Órale, compadres. Es la historia de una mujer que nació marcada por el y bautizada por la desgracia, Janaína del cuchillo. La morra más temida que jamás pisó esta tierra reseca de sol y sangre. Dicen por ahí que besaba dulce como miel de maguei, pero mataba cruel como puma en celo.

Allá en los confines de la sierra de Sonora, donde el sol nace con rabia y la luna muere de tristeza, nació Janaína en una noche que ni los coyotes quisieron aullar. Era tiempo de sequía brava, de esas que resquebrajaban la tierra como corazón partido. Y la gente ya estaba comiendo nopales y rezando a la Virgen de Guadalupe para que mandara lluvia.
La madre de ella, Esperanza, era una mujer de respeto de esas que trabajaba en el rancho con barrigón y todavía iba a hacer tortillas de noche, pero el destino ya había escrito el nombre de la pobre con tinta de desgracia. A la hora del parto, cuando la niña se empeñaba en no nacer, Esperanza gritó tanto que hasta los búos se callaron del susto.
El abuelo herrero, don Esteban de las herraduras, fue quien ayudó a la criatura. Hombre de mano pesada y corazón blando, que hacía cuchillos y herraduras desde los tiempos de chamaco. Cuando cargó a Yanaína por primera vez, el viejo juró que vio fuego en los ojos de esa diablilla recién nacida. “Esta niña va a dar de qué hablar”, murmuró él limpiando la sangre de las manos en la camisa rasgada.
Y no era mentira, compadres. Janaína lloraba diferente de las otras criaturas. Un llanto que cortaba el alma, que hacía que los animales del desierto se erizaran de miedo. Esperanza no resistió el parto. Murió con el sol saliendo, dejando a la hija huérfana de madre y al mundo huérfano de un alma buena.
Don Esteban se quedó solo para criar a la niña allá en la herrería, que olía hierro caliente y sudor de trabajo honesto. Hanaí creció en medio del ruido del martillo golpeando el yunque, viendo al abuelo doblar el metal con la fuerza de los brazos y la sabiduría de los años. Desde pequeña se quedaba ahí sentada en un tronco de mequite, calladita, solo observando las chispas que saltaban cuando el hierro encontraba al hierro.
Era como si esas luces doradas hubieran plantado algo diferente en el pecho de esa niña. El viejo enseñaba mientras trabajaba. Mira aquí, Janaína, metal. Bueno, no se quiebra fácil, pero cuando se calienta demasiado se vuelve otra cosa. Puede volverse herramienta para ayudar o arma para matar. Todo depende de la mano que lo agarre. La niña creció callada, de esas que habla poco pero escucha todo.
Tenía el cabello negro como ala de sopilote y los ojos color miel oscura que brillaban cuando se enojaba y coraje sentía mucho. Cada vez que veía a los asendados pasar a caballo por el camino, mandando en los otros como si fueran dueños del mundo, cada vez que escuchaba a las mujeres llorar porque el marido había pegado o porque los hijos tenían hambre.
A los 8 años, Shanaína ya sabía afilar cuchillo mejor que muchos hombres hechos. El abuelo la dejaba tocar las herramientas pequeñas y la niña tenía un modo especial con el metal. Parecía que la hoja le obedecía por voluntad propia. Cuando terminaba de afilar, el filo quedaba tan certero que cortaba cabello en el aire. “Tienes el don, niña”, decía el viejo pasando el dedo por la hoja. Pero cuidado de no cortar lo que no debes.
Yana no más sonreía de ese modo callado que tenía, pero por dentro algo ya se estaba formando, algo que iba a crecer junto con ella como semilla de nopal que brota despacio, pero crece fuerte. El desierto todavía no sabía, pero estaba criando su propia tormenta. Allá en la sierra de Sonora, entre el olor de hierro y el silencio de la sequía, Janaína del cuchillo estaba aprendiendo que el mundo era duro como piedra y que piedra, con modo correcto, se vuelve hoja afilada.
Cumplió 10 años el día que el nopal floreció fuera de tiempo. Señal de cosa extraña en el aire, decía la gente. Don Esteban despertó esa mañana con peso en el pecho, como si hubiera soñado con ánima en pena. Miró a Yanaína, que estaba barriendo la herrería con ese modo cuidadoso que tenía con todo, y supo que era la hora. “Ven acá, niña”, le dijo, señalando hacia el fondo de la herrería. Llegó el día de que conozcas la herencia de la familia.
Yanaína dejó la escoba y siguió al abuelo hasta un rincón oscuro donde nunca había puesto atención. Don Esteban apartó unos hierros viejos y jaló una tabla suelta del piso. De dentro de la tierra salió un bulto de cuero curtido amarrado con mecate viejo. “Este cuchillo aquí”, dijo él desenvolviendo despacio.
“Fue hecho por mi abuelo, que fue hecho por el abuelo de él. pasa de generación en generación, pero solo cuando la persona está lista para cargar el peso. La hoja que apareció hizo que Janaína abriera los ojos. No era un cuchillo común, compadres. Era una obra de arte del mismísimo curvada como luna nueva, con el mango de cuerno de toro grabado con rayas que parecían letras de rezo al revés.
El metal brillaba aún en la sombra, como si tuviera luz propia. Este acero aquí, continuó el abuelo pasando el dedo por la hoja con cuidado. Fue forjado con hierro de meteorito que cayó allá en los tiempos de mi bisabuelo. Lo mezclaron con sangre de puma y agua bendita. Dicen que quien lo hizo fue el mismísimo disfrazado de herrero.
Janaína estiró la mano, pero el viejo le agarró la muñeca. Calma ahí, criatura. Este cuchillo tiene brujería pesada. Nunca falla el golpe, nunca pierde el filo, pero solo corta por justicia. Si lo usas para hacer maldad sin razón, se voltea contra ti misma. Y otra cosa, el viejo la miró bien hondo en los ojos.
Cada vez que bebe sangre inocente, un pedazo de tu alma se va con él. La niña se quedó callada sintiendo el peso de las palabras, pero algo dentro de ella pedía esa hoja. Como sed pide agua. Ahora dime, Janaína, preguntó don Esteban, ¿por qué crees que te estoy dando esto hoy? Ella pensó un poco, recordando las noches que se quedaba despierta, oyendo al abuelo gemir de pesadilla, hablando nombres de gente muerta, recordando las historias que contaba cuando bebía tequila sobre hombres que mataban mujeres en defensa propia, sobre asados que tomaban tierra ajena, sobre curas que hacían cosas feas con niños. Porque
el mundo está lleno de gente mala que merece morir”, respondió ella con voz más vieja que los 10 años. El viejo sonrió triste y entregó el cuchillo en la mano pequeña de ella. El arma pesaba, pero se acomodó en la mano de Janaína, como si hubiera sido hecha especialmente para ella.
Cuando lo agarró bien, sintió una corriente eléctrica subir por el brazo, como si el metal tuviera vida propia. Ahora eres la dueña de él”, dijo don Esteban, “pero recuerda siempre, este cuchillo no escoge a la víctima. Quien escoge es el corazón de quien lo agarra. Y corazón puede ser justo o puede ser demasiado vengativo.
