El calor de agosto en la sierra siempre tenía una forma particular de mezclarse con la neblina. No era un clima fácil. Al mediodía, el sol quemaba la piel y hacía brillar los bordes metálicos de cualquier vehículo. Al caer la tarde, un velo blanco descendía sobre las curvas y hacía que todo se
sintiera más distante, más lento, como si el tiempo se deslizara por un corredor invisible.
Ese 10 de agosto de 1997, Rogelio Hernández López y Maricela Torres García salieron temprano de su comunidad rural en Puebla con la camioneta Pickup Verde que conocían casi como una extensión de su casa. El plan era sencillo, uno de esos viajes que habían repetido muchas veces, ir a la feria
patronal de un pueblo en la sierra de Songolica, vender cobijas, utensilios de cocina y ropa y regresar dos o tres días después con el dinero justo para cubrir la semana y guardar algo para el mes siguiente. En la caja de la
camioneta llevaban lonas de colores enrolladas, cajas de cartón reforzadas con cinta gris y en la parte más cercana a la cabina una mochila de lona beige clara. Rogelio siempre la llevaba allí como si fuera un amuleto práctico. Dentro guardaba papeles importantes, una linterna, herramientas pequeñas
y una camisa de cuadros que doblaba con cuidado.
Esa camisa era casi un uniforme para él cuando conducía por la sierra una prenda que había resistido lluvias, polvo y hasta manchas de grasa. La carretera de ese día no parecía diferente de otras veces. En la mañana el cielo estaba despejado y la brisa fresca corría desde las laderas. Maricela
sentada junto a la ventanilla, observaba como el paisaje iba cambiando de campos abiertos a tramos cerrados de vegetación espesa.
Llevaban años recorriendo esa ruta y aunque Rogelio siempre mantenía las manos firmes en el volante, ella solía advertirle sobre los tramos más peligrosos. Curvas cerradas, barrancas profundas, lugares donde la neblina llegaba de golpe. En la radio, un locutor de voz grave anunciaba lluvias para la
noche.
Rogelio comentó que no sería problema si llegaban antes de que oscureciera, pero a medida que la tarde avanzaba, una capa fina de neblina empezó a aparecer en las zonas más altas. El asfalto se volvió más oscuro, brillante, como si hubiera absorbido la humedad del aire. Las luces de la camioneta,
aunque encendidas, apenas alcanzaban a cortar esa cortina blanca.
Fue alrededor de las 6 de la tarde cuando cruzaron por una curva conocida entre los lugareños como la vuelta de la cruz. Ahí los accidentes no eran raros. La visibilidad podía reducirse a pocos metros y el sonido de los vehículos se distorsionaba. como si rebotara contra las paredes de roca. Un
campesino de la zona, que regresaba a pie hacia su parcela, recordaría después haber visto la camioneta verde estacionada al borde del camino con las luces delanteras encendidas.
No escuchó el motor ni vio movimiento dentro, solo la figura inmóvil del vehículo recortada contra la niebla, como si el conductor hubiera decidido detenerse por precaución. No había nadie a la vista. Esa fue la última vez que alguien los vio. La pareja no llegó a la feria y los organizadores,
acostumbrados a verlos instalar su puesto antes del anochecer comenzaron a preguntar por ellos.
La noche cayó rápido en la sierra y con ella llegó la llovisna fina que empapaba todo. La única caseta telefónica del pueblo esperaba recibir su llamada como tantas veces, pero el teléfono no sonó. En su casa en Puebla, los hermanos de Rogelio y Maricela esperaron hasta pasada la medianoche. Al no
tener noticias, comenzaron a llamar a otros tianguistas que conocían la ruta.
Nadie sabía nada. La sensación de inquietud se extendió como un murmullo entre conocidos. No era normal que se retrasaran tanto y menos en esa zona donde todos sabían que la carretera podía ser traicionera. A la mañana siguiente, familiares y colegas decidieron salir a buscarlos. Recorrieron la
carretera desde Puebla hasta el pueblo de destino, deteniéndose en cada curva peligrosa, mirando hacia las barrancas con cuidado, escuchando cualquier sonido que pudiera indicar que un vehículo había caído. Algunos
caminaron por senderos secundarios, otros revisaron cunetas y taludes. Nada. Esa primera jornada de búsqueda solo trajo cansancio y más preguntas. El lugar donde el campesino dijo haber visto la camioneta fue revisado a fondo. No había huellas frescas de llantas en la tierra húmeda, ni objetos
personales, ni señales de forcejeo.
Era como si el vehículo se hubiera desvanecido junto con sus ocupantes. La neblina, que para entonces había vuelto a cubrir la zona, parecía tragarse las voces y los pasos de quienes buscaban. En la tarde decidieron avisar a la policía municipal que a su vez contactó a la estatal. Los agentes
conocían bien las dificultades del terreno.
Barrancos cubiertos de vegetación, senderos estrechos que se volvían intransitables con lluvia y un sinfín de escondites naturales donde un vehículo podía permanecer oculto durante semanas. Se organizaron pequeños operativos revisando tramos de la carretera y explorando caminos alternos que
llevaban a comunidades dispersas.
Nada resultó. Al caer la noche del segundo día, la preocupación se transformó en un peso casi físico. La imagen de la camioneta estacionada con las luces encendidas se volvió el único punto fijo en una historia que empezaba a perderse entre hipótesis y conjeturas.
Rogelio y Maricela no estaban en ningún hospital, no habían sido vistos en gasolineras, no habían comprado comida en los puestos de la carretera. Era como si hubieran sido borrados del mapa entre una curva y otra. En los días siguientes, el rumor de su desaparición corrió rápido entre tianguistas y
transportistas.
Algunos afirmaban que un asalto podría estar detrás, otros que quizá un accidente los había hecho caer a un barranco oculto. Pero cada día sin noticias era un recordatorio cruel. La sierra no devolvía fácilmente lo que se llevaba. La mañana después de la desaparición, la sierra amaneció envuelta en
una bruma espesa que parecía no querer levantar.
El aire olía a tierra húmeda y hojas mojadas, y las gotas de agua se acumulaban en las telarañas tendidas entre arbustos y piedras. Rogelio y Maricela seguían sin aparecer y la ausencia comenzaba a sentirse como algo más que un simple retraso. Los primeros en salir a buscarlos fueron sus familiares
más cercanos junto con un pequeño grupo de tianguistas que conocían bien la ruta. No eran hombres y mujeres improvisados.
Sabían leer el terreno, identificar huellas frescas de llantas, distinguir el ruido distante de un motor entre el canto de los pájaros y el murmullo de los riachuelos. Se dividieron en dos grupos. Uno seguiría la carretera principal desde el punto donde el campesino había visto la camioneta y el
otro tomaría senderos secundarios que conectaban con la misma zona por caminos de terracería.
El grupo que recorrió la carretera encontró poco más que silencio. El lugar exacto donde el campesino había visto la camioneta estaba vacío, como si nada hubiera pasado allí. La maleza crecía al borde del asfalto y caía en cascadas verdes hacia la barranca. El suelo húmedo mostraba huellas antiguas
de llantas, pero ninguna reciente.
Un perro flaco apareció entre los arbustos, usmeó alrededor y desapareció por un camino de tierra que descendía hacia el barranco. Mientras tanto, el otro grupo que había tomado el sendero de terracería, encontró una pequeña curva desde la que se podía ver un tramo del río que corría varios metros
más abajo.
El agua marrón se movía lentamente arrastrando ramas y hojas. Revisaron cada metro de la orilla visible, pero no había señales de la camioneta ni de pertenencias. El sonido del agua chocando contra las rocas era lo único que llenaba el aire. Al mediodía, ambos grupos se reunieron en la plaza del
pueblo más cercano. El cansancio ya se notaba en los rostros. Botas cubiertas de lodo, camisas pegadas por el sudor, manos arañadas por espinas.
Decidieron ir a la comandancia municipal para formalizar la denuncia y pedir apoyo. El jefe de la policía local escuchó el relato con gesto serio y aunque no prometió grandes recursos, se comprometió a contactar a la policía estatal y organizar un operativo. Esa misma tarde, dos patrullas de la
estatal llegaron desde la cabecera municipal.
Los agentes, acostumbrados a casos en la sierra sabían que el tiempo era crucial. Si había ocurrido un accidente, la lluvia y los deslaves podían enterrar evidencias en cuestión de días. Si se trataba de un delito, cada hora aumentaba la distancia y la ventaja de los responsables. Organizaron una
búsqueda más amplia. Un grupo seguiría a pie por la carretera, revisando cunetas y taludes.
Otro descendería por veredas hacia las barrancas. Un tercero iría en vehículos hasta el siguiente poblado haciendo preguntas en tiendas, gasolineras y puestos de comida. El objetivo era trazar un mapa de los últimos posibles movimientos de la pareja. Sin embargo, las condiciones no ayudaban.
La neblina se espesaba por momentos, reduciendo la visibilidad a pocos metros. El terreno era resbaladizo y más de una vez los agentes tuvieron que sujetarse de raíces o ramas para no caer. En las barrancas la humedad se pegaba a la piel y al cabello y el olor a vegetación podrida subía desde el
fondo, donde el sol apenas llegaba. Al caer la noche, las patrullas regresaron sin resultados.
