Dicen que algunos domingos en México parecen más lentos, como si la ciudad entera se tomara un respiro. Ese día era así. El sol caía de lado atravesando las cortinas de la cocina y dejando rayas doradas sobre la mesa de madera. El aire olía a limón a jabón para limpiar o quizá al perfume de ella. 

 

 

 Me llamo Diego y tengo 23 años. Estaba en la cocina de la casa de mi mejor amigo Rodrigo cuando todo empezó a cambiar. Había pasado media vida en esa casa desde que éramos niños, cuando su mamá nos hacía quesadillas después de los entrenamientos o nos recogía de las fiestas en su tsuru rojo.

Para mí, ella siempre fue la señora segura, la mamá buena onda que cuidaba a todos. Hasta que ese domingo entró desde el jardín con una jarra de agua de Jamaica en la mano. Se llama Elena. Tiene 45 años. Su divorcio apenas se había firmado el año pasado. Siempre la recordaba con el cabello recogido y una mirada serena como alguien que no necesita esforzarse para imponer respeto.

 Pero esa tarde, esa tarde era distinta. Llevaba un vestido azul claro de tirantes delgados que le rozaba apenas las rodillas. No era ajustado, no lo necesitaba. Se movía con ella ligero, como si la tela la conociera de toda la vida. El sol le pegaba en la clavícula, iluminándola de una forma que me dejó sin palabras.

 La jarra tintineó cuando la puso sobre la mesa. Me miró y sonró como si hubiera visto el instante en que me quedé congelado. ¿Estás bien, Diego? preguntó. Sí, sí, claro. Contesté con la voz quebrada como adolescente nervioso. Sirvió un vaso y me lo acercó. Nuestros dedos se rozaron apenas, pero esa vez supe que no fue casualidad.

 Nos quedamos en silencio, solo el sonido de los hielos chocando en el vaso y una brisa que se coló por la ventana levantando un poco la orilla del vestido. Mi corazón estaba desbocado. Has crecido, ¿sabes?, dijo en voz baja. Me reí incómodo. Gracias. Supongo. Ella no desvió la mirada. No, en serio, ya no eres un niño. Y lo entendí.

 No hablaba de universidad ni de trabajos. era otra cosa, algo que se estaba rompiendo y formando al mismo tiempo. Volteó hacia el refrigerador como si se arrepintiera de haberlo dicho, pero el leve sonrojo que le subió por el cuello la delató. Yo tampoco quise quedarme callado, Elena, dije usando su nombre por primera vez.

 

Ella no se movió. Yo también lo he notado. Entonces sí volteó y esa mirada no era de sorpresa ni de reproche, era de alguien que llevaba tiempo callando lo mismo. El ambiente en la cocina se volvió denso e inevitable. Sus dedos seguían apoyados en la puerta del refri. Los míos, en el vaso húmedo. Nadie se movió. Nadie dijo nada.

 Y justo cuando pensé que ese instante nos iba a consumir, sonó el timbre. El golpe del campanazo retumbó por el pasillo como una alarma. Ella me miró rápido con los labios apenas entreabiertos y luego salió hacia la entrada. El vestido azul se movía como un péndulo detrás de ella. “Buenas tardes”, la escuché decirle al repartidor con una voz demasiado tranquila para lo que acababa de pasar.

Me quedé helado, sabiendo que algo se había roto para siempre. Cuando regresó a la cocina, dejó una cajita sobre la mesa y me vio con los ojos cargados de todo lo que no podíamos decir. Yo sentí que ya no había vuelta atrás. Esa noche volví a casa con el ruido del timbre aún rebotando en la cabeza.

 Afuera, León estaba tibia con olor a tierra mojada y asfalto. En el camión, la gente iba en silencio pegada a sus pantallas. Yo miraba por la ventana como si allá entre los postes y los anuncios de tortas pudiera encontrar una respuesta. No la había, solo estaba ese vacío raro que dejan las cosas que cambian sin permiso.

