El sol de febrero se filtraba por las ventanas de la hacienda Salinas, iluminando las partículas de polvo que flotaban como diminutos espectros en el aire. María Dolores, con sus ojos color avellana y su piel bronceada por el sol de Hidalgo, observaba el retrato familiar mientras sus dedos

acariciaban el colgante de plata que pendía de su cuello.
Mañana cumpliría 23 años, una edad que para cualquier joven significaría celebración, pero para las mujeres de la familia Salinas representaba terror absoluto. ¿Estás preocupada, mi niña? La voz de doña Consuelo su abuela, interrumpió sus pensamientos. La anciana se acercó con pasos lentos,

arrastrando ligeramente su pierna derecha, secuela de un accidente en los establos años atrás.
“Abuela, sabes que no creo en esas historias”, respondió María Dolores, aunque el temblor en su voz traicionaba sus palabras. La anciana se sentó pesadamente en el sillón de cuero gastado que presidía la sala principal. Sus manos, cubiertas de manchas y venas azuladas se entrelazaron sobre su

regazo.
No son historias, mi niña, mi hermana Guadalupe, tu tía abuela Rosario, tu prima Carmela, todas desaparecieron al cumplir 23 años sin rastro, sin explicación, como si la tierra se las hubiera tragado. María Dolores suspiró. Había escuchado esa historia tantas veces que podría recitarla de memoria.

Siete generaciones desde 1896.
Cada cierto tiempo, una joven de la familia Salinas desaparecía misteriosamente al cumplir los 23 años. No todas, solo algunas, y nadie sabía predecir quién sería la siguiente. Abuela, estamos en 1989. Ya no vivimos en la época de la revolución. Hay explicaciones para todo. Doña Consuelo negó con

la cabeza, haciendo que algunos mechones plateados escaparan de su apretado moño.
El día que Jacinto Salinas trajo a esa mujer a la hacienda, condenó a nuestra familia. Algunos pecados no prescriben con el tiempo, mi niña. La historia familiar se remontaba a 1896 cuando Jacinto Salinas, el patriarca original, había regresado de un viaje a la Ciudad de México con una joven

indígena llamada Sitlali.


Nadie sabía exactamente qué había ocurrido, pero según la leyenda, Jacinto la había obligado a abandonar a su familia para servirle en la hacienda. La joven desesperada se había suicidado el día que cumplió 23 años, ahorcándose en el gran ahuegüete que aún dominaba los terrenos de la hacienda.

Antes de morir, según contaba la leyenda, había maldecido a la familia Salinas.
Lo único que sé, continuó doña Consuelo, es que tu madre escapó de este lugar a los 22 años y fue la única que sobrevivió. Cuando regresó ya tenía 24. Tú naciste aquí, mi niña. No puedes escapar de lo que te pertenece por sangre. El silencio que siguió fue interrumpido por los pasos firmes de

Eduardo, el padre de María Dolores.
Alto, con el pelo negro salpicado de canas y un bigote perfectamente recortado, Eduardo Salinas era el actual dueño de la hacienda, una de las pocas que había sobrevivido a la reforma agraria en el estado de Hidalgo. Madre, no llenes la cabeza de mi hija con esas supersticiones”, dijo con voz

autoritaria. María Dolores estudiará medicina en Monterrey el próximo año.
No hay lugar para fantasmas en su futuro. Doña Consuelo levantó la mirada hacia su hijo con una expresión indescifrable en sus ojos oscuros. La sangre de Sitlali corre por las venas de esta tierra, Eduardo. Puedes construir carreteras y comprar automóviles, pero algunas deudas no se saldan con

pesos.
Eduardo hizo un gesto de desdén con la mano y se dirigió a su hija. He invitado a los Mendoza para tu cumpleaños. Mañana vendrá Roberto. María Dolores sintió que sus mejillas se encendían. Roberto Mendoza, hijo del más próspero ganadero de la región, había mostrado interés en ella durante el último

baile patronal. Era apuesto, educado y su familia poseía tierras que colindaban con las de los Salinas. “¿No crees que podríamos posponer la celebración, papá? Quizás unos días.
” Eduardo frunció el ceño creando profundas arrugas en su frente. “Tonterías. Cumples 23 años, una sola vez en la vida. Y los Mendoza son una familia respetable. Una alianza con ellos aseguraría el futuro de la hacienda. María Dolores asintió sabiendo que era inútil discutir con su padre. Mientras

observaba por la ventana, notó a un hombre desconocido cerca del agueguete.
Vestía ropa humilde de campesino, pero algo en su postura le resultaba inquietante. Cuando el hombre giró la cabeza y la miró directamente a los ojos, María Dolores sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Quién es ese hombre, papá?, preguntó señalando hacia el árbol. Eduardo y doña Consuelo se

acercaron a la ventana.
El hombre ya no estaba allí. No hay nadie, mi niña dijo la anciana, pero su rostro había palidecido. Esa noche María Dolores no podía conciliar el sueño. El viento soplaba con fuerza, haciendo crujir las ramas de la huecuete contra su ventana. Se levantó para cerrar mejor las cortinas y por un

