La foto muestra tres sonrisas bajo globos de colores. Una abuela con refresco en mano. Dos niños cansados del festejo. Banqueta de Ecatepec. Luz tibia de sábado, nada fuera de lugar. 58 horas después, un helicóptero sobrevuela una brecha donde el lodo apenas deja pasar las camionetas.

Entre la maleza, un tambo oxidado guarda lo que nadie quería encontrar. pedazos de esos mismos globos enrollados, embarrados, mudos. La pregunta no es qué pasó en el camino de regreso. La pregunta es por qué alguien se desvió hacia donde no había regreso. Doña Alicia Romero lleva 30 años viviendo en jardines de Morelos. Los vecinos le dicen Licha.

A sus 62 vende gelatinas de cajita en la esquina los fines de semana y hace mandados cuando alguien necesita. No tiene carro, usa combi, a veces mototaxis y carga bolsas pesadas. Ese sábado 16 de marzo de 2019, Licha no cargaba bolsas, cargaba dos nietos y la sensación de haber comido demasiado pastel. El cumpleaños era en Ciudad Azteca, en casa de su hermana.

Dani, de 9 años, había correteado toda la tarde con los primos. Maya, de seis se quedó pegada a la abuela con su chamarra rosa que ya le quedaba corta de las mangas. Cuando empezó a oscurecer, Licha avisó que ya era hora. La mamá de los niños trabajaba turno doble ese fin de semana en una tienda departamental. El papá andaba en otro lado. Licha era quien los cuidaba.

Salieron cerca de las 7:30 de la noche. La hermana les dio una Coca-Cola de 600 ml para el camino. Los niños querían llevarse los globos. Dani agarró dos, uno azul y uno naranja, ambos metálicos. Maya eligió uno plateado que brillaba con las luces de la calle. Las cintas eran largas, del tipo que se enredan fácil.

En la banqueta, frente a una papelería con letrero de recargas, la tía les tomó una foto. Licha en medio, sueter beige, tejido, los niños a los costados con los globos flotando arriba. Un mototaxi verde pasó de largo. Detrás se veía un muro grafiteado y la tarde cayendo despacio. Nadie pensó que esa imagen iba a circular 48 horas después en todos los grupos de Facebook de la zona.

Caminaron tres cuadras hacia la base de combis. Licha conocía la ruta de memoria, avenida central, tomar el mejibús o una combi que bajara hasta jardines. 20 minutos, máximo media hora, si había tráfico. Los niños iban callados, ya cansados. Dani dejó que el globo naranja se le escapara a medio camino. No lloró.

Maya apretó más fuerte la cinta del suyo. Antes de llegar a la base, Licha entró a una tienda. Comprós paletas y una botella de agua. La Cámara de Seguridad del Negocio registró. Ella pagando en el mostrador, los niños esperando junto a un exhibidor de dulces. Los globos se veían claros en la grabación.

El azul ya estaba algo desinflado. El plateado todavía flotaba alto. Eran las 7:42 de la noche. Salieron de la tienda y doblaron a la izquierda. Ahí empezaba un tramo sin alumbrado. A un lado había un terreno valdío cercado con malla rota. Del otro una barda larga con un portón de lámina. Ese pedazo de calle siempre estaba oscuro.

Los vecinos se quejaban, pero nunca pusieron los postes. Un hombre que vive cerca declaró después que escuchó el frenazo de una camioneta, luego el ruido de una puerta corrediza cerrándose rápido, una voz grave que dijo, “Apúrale.” No vio placas, no vio color exacto.

Cuando salió a la calle ya no había nadie, solo una cinta de globo tirada junto a la banqueta. todavía meciéndose con el viento. Lichan nunca llegó a la base de combis. Los niños tampoco. El teléfono de la abuela estaba apagado desde las 8 de la noche. A esa hora, en la casa de jardines de Morelos, nadie sabía que algo andaba mal. La hija de Licha supuso que se habían quedado a dormir con la tía. No era raro.

Los domingos en la mañana, cuando tampoco contestaban, empezó a preocuparse. Pero ya para entonces habían pasado 12 horas y en 12 horas tres personas pueden desaparecer muy lejos de donde alguien las busque. El domingo 17 por la mañana la hija de Licha marcó cinco veces al celular de su mamá. Las cinco fueron directo al buzón. Mandó mensajes. Nada.

llamó a su tía, la del cumpleaños. La tía le dijo que se habían ido la noche anterior como a las 7:30 caminando hacia las compis. Ahí fue cuando el estómago le dio un vuelco. Primero pensó en un asalto, luego en un accidente, después dejó de pensar y empezó a moverse. Llamó al papá de los niños, le marcó a las vecinas de su mamá, publicó en los grupos de Facebook de Ecatepec.

Ayúdenme a encontrar a mi mamá y a mis hijos. Última vez vista ayer en la noche, Ciudad Azteca. Subió la foto de la banqueta, la de los globos. En dos horas tuvo 400 comentarios. A mediodía, un grupo de vecinos se organizó para peinar la zona.

Salieron con lámparas, silvatos, un par de perros que alguien ofreció. Revisaron el baldío de la malla rota. Caminaron las orillas del canal de riego. Subieron a azoteas para ver si había algo tirado en los techos. Encontraron una cinta de globo embarrada en un charco, pero nadie pudo confirmar si era de los que llevaban los niños. El papá de Dani y Maya llegó en la tarde. No dijo mucho. Tenía los ojos rojos.

Se sumó a la búsqueda sin quitarse la chamarra, aunque hacía calor. Preguntaron en las bases de mototaxis, en las tiendas. en los puestos de tacos. Nadie recordaba haber visto a una señora con dos niños. O quizás sí, pero no estaban seguros. Los sábados hay mucha gente en la calle. Uno de los mototaxistas dijo algo que les llamó la atención.

Comentó que por las noches, en ese tramo oscuro del baldío, a veces se paraban combis y camionetas que no eran de rutas conocidas. Urbans blancas, algunas sin logotipo, transporte pirata que cobraba más barato y no pedía datos. Gente subía porque les quedaba de paso, pero nadie sabía quién manejaba ni a dónde iban después. La hija de Licha no esperó más.

El lunes 18 en la mañana fue directo a la Fiscalía General de Justicia del Estado de México, oficinas de Ecatepec. Llevó copias de identificaciones, la foto de la banqueta, capturas de pantalla de las últimas conversaciones con su mamá, le abrieron carpeta de investigación, le pidieron paciencia, le dijeron que iban a solicitar los videos del C5, las cámaras de la zona.

