Novela – Parte I
Pero entonces notó algo espantoso.
Debajo del encaje níveo del vestido, Sofía percibió una humedad cálida que no debía estar allí. Al mirar hacia abajo, descubrió unas gotas oscuras que caían al suelo: sangre. La tela blanca absorbía el líquido como si fuera un lienzo maldito. Un murmullo recorrió la iglesia. Gerda ladraba con más desesperación, sus ojos brillaban con un instinto ancestral que no admitía dudas: peligro.
Sofía retrocedió un paso, tambaleándose. Su prometido, Alejandro, dio un salto hacia adelante para sostenerla, pero la perra se interpuso también ante él. Gruñía con el lomo erizado, mostrando los colmillos. No era la reacción de una mascota celosa; era la advertencia de una guardiana que había detectado una amenaza invisible.
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—¡Gerda, basta! —exclamó Sofía, casi suplicando. Pero en el fondo de su corazón, algo en la mirada de la perra le decía que debía escucharla.
Un sacerdote, nervioso, trató de acercarse. En ese instante, Sofía sintió un punzante dolor en el costado, justo bajo las costuras del vestido. Llevó la mano a la zona y retiró los dedos manchados de rojo. El desconcierto se transformó en pánico. ¿Cómo podía estar sangrando? No recordaba haberse herido.
El aire se volvió pesado, como si una sombra invisible se hubiera posado sobre todos los presentes. Los invitados, antes sonrientes, ahora se miraban con horror. Algunos se persignaban, otros cuchicheaban.
Gerda tiró del vestido, obligando a Sofía a girar la mirada hacia el altar. Allí, tras los candelabros, algo se movía. Una silueta oscura, como un reflejo que no correspondía a ningún cuerpo humano. Sofía parpadeó y la figura se desvaneció. Pero la sensación de ser observada permaneció.
Alejandro intentó tomarla de la mano:
—Amor, necesitas sentarte, quizá es solo un mareo…
Pero Sofía apartó su mano. Un instinto le gritaba que no confiara. Recordó un detalle inquietante: Gerda nunca había aceptado del todo a Alejandro. Desde el inicio del noviazgo, la perra lo observaba con recelo, como si oliera algo que los ojos humanos no podían ver. Sofía lo había tomado por celos… hasta ese instante.
El sacerdote sugirió suspender la ceremonia. Los invitados se agitaron. De pronto, un golpe de viento abrió de par en par las puertas del templo, aunque afuera apenas soplaba la brisa. La música del órgano se detuvo con un chirrido. En el silencio sepulcral, se escuchó un susurro que no provenía de labios humanos:
“No te cases…”
El eco recorrió las paredes de piedra, tan antiguo como la propia iglesia. Sofía sintió que la sangre en sus venas se congelaba. Algunos invitados gritaron, otros huyeron hacia la salida, pero la mayoría permaneció clavada en su sitio, dominada por el terror.
Gerda empujó con su cuerpo a Sofía hacia un costado. En ese movimiento, la novia pudo ver bajo uno de los bancos delanteros: un pequeño estuche de terciopelo negro. Nadie parecía haberlo notado. Con manos temblorosas lo recogió y lo abrió. Dentro había un medallón antiguo, con símbolos grabados en latín y un retrato descolorido de una mujer que se parecía demasiado a ella misma.
Un murmullo recorrió la mente de Sofía: imágenes fugaces de otra boda, siglos atrás, en ese mismo altar. La mujer del retrato vestía también de blanco, con el mismo gesto de miedo en el rostro. Y junto a ella, un hombre idéntico a Alejandro.
Sofía dejó escapar un grito ahogado. El medallón cayó al suelo con un tintineo metálico. Alejandro palideció al verlo y, por primera vez, sus ojos se tornaron fríos, inhumanos.
—No debiste encontrar eso —dijo, con una voz que no era del todo suya.
La iglesia entera pareció estremecerse. Las velas parpadearon, lanzando sombras alargadas. Sofía dio un paso atrás, aferrándose al pelaje de Gerda. La perra estaba lista para atacar, los colmillos desnudos, el cuerpo tensado como un resorte.