La camioneta no estaba en ningún tramo visible de la carretera ni en las entradas a los pueblos cercanos. Tampoco había testigos que los hubieran visto después de la curva. La última imagen seguía siendo la misma. El vehículo detenido, luces encendidas sin rastro de los ocupantes. Los días
siguientes repitieron la rutina de búsqueda, pero con variaciones.
Un día revisaban un tramo más al sur, otro exploraban caminos que, según los lugareños, podían llevar a zonas donde un vehículo podría quedar oculto por semanas. Incluso se habló de la posibilidad de que alguien hubiera movido la camioneta para ocultar un delito, pero sin pistas concretas, esa
teoría quedaba flotando en el aire.
A mediados de la segunda semana, la policía estatal comenzó a reducir los operativos. La sierra era amplia y sin nuevos indicios. El caso pasaba a depender más de la persistencia de la familia que de las autoridades. Rogelio y Maricela se convirtieron en nombres que circulaban de boca en boca. en
tianguis y ferias. Algunos colegas decían que quizá habían decidido irse por su cuenta, pero quienes los conocían bien rechazaban esa idea.
No tenían problemas familiares, no debían dinero y su vida giraba alrededor de las ferias. Maricela siempre enviaba recados o llamaba a su hermana cuando se retrasaban. Rogelio era cuidadoso con su mercancía y no dejaba su camioneta a la deriva. Nada encajaba. El silencio de la sierra se volvía más
denso con cada día sin respuestas.
La última búsqueda organizada por la familia se realizó tres semanas después de la desaparición. Participaron más de 20 personas entre parientes, amigos y otros tianguistas. descendieron a un barranco que, según anciano del lugar, había sido escenario de accidentes en el pasado. La bajada era
peligrosa. Barro resbaladizo, piedras sueltas, raíces expuestas.
El río al fondo arrastraba ramas y basura, pero no había señales de metal, pintura o lonas. El esfuerzo fue en vano. Cuando regresaron al pueblo, el atardecer teñía de naranja las fachadas y el campanario. En la plaza las conversaciones eran cortas, como si nadie quisiera decir en voz alta lo que
todos pensaban, que la sierra había devorado a Rogelio y Maricela y que tal vez nunca se sabría cómo.
Esa noche el silencio en las casas fue más pesado que nunca. Los años cuando pasan en la sierra no crujen, se depositan como polvo fino sobre las cosas. Después de las primeras semanas de búsqueda, el tiempo empezó a marcar la vida de la familia con rutinas nuevas que nadie había pedido. Cada
aniversario del viaje, los hermanos de Rogelio y Maricela encendían veladoras en la mesa grande de la cocina junto a una fotografía donde la pareja aparecía frente a la camioneta verde semicubiertos por las lonas de colores.
En el plato de barro ponían flores del patio y un trozo de pan que a veces quedaba duro sin que nadie se atreviera a tirarlo. Era su manera de decir que la casa seguía esperando. En Puebla, la comunidad se acostumbró a escuchar el nombre de la sierra de Songolica, envuelto en un murmullo. Los niños
crecieron oyendo fragmentos de la historia, que había neblina, que la camioneta se vio con las luces encendidas, que nadie los volvió a ver.
Los sobrinos aprendieron a callar cuando los adultos cambiaban de tema para que las visitas no se fueran con el ánimo por el suelo. En los tianguis, los colegas repetían recuerdos como si fueran cuentas de un rosario. Rogelio siempre traía su mochila beige bien cuidada, decía uno mientras acomodaba
cobijas. Y su camisa de cuadros la doblaba como si fuera un documento respondía otro.
Esas pequeñas fidelidades se convirtieron en una forma de sostenerlos vivos. El trabajo no se detuvo. La familia siguió montando puestos, pagando casetas, cargando cajas de cartón reforzadas con cinta. Vender en la calle no admite pausas largas. Si uno se detiene, el hueco lo ocupa otro. Pero cada
feria traía un recordatorio, un cliente que preguntaba, “¿Y el matrimonio de Puebla, dónde anda? ¿Un organizador que guardaba silencio y desviaba la mirada? o una curva de carretera que hacía que todos bajaran la voz por respeto.
El mundo continuaba, pero con una grieta discreta en medio. En la cabecera municipal de la zona veracruzana, el expediente de la desaparición quedó guardado en un archivero que olía a madera y humedad. De vez en cuando, alguien lo abría para revisar una nota, una declaración, un croquis de la
carretera con marcas a lápiz.
Eran papeles delgados, como si la historia pudiera romperse en cualquier movimiento brusco. La familia se acostumbró a esos viajes a oficina, llegar con sombrero o reboso, esperar en la antesala, pedir si hay alguna novedad. Casi siempre recibían la misma respuesta, silencio y una recomendación
para no dejar de preguntar. Hubo señales que parecían promesas. Un conductor dijo haber visto una camioneta verde igual.
con lonas enrolladas entrara un camino de terracería hacia un rancho. Resultó ser de otro comerciante. Un campesino aseguró haber encontrado junto a una vereda un pedazo de lona azul con cortes en diagonal. Era de un techado viejo, no de un puesto de feria. Una mujer al borde del llanto contó que
en la noche escuchó golpes de metal contra roca.
Cuando fueron a revisar con lámparas, solo hallaron piedras húmedas y raíces gruesas. La sierra tenía formas de hablar que se confundían con la imaginación de los vivos. Con el paso del tiempo cambió la forma de mirar el paisaje. Los hermanos de Rogelio ya no veían árboles ni pastos, veían posibles
escondites.
Las cunetas eran laberintos, los taludes, paredes que podían ocultar historias. Cuando llovía, todos pensaban en los barrancos. Cuántas cosas se soltaban y volvían a acomodarse sin dejar que nadie mirara su fondo. Había noches en que el ruido del agua contra el techo de lámina los hacía levantarse,
tomar una lámpara y salir al patio solo para respirar aire húmedo y convencer al corazón de que todavía latía al ritmo correcto. En los tianguis, los colegas cambiaron su manera de viajar.
Unos comenzaron a ir en caravana, otros avisaban a la familia cada que tomaban una curva peligrosa. Era un pacto silencioso contra la estadística y contra el miedo. En las paradas de comida, la conversación evitaba la palabra robo o asunto, porque ese lenguaje traía otra clase de sombras. Los
comerciantes preferían hablar de rutas, de gasolinas, de precios de cobijas, de qué pueblo pagaba mejor en Fiesta Patronal.
Pero siempre al terminar un taco o un café alguien soltaba una frase breve. Que aparezcan aunque sea para saber. Maricela tenía una hermana que guardaba sus cartas en una caja de zapatos. Eran recados simples de esos que se escriben rápido antes de una feria. Llegamos bien. El señor del puesto de
sartenes nos guardó lugar.
Regresamos el lunes con los años, la hermana leía en voz baja esas líneas como si fueran oraciones. Regresamos el lunes. El lunes se convirtió en una palabra hueca que flotaba por la casa, rozaba las cortinas y volvía a guardarse en la caja. A veces los sobrinos preguntaban si no sería mejor dejar
de buscar, no por falta de amor, sino por ese cansancio que le da a la gente cuando camina durante años. sobre el mismo terreno. La respuesta de los mayores era casi siempre la misma.
Buscar no siempre es caminar, a veces es no olvidar. Y así siguieron, recordando detalles con una precisión que solo la ausencia es capaz de exigir. La forma en que Rogelio enderezaba los cartones para que no se doblaran, el modo en que Maricela acomodaba las cobijas por colores de las más claras a
las más oscuras.
para que el ojo del cliente hiciera su propio camino. La manera en que él se ponía la camisa de cuadros antes de tomar las curvas más cerradas, como si la tela le diera firmeza a los brazos. Cuando llegaban las fiestas de fin de año, la mesa se llenaba igual que siempre, pero quedaba un espacio sin
asignar.
No era un lugar vacío con plato y cubiertos. Eso habría sido demasiado explícito, sino un silencio redondo en medio de las conversaciones. En esas noches, alguien sacaba la radio y buscaba música de tríos. Las voces viejas llenaban la sala y se colaban al patio, donde el aire frío levantaba el olor
del maíz tostado que venía de la calle. El sonido hacía compañía, pero no encerraba la grieta.
Un par de veces la familia consideró pedir ayuda a personas que decían saber ver lo invisible. Decidieron no hacerlo no porque le negaran espacio a la esperanza, sino porque toda su vida había sido concreta. vender, cargar, contar billetes, doblar lonas, manejar con cuidado. Referían la paciencia al
atajo, el dato al presentimiento y siguieron recabando piezas pequeñas, nombres de curvas, marcas de gasolina donde aún preguntaban por la pareja, informes de lluvias y de deslaves, fechas de ferias donde alguien juraba haberlos visto años atrás, siempre de
espaldas, siempre a lo lejos. La camioneta verde se volvió casi un personaje en las conversaciones. Un sobrino aprendió a distinguir el sonido del motor de ese modelo en archivos de video caseros, como si el oído pudiera reconstruir lo perdido. En un cuaderno forrado con papel contact, la familia
anotó todo lo que quedaba por revisar cada vez que podían volver a la sierra.
curva larga antes del puente, taludras sueltas, sendero de pastores, barranco con raíces gruesas junto a guarumos. Preguntar por la tienda donde venden tornillos a la entrada del pueblo. Era una lista que nunca se terminaba porque la montaña añadía páginas nuevas cada temporada. Así pasó más de una
década. El 2010 llegó sin ceremonias, solo con la costumbre de contar el tiempo en ferias.