Protección Civil de Ecatepec difundió un oficio de localización con las tres fotografías. Policía Municipal hizo lo mismo en sus redes. Los comentarios se multiplicaron. Algunos decían haber visto a una señora con niños subiendo a una combi en otra colonia. Otros juraban que los habían visto en Coacalco. Nada coincidía. Cada pista llevaba a otra calle vacía. Mientras tanto, el tiempo seguía corriendo. Ya eran 36 horas.

Los investigadores le explicaron a la familia que las primeras 72 horas eran críticas. Después de eso, las probabilidades cambiaban. No dijeron de qué manera. No hacía falta. El lunes en la tarde, alguien llamó de forma anónima a la línea de emergencias. No dejó nombre. Dijo que había visto una urban blanca entrando de noche por una brecha entre Tecamac y San Lucas Jolocks, que le pareció raro porque no es zona de paso, que las llantas levantaban lodo, que la camioneta traía las luces apagadas. Colgó antes de que le preguntaran más.

Esa llamada llegó a oídos de protección civil de Tecamac. Coordinaron con policía municipal. Revisaron el mapa. La brecha que describía el anónimo era de terracería, usada por tractores y camionetas de carga, rodeada de parcelas y tiraderos clandestinos.

Muy poca gente pasaba por ahí, salvo los que conocían el terreno. Era un buen lugar para esconder algo o para que algo no fuera encontrado. Planearon un operativo para el día siguiente. Voluntarios, binomios caninos, personal de ambos municipios, checaron el pronóstico del clima. Había llovido el domingo por la noche. El terreno estaría lodoso, pero transitable.

Avisaron a la familia que iban a hacer un barrido. No prometieron nada, solo dijeron que iban a buscar. La mamá de los niños no durmió esa noche. Se quedó viendo el celular, actualizando las publicaciones, esperando que alguien dijera algo distinto, algo que sirviera. Afuera, Ecatepec seguía encendido, ruidoso, indiferente.

Y en algún lugar entre el asfalto y la tierra, tres personas llevaban 58 horas. sin que nadie supiera dónde. Si esta historia te está impactando, no olvides suscribirte al canal para conocer el desenlace completo de este caso y otros más. El martes 19 amaneció gris.

No llovía, pero el cielo tenía ese color de cuando va a caer agua en cualquier momento. El equipo se reunió a las 7 de la mañana en un punto de la carretera Lechería Texcoco, cerca de la desviación hacia Tecamac. Había tres pickups de protección civil, dos patrullas de policía municipal, una camioneta de fiscalía con dos peritos y un grupo de 12 voluntarios que llevaban palos, guantes y bolsas.

El coordinador del operativo desplegó un mapa sobre el cofre de una camioneta. Marcó con plumón rojo la brecha que había señalado la llamada anónima. Trazó un perímetro de búsqueda en forma de peine. Cada cuadrilla iba a avanzar en línea recta. Separados por 3 m. Si alguien encontraba algo, levantaba la mano y se detenían todos. Nada de tocar, nada de mover.

Primero avisar. Les dieron chalecos reflejantes naranjas. Les explicaron que no era zona peligrosa, pero sí aislada, que había zanjas y basura enterrada, que movieran la maleza con cuidado. El papá de los niños preguntó si podía ir con ellos. Le dijeron que sí, pero que tenía que quedarse con uno de los grupos, no adelantarse. Él solo asintió.

Traía puestos los mismos tenis con los que había caminado toda la búsqueda del domingo. Ya estaban embarrados hasta las acujetas. Entraron a la brecha cerca de las 8. El camino era angosto, con huellas de llanta marcadas en el lodo seco. A los lados crecía pasto alto, nopales, arbustos sin flores.

Había pedazos de llantas viejas, botellas de plástico, un colchón podrido tirado junto a un poste caído. Más adelante se veía una cerca de alambre y detrás unas cuantas casas de block sin pintar. Avanzaron despacio. Los perros iban adelante jalando las correas, olfateando el suelo. Uno de ellos se detuvo junto a un montón de ramas secas.

El guía revisó. No había nada. Siguieron. El sol empezó a calentar. Algunos se quitaron las chamarras. El ruido era solo el de las botas contra la tierra y el jadeo de los animales. A 200 m del camino principal, uno de los voluntarios levantó la mano. Todos se detuvieron. El coordinador se acercó.

El hombre señalaba hacia un punto entre la maleza, casi escondido por un nopal grande. Ahí había uno de metal azul oxidado con una lona negra encima amarrada con piedras. El tambo estaba de lado, como si alguien lo hubiera empujado y dejado caer. El coordinador llamó a los peritos por radio. Les pidió a los demás que se alejaran 5 metros y formaran un círculo. Nadie hablaba.

Algunos se pusieron los guantes sin que se los pidieran. Otros solo miraban el tambo tratando de calcular qué tan grande era, qué podía caber adentro. Los peritos llegaron en 10 minutos. Uno de ellos tomó fotografías desde varios ángulos. El otro empezó a levantar las piedras con cuidado, una por una. Quitó la lona. Debajo la tapa del tambo estaba floja.

La levantó despacio con las dos manos. Adentro había una bolsa de plástico negra de esas de basura gruesas anudada en la parte de arriba. Nadie se movió. El perito sacó unas tijeras y cortó el nudo. Abrió la bolsa sin meter las manos. Con una vara de metal fue separando lo que había dentro.

Primero salió una maraña de cintas largas de las que se usan para amarrar globos. Estaban embarradas de lodo seco con restos de hojas pegadas. Después aparecieron pedazos de globos metálicos arrugados, uno azul, uno naranja, uno plateado. El papá de los niños se acercó dos pasos. Uno de los policías lo detuvo del brazo, pero él ya había visto, ya sabía.

Se quedó parado ahí, con los brazos caídos, respirando por la boca. No dijo nada, no gritó, solo se dio la vuelta y caminó hacia las camionetas. El perito siguió revisando. Dentro de la bolsa también había dos tickets de papel térmico del tipo que dan en las tiendas Oxo o Seven. Estaban arrugados, pero se podía leer la fecha.

16 de marzo 2019. La hora 19:43, el lugar Ciudad Azteca. Los mismos tickets que la Cámara de Seguridad había registrado cuando Licha compró las paletas y el agua. Alrededor del tambo, los peritos empezaron a marcar huellas. Huellas de llanta recientes, más anchas que las de un carro normal, pisadas de botas, manchas oscuras en la tierra que parecían de aceite, fibras de algo sintético, quizá de nylon enredadas en una rama. Pusieron números amarillos junto a cada cosa.

