Mi nombre es Diego Ramírez, tengo 24 años y hace apenas unas semanas regresé a León, Guanajuato. Después de haber terminado la universidad en la capital. Todo cambió cuando acepté quedarme unos días en la casa de Clara Morales, la mamá de mi mejor amigo.

 

 

 Tu apoyo hace toda la diferencia. Clara tiene 46 años divorciada desde hace tiempo.

 Siempre fue de esas mujeres que imponen presencia sin necesidad de hablar, la que entra a una sala y parece que la luz cambia de dirección. Cuando yo era adolescente, ella era simplemente la mamá de mi compa, la que nos llevaba en Sutsuru, a los entrenamientos de fútbol o nos regañaba por dejar lodo en la sala. Pero ahora la veo distinta. O quizás soy yo el que cambió.

 La primera semana todo fue normal, cenas sencillas, charlas sobre música o libros en la cocina mientras el pozole burbujeaba en la olla. Me sorprendía lo rápido que podíamos pasar horas conversando como si el tiempo no importara. Ella tenía ese humor seco irónico, que te desarma y al mismo tiempo te atrapa. Pero algo pasó una noche. Su hijo, mi amigo, salió con su novia y Clara y yo nos quedamos solos.

hizo pasta con salsa de jitomate casera y abrió una botella de vino tinto de aguas calientes. Platicamos hasta tarde. Ella me preguntó si estaba saliendo con alguien. Le dije que no. Sonrió, tomó un trago y dijo, “Muy bien, inteligente decisión. No supe qué contestar. Lo que sí recuerdo fue el silencio.

 Después un silencio tan denso que tuve que tragar saliva dos veces. En ese momento sentí que algo invisible empezaba a nacer entre los dos. Clara siempre lleva un collar sencillo de plata con un dije pequeño que descansa justo donde comienza su clavícula. Esa noche no pude dejar de mirarlo o de mirarla a ella. Hubo un instante en que sus ojos se quedaron más tiempo de lo normal sobre los míos.

 Y entonces dijo casi en un susurro como si me estuviera retando. Nunca te has preguntado qué pasaría si la gente dejara de fingir. No dormí esa noche. A la mañana siguiente todavía estaba procesando lo que había pasado cuando escuché unos golpecitos en mi puerta. Me levanté medio aturdido. Abrí. Era ella. El sol de Guanajuato se filtraba por el pasillo dándole un brillo dorado al cabello que llevaba recogido a medias.

 

 No traía maquillaje, solo una camiseta blanca y jeans. Y aún así parecía imposible mirarla sin sentir un nudo en el estómago. “¿Puedo pasar?”, preguntó con voz baja. Yo solo asentí. Entró, se detuvo en medio de mi cuarto y miró alrededor como si buscara algo que no encontraba. No pude dormir”, dijo. Me quedé pensando en lo que hablamos anoche. No contesté. Apenas podía moverme.

 Ella dio un paso hacia mí, luego otro, hasta que estiró la mano y con una lentitud deliberada tomó la mía. “Ven conmigo”, susurró. En ese instante mi celular vibró. Una notificación iluminó la pantalla. Era un mensaje de su hijo. Oye, bro, olvidé mi cargador. Ahorita paso por él. Sentí el aire escapárseme del pecho.

 Clara lo leyó también. Nuestros ojos se encontraron. Su mano seguía aferrada a la mía, temblando apenas como si el mundo entero dependiera de ese contacto. No la soltó, ni yo tampoco. El mensaje seguía brillando en la pantalla cuando escuchamos la reja del frente chirriar. Alex, el pulso se me fue a los oídos.

 Clara no soltó mi mano hasta el último segundo. Luego la dejó ir como si quemara. Respira, susurró. Todo bien, no lo estaba. Me dejé caer en la silla, abrí el primer libro que encontré y clavé la vista en una página al azar. El pasillo crujió bajo unos pasos rápidos. La puerta se entreabrió.