 Pasé toda la semana evitándome a mí mismo. Fui a clases, entregué trabajos, fingí bromas con los del equipo. En el chat con Rodrigo contesté normal, memes, tareas el partido del sábado. Cada mensaje suyo era un recordatorio de que la cocina de su casa de su mamá seguía ahí como una puerta entreabierta que me pedía cruzarla y me advertía que no lo hiciera.

 El viernes a las 7:13 pm vibró el teléfono. Elena, olvidaste tu sudadera azul. Tardé más de lo que debía en teclear mañana paso. Ella respondió con un okay que no cerraba nada apenas sostenía el hilo. Dormí poco. Soñé con el vestido azul moviéndose despacio con el vaso de jamaica sudando sobre la mesa con su mirada diciendo, “Ya no eres un niño” y mi nombre en su boca.

 Desperté con el corazón acelerado, como si hubiera corrido sin moverme. Al día siguiente caminé hasta su casa. Tarde a propósito, las bugambilias de la banqueta estaban encendidas de color. Toqué nada. Toqué otra vez. La puerta se abrió al segundo intento. Elena apareció sin arreglarse jeans, blusa blanca, el cabello suelto.

Casi me dolió verla así, sin escudos. Pasa, dijo y se hizo a un lado. La sudadera estaba doblada sobre la mesa de la cocina. La tomé y la sostuve sin meterla a la mochila, como si el algodón pudiera darme un mapa. Elena se quedó de pie frente a mí con esa calma que no es paz, es contención.

 Diego, esto no está bien. Soltó por fin. Eres el mejor amigo de mi hijo. No dije nada. Tenía preparada una disculpa aún. No te preocupes. Algo tibio. Se me hizo polvo en la lengua cuando la vi frotarse la muñeca nerviosa. No quiero que te hagas daño ni hacérselo a Rodrigo. Aó. Yo tampoco alcancé, pero lo que pasó el domingo no fue un error.

 Elena cerró los ojos un segundo como si le ardieran. Luego respiró hondo. Yo no he empezó y no terminó. Cambió de tema. Debes irte antes de que llegue. Asentí, pero mis pies no se movieron. En el silencio escuché la casa las memorias golpeando las paredes, risas, sartenes, llaves y debajo de todo ese zumbido eléctrico de algo que está por encenderse.

 Solo dime si quise preguntar si sentiste lo mismo, pero me faltó valor. Ella me miró directo sin bordes. Lo sentí y por eso debes irte. Di un paso hacia atrás. Ella también parecía una coreografía ensayada con miedo. Al llegar al pasillo, su mano rozó la mía. Fue nada y fue todo. Me ardieron los dedos.

 Entonces tronó la chapa de la puerta principal. Mamá, la voz de Rodrigo rebotó por el recibidor. Elena se enderezó en automático. Yo me pegué a la pared como ladrón torpe. Rodrigo entró con su mochila al hombro sonrisa de sábado y la gorra del equipo chueca. Diego se sorprendió. ¿Qué haces aquí, la sudadera? Dije levantándola como si fuera un salvoconducto.

 Ah, qué bueno. Oigan, cenamos. Mamá, ¿te rifas tu pollo al limón? Elena abrió la llave del fregadero para ganar segundos. El agua golpeó el acero como lluvia nerviosa. Hoy no, R, dijo suave. Tengo pendientes. Rodrigo me miró raro como evaluando algo detrás de mis ojos. Luego dejó la mochila junto al refri. Va, no pasa nada.

 Diego, te escribo en la noche por lo del proyecto. Asentí demasiado rápido. Empecé a caminar hacia la salida. Elena venía detrás a dos pasos midiendo respiraciones. En el marco de la puerta, Rodrigo nos interceptó para abrir el portón. Ah, y otra cosa añadió con tono casual, “mañana vengo temprano. Hay que tomar medidas.

” Medidas de qué pregunté antes de pensar. De la sala respondió y sonrió como quien suelta una bomba envuelta en papel. Mi tía Lucía consiguió departamento en Puebla. Mamaba a vender la casa. Se me helaron las manos. Volteé a Elena buscando desmentida. No hubo, solo ese brillo acuoso de quien ya decidió. No es definitivo, dijo ella bajito.