” De ese día en adelante, Janaína no se separaba del cuchillo. Dormía con él debajo de la cama. Entrenaba cortes en el tronco de nopal. Afilaba la hoja cada mañana hasta que reflejara su cara. El abuelo le enseñaba cómo agarrar sin cansarse, cómo cortar sin desperdiciar movimiento, cómo limpiar sin dejar rastro.
“Metal bueno tiene personalidad”, explicaba él viendo a Janaína entrenar. Ese ahí ya mató muchos cabrones. Conoce el olor de la maldad. Sabe cuándo la sangre vale la pena ser derramada. Y era verdad, compadres, siempre que algún hombre dudoso llegaba a la herrería, el cuchillo se ponía más pesado en la mano de ella, como si quisiera saltar y hacer el trabajo.
Ganaína aprendía a escuchar la señal de la hoja, a entender cuándo pedía sangre y cuándo pedía descanso, pero lo que más impresionaba al viejo era ver cómo la niña cambiaba cuando tenía el cuchillo en la mano. ojos se le ponían más oscuros, la sonrisa más peligrosa. Era como si esa hoja despertara algo ancestral dentro de ella, alguna sed de justicia que venía de muy lejos. “Cuidado, niña”, le advertía él.
“Demasiado poder en mano de quien tiene demasiada rabia en el corazón puede salir mal.” Pero Janaína solo sonreía y seguía entrenando, cortando el viento como si cortara pescuezo de enemigo. El desierto todavía no sabía, pero acababa de ganar su propia ejecutora y el cuchillo hereditario, después de tanto tiempo guardado, finalmente había encontrado la mano correcta para empuñar.
Tres años pasaron desde que Janaína ganó el cuchillo y la niña ya tenía 13 primaveras cuando la desgracia tocó la puerta como granizada. Era tiempo de feria en agua prieta y su papá, Manuel de las alpargatas había ido a vender unas cabras y comprar víveres para la casa. Manuel era hombre de bien, de esos que trabajaba de sol a sol y repartía el pan con quien tuviera hambre.
Se casó con prima de esperanza después que la mujer murió en el parto y crió a Hanaína como si fuera sangre de su sangre. hombre flaco, de bigote fino y mano callosa, que no le debía nada a nadie y siempre pagaba sus cuentas a tiempo. Pero ese día maldito, cuando estaba regresando de la feria, con los bolsillos más llenos que de costumbre, había vendido las cabras a buen precio.
Tres rurales del acendado Vento louro lo rodearon en el camino. “Órale, don Manuel!”, gritó José Cangaya, el más cabrón de los pistoleros. El patrón mandó decir que usted anda debiendo unos pesos ahí, 5 pesos que pidió prestado para sembrar. Manuel abrió los ojos, se bajó del burro y encaró a los hombres. ¿Qué historia es esa, muchacho? Yo nunca pedí dinero prestado de ningún hacendado.
Están equivocados. Pero José Cangaya ya había sacado la pistola y apuntado al pecho de Manuel. Los otros dos, Chico Malo y Juan sin alma, hicieron lo mismo. Eran tres contra uno en pleno camino desierto, con el sol rajando y ningún cristiano cerca para dar testimonio.
Está dudando de la palabra del patrón, gruñó José Cangaya escupiendo en el suelo. Entonces vamos a resolver esto del modo que les gusta por aquí. Lo que pasó después, solo los sopilotes que volaban alto vieron derecho. Dicen que Manuel trató de correr, pero le dieron un balazo en la espalda. Cayó de bruces en el polvo rojo.
Se arrastró unos metros pidiendo misericordia, pero los cabrones todavía le dieron dos balas más, solo para estar seguros. Después agarraron el dinero que había ganado en la feria, soltaron el burro y escupieron en el cuerpo del pobre. “Ahora la deuda está pagada”, dijo Juan sin alma guardando el revólver. Cuando Manuel no regresó a casa, Janaína y la madrastra María de los Dolores salieron a buscarlo.
Lo encontraron al otro día, ya tieso como palo seco, con las moscas haciendo fiesta, y los ojos volteados al cielo como súplica muda. María de los Dolores gritó tanto que los pajarillos volaron asustados. Janaína se quedó callada, arrodillada al lado del cuerpo, limpiando la arena de la cara del papá con la orilla del rebozo, pero por dentro algo se estaba prendiendo fuego.
El cuchillo del abuelo que siempre cargaba escondido en la cintura se puso pesado como barra de hierro. Enterraron a Manuel en el panteón del pueblo, pero ni el padre apareció. El asendado Bento louro había mandado avisar que quien llorara al ladrón iba a tener problemas. También la gente fue llegando despacito, dejaba una flor y se iba ligero, con miedo de represalias, pero la desgracia todavía no había terminado su visita, compadres.
Tres días después del entierro, cuando María de los Dolores estaba lavando ropa en el arroyo para tratar de olvidar el dolor, aparecieron los mismos tres rurales. Esta vez no era para cobrar deuda, era para divertirse con la viuda bonita. “Órale, doña María!”, gritó José Cangaya bajándose del caballo. “Usted está muy solita ahí, ¿no cree? Venimos a hacerle compañía.
” La mujer trató de correr, pero la rodearon como perros rodean presa. Lo que hicieron con la pobre ahí en medio del desierto, con solo Dios de testigo, fue cosa para manchar el alma de cualquier cristiano. Cuando terminaron la canallada, todavía se rieron y dijeron que debía agradecer la visita.
María de los Dolores regresó a casa tambaleando con la ropa rasgada y los ojos muertos. Janaína la estaba esperando en la puerta, afilando el cuchillo en la piedra de amolar. Cuando vio el estado de la madrastra, no necesitó preguntar nada. Ya sabía quién había sido. Esa noche, María de los Dolores tomó Sosa cáustica y se murió de dolor, retorciéndose en la cama como víbora pisada.
Antes de entregar el alma a Dios, agarró la mano de Shanaína y susurró con la voz que apenas salía. Promete que nos vengas, niña. Promete. Y fue ahí que nació el demonio que el desierto iba a conocer. Shanain prometió, besó la frente de la madrastra muerta y juró por los santos y por los diablos que ninguno de los tres iba a morir de viejo.
El cuchillo del abuelo nunca más salió de su mano y los ojos de miel oscura se volvieron brasa de fragua encendida. Después que enterraron a María de los Dolores, Janaína se quedó sola en la casa de Adobe, que parecía embrujada de tanto silencio. Don Esteban quería que se fuera a vivir con él, pero la niña se empeñó en quedarse. Dijo que tenía negocio que resolver primero.
Era verdad, compadres. Ganainína pasaba los días sentada en el piso de tierra apisonada con el cuchillo del abuelo atravesado en el regazo, pensando en cada detalle de lo que había pasado, cada palabra que los rurales dijeron, cada movimiento que hicieron, cada risa cabrona que soltaron después de hacer maldad.
Pero no era solo rabia lo que estaba creciendo dentro de ella, era algo más peligroso, sed de justicia. Yanaína había descubierto que en el desierto la justicia era cosa que cada uno tenía que hacer con sus propias manos. Fue en una noche de luna llena de esas que dejan todo claro como día que tuvo la idea de la lista. Estaba revisando las cosas de la madrastra, un baúl viejo con ropa, unas joyas de familia, unos papeles amarillentos cuando encontró algo que le heló la sangre.