 “¿Qué onda, güey?”, Asomó la cabeza Alex, el cabello revuelto la prisa de siempre. No más vengo por el cargador. Aquí está, dije procurando que la voz no me temblara. Lo tomó, me aventó una barrita de avena y se fue sin notar nada. Alcanzo a escuchar en la cocina el tintinear nervioso de tazas. Clara movía cosas solo para moverse, como si el ruido espantara un pensamiento.

 Más tarde coincidimos en el pasillo, apenas un roce de manos y sentí un chispazo bajo la piel. Ella se detuvo, pero miró al piso. No podemos, dijo Quedito sin voltear. Ya lo somos, respondí también en voz baja. Se giró. Tenía los ojos enrojecidos y firmes como alguien que ha llorado lo suficiente para ya no huir.

 Me tocó la cara con la yema de los dedos. Un segundo de caricia bastó para desbaratarme y justo entonces la reja volvió a sonar. Clara retiró la mano. Dos respiraciones después apareció un hombre alto moreno. Esa sonrisa que no llega a los ojos. Darío, su ex. ¿Qué tal? dijo mirando alrededor. No sabía que tenías compañía. El aire se espesó.

Yo tragué saliva. Estoy de paso, alcancé a decir. En lo que encuentro depa. Darío me midió de arriba a abajo y luego se volteó a Clara. Siempre fuiste buena para recoger. Despistados. A los dos nos ardió. Clara cruzó los brazos. ¿A qué viniste, Darío? Dejé unas cosas para Alex. Se encogió de hombros. No sabía que interrumpía algo.

 No interrumpes nada, dije quizá demasiado rápido. Vi a Clara lanzarme una mirada agradecida y alerta. Darío dejó una bolsa en la mesa, recorrió la cocina como quien busca una grieta. Antes de irse, se detuvo en la puerta. Clavó el dardo. “¡Ah! Y tú, me señaló con una sonrisa ladeada. Eres el que duerme al fondo, ¿no? Lo dijo como si hubiera descubierto un secreto viejo. La frase se quedó suspendida, pegajosa.

 Cuando al fin salió el silencio fue un golpe. Clara abrió una lacena y se quedó viendo frascos de café como si ahí estuviera la respuesta. No sé qué estoy haciendo, Diego. Sí sabes, me acerqué. Los dos sabemos. De veras se le quebró la voz. Porque yo solo veo un borde y un paso en falso. Lo de antes estaba roto. Dije, no más nos faltaba admitirlo.

 Se apoyó en la barra, respiró hondo. La tarde se derramaba por la ventana el olor a té de canela y a polvo tibio. Nos miramos como quien ve venir la lluvia. Dio un paso hacia mí. Quiero besarte, susurró. Lo quiero desde hace semanas. Yo también avancé.

 La distancia se volvió mínima una línea de aire y entonces otra vez la reja. La voz de Alex cruzó la casa. Ma, ¿estás clara? Se apartó como si la tocara el fuego. Yo retrocedí tratando de domar el corazón. Ella salió primero. La voz repuesta en la cocina. Alex entró sonriendo. Dejó las llaves en el frutero. “Me encontré a mi papá en la cochera”, dijo con naturalidad. ¿Qué hacía aquí? Clara se tensó apenas. Alex volteó hacia mí y dijo, dijo algo raro.

Se me apretó el estómago. Está buscando pleito. Respondí. No le hagas caso. No intervino clara la mirada fija en un punto. Está buscando romper algo. Alex frunció el ceño. Dijo que no es la primera vez que te ve con alguien que no debería y luego soltó tal madre, tal hijo. ¿Qué significa eso? La sangre se me heló.

 Clara palideció los dedos cerrados en un puño invisible. Yo di un paso. Intenté desactivar la bomba. Está jugando con tu cabeza, Alex. Clara lo miró con una calma que dolía. Tu papá sabe algo desde hace rato, por eso vino para usarlo. ¿Saber qué? Preguntó Alex ahora sí serio Clara se giró hacia mí un instante como si pidiera permiso o perdón. Luego volvió a su hijo. Habló lento.

