El 24 de diciembre de 1901, el comisario Aurelio Puma cruzó la puerta de adobe de los Hamán en la parroquia de Santa Ana Cuzco, y encontró a Isidoro Hamán de pie junto al tinajón de maíz, la madre en el suelo hecha ovilloso cerca del fogón y 17 vasos de barro alineados sobre la mesa de tablones como soldados de fiesta.
El padre Mariano estaba en la banca, la cabeza hacia atrás, la boca abierta con el borde de chicha blanqueado en los labios. El Boticario Baltazar Retamoso aún no lo sabía, pero su cuaderno sería la bisagra de todo. Deja en los comentarios tu ciudad y la hora exacta que marca tu reloj ahora. La pregunta es una.
¿Cuántas manos tocaron el mismo polvo antes de que cayera en la chicha del brindis? Y si doro tenía los dedos manchados de mosto a la altura de la primera falange, no de trabajar la masa, sino de probar a cucharadas. Había tres cucharones de palo apoyados en el borde del tinajón, todos húmedos. La tapa de madera del tinajón estaba presa con cuatro clavos, un arreglo extraño para una cena que se estaba sirviendo.
El patio olía a leña seca y a soga de pita. En el corredor, la vecina Domitila Zaguara se apretaba la yigya. Ella diría luego que había visto a Isidoro entrar y salir de la casa con un cántaro tres veces desde el anochecer, siempre con el mismo cuidado de no golpear los bordes.
A 11 pasos del umbral, su huella se repetía donde el barro se hunde con el peso. El cura de Santa Ana, el padre Eulogio Arbieto, llegó por el campanero Melchorasto y se santiguó sin hablar. Tomó el libro de difuntos de la sacristía y lo puso sobre la banca clara, en el mismo sitio donde descansaba la cabeza del padre. El Dr. Félix Surdiales llegó con su maletín, pero lo miró poco. El color de la piel decía bastante.
Et comisario no empezó con retos, empezó con cuentas. 17 vasos de barro, tres cucharones, cuatro clavos en la tapa, 11 pasos del umbral a la mesa. Apuntó los números en el sumario como si fueran tachuelas en el suelo para no resbalar más tarde. El recibo doblado tenía fecha y nombre. El papel cebolla mostraba una tinta marrón, un retamoso apurado y una cifra que por sí sola parecía inocente, 7 g. Arsenito en la línea de pedido nocturno.
La palabra víspera había sido escrita en el margen con letra más fina como anotación de quien no quiere olvidarla ahora sin atreverse a marcarla. Isidoro tenía el papel en el bolsillo y el bolsillo húmedo por dentro. El comisario lo notó cuando metió los dedos y sintió el borde del papel frío pegado a la tela.
Lo sacó con dos uñas, con la misma eficiencia con que una mujer saca una espina del pie del niño. Lo dejó secar sobre la mesa junto a un vaso que todavía olía a maíz dulce. Un choque leve de vidrio sonó desde el corredor como si uno de los frascos del doctor hubiera rozado otro por pura impaciencia. El doctor Urdiales no habló de almas, habló de bocas.
Con la luz oblicua que entraba por la ventana, revisó los labios de la madre y del padre, la línea blanca en el borde, el esmalte improvisado de chicha seca. tenía ese trazo que él conocía de otros casos. La bebida corta, el primero va a la garganta sin mordisco de pan. En la lengua había una rugosidad que no era de fiebre.
El cura puso el dedo en el libro de difuntos como quien acomoda una regla. Dijo los nombres que tocaría escribir sin nadie. Discutía el sentido de lo que había pasado. Era Navidad y el libro aún no tenía su primera línea del día. El comisario tomó el recibo y lo puso en la esquina superior de la página, no para dejarlo, sino para que el cura lo viera sin tener que tocarlo.