Tomaron más fotos, llamaron para que llevaran bolsas de evidencia. El coordinador pidió que extendieran el perímetro, otros 100 m en todas direcciones, que siguieran buscando ahora con más cuidado. El helicóptero que habían solicitado como apoyo llegó cerca de las 10 de la mañana. Desde arriba el operativo se veía como un punto blanco rodeado de verde, las camionetas estacionadas en línea, la cinta amarilla que ya habían empezado a desenrollar, las siluetas de la gente caminando lento, agachándose, levantándose. La noticia llegó a la familia antes del mediodía. No les dijeron todo, solo que

habían encontrado objetos de interés que necesitaban que alguien fuera a confirmar. La mamá de los niños subió a una patrulla sin preguntar más. Durante el camino miró por la ventana, las manos apretadas sobre las rodillas.

Cuando llegaron a la brecha, vio el toldo blanco que habían montado como puesto de mando. Vio la cinta amarilla, vio el helicóptero alejándose hacia el norte. Entonces entendió que ya no estaban buscando personas, estaban buscando pistas de lo que les había pasado. La mamá de los niños bajó de la patrulla con las piernas temblando. Un agente de protección civil se acercó y le pidió que esperara bajo el toldo. Le ofreció agua.

Ella no la tomó, solo preguntó si podía ver lo que habían encontrado. El agente le dijo que primero tenía que hablar con el perito, que era protocolo. Ella asintió. pero no dejó de mirar hacia dónde estaba la cinta amarilla. El perito salió de la zona acordonada después de 20 minutos. Traía puestos guantes de látex y una libreta en la mano. Se quitó el cubrebocas antes de hablar.

le explicó que habían localizado objetos personales que podrían pertenecer a su mamá y a sus hijos, que necesitaban confirmación visual, que no iban a mostrarle todo, solo fotografías de los artículos más reconocibles. Le enseñó la pantalla de una tablet. Ahí estaban las imágenes, los globos metálicos arrugados, las cintas embarradas, los tickets con la fecha y hora. Ella se tapó la boca con las dos manos.

Respiró hondo tres veces antes de poder hablar. Dijo que sí, que esos eran los globos, que Dani había elegido el azul y el naranja, que Maya no soltó el plateado en todo el camino, que su mamá siempre guardaba los tickets en la bolsa del suéter. El perito anotó todo. Le preguntó si recordaba algún otro detalle, ropa que llevaran, algo que cargaran. Ella mencionó la Coca-Cola de 600 ml.

La chamarra rosa de Maya, los tenis de Dani, que eran negros con franjas blancas, el suéter beige de su mamá, el mismo que traía en la foto. El perito siguió escribiendo. Le dijeron que iban a continuar con el rastreo, que si encontraban algo más le iban a avisar de inmediato, que por ahora lo mejor era que regresara a casa, que descansara, que mantuviera el teléfono prendido. Ella preguntó si creían que seguían vivos.

El perito no respondió directo, solo dijo que estaban trabajando en todas las líneas posibles, que no descartaban nada. Cuando ella se fue, el equipo siguió peinando la zona. Revisaron debajo de piedras, dentro de bolsas de basura tiradas, detrás de arbustos.

Uno de los perros se puso nervioso cerca de una zanja con agua estancada. El guía lo dejó olfatear. El perro rascó la tierra, pero no marcó nada. siguieron adelante. A media tarde encontraron otro objeto. Estaba a unos 50 m del tambo, medio enterrado en el lodo. Era un pedazo de tela rosa desgarrado del tamaño de una mano.

Tenía costuras en los bordes como de una chamarra o sudadera. Lo metieron en una bolsa de evidencia. Lo fotografiaron junto a una regla para escala. Anotaron las coordenadas exactas. Más adelante, cerca de una brecha secundaria que se desviaba hacia un terreno con nopales, hallaron marcas de frenado. Las llantas habían dejado surcos profundos en el lodo, como si alguien hubiera acelerado de golpe o frenado en seco.

Los peritos tomaron moldes de las huellas, midieron el ancho, calcularon que era un vehículo tipo camioneta o van, no un auto compacto. Para las 5 de la tarde, el sol empezaba a bajar. y la luz ya no era buena. El coordinador decidió suspender el operativo por ese día. Dejaron marcas en los puntos clave. Acordonaron un área más grande con cinta.

Dos patrullas se quedaron montando guardia durante la noche. No querían que alguien llegara a contaminar la escena o a llevarse algo. De regreso en Ecatepec, la noticia ya había explotado en redes. Los vecinos compartían las fotos del operativo, las tomas del helicóptero, los comentarios se dividían entre los que pedían justicia y los que especulaban.

Algunos decían que había sido un secuestro que salió mal. Otros hablaban de trata. de venganza, de un ajuste por deudas. Nadie tenía pruebas, todos tenían teorías. La fiscalía emitió un comunicado esa noche. Confirmaba que se había localizado evidencia relacionada con la desaparición de Alicia Romero y sus dos nietos, que la investigación seguía abierta, que se estaban analizando las muestras, que solicitaban a la ciudadanía cualquier información sobre vehículos sospechosos vistos en la zona de Ciudad Azteca la noche del sábado 16. La línea de denuncias anónimas recibió

17 llamadas esa misma noche. Tres mencionaban una urban blanca sin placas. Dos hablaban de una camioneta gris con los vidrios polarizados. Una decía haber visto a un hombre cargando bultos en una brecha, pero no recordaba cuándo ni dónde exactamente. Otra juraba que había escuchado gritos cerca del canal, pero eso había sido el viernes, no el sábado.

Cada llamada se registró. Cada dato se cruzó con los demás. Los investigadores armaban el rompecabezas pieza por pieza, pero todavía faltaban muchas y el tiempo seguía avanzando. Ya habían pasado 72 horas desde la desaparición, el plazo que todos mencionaban, el que marcaba la diferencia entre encontrar a alguien vivo o encontrar otra cosa.

El miércoles 20 por la mañana, el equipo regresó a la brecha. Esta vez llevaban más personal. Habían sumado elementos de la policía de investigación y un especialista en rastreo de fiscalía. También trajeron un dron para tomar imágenes aéreas de alta resolución. Querían mapear cada metro del terreno, identificar puntos que desde el suelo no se veían.

El dron despegó a las 8:30. sobrevoló la zona en cuadrícula grabando todo. Las imágenes se transmitían en tiempo real a una laptop bajo el toldo. El especialista iba señalando áreas de interés, caminos secundarios, montículos irregulares, cambios en la vegetación que podían indicar tierra removida. Marcaron seis puntos para revisar a pie.