 Claro cada palabra con su propio peso. Estoy saliendo con alguien. El tiempo se detuvo. Escuché el tic tac del reloj de pared, el rumor lejano de una camioneta pasando frente a la casa. El nombre se atoró en mi garganta. Alex nos miró alternando como si las piezas por fin encajaran en un rompecabezas desagradable. No, dijo retrocediendo medio paso.

 No, no me digas que Clara apretó los labios, dio un respiro. Alex, yo La reja volvió a Chir y el teléfono de Clara vibró sobre la mesa. Un mensaje de Darío encendió la pantalla. Te dije que lo iba a tronar. A ver qué opina el resto de la familia. Alex leyó el brillo del celular en su rostro, luego nuestros ojos. La rabia le subió como una marea.

 Es él, señaló mi pecho con el mentón, la voz rota. Es él, mamá. Yo abrí la boca para decir algo. Clara también. La puerta principal comenzó a abrirse. Pasos pesados en el pasillo, voces, la familia, el rumor acercándose como tormenta y ninguno de los tres había dicho todavía la palabra que podía romperlo todo.

 El silencio en la sala pesaba como un costal de cemento. El mensaje de Darío aún brillaba en la pantalla del celular de Clara. Te dije que lo iba a tronar. A ver qué opina el resto de la familia. Alex nos miraba con los ojos encendidos, los puños cerrados. Es cierto, escupió. Es él con él, mamá.

 Traté de hablar, pero la voz se me quebró. Clara intentó sostener la mirada de su hijo, pero fue inútil. Las lágrimas se le acumularon en los párpados. Alex, yo nunca quise herirte. Él dio un paso atrás como si hubiera recibido un golpe. “Pues lo lograste perfecto”, dijo con la voz partida entre furia y dolor. “Tú, mi mejor amigo, en mi casa con mi mamá.

 ¿Qué clase de traición es esa?” El eco de sus palabras me atravesó. Yo solo atiné a decir, “No planeamos nada de esto.” Pasó y no supimos detenerlo. Claro que supieron, Alex levantó la voz y aún así no pararon. Se giró hacia Clara. ¿Te das cuenta de lo que hiciste? Yo confiaba en ti.

 Ella intentó acercarse, pero él se apartó de inmediato. Sus hombros temblaban. No me toques, mamá. No puedo. Se dio media vuelta y salió azotando la puerta de tal manera que los vidrios vibraron. El silencio volvió a reinar, pero ahora no era denso, era vacío como un cuarto después de un incendio. Clara se dejó caer en la silla con las manos en la cara.

 Yo me quedé de pie sintiendo que todo lo que habíamos sostenido en secreto se había desplomado en segundos. Darío sabía que esto iba a pasar, murmuró Clara sin levantar la cabeza. Y lo está disfrutando. Me acerqué, le puse una mano en el hombro. No estás sola. Ella levantó la vista. Sus ojos rojos y agotados me atravesaron. Diego, yo no puedo perderlo a él. Ya lo perdí una vez con el divorcio. No puedo volver a ser la villana de su historia.

No eres la villana, le dije casi suplicando. Pero en el fondo entendía lo que significaba. No era cuestión de amor, era cuestión de sangre. Clara respiró profundo y se levantó. tomó las llaves de la mesa y el celular aún encendido. Necesito ir con él. Explicarle. ¿Quieres que te acompañe? Sacudió la cabeza. No, esto es entre mi hijo y yo.

 La seguí hasta la puerta, pero ella no volteó. La reja volvió a sonar cuando salió. Quedé solo en la sala con el eco de la discusión y el perfume tenue de Clara en el aire. Me dejé caer en el sillón con la vista fija en el celular sobre la mesa. El mensaje de Darío seguía ahí como un veneno abierto. Ahora sí que lo sepa toda la familia.