Baltazar Retamoso, el boticario Theens de la calle Triunfo supo del comisario por la puerta. Traía el delantal con manchas de hierro tónico en el frente. Dijo que Isidoro había pedido una antiplaga para ratas y que el arsenito era lo único seguro”, dijo polvo verde al principio. Luego corrigió a gris claro como si repasara con la lengua lo que había vendido. El cuaderno al que llamaba su libreta decía otra cosa.
Arsenito siete gama víspera a cuenta. Era una línea corta. Domitila respiraba con la boca. No quería entrar a la casa, pero tampoco quería quedarse con las manos vacías de testimonio. Dijo que vio a Isidoro doblar la esquina de la botica al caer la tarde, no una, sino tres veces, con un envoltorio de papel que parecía más pesado a la tercera. Dijo que lo vio tocar el borde del papel con la lengua como para contar granos.
Dijo que a 11 pasos de la puerta de Retamoso se detenía siempre para meter el papel al chaleco. Los vasos de barro tenían una peculiaridad que el comisario notó enseguida. Dos tenían restos de chicha salpicada hacia afuera, como si manos nerviosas hubieran tropezado. Uno tenía el borde limpio con una marca de dedo en el barro en seco.
El doctor olió ese vaso, no dijo nada, pero apartó el vaso como quien aparta una semilla venenosa del maíz trillado. Y Sidoro tenía la cara hecha gesto de condolido. Aguantó la mirada del comisario hasta la mitad. El comisario dijo una frase que se quedó en el aire más que por su dureza por su plantilla.
“Ningún brindis pide un polvo”, la dijo sin levantar la voz. El cura tocó el bordecito húmedo del recibo con la uña y leyó la cifra en silencio. Lo que lo encendió no fue la palabra arsenito, fue la palabra víspera. En Cuzco, víspera de Navidad es otra cosa. Cada quien sabe dónde estuvo. El papel decía que una tienda había estado abierta, un hombre había estado dentro y un boticario había escrito.
El tinajón tenía una tapa con cuatro clavos, pero la marca que cambió la noche estaba dentro, una raya blanquísima en el Cisabet Centrum. Bordde interior, no de cal, sino de polvo que no se disuelve con el primer remolino. El comisario metió el dedo, sacó una uñita teñida y la limpió en la manga. No era harina, no olía a maíz.
El sumario del juzgado de instrucción esperaría unas horas para abrir boca. Mientras tanto, el comisario eligió empezar por el lugar que nadie quiere que miren, el traspatio de la botica. Retamoso se inclinó hacia delante como si pudiera cubrir el pasadizo con el pecho.
El comisario no pidió permiso, empujó la puerta de tablas, contó 11 pasos por el corredor de tierra y miró la trastienda. El acceso no era amplio. Un candado pinchudo colgaba de un clavo abierto. Un estante sostenía frascos en fila altos con etiquetas de letras redondas. La luz entraba de costado y hacía brillar el polvo invisible. Había un frasco plano con la etiqueta rota. Solo quedaban cuatro letras. A, R.
La tapa tenía una marca como de uña. Una cuchara de hueso descansaba sobre una taza de mortero con un ribete blanqueado. Retamoso dijo, “Ratas, otra vez muy a prisa.” Y dijo que el arsenito no tiene olor. Dijo amargo, como si fuera cuestión de paladar. El doctor Urdiales no le respondió con palabras.
Con un trozo de papel limpio pasó por el borde de la cuchara y lo guardó en un sobre. El comisario tocó el cuaderno de botica. Era un libro de tapas de cartón forrado con números al margen izquierdo. La línea de víspera estaba en el folio donde la tinta todavía se veía brillante, 7 g. El renglón de abajo tenía una huella de dedo oscura.