Mientras tanto, los peritos seguían procesando lo que habían encontrado el día anterior. Las fibras de nylon se mandaron a laboratorio para análisis. Los moldes de las llantas se compararon con bases de datos de vehículos comunes en la zona. El pedazo de tela rosa se cotejó con la descripción de la chamarra de malla. Coincidía en color y tipo de costura.

Uno de los puntos que marcó el dron llamó la atención. Estaba a unos 300 m del tambo en dirección opuesta al camino principal. Ahí el terreno bajaba un poco y formaba una ondonada natural. Había menos vegetación. La tierra se veía más oscura, como si hubiera estado húmeda por más tiempo. Decidieron empezar por ahí. Llegaron al lugar cerca de las 10.

formaron el mismo perímetro de búsqueda. Los perros iban adelante. Uno de ellos, un pastor alemán, empezó a ladrar y a escarvar junto a un matorral seco. El guía lo detuvo, llamó al perito. Se acercaron con palas y rastrillos, quitaron la capa superior de tierra. A unos 20 cm de profundidad encontraron más pedazos de tela.

fragmentos pequeños, algunos con lodo incrustado, otros medio quemados en las orillas. También apareció un pedazo de plástico transparente del tipo que se usa para envolver cosas. Tenía residuos pegados que parecían orgánicos, pero no se podía confirmar sin laboratorio. Siguieron cabando con cuidado. A medio metro hallaron algo más sólido. Era un tenis negro con franjas blancas.

Talla infantil. El perito lo levantó con pinzas, le tomó fotos desde todos los ángulos, lo metió en una bolsa. Uno de los agentes volteó a ver al coordinador. Nadie dijo nada, pero todos entendieron. Extendieron la excavación en círculo. Removieron otros 50 cm de tierra.

Encontraron una playera azul enrollada, sucia, con manchas oscuras que podrían ser lodo o algo más. Un pedazo de cinta gris de las que se usan para empacar, un broche de plástico de los que traen algunas chamarras infantiles. Todo se documentó, todo se embaló. A las 12 del día suspendieron la excavación, no porque hubieran terminado, sino porque necesitaban equipo más especializado. Llamaron a un antropólogo forense.

Pidieron georadar para escanear el subsuelo sin tener que seguir cabando a ciegas. acordonaron el área completa y pusieron vigilancia permanente. La familia se enteró a media tarde. Esta vez no los llevaron al lugar, solo les informaron por teléfono. Les dijeron que habían localizado más objetos que estaban en proceso de identificación que en cuanto tuvieran resultados de laboratorio les iban a notificar oficialmente.

La mamá de los niños preguntó si ya sabían dónde estaban. La respuesta fue un silencio largo, seguido de un todavía estamos trabajando en eso. Esa tarde el caso llegó a los noticieros locales. Televisoras de la Ciudad de México mandaron unidades móviles a Tecamac. Reporteros intentaron entrar a la brecha, pero la policía no los dejó pasar. Se quedaron grabando desde la entrada. Entrevistaron a vecinos.

Algunos dijeron que siempre habían visto movimiento raro por esa zona. que en las noches pasaban camionetas sin luces, que tiraban basura, a veces animales muertos, que nadie se metía porque no era seguro. Un hombre mayor que tenía una parcela cerca comentó que el sábado en la noche había escuchado un motor acelerando fuerte, que le pareció raro porque no era hora de que pasaran tractores, que vio luces alejándose rápido por la brecha, pero no alcanzó a ver qué tipo de vehículo era.

que al día siguiente, cuando fue a revisar sus nopales, notó huellas frescas en el camino que no le dio importancia hasta que vio el operativo. Mientras los reporteros hacían su trabajo, adentro de la zona acordonada, los investigadores seguían revisando cada centímetro. Levantaron muestras de tierra de cinco puntos distintos.

Buscaron indicios de combustible, de acelerantes, de cualquier químico que pudiera dar una pista. documentaron cada piedra fuera de lugar, cada rama rota, cada irregularidad en el suelo. El antropólogo forense llegó al caer la tarde, revisó la ondonada con una linterna de luz ultravioleta. En algunas zonas detectó fluorescencia, lo que podía indicar fluidos biológicos.

Marcó esos puntos con banderines naranjas. explicó que al día siguiente iban a hacer excavaciones controladas en esas áreas específicas, que el georadar llegaría en la mañana, que era importante no precipitarse. Para cuando terminó el día, el sol ya se había ocultado detrás de las montañas. Las sombras cubrían la brecha completa.

Las camionetas encendieron las torretas para iluminar la zona. Desde lejos, el lugar parecía un set de filmación. Luces brillantes en medio de la oscuridad, siluetas moviéndose despacio, cinta amarilla ondeando con el viento y en algún lugar entre toda esa tierra removida, las respuestas que tres familias llevaban 4 días esperando. El jueves 21 llegó el georadar.

Era un equipo portátil que se empujaba como una podadora con una pantalla lateral que mostraba el escaneo del subsuelo en tiempo real. El técnico explicó que el aparato detectaba cambios en la densidad de la tierra. Si había algo enterrado, cavidades, objetos grandes, el radar lo iba a marcar. Empezaron por la ondonada. El técnico caminó despacio en líneas paralelas cubriendo un área de 20 por 20 m.

En la pantalla aparecían manchas oscuras y claras. La mayoría eran piedras, raíces, desniveles naturales. Pero en tres puntos las lecturas fueron distintas. Ahí la densidad cambiaba de forma abrupta, como si hubiera espacios vacíos o como si la Tierra hubiera sido movida y vuelta a compactar. Marcaron esos tres puntos con estacas rojas.

El antropólogo forense decidió que iban a excavar uno por uno con palas de mano y brochas. Nada de maquinaria. El primero estaba a unos 10 met del lugar donde habían encontrado el tenis. Empezaron a las 9 de la mañana, quitaron la primera capa de tierra despacio. A los 30 cm apareció un plástico negro arrugado del tipo que se usa para forrar cosas. Estaba parcialmente quemado en los bordes.

Debajo había restos de lo que parecía ser una bolsa de lona desgarrada en varios pedazos. Al seguir excavando, encontraron un cinturón infantil todavía con la evilla puesta. Más abajo, fragmentos de otro globo, este casi desintegrado por la humedad. El segundo punto estaba a 15 m hacia el norte. Ahí el georadar había mostrado una anomalía más grande. Cuando empezaron a acabar, la tierra estaba más suelta. Olía distinto.