 Sentí que la guerra apenas comenzaba. La noche cayó sobre león con un peso extraño. Yo seguía en la sala incapaz de moverme. Afuera, los ladridos de los perros y el paso de los camiones urbanos parecían recordarme que el mundo seguía girando, aunque mi vida estuviera hecha trizas. El celular vibró otra vez. Era un mensaje de Clara. Estoy con Alex.

 No me contestes. Te aviso después. La ansiedad me carcomió. Imaginaba la cara de Alex, su furia, su desilusión. Imaginaba a Clara intentando sostenerse en medio de ese huracán y como telón de fondo, la sombra de Darío acechando, esperando el momento exacto para soltar la bomba ante todos.

 Me serví un vaso de agua, pero sabía a polvo. Recordé la última vez que vi a Darío en una comida familiar, siempre con esa seguridad arrogante, como si las conversaciones fueran un tablero. Y él, el único que conocía las reglas. Ahora comprendía su sonrisa cínica. Llevaba tiempo planeando esto. A la mañana siguiente, el teléfono sonó temprano. Era mi madre desde Salamanca.

Contesté con la garganta seca. Hijo, ¿qué pasa contigo?”, dijo directo sin rodeos. Me habló la tía Mariela. Dice que en la familia Morales hay un escándalo y que tú estás metido. Se me heló la sangre. Ya había empezado. Mamá, no creas chismes. Chismes nada me interrumpió. ¿Qué haces enredado con la mamá de tu amigo? No supe qué contestar.

 Lo negué como pude, pero colgué con la certeza de que Darío había movido sus piezas. El rumor corría más rápido que la verdad. Horas después, Clara regresó. La vi entrar con la mirada perdida, como si hubiera envejecido en una sola noche. ¿Cómo está, Alex?, pregunté. Se hundió en el sillón sin quitarse el bolso del hombro. No quiere verme.

 Dice que lo traicioné dos veces como madre y como mujer. Me acerqué, pero ella levantó la mano. Diego, ¿entiende algo. Yo no puedo seguir contigo. No cuando mi hijo me mira como si fuera una extraña. Clara, no me interrumpas. Su voz temblaba pero firme. Lo que vivimos fue real, pero ahora se volvió munición para Darío y él no va a parar hasta hundirme.

 Se levantó y fue hacia la ventana. Afuera pasaba un triciclo cargado de garrafones. El sonido metálico se mezclaba con su respiración entrecortada. Anoche, Alex me dijo que si sigo contigo, deja de hablarme, que no me vuelve a ver, ¿entiendes? Volteó hacia mí con los ojos llenos de agua. Y yo yo no puedo perderlo.

Me quedé en silencio. Sentía un dolor físico en el pecho, como si las palabras me clavaran agujas. Entonces, ya está decidido”, logré decir. Ella cerró los ojos un instante, se pasó la mano por el rostro. No es una decisión de amor, Diego. Es una decisión de madre. El silencio nos cubrió. Afuera, la ciudad seguía su rutina ajenas a nuestra guerra íntima.

 Clara volteó otra vez y sus palabras fueron un filo. Te quiero, pero lo quiero a él más. Ese más me destrozó. Quise discutir, gritar, rogar, pero algo en su mirada me detuvo la certeza de que ya había elegido. En ese instante, la campanilla de la puerta sonó. Clara y yo nos miramos tensos. Abrí. En el umbral estaba Darío impecable con esa sonrisa venenosa.

 Vaya, justo los que quería ver juntos, dijo con voz suave, casi burlona. Les cuento quién ya sabe la verdad o prefieren que lo descubran en la próxima comida familiar. La amenaza ya no era un mensaje. Ahora estaba frente a nosotros con carne y hueso listo para desatar el infierno. Darío se apoyó en el marco de la puerta como si fuera su casa. Tenía esa sonrisa torcida que siempre escondía veneno.