El comisario dobló el cuaderno por la mitad con cuidado y lo guardó en su cartera de cuero. Le pesaba más que una pistola. Tomitila se quedó en la puerta sin cruzar. Su testimonio no se iba a enriquecer con aromas. Sus ojos ya habían hecho bastante. Dijo haber visto otra cosa. La luz de la botica encendió y apagó tres veces en Ininas. Intervalos iguales, como si alguien diera señales. Lo dijo sin adornos. El comisario lo anotó con una raya doble.
De vuelta en la casa, el padre Eulogio abrió el libro de difuntos de Santa Ana por la página donde el último nombre tenía fecha de todos los santos. Escribió un encabezado y se detuvo. No puso nombres todavía. Era como colgar una soga sin ajustarla. El libro pesaba más cuando no adelantaba. El doctor midió con el ojo.
No pesó órganos ni levantó piel, la línea blanca en los labios, la rigidez en el cuello, la coincidencia en los vasos. El recibo. No necesitaba otro reloj. El comisario tampoco. Entre ambos, sin asamblea ni arenga, aparejó el orden de pasos que el sumario pediría. La noticia pasó a calle Triunfo antes de que el juez fuera avisado.
En el saguán de la botica, el aprendiz de Retamoso recogió la escoba y barrió el piso con más energía que intención. La viruta de madera de la repisa redondeó vacíos donde antes había circulitos de polvo. Retamoso a su modo, ya estaba corrigiendo. El juez prudencio Salazar recibió el aviso a la hora en que las sombras de las tejas llegan al Sawán.
tenía la costumbre de colocar tres objetos en línea antes de escuchar el sello, la pluma y un vaso de agua. Ese día en vaso de agua no se vació. El escribano Toribio Yakta entró detrás con el tintero y con los ojos de quien no quiere ver sangre nunca más en Navidad. El sumario se abrió con objetos, no con discursos.
El comisario puso sobre la mesa el recibo de la botica, el cuaderno de botica, un vaso de barro con borde limpio, la cuchara de hueso del mortero y un papelito de envoltorio engrasado en la punta, cinco cuerpos de prueba, faltaba uno que no ocupo en la sala, la tapa del tinajón con los cuatro clavos que se quedó allá, pero se le arrancó para traerla.
Y Sidoro dijo que se desmayó a medianoche y que despertó al amanecer con todos callados. La vecina Domitila dijo que lo oyó arrastrar un banco en medio de la noche. El sacristán Melchor, sin que nadie le preguntara, contó que la campana dio un golpe que no estaba en su oficio. El cura lo cayó con una mirada. Él bajó los ojos y se frotó las manos en el pantalón.
El juez pidió el cuaderno. Baltazar retamoso lo acercó con la mano temblorosa como si estuviera entregando la cuenta de toda su vida. El juez no leyó en voz alta. Con el dedo tocó el margen, la línea de arsenito 7 gra víspera a cuenta. Tocó la palabra a cuenta como quien tantea la pared en una casa ajena.
El comisario pidió a Retamoso que mostrara el mortero y el frasco plano que decía AR. El Boticario trajo ambos. El doctor olió, tocó, raspó una esquina con la uña del meñique. En el borde quedaba un polvillo que no sabía azúcar. No se lo llevó a la lengua. El juez miró al escribano. El escribano escribió residuo visible. La tapa del tinajón con los cuatro clavos y una huella redonda de borde estaba en el suelo de la sala como un ropero caído.
El juez le pasó el dorso de la mano. La madera guardaba frío, un frío que no tiene nada que ver con clima. El doctor señaló una raya blanca sin moical dibujada en el borde interno. El juez movió la cabeza. El recibo con su aureola de chicha por tres manos y volvió al comisario. El juez señaló la esquina mordida y se preguntó, ¿quién muerde un papel cuando hay pan en la mesa? El escribano anotó borde mordido sin el adjetivo culpable que se le inflamaba en los labios. Isidoro pidió agua.