El sacerdote gritó oraciones en latín, tratando de espantar lo que fuera que estaba ocurriendo, pero Alejandro avanzó, cada vez más transformado: sus rasgos se distorsionaban, como si su carne recordara otra forma más antigua y oscura.
—Eres mía desde hace siglos —susurró—. Y esta vez no escaparás.
Sofía sintió un mareo. El medallón brillaba débilmente a sus pies, como si la invitara a tocarlo de nuevo. Gerda, empujándola con el hocico, la animó a hacerlo. Con un último gesto de valor, Sofía lo recogió. El objeto ardía en su mano, pero en lugar de quemarla, le dio fuerzas.
Una oleada de recuerdos la invadió: vidas pasadas, persecuciones, muertes violentas. Siempre la misma historia: ella, la novia; él, el prometido que no era humano; y Gerda, o una criatura parecida, siempre protegiéndola.
Los invitados ya no distinguían lo real de lo imposible. Algunos veían a Alejandro convertido en sombra, otros en un caballero medieval de armadura negra, otros en un monstruo de colmillos afilados. El terror colectivo llenaba el aire de un poder antiguo.
Sofía alzó la voz, temblorosa pero firme:
—No te pertenezco. Ni en esta vida, ni en ninguna.
El medallón emitió un resplandor cegador. Alejandro gritó con furia, un rugido que hizo temblar los vitrales. La fuerza invisible que lo rodeaba retrocedió, pero no se desvaneció del todo. Con ojos ardientes, lanzó una amenaza:
—No podrás huir de la historia, Sofía. La sangre ya ha sido derramada…
Gerda se lanzó hacia él, obligándolo a retroceder. La iglesia se sumió en un caos de gritos, crujidos de madera y ecos sobrenaturales. Sofía, con el medallón en la mano y su perra a su lado, comprendió que aquello apenas comenzaba.
Novela – Parte II
La iglesia quedó casi vacía. Los invitados huyeron despavoridos, dejando tras de sí un murmullo de plegarias y el eco de pasos apresurados sobre las baldosas. Solo permanecieron Sofía, Gerda, el sacerdote que aún intentaba contener el mal con sus oraciones, y la silueta cambiante de Alejandro.
El viento que entraba por las puertas abiertas agitaba el vestido de Sofía como un fantasma blanco. El medallón palpitaba en su mano, como si tuviera vida propia. Gerda gruñía, y su cuerpo vibraba de tal forma que parecía una estatua de bronce a punto de romperse.
—Sofía… —la voz de Alejandro resonó grave, multiplicada, como si varias gargantas hablaran a la vez—. ¿Por qué te resistes? Nos pertenece la eternidad. Cada vida que mueres, yo te reclamo de nuevo.
La joven lo miró fijamente. Sus ojos, antes llenos de amor, ahora estaban fríos como cuchillas. Y en su interior, una duda mortal: ¿y si decía la verdad? ¿Y si estaba atrapada en un ciclo eterno, condenada a repetir esa boda maldita?
El sacerdote, con el crucifijo temblando en su mano, gritó:
—¡Atrás, espíritu inmundo! ¡El Señor te reprenda!
Pero Alejandro sonrió con burla. De un gesto invisible, lanzó al anciano contra una columna. El crujido del hueso contra la piedra resonó en la nave como un disparo. Sofía gritó. Gerda se interpuso, enseñando los colmillos.
—No puedes salvarlos a todos, Sofía —dijo Alejandro, avanzando con paso lento, cada vez más monstruoso, su rostro desdibujado como una pintura corroída por el tiempo—. Pero puedes salvarte a ti misma… si aceptas.
El medallón ardió en la mano de Sofía. Y entonces lo comprendió: no era un objeto cualquiera. Era una llave. Una puerta entre el pasado y el presente. Una conexión con todas las Sofías que habían existido antes.
Cerró los ojos. El mundo se disolvió.