Clara se tensó junto a mí con los brazos cruzados como una barrera frágil. ¿Qué quieres, Darío? Preguntó con voz dura. Lo mismo de siempre,” contestó él paseando la mirada por la sala a verte caer. Sacó su celular del bolsillo y lo agitó en el aire. “Ya mandé unos mensajitos, nada grave, no más para calentar el ambiente.

 Mañana hay comida con tus hermanos. No, pues ya sabrán a qué santo le reza tu hijo y tu inquilino. Me hervía la sangre. ¿Por qué haces esto? ¿No te basta con el divorcio? Darío soltó una carcajada seca. El divorcio me costó caro. Mi reputación, mis amigos, hasta la mitad de la casa de Coyoacán.

 ¿Tú crees que voy a dejar que la señora Dignidad salga otra vez como víctima? Clara dio un paso hacia él. No te atrevas a usar a Alex. Ya lo usaste tú primero. Escupió Darío. Yo solo le abrí los ojos. El silencio que siguió fue insoportable. Clara respiró. Ondo y con una calma que no le conocía, dijo, “Lárgate de mi casa.” Darío sonrió, pero se fue despacio disfrutando cada segundo de nuestra tensión. Antes de salir se giró.

Ah, y no olviden sonreír en la comida familiar. Va a estar memorable. La puerta se cerró con un golpe seco. Clara se desplomó en la silla temblando. Esto no se trata de nosotros, dijo más para sí misma que para mí. Es una guerra sucia y él sabe cómo jugarla. Me arrodillé frente a ella. No estás sola. No voy a dejarte pelear contra él sin ayuda.

 Ella me miró con los ojos inundados de cansancio. Diego, tú ya diste demasiado y ahora te toca cargar con la culpa de ser el traidor ante tu mejor amigo. Prefiero cargar con eso que dejarte sola. Un silencio pesado se instaló entre nosotros. Afuera, el bullicio de la ciudad seguía su curso, un vendedor de tamales gritando por la calle.

 El claxon de un taxi la vida normal que nosotros habíamos perdido. Esa noche casi no dormimos. Clara dio vueltas en su cama, yo en la mía. Sentíamos que el amanecer traería un juicio, uno que no estábamos listos para enfrentar. Y así fue. El domingo, la familia Morales se reunió en la casa de la hermana mayor de Clara, en la colonia Arbide.

 Había barbacoa, tortillas recién hechas y cerveza en la mesa, pero nadie sonreía. Desde que entramos, las miradas se clavaron en nosotros como cuchillos. Darío ya estaba ahí abrazando con falsa calidez a cada cuñado, a cada sobrino. Cuando nos vio llegar, alzó su vaso y dijo con voz alta, “Miren quiénes se dignaron a venir. La historia del año. Los murmullos comenzaron.

 La tía Mariela frunció el ceño. El tío Vicente Carraspeó incómodo. Clara apretó mi brazo con fuerza, pero no retrocedió. “¿Qué hiciste?”, me susurró. “Lo que debía haber hecho desde antes, contesté. Venir contigo.” Darío se acercó fingiendo sonrisa. “¿Les cuento o quieren hacerlo ustedes?” Todos guardaron silencio esperando la explosión.

 Clara tragó saliva, me miró y luego a su familia. Finalmente habló. Es cierto, estoy con Diego. El aire se partió en dos. La sala entera estalló en murmullo sillas arrastrándose caras de espanto. Alex, sentado en una esquina, se levantó de golpe con los ojos encendidos de dolor. Así, delante de todos, gritó. Clara intentó acercarse, pero él retrocedió.

 Me acabas de humillar, mamá. Tú y él. La voz de Darío se impuso triunfante. Se los dije, ni para esconder su vergüenza sirven. La familia miraba dividida unos con desaprobación, otros con lástima. Y en medio de todo, Clara y yo de pie, sosteniendo una verdad que pesaba más que cualquier mentira.

 Y todavía faltaba lo peor. El murmullo en la sala se volvió un rugido. Tíos, primos, todos hablaban al mismo tiempo. Algunos se llevaban las manos a la boca, otros negaban con la cabeza, como si lo que acababan de escuchar fuera demasiado para digerir. Alex estaba en el centro con los puños apretados.