El juez no miró el vaso. El juez miró los 17 vasos de barro en el dibujo que el comisario había trazado en un papel. Un rectángulo. 17 círculos. Tres cucharones al lado, cuatro clavos arriba, 11 pasos abajo de la cuadrícula hasta el umbral. Los números hacen mapas sin pretenderlo. Domitila, ya en sala describió la secuencia de las tres visitas a la botica con el mismo orden con que una mujer recuerda la manera de tender.
Primero los paños grandes, luego los chicos, por último las medias. En la tercera dijo, oyó un ruido de vidrio que no era de botija de chicha. Era pequeño y ligero. Era como dos frascos que se saludan. El juez detuvo la mano, preguntó por el precio. Retamoso dijo que el arsenito se vende barato, que 7 gr no hacen gran cuenta. El juez preguntó si Isidoro pagó.
Retamoso dijo a cuenta lo mismo que decía el cuaderno. El juez miró a Isidoro y preguntó, “¿Con qué prometiste pagar?” Isidoro dijo, “Con un cordero.” El juez bajó la vista. En el recibo no había ningún cordero. El comisario quería un lugar donde la palabra se hiciera tierra. Elegió el traspatio de la botica otra vez.
delante del juez abrieron el acceso prohibido de la trastienda con el candado al aire. El olor a hierbas secas peleó con otra cosa. El juez, que no tiene nariz para laboratorio, tuvo ojos para letras. En la repisa, un frasco de etiqueta nueva decía arsenito, en letras recién trazadas sin desgaste. El frasco plano de etiqueta rota estaba más al fondo con polvo en m el cuello.
El doctor Urdiales posó el papel sobre la mesa, lo humedeció, presionó el borde del mortero y dejó una marca. La marca se volvió gris cuando secó. No era polvo de hueso, no era ceniza de fogón, era otra cosa. El juez no necesitaba nombres químicos, necesitaba trazar una línea. El comisario tocó el cuaderno de botica delante del juez y del escribano y con la uña marcó el ángulo del folio.
Quería recordar el lugar exacto de la línea al volver a verlo. Retamoso, nervioso, ofreció café. Nadie aceptó. El juez pidió que el cuaderno quedara bajo sello en el juzgado hasta nueva orden. Se colocó un lacre que el escribano imprimió con el sello fuerte. Esa noche hubo un zumbido, pero no de moscas. Fue papel que se mueve cuando no debe moverse.
En el juzgado, el cuaderno amaneció con un borde levantado, como si la tapa hubiera querido salir por sí sola. La cinta deilachada en el lomo había perdido dos hilos. El lacre estaba entero. Era otra cosa lo que había pasado. Dentro. Dos hojas habían cambiado de compañero. Se conocía por la esquina doblada.
Prudencio Salazar, que conocía los trucos de los pobres y de los ricos, se sentó con las manos sobre las rodillas. Ordenó al escribano Toribio Yacta que hiciera copia inmediata de la línea víspera arsenito, siete cum a cuenta. Toribio calcó la línea a lápiz y luego la fijó con goma de tragaacanto. La letra copiada iba a salvarles el rastro si alguien más tarde arrancaba una hoja. El padre Eulogio, al enterarse cerró el libro de difunto sin escribir. Dijo que esperaría el dictamen.
Tenía 11 velas por encender esa tarde. No las encendió. Se sentó y se quedó mirando la hilacha del mantel. La segunda escena de distancia la puso Domitila, no el juzgado. Ella había visto la secuencia desde Min, el cerro vecino, cuando el sol ya había bajado y la gente canta.
Tres veces el hermano mayor cruzó la calle cargando el cántaro y lo apoyó en el pollo con un golpe leve. Las tres veces la misma pausa delante del tinajón. Las tres veces la mano metida en el chaleco y el papel que se abre como ala de mariposa. Para rematar, cuando la familia brindó en el patio, ella vio una gota caer del borde del cucharón antes de tocar el primer vaso.