El otro tiempo
Se encontró de pie en la misma iglesia, pero la piedra estaba nueva, brillante. Era la Edad Media. Ella llevaba un vestido tosco, bordado a mano. Frente a ella, Alejandro, idéntico, pero vestido de caballero cruzado. La multitud vitoreaba la unión. Y, al mismo tiempo, sentía en su costado la misma herida sangrante.
Un murmullo en su mente: “Cada boda termina en sangre”.
Otra visión la arrastró. El siglo XIX. Vestía de encaje victoriano, la iglesia iluminada por lámparas de gas. Alejandro con sombrero de copa. La misma promesa. La misma sangre. Y en todas esas visiones, siempre un animal guardián: a veces un lobo, a veces un halcón, a veces una perra como Gerda. Siempre el mismo espíritu fiel, protegiéndola.
Regresó al presente con un grito ahogado. Gerda la lamía frenética, devolviéndola a la realidad. Alejandro, cada vez más oscuro, rugía:
—¡No puedes romperlo!
Sofía se incorporó tambaleante.
—Sí puedo. Porque esta vez… no estoy sola.
La huida
El techo de la iglesia crujió. Vitrales centenarios estallaron en pedazos que volaban como cuchillas de colores. El aire se volvió irrespirable. Sofía corrió, tirando de Gerda, que ladraba enloquecida. Cruzaron la nave principal esquivando las bancas volcadas, mientras Alejandro avanzaba como una sombra que lo devoraba todo.
Al salir, la noche estaba más oscura de lo normal. La luna, cubierta por nubes negras, parecía un ojo muerto. Los invitados corrían en distintas direcciones, muchos ya habían desaparecido en la penumbra.
Sofía no sabía hacia dónde huir. El medallón la guió. Sintió un tirón en el pecho que la empujaba hacia el cementerio contiguo a la iglesia. Corrió entre las lápidas, jadeando, con Gerda a su lado.
—Protégenos, pequeña… —susurraba, con lágrimas en los ojos.
El aire allí estaba aún más pesado, cargado de historia. Cada tumba era un testimonio de las generaciones pasadas. Y, de pronto, lo vio: una lápida desgastada, cubierta de musgo, con un nombre que la paralizó.
“Sofía Valverde, 1812–1830”.
El corazón se le detuvo. Era ella. O una versión de ella. Y junto al nombre, tallado en piedra, la figura de un perro guardián. Exactamente igual a Gerda.
El suelo tembló. Alejandro apareció entre las lápidas, su figura ya no era humana. Tenía alas oscuras y manos huesudas como garras.
—¿Lo entiendes ahora? —rugió—. Estamos ligados por la eternidad. Cada Sofía es mía, y cada guardián muere protegiéndote.
Gerda gruñó con furia. Se colocó delante de Sofía, preparada para lo peor.
Pero el medallón brilló con una intensidad nunca vista. Proyectó un círculo de luz alrededor de la tumba. Alejandro se detuvo, siseando como si la claridad le quemara.
Sofía, con el corazón desbocado, apoyó la joya sobre la lápida. Y entonces la tierra se abrió lentamente, revelando una cripta oculta. Unas escaleras descendían a la oscuridad.
No lo pensó dos veces. Bajó con Gerda a su lado, mientras la voz de Alejandro resonaba detrás, llena de rabia y promesa:
—¡No escaparás, Sofía! ¡Ni en esta vida ni en la próxima!
La cripta
Las escaleras la llevaron a una cámara subterránea iluminada por antorchas que se encendieron solas al sentir su presencia. El aire estaba impregnado de incienso antiguo. En las paredes, inscripciones en latín narraban una historia olvidada: el pacto de un caballero condenado a perseguir a su amada a través de los siglos, y la protección eterna de un espíritu guardián que tomaba forma animal.
En el centro, un altar de piedra sostenía un libro encadenado. Sofía se acercó. El medallón vibraba, como si quisiera abrir aquellas páginas. Lo colocó sobre la tapa, y las cadenas se deshicieron como polvo.
