Todo aquella mañana fue apresurado. El cielo ni siquiera había cambiado de color cuando Chisum ya estaba afuera, arrastrando a su hija de 5 años por las escaleras de su apartamento en el segundo piso en Bera. Sostenía su bolso en una mano y la muñeca de su hija en la otra. “Adawora, si hacemos que perdamos este autobús, te daré una paliza”, siseó.
La niña refunfuñaba, arrastrando sus sandalias como si fueran de plomo. Su pequeño rostro apenas estaba lavado. Su cabello, peinado en mechones desordenados, ni siquiera estaba humectado. Y aun así, a Chisum no le importaba. Hoy no se trataba de Adawora. Hoy se trataba de ella. Su teléfono vibró de nuevo. Recordatorio: entrevista 9:00 a.m., Leki fase 1. Ya estaba sudando. Apenas había dormido.
Había pasado la noche planchando su traje azul marino, practicando sus respuestas, imaginándose caminando con confianza frente al comité de entrevistas y cautivándolos para que le dieran la mayor oportunidad de su vida: un puesto directivo, beneficios de la empresa. No era solo un trabajo, era un salvavidas.
Llegaron a la carretera principal y encontraron un autobús comercial largo, casi lleno. Chisum agarró la mano de Adawora y se apresuró. VI VI lephase 1 CMS últimos dos. El conductor gritó: “¡Esperen, vamos!” Chisum gritó mientras subía, arrastrando a Adawora detrás de ella. El interior del autobús olía a aliento matutino, suavizante de telas y ambición cansada. Empleados con camisas impecables y mujeres con vestidos elegantes se sentaban en silencio, algunos ya cabeceando, otros escuchando la radio con auriculares.
Solo quedaban dos asientos en la fila del medio, justo detrás de una mujer muy embarazada vestida con un ajustado vestido verde de maternidad y zapatos de tacón bajo. La mujer se sentaba con compostura tranquila, su bolso de cuero marrón en el regazo, su bufanda cuidadosamente sobre el hombro. Sus ojos eran suaves, calmados, su vientre presionaba ligeramente contra el respaldo mientras respiraba despacio, una mano descansando protectora sobre él. Chisum no la notó.
Estaba demasiado ocupada ajustando su falda y acomodándose en el asiento. Adawora se sentó a su lado. Y a partir de ese momento, comenzó el drama. Al principio fue sutil. Adawora cruzaba las piernas en la silla. Luego las descruzaba. Después se inclinó y pateó ligeramente el asiento de enfrente. Tap, tap, tap, luego un golpe. La mujer embarazada se movió ligeramente. Tap, tap, tap. Giró un poco la cabeza y sonrió. “Hola, cariño”, dijo suavemente.
“Por favor, deja de patear mi silla, ¿sí?” La niña la miró en blanco y volvió a patear. “¿Te comportarás?” murmuró Chisum sin levantar la vista. La mujer no dijo nada más. Giró de nuevo, inhaló profundamente y exhaló lentamente. El autobús seguía avanzando por el tráfico de Oelenda. El calor comenzó a subir. El sudor perlaba el cuello del conductor.
El sol apenas empezaba a asomarse. Tap, tap, patada. Adawora ahora tarareaba en voz alta. Luego comenzó a golpear con los dedos la barra metálica del asiento de enfrente. Después empezó a mover la silla adelante y atrás con sus pequeños pies. La mujer embarazada lo soportó. Presionó su mano más fuerte contra su estómago. El bebé también pateaba. Finalmente, volvió a girarse, aún calmada, aún cortés.
“Señora, por favor, he sido paciente. Amablemente advierta a su hija.” Chisum levantó la cabeza bruscamente. Su rostro ya estaba irritado. “Ah. Ah, tía. Solo es una niña pequeña.” “Lo entiendo,” respondió la mujer. “Pero me está molestando. Por favor.” “Entonces aguántalo ahora,” estalló Chisum. “Abby, nunca llevas un cascabel antes. ¿No sabes que los niños se comportan así?” La boca de la mujer se abrió ligeramente de sorpresa. “Solo te estoy pidiendo que… ¿qué?” Chisum la interrumpió. “Que la castigue por usted, por favor.” “Oh, no traigas frustración tan temprano. Todos en este autobús se ocupan de sus propios asuntos. Haz lo mismo.”
El aire se volvió pesado. Un hombre dos filas adelante giró ligeramente, pero no dijo nada. Una mujer en la parte trasera tosió y miró por la ventana.
El aire se volvió pesado, espeso con la tensión no verbal. Un hombre dos filas adelante giró ligeramente, pero no dijo nada. Una mujer en la parte trasera tosió y miró por la ventana, como si la escena no existiera. Nadie intervino. En los autobuses de Lagos, la gente aprendía a ocupar su propio espacio y a no inmiscuirse en los asuntos ajenos. Chisum, sintiendo la mirada de la mujer embarazada como un puñal clavado en la espalda, se enfureció.
