y asombrando a los malos. Era hora de dejar que Rita la víbora se volviera solo víbora y la mujer de verdad encontrara un modo nuevo de vivir. Era marzo otra vez, mes del cumpleaños de ella, mes de encender vela para el alma de los papás.

 Rita tenía 22 años de venganza cumplida, 22 velas imaginarias encendidas con sangre de enemigo, pero esta vez era diferente. Por primera vez desde niña no tenía a nadie que matar. ninguna deuda que cobrar. Estaba sola en la cueva de la Sierra de la Madera, sentada en una piedra lisa, mirando una vela de cera verdadera que había encendido. Era pequeña y amarilla, sencilla como las que la mamá encendía en las tortillas de cumpleaños, pero para ella valía más que todo el oro del mundo.

 “Papá, mamá”, susurró ella en la oscuridad de la caverna. “Hoy cumplo 30 años. La cuenta está pagada. La deuda está saldada. Todo mundo que participó de esa noche está muerto y enterrado. La vela tembló como si los espíritus de los papás estuvieran ahí cerca oyendo a la hija hablar.

 Rita sintió una paz extraña, diferente de todo lo que ya había sentido. No era la paz de la venganza cumplida, era la paz de quien puede finalmente descansar. No sé qué hacer ahora”, confesó ella, las lágrimas bajando por el rostro. Pasé la vida toda pensando solo en ustedes, solo en hacer justicia. Ahora que se acabó, me siento perdida como niña en el monte.

Fue ahí que oyó el ruido. Pasos en la entrada de la cueva, alguien acercándose despacio. Rita secó las lágrimas, agarró la daga de plata, se quedó alerta. Podía ser cazador de recompensa, podía ser soldado, podía ser enemigo nuevo queriendo ajustar cuenta vieja, pero quien apareció en la entrada de la cueva fue una sorpresa.

 El viejo Casimiro, ahora con más de 80 años, doblado por la edad, pero todavía con la mirada viva de quien conoce los secretos del desierto. “Vivorita”, dijo él sonriendo. Pensé que te encontraba aquí, don Casimiro. Rita corrió para abrazar al viejo. ¿Cómo me halló? Te conozco desde niña, ¿recuerdas? Sé dónde vienes a llorar cuando aprieta la nostalgia.

 Se sentaron juntos en la piedra, mirando la vela que siguió quemando. Casimiro sacó del bolsillo una botella de tequila y dos vasitos de hoja. Vamos a brindar por los muertos, dijo él llenando los vasos. Y por los vivos también, completó Rita. Bebieron en silencio, cada uno perdido en los propios pensamientos. Fue Casimiro quien rompió el silencio.

 Y ahora, Vivborita, ¿qué vas a hacer de la vida? No sé, don Casimiro, nunca pensé en el después. Pues es hora de pensar. Todavía eres joven, todavía eres bonita, todavía tienes mucho camino que andar. No puedes quedarte presa en el pasado para siempre. Rita suspiró mirando la llama de la vela.

 Pero, ¿cómo hace para olvidar? ¿Cómo para de ser víbora para volver a ser gente? No necesitas olvidar, niña. Lo que necesitas es perdonar. Perdonar a los muertos. Perdonar a los vivos, perdonarte a ti misma. Víbora que no consigue cambiar de piel. muere ahogada en su propio veneno. Sacó algo de dentro de la camisa, un papel amarillo doblado y redoblado. Traje una cosa para que veas.

 Era una carta escrita en letra chiquita y cuidadosa. Rita leyó en voz alta. Para la señora Rita la víbora, donde quiera que esté. Mi nombre es María de los Dolores. Soy viuda. Vivo en Tucon con tres hijos pequeños. Usted no me conoce. Pero yo conozco su historia. Hace 2 años usted dejó un saco de oro en la puerta de mi casa cuando estaba pasando necesidad.

 Con ese dinero conseguí abrir un negocio pequeño. Compré una casa mejor. Puse a los niños en la escuela. Hoy estoy escribiendo para decir gracias y para contar que bauticé a mi hija menor con su nombre. Se llama Rita María. Y cuando crezca, le voy a contar que existe gente buena en el mundo, gente que protege a los débiles y ayuda a los necesitados. Usted puede no saber, pero es ángel de la guarda de mucha gente. Que Dios la bendiga siempre.

 Rita terminó la lectura con los ojos aguados. Casimiro sonrió y dijo, “Tengo unas 50 cartas más de esas en el morral del burro. Gente que ayudaste, que protegiste, que salvaste. Tu vida no fue solo muerte y venganza, vivorita. Fue vida y esperanza también. Por primera vez en 20 años Rita lloró de felicidad.