 Sí, es Rodrigo, insistió. La próxima semana viene el agente. Hay que sacar fotos. El silencio que siguió no fue de sorpresa, fue de caída. Sentí el piso moverse apenas como si mis pies ya no supieran dónde anclarse. Elena apretó la mano en el borde de la puerta hasta ponerse blanca. Nos vemos. Diego cerró Rodrigo ligero, como si nada hubiese cambiado.

Salí a la calle con la sudadera al hombro y un rumor en el pecho que no me cabía. Caminé sin dirección hasta que la notificación en el celular me detuvo. Un mensaje corto, sin nombre visible, solo el número que ya me sabía de memoria. No vuelvas cuando él esté. Mañana 8:30 pm, si de verdad quieres hablar.

 Me quedé mirando esas palabras como si fueran una llave y supe que si la giraba ya nada iba a quedar en su lugar. Domingo 8 20 P o meme. El barrio estaba tranquilo, apenas el eco de unos mariachis lejanos y el ladrido de un perro en la azotea. Caminé despacio hacia la casa de Elena con la sudadera azul en la mochila, aunque no la necesitara.

 Mis manos sudaban, mi pecho latía como si corriera. La puerta blanca estaba cerrada, las luces encendidas. Toqué una vez. El sonido me pareció demasiado fuerte en la calle silenciosa. Esperé. Nada. Toqué otra vez. La chapa giró despacio. Elena apareció enmarcada en el pasillo con jeans y una blusa negra sencilla, el cabello suelto sin maquillaje.

 No era la imagen de la mamá impecable de siempre, era ella sin máscaras. “Pasa rápido”, susurró. El click del seguro me sacudió. Caminamos hasta la sala. La casa se sentía rara, medio vacía, como si ya la estuvieran despidiendo. Algunos cuadros no estaban. La repisa tenía huecos y en las esquinas había cajas de cartón medio cerradas. Entonces es cierto, dije.

 Sí, voy a vender contestó sin rodeos. Me quedé parado como si alguien me hubiera dado un golpe seco en el estómago. ¿Por qué? Pregunté aunque ya sabía la respuesta. Elena respiró hondo con la mirada fija en las cajas. Porque aquí ya no puedo respirar. Cada rincón me recuerda lo que hice bien, lo que hice mal y lo que nunca tuve.

 Con mi ex, con Rodrigo, conmigo misma. Quiero empezar de cero. ¿Y conmigo? Pregunté antes de morderme la lengua. Elena volteó, sus ojos se clavaron en los míos. No dijo nada de inmediato, solo caminó hasta el sofá y se sentó como si las piernas ya no aguantaran. Me hice a un lado sentándome cerca. Diego, lo nuestro, no debería existir.

 Eres joven. Eres su mejor amigo. Es imposible, dijo. Y aún así no me soltaba la mirada. Lo imposible ya pasó, respondí. Ese día en la cocina cambió todo. El silencio se estiró. podía escuchar mi propio pulso en los oídos. Ella tembló apenas los dedos entrelazados como si buscara sujetarse a sí misma.

 “¿Sabes qué es lo peor?”, dijo con la voz quebrada, “que cuando te veo siento vida. Y hace años no sentía eso. No pensé, solo puse mi mano sobre la suya. Elena no la apartó, al contrario, sus dedos se abrieron dejando que los míos se entrelazaran. El aire en la sala se volvió espeso e inevitable. Ella me miraba como si quisiera memorizar cada línea de mi cara.

 Yo solo podía pensar en el vestido azul en el timbre que interrumpió lo que casi fue. Me incliné un poco. Ella también, apenas unos centímetros. La respiración de ambos se mezcló cargada peligrosa y entonces de golpe un ruido rompió todo. La llave girando en la cerradura principal. Elena se enderezó de inmediato, apartando la mano los ojos abiertos de par en par.