—Le dije que se ocupara de sus propios asuntos —siseó, su voz apenas un susurro venenoso.
La mujer embarazada suspiró, un largo y cansado aliento que parecía llevar el peso de la mañana. Bajó la vista y sus manos se posaron con más fuerza sobre su vientre, como si fuera un escudo. El bebé, sintiendo el alboroto, pateó con más fuerza, una patada que se sintió como una advertencia silenciosa.
Adawora, sintiendo la tensión entre las dos mujeres, decidió que era hora de tomar la iniciativa. Dejó de tararear y de patear y se quedó quieta por un segundo. Luego, sus pequeños dedos se deslizaron en el portavasos de su asiento, donde Chisum había puesto su botella de agua. La botella, que estaba medio llena, se volcó. El agua, fresca y limpia, se derramó sobre el asiento, el piso, y luego, en un chorro fino, sobre el vestido de la mujer embarazada.
Un chorro de agua fría, justo en el medio de su vientre.
El silencio en el autobús fue total. No hubo susurros, ni tosidos, ni miradas por la ventana. Todo el mundo, incluido el conductor, que miró por el espejo retrovisor, se quedó en silencio. El vestido de la mujer embarazada, de un verde vibrante, ahora tenía una mancha oscura. La mancha se expandió lentamente, como una flor de la vergüenza, desde su vientre hacia sus rodillas. La mujer cerró los ojos y se mordió el labio. Su compostura, que había sido su única defensa, se desvaneció, reemplazada por una rabia silenciosa y una humillación palpable.
Chisum se quedó helada. No había sido un accidente. La mirada de su hija, con una mezcla de inocencia y de maldad, lo había revelado todo.
—Adawora —siseó, con la voz temblando de rabia.
La mujer embarazada abrió los ojos, sus ojos, que habían sido suaves y calmados, ahora eran duros, fríos como el hielo. Se levantó lentamente, su vientre grande, como si fuera una montaña, su rostro pálido.
—No se preocupe —dijo, su voz era una nota de misterio, una nota de dolor—. El bebé lo ha sentido. Y yo también.
Chisum la miró, sin palabras. No había nada que decir. Había humillado a una mujer, a una mujer embarazada, y a su hija, la causa de la vergüenza, se había vuelto una carga.
El autobús se detuvo. Leki Fase 1 CMS. Chisum, con el rostro ardiendo, arrastró a Adawora por las escaleras. No miró a nadie, ni a la mujer embarazada, ni a los otros pasajeros. Corrió, con el corazón latiendo con fuerza, con la vergüenza en su rostro. La mancha en el vestido de la mujer era una mancha en su alma.
La Caminata Solitaria
La caminata de la parada del autobús a la oficina de la entrevista fue un paseo por el infierno. El sol, que apenas había salido, ahora ardía en el cielo, y el calor, que había sido un susurro, se había convertido en un grito. Adawora se arrastraba, sus sandalias haciendo un sonido de arrastre en el asfalto. Chisum, con el rostro ardiendo de rabia y humillación, la arrastraba con fuerza.
—¿Por qué? —le gritó, con la voz temblando—. ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué siempre me haces esto?
Adawora no respondió. Su rostro, pequeño y sucio, era una máscara de desafío.
—¿No te importa? —le preguntó Chisum, con una voz que era una nota de dolor—. ¿No te importa que tu mamá se vaya a arruinar por ti? ¡Mi vida…!
La niña se soltó de su mano y se paró.
—¡Tú eres la que me arruinó! —gritó, sus ojos, llenos de lágrimas, brillaban de rabia—. ¡No me amas! ¡Nunca me has amado! ¡Solo te importa tu trabajo! ¡Y tu ropa! ¡Y tu maldito teléfono!
Chisum se quedó helada. Las palabras de su hija, una bomba que explotó en su cara, la golpearon con una fuerza que no había sentido antes. No era solo la niña. Era una pequeña persona, con un corazón, con sentimientos.
Se arrodilló, su falda azul marino se ensució en el asfalto. Su traje, que había sido el símbolo de su ambición, ahora era el símbolo de su fracaso. Abrazó a su hija, la abrazó con una fuerza que nunca le había dado antes.
—No digas eso —susurró, con la voz rota—. Te amo. Te amo. Siempre te he amado.
Adawora no respondió, pero la abrazó de vuelta, con sus pequeños brazos. El abrazo, un abrazo de dos personas rotas, fue el único momento de paz en la mañana.
Pero la paz no duró. La realidad la golpeó con la fuerza de un puño. La entrevista. El trabajo. El salvavidas. Se levantó y corrió, con su hija en la mano, hacia el edificio de la entrevista. Su rostro, que había sido una máscara de vergüenza, ahora era una máscara de miedo.