 Se dio cuenta de que la misión no había sido solo cobrar deuda de sangre, había sido plantar semilla de justicia, regar con lágrimas y sudor la esperanza de un desierto mejor. La vela llegó al fin, se derritió toda, se apagó, pero en vez de oscuridad, Rita sintió luz. Luz dentro del pecho, luz en el alma, luz en el futuro que se abría enfrente de ella.

 Sé lo que voy a hacer, dijo ella de pie, decidida. ¿Qué vivorita? Me voy a volver maestra. Voy a enseñar a los niños a leer, a escribir, a conocer los derechos de ellos, porque víbora que educa no necesita morder. Casimiro sonrió, orgulloso de la niña que había ayudado a criar.

 Buena elección, viborita, muy buena elección. Y fue así que Rita la víbora murió esa noche en la cueva de la sierra de la madera junto con la última vela encendida para los papás. En el lugar de ella nació una mujer nueva con el mismo corazón, pero con propósito diferente. La víbora había cambiado de piel.

 Cinco años pasaron desde esa noche en la cueva, cuando Rita decidió colgar la daga de plata y agarrar la tiza y la cartilla. Ahora era, señora Rita, maestra respetada de la escuela de San José del Desierto, un pueblito perdido en medio del monte sonorense, donde nadie hacía preguntas sobre el pasado y todo mundo respetaba a quien sabía enseñar.

 La escuela era pequeña, solo dos salones, pero siempre llena de niños y niñas que venían de leguas de distancia para aprender las primeras letras. Rita tenía un modo especial de enseñar. Mezclaba las lecciones con historias del desierto. Enseñaba matemáticas contando cabezas de ganado. Enseñaba geografía describiendo las sierras y ríos de la región.

 Los niños la adoraban y los papás también, porque veían que los hijos estaban aprendiendo no solo a leer y escribir, sino también a valorarse, a conocer los derechos, a no bajar la cabeza para patrón arrogante. Pero esa tarde de marzo, mientras barría el salón después de las clases, Rita sintió un escalofrío conocido.

 Era esa sensación que siempre tenía cuando el peligro se acercaba, el instinto de víbora que nunca había perdido. Por la ventana vio a un hombre acercándose de la escuela. Era alto, bien vestido, con sombrero de charro y bota cara. Venía montado en un caballo tordo y aún de lejos se veía que no era gente del lugar.

 Rita reconoció al momento don Herculano Becerra, dueño de medio desierto de Chihuahua, hombre cruel que explotaba a los trabajadores de las haciendas de él. Había oído decir que andaba expandiendo los negocios, comprando tierra a la fuerza, echando a pequeños propietarios.

 El hombre bajó del caballo y entró en la escuela sin tocar la puerta con la arrogancia de quien se cree dueño del mundo. “Usted es la maestra Rita”, preguntó él quitándose el sombrero, pero sin saludar bien. “Sí, soy señor. ¿En qué puedo ayudar? Vine a hacer una propuesta. Quiero que usted convenza a los papás de los alumnos a vender las tierras de ellos para mí. pagó bien y todos salen ganando.

 Rita paró de barrer y miró al hombre con atención. ¿Y si no quieren vender? Ah, pero van a querer. Sí. Usted les va a explicar que es mejor vender por las buenas que perder por las malas. Gente estudiada como usted sabe cómo convencer a pueblo ignorante. La sangre de Rita comenzó a calentarse. Era la misma conversación de siempre, el mismo modito de patrón que pensaba que podía mandar en todo mundo. Y si no quiero ayudar al Señor.

 Herculano sonríó, pero era una sonrisa sin calor. Sería una pena. Escuela pequeña así, aislada, puede agarrar fuego tan fácil. Y maestra sola, sin protección. puede sufrir accidente tan triste. Las palabras del hombre trajeron de vuelta memorias antiguas. La casa de los papás agarrando fuego, la risada de los pistoleros, el olor de humo subiendo al cielo.

 Por un segundo, Rita sintió la rabia antigua subir por la garganta, pero respiró hondo. Controló el instinto, sonrió de vuelta al don. “El señor tiene razón. Voy a pensar en su pedido con cariño. Muy bien, tengo certeza de que usted va a tomar la decisión correcta. Puso el sombrero en la cabeza y se dirigió a la puerta. Ah, y señora Rita, espero respuesta hasta mañana. No me gusta esperar mucho.

 Cuando el hombre salió, Rita se quedó parada en medio del salón mirando la escoba en la mano. Tenía dos opciones. Podía huir otra vez, cambiar de nombre. comenzar vida nueva en otro lado o podía hacer lo que el instinto mandaba, agarrar la daga de plata que estaba guardada en el fondo del baúl y resolver el problema del modo antiguo.