instante creyó ver una figura femenina bajo el árbol, una mujer joven con ropas tradicionales indígenas que la miraba fijamente. Cuando parpadeó, la visión había desaparecido.
Al día siguiente, la hacienda Salinas bullía de actividad. Sirvientes y trabajadores preparaban todo para la celebración. María Dolores se probaba el vestido azul que su padre había mandado traer de la capital, mientras Juana, la criada que la había cuidado desde niña, le cepillaba el largo cabello

negro.
“Estás preciosa niña”, dijo Juana, “una mujer de unos 50 años con el rostro marcado por el sol y las penurias. El joven Mendoza se quedará sin palabras.” María Dolores intentó sonreír, pero el nudo en su estómago se lo impedía. Juana, tú que conoces todas las historias de la hacienda, ¿crees que la

maldición es real? Las manos de Juana se detuvieron un momento para luego continuar con el cepillado, ahora con movimientos más mecánicos.
No debería hablar de eso, niña. Por favor, Juana, necesito saber. La criada suspiró profundamente. Mi abuela servía en esta casa cuando llegó la señorita Sitlali. Decía que era hermosa como la luna, pero sus ojos estaban siempre tristes. El patrón Jacinto la trataba como a un objeto valioso, la

exhibía en sociedad, presumía de su belleza exótica.
Juana bajó la voz, pero la encerraba en las noches y cuando descubrió que estaba embarazada, embarazada. María Dolores se giró sorprendida. Esta parte de la historia nunca la había escuchado. Juana asintió. El patrón la acusó de haberse entregado a uno de los peones. La golpeó tan brutalmente que

perdió al bebé.
La noche que cumplió 23 años se ahorcó en el aguegüete. Pero antes, según contaba mi abuela, maldijo a las mujeres de la familia Salinas. Dijo que la sangre inocente cobraría siete vidas a lo largo de siete generaciones. María Dolores sintió que el aire se volvía pesado en sus pulmones. Siete

vidas. ¿Cuántas han sido hasta ahora? Juana evitó su mirada. Seis niña.
Seis jóvenes salinas han desaparecido desde entonces. Todas al cumplir 23 años. Todas sin dejar rastro. El sonido de los primeros automóviles llegando a la hacienda interrumpió la conversación. Los invitados comenzaban a llegar. María Dolores se miró una última vez en el espejo. Su reflejo le

devolvió la imagen de una joven hermosa, pero aterrorizada.
La fiesta transcurría con la artificial alegría de los eventos sociales. La elite de Hidalgo bebía champán importado mientras la orquesta interpretaba los balses de moda. Roberto Mendoza, tan gallardo como lo recordaba, no se separaba de su lado. “Estás bellísima esta noche”, le susurró mientras

bailaban.
“Tu padre me ha permitido hablar contigo en privado después de la cena. Tengo algo importante que preguntarte. María Dolores sintió que su corazón se aceleraba. ¿Sería posible que Roberto le propusiera matrimonio? ¿Podría ese ser su escape de la maldición? Mientras continuaban bailando, María

Dolores notó algo extraño.
Entre los invitados creyó ver al hombre que había observado junto a la hueguete el día anterior, pero ahora vestía ropa elegante y conversaba animadamente con su padre. Cuando la música terminó, se excusó con Roberto y se acercó a ellos. Papá, ¿quién es este caballero? Eduardo sonrió ampliamente.

María Dolores, te presento al licenciado Octavio Durán.
Ha venido desde la capital para ayudarnos con unos asuntos legales relacionados con la hacienda. El hombre le extendió la mano. Al tocarla, María Dolores sintió un frío inexplicable. Encantado, señorita Salinas. Su padre me ha hablado mucho de usted”, dijo con una voz suave que, sin embargo,

provocó en ella una sensación de alarma.
“Disculpe, ¿nos conocemos?” Me pareció verlo ayer cerca de la Hueghuete. El licenciado Durán sonrió, mostrando unos dientes perfectamente blancos. “¡Imposible, señorita. Llegué esta mañana directamente a su celebración.” Antes de que pudiera insistir, doña Consuelo apareció a su lado y la tomó

firmemente del brazo.
María Dolores, tu amiga Carmen ha llegado. Ven a saludarla. Mientras se alejaban, la anciana le susurró al oído, aléjate de ese hombre. No es quien dice ser. ¿Qué quieres decir, abuela? Sus ojos, mi niña, son los mismos ojos de Sitlali. La noche avanzaba y María Dolores sentía que cada minuto la

acercaba más a un destino inevitable. El reloj de la sala principal marcaba las 11:30.
En media hora, oficialmente cumpliría 23 años, la edad fatídica. Roberto Mendoza la esperaba en la terraza, lejos del bullicio de la fiesta. La luna iluminaba su rostro joven y apuesto, creando sombras que acentuaban sus rasgos. María Dolores pensó que en otras circunstancias podría haberse