Uno de los peritos se puso el cubrebocas sin que se lo pidieran. A los 40 cm hallaron una sudadera arrugada de talla adulta con manchas oscuras que se extendían por el frente. Junto a ella, un zapato de mujer de los que se usan para estar en casa. Color café, suela gastada.

La mamá de los niños había descrito que su mamá llevaba zapatos así, cafés cómodos con agujetas flojas. El perito fotografió el zapato desde arriba de lado con una regla al lado para medir. Lo levantó con cuidado y lo puso dentro de una caja de cartón. Después siguió excavando. No encontraron más ropa en ese punto, pero sí algo que llamó la atención.

A unos 60 cm de profundidad apareció un teléfono celular. Estaba apagado con la batería hinchada por la humedad. La carcasa era rosa con blanco del tipo genérico que se vende en tianguis. El perito lo embaló en una bolsa especial para electrónicos. Lo marcaron como evidencia prioritaria.

Si lograban prenderlo o extraer la memoria, podrían saber llamadas, mensajes, ubicaciones. El tercer punto quedaba más alejado, casi en el límite del área que habían acordonado. El georadar había marcado algo superficial ahí, a no más de 20 cm. Cuando empezaron a retirar tierra, uno de los peritos se detuvo, levantó la mano, los demás se acercaron.

Ahí, medio enterrado entre piedras pequeñas, había un objeto metálico. Era un broche de los que se usan para cerrar bolsas o mochilas. Tenía grabado un dibujo infantil, una caricatura de un gato sonriente. La nieta de Licha, Maya, llevaba una mochila pequeña con ese tipo de broches. Su mamá lo había mencionado en la denuncia.

Nunca apareció la mochila completa, pero ese broche era inconfundible. Para media tarde ya habían excavado los tres puntos. En total recuperaron 16 objetos: ropa, accesorios, pedazos de plástico, el celular, restos de los globos. Todo se documentó con fotografías, videos, croquis dibujados a mano.

Cada pieza se guardó en bolsas separadas, etiquetadas con fecha, hora, coordenadas y nombre del perito responsable, pero no encontraron lo que la familia temía y al mismo tiempo esperaba. No había cuerpos, no había restos óseos, no había nada que confirmara de manera definitiva qué les había pasado a Licha, a Dani y a Maya.

Después de subir a esa camioneta en Ciudad Azteca, el coordinador del operativo reunió al equipo bajo el toldo. Les explicó que iban a ampliar la búsqueda otros 200 m en todas direcciones, que iban a revisar brechas secundarias, zanjas, terrenos abandonados, que el georradar iba a seguir escaneando, que no iban a parar hasta tener respuestas.

Mientras tanto, en las oficinas de la fiscalía, los investigadores comenzaron a armar la línea de tiempo con los objetos recuperados. Los globos y las cintas confirmaban que Licha y los niños habían estado en esa zona. El celular podía dar información sobre movimientos, contactos, quizá hasta ubicación si la batería había durado lo suficiente antes de apagarse.

Las prendas de vestir mostraban signos de haber sido ocultadas con prisa. Algunas quemadas parcialmente, otras simplemente enterradas. La hipótesis que tomaba más fuerza era la de una privación de libertad que había salido mal. Alguien los había subido a un vehículo, quizá con engaños, quizá a la fuerza, los había llevado a esa brecha apartada.

Algo había pasado ahí y después quien fuera responsable había intentado borrar las pruebas, pero lo había hecho mal. con prisa, dejando rastros. La pregunta ahora no era solo qué había pasado, era dónde estaban. Si los objetos estaban enterrados en esa zona, ¿por qué no había más? ¿Los habían trasladado a otro lugar? ¿Seguían en algún punto de esa brecha que todavía no habían revisado o los habían sacado de Teekom por completo? Esa noche, el papá de los niños dio una entrevista breve a un reportero que llevaba tres días esperando afuera de su casa. Habló con voz quebrada, sin mirar directo a la

cámara. dijo que solo quería saber la verdad, que no le importaba cuánto tiempo tomara, que necesitaba respuestas para poder dormir, que sus hijos merecían justicia, que Licha merecía justicia, que alguien en algún lugar sabía qué había pasado y que si estaba viendo esto, que hablara, que no iba a haber paz hasta que la verdad saliera. El video se volvió viral en pocas horas.

Se compartió en grupos de todo el Estado de México. Los comentarios se llenaron de mensajes de apoyo, pero también de rabia. La gente pedía resultados, exigía que los responsables aparecieran. Algunos organizaron una marcha para el sábado, exactamente una semana después de la desaparición. Iban a caminar desde Ciudad Azteca hasta la brecha de Tecamac con pancartas, con fotos, con veladoras.

Pero en las oficinas de la fiscalía, los investigadores sabían que las marchas no iban a resolver el caso. Solo el trabajo metódico, lento, doloroso, iba a dar resultados y ese trabajo apenas comenzaba. El viernes 22, el equipo forense logró encender el celular que habían encontrado. No fue fácil. tuvieron que cambiar la batería y secar los contactos internos con aire comprimido.

Cuando finalmente la pantalla prendió, apareció el fondo de bloqueo, una foto de Licha con los dos niños en una feria. Todos sonriendo, algodones de azúcar en las manos. El teléfono tenía contraseña, pero el técnico pudo extraer datos sin desbloquear el sistema completo. Recuperó el registro de llamadas, los mensajes de texto y lo más importante, el historial de ubicaciones.

La última posición registrada fue el sábado 16 a las 8:4 de la noche. Las coordenadas marcaban un punto a menos de 100 m de donde habían encontrado el tambo. Eso confirmaba que Licha había llegado viva a esa brecha. El teléfono siguió encendido al menos hasta las 8. Después perdió señal o se apagó. No había más registros. Las últimas llamadas eran del mediodía de ese mismo sábado.

Dos a su hija, una a su hermana. Los mensajes también eran del mediodía. Nada inusual, nada que indicara peligro. Los investigadores revisaron las llamadas entrantes posteriores. Desde las 9 de la noche del sábado hasta el domingo en la tarde, el celular recibió 43 intentos de llamada, todos de su hija. Los mensajes de WhatsApp mostraban desesperación creciente.

“Ma, ¿dónde estás? Contéstame, por favor. Ya me preocupé.” El teléfono nunca respondió. Con esa información, la fiscalía solicitó a las compañías telefónicas los registros de antenas. Querían saber si otros celulares habían estado en esa misma zona durante ese horario. La respuesta llegó dos días después.