Ahí miró los dibujos que los niños habían hecho pegados en la pared, vio las cartillas regadas en las mesas, los cuadernos con las tareas y entendió que no podía volver a ser víbora. No podía manchar las manos con sangre otra vez. tenía que encontrar un modo nuevo de pelear.

 La mañana siguiente, cuando don Herculano volvió para buscar la respuesta, encontró la escuela llena de gente. Había 20 hombres armados esperando por él. Papás de los alumnos, trabajadores de las haciendas vecinas, vaqueros y labradores que Rita había enseñado a leer. “Don”, dijo ella saliendo de la escuela con una sonrisa dulce, “traje la respuesta del Señor.

” “¿Qué respuesta es esa y qué gente es esa toda? Son los papás de mis alumnos. La gente platicó anoche y decidieron que no van a vender las tierras y más. Decidieron que se van a organizar. para defenderse de cualquier amenaza. Herculano se puso colorado de rabia. Usted no sabe con quién está metiendo, maestra. Sé sí, don.

 Estoy metiendo con un hombre que piensa que puede amenazar niños y maestra, pero se olvidó de una cosa importante. ¿Qué cosa? Rita se acercó a él y por un segundo el don vio algo en los ojos de ella que le heló la sangre. Era algo primitivo, peligroso, que recordaba animal salvaje listo para atacar.

 Se olvidó de que víbora nunca duerme, don puede hasta cambiar de piel, puede hasta cambiar de cueva, pero nunca pierde el veneno. Y cuando amenaza a los hijitos de ella, pues ahí es mejor correr. El hombre tragó grueso. Había oído historias, leyendas, pero nunca creyó de verdad.

 Ahora, mirando a los ojos de la maestra, comenzó a sospechar que las historias podían ser verdad. Señora, yo soy solo señora Rita, maestra de escuela. Nada más que eso. Sonríó, pero era la sonrisa que la víbora hacía antes de dar el ataque. Pero si el Señor vuelve aquí para amenazar a mi gente, va a descubrir que hasta maestra puede tener diente afilado.

 Don Herculano montó en el caballo y salió de San José del desierto como alma en pena. Nunca más volvió. Nunca más amenazó a nadie de esas tierras. Y cuando murió, años después, todavía soñaba con una maestra de ojos de víbora. De ese día en adelante, la escuela de señora Rita se volvió más que lugar de aprender a leer.

 Se volvió centro de resistencia, lugar donde la gente se organizaba, donde planeaban cooperativas, donde discutían derechos y deberes. Y por la noche, cuando las clases terminaban y los niños se iban, señora Rita se quedaba sola en la escuela corrigiendo cuaderno, preparando lección, pero siempre con oído atento, siempre alerta, porque sabía que el mundo no había cambiado tanto así, que siempre iba a ver poderoso queriendo oprimir al débil.

 Y si fuera preciso, si no hubiera otro modo, la maestra podía volver a ser víbora por algunas horas. Solo el tiempo necesario para recordar a los malos que justicia nunca duerme, nunca descansa, nunca olvida. Porque en el desierto bravo, cuando cae la noche y el viento susurra secretos antiguos, todavía se oye el eco de una promesa hecha hace mucho tiempo.

 Una promesa de niña huérfana que se volvió mujer, que se volvió leyenda, que se volvió guardiana eterna de los injusticiados. Y quien escucha con atención, jura que puede oír bajito la voz que hace eco en el desierto. Quien murió no se cayó. Se volvió canto en el viento, rezo en el monte, susurro en la madrugada se volvió fuerza que protege al débil, valor que ampara al afligido, justicia que nunca descansa.

 Porque amor de papá y mamá asesinados no muere, solo cambia de forma. Mientras haya lágrima de niño huérfano, mientras haya grito de oprimido, mientras haya injusticia en esta tierra bendita, siempre habrá quien susurre en el oído de los malos. Cuidado que la víbora puede estar durmiendo, pero nunca murió y su picadura todavía hace eco entre las voces de la revolución. Y ahí termina la historia de Rita la víbora, compadres.

 La niña que se volvió serpiente, que cobró deuda de sangre, que besó al patrón en el suelo de la cantina y desapareció con la fortuna de él, pero que al final encontró que la venganza más dulce no es la que mata, sino la que enseña. Porque cuando educas a un niño, matas 1000 tiranos antes de que nazcan.

 Y ustedes, compadres, ¿qué víbora llevan dentro esperando el momento de cambiar de piel? Acabas de escuchar el canal Legendarios del Norte y ahora en tu pantalla tienes la próxima historia. Haz clic en ella y nos veremos del otro lado. Pero si quieres puedes dejar tus comentarios sobre esta increíble historia y luego volver al final del video para seguir escuchando la próxima jornada.

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