Fue antes de San Miguel, después de Todos Santos, el año que el lodo cerró el camino. En esas medidas, 14 años parecían muchos y a la vez ninguno. La sierra mantuvo su ritmo, mañanas claras, tardes con neblina, noches que escondían más de lo que mostraban. En secreto, cada quien sostuvo a su manera
la idea de que algún día algo se movería en el paisaje y dejaría a la vista una pista, un objeto, un fragmento capaz de ordenar el rompecabezas.
Nadie sabía que esa pista con lona azul y tela de cuadros estaba ahí cubierta por tierra y raíces empujón de una tormenta. En septiembre de 2011, la sierra de Zongolica recibió una tormenta como pocas. Tres días seguidos de lluvia incesante convirtieron las veredas en riachuelos y la carretera en
una franja negra salpicada de piedras sueltas.
El cielo permanecía bajo, casi pegado a las copas de los árboles, y los relámpagos dibujaban por segundos la silueta de las montañas antes de que el trueno retumbara en las barrancas. Los lugareños, acostumbrados a los aguaceros, sabían que aquel tenía una fuerza distinta. No era la lluvia mansa que
alimenta los cultivos, sino la que arrastra tierra, raíces y casas mal ancladas.
El cuarto día, cuando el agua cedió, un tramo olvidado de la carretera serrana quedó marcado por un deslave. A unos kilómetros de la vuelta de la cruz, la ladera se dio en una mezcla de barro, piedras y troncos. El derrumbe no bloqueó por completo el paso. Los vehículos aún podían circular con
cuidado, pero dejó al descubierto una pared de tierra húmeda oscura donde las raíces colgaban como venas expuestas.
Esa zona no era muy transitada. Desde que una ruta más directa se había asfaltado años atrás, solo pasaban por allí camiones de carga ligeros o campesinos que llevaban productos al mercado. A media mañana, un trabajador enviado por la Secretaría de Comunicaciones llegó para evaluar los daños.
Vestía botas de ule cubiertas de barro y cargaba un machete para apartar ramas. Al inspeccionar el talud, algo rompió la monotonía del marrón húmedo, un destello azul como un pedazo de lona atrapado entre raíces y piedras. se agachó, apartó con cuidado la vegetación y confirmó que se trataba de un
trozo de plástico grueso enredado y cubierto de lodo.
Tiró un poco y notó que debajo había algo más, una forma más rígida que no era piedra ni tronco. Lo que apareció fue una mochila de lona beige clara, empapada y con el tejido manchado de verde y marrón. El trabajador vio que tenía las costuras reventadas en varios puntos y parches oscuros de Mo en
la solapa, que estaba rota y caída hacia un lado.
La imagen le pareció extraña, como si la mochila hubiera estado allí demasiado tiempo esperando que la tierra se apartara. decidió no tocarla más y llamó por radio a su supervisor, que a su vez avisó a las autoridades municipales. En menos de una hora, dos policías locales llegaron al sitio. Uno de
ellos, al inclinarse para mirar el interior, encontró una tela empapada, una camisa de cuadros de hombre con los colores desteñidos hasta quedar en tonos gris y azul pálido.
La tela estaba desgarrada en varios lugares y la humedad había hecho que algunas partes se pegaran como si fueran papel mojado. Los policías fotografiaron la mochila y la camisa antes de moverlas. A un lado, entre piedras y ramas, también recogieron fragmentos de lona azul, similares a las que se
usan para cubrir mercancía en ferias y tianguis.
El resto del terreno mostraba huellas del derrumbe, raíces expuestas, piedras apiladas de forma irregular, charcos de agua turbia con hojas flotando. La pendiente descendía varios metros hacia un arroyo que todavía corría con fuerza, arrastrando espuma y pequeños troncos. Ese mismo día, las
pertenencias fueron trasladadas a la comandancia del municipio.
Allí, una gente con más de 20 años en la región escuchó la descripción. y levantó la vista con un gesto serio. Eso suena a lo que buscábamos en el 97, dijo. Llamó a la familia de Rogelio y Maricela que llegó desde Puebla al día siguiente. Cuando entraron a la sala donde se exhibían los objetos, el
silencio fue inmediato. El hermano mayor de Rogelio reconoció la mochila al instante.
El cierre metálico, los bolsillos laterales con una costura reparada por Maricela, la correa derecha con una marca de quemadura por una chispa de soldadura que habían tenido años atrás en la feria de San Martín. La camisa también fue identificada, sin dudas. era la que se ponía para manejar en la
sierra”, dijo su cuñado, tocando con cuidado la tela fría y húmeda.
Nadie quiso olerla. El barro y el MO ya habían borrado cualquier aroma que pudiera traer un recuerdo más preciso. El hallazgo no significaba una respuesta definitiva, pero sí un punto fijo en la historia. La mochila y la camisa habían estado allí, enterradas bajo capas de tierra y raíces durante 14
años.
¿Cómo llegaron a ese punto? ¿Habían caído con la camioneta o alguien las había arrojado desde la carretera? Las preguntas se multiplicaban y la sierra, como siempre, ofrecía más espacio para la duda que para la certeza. Las autoridades estatales enviaron un equipo para inspeccionar el barranco.
Descendieron con cuerdas y linternas, revisaron entre piedras y raíces, pero la inestabilidad del terreno y la amenaza de nuevos deslaves limitaron la búsqueda.
No hallaron restos de vehículo ni huesos, solo más barro, vegetación aplastada y el murmullo constante del agua. El lugar parecía haber sido removido y reacomodado por la fuerza de la lluvia durante años, como si la montaña hubiera digerido lo que cayó en ella. En el pueblo cercano, la noticia
corrió rápido. Algunos vecinos se acercaron a la comandancia para ver la mochila.
Otros preferían no mirar, convencidos de que los objetos encontrados guardaban una tristeza que podía contagiarse. Los colegas tianguistas de Rogelio y Maricela intercambiaron miradas largas en el mercado, como si en el silencio se pudiera explicar lo que sentían. Alivio por un rastro, dolor por la
confirmación de que ese rastro estaba ligado a la pérdida. La familia llevó la mochila y la camisa de regreso a Puebla.
Las limpiaron lo justo para quitar el barro. más grueso y evitar que el MO avanzara, pero no las restauraron. Querían conservarlas tal como habían aparecido, como evidencia y como recordatorio. En la casa las colocaron sobre una mesa cubierta con un mantel de ule junto a la fotografía de la pareja.
Durante semanas, cada visitante que llegaba se detenía frente a esos objetos sin saber si ofrecer condolencias o preguntar qué vendría después. La sierra, mientras tanto, siguió igual.
Mañanas claras, tardes con neblina, noches en las que el viento arrastraba el eco de las curvas. El barranco donde apareció la mochila volvió a cubrirse de vegetación en pocos meses. Solo quienes conocían la historia podían señalar el punto exacto desde la carretera. Y aún así, el lugar parecía
negar cualquier secreto.
El hallazgo de la mochila y la camisa trajo un movimiento extraño a la historia, una sensación de avance mezclada con un vacío aún mayor. Por primera vez en 14 años había algo tangible que podía sostenerse con las manos, algo que había estado junto a Rogelio y Maricela en su último viaje. Pero al
mismo tiempo la ausencia de cualquier otro rastro, ni camioneta, ni restos humanos, ni pertenencias adicionales, obligaba a todos a enfrentar una pregunta que no tenía respuesta.
¿Qué pasó entre la curva donde los vieron por última vez y el barranco donde terminó aquella mochila? En los días posteriores, la familia recibió visitas constantes. Vecinos, amigos y conocidos llegaban con palabras que se quedaban cortas. Algunos llevaban flores, otros pan y otros simplemente se
sentaban en silencio alrededor de la mesa donde la mochila y la camisa reposaban, aún con manchas de barro seco. El mantel de ule que las sostenía se convirtió en un pequeño altar involuntario.
Nadie quería tocar demasiado los objetos. Era como si al hacerlo pudieran borrar las huellas que aún quedaban, aunque fueran huellas invisibles. Las autoridades estatales, presionadas por la atención que el hallazgo generó, prometieron retomar la búsqueda. Un grupo reducido volvió al barranco con
cuerdas, balas y detectores de metal.
Durante tres días trabajaron en la zona removiendo capas de tierra y ramas, siguiéndola pendiente hacia el arroyo. El suelo cedía con facilidad y en más de una ocasión uno de los rescatistas tuvo que ser sujetado por sus compañeros para evitar una caída peligrosa. No encontraron nada nuevo.