Había tres números que habían dado señal cerca de esas coordenadas entre las 8 y las 9 de la noche del sábado. Uno era el de Licha, los otros dos eran de prepago sin registro de usuario. Intentaron rastrear esos números. Uno estaba apagado desde el domingo. El otro se había usado por última vez el martes en Tultitlán, a más de 20 km de distancia. Ambos números habían hecho llamadas breves a otros teléfonos de prepago durante esa semana.

Una red pequeña cerrada, nada que llevara a nombres reales. Mientras los técnicos seguían esa línea, el equipo en terreno continuaba con las excavaciones. El georadar había marcado dos anomalías más, ambas cerca del límite norte del área.

En la primera encontraron un bidón de plástico vacío de los que se usan para almacenar agua o gasolina. Tenía residuos líquidos en el fondo que mandaron a analizar. En la segunda hallaron más pedazos de tela quemada y restos de cinta adhesiva gris. El patrón era claro. Alguien había intentado destruir evidencia, quemar ropa, enterrar objetos, dispersar los restos en varios puntos, pero lo había hecho con prisa o sin experiencia.

No había cabado lo suficientemente profundo, no había quemado todo por completo, había dejado rastros por todas partes. El sábado 23, exactamente una semana después de la desaparición, se realizó la marcha. Salieron de la base de combis en Ciudad Azteca, el mismo punto donde Licha y los niños habían caminado por última vez.

Eran unas 200 personas. Llevaban carteles con las fotos de los tres. Gritaban consignas, exigían justicia. La familia iba al frente. La hija de Licha caminaba con los ojos ocultos detrás de lentes oscuros. El papá de los niños llevaba una playera blanca con las caras de Dani y Maya impresas.

Algunos vecinos cargaban veladoras apagadas esperando llegar a la brecha para encenderlas. Otros llevaban flores, caminaron por avenida central, cruzaron hacia Tecamac, siguieron por la carretera hasta llegar a la desviación de la brecha. Ahí los esperaban elementos de policía municipal. Les explicaron que no podían entrar porque seguía siendo zona de investigación, que podían quedarse en la entrada pero no pasar la cinta. Se quedaron ahí, formaron un semicírculo.

Alguien puso una bocina portátil. Leyeron los nombres en voz alta. Pidieron un minuto de silencio. El viento movía las pancartas. A lo lejos se veía el toldo del puesto de mando todavía montado. Las camionetas estacionadas, la cinta amarilla ondulando. Después del acto, algunos marchantes se acercaron a los reporteros.

Hablaron de inseguridad, de transporte irregular, de autoridades que no hacían nada hasta que pasaban estas cosas. Una mujer contó que ella también había tenido problemas con combis piratas, que una vez la quisieron llevar por otro camino, que se bajó a mitad del trayecto y caminó de regreso, que tuvo suerte, que pudo haber sido ella.

Mientras la marcha se disolvía, los investigadores seguían trabajando. Habían enviado las muestras de tierra a tres laboratorios distintos. Querían resultados cruzados. Querían estar seguros. Las fibras, los residuos líquidos, las manchas en la ropa, todo estaba en proceso de análisis. Los resultados iban a tardar entre 10 y 15 días. Para entonces el caso ya era nacional.

Medios de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey habían replicado la historia. Programas de investigación criminal solicitaron entrevistas con la familia. Activistas de desaparecidos ofrecieron apoyo. Colectivos de búsqueda propusieron sumarse con perros y equipo. La fiscalía agradeció, pero pidió que los dejaran trabajar.

Demasiada gente en la escena podía contaminar evidencia. El domingo 24, los investigadores tuvieron una reunión de evaluación. Repasaron todo lo que tenían hasta ese momento. Los objetos recuperados, las coordenadas del celular, los números de prepago, las huellas de llanta, los testimonios de vecinos, trazaron líneas en un pizarrón, conectaron puntos.

La hipótesis seguía siendo privación de libertad, probablemente oportunista. Alguien que operaba en esa zona conocía las brechas, sabía dónde esconder cosas, quizá ligado al transporte irregular, quizá con antecedentes. El perfil era de alguien local, con movilidad, sin planificación sofisticada, un crimen torpe, violento, improvisado, pero seguía faltando lo más importante, los cuerpos.

Sin ellos, el caso podía estancarse, podía convertirse en uno más de los miles de expedientes abiertos, sin resolver, archivados en algún estante de la fiscalía. Y eso era lo que la familia más temía, no el dolor de saber, sino la agonía de nunca saberlo. La primera semana de abril, los resultados de laboratorio empezaron a llegar.

Las fibras encontradas en la brecha coincidían con el tipo de tela de la chamarra de malla. y la playera de Dani. Las manchas en la sudadera adulta dieron positivo para compuestos orgánicos, pero el análisis específico no fue concluyente debido a la degradación por humedad. Los residuos del bidón contenían rastros de disolvente mezclado con aceite de motor.

El dato más relevante vino del análisis de suelo. En tres de los cinco puntos excavados detectaron indicios de fosfatos elevados, un marcador que puede asociarse con descomposición orgánica, pero los niveles no eran lo suficientemente altos para confirmar presencia de restos humanos. Podían ser de animales, de basura orgánica tirada ahí o simplemente del terreno natural.

Con esa información, la fiscalía tomó una decisión. Iban a extender la búsqueda fuera de la brecha principal. Revisarían terrenos aledaños, parcelas abandonadas, bordos de canales, tiraderos clandestinos en un radio de 5 km. Solicitaron apoyo de la Guardia Nacional. organizaron brigadas con binomios caninos entrenados en detección de restos.

El operativo ampliado inició el lunes 8 de abril. Dividieron la zona en sectores. Cada brigada tenía asignado un cuadrante. Los perros revisaban primero. Si marcaban algo, se detenían y excavaban. Recorrieron caminos de terracería, cruzaron parcelas con maíz seco, revisaron construcciones abandonadas.

En uno de los terrenos, a unos 3 km de la brecha original, encontraron un campamento improvisado. Había restos de fogata, botellas vacías, ropa tirada, colchones podridos. Parecía un lugar usado por personas en situación de calle o quizá por trabajadores temporales. Revisaron todo, no hallaron nada relacionado con el caso. Más adelante, junto a un canal de riego, uno de los perros marcó un punto. Los peritos excavaron con cuidado.

A medio metro de profundidad apareció una bolsa de plástico negra. Adentro había huesos. Los sacaron con pinzas. El antropólogo forense los examinó en el lugar. Determinó que eran de animal, probablemente de perro o cerdo. No humanos. Siguieron así durante 5 días, revisando, excavando, descartando. Encontraron más basura, más ropa vieja, llantas, electrodomésticos descompuestos, pero nada que avanzar a la investigación.