 No puede ser”, susurró. La puerta se abrió. Era Rodrigo. Traía una bolsa de sabritas en una mano y el cargador del celular en la otra. Mamá llamó entrando sin prisa. Olvidé mi cartera. Elena se levantó de golpe caminando hacia la cocina como si hubiera estado preparando café. Yo me quedó congelado en el sofá el corazón intentando salirse del pecho.

 Rodrigo me vio otra vez aquí. Diego preguntó con media sonrisa, “¿Qué ya vives acá o qué? Solo vine por Me quedé sin palabras. Elena se giró con un vaso de agua en la mano fingiendo normalidad. Estábamos platicando, ya sabes, de la uni. Rodrigo me miró raro, como si no le cuadrara del todo. Luego encogió los hombros.

 Va, no hay bronca. Fue al cuarto, sacó la cartera del buró y regresó. Me voy con los compas. No se desvelen. Dijo en tono burlón. La puerta se cerró. El eco de la chapa resonó como un disparo. Elena se dejó caer de nuevo en el sofá con la mano en el pecho. Yo seguía temblando. Nos miramos y sin decir nada supimos que cada segundo juntos estaba a punto de convertirse en un secreto demasiado grande para sostenerlo.

 La puerta de la casa seguía vibrando en mi mente, aunque ya habían pasado varios minutos desde que Rodrigo salió. El silencio después de su visita era insoportable, como si las paredes quisieran gritar lo que acababa de pasar. Elena estaba sentada en el sofá, las manos apretadas sobre las rodillas. “Esto no puede seguir así”, dijo de pronto con un hilo de voz.

Rodrigo no es tonto. Va a darse cuenta. Yo la miraba todavía con la adrenalina en la piel. “Ya lo sospecha, respondí.” Se le notó en la cara. Ella cerró los ojos un instante. Diego, tú no entiendes. Yo siempre he sido la mamá que resuelve todo la que guarda la calma. Si Rodrigo me ve, si nos ve, se le va a caer la imagen que tiene de mí.

Y la mía pregunté casi sin pensarlo. No importa lo que siento yo. Elena me sostuvo la mirada. En sus ojos había miedo, sí, pero también esa chispa que no podía disimular. Esa chispa que había encendido todo desde el primer roce de manos. Claro que importa”, susurró. “Por eso estoy tan asustada.

” Nos quedamos callados tan cerca que podía escuchar el ritmo irregular de su respiración. Yo extendí la mano lento, esperando que me la apartara. No lo hizo. Mis dedos rozaron su mejilla cálida, temblorosa. Ella cerró los ojos y por un instante pensé que era un permiso. Me incliné apenas unos centímetros y sentí el roce de su aliento.

 Entonces ella abrió los ojos y esa mirada fue un abismo. Diego susurró. La besé. Al principio fue leve, casi torpe, como si los dos tuviéramos miedo de aceptar lo que estábamos haciendo. Pero después su mano subió a mi nuca. y el beso se volvió más profundo, cargado de todo lo que habíamos estado conteniendo. El tiempo dejó de existir.

 Solo estaba en sus labios la presión de su cuerpo contra el mío, el vértigo de saber que no había marcha atrás. Cuando al fin nos separamos, respirábamos agitados. Ella me miró con un brillo nuevo en los ojos, mezcla de alivio y culpa. “No debimos,” murmuró. “Pero pasó, dije, “y no me arrepiento.” Elena se levantó de golpe caminando hacia la ventana.

 se abrazó a sí misma como si buscara protegerse. “Mañana vendrá el agente inmobiliario a tomar fotos. Después de eso, todo cambiará.” “¿Te vas en serio?”, pregunté. “Sí”, contestó sin girarse. “Mi hermana en Puebla ya me espera. El golpe me dejó sin aire, pero más que tristeza sentí rabia. Rabia porque esa casa que había sido refugio, ahora se convertiría en un recuerdo roto.

“Entonces tenemos poco tiempo”, dije caminando hacia ella. Elena giró la cabeza. Sus labios temblaban, sus ojos decían, “Huye,” Pero su cuerpo se quedó quieto cuando me acerqué. Volvimos a estar frente a frente, tan cerca que bastaba un movimiento para repetir lo inevitable. Y entonces otra vez el destino jugó sucio.