enamorado fácilmente de él.
María Dolores comenzó Roberto tomando sus manos entre las suyas. Desde que te vi en el baile patronal no he podido dejar de pensar en ti. Sé que es precipitado, pero la vida a veces nos exige decisiones rápidas. sacó una pequeña caja de terciopelo de su bolsillo. Al abrirla, un anillo con un

brillante diamante centelleó bajo la luz lunar.
Me harías el honor de convertirte en mi esposa María Dolores miró el anillo, luego a Roberto y finalmente hacia el agueghuüete que se erguía a lo lejos. Testigo silencioso de generaciones de sufrimiento. Por un instante creyó ver una figura femenina entre sus ramas. Roberto, yo y un grito

desgarrador interrumpió su respuesta. Provenía del interior de la casa.
Ambos corrieron hacia el salón principal, donde encontraron a los invitados formando un círculo alrededor de Juana, la criada, que soyaba desconsolada en el suelo. “Doña Consuelo!” gritaba entre lágrimas. Se ha caído por las escaleras del sótano. Eduardo ya estaba allí. pálido y con el semblante

descompuesto.
He enviado a Pedro por el médico, pero no necesitó terminar la frase. María Dolores se abrió paso entre la multitud y corrió hacia el sótano, dondecía el cuerpo inerte de su abuela, con el cuello en un ángulo imposible y un charco de sangre formándose bajo su cabeza plateada. “Abuela!”, gritó,

arrodillándose junto a ella sin importarle que su vestido azul se manchara de rojo. Abuela, por favor.
Pero doña Consuelo ya no respondería. Sus ojos, abiertos en una expresión de terror, parecían fijar la mirada en algo detrás de María Dolores. Cuando se giró, no vio nada más que las sombras del sótano. El médico llegó casi una hora después, pero solo pudo confirmar lo evidente.

Doña Consuelo había muerto instantáneamente al romperse el cuello en la caída. Los invitados comenzaron a marcharse en silencio, murmurando condolencias y lanzando miradas de soslayo, a la familia Salinas. La maldición, que muchos conocían, pero nadie mencionaba abiertamente, parecía materializarse

una vez más.
Roberto se acercó a María Dolores, que permanecía sentada en un rincón del salón con la mirada perdida. Lo siento mucho”, dijo tomando asiento a su lado. “Sé lo importante que era tu abuela para ti.” María Dolores asintió en silencio. El reloj marcaba las 12:10. Ya había cumplido 23 años y aunque

no había desaparecido, la muerte había visitado la hacienda Salinas una vez más.
Mi propuesta sigue en pie”, continuó Roberto tomándole la mano. “De hecho, ahora más que nunca creo que deberías alejarte de este lugar. Ven conmigo a Monterrey. Podríamos casarnos en primavera.” Antes de que pudiera responder, el licenciado Durán apareció frente a ellos con una expresión de

profundo pesar que, sin embargo, no alcanzaba sus ojos.
“Señoritas Salinas, mis más sinceras condolencias. Si me permite, me gustaría hablar con usted en privado. Es sobre un asunto legal relacionado con su abuela. Roberto frunció el seño. ¿No cree que puede esperar hasta mañana, licenciado? La señorita acaba de perder a su abuela. Precisamente por eso,

joven Mendoza, hay asuntos que no admiten demora.
Algo en la voz de Durán, una autoridad inexplicable, hizo que Roberto se levantara y se alejara después de besar la mano de María Dolores. ¿De qué se trata, licenciado?, preguntó ella, sintiendo una mezcla de curiosidad y temor. No aquí, respondió él, mirando a su alrededor. Acompáñeme al despacho

de su padre. María Dolores lo siguió notando que los pocos invitados que quedaban los observaban con atención.
Al pasar junto a Juana, la criada la tomó del brazo y le susurró, “No vayas sola con él, niña.” Pero María Dolores se soltó suavemente y continuó su camino. En el despacho, Durán cerró la puerta y se dirigió al escritorio de Caoba, donde se sentó con naturalidad, como si fuera el dueño del lugar.

“Siéntese, por favor”, dijo señalando la silla frente a él. “Prefiero estar de pie. Gracias. ¿Qué asunto legal puede ser tan urgente a estas horas y en estas circunstancias? Durán sonríó y por un instante María Dolores creyó ver algo inhumano en esa sonrisa. La muerte de su abuela no fue un

accidente, señorita Salinas.
María Dolores sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Qué está diciendo? Doña Consuelo sabía demasiado. Sabía que yo vendría por usted esta noche, como vine por las otras seis antes que usted. El frío que recorrió la espalda de María Dolores fue tan intenso que le costó respirar.