Era un pedazo de cuero de res curtido y suave, donde María de los Dolores había escrito unos nombres con tinta de carbón y al lado de cada nombre una historia que cortaba el alma. José Cangaya mató a mi Manuel y me deshonró en el arroyo. Juan, sin alma disparó por la espalda a mi marido. Chico malo, se rió cuando me lastimaron.
Acendado, vento louro, mandó matar hombre honesto por codicia. Pero había más nombres ahí, muchos más. Gente que había hecho mal a María de los Dolores a lo largo de la vida, hombres que le habían pegado cuando era joven, patrones que no pagaban el trabajo, vecinos que habían mentido para perjudicar a la familia.
Janaína contó despacio 30 nombres, 30 cabrones que merecían pagar por el mal que hicieron. Y ahí abajo, con letra temblorosa de la madrastra ya enferma, estaba escrito, “Para mi hija del corazón. Si algún día quieres hacer justicia, empieza por estos. La niña sintió el corazón latir fuerte. Era como si María de los Dolores hubiera dejado un mapa del tesoro, solo que en vez de oro el tesoro era venganza.
Agarró el cuchillo hereditario y con mucho cuidado empezó a rayar cada nombre en la hoja. No era fácil grabar en el metal duro, pero Sanaína había aprendido con el abuelo que Hierro obedece a quien tiene paciencia y fuerza de voluntad. Cada letra que rayaba salía acompañada de una gota de sangre. El dedo se le cortaba en el filo de la hoja, pero ni sentía dolor.
José Cangaya, susurró ella grabando el primer nombre. Vas a ser el primero. Trabajó toda la noche hasta que cantó el gallo. Cuando terminó, el cuchillo estaba diferente. Parecía más pesado, más oscuro, como si hubiera absorbido toda la maldad de los nombres grabados. Y Janaína también estaba diferente.
Ya no era la niña de 13 años que jugaba en la herrería del abuelo. Era otra cosa. Guardó el cuero con los nombres originales dentro del corpiño, bien cerca del corazón. A cada nombre que matara iba a rayar de la hoja del cuchillo. Cuando todos estuvieran muertos, la venganza estaría completa y podría descansar. Pero antes de empezar la cacería, Janaína sabía que necesitaba aprender a ser más que una niña con cuchillo afilado. Necesitaba volverse leyenda.
Necesitaba que los hombres temblaran solo de oír su nombre. fue cuando recordó las historias que la gente contaba sobre los revolucionarios, hombres y mujeres que no aceptaban injusticia y hacían su propia ley en medio del desierto. Gente que vivía libre, aunque fuera para morir joven. “Si es para ser bestia”, murmuró ella, mirando el cuchillo que brillaba en la luz del quinqué. Entonces voy a ser la fiera más peligrosa de este desierto.
Esa noche Janaína del cuchillo nació de verdad y los 30 nombres grabados en la hoja eran el acta de nacimiento de ella, acta escrita con sangre y sellada con promesa de muerte. El desierto todavía no sabía, pero acababa de ganar su propia parca y ella tenía lista de trabajo para mucho tiempo. 4 años pasaron desde que Janaína grabó los nombres en la hoja del cuchillo.
La niña se había vuelto señorita, pero no era cualquier señorita. Era una criatura que hacía que los hombres pararan en la calle solo de mirar. Cabello negro como noche sin luna, cintura fina. pecho lleno y unos ojos que prometían paraíso e infierno al mismo tiempo.
Por detrás de la belleza de Santa vivía el alma de una ejecutora. Janaína había pasado esos años preparándose. Aprendió a disparar con la escopeta del abuelo, a montar caballo como hombre, a rastrear huellas en el desierto y a dormir con un ojo abierto. Más importante, aprendió a usar la belleza como arma.
practicaba frente al pedazo de espejo roto que tenía en casa. Sonreía de modo dulce, bajaba los ojos como señorita tímida, movía los labios como si fuera a dar un beso. Después, en un movimiento ligero como rayo, sacaba el cuchillo y cortaba el aire imaginando el pescuezo de un hombre. Primero conquistas, murmuraba para sí misma, después matas. Don Esteban trataba de quitarle esa idea, pero Yanaína ya no escuchaba consejo de nadie.
La sed de venganza se había vuelto parte de ella, corriendo por las venas como veneno dulce. Fue en una feria de ganado en Cananea que llegó la hora de la primera víctima. José Cangaya, el cabrón que había matado a su papá y violado a la madrastra, estaba ahí vendiendo unos toros robados y presumiendo de las maldades que hacía. Chanaína llegó a la feria montada en una yegua a la sana, vestida con falda tableada y blusa blanca que resaltaba la piel morena. Traía el cabello suelto y una flor de nopal en la oreja.
Parecía una princesa bajando del cielo para bendecir a esa gente sufrida. Pero debajo de la falda, el cuchillo hereditario estaba amarrado al muslo, esperando la hora de probar sangre. Hanaína se quedó observando a José Cangaya de lejos primero. El cabrón estaba gordo y sucio, con barrigón de quien bebía demasiado tequila y trabajaba de menos.
Se reía fuerte, escupía en el suelo y trataba a los otros como animales. Cuando una muchacha joven pasó cerca, hizo chistes cochinos que hicieron que la gente se riera nerviosa. “Te llegó tu hora, cabrón”, susurró yanaína tocando el mango del cuchillo. Esperó que anocheciera.
Cuando la feria empezó a vaciarse y los hombres empezaron a beber en las cantinas, se acercó. José Cangaya estaba sentado en una mesa de madera vieja, ya medio borracho de tequila, contando mentiras a dos vaqueros. “Buenas noches, don José”, dijo Janaína llegando por detrás con una sonrisa dulce en los labios. El hombre se volteó y abrió los ojos.
Nunca había visto mujer tan bonita en su vida. Órale, ¿qué sirena es esta que apareció aquí? Solo una señorita que quería platicar con el hombre más valiente de la feria”, respondió ella guiñando despacio. “¿Puedo sentarme?” José Cangaya mandó a los otros irse y le acercó una silla.
Ganaína se sentó cerquita, dejando que el perfume de flor del campo llegara hasta las narices del cabrón. El hombre ya estaba babeando como burro sediento. “Dicen por ahí que usted es muy peligroso”, dijo ella jugando con un mechón de cabello. “Que ya mató muchos hombres valientes. Comadre, si le contara a todas”, empezó José Cangaya estirándose en la silla. Solo el año pasado fueron tres. Había uno ahí, Manuel no sé qué, que trató de hacérmela.
Le di fin al cabrón en el camino mismo. El corazón de Janaína empezó a latir fuerte, pero mantuvo la sonrisa. Órale, qué valiente. Y la familia de él no hizo nada. La mujer, “Ah, esa la disfrutamos un poquito antes de que se matara.” Rió José Cangaya haciendo gesto obsceno. Mujer bonita como usted debería ser mejor tratada. Yana sintió la sangre hervir, pero siguió sonriendo. De veras.
¿Y cómo trataría a una mujer como yo? El cabrón la jaló del brazo y trató de besarle la boca, pero Janaína se desvió en el último segundo y le besó la cara bien despacio, bien mojado. “Calma, mi cielo”, susurró en su oído. “Vamos a un lugar más apartado.” Lo llevó detrás de la cantina, donde había un mezquite grande que hacía sombra oscura.