El agua, la tierra y el tiempo habían hecho su trabajo y la montaña no parecía dispuesta a devolver más fragmentos de la historia. En Puebla, la familia comenzó a revisar mentalmente cada detalle de aquel viaje de 1997. Recordaban que Rogelio había revisado la camioneta antes de salir, que habían
cargado lonas nuevas, que Maricela había comprado un juego de sartenes para vender en la feria patronal.
Algunos se aferraban a la idea de que habían sido víctimas de un accidente, que tal vez la camioneta había caído por un tramo más profundo del barranco y el deslave había arrastrado solo la mochila y la lona azul hasta el lugar donde aparecieron. Otros, sin embargo, empezaron a preguntarse si la
pareja no habría sido detenida por alguien y sus pertenencias arrojadas después para simular un accidente.
En el pueblo veracruzano más cercano al hallazgo, los rumores crecieron. Se habló de asaltantes que operaban en la zona en los 90, de ajustes de cuentas malentendidos, incluso de confusiones con otras personas. Ninguna de esas versiones pudo confirmarse y con el tiempo cada una se diluyó como el
barro después de la lluvia. Lo único cierto era que 14 años después la sierra había entregado un pedazo de la historia y se había vuelto a cerrar.
Los colegas tianguistas de Rogelio y Maricela organizaron un pequeño homenaje en una feria regional. Colocaron en el puesto principal una lona azul extendida, similar a las que usaban ellos. y sobre ella pusieron fotografías de ambos sonriendo en distintos tianguis. A un costado, un espacio vacío
simbolizaba la mesa que no habían vuelto a instalar.
Entre los vendedores circulaba una mezcla de tristeza y respeto. Algunos ofrecían café a quien se acercaba. Otros contaban anécdotas, que Rogelio siempre ayudaba a cargar mercancía pesada, que Maricela tenía un método especial para doblar cobijas y que nunca le quedaban arrugas. Era una manera de
recordarlos sin necesidad de pronunciar la palabra desaparecidos.
En las noches, en la casa familiar de Puebla, la mochila quedaba en una repisa alta junto a la fotografía que los mostraba juntos frente a la camioneta verde. La camisa guardada en una bolsa transparente permanecía en el armario de un cuarto que ya casi no se usaba. La familia no sabía si esos
objetos eran un cierre o una nueva apertura del caso.
Algunos pensaban que debían entregarlos a las autoridades para análisis, otros que debían permanecer en casa porque eran lo único que había vuelto de la sierra. Con el paso de las semanas, la intensidad del interés público disminuyó. Los periódicos locales dejaron de mencionar el hallazgo. Las
autoridades se enfocaron en otros casos y la carretera volvió a su rutina de vehículos lentos entre neblina.
Solo la familia mantenía vivo el compromiso de seguir buscando, aunque fuera en mapas, en recuerdos o en conversaciones con quienes conocían la zona. La última imagen que muchos tenían de Rogelio y Maricela seguía siendo la de aquel día de agosto de 1997. De pie juntos frente a su camioneta verde
con las lonas de colores bien amarradas y la mochila Beige descansando en la parte trasera.
En esa fotografía no había rastro de lo que vendría después, solo dos personas que parecían listas para otro viaje más por la sierra, sin saber que ese sería el último. Y así el caso quedó suspendido en un punto intermedio, ni completamente cerrado ni abierto del todo. La sierra guardaba más
preguntas que respuestas y el hallazgo de 2011, lejos de resolver el misterio, solo lo había vuelto más palpable.
Quienes habían buscado durante años sabían que mientras no hubiera una respuesta definitiva, el camino seguiría abierto, aunque fuera un camino que se recorriera solo en la memoria. Después del hallazgo de 2011, la vida no regresó a su sitio. Se acomodó de otra manera. Lo primero que cambió fue el
modo de contar el tiempo.
Ya no se decía antes de la feria de julio o después de todos santos, sino antes de la mochila. Y después de la mochila, las conversaciones en la casa de Puebla se organizaron alrededor de esa línea invisible, como si el hallazgo hubiera abierto un cajón donde cabían recuerdos que hasta entonces no
encontraban lugar. No era una certeza ni un cierre, era un objeto con peso, con manchas, con costuras rotas que obligaban a mirar de frente lo que la sierra no quiso devolver.
La hermana de Maricela decidió, sin anunciarlo, que cada domingo pondría la mesa del patio y dejaría un espacio pequeño, sin plato ni vaso, con una servilleta doblada encima. No era un altar ni una pose, era una silla lista por si el pasado quería sentarse un rato. Los sobrinos, ya adultos,
aprendieron a moverse alrededor de ese hueco con naturalidad.
Había días en que alguno se sentaba ahí, se quedaba un minuto en silencio y luego se levantaba para seguir con la vida. Era su manera de decir, “Todavía los vemos.” Con el paso de los meses, la familia tomó una decisión práctica, ordenar la memoria. sacaron cajas, cuadernos, recibos de gasolina,
fotos de ferias donde la lona azul parecía un cielo cercano que los seguía en cada pueblo. Hicieron un inventario de todo lo que alguna vez los acompañó.
¿Cuántas lonas compraban al año? ¿Cuántas cajas usaban para cobijas? ¿Cuáles eran los colores que mejor se vendían en los fríos de la sierra? No buscaban cifras, buscaban bordes, contornos, la forma del mundo que habían perdido. Ese ejercicio no arrojó pistas nuevas, pero dejó una claridad útil.
La ruta no era un misterio esotérico, era una línea llena de curvas y descansos que alguien podía recorrer con calma y respeto. Los colegas tianguistas siguieron cruzando la sierra, a veces pasaban por el tramo del derrumbe y tocaban el claxon una sola vez. breve como quien saluda a una casa
cerrada.
En ciertos tianguis, al final del día, cuando quedaban pocos clientes y el aire traía olor a aceite quemado de los puestos de fritangas, surgía inevitable la conversación. ¿Y si la camioneta quedó más abajo donde ya no se ve? ¿Y si alguien los obligó a dejarla y luego la movió? Las hipótesis no
nacían de morbo, eran una defensa contra el hueco. Hablar era sostener, aunque solo fuera con palabras, lo que la montaña se llevó.
La hermana de Rogelio empezó a visitar más seguido los pueblos de la ruta, no a preguntar como quién interroga, sino a escuchar como quién toma nota de la lluvia. Entraba a las tiendas donde vendían tornillos, a las cocinas económicas de menú escrito con Giss, a las bombas de gasolina que aún
tenían el suelo manchado de 10. El viejo. Llevaba en la bolsa una copia pequeña de la foto.
Rogelio con su camisa de cuadros, Maricela acomodando una pila de cobijas, la camioneta verde detrás, las lonas de colores enrolladas como promesas. La gente miraba, asentía, decía que sí los recordaba. o que quizá los confundía con otros. Día tras día, la hermana aprendió que recordar es también
una forma de trabajo.
Un sobrino encontró en una caja de metal una libreta de tapas duras forrada con papel contact. Dentro había listas que parecían hechas con prisa. Ajustar amarras, comprar cinta gris, revisar frenos antes de subir, llamar a la caseta del pueblo si pasa algo. Esas frases escritas con una letra
intermedia entre Rogelio y Maricela, tal vez dictadas por uno y apuntadas por el otro, se volvieron parte del lenguaje familiar.
En Noches de lluvia, alguien leía en voz alta, “Revisar frenos antes de subir.” Y no era un consejo técnico, era una plegaria terrenal. A partir de entonces, la mochila ocupó un lugar fijo, no en la sala ni en el cuarto de visitas, sino en un espacio de paso, junto al mueble donde se dejan las
llaves y el cambio. Nadie la empujaba hacia el fondo, nadie la exhibía.
A veces, al llegar, alguien le rozaba la lona con los dedos, como al tocar madera para que no se rompa un pequeño pacto. La camisa más frágil quedó guardada en una caja transparente con bolsitas de algodón para que no se deshiciera. “Se guarda lo que no resiste el aire”, decía la tía y todos
asentían.
Las autoridades, tras el breve impulso de 2011, retomaron su ritmo. En la comandancia, el expediente volvió a su cajón. y el cajón a su silencio con olor a humedad. La familia lo entendió sin resentimiento. Habían aprendido que en la sierra lo público y lo privado se mezclan de un modo peculiar.
Los caminos son de todos, pero la memoria es trabajo de cada quien. Por eso decidieron seguir con lo que estaba a su alcance. registrar, ordenar, recorrer de vez en cuando, preguntar sin herir. En uno de esos recorridos, cuando la tarde ya se había quedado corta y la neblina bajaba como una cortina
espesa, el cuñado de Rogelio se detuvo en un mirador improvisado, un claro donde la maleza había sido aplastada por camiones.
Desde ahí, las barrancas parecían respirar. El viento subía con olor a hojas machacadas y tierra mojada. no dijo nada. Estuvo un rato con las manos en la varanda oxidada escuchando el sonido metálico que hacen las curvas cuando un vehículo frena y vuelve a tomar velocidad. Luego regresó al carro y
siguió el camino.