El cansancio empezaba a notarse en los equipos. Las jornadas eran largas. El sol pegaba fuerte durante el día. Las noches eran frías. El sábado 13 de abril, casi un mes después de la desaparición, la fiscalía convocó a una conferencia de prensa. El vocero explicó que se habían agotado las líneas de búsqueda en campo, que se habían recuperado objetos personales que confirmaban la presencia de las víctimas en la zona, que la investigación continuaba en gabinete, analizando llamadas, rastreando vehículos, entrevistando testigos. reconoció que no habían localizado a

Alicia Romero ni a sus nietos, que el caso seguía abierto, que cualquier información, por pequeña que pareciera, podía ser clave. Dejó un número de teléfono en pantalla, pidió a la ciudadanía que compartiera, que no dejaran de buscar, que no se olvidaran. La familia no asistió a la conferencia.

Ya no daban entrevistas, ya no salían a marchas. Se habían encerrado en el duelo anticipado, en la espera interminable. La hija de Licha seguía yendo a la fiscalía cada semana. Preguntaba si había novedades. La respuesta siempre era la misma. están trabajando en ello. El papá de los niños dejó su trabajo, no podía concentrarse.

Pasaba las tardes revisando los grupos de Facebook, esperando que alguien publicara algo, una foto, un rumor, cualquier cosa. A veces manejaba solo hasta la brecha. Se quedaba parado ahí viendo el terreno vacío, preguntándose qué había pasado exactamente en ese lugar. En mayo, dos meses después de la desaparición, un testigo nuevo se presentó en la fiscalía.

Era un hombre que trabajaba como vigilante en una bodega cerca de Tecamac. Dijo que la noche del sábado 16 de marzo había visto una camioneta urban blanca estacionada en un callejón oscuro cerca de la entrada de la brecha que le pareció raro porque no era zona de paso, que alcanzó a ver a un hombre bajando bultos de la parte trasera.

No se acercó, no preguntó, siguió su ronda. Cuando regresó media hora después, la camioneta ya no estaba. No anotó placas, no tomó fotos. No pensó que fuera importante hasta que vio las noticias semanas después, pero no había estado seguro de que fuera el mismo lugar hasta que reconoció la brecha en una foto de periódico.

Los investigadores tomaron su declaración, le mostraron mapas. El testigo señaló el callejón exacto, coincidía con una de las rutas de acceso a la brecha. Le preguntaron si podía describir al hombre. Dijo que estaba oscuro, que solo vio una silueta, complexión robusta, gorra, chamarra oscura, nada más.

Revisaron cámaras de comercios cercanos a ese callejón. Solo una tienda tenía video de esa noche. La grabación mostraba un vehículo blanco pasando a las 8:20, pero la imagen era borrosa. No se distinguían placas ni modelo exacto. Solo confirmaba que sí había pasado una camioneta blanca por ahí en el horario que mencionaba el testigo.

Con esa pista, los investigadores rastrearon registros de urbans blancas en Ecatepec y Tecamac. Había cientos, muchas en servicio de transporte irregular, otras particulares. Cruzaron con antecedentes penales, filtraron por zona de operación, redujeron la lista a 30 vehículos, empezaron a ubicar a los propietarios uno por uno. Algunos cooperaron, mostraron sus unidades, dieron coartadas.

Otros no quisieron hablar. Dijeron que ya habían vendido el vehículo, que no recordaban a quién, que no tenían papeles. Esas fueron las que más interés despertaron. Pero sin pruebas físicas, sin testigos directos, no podían hacer mucho más que anotar nombres y seguir buscando. Para mediados de mayo, la investigación se había vuelto un laberinto de pistas frías, testimonios vagos y evidencia insuficiente. El caso no estaba cerrado, pero tampoco avanzaba.

Los medios dejaron de cubrirlo, los posts en redes se espaciaron. La indignación colectiva se diluyó en la rutina diaria. Solo la familia seguía esperando, aferrada a la posibilidad de que un día alguien encontrara algo definitivo, algo que les dijera qué había pasado con Licha, con Dani, con Maya en esas horas perdidas entre un cumpleaños y una brecha olvidada.

En junio de 2019, 3 meses después de la desaparición, la fiscalía reclasificó el caso, lo que había iniciado como búsqueda de personas desaparecidas pasó a investigación por privación ilegal de la libertad con presunción de homicidio, no porque hubieran encontrado cuerpos, sino porque la cantidad de evidencia recuperada y el tiempo transcurrido hacían improbable un desenlace distinto.

La reclasificación implicaba cambios en el equipo. Se asignó un agente del Ministerio Público especializado en homicidios. Se integraron peritos en criminalística de campo. Se solicitó colaboración con la Fiscalía de Personas Desaparecidas para cruzar bases de datos con otros casos similares en la región. Uno de los analistas encontró un patrón.

En los últimos dos años se habían reportado cinco desapariciones en circunstancias parecidas. Todas en la zona conurbada de Ecatepec, Tecamac y Cuacalco. Todas en horarios nocturnos. Todas vinculadas a transporte irregular. En tres de esos casos se mencionaban urban blancas, en dos camionetas con vidrios polarizados. Ninguno de esos casos había sido resuelto.

Algunos expedientes ni siquiera habían avanzado más allá de la denuncia inicial. Pero ahora con el caso de Licha y los niños generando presión mediática, la fiscalía decidió reactivarlos. Formaron un grupo de trabajo, compararon modus operandi, buscaron conexiones, no encontraron vínculos directos.

Los perfiles de las víctimas eran distintos, las zonas de desaparición variaban, pero el método tenía similitudes: zonas sin alumbrado, transporte irregular, puntos ciegos en cámaras, testigos que escuchaban portazos o voces, pero nunca veían bien. Mientras tanto, la familia seguía su propia búsqueda. La hija de Licha se integró a un colectivo de familiares de desaparecidos.

Aprendió a usar georradar portátil. Participó en rastreos organizados por otros colectivos en terrenos valdíos, fosas clandestinas, tiraderos. No encontró a su mamá ni a sus hijos, pero encontró a otras familias con el mismo vacío en el pecho. El papá de los niños empezó a investigar por su cuenta, imprimió volantes con las fotos, los pegó en bases de combis, paraderos, talleres mecánicos.