José Cangaya estaba tan borracho de tequila y deseo que ni se dio cuenta cuando Janaína lo recargó en el tronco del árbol. “Este beso es por mi papá”, susurró ella y le besó la frente. “Qué papá ni que nada, niña loca”, murmuró él tratando de agarrarla. “Este aquí es por mi mamá”, siguió Yanaína besando la mejilla izquierda.
Fue ahí que José Cangaya se dio cuenta de que algo estaba mal. Los ojos de la muchacha habían cambiado, se habían puesto oscuros como pozo hondo y tenía algo en la mano que brillaba en la oscuridad. “Y este último beso”, dijo Janaína acercándose a la boca de él, “es para que nunca más lastimes a ninguna familia.
” Le besó los labios despacio, con sabor de venganza y promesa cumplida. Y en el mismo segundo que las bocas se encontraron, el cuchillo hereditario entró por la espalda de José Cangaya y salió por el pecho directo al corazón. El hombre ni tuvo tiempo de gritar. Se murió con el beso todavía en la boca, con los ojos abiertos de susto. Janaí se apartó, limpió la hoja en la camisa de él y rayó el primer nombre de la lista.
Uno! contó ella guardando el cuchillo. Faltan 29. Esa noche, cuando encontraron el cuerpo de José Cangaya, la gente se quedó espantada. El hombre había muerto con una sonrisa en la cara, como si hubiera visto un ángel antes de morir, pero el hoyo en el pecho mostraba que el ángel tenía garras afiladas. Fue ahí que empezó la leyenda, compadres.
“Hay una mujer por ahí que mata con beso”, susurraban los viejos en la feria. besa y mata como viuda negra. Yanaína, ya lejos de ahí, montada en la yegua a lazana, sonreía para la luna llena. El primer nombre había salido de la lista, pero la sed de venganza todavía ardía en el pecho como brasa viva. El desierto acababa de conocer su nueva pesadilla y esa pesadilla tenía cara de ángel y alma de demonio.
Después de matar a José Cangaya, Janaína desapareció en el desierto como humo en el viento. Pasó 6 meses vagando sola, durmiendo bajo las estrellas y alimentándose de fruta del monte y agua de ojos de agua. Pero no estaba perdida, estaba aprendiendo a ser fantasma. El desierto es grande como el mundo, compadres.
Y en un desierto grande siempre hay gente que no se dobla ante hacendado ni ante gobierno. Gente que hizo de la ley del monte la única ley que respetaba. Revolucionarios. Fue en una cañada onda cerca de la sierra del tigre que Janaína encontró la banda de José Mandinga, o mejor dicho, fue la banda la que la encontró a ella.
Estaba bebiendo agua en un manantial cuando oyó ruido de ramas quebrándose a sus espaldas. Se volteó despacio con la mano ya en el mango del cuchillo y vio cinco hombres con armas en mano rodeándola. Órale, muchacha”, dijo el que parecía ser el jefe, un cabrón alto y flaco con sombrero de cuero y rifle en las espaldas.
“¿Estás perdida en este mundo de Dios?” Shanaí miró uno por uno midiendo las posibilidades. Eran cinco, ella era una, pero había algo en los ojos de esos hombres que reconoció. Era lo mismo que veía en el espejo cuando se miraba. gente que había escogido vivir fuera de la ley porque la ley era injusta. “No estoy perdida”, respondió ella, sonriendo de ese modo peligroso que había aprendido a hacer.
“¿Estoy buscando gente como ustedes, gente como nosotros, ¿cómo?”, preguntó otro revolucionario jugando con el gatillo del arma. Gente que no tiene miedo de hacer justicia con sus propias manos. José Mandinga, porque era él mismo el jefe, soltó una risa ronca. Muchacha bonita como tú, no debería estar hablando de justicia. Debería estar en casa bordando y cuidando gallinas.
Fue ahí que Yanaína mostró quién era de verdad. en un movimiento más ligero que rayo, sacó el cuchillo hereditario y lo aventó contra un árbol que estaba unos 10 pasos detrás de José Mandinga. La hoja voló girando, cortó una víbora venenosa que estaba bajando de la rama justo en la cabeza del revolucionario y se quedó clavada en el tronco, todavía temblando.
Los cinco hombres se quedaron con la boca abierta. Ninguno había visto la víbora que solo Janaína había notado por los instintos aguzados de quien vivía en el monte, y mucho menos habían visto mujer que supiera aventar cuchillo con esa precisión. ¿Ahora sí creen que sé hacer justicia? Preguntó Yanaína yendo a buscar el arma.
José Mandinga escupió en el suelo y sonrió respetuoso. ¿Cómo te llamas, muchacha? Hana. Pero la gente ya me está diciendo, Janaína del cuchillo. Pues entonces, Janaína del cuchillo, ¿quieres andar con nosotros? Quiero, pero tengo una condición. ¿Cuál? Yo no obedezco órdenes de ningún hombre. Hago lo que creo correcto hacer.
Los revolucionarios se miraron entre ellos. Nunca una mujer les había hablado de ese modo, pero tampoco habían visto mujer como esa. Está bien, aceptó José Mandinga, pero si te quedas tienes que demostrar que sirves para algo más que ser bonita. Cuando quieran, donde quieran. No tardó mucho para que Yanaína demostrara que no era pura plática.
En la primera semana con la banda fueron a atacar la hacienda de un ascendado que no pagaba a los vaqueros. Mientras los hombres entraron balaceando por la puerta de enfrente, Janaína dio la vuelta y entró por la cocina. Cuando los otros llegaron a la sala grande, la encontraron sentada en la silla del patrón limpiando el cuchillo en una servilleta bordada. El ascendado estaba tirado en el piso con la garganta cortada de oreja a oreja.
“¿Cómo hiciste eso tan ligero?”, preguntó uno de los revolucionarios. “¿Lo besé primero?”, respondió Shanaína. guardando el cuchillo. Hombre que nunca fue besado por mujer bonita se pone tonto como niño. Ahí no más es cortarlo. De ese día en adelante, la fama de Janaína empezó a crecer dentro de la propia banda.
No era solo valiente y mortal, era inteligente, sabía leer huellas, conocía los caminos secretos del desierto y tenía un instinto para el peligro que salvó la vida del grupo varias veces. Pero más importante, tenía un modo con las mujeres de los pueblitos por donde pasaban. Siempre que llegaban a una villa, las mujeres buscaban a Janaína para contarle las penas, los hombres que les pegaban, los patrones que no respetaban.
Y Janaína escuchaba todo, guardando nombres y ofensas en la memoria. Después, cuando la banda salía del pueblo, siempre había uno o dos hombres que aparecían muertos al día siguiente. Muertos con un corte limpio en el pescuezo y una marca de beso en la cara. “Estás matando gente de más”, reclamó José Mandinga un día. Revolucionario mata por dinero, no por venganza.
“Yo mato por justicia”, corrigió Yanaína. y justicia no tiene precio. Fue cuando se dio cuenta de que ya no necesitaba la banda para nada. Había aprendido todo lo que quería aprender, sobrevivir en el desierto y ser temida por los hombres. Ahora era hora de seguir su propio camino. En una madrugada de luna nueva, Janaín juntó sus cosas y salió del campamento sin hacer ruido. Dejó solo un papelito garabateado en un pedazo de cuero. Gracias por todo.