Al día siguiente, Tomitila encontró un papelito engrasado bajo el maíz de su gallinero. No era su papel. Tenía olor a tienda. Tenía una esquina rara con una hendidura diagonal. lo llevó al comisario. El papel encajó como moneda en el cuaderno de botica. Era el trozo arrancado de una vuelta anterior con el que se suele envolver un resto.
No todo el polvo fue al tinajón, dijo el comisario sin frase hecha. El juzgado pidió al doctor un dictamen escrito. Él no se lanzó al latín. Escribió despacio signos compatibles con ingestión de arsenito. Puso la cifra de los vasos donde debía contarla. Puso la de los cucharones cuando correspondía. Puso la de los clavos en la tapa donde el dato no se duplicaba.
Puso la de los pasos del umbral a la mesa cuando fijó la escena. Hizo que los números se miraran entre sí como si fueran testigos capaces de ponerse de acuerdo. En el bolsillo del chaleco de Isidoro, además del recibo, apareció un trozo de hilo de cáñamo con polvo adherido. El doctor lo guardó en un tubo.
El juez quiso darle valor hasta no ver la cadena de origen. El escribano anotó hilo con adherencias sin osar nombrarlas. El comisario volvió a la casa de los Hamán y contó los vasos otra vez para asegurar el número ancla. Miró el tinajón y metió el dedo. La raya blanca seguía allí, aunque ya nadie bebiera. Corrió la tapa.
Los cuatro clavos resistieron un poco, lo justo para dar la sensación de orden en pleno desorden. El expediente creció con papel que tenía manos alrededor, no con palabras bonitas, con una serie de objetos que podían sostenerse en la mesa. Recibo con aureola, cuaderno con la línea, papelina engrasada, cuchara de hueso, tapa con la raya, vaso limpio, todo cabía a la vista. El juez decidió que era hora de la escena pública, única que Cuzco no olvidaría en años.
El salón del juzgado de instrucción se llenó sin invitación. En la mesa larga de tres tablas, el juez Salazar alineó seis objetos, ni uno más. A la izquierda, el cuaderno de Baltazar retamoso bajo, acre abierto en el folio del arsenito, 7 g víspera a cuenta.
A su lado, el recibo de papel cebolla con la aureola de chicha y la esquina mordida. Luego la cuchara de hueso con el borde blanqueado. En cuarto lugar la tapa del tinajón con cuatro clavos y la raya blanca interior. En quinto un vaso de 107 in barro con el borde limpio y la marca de dedo. En sexto, la papelina engrasada recogida por Domila con la hendidura diagonal.
El juez dejó el mazo a un lado. No lo iba a necesitar. Se puso de pie. Dijo para que la sala entendiera antes de hablar. Hoy los objetos van a hablar más que las bocas”, señaló el cuaderno. “El renglón dice lo que alguien quiso guardar”, señaló el recibo, la fecha, el lugar, la cantidad, señaló la cuchara, el borde, señaló la tapa, la raya señaló el vaso, la huella, señaló el papel, la hendidura, las manos de todos se tensaron en la manta o en el sombrero yo, se aclaró la garganta.
El juez levantó un dedo, dijo, “Primero la prueba, luego la voz.” En las bancas 11 hombres respiraron al mismo tiempo. Tomitila, de pie sostuvo la Jigla como quien sostiene un jarro dentro de un jarro para que no se rompa. El cura Eulogio no habló. El método del juez había vaciado el aire de homilías. El drctor Urdiales señaló el recibo.
El borde mordido coincide con la boca de un vaso. No dijo cómo lo sabía. lo dijo como quien informa que el granito pesa. El escribano acercó el cuaderno para que se leyera la firma de retamoso y el renglón de Auenta. El juez giró el cuaderno hacia la sala. Nadie tosió. Se escuchó lo que no se escucha cuando hay discursos.