 El celular de Elena vibró sobre la mesa. El nombre iluminó la pantalla. Rodrigo. Ella lo tomó con manos temblorosas. contestó. Hijo, yo escuché la voz de Rodrigo al otro lado, clara cortante. Mamá, tenemos que hablar. Vi algo y necesito que me lo aclares. Elena palideció, me miró y supe que la bomba estaba a punto de estallar.

Elena guardó silencio unos segundos con el teléfono pegado a la oreja. Yo podía escuchar la voz de Rodrigo firme e insistente. “Te vi, mamá.” “No me mientas”, decía. Elena respiraba rápido. Buscaba palabras que no encontraba. me miró como si esperara que yo le dictara una respuesta.

 Yo estaba helado, incapaz de moverme. No fue lo que piensas, hijo dijo al fin con voz frágil. La línea se quedó en silencio unos segundos, luego el golpe seco de Rodrigo colgando. Elena bajó el celular y lo dejó sobre la mesa como si le pesara una tonelada. Caminó unos pasos sin rumbo con las manos en el cabello. Esto se acabó, Diego.

 Ya no hay manera de esconderlo. ¿Qué vio exactamente? pregunté desesperado. No lo sé, pero si dice que me vio es porque ya cruzamos un límite, respondió la voz quebrada. El reloj de la sala marcaba las 10:07 pm y cada tic tac era una sentencia. Yo quería abrazarla decirle que no importaba que podíamos explicarlo, que lo nuestro no era un juego, pero ella estaba atrapada entre miedo y culpa.

 “Mañana mismo pongo la casa en venta”, dijo de golpe, como si fuera un castigo para ambos. No puedo seguir aquí. Y yo le solté. Elena se giró. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. Tú Tú tienes que seguir tu vida, Diego. Eres joven. No puedes amarrarte a una mujer como yo. Me acerqué con la garganta hecha nudo. No me importa la edad ni lo que diga nadie.

Lo que siento es real. Ella retrocedió un paso temblando. Lo real duele más cuando no se puede sostener. El silencio se volvió insoportable y entonces un golpe en la puerta nos sobresaltó. Tres toques secos duros. Elena me miró con pánico. Es Rodrigo susurró. Me quedé paralizado.

 La puerta volvió a sonar más fuerte. Mamá, ábreme, gritó él desde afuera. Elena se llevó una mano al pecho. Escóndete, ordenó señalando el pasillo. Corrí al cuarto de servicio apenas alcanzando a cerrar la puerta cuando la chapa principal giró. Desde ahí escuché todo. ¿Qué pasa? La voz de Elena temblorosa. No me mientas, replicó Rodrigo. Te vi por la ventana, mamá.

 Con él, el silencio se extendió unos segundos, rotos solo por la respiración agitada de los dos. ¿Es cierto?, preguntó él al fin con un tono que me atravesó. Tú y Diego, yo apreté los puños dentro del cuarto oscuro. Quería salir a enfrentar la verdad, pero las palabras se quedaron atragantadas en mi garganta. Elena, con la voz apenas audible respondió, “Sí, ese sí cayó como un martillazo.

 Del otro lado escuché a Rodrigo soltar un golpe seco contra la mesa. Es mi mejor amigo”, gritó. “¿Cómo pudiste?” Elena rompió en llanto. “No lo planeamos.” Pasó y no pude detenerlo. Yo apoyé la frente contra la pared con el corazón a punto de reventar. Ya no había secretos, ya no había vuelta atrás. Los gritos de Rodrigo retumbaban por toda la casa.

 Desde el cuarto de servicio, yo podía escuchar cada palabra, cada golpe de su puño contra la mesa. Elena intentaba calmarlo, pero sus sollozos la traicionaban. No me digas qué pasó, rugió Rodrigo. Él es mi hermano de toda la vida. Mamá, ¿cómo pudiste verlo de otra manera? Elena respiraba entrecortado. No lo planeamos, solo sucedió.