¿Quién es usted realmente? Durán se levantó y caminó hacia ella con movimientos fluidos, casi sobrenaturales. Soy el hijo de Sitlali, señorita Salinas, el hijo que su antepasado Jacinto le arrebató a mi madre. Pero eso es imposible. Eso ocurrió en 1896. Usted no puede tener más de 40 años. El

tiempo fluye de manera diferente para aquellos que han sido marcados por una injusticia tan profunda.
” Respondió él, acercándose tanto que María Dolores podía sentir su aliento gélido. “Mi madre maldijo a siete mujeres de la familia Salinas, una por cada generación. Usted es la séptima, María Dolores, la última.” La joven retrocedió hasta chocar contra la pared. Su mente trabajaba frenéticamente,

buscando una explicación racional a lo que estaba escuchando. Esto es absurdo.
Usted está loco. Ayuda! Gritó, pero su voz parecía ahogarse en el aire pesado del despacho. Nadie puede oírla, dijo Durán. Estamos en un espacio entre mundos ahora, como lo estuvieron sus antepasadas cuando las encontré. ¿Qué les hizo?, preguntó María Dolores, sintiendo que las lágrimas comenzaban

a correr por sus mejillas.
Les mostré la verdad. Les mostré lo que Jacinto Salinas le hizo a mi madre, cómo la secuestró de su pueblo, cómo la violó repetidamente, cómo la exhibió como un trofeo ante la sociedad. Y cuando descubrió que estaba embarazada de él, la golpeó hasta que perdió al bebé, a mí. Pero acabas de decir que

eres su hijo. Lo soy y no lo soy.
Soy el espíritu de lo que pudo haber sido. La materialización del dolor y la rabia de Citlali. María Dolores miró hacia la puerta calculando sus posibilidades de escape. Durán pareció leer sus pensamientos. No tiene caso que intente huir, señorita Salinas. Su destino fue sellado hace generaciones.

En ese momento, la puerta del despacho se abrió de golpe.
Eduardo Salinas entró con el rostro enrojecido por el alcohol y la furia. ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Quién es usted realmente, Durán? Pedro dice que nunca llegó en automóvil y nadie en la capital conoce a ningún licenciado Octavio Durán. Durán se giró lentamente hacia Eduardo y por un

instante su rostro pareció transformarse en algo inhumano, algo antiguo y lleno de odio.
Soy la deuda que nunca pagaron, señor Salinas, la injusticia que su familia ha intentado enterrar durante siete generaciones. Eduardo sacó un revólver de su chaqueta y apuntó directamente a la cabeza de Durán. Salga de mi casa ahora mismo o le juro que dispararé. Durán sonrió de nuevo, mostrando

dientes que parecían demasiado afilados para ser humanos. Adelante, dispare.
Veamos si las balas pueden detener lo que comenzó hace casi un siglo. Eduardo apretó el gatillo. El estruendo del disparo resonó en el despacho, pero Durán permaneció inmóvil, sin sangre, sin herida. La bala había atravesado su cuerpo como si fuera humo. “Mi turno”, dijo Durán y con un movimiento

de su mano, Eduardo fue lanzado contra la pared con una fuerza sobrenatural.
El impacto lo dejó inconsciente, desplomado en el suelo como un muñeco de trapo. “¡Papá!”, gritó María Dolores corriendo hacia él. “Está vivo”, dijo Durán. “No he venido por él. He venido por ti, María Dolores. La séptima, la última. Mientras hablaba, el ambiente en el despacho comenzó a cambiar.

Las paredes parecían disolverse, revelando un paisaje diferente, la hacienda Salinas, tal como era en 1896. María Dolores vio a hombres y mujeres vestidos a la usanza de la época, moviéndose como espectros alrededor de ellos. Y en el centro de todo, una joven indígena de extraordinaria belleza, con

los ojos llenos de una tristeza infinita.
“Sitlali!”, susurró María Dolores. La joven la miró directamente y en sus ojos María Dolores vio todo, el dolor, la humillación, la desesperación. Y también vio lo que había ocurrido con las otras seis mujeres de su familia que habían desaparecido. No estaban muertas, como todos suponían.

Estaban atrapadas en este espacio entre mundos, condenadas a presenciar eternamente el sufrimiento de Sitlali. No, dijo María Dolores retrocediendo. Esto no es justicia, es perpetuar el ciclo de dolor. Durán la miró con sorpresa, como si no esperara resistencia. ¿Crees que tienes elección? La

maldición debe cumplirse, siete vidas por una.
Ese fue el juramento de mi madre. María Dolores miró a su alrededor a los fantasmas de un pasado que se negaba a morir, a las seis mujeres de su familia que la observaban con ojos vacíos y entonces lo entendió. “La maldición no es sobre venganza”, dijo con voz firme. “Es sobre justicia, sobre

reconocer la verdad.” Se acercó a la imagen espectral de Sitlali y para sorpresa de Durán se arrodilló ante ella.
En nombre de mi familia reconozco el terrible crimen cometido contra ti, tu dolor, tu sufrimiento, tu pérdida. No puedo cambiar el pasado, pero puedo honrar tu memoria y asegurarme de que la verdad sea conocida. Sitlali la miró con una expresión indescifrable. Lentamente extendió una mano hacia el