A veces quedarse quieto es otra forma de caminar. Con los años los sobrinos aprendieron a no buscar señales donde no las había. Ese aprendizaje no se parece a la resignación, es más bien una disciplina del ojo y del oído. En fiestas patronales, cuando la banda se calla por un segundo y el eco
rebota en la plaza, uno de ellos siente un hueco en el estómago.
Piensa en la camioneta verde, en la curva con luces encendidas, en la mochila que esperó 14 años bajo tierra y luego con una calma que se entrena, vuelve al presente, paga los boletos del juego mecánico, compra una agua fresca, ayuda a mover una mesa. La vida al final consiste en encender y apagar
luces sin perder el rumbo.
En la casa de Puebla, el mantel de ule sobre la mesa del comedor tiene marcas de vasos que nadie quiere lavar del todo. Son anillos que recuerdan conversaciones, decisiones pequeñas, planes para el siguiente viaje a la sierra. Cada marca es una estación. Cuando llega visita, la tía pasa un trapo,
pero no frota con fuerza.
Deja que el tiempo se vea sobre ese mantel, una vez al mes, ponen el cuaderno forrado con papel contact y actualizan la lista de pendientes. Hablar con don Lázaro, gasolinera vieja. Revisar curva larga antes del puente. Pedir a los de la panadería si recuerdan algo de la feria de ese año. Llevar
botas de suela nueva. Nadie se engaña. No esperan un hallazgo.
Esperan sostener la dignidad de su búsqueda. A veces, al final de la tarde, cuando el sol pega en diagonal sobre las láminas del patio y el aire trae un hilo de olor a maíz tostado de la calle, ponen una grabación con la voz de Rogelio, que quedó en una antigua cinta. No dice nada importante, solo
enumera precios de cobijas mientras ríe porque alguien se equivocó dando el cambio.
La cinta tiene un zumbido de fondo, como si una lluvia mínima se hubiera quedado atrapada allí. Escuchan un minuto, apagan, no quieren gastar la memoria. Con todo, el rumor del mundo sigue. Los tianguis cambian de manos. Las ferias crecen o se apagan según la temporada.
Los caminos reciben nuevos baches, nuevas capas de asfalto que a veces no duran. La gente que los conoció envejece y en sus relatos entran imprecisiones que la familia corrige con paciencia. No. La camisa de Rogelio tenía cuadros más cerrados. La mochila no era café, era beige muy clara. La lona
que encontraron era azul, no verde.
El detalle no es capricho, es la manera que tienen de que el pasado no se desdibuje. En una esquina del cuarto, junto a un ventilador que suena a verano, aunque refresque poco, hay una caja con recortes de periódico viejos. No hablan de ellos, hablan de lluvias fuertes, de deslaves en la región, de
cierres de carretera que cada año repiten la misma letanía. Los guardan porque allí reconocen un patrón.
La sierra empuja, cede, se acomoda, se traga y a veces expulsa. Nadie lo dice en voz alta, pero todos entienden que su esperanza es geográfica. No depende de voluntades, depende del modo en que la montaña se mueve con el tiempo. En esa esfera atenta, aprendieron también a protegerse de versiones
ajenas.
Cuando alguien con buena intención ofrece teorías escabrosas, la familia escucha con respeto y agradece, pero no alimenta. Han elegido otra ruta, la del detalle concreto, la del gesto pequeño, la del nombre de cada curva. Si un día la sierra decide entregar otra cosa, un fierro pintado de verde,
una villilla, un espejo, estarán listos para mirar sin temblar.
Si no, seguirán cuidando lo que sí tienen. La foto, la mochila, la camisa de cuadros y la memoria compartida que vale tanto como un mapa. Al cerrar la casa por la noche, a veces el viento hace vibrar las láminas del patio. Ese sonido que a ratos parece un motor lejano ya no asusta ni ilusiona en
exceso. Acompaña. En la penumbra, la hermana de Maricela se detiene un segundo frente a la repisa donde descansa la mochila.
Toca la correa con la yema de los dedos como quien toca una puerta sin intención de abrirla. Luego apaga la luz. La oscuridad no es enemiga, es otro modo de guardar. En 2012, casi un año después del hallazgo de la mochila, la carretera volvió a convertirse en un punto de reunión para la memoria de
Rogelio y Maricela.
No hubo actos oficiales ni notas en la prensa. Fue un acuerdo silencioso entre familiares y un puñado de colegas tianguistas. Eligieron un día nublado a finales de agosto, cuando la neblina empieza a bajar temprano y el aire tiene ese olor a hojas frescas mezclado con tierra húmeda. Salieron de
Puebla al amanecer en tres vehículos.
Llevaban termos con café negro, pan envuelto en servilletas y un mapa gastado donde con lápiz estaban marcados los lugares que querían recorrer. La idea no era buscar de nuevo, ya sabían lo que la montaña estaba dispuesta a dar, sino caminar por los sitios que formaban parte de la ruta. “Ver para
no olvidar”, dijo la hermana de Rogelio.
Así estacionaron los vehículos en el pequeño claro antes de la curva donde según el campesino, se había visto la camioneta en 1997. El lugar no había cambiado tanto. La carretera estrecha, la pendiente que se pierde hacia la barranca, el muro natural de vegetación que se curva como un hombro. La
diferencia era que ahora el asfalto tenía remiendos recientes y señales de advertencia clavadas en postes nuevos. Se bajaron en silencio.
Uno de los sobrinos, que entonces tenía 8 años y ahora era un hombre de más de 20, se agachó a tocar la tierra húmeda junto a la cuneta. Aquí, si uno se queda callado, solo se escucha el agua corriendo allá abajo. Dijo. Tenía razón. El sonido era constante, un murmullo profundo que subía desde el
barranco, mezclado con el rose de hojas movidas por el viento.
No era difícil imaginar la camioneta estacionada ahí, luces encendidas sin ocupantes. Siguieron la carretera hasta el punto del derrumbe de 2011. La vegetación había vuelto a cubrir la cicatriz, pero aún quedaban signos. Piedras amontonadas de manera irregular, raíces viejas expuestas como costuras
malerradas y el perfil del talud que descendía abrupto hacia el arroyo.
Uno de los tianguistas señaló un lugar más abajo. Por ahí es donde encontraron la mochila. Nadie bajó. La pendiente estaba demasiado mojada y cubierta de musgo. Solo miraron un momento, como si la vista pudiera aprender de memoria la forma exacta de ese corte en la montaña. El viaje continuó hacia
otros puntos clave. La gasolinera vieja donde a veces se detenían para inflar.
El cruce donde un camino de terracería lleva a un poblado pequeño famoso por sus panes dulces. un mirador improvisado desde el que se veían tres curvas seguidas de la carretera como cintas grises entre el verde. En cada parada surgían comentarios, detalles que no siempre estaban en las versiones
oficiales.
Aquí una vez se nos atravesó un burro y casi nos salimos de la carretera, recordaba uno. Aquí se detuvieron a comer tamales de elote una vez. Me acuerdo porque Maricela se llevó dos para el camino”, decía otro. La tarde los alcanzó antes de llegar al último punto del recorrido.
El cielo se puso gris y la neblina bajó de golpe, cubriendo todo con un manto blanco que apagaba los colores. Encendieron las luces y por un momento el reflejo en la bruma les recordó demasiado aquella última imagen conocida. Vehículo detenido, luces encendidas, figuras ausentes. Fue inevitable un
silencio largo roto solo por el golpeteo del motor.
Al regresar a Puebla, la familia acordó que harían ese recorrido una vez al año, no como una expedición formal, sino como un gesto de cuidado, una manera de no dejar que la carretera se convirtiera en un lugar ajeno. Si uno deja de pisar un camino, el camino se borra, dijo la hermana de Maricela.
En adelante, cada año, sin importar el clima, harían el mismo trayecto, deteniéndose en los mismos sitios, repitiendo las mismas frases.
No esperaban encontrar nada nuevo, pero sí preservar la relación con ese paisaje que de algún modo también era parte de la familia. Mientras tanto, en los tianguis, la historia de Rogelio y Maricela seguía circulando entre los comerciantes más viejos. Era contada como advertencia a los nuevos. No
viajen solos por la noche, lleven siempre herramientas, avisen si se retrasan.
Los objetos que habían aparecido en 2011, la mochila y la camisa, se mencionaban como símbolos. Algunos incluso llevaban una foto impresa de la mochila en sus teléfonos, no como morvo, sino como recordatorio de que la sierra guarda memoria, aunque la entregue a cuentagotas. En el pueblo veracruzano
más cercano a la curva, los vecinos también mantenían viva la historia, aunque de forma más discreta.
Los más jóvenes la conocían por fragmentos escuchados en sobremesas o en charlas de tienda. Los mayores, que recordaban haber visto pasar a la pareja en su camioneta verde, a veces mencionaban detalles mínimos, la manera en que Rogelio saludaba con un gesto breve de la mano o como Maricela le
indicaba con la cabeza dónde estacionar. Eran retazos de memoria que unidos formaban una imagen difusa, como una fotografía tomada a través de vidrio empañado.