 Y créeme, lo he intentado detener. Detener que interrumpió Rodrigo con un sarcasmo que dolía. Los besos, las miradas o las mentiras. Sentí que el aire se me iba del pecho. Ya no podía quedarme escondido. Abrí la puerta y caminé hacia la sala. Rodrigo se giró de inmediato los ojos encendidos, las venas marcadas en el cuello.

 “Sabía que estabas aquí!”, gritó señalándome. “Ten el valor de dar la cara, Rodrigo. Déjame explicar.” Intenté explicar qué me interrumpió. Que te metiste con mi mamá mientras jugabas a ser mi amigo. Me acerqué un paso con el corazón reventando. Nunca quise traicionarte, pero lo que siento por ella es real. Rodrigo soltó una risa amarga.

 Real, tú tienes 23. Ella es mi madre. Esto no es amor, es un desastre. Elena intervino con lágrimas cayendo. Basta los dos, Rodrigo. Él no te ha mentido. Y yo yo tampoco quería que esto pasara, pero lo sentí. Por primera vez en años sentí algo vivo. Rodrigo se quedó helado como si esas palabras lo hubieran cortado en dos.

 Entonces, es cierto, dijo en voz baja. Ya no tengo mamá. Esa frase hizo que Elena se desplomara en el sillón cubierta de llanto. Yo di un paso hacia Rodrigo desesperado. No digas eso. Ella sigue siendo tu madre y yo sigo siendo tu amigo. Rodrigo me empujó con fuerza. Ya no eres nada para mí. Por un instante pensé que me iba a golpear, pero solo apretó los puños y respiró hondo.

 Mañana en la mañana me voy a casa de mi papá y ustedes hagan lo que quieran. El portazo que dio al salir sacudió los vidrios de la ventana. El silencio que quedó después era aún peor que los gritos. Elena hundió la cara en sus manos. Yo me senté junto a ella tratando de tocarle el hombro. Ella se apartó.

 ¿Lo ves? Dijo en sollozos. Todo lo que toco se rompe. No es tu culpa le dije. Él va a entender. Solo necesita tiempo. Ella me miró con los ojos rojos agotados. No, Diego, lo perdimos. Y yo también me perdí. Yo quise contradecirla, pero en el fondo sabía que esa noche habíamos cruzado un punto sin retorno. La madrugada me encontró caminando sin rumbo por las calles vacías de León.

Cada paso era un eco de la escena en la sala, los gritos de Rodrigo, el llanto de Elena, el portazo final. No podía sacármelo de la cabeza. Al amanecer me refugié en mi cuarto, incapaz de dormir. Revisaba el celular a cada rato esperando un mensaje de Elena. Nada, solo el silencio. A las 9 de la mañana finalmente llegó Elena.

 No vengas más, ya es demasiado tarde. Sentí que el mundo se me iba de las manos. La idea de que se fuera a Puebla, de que apagara todo con un adiós seco me revolvió el estómago. No podía quedarme cruzado de brazos. Esa misma tarde me planté frente a su casa. Toqué. Nadie contestó. Las cortinas estaban corridas, pero escuchaba pasos dentro. Toqué otra vez.

Elena abre, grité sin importarme que los vecinos miraran. La puerta se abrió apenas un poco. Elena apareció con los ojos hinchados de tanto llorar. Diego, por favor, entiende. Rodrigo me odia y yo no puedo con esto. No puedes huir. Repliqué. No así. No cuando lo que sentimos es real. Ella apretó los labios.

 Lo real no siempre es suficiente. Empujé la puerta suavemente y ella no se resistió. Entré. La casa estaba aún más vacía que la última vez. Las cajas llenaban el pasillo. La foto de la primera comunión de Rodrigo ya no estaba en la pared. ¿Cuándo te vas?, pregunté. El sábado. El camión a Puebla sale a las 7 de la mañana, respondió.