rostro de María Dolores. Su toque fue como una brisa fría.
Libéralas”, continuó María Dolores, señalando a las seis mujeres atrapadas. “Libéralas y libérate tú también. El odio solo perpetúa el sufrimiento.” Durán se acercó furioso. “No, la deuda debe pagarse siete vidas por una.” La deuda ya se ha pagado”, respondió María Dolores, poniéndose de pie para

enfrentarlo. Siete generaciones de miedo, siete generaciones de culpa es suficiente.
El amanecer encontró a María Dolores sentada junto al agueguete con la mirada fija en el horizonte donde el sol comenzaba a teñir de dorado los campos de la hacienda Salinas. A su lado, seis pequeñas cruces de madera que ella misma había tallado durante la noche se erguían como testigos

silenciosos.
La séptima cruz, ligeramente más grande, llevaba el nombre de Sitlali. Roberto Mendoza la encontró allí con el vestido azul manchado de sangre y tierra y los ojos enrojecidos por el llanto y la falta de sueño. Te he buscado por todas partes dijo arrodillándose junto a ella. Tu padre está en el

hospital, pero los médicos dicen que se recuperará.
¿Qué ocurrió anoche, María Dolores? Todo el pueblo habla de gritos y luces extrañas en la hacienda. María Dolores tomó su mano y la apretó suavemente. La verdad, Roberto, finalmente, después de casi un siglo, la verdad le contó todo. La historia de Sitlali, la maldición, las seis mujeres

desaparecidas y su encuentro con Durán o lo que fuera que realmente era.
habló del espacio entre mundos donde había visto la hacienda tal como era en 1896 y cómo había confrontado no solo a los fantasmas del pasado, sino a la culpa heredada de su familia. Cuando entendí que la maldición no buscaba venganza, sino justicia y reconocimiento, algo cambió, explicó. Las seis

mujeres de mi familia que estaban atrapadas comenzaron a desvanecerse, pero no como si desaparecieran, sino como si finalmente encontraran paz.
Y Sitlali, sus ojos ya no estaban llenos de odio, sino de algo parecido a la gratitud. Roberto la escuchaba con una expresión que oscilaba entre la incredulidad y la preocupación. María Dolores, has pasado por un trauma terrible. La muerte de tu abuela, el ataque a tu padre.

Es comprensible que tu mente haya creado una narrativa para darle sentido a todo esto. Ella sonrió con tristeza. Sabía que no me creerías. Nadie lo hará. Pero no importa. Lo que importa es que la deuda está saldada. La maldición ha terminado. Se levantó lentamente, sintiendo cada músculo de su

cuerpo protestar por la atención de la noche anterior.
“¿Qué harás ahora?”, preguntó Roberto siguiéndola con la mirada. “Primero, enterrar a mi abuela, luego cuidar de mi padre hasta que se recupere y después miró hacia el aheguete, donde por un instante creyó ver la silueta de Sitlali entre las ramas. Después contar la verdadera historia de esta

hacienda, escribirla para que nadie la olvide. Y mi propuesta, María Dolores miró el anillo que aún llevaba en su dedo, el diamante capturando los primeros rayos del sol matutino. Necesito tiempo, Roberto.
Esta noche he aprendido que algunas heridas tardan generaciones en sanar. No puedo prometerte nada ahora. Roberto asintió respetando su decisión, aunque la decepción era evidente en sus ojos. “Te esperaré”, dijo simplemente. Los días siguientes transcurrieron en un estado de extraña calma.

El funeral de doña Consuelo reunió a toda la comarca y muchos notaron que María Dolores, a pesar del dolor, parecía poseer una serenidad que no era común en alguien tan joven. Eduardo regresó del hospital con el brazo en cabestrillo y varias costillas fracturadas, pero su espíritu parecía más

quebrado que su cuerpo.
Una tarde, mientras María Dolores leía en la biblioteca, su padre entró con pasos inseguros. Se sentó frente a ella con la mirada perdida en algún punto más allá de las paredes de la hacienda. Esa noche comenzó con voz ronca, vi cosas que no puedo explicar, cosas que desafían todo lo que creía

saber sobre el mundo.
María Dolores cerró su libro y esperó en silencio. Cuando disparé a Durán y la bala lo atravesó, cuando me lanzó contra la pared sin tocarme. Pero lo más perturbador fueron las visiones que tuve mientras estaba inconsciente. ¿Qué viste, papá? Eduardo cerró los ojos como si intentara bloquear

imágenes demasiado dolorosas.
Vi a Jacinto Salinas, nuestro antepasado, y lo que le hizo a esa pobre muchacha. Vi cada golpe, cada humillación. Vi como la exhibía como a un animal exótico ante sus amigos ascendados. Y luego vi cómo la golpeó cuando supo que estaba embarazada, cómo la sangre manchaba el suelo de esta misma casa

mientras ella perdía a su hijo.
Las lágrimas comenzaron a correr por las mejillas curtidas de Eduardo. Toda mi vida he despreciado las supersticiones de mi madre. He ridiculizado las historias sobre la maldición, pero ahora sé que era real. Todo era real. María Dolores se levantó y abrazó a su padre, sintiendo como su cuerpo se

estremecía con cada soyo. Se acabó, papá. La deuda está saldada.
Sitlali y las otras han encontrado paz. Eduardo la miró con ojos enrojecidos. ¿Cómo puedes estar tan segura? María Dolores sonrió suavemente. Porque estoy aquí. Soy la séptima y estoy viva. La maldición pedía siete vidas por una. Las seis mujeres que desaparecieron no murieron, papá.