 ¿Sabes que mamá? dijo con voz quebrada, pero firme. “Me da asco.” Clara se encogió como si esas palabras le hubieran atravesado el pecho. “Alex, no digas eso.” “Que no diga eso”, gritó él. “Te pasaste con mi mejor amigo en mi propia casa. ¿Qué sigue? ¿Vas a pedirme que le diga papá?” Las risas incómodas de algunos familiares se mezclaron con los suspiros de otros.

 El aire olía a barbacoa cerveza y escándalo. Darío, con esa sonrisa venenosa, levantó su vaso de cerveza. Ahí lo tienen, familia. Yo no más les advertí. La señora Dignidad se volvió a equivocar. La tía Mariela, siempre la más crítica, soltó un Qué vergüenza clara. Mientras el tío Vicente murmuraba que cada quien hace lo que quiere, pero no así.

Clara se giró hacia todos con la voz temblorosa. No les debo explicaciones a ustedes. Mi vida no es un espectáculo. Pues mírate, se burló Darío. Lo convertiste en espectáculo tú solita. Yo di un paso adelante la sangre hirviendo. Ya basta, Darío. Él soltó una carcajada. Basta, apenas empieza, muchachito. Te metiste en un terreno donde no perteneces.

Alex me fulminó con la mirada. Tú eras mi hermano, Diego, mi hermano. Y me clavaste el puñal por la espalda. No fue así, intenté decir. No hables me interrumpió. Todo lo que salga de tu boca son excusas. Se volvió hacia su madre con lágrimas contenidas. No quiero volver a verte. Al menos no mientras él esté en tu vida. La sala se quedó muda. El ruido de los cubiertos sobre los platos se detuvo.

Incluso los niños dejaron de hablar. Clara se llevó una mano a la boca. No me hagas esto, hijo. Alex negó con la cabeza y salió de la casa azotando la puerta tan fuerte que el portarretratos de la pared cayó al suelo y se hizo añicos. El eco del vidrio roto llenó el silencio.

 Clara intentó seguirlo, pero Darío la detuvo poniéndose frente a la puerta. Déjalo que se vaya. Al menos alguien en esta familia conserva la dignidad que a ti te falta. La mirada de Clara se endureció. Eres un miserable y tú una mujer que ya no tiene donde caer. Respondió él disfrutando cada palabra.

 Yo avancé un paso más el corazón golpeándome en el pecho. No vas a destruirla, Darío. No, mientras yo esté aquí. Él se inclinó hacia mí tan cerca que podía oler su colonia fuerte y barata. Tú ya la destruiste solito, chamaco. Yo nada más voy a mostrarles las cenizas. Se apartó despacio como un torero satisfecho después de clavar la espada. Clara se dejó caer en la silla más cercana.

 Las lágrimas corrían sin freno. Yo me arrodillé junto a ella, pero no me atrevía a tocarla. La familia nos miraba con una mezcla de compasión y juicio, como si estuviéramos en un tribunal improvisado. La tía Mariela rompió el silencio. Clara, siempre fuiste la oveja descarriada y ahora confirmas que no aprendiste nada. El golpe fue cruel.

 Clara cerró los ojos y apretó los labios. Yo sentí un impulso de hablar de defenderla, pero entendí que nada iba a cambiar la balanza ese día. Darío había logrado lo que quería. Dividir, humillar, exponer. Cuando finalmente pudimos salir de esa casa, la calle se sintió como un respiro. Clara caminaba despacio, los hombros hundidos, la mirada fija en el suelo. “Lo perdí”, murmuró.

No, Clara, quise decir algo, pero ella levantó la mano. Lo perdí, repitió esta vez con una certeza que me partió. El viento nocturno soplaba frío en las calles de Arbide y yo supe en ese momento que Darío no se conformaría con lo ocurrido. Esto apenas comenzaba.