 La fecha me cayó como una sentencia. Solo quedaban 5co días. Elena, no puedes tomar una decisión así. Solo por miedo insistí. Rodrigo va a sanar con tiempo. Pero si tú te vas, nada se arregla. Ella se giró hacia mí con la mirada rota. ¿Y qué quieres que haga? Quedarme aquí para que mi propio hijo me vea como una traidora, vivir escondida contigo como si fuéramos culpables? No supe qué responder. El silencio fue brutal.

 De pronto, un ruido en la puerta principal nos congeló. La chapa giró. Era Rodrigo otra vez. Elena me miró aterrada. Métete al cuarto rápido. Yo negué con la cabeza. Ya no voy a esconderme. La puerta se abrió de golpe. Rodrigo entró con paso firme la mirada dura. En la mano traía una bolsa de pan dulce como si hubiera ido a la panadería de la esquina.

 Me vio de pie junto a su madre y dejó caer la bolsa sobre la mesa. “Perfecto”, dijo con voz baja, pero cargada de veneno. “Justo lo que necesitaba, pruebas vivas.” Elena intentó hablar, pero Rodrigo levantó la mano para callarla. “No digas nada, mamá. Ya entendí todo. Lo único que me falta es escuchar de ti, Diego. ¿Qué significa para ti estar aquí? Amor o traición.

 Su mirada me atravesaba esperando una respuesta que podía cambiarlo todo. Rodrigo se quedó de pie con los puños cerrados a los costados, la respiración pesada. Su mirada me atravesaba como cuchillos. Elena estaba junto a la mesa inmóvil con lágrimas acumulándose en los ojos. El silencio de esa sala era insoportable. Tragué saliva y di un paso al frente.

 No es traición, dije con voz firme, aunque por dentro me temblaba todo. Es amor. Rodrigo soltó una carcajada amarga, incrédula. Amor, tú eres mi hermano Diego. Creciste en esta casa, comías aquí, dormías en mi cuarto cuando peleabas con tus papás y ahora me dices que amas a mi mamá. Lo sé, contesté.

 Y lo odio tanto como tú, pero es la verdad. Lo siento por ti, pero no puedo negar lo que siento por ella. Elena intentó intervenir acercándose a su hijo. Rodrigo, yo nunca quise lastimarte. Pues lo hiciste rugió él retrocediendo. Me quitaste lo único que me quedaba intacto confiar en ti. Yo quise acercarme, pero Rodrigo levantó la mano amenazante. Ni un paso más.

 Si dices que esto es amor, entonces ustedes dos ya no tienen cabida en mi vida. Elena lloró con fuerza tapándose el rostro. Yo apreté los dientes sintiendo que todo se me escapaba. Escúchame”, le dije a Rodrigo. “Tú puedes odiarme. Puedes no volver a hablarme nunca, pero no me pidas que niegue lo que siento, porque por primera vez en la vida sé que es real.

” Rodrigo se quedó callado mirándome con una mezcla de rabia y dolor. Luego, con un gesto brusco, tomó la bolsa de pan que había tirado y la azotó contra la mesa. “Vende la mamá. Haz lo que quieras con la casa. Yo me largo con mi papá y no quiero volver a verlos juntos.” se dirigió a la puerta, pero antes de salir volteó una última vez con la voz quebrada.

 Y tú, Diego, eras mi hermano. Eso murió hoy. El portazo retumbó en todo el vecindario. Elena se derrumbó en el sillón soyozando sin consuelo. Yo me quedé de pie inmóvil con el eco de esas palabras golpeándome la cabeza. Eso murió hoy. Me acerqué a Elena y le tomé la mano. No puedo prometerte que todo se arreglará, pero no voy a dejarte sola.

 Ella levantó la vista a sus ojos rojos la voz apenas audible. Lo perdí a él y puede que te pierda a ti también, no dije con firmeza. A mí no. Elena me abrazó con fuerza como si se aferrara a un último pedazo de vida. Y en ese abrazo, en medio del desastre supe que lo que teníamos era real, aunque el mundo entero dijera lo contrario.

 Pero también supe que ya no había vuelta atrás.