Ahora tengo trabajo propio que hacer. Cuando José Mandinga despertó y vio que había desaparecido, no mandó a nadie a buscarla. Sabía que Janaína del cuchillo se había vuelto algo más grande que revolucionario común. Se había vuelto leyenda viva. Y leyenda no se amarra ni se manda. Leyenda hace lo que quiere, cuando quiere, como quiere.
El desierto ahora tenía una reina, una reina que no quería reino, solo quería justicia y que cobraba cada injusticia con beso y cuchillo. Después que salió de la banda de José Mandinga, Janaína se volvió una sombra que andaba de pueblo en pueblo, de feria en feria, siempre buscando los nombres que estaban grabados en la hoja del cuchillo.
Pero en el camino descubrió que el mundo estaba lleno de otras maldades que también merecían castigo. Era así como trabajaba con padres. Llegaba a un pueblito montada en la yegua a la sana, vestida sencilla como cualquier señorita del desierto, pero con esos ojos de miel oscura que hacían que todo mundo parara a mirar. Siempre buscaba a las mujeres primero, las que lavaban ropa en el arroyo, las que vendían verdura en la feria, las que se quedaban en la puerta de la casa cociendo y cuidando niños.
¿Cómo está, hermana? La saludaba, sentándose al lado de ellas con esa sonrisa dulce. Todo bien por aquí. Y ahí empezaba la plática. Janaína tenía un modo especial de hacer que las mujeres se abrieran, de contar las penas que cargaban en el pecho. Tal vez era porque reconocían en ella un alma que también había sufrido.
O tal vez era porque Yanaína realmente se preocupaba por el dolor ajeno. Ay, mi hija suspiraba doña chica, una lavandera de Magdalena que tenía la cara marcada de bofetadas. Si te contara lo que pasó en casa, te ibas a poner a llorar conmigo. “Puede contarme que sé escuchar”, decía Janaína, ayudando a la mujer a golpear la ropa en la piedra y ahí salía todo.
El marido que bebía y pegaba, el patrón que no pagaba el trabajo derecho, el vecino que molestaba a las hijas, el compadre que había tratado de aprovecharse cuando se quedó viuda. Shanaína escuchaba todo, grabando nombres y crímenes en la memoria como rezo aprendido de memoria. Cuando terminaba la plática, abrazaba a la mujer y decía, “Tenga fe, hermana.
” Dios no se olvida de los que sufren. Pero no era Dios quien iba a cobrar las cuentas, era ella misma. Esa misma noche o la siguiente, el hombre que hacía mal a doña chica aparecía muerto, a veces con la garganta cortada limpia, a veces con cuchillo clavado en el pecho, pero siempre con la misma marca, un beso en la frente, todavía húmedo, de labial, hecho de achiote.
La fama de Yanaína empezó a extenderse como fuego en desierto seco. Las mujeres empezaron a susurrar entre ellas. Apareció una muchacha por ahí que hace justicia para las que sufren. Solo que no sabían su nombre derecho, pero le decían la besadora de la muerte o la santa del cuchillo. Y realmente para muchas mujeres Janaína era santa mismo, compadres.
Cuántas viudas no pudieron criar a los hijos en paz después de que ella pasó por el pueblo. Cuántas muchachas no escaparon de matrimonio forzado porque el novio apareció muerto con beso en la cara. Pero Janaína no se creía santa, se creía instrumento, instrumento de una justicia que el mundo se había olvidado de hacer. fue en un pueblo llamado Piedra del Fuego, que tuvo el caso más impresionante.
Llegó ahí un lunes de mercado y luego se dio cuenta de que las mujeres andaban con la cabeza baja y miedo en los ojos. Cuando trató de platicar con ellas, todas cambiaban el tema y se iban ligero. Hasta que una niña de unos 15 años, flaca como vara verde y con marcas de cuerda en la muñeca, se le acercó cuando nadie estaba viendo.
“Usted es la muchacha que mata a los hombres malos”, susurró la niña mirando a los lados con miedo. “Depende”, respondió Janaína. “¿Hay algún hombre malo aquí que necesita morir? La niña empezó a llorar. Contó que el comisario del pueblo, don Raimundo Siete Pecados, había hecho una ley propia. Toda muchacha que cumpliera 15 años tenía que pasar una noche en la cárcel para aprender a respetar la autoridad. Y en esa noche él hacía lo que quería con ellas.
Ya fueron más de 20, señorita lloró la chamaca. Y quien se queja, él encierra al papá o lo mata. Nadie puede hacer nada contra él. Hanaína sintió la rabia subir como fiebre. Agarró la cara de la niña en las manos y la miró bien hondo en los ojos. Tranquila, mi hija. Ese desgraciado no va a volver a tocar a ninguna niña.
Esa misma tarde Janaína se arregló como novia. Se puso la falda más bonita que tenía, se soltó el cabello, se puso labial de achiote y perfume de hierb buuena. Cuando llegó a la comisaría estaba linda como aparición. “Buenas tardes, señor comisario”, dijo ella entrando a la oficina de él con sonrisa de señorita tímida. “Vine a presentarme. Soy nueva en el pueblo.
Raimundo Siete Pecados, un hombre gordo y pelón con bigote grasoso, abrió los ojos de deseo. Órale, ¿qué belleza es esta que apareció aquí? ¿Cómo te llamas, mi flor? Shanaína. Y usted debe ser el hombre más importante del pueblo, ¿verdad? El cabrón se estiró en la silla, todo lleno de sí mismo. Así es, mi linda. Aquí quien manda soy yo. ¿Y tú? ¿Cuántos años tienes? 17.
¿Por qué? Ah, no es nada, dijo él levantándose y cerrando la puerta de la comisaría. Es que tengo una costumbre aquí. Toda muchacha nueva tiene que conocer las leyes del pueblo y yo enseño personalmente. Janaína hizo cara de quien no entendía.
¿Qué tipo de enseñanza, señor comisario? Ven acá que te muestro, dijo él tratando de jalarla hacia el rincón donde tenía un catre viejo. Pero cuando se acercó, Shanaína hizo ese movimiento que ya se había vuelto marca registrada de ella. Jaló la cara del hombre hacia ella como si fuera a besarlo en la boca. y susurró, “Este beso es por todas las niñas que lastimaste, demonio.” Raimundo Siete pecados ni tuvo tiempo de entender lo que estaba pasando.
Janaína le besó la frente, después la boca, despacio y dulce, y mientras el cabrón cerraba los ojos de placer, pensando que iba a tener otra víctima fácil, ella le clavó el cuchillo hereditario justo debajo de las costillas, directo al corazón. El hombre se murió todavía con el beso en la boca, pero esta vez no se murió sonriendo.
Se murió con cara de espanto, como si hubiera visto al mismísimo Janaína abrió la puerta de la comisaría y gritó a la calle, “Gente buena de Piedra del Fuego, ya están libres del demonio que mandaba aquí.” Las mujeres empezaron a salir de las casas despacio, sin creer lo que estaban viendo.
Cuando entraron a la comisaría y vieron el cuerpo del comisario, empezaron a llorar, pero esta vez eran lágrimas de alivio. “Gracias, mi santa”, dijo la mamá de una de las niñas que había sido violada. “Usted es enviada de Dios.” Yanaína movió la cabeza. No soy enviada de Dios, hermana. Soy enviada del dolor de ustedes y mientras exista mujer sufriendo por culpa de hombre cabrón, yo voy a estar por ahí.