Los dedos de un joven apretando el sombrero hasta dejar la marca. Fue el juez el que puso la frase que heló la sala. señaló el recibo, el vaso y la cuchara y dijo, “No hay brindis que pida un polvo.” Nadie aplaudió, nadie se fue. La gente miró la cuchara como si no conociera su oficio. Un tintín seco llegó desde la ventana de la mano de un niño que jugando afuera había chocado dos botellitas de refresco. La sala entera supo que ese sonido se quedaría pegado a la palabra víspera.
El juez ordenó que el cuaderno quedara bajo custodia. No iba a moverse sin firma. Cuando el escribano se acercó a cerrarlo, vio algo que no había visto antes. La esquina del folio del arsenito tenía una marca nueva, un doblez fresco. La idea entró en la sala como gato. Alguien había querido arrancar esa hoja en la noche. El lacre la había detenido.
El juez miró a Retamoso, no para acusarlo, sino porque su cuaderno le había prestado la gravedad que exige una ciudad. Cuando el salón quedó vacío, el juez llamó al comisario, “Mañana temprano, crucen de nuevo los 11 pasos del traspatio. Quiero ver si hay un frasco de menos.” Lo dijo sin dramatismo.
Lo dijo como quien manda a contar vacas. A la mañana siguiente, un frasco faltaba. En la repisa quedaba el piso circular limpio donde solía descansar. Retamozo dijo que lo había roto al limpiar. Su mujer, sin entrar en la conversación, dejó ver una escoba con cerdas húmedas.
El doctor Urdiales tocó el borde de madera, donde había quedado el círculo, y encontró granos grises incrustados en una astilla. El juez no improvisó una metáfora. Dijo, “Esos granos viajan.” Y ordenó guardarlos. El padre Eulogio abrió por fin el libro de difuntos. Empezó a escribir. No había justicia en esa mano. Había registro. Puso los nombres y el día. No puso una hora.
puso la palabra familia, sin apellido, en una línea para las mujeres, otra para los hombres. Miró el margen y no escribió nada allí. Cerró el libro y lo guardó. Más tarde habría que copiar esas líneas al resumen anual. El comisario volvió a preguntar a quiénes habían estado en la cena.
Quedaban pocos que hablaran y Sidoro se atascaba siempre en el mismo tramo después de la palabra brindis. No decía cuántas manos tocaron el cucharón ni cuántos bordes humedeció. decía, “Yo serví y se le cortaba la respiración.” El comisario no empujó, solo volvió a escribir los números ancla en la hoja de arriba para no perderlos en Mystal.
La suma, la trama de papel de aquel expediente tenía su nudo en el cuaderno de botica. Había que protegerlo de manos inquietas y de ojos que quieren creer otra cosa. El juez se llevó el cuaderno a su despacho y lo guardó en un cajón con llave. La llave no durmió en el bolsillo del juez, durmió debajo de una botella de tinta en la misma mesa. El escribano lo supo.
El escribano, sin mala intención, se lo dijo a su primo. Bastó eso para que la noche siguiente alguien moviera el cajón. A la mañana, una hoja faltaba. No era la del arsenito, 7 g víspera a cuenta. Era la hoja de dos semanas atrás donde Baltazar había vendido gotas para la tosa a la familia de enfrente.
La hoja faltaba por error, un ladrón torpe, pero el susto sirvió. El juez guardó el cuaderno en un arconde roble en la sala de evidencias y escribió en el lomo Santa Ana, Navidad. El doctor llevó al laboratorio de la prefectura la cucharada de residuo raspado del mortero y la astilla con granos.
El analista no prometió oráculos. dijo que podía mirar o leer y calentar. Dijo que podía decir compatible con arsenito. Dijo que no tenía aparato para más. El juez firmó una orden. El comisario llevó el paquetito envuelto en dos papeles. Dos frascos que se saludan sonaron cuando el analista puso sobre la placa de metal un botecito con lámina encima.