Ese mismo año, un periodista local intentó retomar el caso para un reportaje de aniversario. Se reunió con la familia, revisó el expediente y habló con algunos lugareños. El artículo publicado en un periódico de circulación regional no aportó datos nuevos, pero dejó clara una idea. El hallazgo de
la mochila no había cerrado nada.
“La sierra se guarda sus secretos”, escribió el periodista. Y no siempre los entrega cuando la gente lo pide. A veces lo hace cuando ya no queda quien pregunte. Esa frase, aunque amarga, fue recortada y guardada en la misma caja que contenía otros recortes de prensa.
Para la familia, el tiempo después de 2011 fue un ejercicio de equilibrio. Por un lado, necesitaban seguir con su vida, atender negocios, cuidar a los hijos, asistir a fiestas y ferias. Por otro, sentían la responsabilidad de mantener viva la historia, no por obstinación, sino por respeto. Sabían
que cada curva, cada tramo de asfalto, cada cuneta podía ser un recordatorio de lo que falta y que la única forma de que esos lugares no se olviden es seguir transitándolos.
En la casa, la repisa con la mochila se convirtió en un punto de paso obligado. Al salir, alguien a veces la miraba de reojo. Al entrar, otro le acomodaba la correa sin decir nada. Era un objeto que no pedía explicación, pero que imponía presencia.
Como la carretera estaba ahí con sus curvas y sus sombras, esperando que alguien la recorra para que no se borre del todo. Con el paso de los años, el caso de Rogelio y Maricela dejó de ser únicamente un asunto familiar para convertirse en una referencia en la memoria colectiva de quienes viven y
trabajan en la sierra de Songolica. No se trataba de una leyenda ni de una historia para asustar.
Era un relato que aparecía en conversaciones cotidianas como una advertencia tejida en la rutina de la gente. En los pueblos pequeños, donde todos saben quién es quién, la desaparición se volvió un ejemplo de cómo la sierra puede tragarse a las personas sin dejar rastro. Los ancianos la contaban
con una mezcla de precisión y rumor.
Eran de Puebla, vendían cobijas, subían seguido. Un día nada, solo la camioneta con luces prendidas y luego, años después una mochila. Los jóvenes, que no vivieron el hecho, la escuchaban en las cocinas económicas mientras comían caldo caliente en días de lluvia. La historia servía como un mapa
mental de los riesgos.
Curvas cerradas, barrancas profundas, tramos con neblina densa donde el sonido de un motor se distorsiona. En los tianguis, sobre todo en las ferias grandes donde comerciantes de distintos estados se encontraban, el nombre de Rogelio y Maricela era pronunciado con respeto.
Algunos tianguistas que empezaban en el oficio recibían consejos que parecían simples, pero que estaban impregnados de la memoria del caso. No te detengas en curva. Si tienes que parar, apaga las luces y oríllate donde te vean. Lleva siempre un número al que puedan llamar si no llegas. Muchos de
esos consejos nacieron de la manera en que se les perdió el rastro aquella tarde de agosto de 1997.
La familia, consciente de esta función no oficial de la historia comenzó a aceptarla como parte de su trabajo de memoria. No buscaban que la gente sintiera miedo, sino que aprendiera a cuidarse en esas carreteras. Así, cada vez que alguien pedía detalles, respondían con la serenidad de quien ha
repetido un relato muchas veces. Los nombres, la fecha, la curva, la mochila, la camisa de cuadros.
No añadían ni quitaban nada. Era un pacto con la verdad posible. En el pueblo veracruzano, más cercano al punto del hallazgo, la pequeña tienda junto a la plaza principal tenía colgada detrás del mostrador una foto borrosa de la camioneta verde. El dueño, un hombre de manos ásperas y gorra gastada,
decía que la había guardado porque uno no sabe cuándo habrá que recordar bien la forma de algo.
La imagen tomada en una feria antes mostraba a Rogelio sonriendo mientras descargaba lonas. No era una gran foto, pero bastaba para que quien la mirara entendiera que había una historia detrás. En la escuela primaria del pueblo, la maestra de sexto grado usaba la historia como ejemplo en las clases
de geografía y civismo. No hablaba de desaparición como tal, sino de la importancia de conocer bien el terreno y las condiciones del clima en la sierra.
Aquí, decía señalando el mapa, hay lugares donde la neblina es tan densa que uno no ve más allá de su mano. Si alguien se detiene, debe hacerlo con cuidado y avisar. Esto lo aprendimos porque hace muchos años una pareja pasó por aquí y no volvió. Los niños escuchaban con atención, quizá porque
sabían que sus padres y abuelos conocían a esa pareja.
Mientras tanto, en Puebla, la familia continuaba con sus rutinas. No había semana en que alguien no preguntara si había novedades. La respuesta era siempre la misma. No, pero seguimos pendientes. La mochila seguía en su repisa, la camisa en su caja transparente y la foto enmarcada junto a ellas.
Los objetos se habían convertido en una especie de puente, un recordatorio de que el caso no estaba cerrado y al mismo tiempo un ancla que impedía que el recuerdo se diluyera.
Los tianguistas más jóvenes al escuchar la historia a veces la imaginaban en colores. La camioneta verde avanzando por la carretera, las lonas de colores bien amarradas, el brillo de la mochila Beige bajo el sol de la mañana. No siempre entendían la parte oscura de la historia. Pero intuían que
había algo en ese relato que les enseñaba sobre respeto por la sierra y por quiénes la recorren.
En el mercado de un pueblo cercano, un anciano que había sido arriero en su juventud contaba que durante décadas había visto pasar mercancías, animales y personas por esos mismos caminos, pero que pocas veces una historia había quedado tan marcada en la memoria local. No es porque fueran famosos ni
ricos, decía, es porque podían haber sido cualquiera de nosotros. Y eso lo hace más pesado.
La carretera, por su parte, seguía igual de impredecible. Cada temporada de lluvias traía nuevos deslaves. Cada verano largas horas de sol que secaban la tierra y la volvían resbaladiza. Los puntos peligrosos eran los mismos de siempre, aunque con señales nuevas o reparaciones temporales.
Los que conocían bien la ruta sabían que esas medidas no cambiaban la naturaleza del camino. seguiría siendo una franja estrecha entre montaña y vacío, una línea donde basta un segundo de descuido o un hecho inesperado para cambiarlo todo. En una de las ferias de 2015, un grupo de tianguistas
decidió organizar una pequeña ofrenda en memoria de todos los comerciantes desaparecidos en rutas de carretera. Colocaron fotos, velas y algunos objetos representativos.
una lona doblada, una caja de cartón con cinta gris, un termo de café y en un marco una foto de Rogelio y Maricela. No era un acto formal ni multitudinario, pero quienes pasaron por allí se detuvieron un momento, aunque fuera para mirar en silencio. Para la familia, estos gestos eran una señal de
que la historia no se perdería del todo.
Tal vez nunca habría una respuesta definitiva, pero mientras hubiera gente que recordara sus nombres y su ruta, la desaparición no sería un borrón. La sierra seguiría siendo el escenario del misterio, pero también el lugar donde la memoria, como las raíces encuentra formas de aferrarse a la Tierra.
Hubo momentos después de 2015 en que la familia creyó que la historia podía volver a moverse. No fueron grandes avances ni hallazgos concretos, pero sí pequeños destellos que por un instante hicieron pensar que la carretera guardaba algo más. El primero llegó en 2016. Cuando un campesino de la zona
llamó a la comandancia municipal para decir que había encontrado un pedazo de lona enredado en un árbol caído a varios metros del camino.
Decía que el color y el grosor le recordaban a las lonas que usan los tianguistas. La noticia llegó rápido a Puebla y dos sobrinos de Rogelio viajaron con una agente local hasta el sitio. Encontraron la lona, pero estaba tan desgastada que no podía saberse si había estado allí desde los 90 o si
alguien la había dejado años después. El tejido estaba quebradizo, el color deslavado casi hasta el gris y en las orillas se veían mordidas de roedor. No hubo forma de vincularla al caso.
Otro momento llegó en 2018 cuando un transportista que había recorrido la ruta por más de dos décadas aseguró haber visto en una curva poco transitada algo metálico y verde entre la maleza. Según él, estaba seguro de que no lo había visto antes. La familia organizó una visita acompañados por dos
policías retirados que conocían la sierra.
La búsqueda duró un día entero con machetes para abrir paso entre la vegetación. Lo que encontraron fue un fragmento de lámina pintada, doblada y oxidada, probablemente parte de un contenedor viejo o un tejado. El verde no coincidía del todo con el de la camioneta y la forma no encajaba con ninguna
pieza conocida del modelo que manejaba Rogelio. Estos episodios no fueron decepciones en el sentido tradicional.
La familia ya había aprendido que en la sierra las pistas se desgastan, cambian de lugar o se confunden con los restos de otras historias. Lo importante era no dejar de mirar, no dejar que el camino se cerrara del todo. Cada recorrido, aunque no diera resultados, reforzaba el vínculo con la ruta.