 Las semanas siguientes fueron un desierto para Clara. La casa en León, que antes vibraba con risas, olores de café de olla y música bajita en la cocina, se convirtió en un espacio mudo. Alex no regresó, ni una llamada ni un mensaje. El silencio de un hijo duele más que cualquier insulto. Yo seguía ahí tratando de sostenerla, pero cada intento parecía chocar con un muro invisible.

 Clara se encerraba en sí misma, se levantaba temprano, limpiaba compulsivamente, cocinaba aunque nadie comiera. Cada plato de frijoles sin tocar era un recordatorio de la ausencia de su hijo. Mientras tanto, Darío movía sus piezas con maestría. Los rumores corrían por la ciudad más rápido que el tráfico en el boulevar López Mateos. En las fondas se murmuraba, “¿Supiste, Clara Morales con el amigo de su hijo? Qué barbaridad. En el mercado los ojos la seguían como si llevara una marca en la frente. Una tarde la acompañé al oxo.

Apenas entramos dos vecinas la miraron de reojo y cuchichearon. Clara apretó los labios, dejó el pan y el café en el mostrador y salió sin comprar nada. En la banqueta se quebró. No puedo más. Diego dijo con lágrimas en los ojos. Mi nombre es una burla. No, Clara, es su veneno, no el tuyo. Ella me miró agotada.

 ¿Y qué me queda? Mi hijo no me habla, mi familia me dio la espalda y la ciudad entera me juzga como si fuera un circo. No supe qué responder. Solo la abracé en plena calle, aunque los autos pitaban a un lado y la gente nos miraba. Días después recibimos una invitación inesperada. La hermana menor de Clara Lucía la citó en su casa en la colonia San Jerónimo.

 Clara dudó en ir, pero al final aceptó. La reunión fue fría. Lucía, con su tono calculador, le ofreció un café y soltó. Clara, tienes que arreglar esto. No puedes seguir hundiéndonos a todos con tus escándalos. Clara se quedó helada. Hundirte a ti, Lucía. ¿Te das cuenta de lo que dices? La familia tiene un nombre que cuidar. contestó Lucía sin pestañar. Y tú lo arrastras con tus decisiones.

 Yo interrumpí incapaz de contenerme. ¿Y dónde estaban cuando Darío la humillaba? ¿Dónde estaban cuando la dejó por una mujer 20 años menor? Lucía me lanzó una mirada fulminante. Tú cállate. Tú eres parte del problema. Clara se levantó de golpe la silla raspando el piso. Ya entendí.

 Para ustedes siempre seré la culpable. Primero por quedarme, luego por irme ahora por amar a quien no debía. Tomó sus cosas y salió. Yo la seguí, pero antes de cerrar la puerta escuché a Lucía susurrar. Siempre fuiste la vergüenza, hermana. En la calle Clara respiraba agitada. Me quedé sola, Diego, completamente sola. La miré con el corazón hecho nudo.

 No estás sola, me tienes a mí. Sus ojos buscaron los míos. Había dolor, sí, pero también un destello de ternura de algo que aún resistía. ¿Y si contigo también lo pierdo todo?, preguntó en voz baja. La tomé de la mano despacio sin forzarla. Entonces habremos perdido juntos, pero mientras estemos de pie no será derrota.

Clara cerró los ojos como si mis palabras fueran un alivio y una condena al mismo tiempo. El sol caía sobre las calles de león tiñiendo todo de naranja. El ruido lejano de los camiones y el canto de los pájaros se mezclaban con un silencio que no necesitaba explicaciones. Ese día supe que Darío había logrado aislarla, pero también que en esa soledad nacía un espacio nuevo, un espacio donde ella y yo podríamos decidir si lo nuestro valía el precio.

 Y en el fondo sentí que la tormenta más grande aún estaba por llegar. El golpe final de Darío no tardó en llegar. Una mañana, cuando el sol apenas iluminaba las fachadas coloridas del centro de León Clara, recibió un sobre sin remitente en la puerta. Lo abrió con manos temblorosas.