Era el sonido más educado de todo el expediente. Cada vez que el metal tocó vidrio, una verdad más se ponía derecha. La vecina Domitila, que no quería fama de chismosa, hizo algo que pesa más que cualquier chisme. Trajo a la sala una camisa de hombre de mangas arremangadas con una mancha de polvo atascada en el borde del puño.
Dijo que la encontró en un charco a 11 pasos del pollo de su gallinero. El juez no pidió el nombre, entendió el lenguaje del charco. El doctor miró el puño y raspó con la uña. El polvo se pegó bajo la uña. Lo metió en un sobre. El juez miró a Isidoro y no dijo su nombre. dijo, “Manga remangada, polvo en el borde, 11 pasos del pollo. Los números ya no eran suyos, eran de la sala.” Baltazar.
Retamoso intentó arreglar la vida con una frase. “Yo entrego lo que me piden, el juez dijo, “y apuntas lo que entregas”, señaló otra vez la línea. El Boticario bajó la cabeza. No era cobardía. Era eso que sucede con las palabras cuando se escriben con tinta. Se vuelven ladrillos. La noticia de la hoja arrancada del cuaderno corrió.
Un abogado de Pacotilla ofreció sus servicios a Isidoro. Le dijo, “Sin esa línea no hay camino.” Isidoro le preguntó cuánto costaba. El abogado le dijo un número que no sabía contar. El juez no se enteró del diálogo, pero sospechó que vendrían manos a querer olvidar la víspera. El comisario, de puro cuidadoso, sacó una copia a mano de la línea con su propia letra al margen de un pliego.
Anotó los números que no podían faltar. plegó el pliego y lo guardó dentro del sumario, dentro de una carpeta con una cinta roja. Melchorasto sacristán, que había aguantado duro sin abrir la boca, trajo un dato pequeño pero preciso. Dijo que escuchó romper un frasco pequeño con un golpe seco, no en la cocina, sino en el traspatio.
Él había salido por el agua y en el camino el chasquido le llegó por la pared. Lo dijo con vergüenza. En Santa Ana los sonidos tienen dueño. El juez anotó vidrio roto. No le puso hora, no le puso tarde o noche. No podría probarlo, pero el sonido encajaba con el frasco de menos en la repisa de la botica.
Los objetos, otra vez iban delante de los discursos. A pocos días de cerrar el sumario, el cuaderno de botica volvió a la mesa. El juez lo abrió en el folio. El doblez que había dejado el comisario seguía delatando la hoja buscada. Se leyó por última vez la línea 7 g víspera a cuenta. No había más palabras, no hacían falta.
El cura Eulogio entró con el libro de difuntos y leyó los nombres escritos. Alumbró el papel con una vela, no por oscuridad, sino por respeto. Cerró y besó la tapa. dijo que el bautismo registrado a principios de mes seguía valiendo, aunque la Navidad no lo hubiera alcanzado. El juez entró en teología, cerró el cuaderno. A partir de ahí, el expediente se hizo más de manos que de voces.
El escribano cosió el recibo al folio con dos puntadas finas para que no volviera para andar solo. El cuaderno de botica se quedó bajo la en la caja del juzgado. El vaso, la cuchara y la tapa del tinajón pasaron a un estante alto. A veces los símbolos necesitan altura. Yidoro pidió ver a su hermana. Inés, la trajeron.
Lo miró con la cara de quien no entiende cifras, pero reconoce la forma de una traición. Él no pudo sostener la mirada más de tres respiraciones. El comisario miró al suelo y dibujó en el polvo con la punta de la bota, la cruz de los cuatro clavos y la raya blanca interior. La bota borró su propio dibujo al salir. Pasaron inviernos y sequías que en Cuzco siempre llegan con la misma terca paciencia.
El tinajón se vendió, la casa cambió de manos. La botica de Retamoso cerró después de una tos que ya no cedía ni con jarabes. El cuaderno, por la ley del buzón que se llena y de los estantes que se doblan, viajó al Archivo del Juzgado, cuarto de atrás. Caja de madera con una etiqueta escrita por el último secretario. Sant Anna, 1901.