El libro reveló palabras escritas con tinta oscura: “Crónica de los votos malditos”. Allí estaba todo. Cada boda, cada vida, cada muerte. Y al final, una advertencia:
“Solo el sacrificio voluntario puede romper el ciclo. La novia debe elegir entre el amor eterno del monstruo… o la libertad para todas sus encarnaciones.”
Sofía cerró los ojos. Las lágrimas rodaban por su rostro. No quería perder su vida, ni a Gerda. Pero comprendía que tenía en sus manos algo más grande: el destino de todas las Sofías que vendrían después.
El rugido de Alejandro retumbó desde la entrada de la cripta. El tiempo se acababa.
Sofía abrazó a Gerda.
—Gracias por protegerme siempre. Si debo sacrificarme… que al menos tú vivas.
Pero Gerda le lamió la cara con ternura, como si negara esa opción. Y el medallón brilló aún más, como respondiendo al lazo entre ambas.
Novela – Parte III
El rugido de Alejandro resonó en las paredes de la cripta como un trueno. La entrada vibraba, y la sombra monstruosa se filtraba poco a poco, extendiendo tentáculos de oscuridad que buscaban sofocar la luz de las antorchas.
Sofía apretó el medallón contra su pecho, sintiendo su calor. El libro abierto parecía respirar, sus páginas se agitaban solas, como si un viento invisible pasara por ellas. Las letras cambiaban de sitio, formando un nuevo mensaje solo para ella:
“No estás sola. La guardiana es la llave.”
Miró a Gerda. La perra, firme, erguida, ladraba con fiereza hacia la oscuridad. Sus ojos parecían brillar con un fulgor sobrenatural, como si dentro de ella hubiera más que sangre y hueso: un espíritu ancestral que había viajado por todas las vidas de Sofía para protegerla.
Alejandro irrumpió por la entrada, su cuerpo ya no era humano. Alas negras golpeaban el aire, sus garras se hundían en la piedra, y sus ojos rojos iluminaban la bóveda como brasas encendidas.
—¡Basta de juegos! —bramó—. ¡Entrégate, Sofía! El sacrificio que exige el libro es mi victoria. Tú debes morir para liberarte… pero nunca lo harás, porque me temes más a mí que al destino.
Sofía, aunque temblaba, dio un paso al frente.
—No, Alejandro. Lo que temo es a repetir esta pesadilla para siempre. Esta vez terminará.
Elevó el medallón hacia la luz de las antorchas. Un haz brillante llenó la cámara, obligando a Alejandro a retroceder. Sus alas se encogieron, su figura se deformó con un chillido agudo.
Gerda, de un salto, se colocó frente al altar. El libro emitió un destello. Y entonces Sofía lo entendió: el sacrificio no tenía que ser su vida, sino su renuncia. Renunciar al amor que la había encadenado, renunciar a la ilusión de un destino romántico que siempre acababa en tragedia.
—No acepto tu eternidad —dijo con voz clara—. Prefiero una sola vida libre, que mil vidas encadenadas a ti.
El medallón ardió, y Gerda lanzó un aullido que reverberó en la bóveda como un canto sagrado. Las cadenas invisibles que unían a Sofía con Alejandro se rompieron una a una, como cristales estallando.
Alejandro gritó de rabia. Su figura se fragmentó, convirtiéndose en humo negro que se estrellaba contra las paredes.
—¡No puedes! ¡Me perteneces!
—No más —respondió Sofía.
El libro se abrió de golpe por su última página. Un torbellino de luz absorbió la sombra de Alejandro, arrastrándolo hacia el interior del volumen. Su rugido se apagó poco a poco, hasta que solo quedó un silencio sepulcral.
El medallón cayó al suelo, partido en dos. Gerda jadeaba, pero sus ojos brillaban de alivio. Sofía se derrumbó sobre ella, abrazándola.