Estaban atrapadas en un limbo, obligadas a presenciar el sufrimiento de Sitlali una y otra vez. Pero anoche, cuando reconocí la verdad, cuando me arrodillé ante ella y pedí perdón en nombre de nuestra familia, algo cambió. Las liberé a ellas y me liberé a mí misma. Eduardo la observó con una mezcla

de asombro y admiración. Siempre supe que eras especial, María Dolores.
Desde niña mostrabas una fortaleza que no veía en otros. Se quedaron en silencio por un momento, el peso de casi un siglo de historia familiar entre ellos. ¿Qué haremos ahora?, preguntó finalmente Eduardo. Honrar la memoria de Sitlali, respondió María Dolores con determinación. He estado

investigando en los archivos de la hacienda y encontré documentos que confirman su existencia.
No era solo una leyenda, papá. Era una mujer real con una familia real de un pueblo llamado Shochiatipan al norte de Hidalgo. Eduardo asintió lentamente. Mañana mismo enviaré a alguien a buscar a sus descendientes, si es que existen. Les ofreceremos una compensación. Tierras quizás. El dinero no

borrará lo ocurrido, interrumpió María Dolores.
Pero el reconocimiento puede ayudar a sanar viejas heridas. Y hay algo más que quiero hacer. En las semanas siguientes, María Dolores se dedicó a recopilar testimonios de los ancianos del pueblo, descendientes de quienes habían trabajado en la hacienda en 1896. Muchos habían escuchado historias

sobre la joven indígena que había llegado con el patrón y que había terminado ahorcándose en el aguegüete.
Algunos incluso recordaban que sus padres o abuelos habían mencionado que Sitlali estaba embarazada cuando murió. Con cada testimonio, María Dolores construía no solo la historia de Sitlali, sino también la de las seis mujeres de su familia, que habían desaparecido a lo largo de las generaciones.

Descubrió que todas ellas habían mostrado interés por conocer la verdad sobre la joven indígena y todas habían estado cerca de la Hueghuete la noche de su desaparición. Una tarde, mientras trabajaba en sus notas en el despacho de su padre, Roberto Mendoza llegó sin anunciarse. “He estado esperando

tu respuesta”, dijo sin preámbulos. “Han pasado tres meses, María Dolores.
” Ella lo miró notando que estaba más delgado y que había cierto nerviosismo en su postura que antes no tenía. “Lo sé, Roberto, y te agradezco tu paciencia, pero mi respuesta sigue siendo la misma. Necesito más tiempo. Roberto apretó la mandíbula. ¿Cuánto tiempo más? Un año, dos.

Mi padre está presionándome para formalizar un compromiso con la hija de los Montalvo. Si no le doy una respuesta pronto, entonces hazlo. Respondió María Dolores con calma. No puedo prometerte nada ahora, Roberto. Mi vida ha cambiado demasiado en estos meses. Es por ese proyecto tuyo, esa historia

sobre la indígena y la maldición.
Su nombre era Sitlali, dijo María Dolores sintiendo una punzada de irritación. Y sí, en parte es por eso, pero también es porque necesito entender quién soy yo ahora después de todo lo ocurrido. Roberto la miró con una mezcla de frustración y cariño. Siempre ha sido diferente a las otras chicas,

María Dolores es una de las razones por las que me enamoré de ti, pero a veces me pregunto si esa diferencia no es demasiado grande para superarla.
se marchó sin esperar respuesta, dejando a María Dolores con una extraña sensación de alivio. Sabía que Roberto era un buen hombre y que probablemente sería un buen esposo, pero también sabía que nunca entendería completamente lo que había experimentado aquella noche de su cumpleaños. El proyecto

de María Dolores culminó seis meses después con la publicación de un pequeño libro titulado Sitlali, la verdadera historia de la hacienda Salinas.
En él narraba no solo la tragedia de la joven indígena, sino también cómo sufrimiento había marcado a siete generaciones de la familia Salinas. El libro financiado por Eduardo fue distribuido gratuitamente en toda la región. La reacción fue mixta. Algunos aplaudieron la valentía de la familia al

revelar un capítulo tan oscuro de su historia.
Otros, especialmente las familias de ascendados con historias similares, criticaron lo que consideraban una traición a su clase social. Los Mendoza estaban entre estos últimos y Roberto, ahora comprometido con Lucía Montalvo, evitaba cruzarse con María Dolores en los eventos sociales. Una mañana de

noviembre, casi un año después de aquella fatídica noche, María Dolores recibió una visita inesperada.
Una anciana indígena acompañada por un hombre joven que parecía ser su nieto, pedía verla. Mi nombre es Isel”, dijo la anciana cuando la hicieron pasar al salón. “Soy la nieta de Neli, la hermana menor de Sitlali.” María Dolores sintió que el corazón le daba un vuelco.