Domitila se murió tranquila en una cama con la manta recogida hasta el cuello. Su sobrina encontró la papelina engrasada dentro de una biblia de tapas verdes. La llevó al archivo sin saber que esos lugares comen papel. El archivista la pegó a un folio con goma que con los años se hizo negra.
El padre Eulogio se llevó el peso a su tumba sin cambiarse la sotana de Navidad. El libro de difuntos siguió sumando nombres con la misma caligrafía de siempre. Nadie le cambió la cinta. El doctor Urdiales dejó a su hijo un maletín sin frascos. El maletín pesaba menos, pero guardaba la memoria exacta de cada choque de vidrio. El hijo, que no quería seguir la profesión, lo dejó en la estantería de una sala donde nadie conversa ya de polvo ni de gramos.
El juez prudencio Salazar se retiró y dejó en su escritorio la costumbre de alinear tres objetos antes de escuchar. Quien ocupó la mesa después de él cambió el vaso por una taza de café. El sello era el mismo, la pluma era peor. El comisario Pumawa murió con los números aún tirantes en el músculo.
Uno encuentra en los bolsillos de los muertos papeles que dicen más de los vivos. En el suyo, un pliego doblado llevaba otra vez los números ancla donde hacía falta recordarlos. Debajo la frase “Ningún brindis pide un polvo”. Los papeles cruzaron décadas con la lentitud de las cosas que no caminan. Un buen día, una voluntaria de archivo decidió que había que filmarlo todo en una cinta larga para que las letras no se perdieran si la humedad se dignaba a comerlas. Puso la caja Anna 1901 en su mesa.
Sacó el cuaderno, el recibo, la copia del folio, la hoja de domitila, el dictamen y el sumario. La voluntaria escribió un cuadro de fotogramas a lápiz. Cuaderno uno, recibo dos, cuchara tres, tapa cuatro, vaso cinco, papelina seis, dictamen siete, libro de difuntos, ocho. Puso la cinta, encendió el foco, la letra se volvió un negativo que respira.
La ruta factual cierra así, sin adornos y en la mesa, un cuaderno de botica con una línea que dice arsenito, 7 gram, píspera, a cuenta, un recibo con fecha, nombre y la aureola de chicha. 17. Pasos de barro que sostuvieron el brindiz. Tres cucharones que tocaron el tinajón. Una tapa con cuatro clavos y una raya blanca por dentro.
11 pasos del umbral a la mesa medidos en barro, una papelina engrasada con hendidura, una cuchara de hueso con borde blanqueado, un dictamen que señala compatible con arsenito y un libro de difuntos que escribió la Navidad sin necesitar adjetivos. Si los de la casa vieron a Isidoro ir y venir tres veces con el cántaro y nadie le quitó el papel del chaleco, ¿cómo esperan dormir cuando la cifra 7 g les caiga de nuevo en la lengua? Si el cuaderno decía víspera y el recibo dormía en su bolsillo al amanecer, ¿por qué hubo que oír más de una vez el mismo eco de vidrio para entender que no era música de fiesta? En el microfilm, el
fotograma del recibo sale con su aureo la parda, la esquina mordida y el trazo de víspera temblando como pulso. El del cuaderno, en cambio, se blanquea justo en la línea de Arsenito, siete gemá y al volver a pasar el carrete se ve en el grano una raya pálida que coincide con el pliegue que el comisario dejó en el folio.
El último frame muestra el lomo de la caja Santana, 1900 strong con una etiqueta nueva, color mostaza cuando debió ser azul y una nota mecanografiada al margen con una palabra que moja la boca indeterminada, mientras en la luz de pisor queda una curva blanquecina como borde de vaso, una vibración de vidrio suspendida en el grano. M.
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