Esa noche, cuando salió de piedra del fuego, Janaín aprendió una vela más en la gruta donde guardaba sus cosas. Un nombre más había salido de la lista invisible que cargaba en el corazón, la lista de los hombres que merecían morir por hacerles mal a las mujeres.
Y esa lista, sabía, era mucho más grande que los 30 nombres que la madrastra había dejado. Dos años después de empezar su jornada de venganza, Janaína ya había rayado 15 nombres de la hoja del cuchillo. Su fama corría por todo el norte del país. Mujeres rezaban para que apareciera en la ciudad y hombres temblaban solo de oír hablar de la besadora de la muerte. Pero todavía faltaba el peor de todos.
El que estaba en la mera mera de la lista de la madrastra, escrito con letra más gruesa y más rabiosa, ascendado mayor vento louro del pasto grande. Este era el manda más de toda esa región. dueño de hacienda grande como mar de tierra, con más de 100 vaqueros trabajando para él y miedo de todo mundo que vivía en un radio de 50 leguas.
Fue él quien mandó matar al papá de Janaína, él quien ordenó la violación de la madrastra, la cabeza de toda la víbora. Pero acercarse a él no era cosa sencilla. Acendado Bento Louro, vivía como rey en su castillo de adobe, rodeado de pistoleros armados y perros bravos. Nadie entraba a la hacienda Pasto Grande sin ser invitado, y quien era invitado no siempre salía vivo.
Janaína pasó semanas estudiando las costumbres del ascendado, platicando con las mujeres que trabajaban en la hacienda como lavanderas y cocineras. Fue así que descubrió el punto débil del hombre. Era vanidoso como pavo real y le gustaba presumir a los otros. Todo mes junio en la fiesta de San Juan, el ascendado daba una fiesta grande en el patio de la hacienda.
Invitaba a los ascendados ricos de la región, a los políticos importantes. Hasta el obispo a veces aparecía. Era la única ocasión en que gente de fuera podía entrar a la propiedad sin despertar sospecha. Esta es mi oportunidad”, murmuró Yana afilando el cuchillo en la piedra de amolar. Se preparó como actriz preparándose para el teatro. Compró un vestido azul claro en una tienda de hermosillo, unos zapatos de charol, una sombrilla de encaje.
Se soltó el cabello en rizos, se puso polvo de arroz en la cara y labial bien rojo en la boca. Cuando se miró en el espejo, ni ella misma se reconoció. Parecía una dama de la capital. En la noche de la fiesta llegó a la hacienda en una carreta alquilada diciendo que era prima de un comerciante de Guadalajara que había sido invitado, pero no pudo venir. Los pistoleros de la portería ni sospecharon.
Muchacha bonita y bien vestida, siempre era bienvenida en las fiestas del patrón. El patio estaba iluminado con faroles de colores. Había acordeonero tocando, mesa llena de comida buena y tequila corriendo suelto. El asendado Bento louro estaba en medio de todo, recibiendo a los invitados con sonrisa falsa y abrazo interesado.
Cuando vio a Janaína bajándose de la carreta, el hombre paró lo que estaba haciendo. Estaba tan bonita que parecía haber salido de un cuadro de santo, cabello brillando en la luz de los faroles, vestido que marcaba el cuerpo en el lugar correcto, sonrisa que prometía mil pecados. “¡Qué flor rara es esta que apareció en mi fiesta”, dijo él besando la mano de ella.
“Soy doña Margarita de Guadalajara. Oí hablar tanto de las fiestas del Señor que quise conocer personalmente. El placer es todo mío, doña Margarita. Una señora tan refinada honra cualquier reunión. La fiesta corrió normal hasta las 10 de la noche.
Después el hacendado pidió a los invitados que se acomodaran en la sala grande, que iba a haber espectáculo especial. Fue cuando trajeron a las niñas. Janaína sintió el estómago revolverse cuando vio a las criaturas siendo empujadas para dentro de la sala. Eran seis niñas entre 12 y 15 años, vestidas con ropa corta y provocativa, con ojos muertos de quien había dejado de vivir.
“Mis amigos”, dijo el asendado aplaudiendo. “Hoy tenemos carne nueva en el menú.” Los hombres de la fiesta se rieron y empezaron a escoger qué niña querían. Yanaína apretó el mango del cuchillo debajo del vestido y esperó el momento correcto. “Doña Margarita”, dijo el acendado, acercándose a ella. “La señora no va a escoger ninguna o prefiere que yo escoja para la señora.
En realidad”, dijo Yanaína sonriendo como víbora. Yo prefiero platicar con el señor en particular. Tengo una propuesta interesante que hacer. Los ojos del cabrón brillaron. ¿Qué tipo de propuesta? Vamos a su cuarto que le explico mejor. Acendado mayor Bento Louro no lo pensó dos veces.
Mandó a los invitados a divertirse a gusto y llevó a Hanaína a su cuarto en el segundo piso de la casa grande. Y entonces, mi flor, dijo él cerrando la puerta. ¿Cuál es la propuesta? Es sencilla, respondió Yanaína acercándose a él. Vaine a proponer que el Señor deje de hacerles mal a las criaturas y vaya a encontrar al hermano en el infierno.
Antes que pudiera reaccionar, Yanaína lo agarró por la corbata y le clavó el cuchillo en las costillas, bien despacio, para que sintiera cada centímetro de la hoja entrando. Este es por las niñas que lastimó, demonio le susurró en el oído. El acendado trató de gritar, pero ella le tapó la boca con la mano libre.
Y este aquí, dijo volteando la hoja dentro del pecho de él. Es por su hermano que ya mandé al mismo lugar. Acendado mayor Bento Louro se murió despacio, ahogado en su propia sangre, con los ojos abiertos de pavor. Jana limpió el cuchillo en la ropa de él y abrió la ventana del cuarto. Bajó al primer piso como sombra y empezó a matar a los pistoleros uno por uno, aprovechando que estaban ocupados vigilando la de la sala grande.
Cuando terminó, entró a la sala y vio a los invitados abusando de las niñas. “Ya basta!”, gritó ella con el cuchillo goteando sangre. Los hombres pararon lo que estaban haciendo y la miraron con cara de espanto. Una dama elegante, cubierta de sangre, con una hoja en la mano y fuego en los ojos. ¿Quién eres tú? Gritó uno de los ascendados. Soy el juicio final de ustedes, cabrones.
Y empezó a matar uno por uno, sin prisa, sin piedad. Los hombres trataban de huir, pero ella era más rápida. Cortaba gargantas, picaba pechos. Abría barrigas. En 10 minutos la sala grande se volvió carnicería. Cuando terminó, solo quedaba ella y las niñas. Las criaturas miraban a Janaína con miedo y admiración al mismo tiempo.
“Ya están libres”, dijo ella tirando el cuchillo al piso. “Váyanse a casa y olviden todo lo que vieron aquí.” Las niñas salieron corriendo, menos una que se quedó mirando a Janaína. Gracias tía”, susurró la criatura. “Usted nos salvó”. Hanaína se sentó en una silla de repente muy cansada. No salvé a nadie, niña. Solo hice lo que tenía que hacerse.
Después de la masacre en el pasto grande, Hanaí sabía que ya no había vuelta atrás. Había matado más de 30 hombres en una noche sola, incluyendo hacendados importantes y políticos influyentes. No había llegado ni el amanecer y ya había federales buscándola por toda la región. Pero ella no corrió, no se escondió.