El despertar
Cuando recobró el sentido, estaba fuera de la cripta, en el cementerio. El amanecer teñía el cielo de tonos dorados. Los vitrales rotos de la iglesia brillaban como esquirlas de fuego con la luz del sol. No había rastro de Alejandro, ni del caos de la noche anterior.
Algunos invitados regresaban poco a poco, confusos, como si hubieran vivido una pesadilla colectiva. El sacerdote, con un brazo vendado, la miraba con ojos cansados pero esperanzados.
—El ciclo… se rompió —susurró, apenas audible.
Sofía miró el suelo. Donde antes estaba la lápida con su nombre, ahora había una grieta sellada con flores silvestres que brotaban frescas. El libro y el medallón habían desaparecido.
Gerda se acurrucó a su lado, gimiendo suavemente. Sofía le acarició el lomo.
—Lo conseguimos, pequeña. Esta vez somos libres.
El regreso al mundo
La boda, por supuesto, nunca se celebró. Los periódicos hablaron del “extraño colapso” de la antigua iglesia y de los “fenómenos inexplicables” que habían obligado a suspender la ceremonia. Nadie mencionó monstruos ni maldiciones, pero todos los presentes guardaban en secreto un miedo difícil de borrar.
Sofía se refugió en la casa de su abuela, en un pueblo cercano. Pasaron semanas antes de que pudiera dormir sin sobresaltos. Pero cada noche, al despertar bañada en sudor frío, encontraba a Gerda a su lado, mirándola con esa lealtad inquebrantable que había salvado su alma.
Una tarde, mientras paseaban por el bosque, Sofía descubrió una piedra tallada con símbolos similares a los del medallón. Al tocarla, no sintió miedo, sino paz. Comprendió que la historia de su linaje era más profunda de lo que imaginaba: generaciones de mujeres perseguidas por un mismo espíritu, y generaciones de guardianes que las defendían. Ahora, por primera vez, el ciclo estaba roto.
Pero también sabía que la victoria tenía un precio. Había perdido la inocencia, la confianza ciega en el amor eterno. Y, sin embargo, al mirar a Gerda, supo que había ganado algo aún más grande: la certeza de que la fidelidad verdadera, la que atraviesa siglos, se encontraba en los ojos de su compañera de cuatro patas.
La advertencia
Un mes después, una carta llegó a su buzón. El sobre no tenía remitente. Dentro había solo una frase, escrita en tinta roja:
“La sangre siempre busca caminos nuevos.”
Sofía la leyó con el corazón encogido. Miró a Gerda, que gruñía bajo, como si también lo entendiera. Tal vez el enemigo había sido sellado, pero no destruido del todo. Tal vez volvería de otra forma, en otro tiempo.
Pero esta vez, Sofía no tenía miedo. Sujetó la correa de Gerda, respiró hondo y murmuró:
—Que venga cuando quiera. Ya no estoy sola.
El viento sopló entre los árboles, llevando consigo el eco lejano de un rugido apagado. Y en los ojos de Gerda brilló la promesa eterna de luchar hasta el final.
Novela – Parte IV (Final)
El otoño llegó rápido, tiñendo los árboles de tonos rojizos. Sofía se había acostumbrado a la calma de su nueva vida en el pueblo. Daba clases de historia en la escuela local, cuidaba de su jardín y cada día paseaba a Gerda por los senderos del bosque. Pero bajo aquella rutina tranquila latía una verdad ineludible: el eco de la maldición aún existía, aunque debilitado.
Una noche, mientras caminaban junto al río, Gerda se detuvo de golpe. Su cuerpo rígido, las orejas erguidas. Sofía siguió su mirada hacia el agua. Allí, reflejada en la superficie, no estaba ella misma, sino otra mujer: la Sofía del siglo XIX, con un vestido victoriano empapado en sangre. La visión le heló la sangre.
De pronto, una voz masculina emergió del viento:
—La sangre siempre busca caminos nuevos…
Era la misma frase de la carta. El agua del río comenzó a oscurecerse, burbujeando como un caldero. Una sombra ascendía desde el fondo, intentando tomar forma.