“Es un honor conocerla”, dijo tomando las manos arrugadas de la anciana entre las suyas. “He estado buscando a los descendientes de Sitlali durante meses.” “Lo sabemos”, respondió Isel. Tu libro llegó hasta nuestro pueblo. Mi nieto Tomás lo leyó para mí, ya que mis ojos no me permiten hacerlo.

Tomás, un joven de unos 20 años con rasgos que recordaban inquietantemente a los de Durán, asintió solemnemente.
“Mi abuela tiene algo importante que contarte”, dijo. Y Cel sacó de su bolsa un pequeño envoltorio de tela. Al desenvolverlo, reveló un colgante de plata casi idéntico al que María Dolores había heredado de su abuela. Este colgante pertenecía a Sitlali, explicó la anciana. Su hermana Neli lo guardó

toda su vida esperando que algún día Sitlali regresara.
Cuando murió, me lo dejó a mí junto con la historia de lo que realmente ocurrió en esta hacienda. María Dolores observó el colgante sintiendo un extraño cosquilleo en la nuca. ¿Qué sucedió realmente? Jacinto Salinas no secuestró a Sitlali, como cuenta la leyenda, dijo Isel. Ella lo amaba. Se

conocieron cuando él visitó nuestro pueblo para comprar tierras. Ella era hermosa y educada.
Sabía leer y escribir gracias a los misioneros que habían vivido en Shochiatipán. Jacinto la cortejó en secreto durante meses, prometiéndole matrimonio y una vida mejor. María Dolores frunció el seño, confundida. Pero entonces, ¿por qué? Cuando llegaron a la hacienda la realidad fue muy diferente,

continuó Isel.
La familia de Jacinto nunca aceptaría que se casara con una indígena. La convirtieron en sirvienta, la humillaron, la trataron como a un objeto exótico que Jacinto había traído de sus viajes. Y cuando quedó embarazada, la golpearon hasta que perdió al bebé. Completó María Dolores, recordando lo que

había visto en aquella visión. Y Celintió tristemente.
Pero hay algo más que no sabes. Sitlali no se suicidó. Un silencio pesado llenó la habitación. ¿Qué quieres decir? preguntó María Dolores sintiendo un escalofrío. Según la historia que ha pasado en nuestra familia, Jacinto la mató cuando descubrió que estaba embarazada de nuevo apenas unos meses

después de perder al primer bebé, la estranguló y luego colgó su cuerpo en el aguegüete para simular un suicidio.
María Dolores se llevó una mano a la boca horrorizada. Dios mío, antes de morir continuó Isel. Sitlali había escrito a su hermana contándole todo. Neli guardó esa carta toda su vida junto con este colgante. Era idéntico al que Jacinto le había regalado a Sitlali como símbolo de su amor.

María Dolores tocó instintivamente el colgante que pendía de su cuello. Había pertenecido a su familia durante generaciones pasando de madre a hija. ¿Puedo ver esa carta? preguntó con voz temblorosa. Tomás sacó de su bolsillo un sobre amarillento y se lo entregó. Es una copia. El original está

demasiado frágil para ser manipulado. María Dolores desdobló el papel con cuidado.
La carta estaba escrita en Nagwatl, pero Tomás le ofreció una traducción. En ella, Sitlali narraba el horror de su vida en la Hacienda, como el hombre que había jurado amarla la había convertido en su prisionera. Hablaba del primer embarazo, de la paliza que había recibido y de cómo había perdido

al bebé.
Y luego, en las últimas líneas revelaba que estaba embarazada de nuevo y que temía por su vida. Si algo me sucede, había escrito, sé que Jacinto será el responsable, pero también sé que algún día la verdad saldrá a la luz y cuando eso ocurra, mi espíritu podrá descansar en paz. María Dolores dejó

que las lágrimas corrieran libremente por sus mejillas. Todo encajaba ahora.
La maldición, las desapariciones, la visión de Durán. Era el espíritu del hijo no nacido de Sitlali. buscando justicia para su madre. He venido a pedirte algo”, dijo Isel, interrumpiendo sus pensamientos. “Queremos llevar los restos de Sitlali de vuelta a Shochiatipan para que descanse junto a su

familia.
” “Por supuesto,”, respondió María Dolores sin dudar. Los ayudaré en todo lo que pueda. Esa noche, después de que Izel y Tomás se marcharan con la promesa de volver en unos días para comenzar los trámites de exhumación, María Dolores se dirigió a la Hueghuete. La luna llena iluminaba el árbol