 Eran fotos ella y yo juntos entrando a la casa platicando en la banqueta, una en particular donde me rozaba la mano con ternura en la cocina y junto a ellas una nota escrita con tinta roja. Si el rumor no bastó, aquí están las pruebas. La ciudad merece ver la verdad. Clara se quedó sin aire. Va a destruirme, susurró. Ya no se conforma con palabras. Yo tomé las fotos. El corazón me golpeaba en el pecho. No podemos dejar que siga controlando la historia.

 Si él grita su versión, nosotros debemos contar la nuestra. Clara me miró incrédula. ¿Y qué quieres? que vayamos al jardín principal y lo gritemos con un megáfono. No respondí. Que hablemos primero con quien importa con Alex. El nombre cayó como un trueno entre nosotros. Clara cerró los ojos como si la sola idea fuera demasiado, pero al final asintió.

Esa tarde lo buscamos. Lo encontramos en una cancha de fútbol llanero donde entrenaba con sus amigos. Cuando nos vio, se tensó y estuvo a punto de irse. Clara corrió hacia él. Hijo, por favor, solo escúchame. Alex se quedó quieto el balón a sus pies. No hay nada que escuchar. Sí lo hay, insistió ella con la voz quebrada.

 Lo que viví con Diego no fue una traición planeada, fue un error. O quizá no lo fue porque me recordó que todavía estaba viva. Alex la miró con un rencor que me atravesó. Y mi confianza y mi amistad, también necesitabas romperlas para sentirte viva. Yo di un paso adelante. Alex, yo te fallé.

 Lo sé, no tengo excusa, pero lo que pasó entre tu mamá y yo no fue burla ni juego. Fue real. Y si me odias por eso, lo entiendo. El silencio pesó en la cancha. Algunos amigos se alejaron para dejarnos solos. El viento levantaba polvo como si la ciudad misma contuviera la respiración. Finalmente, Alex habló. Quiero creerles, pero cada vez que los veo juntos, solo pienso en lo que perdí.

 Clara se echó a llorar, lo abrazó, aunque él permaneció rígido. Te amo, hijo, más que a mi vida, y si tengo que renunciar a todo para que tú lo sepas, lo haré. Las palabras la desgarraban y a mí también. porque supe que estaba despidiéndose de lo nuestro. Esa noche Clara y yo hablamos en la sala bajo la luz tenue de la lámpara.

 No podemos seguir, dijo con la voz apenas audible. Clara, no es falta de amor, es amor precisamente lo que me obliga. Alex me necesita más que tú y yo no puedo perderlo otra vez. El silencio se volvió un océano entre nosotros. Yo quise luchar decirle que resistiéramos, que enfrentáramos a Darío y a los chismes juntos.

 Pero la mirada de Clara lo decía todo. Era una batalla que ya había decidido no pelear. Me tomó la cara entre sus manos suave, como si memorizara cada línea. “Te voy a llevar aquí”, dijo señalando el pecho siempre. Y me besó la frente, no la boca. El beso más doloroso y más sincero que he recibido. Al día siguiente empacamos mis cosas. No hubo discusiones ni reclamos, solo el peso de lo que pudo ser.

 Clara me acompañó hasta la puerta. Antes de salir me entregó el collar de plata que siempre usaba. Para que recuerdes que un día alguien te vio de verdad. No supe qué decir, solo la abracé con la certeza de que ese era el final.

 Me fui caminando por las calles de León, entre puestos de tacos el bullicio de la gente, el olor a guayaba y maíz. Todo seguía igual, pero yo no. Nunca volvimos a ser los mismos. Clara reconstruyó su vida con Alex poco. Yo conseguí trabajo en un despacho pequeño y traté de seguir adelante. A veces, al pasar frente a su casa, creo ver la silueta de ella tras la ventana. No sé si me mira o si es solo un reflejo de lo que fuimos.