En 2019, una estación de radio local dedicó un programa especial a desapariciones en carreteras de la región. El conductor entrevistó a tianguistas, transportistas y familiares de personas que nunca regresaron de sus viajes. La historia de Rogelio y Maricela ocupó un segmento central. Se reprodujo
una grabación de la hermana de Maricela describiendo la mochila encontrada en 2011.
La costura rota en un lado, la marca de quemadura en la correa, el olor a humedad que no se iba. El silencio que siguió en la transmisión fue más elocuente que cualquier comentario. Al día siguiente, la familia recibió llamadas de oyentes que decían haber visto la camioneta en distintos momentos y
lugares de la sierra. Ninguna versión pudo confirmarse, pero el flujo de voces recordaba que la memoria del caso seguía viva.
Con el tiempo, la comunidad también aprendió a filtrar rumores. En 2020, un hombre aseguró que durante una cacería en la montaña había encontrado una llanta enterrada que podía pertenecer a la camioneta. El hallazgo fue revisado por dos mecánicos del pueblo. Resultó ser de un modelo distinto y más
reciente. La llanta quedó ahí, cubierta otra vez por la tierra y las hojas.
Ese mismo año, la familia reorganizó su archivo de recuerdos y pistas. La caja metálica con recortes de periódico fue acompañada por carpetas con fotos impresas, croquis de la ruta, listas de lugares revisados y notas de entrevistas con lugareños. El sobrino mayor creó un mapa digital con marcas de
todos los sitios relevantes.
La curva del avistamiento, el barranco del hallazgo, los puntos donde se encontraron objetos dudosos, las casas y comercios donde alguien dijo haberlos visto. No era un mapa de búsqueda en el sentido policial, sino un registro de memoria, un documento que garantizara que la ruta no se perdería con
el tiempo.
En 2021, al cumplirse 10 años del hallazgo de la mochila, la familia organizó un acto íntimo en el tramo del derrumbe. No colocaron flores ni velas, sino que se detuvieron un momento en silencio, mirando hacia el fondo del barranco. El sonido del agua era igual que en 2011, constante, profundo, sin
prisa.
Algunos dejaron caer pequeñas piedras como gesto de presencia. Aquí estamos todavía”, murmuró uno de los sobrinos. Los tianguistas que viajaban por la ruta siguieron participando, aunque fuera de forma indirecta, cuando veían algo extraño, una lona en el suelo, una pieza de metal, una marca en la
tierra, enviaban fotos a la familia.
La mayoría de las veces resultaba ser basura o restos de otros vehículos. Pero cada mensaje era una señal de que la red de memoria seguía activa, de que la carretera no estaba del todo sola. En 2022, un grupo de jóvenes documentalistas de la Universidad Estatal quiso grabar entrevistas para un
proyecto sobre la sierra. La familia aceptó con la condición de que no se modificara el relato.
Durante una tarde entera grabaron en la casa de Puebla, la mochila sobre la mesa, la camisa en su caja, el cuaderno forrado con papel contact abierto en la lista de pendientes. Las cámaras captaron la luz que entraba por la ventana y caía sobre los objetos como si subrayara su papel en la historia.
El documental no resolvió nada, pero dejó un registro visual que para la familia era otra forma de cuidado. El último intento significativo ocurrió en 2023, cuando una tormenta volvió a provocar deslaves en la región. La familia, con cautela se preguntó si el movimiento de tierra podría revelar
algo más. Al final no hubo hallazgos, pero el viaje para comprobarlo sirvió como recordatorio de que mientras exista el camino, existe la posibilidad, por mínima que sea, de encontrar otra pieza.
El caso a esas alturas ya no se medía en la cantidad de pistas, sino en la constancia del vínculo con la ruta. Cada curva recorrida, cada cuneta observada, cada pregunta hecha en una tienda era una forma de mantener abierta la historia. Tal vez pensaban, “La montaña no estaba lista para dar otra
respuesta”.
Pero ellos seguirían allí, año tras año, repitiendo la visita, porque sabían que en la sierra la memoria se cultiva igual que la tierra, con paciencia, con cuidado y con la certeza de que no siempre se cosecha lo que se siembra, pero sí se evita que el terreno se olvide. Para 2024 habían pasado 27
años desde la desaparición y 13 desde el hallazgo de la mochila.
En la casa de Puebla, el caso de Rogelio y Maricela ya no se discutía todos los días, pero estaba presente en cada rincón como una capa fina de polvo que nunca se quita del todo. El silencio que lo rodeaba no era vacío, estaba lleno de gestos, costumbres y objetos que mantenían viva la memoria.
La mochila Beige seguía en la repisa del pasillo a la altura de los ojos, como si esperara que alguien la tomara antes de salir. A su lado, una pequeña etiqueta de papel escrita a mano decía, “Agosto 2011, hallazgo.” No era un adorno, sino un recordatorio preciso, como los que usan los comerciantes
para no confundir mercancía.
La camisa de cuadros continuaba en su caja transparente, guardada en un armario que casi nadie abría. A veces algún sobrino pedía verla. La tía la sacaba con cuidado, levantando la tapa lentamente para que el olor a tela vieja y humedad atrapada no escapara demasiado rápido. El contacto era breve,
unos segundos para mirar las costuras rotas, los colores desteñidos, los hilos que parecían deshacerse con solo rozarlos.
En la mesa del comedor, cubierta por un mantel de ule con flores ya casi borradas, estaba siempre el cuaderno forrado con papel contact. La lista de pendientes seguía creciendo, aunque muchos puntos se repetían año tras año. Preguntar en la tienda de clavos, revisar curva antes del puente, pasar
por la gasolinera vieja. Nadie tachaba lo que ya se había hecho.
El cuaderno no era una lista para cumplir, sino una forma de mantener abiertas las rutas posibles. La familia había aprendido a vivir en dos planos. En uno, el de la vida cotidiana. Atendían negocios, cuidaban a los niños, celebraban cumpleaños. En el otro, el de la memoria, seguían marcando
fechas, organizando recorridos por la carretera, respondiendo a curiosos que preguntaban por la pareja de la mochila.
No había contradicción entre ambos planos. Se superponían como dos transparencias que forman una sola imagen. En los tianguis, los colegas más antiguos seguían mencionando a Rogelio y Maricela. Los nuevos vendedores, que solo conocían la historia de Oídas, se sorprendían al ver la foto de la
camioneta verde con las lonas amarradas.
Algunos pedían detalles, otros preferían no preguntar. En las paradas de comida todavía había quien contaba la última vez que los vio, aunque a veces el recuerdo estaba mezclado con otros viajes y otras caras. La familia escuchaba con paciencia y corregía solo lo necesario. No, no llevaban sombrero
ese día. Sí, siempre se detenían en esa curva.
La comunidad en la sierra de Zongólica también conservaba el caso en su memoria colectiva. La curva del avistamiento y el barranco del hallazgo eran referencias habituales al dar indicaciones de camino. Pasa el lugar donde encontraron la mochila y después sigues hasta el puente. No era un punto
turístico ni un lugar marcado en mapas oficiales, pero formaba parte del paisaje narrado por los lugareños.
En las reuniones familiares, cuando la conversación se acercaba al tema, el tono cambiaba. Las voces se volvían más lentas, como si las palabras necesitaran medir su peso antes de salir. Algunos sobrinos que eran niños en 1997 y ahora tenían hijos propios contaban cómo la historia había influido en
su manera de viajar.
Nunca conducir de noche en la sierra, llevar herramientas básicas, avisar siempre antes de tomar un camino poco transitado. El paso del tiempo había suavizado las emociones más agudas, pero no las había borrado. El dolor ya no era una herida abierta, sino una cicatriz que se siente al mover ciertos
recuerdos. La incertidumbre seguía ahí, pero se había convertido en un elemento más de la vida, como el clima impredecible de la montaña. Algo que no se controla, pero con lo que se aprende a convivir.
La hermana de Maricela decía que la memoria es como una planta de sombra. Crece despacio sin hacer ruido y si se la descuida se seca. Por eso insistía en seguir haciendo el recorrido anual por la carretera, aunque algunos años fueran solo dos o tres personas. No vamos a buscar, repetía, vamos a
recordar.
Y al regresar siempre anotaban la fecha y las condiciones del camino en el cuaderno, como si estuvieran escribiendo un diario de un viaje que nunca termina. En enero de 2024, la familia decidió digitalizar todas las fotos y documentos relacionados con el caso. El sobrino mayor, que trabajaba con
computadoras, escaneó cada imagen, cada recorte de periódico, cada hoja escrita a mano.
Guardó todo en varias copias, en discos y memorias USB para que no se perdiera. Mientras lo hacía, notó algo. Muchas fotos de ferias y tianguis tenían al fondo pedazos de paisaje que coincidían con la ruta. Árboles, taludes, postes inclinados. Eran como pistas invisibles, detalles que en su momento
nadie había mirado. No probaban nada, pero confirmaban que la ruta estaba incrustada en la vida de la pareja mucho antes de aquel agosto de 1997.