centenario, creando sombras que parecían moverse con vida propia.
Lo siento tanto, Sitlali”, susurró apoyando una mano en el tronco rugoso. Siento lo que mi familia te hizo, pero ahora la verdad se conoce y pronto descansarás donde debes. Una suave brisa agitó las ramas de la hueuete. Y por un instante, María Dolores creyó ver la silueta de una mujer joven entre

las hojas.
No era una visión aterradora como la que había tenido la noche de su cumpleaños. sino una presencia serena, casi agradecida. “Descansa en paz”, murmuró María Dolores. “La deuda está saldada.” Y sí, tres semanas después, un pequeño grupo se reunió en el cementerio de Shochiatipán, Isel y su familia,

María Dolores y Eduardo y algunos ancianos del pueblo, que aún recordaban las historias sobre la joven que se había ido con el hacendado y nunca había regresado.
El ataúd Sitlali, exhumado de los terrenos de la hacienda, fue depositado en una tumba junto a la de sus padres y hermanos. Un sacerdote católico y un chamán tradicional oficiaron una ceremonia que mezclaba elementos de ambas culturas, honrando a una mujer que había vivido entre dos mundos.

Cuando todo terminó, Izel se acercó a María Dolores y le entregó el colgante de Sitlali. Quiero que lo tengas, dijo, como símbolo de reconciliación entre nuestras familias. María Dolores aceptó el regalo con humildad. Lo guardaré siempre como recordatorio de que la verdad, por dolorosa que sea, es

el único camino hacia la sanación.
De regreso a la hacienda, Eduardo parecía sumido en sus pensamientos. Finalmente rompió el silencio. He tomado una decisión, María Dolores. Voy a dividir parte de las tierras de la hacienda entre las familias que han trabajado para nosotros durante generaciones. Y voy a establecer una fundación en

nombre de Sitlali para apoyar la educación de jóvenes indígenas de la región.
María Dolores sonríó sorprendida y conmovida por el cambio en su padre. Es una decisión maravillosa, papá. Y hay algo más, continuó Eduardo. He recibido una carta de la Universidad Nacional. Están interesados en tu libro. Quieren que des una conferencia sobre la historia de Sitlali y su impacto en

nuestra familia. María Dolores sintió una mezcla de emoción y nerviosismo.
Una conferencia en la Ciudad de México. Sí. Y luego, si aún lo deseas, podrías quedarte allí para estudiar medicina como siempre has querido. Esa noche, María Dolores soñó con Sitlali. No era una pesadilla como las que había tenido después de aquella noche de su cumpleaños, sino un sueño tranquilo,

casi reconfortante.
En él, Sitlali le mostraba a su hijo un niño hermoso que nunca había tenido la oportunidad de nacer. y le decía con una voz que parecía venir de muy lejos, “Gracias por liberarnos a ambos”. Cuando despertó, María Dolores supo lo que tenía que hacer. Tomó papel y pluma y comenzó a escribir una carta

para Roberto Mendoza.
Le deseaba felicidad en su matrimonio con Lucía y le agradecía por haberle mostrado, sin pretenderlo, que su camino era diferente al que todos esperaban de ella. Luego escribió otra carta, esta vez dirigida a la Universidad Nacional, aceptando su invitación. Firmó ambas cartas con un nuevo sentido

de propósito y las dejó sobre su escritorio para enviarlas por la mañana. Al amanecer salió a caminar por los terrenos de la hacienda.
El ahuegüete se erguía majestuoso contra el cielo que comenzaba a clarear. Por primera vez en su vida, María Dolores lo contempló sin sentir miedo, solo una profunda conexión con la historia que representaba. Una historia de dolor y tragedia, sí, pero también de verdad, y finalmente de liberación.

Mientras observaba el árbol, un joven campesino pasó cerca, llevando herramientas para comenzar su jornada en los campos. Por un instante, María Dolores creyó reconocer en él los rasgos de Durán, pero cuando el joven se giró para saludarla con una sonrisa amable, vio que era simplemente uno de los

tantos trabajadores de la hacienda.
“Buenos días, señorita Salinas”, dijo el joven tocándose el sombrero en señal de respeto. “Buenos días”, respondió ella sonriendo a su vez. Mientras el joven se alejaba, María Dolores sintió una extraña paz inundando su corazón. La maldición había terminado, la deuda estaba saldada. Y ahora, por

primera vez en siete generaciones, una mujer de la familia Salinas podía mirar hacia el futuro sin el peso de un pasado oculto en las sombras.
Llevando los dos colgantes de plata contra su pecho, uno de cada lado de una historia que finalmente había sido contada, María Dolores caminó de regreso a la hacienda bajo la luz del nuevo día, lista para comenzar un capítulo diferente en la historia de su familia, un capítulo basado en la verdad,

la justicia y la reconciliación. Y en algún lugar, más allá del velo que separa este mundo del siguiente, Sitlali sonreía.