Se quedó sentada en la terraza de la casa grande, mirando el sol salir por encima de los pastizales, esperando que llegaran. El cuchillo hereditario estaba en el piso al lado de ella, todavía sucio de la sangre de la noche anterior. Había vuelto una niña con la mamá y otras mujeres del pueblo para agradecerle a Janaína. La encontraron ahí callada como estatua con la mirada perdida en el horizonte.
Yanaína, dijo la mamá de la niña, usted tiene que huir. Los federales vienen para acá. Ya no voy a huir más”, respondió ella sin quitar los ojos del sol. “Me cansé de correr, pero la van a matar.” Chanaína rió triste. Mejor así. Ya no tengo nada más que hacer en este mundo.
Las mujeres se quedaron ahí tratando de convencerla de que huyera, pero Yanaína no se movía del lugar. Era como si hubiera encontrado finalmente lo que buscaba, el fin del viaje. Fue cuando oyeron el ruido de los caballos llegando. Era el general Virgilio Pérez, conocido como Pancho Villa, con un grupo de revolucionarios.
Habían venido a investigar la noticia de la masacre, pero cuando vieron a Hanaína ahí sentada, sola, rodeada de mujeres agradecidas, entendieron qué tipo de justicia se había hecho. “Ustedes, Janaína del cuchillo”, preguntó Pancho Villa bajándose del caballo. “Soy lo que queda de ella.” Pancho Villa miró la casa grande, llena de cuerpos, a los pistoleros muertos esparcidos por el patio, a la sala donde los ascendados habían sido ejecutados.
Después miró a Janaína, una mujer bonita pero con alma cansada que había llegado al final de la línea. ¿Por qué hizo esto? Porque alguien tenía que hacerlo y yo no supe hacer otra cosa en la vida más que matar cabrones. ¿Y ahora qué va a hacer ahora? Yanaína agarró el cuchillo del piso y se lo ofreció a él.
Nada, mi guerra se acabó. Puede matarme o entregarme a los federales. Me da igual. Pancho Villa no agarró el arma. En vez de eso, se sentó al lado de ella en la terraza. Yo oí sus historias. Todo revolucionario del norte conoce el nombre de Yanaína del Cuchillo. La mujer que mataba con beso y hacía justicia para los olvidados. Ya no soy nada de eso. Entonces sea otra cosa.
Venga conmigo. Métase a mi ejército. Usted tiene talento de más para morirse en una terraza esperando bala de federal. Ya no quiero matar a nadie más, Pancho. Estoy cansada de sangre. Entonces, no mate. Enseñe a las mujeres del ejército a defenderse, cuide a las criaturas que encontramos por el camino.
Sea la madre que la revolución nunca tuvo. Por un momento, Yanaína consideró la propuesta, pero movió la cabeza. Mi lugar no está en medio de ustedes. Mi lugar está aquí, pagando por lo que hice. En ese momento llegaron los federales, 20 hombres armados. comandados por el capitán Becerra, conocido por no hacer prisioneros. “Janaína del cuchillo”, gritó el capitán.
“Está arrestada en nombre de la ley.” Janaína se levantó despacio con las manos para arriba. “Aquí estoy, capitán, puede llevarme.” Pero las mujeres del pueblo se pusieron enfente de ella. La niña que había salvado, la mamá de ella, otras que habían sido salvadas por la acción de Janaína, todas de brazo dado, protegiendo a la mujer que había arriesgado todo para defenderlas.
“No dejen que se la lleven”, gritó una. Ella salvó a nuestras hijas, gritó otra. “Es santa de Dios, no es bandida.” El capitán Becerra se quedó confundido. Nunca había visto al pueblo defendiendo al bandido de ese modo. Quítense de enfrente o les disparo a todas. Fue cuando Pancho Villa se metió.
Capitán, con todo respeto, pero aquí quien manda soy yo, Pancho. No sabía que estaba en la región. Así es. Y esta mujer aquí está bajo mi protección. Pero ella mató más de 30 hombres. mató hombres que merecían morir. Si la ley no hace justicia, alguien tiene que hacerla. La tensión se puso pesada como plomo derretido.
Federales de un lado, revolucionarios del otro yanaína en medio de todo, demasiado cansada para preocuparse por lo que iba a pasar. Fue cuando ella tomó la decisión final. Paren con eso”, dijo ella, apartándose de las mujeres. “Nadie va a morir por mi culpa. Yo me entrego.
” “Yanaína, no!”, gritaron las mujeres, pero ella había caminado hasta el capitán Becerra y estirado las muñecas para que la esposara. “¿Puede llevarme, capitán? Solo le pido una cosa. Deje a estas mujeres en paz. Ellas no hicieron nada malo.” El capitán dudó. tenía orden de matar a Hanaína, no de arrestarla, pero con Pancho Villa y el pueblo mirando, no podía ejecutarla ahí enfrente de todo mundo. “Está bien”, dijo él poniéndole las esposas.
“Va a responder por sus crímenes en la capital.” Pero todo mundo sabía que ella nunca iba a llegar viva a la capital. En la primera parada, los federales iban a intentar que se escapara y ella iba a recibir un balazo por la espalda. Cuando subieron a Janaína a la carreta, las mujeres empezaron a llorar y rezar. Pancho Villa montó su caballo e hizo señal a sus revolucionarios.
La comitiva salió de la hacienda en una procesión extraña. Adelante los federales con la prisionera, atrás los revolucionarios de Pancho Villa. Y en las orillas del camino las mujeres de la región acompañando y rezando. Janaína iba callada. mirando el desierto por última vez. Sabía que no iba a haber otro atardecer, pero no estaba triste, estaba en paz.
Había cumplido la promesa a la madrastra, había vengado a la familia, había salvado a las niñas del asendado mayor. El resto ahora era con Dios o con el Le daba igual. Lo importante era que Yanaína del cuchillo, la mujer que besaba como ángel y mataba como demonio, había escrito su nombre en la historia del desierto con letra de sangre y tinta de lágrima. Y esa historia nunca más iba a ser olvidada.
La comitiva de los federales no llegó ni a la mitad del camino hacia la capital cuando paró en una cañada llamada Piedra del Gallo. Era mediodía. Sol de Rajar y el capitán Becerra dijo que iban a descansar ahí antes de seguir el viaje, pero todo mundo sabía que esa parada no era para descanso.
Shanaína se bajó de la carreta, todavía esposada, pero sin miedo en los ojos. Sabía que ahí era su fin y estaba preparada. El capitán mandó a los soldados formar en círculo, fingiendo que era para proteger a la prisionera. Pancho Villa y sus revolucionarios se quedaron afuera observando todo sin poder interferir.
Habían dado palabra de que no iban a atacar a los federales. Y palabra de revolucionario es sagrada, janaína del cuchillo dijo el capitán becerra sacando el revólver de la funda. Vas a tratar de escaparte ahora. No voy a escaparme, capitán. Me cansé de correr. Vas a hacerlo, porque si no intentas, voy a decir que intentaste.
El capitán levantó el arma apuntando a la espalda de ella, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, pasó algo que nadie esperaba. Las mujeres de la región que habían seguido a la comitiva a pie llegaron a la cañada corriendo y se aventaron enfrente de Janaína, la niña que había salvado, la mamá de ella, doña Raimunda de la Pensión, la vieja de Flores del Palleu y unas 20 mujeres más, todas de brazo dado haciendo escudo humano.