En los días de lluvia, cuando el agua golpea el techo de lámina y el sonido del viento se cuela por las rendijas, alguien en la casa inevitablemente recuerda la tormenta de 2011, esa que abrió la tierra y dejó ver la mochila y la camisa. Si la montaña soltó eso una vez, dice la tía, puede soltar
otra cosa.
No lo dice con ansiedad ni con esperanza desbordada, sino con la serenidad de quien entiende que la sierra tiene su propio calendario. Así, la vida sigue con ese equilibrio extraño, el presente caminando junto al pasado, la rutina al lado de la espera. La historia de Rogelio y Maricela no se cierra
ni se disuelve, se queda ahí.
ocupando un lugar propio en la casa, en la carretera y en la memoria de todos los que alguna vez escucharon su nombre. En los primeros meses de 2024, la sierra volvió a mostrar su carácter impredecible. A finales de febrero, una serie de lluvias tempranas provocó que algunas veredas quedaran
bloqueadas por derrumbes menores.
No hubo tragedias ni cierres prolongados, pero la noticia llegó a la casa de Puebla con un matiz particular. Cada vez que la montaña se movía, aunque fuera un poco, la familia sentía una mezcla de alerta y expectativa. El sobrino mayor propuso aprovechar ese momento para hacer el recorrido anual
antes de lo previsto. Partiron un sábado al amanecer llevando el cuaderno forrado con papel contact, botas de suela gruesa, termos de café y el mapa marcado con puntos rojos.
Esta vez los acompañaron dos colegas tianguistas que habían oído la historia durante años y querían conocer de primera mano los lugares clave. La curva del avistamiento estaba igual que siempre, aunque el asfalto tenía grietas nuevas. La vegetación a los lados crecía espesa y la neblina bajaba en
oleadas, dejando ver el horizonte por segundos antes de volver a cubrirlo.
El sonido del agua en el fondo del barranco era inmutable. Uno de los tianguistas que viajaba con ellos se quedó mirando hacia abajo durante un buen rato, como si buscara en el movimiento del río una respuesta. “Parece que allá abajo no cambia nada”, dijo. “Pero sí cambia, solo que nosotros no lo
vemos.” Llegaron luego al punto del hallazgo de la mochila.
El talud, cubierto de musgo y elechos, mostraba las cicatrices antiguas del derrumbe. Desde arriba era difícil imaginar el momento de 2011, cuando la tierra se abrió y dejó ver el color apagado de la lona beige y los cuadros de la camisa. Sin embargo, para la familia, la escena seguía siendo
vívida.
La hermana de Maricela, de pie junto a la varanda improvisada, cerró los ojos por unos segundos. No dijo nada. El viento frío subió desde el arroyo y movió su reboso como si quisiera empujarla a abrirlos. En el resto del recorrido, las conversaciones giraron en torno a la vida en la sierra, los
precios de la mercancía, las rutas más seguras, los cambios en las ferias patronales.
Sin embargo, cada tanto alguien volvía al tema central. ¿Qué habrá pasado con la camioneta?, preguntó uno de los jóvenes tianguistas. El sobrino mayor respondió con la serenidad de quien ha repetido la misma frase muchas veces. Si está ahí, la montaña la tiene bien guardada. En Puebla, al regresar,
anotaron en el cuaderno las observaciones del día.
Grietas nuevas en la curva, maleza densa en la entrada al barranco, neblina intermitente. El registro no tenía un propósito inmediato, pero funcionaba como un archivo de memoria física. La hermana de Rogelio decía que así como los comerciantes llevan inventario de lo que venden, ellos llevaban
inventario de lo que la montaña muestra y oculta.
En la comunidad veracruzana cercana, el recuerdo del caso seguía activo, aunque no siempre se mencionaba. Los más viejos que habían visto a la pareja en vida preferían hablar de otros tiempos. Las ferias con más puestos, los caminos sin pavimentar, los días en que la neblina llegaba tan temprano
que había que encender faros al mediodía.
Los más jóvenes escuchaban con interés, pero a veces no distinguían qué parte del relato era memoria y cuál se había transformado en historia compartida. A mediados de 2024, un grupo de estudiantes universitarios organizó una exposición fotográfica sobre la sierra. Una de las imágenes mostraba la
curva del avistamiento tomada desde un ángulo que captaba la caída abrupta hacia el barranco y el muro de vegetación al otro lado.
La foto estaba acompañada de un texto breve, lugar donde se vio por última vez una camioneta con luces encendidas en agosto de 1997. Sus ocupantes nunca fueron encontrados. La familia visitó la exposición en silencio. No era la primera vez que veían su historia representada, pero el hecho de que
apareciera en un contexto cultural les recordó que más allá de los lazos personales, el caso ya pertenecía también a la memoria pública.
En los tianguis, la historia seguía circulando como advertencia y como símbolo. Algunos comerciantes la contaban para explicar por qué viajaban en grupo, otros para justificar paradas estratégicas. En esas conversaciones, la mochila y la camisa aparecían como emblemas. No eran solo objetos, sino
pruebas de que aunque la montaña se quede con casi todo, a veces devuelve algo. La familia sabía que el tiempo jugaba en dos direcciones.
Por un lado, alejaba los hechos borrando detalles. Por otro, fijaba los elementos esenciales en una narrativa estable. Ya nadie confundía los colores de la camisa ni el material de la mochila. Esos detalles estaban blindados por la repetición, como si fueran puntos de referencia en un mapa que se
recorre una y otra vez.
En las noches frías de septiembre, cuando la casa de Puebla se quedaba en silencio, el sonido del viento contra las láminas recordaba a la familia que el caso no se había cerrado. La hermana de Maricela, antes de apagar la luz, siempre miraba la repisa de la mochila. No buscaba señales ni milagros,
solo confirmaba que seguía ahí, intacta en su imperfección, igual que el lugar que ocupa en la memoria de todos.
El último viaje del año lo hicieron en noviembre de 2024, pocos días antes de que la temporada de lluvias diera paso al frío seco de la sierra. Salieron de Puebla con la misma rutina de siempre. Termos de café, pan envuelto en servilletas, botas y el cuaderno forrado con papel contact que ya
parecía un diario de ruta. Esta vez eran menos.
la hermana de Maricela, el sobrino mayor y un colega tianguista que se había sumado en los últimos años a cada recorrido. La carretera estaba tranquila, sin el tránsito pesado que suele aparecer en días festivos. El cielo amaneció despejado, pero a medida que subían, la neblina empezó a cerrar el
paisaje. Era una neblina densa, espesa, de esa que atenúa todos los sonidos y obliga a bajar la velocidad.
Cuando llegaron a la curva del avistamiento, detuvieron el vehículo y se bajaron. No hablaron. Cada uno miró hacia la barranca como si esperara encontrar por pura casualidad un destello de metal o un color conocido. No había nada, solo el verde profundo de la vegetación y el murmullo lejano del
agua siguieron hasta el punto del hallazgo de 2011. Allí la vegetación se había cerrado todavía más.
El musgo cubría parte de las piedras y los elchos colgaban como cortinas húmedas. El sobrino sacó una foto con su teléfono y la guardó sin mostrarla. No era una imagen para compartir en redes ni para enviar por mensaje. Era para el archivo familiar para que la siguiente generación supiera
exactamente cómo lucía el lugar. En el camino de regreso, la conversación fue pausada.
La hermana de Maricela dijo algo que no había mencionado antes, que a veces cuando pasa por un mercado y ve lonas enrolladas, siente que por un segundo podría girar la cabeza y encontrarlos. No es una ilusión ni un deseo irracional, es más bien un reflejo que el tiempo no ha borrado. Es como cuando
hueles café y recuerdas una mañana en particular, explicó.
Nadie respondió, no hacía falta. De vuelta en la casa, la mochila regresó a su lugar en la repisa, la camisa a su caja transparente y el cuaderno quedó abierto sobre la mesa con una nueva anotación. Noviembre 2024. Sin cambios visibles en la ruta. Esa frase tan simple era al mismo tiempo un cierre
y una apertura. No había novedades, pero la historia seguía en movimiento porque cada visita era un acto de resistencia contra el olvido.
En el fondo, la familia sabía que tal vez nunca obtendrían una respuesta definitiva. La sierra tiene su propio modo de guardar secretos y a veces el tiempo se alía con ella. Sin embargo, también sabían que la ausencia no les había arrebatado todo. Les quedaba la certeza de quiénes fueron Rogelio y
Maricela, de cómo vivieron, de las rutas que recorrían y de las manos que cargaban lonas, doblaban cobijas y acomodaban cajas de cartón con cinta gris.
Esa certeza en medio del vacío, era una forma de presencia. El caso no terminó, pero la historia encontró su equilibrio. Cada año, mientras alguien recuerde la curva, la camioneta verde, la mochila Beige y la camisa de cuadros, Rogelio y Maricela seguirán viajando por la sierra, al menos en la
memoria de quienes los conocieron y de quiénes han escuchado su historia.
Si llegaste hasta aquí es porque sabes que hay ausencias que no se borran. Comparte esta historia para que otras rutas no se olviden. Suscríbete para escuchar más casos que el tiempo no ha resuelto, pero que siguen vivos en la memoria. Porque recordar es a veces lo único que podemos hacer.
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