El Desastre Final
El edificio de la entrevista, un rascacielos de cristal y acero, era un faro de la ambición. Chisum se detuvo frente a la puerta, su corazón latiendo con fuerza, su mente un caos de miedo y de vergüenza. Adawora, con el rostro limpio, con una mirada de inocencia, la miró.
—No te vayas —dijo, su voz, una nota de pánico, le rompió el corazón. —Tengo que irme —respondió Chisum, su voz temblando—. Tengo que hacerlo por nosotras.
Entró en el edificio. El ascensor, un cubo de metal y de cristal, la llevó al piso de la entrevista. El tiempo, que había sido un reloj, se había convertido en un fantasma. La sala de espera era una sala de fantasmas. Hombres y mujeres, vestidos de manera elegante, con sus rostros una máscara de ambición, esperaban su turno.
Chisum, con el corazón latiendo con fuerza, se sentó en una silla, su mente un caos de miedo y de vergüenza. La entrevista, que había sido un sueño, se había convertido en una pesadilla. No podía concentrarse, no podía pensar. El rostro de la mujer embarazada, la mancha en su vestido, la rabia de su hija. Todo le venía a la mente, como una película de terror.
Finalmente, su nombre fue llamado. La sala de entrevistas era una sala de tortura. Tres hombres y una mujer, con rostros inexpresivos, se sentaron detrás de una mesa.
—Señora Chisum —dijo uno de ellos, con una voz baja y ronca—. ¿Por qué quiere trabajar para nosotros?
Chisum respondió con una voz temblorosa, con una mente en blanco, sin poder concentrarse. No podía responder, no podía pensar. Los rostros de los entrevistadores se volvieron borrosos. Solo podía ver el rostro de la mujer embarazada, el rostro de su hija, la mancha en el vestido.
La entrevista, que había sido un sueño, se había convertido en una pesadilla.
—Gracias por su tiempo, señora Chisum —dijo la mujer, con una voz que era una nota de hielo—. Nos pondremos en contacto con usted.
Chisum se levantó y se fue. Salió del edificio, con el corazón roto. No había conseguido el trabajo. Había fallado. Había fallado en su ambición, había fallado en su vida, y lo peor de todo, había fallado en su hija.
El Encuentro del Destino
Cuando Chisum salió del edificio, Adawora no estaba. El corazón de Chisum se detuvo por un segundo. La había dejado en el parque de enfrente. Corrió al parque, con el pánico en su rostro, con la voz temblando.
—¡Adawora! ¡Adawora! —gritó, con la voz rota.
Y la vio. Su hija, su pequeña hija, estaba sentada en un banco, y una mujer, la mujer del autobús, la mujer con el vestido manchado, estaba sentada a su lado. La mujer la miró, con una sonrisa en el rostro. Su rostro, que había sido pálido, ahora era una máscara de paz.
—Su hija es un poco… —dijo, con una voz suave—. Pero es una niña.
Chisum se quedó helada. La mujer se levantó. Su vientre, que había sido grande, ahora era una montaña de luz.
—Mi nombre es Abiola —dijo, con una voz que era una nota de luz—. Abiola de la Vega. Soy la dueña de la compañía.
Chisum se quedó sin aliento. La mujer, la mujer que había humillado, la dueña de la compañía.
—El trabajo no es para usted, señora Chisum —dijo Abiola, con una voz de dolor—. Pero he visto algo en usted que me ha conmovido. He visto que es una buena mujer, que ha cometido un error. Y he visto que ha aprendido una lección.
La mujer le dio la mano a Chisum.
—Hay un trabajo en la compañía —dijo—. Un trabajo para el que no necesita una entrevista. Un trabajo para el que no necesita un traje. Un trabajo para el que no necesita un salvavidas. Un trabajo para el que solo necesita un corazón.
Abiola de la Vega le ofreció un trabajo en su fundación, una fundación para ayudar a las mujeres que habían perdido sus trabajos, para ayudar a las mujeres que habían perdido sus almas. El trabajo no era para el cuerpo, era para el alma. Y Chisum, que había estado buscando un trabajo para su ambición, se había encontrado con un trabajo para su corazón.
Epílogo: Un Nuevo Comienzo
Chisum no se convirtió en la directora de una gran compañía. Se convirtió en la directora de su propia vida. El trabajo, que había sido una obsesión, se convirtió en una herramienta para ayudar a otras personas. Adawora, que había sido una carga, se convirtió en una bendición. La relación entre madre e hija, que había sido una guerra, se había convertido en un jardín.
Chisum, con su nuevo trabajo, con su nueva vida, no tenía un traje elegante, ni un coche de empresa, ni un teléfono inteligente. Tenía algo más importante. Tenía una hija que la amaba. Tenía un trabajo que la hacía feliz. Tenía una vida que la hacía una mejor persona.
El lobo de Goya, que había sido el fantasma de un cuadro, se había convertido en el fantasma de un hombre. Y el fantasma de la élite madrileña se había convertido en el fantasma de una mujer. Y Javier, el guardián de los fantasmas, se había quedado solo.
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