“Si quieren matarla, van a tener que matarnos primero”, gritó la mamá de la niña. Ella salvó a nuestras hijas, lloró otra. Es santa de Dios, no es bandida. El capitán se quedó sin saber qué hacer. No podía dispararles a las mujeres. Iba a ser escándalo nacional, pero tampoco podía dejar que Yanaína se escapara.
Fue cuando ella tomó la última decisión de la vida. Hermanas, dijo a la mamá de la niña, apártense de mí. No quiero que se lastimen por mi culpa. No nos vamos de aquí. Janaína, usted hizo por nosotras, ahora nosotras hacemos por usted. Janaína sonrió por primera vez en mucho tiempo. Una sonrisa triste, pero verdadera. Ya hicieron.
Me mostraron que no todo lo que hice fue en vano. Se volteó hacia el capitán Becerra y dijo fuerte para que todo mundo oyera. Capitán, yo no voy a escaparme, pero tampoco voy a morirme como perro. Si el Señor me quiere matar, va a tener que ser de frente mirándome a los ojos. El capitán dudó. Había matado muchos bandidos en la vida, pero nunca una mujer que pedía morir de frente puede disparar, dijo Yanaína abriendo los brazos. Yo ya me morí hace tiempo.
Me morí el día que maté al primer hombre. Me morí de vez cuando maté a quien amaba. Lo que está aquí ahora es solo el fantasma de lo que era. Pero antes de que el capitán pudiera disparar, una voz gruesa cortó el aire. Espérate ahí, becerra. Era Pancho Villa que se había bajado del caballo y venía caminando despacio con la mano en el mango del cuchillo.
Diste tu palabra, Pancho dijo el capitán. No ibas a interferir y no voy a hacerlo. Solo quiero hablar con ella antes. Pancho Villa se acercó a Janaína y habló bajo solo para que ella oyera. Todavía da tiempo de cambiar de opinión. Mis hombres pueden atacar. Nos escapamos y empiezas vida nueva. Janaína movió la cabeza. No, Pancho.
Mi guerra se acabó. Déjame descansar. Entonces, por lo menos acepta un regalo de despedida. Pancho Villa sacó un paliacate rojo del bolsillo y se lo amarró en el pescuezo para que mueras como revolucionaria de verdad con honor. Janaína tocó el paliacate y sonró. Gracias. Ahora sé que no voy a morir sola.
Pancho Villa se apartó y le hizo seña al capitán. Puede hacer lo que vino a hacer. El capitán Becerra levantó el revólver otra vez, pero la mano le temblaba. Nunca había visto a nadie enfrentar la muerte con tanta dignidad. Algunas palabras finales, preguntó él. Janaína miró a todas las mujeres que habían venido a defenderla, a los revolucionarios de Pancho Villa, que se quitaron el sombrero en señal de respeto al cielo azul sin nubes donde los zopilotes ya volaban en círculo.
“Quiero que sepan”, dijo ella con voz que hizo eco por toda la cañada, “que no me arrepiento de nada de lo que hice. Cada hombre que maté se lo merecía. Cada beso que di antes de clavar el cuchillo fue beso de justicia. Hizo una pausa y siguió. Este desierto nuestro es duro como piedra y a veces uno tiene que ser más duro todavía para sobrevivir.
Yo hice lo que creí que tenía que hacer. Si estuvo bien o mal, solo Dios sabe. Pero por lo menos traté de proteger a los débiles de los fuertes, a las mujeres de los hombres cabrones, a las criaturas de los demonios. El capitán tenía el dedo en el gatillo, pero no lograba apretar. Las palabras de Janaína lo habían tocado.
“Y ustedes, hermanas,”, dijo ella, mirando a las mujeres, “nunca dejen que ningún hombre las pisotee. Si la ley no protege, protéjanse ustedes mismas. Si la justicia no llega, hagan la justicia de ustedes. El mundo solo respeta a quien se hace respetar.” Fue ahí que hizo el último gesto de la vida. se llevó un beso a la punta de los dedos y lo sopló al viento.
Este beso es para todas las mujeres que todavía van a nacer en este desierto, para que nunca olviden que pueden ser dulces y peligrosas al mismo tiempo. El capitán Becerra finalmente apretó el gatillo. El disparo hizo eco por la cañada y Janaína cayó para atrás con el paliacate rojo de Pancho Villa extendiéndose en el suelo como flor de sangre.
Pero aún cayendo todavía sonreía. Sonreía porque sabía que había dejado su marca en el mundo, que las mujeres se iban a acordar de ella cuando necesitaran valor, que los hombres iban a temblar cuando oyeran hablar de la mujer que besaba como ángel y mataba como demonio. Se murió ahí mismo en la piedra del gallo, en un mediodía de sol rajando, rodeada de las mujeres que había salvado, de los revolucionarios que respetaban su valor.
Pancho Villa se acercó al cuerpo, le cerró los ojos y susurró: “Descansa en paz, Janaína del cuchillo. Fuiste la revolucionaria más brava que este desierto ha visto. Los años pasaron, pero la leyenda de Janaína del cuchillo solo creció con padres. Las viejas les contaban a las nietas, las nietas les contaban a los hijos.
” Y la historia fue pasando de generación en generación. Decían que en las noches de luna llena, cuando el viento soplaba fuerte en el desierto, todavía se podía oír el eco de sus besos. Decían que cada vez que una mujer se defendía de un hombre violento, era Yanaína quien estaba guiando la mano de ella.
Decían que se había vuelto santa de los oprimidos y castigo de los cabrones. Construyeron una capilla en la piedra del gallo, donde murió. Y todos los viernes santos, las mujeres del desierto prendían velas ahí, pidiendo protección y valor para enfrentar a los hombres que hacían mal. El cuchillo hereditario nunca fue encontrado.
Dicen que desapareció junto con el cuerpo de ella y que todavía anda por ahí buscando mano justa para empuñar. Y cuando alguna criatura preguntaba si la historia era verdad de veras, las viejas respondían siempre lo mismo. Verdad o mentira, poco importa mi hija. Lo que importa es que mientras exista mujer sufriendo y hombre haciendo maldad, siempre va a existir alguien como Janaína para hacer justicia. Porque quien murió no se cayó.
Se volvió canto en el viento, rezo en el monte. Se volvió memoria viva entre las voces de la revolución. Y así termina la historia de Janaína del cuchillo, la mujer que besaba como ángel y mataba como demonio. Una leyenda que nació del dolor, creció en la venganza y murió en la esperanza de un mundo más justo.
El desierto bravo, donde el sol raja y la ley no llega. Todavía hoy se oye el susurro del viento contando su historia. Y las mujeres cuando necesitan valor cierran los ojos y piden Janaína del cuchillo, dame fuerza para luchar. Y ella da, porque alma que murió por justicia, nunca descansa de verdad, se queda por ahí espantando a los cabrones y protegiendo a los que sufren.
Y es así, compadres, que las voces de la revolución guardan la memoria de aquellos que hicieron del valor su única ley y de la justicia su única religión. Acabas de escuchar el canal Legendarios del Norte y ahora en tu pantalla tienes la próxima historia.
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