—¡No! —gritó Sofía, sosteniendo a Gerda con fuerza—. ¡Aquí termina!
El suelo tembló. El cielo se nubló de forma sobrenatural. De la corriente surgió una silueta, amorfa, rugiendo con furia. No era ya Alejandro como hombre, ni como caballero, ni como demonio alado. Era pura esencia maldita: un remolino de rostros y gritos acumulados por siglos.
Gerda se lanzó contra el agua, ladrando con tal fuerza que el eco se extendió por el valle. Sofía sintió un ardor en el pecho y descubrió que el medallón, aunque roto, aún colgaba en su cuello. Sus fragmentos brillaban como brasas vivas.
—Eres mi guardiana —susurró a Gerda—. Y yo soy la última Sofía. Juntas podemos acabarlo.
Sofía sujetó los fragmentos y los alzó hacia el cielo. El viento sopló en espiral, y el río mismo respondió: las aguas se elevaron, formando una columna líquida que aprisionó a la sombra. Gerda, sin vacilar, se lanzó dentro de la corriente, atravesando la figura oscura como una flecha de luz.
El grito de la entidad resonó por todo el valle. El medallón, unido ahora por el vínculo de Sofía y su perra, explotó en un resplandor cegador. La oscuridad se desintegró poco a poco, disolviéndose en millones de partículas que el viento arrastró hacia el cielo nocturno.
Cuando el silencio regresó, el río volvía a ser claro. Gerda emergió empapada, jadeando, pero sana. Sofía corrió a abrazarla, llorando de alivio.
—Lo lograste, pequeña. Esta vez… es para siempre.
El amanecer de la libertad
Con el primer rayo de sol, Sofía comprendió que el ciclo había terminado. No había voces, no había sombras, no había promesas de sangre. Solo el canto de los pájaros y el calor de su fiel compañera a su lado.
Los días siguientes confirmaron la paz. Ninguna visión, ninguna carta, ningún eco del pasado. El pueblo recuperó la normalidad, y la vida de Sofía se llenó de sencillos momentos que nunca había valorado tanto: preparar café por la mañana, dar clase a los niños, reír bajo los manzanos en flor.
Un día, mientras ordenaba papeles antiguos en la biblioteca del pueblo, encontró un documento escondido en un tomo de crónicas medievales. Era breve, escrito en latín:
“La maldición se romperá cuando el amor verdadero no sea pasión ciega, sino fidelidad sincera.”
Sofía sonrió. Por fin comprendía. No era el amor romántico de mil vidas lo que la liberaba, sino la lealtad de un vínculo real: la compañía de Gerda, más fuerte que cualquier hechizo.
Epílogo
Pasaron los años. Sofía nunca volvió a casarse. No lo necesitaba. Viajó con Gerda por distintos países, explorando ruinas antiguas, estudiando la historia de su linaje, y escribiendo un libro que llamó “Las bodas malditas”, mitad crónica, mitad confesión personal. Fue un éxito inesperado, y muchos encontraron en sus páginas un espejo de sus propios miedos y valentías.
Gerda envejeció, como todo ser vivo, pero hasta su último aliento permaneció al lado de Sofía. Y cuando finalmente partió, lo hizo en paz, con los ojos llenos de la misma luz que la había acompañado toda su vida.
Sofía, aunque lloró su ausencia, no sintió vacío. Sabía que el espíritu guardián siempre estaría con ella, en cualquier forma, en cualquier vida. Y que, por primera vez, el futuro estaba libre de cadenas.
Una mañana de primavera, caminando sola por el bosque, vio entre los árboles la figura etérea de una joven vestida de blanco. Era ella misma, pero distinta: una Sofía de otro tiempo, que sonreía en silencio, libre. Alzó la mano en un gesto de despedida y se desvaneció con la brisa.
Sofía cerró los ojos, respiró profundamente y siguió andando, sabiendo que el ciclo había terminado y que, por fin, la eternidad le pertenecía… no como prisionera, sino como mujer libre.
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