Habló con chóeres, con despachadores, con mecánicos que reparaban urbans. Preguntaba si habían visto algo raro, si conocían a alguien que operara en esa zona, si habían escuchado rumores. La mayoría no sabía nada o no querían decir. Pero en un taller de Tultitlan, un mecánico le comentó algo interesante. le dijo que semanas después del caso de los niños, un tipo había llevado una urban blanca para que le cambiaran los asientos traseros, que tenían manchas que no salían, que el cliente pagó en efectivo y no dejó datos, que cuando el mecánico preguntó qué le había pasado a los asientos, el tipo dijo que había derramado pintura. El papá le pidió más

detalles. El mecánico describió al cliente 40 y tantos años, complexión robusta, acento local, gorra de los rayados. No recordaba placas, no tenía registro del trabajo porque fue en efectivo, pero recordaba que la camioneta tenía un rasguño largo en la puerta lateral izquierda, como de haber rozado una barda.

El papá llevó esa información a la fiscalía. Los investigadores revisaron cámaras de talleres mecánicos en Tultitlán durante las semanas posteriores al 16 de marzo. Era buscar una aguja en un pajar. Había decenas de talleres, miles de horas de video, pero persistieron. En uno de los videos, fechado el 28 de marzo, apareció una urban blanca con un rasguño visible en la puerta lateral. Entraba a un taller.

10 minutos después salía un hombre con gorra. No se veía la cara, subía a la camioneta y se iba. Las placas estaban borrosas en la grabación. El técnico intentó mejorar la imagen. Logró distinguir tres dígitos 847. Los otros no se podían leer. Con esos tres dígitos cruzaron registros vehiculares.

Había 17 urbans blancas con placas que incluían 847 en el Estado de México. Empezaron a ubicarlas. Cuatro ya no existían. Habían sido dadas de baja. Seis estaban registradas en otros municipios lejanos. Siete seguían activas en la zona metropolitana. De esas siete encontraron dos con antecedentes de infracciones por transporte irregular.

Una estaba registrada a nombre de un hombre con domicilio en Coacalco, la otra a nombre de una empresa fantasma que ya no existía. Decidieron enfocarse en la primera. Localizaron al propietario. Se llamaba Esteban Rojas, 46 años. Trabajaba como chóer desde hacía 15. Tenía dos multas por exceso de velocidad. y una por operar sin permiso de ruta, nada más en su historial. Vivía en una casa rentada con su pareja y un hijo adolescente.

Los investigadores lo citaron a declarar. Esteban llegó con un abogado. Negó cualquier participación. Dijo que su camioneta había estado en el taller mecánico porque le cambiaron los asientos por desgaste normal, que las manchas eran de refresco que se había derramado, que él trabaja en rutas establecidas, no en transporte pirata, que el sábado 16 de marzo había estado en su casa, que su pareja podía confirmarlo.

Le preguntaron si recordaba haber pasado por Ciudad Azteca esa noche. Dijo que no. Le preguntaron si conocía las brechas de Tecamac. dijo que sí, que a veces pasaba por ahí para ahorrar tiempo. Le preguntaron si había llevado pasajeros a esa zona alguna vez. Dijo que no recordaba, que lleva muchos pasajeros todos los días.

No tenían suficiente para retenerlo. No había testigos que lo identificaran directamente. No había evidencia física que lo ligara a los objetos encontrados. No había registro de su celular en las antenas de la zona. en el horario crítico tuvieron que dejarlo ir. Pero los investigadores no descartaron la pista.

Solicitaron orden para revisar la camioneta. Cuando la llevaron al peritaje, ya habían pasado 4 meses desde la desaparición. Los asientos nuevos no tenían rastros. El interior estaba limpio, demasiado limpio, como si lo hubieran lavado con químicos varias veces. Aún así, los peritos tomaron muestras de las rendijas debajo de los tapetes, en los rincones del compartimento trasero.

Mandaron todo al laboratorio. Los resultados tardaron tres semanas. Cuando llegaron, había rastros de ADN humano en dos de las muestras, pero estaban tan degradados que no se podían comparar con perfiles específicos. Solo confirmaban que en algún momento alguien había estado ahí, como en cualquier transporte público. El caso contra Esteban Rojas se estancó.

Sin pruebas contundentes, sin testigos, sin confesión. No había manera de vincularlo formalmente. Quedó en la lista de personas de interés. Pero eso era todo. Una sombra de sospecha sin forma definida. Para agosto, medio año después de la desaparición, la investigación había consumido cientos de horas de trabajo, decenas de entrevistas, toneladas de tierra excavada, miles de pesos en análisis de laboratorio y seguían sin encontrar a Licha, a Dani, a Maya.

Seguían sin saber con certeza qué les había pasado después de subir a esa camioneta. seguían sin poder cerrar el círculo entre el cumpleaños feliz y el tambo oxidado en medio de la brecha. En septiembre de 2019, 6 meses después de la desaparición, un grupo de caminantes encontró algo en una barranca cerca de San Lucas, Jolocks.

Estaban haciendo senderismo por una zona poco transitada cuando uno de ellos vio algo que brillaba entre los matorrales. Se acercó. Era una mochila pequeña descolorida por el sol y la lluvia. tenía el broche con el dibujo del gato sonriente. Llamaron al 9 en11. Protección Civil llegó en media hora. Acordonaron el área, avisaron a la fiscalía. Los peritos llegaron y empezaron el protocolo.

Fotografiaron la mochila desde todos los ángulos. La abrieron con cuidado. Adentro había un cuaderno con dibujos infantiles hechos con crayola, una caja de jugo vacía, un suéter rosa enrollado y un peluche pequeño. Un conejo de tela gris con una oreja desprendida. La hija de Licha identificó la mochila de inmediato cuando le mostraron las fotos.

Era de Maya. El conejo era el que la niña llevaba a todas partes. El suéter rosa era el que usaba cuando hacía frío en la tarde. El cuaderno tenía su nombre escrito en la primera página con letra insegura. Maya Romero. Primer año. El hallazgo abrió una nueva línea de búsqueda.

La barranca estaba a casi 8 km de la brecha donde habían encontrado el tambo con los globos. Era un terreno complicado, con desniveles pronunciados. Vegetación densa, acceso difícil. Solo se podía llegar a pie o en vehículos todo terreno. No era un lugar donde alguien pasara por accidente. Organizaron un operativo en la zona, rastrearon la barranca completa con binomios caninos, revisaron cuevas naturales, grietas entre rocas, acumulaciones de escombro.

Los perros marcaron tres puntos distintos. En el primero encontraron ropa deteriorada por la intemperie, una playera azul desgarrada, un pantalón infantil con lodo incrustado. En el segundo hallaron más pedazos de plástico negro y restos de lo que parecía ser una cobija. En el tercer punto, nada. El análisis de la ropa confirmó que era compatible con la descripción de lo que vestían los niños, pero después de 6 meses a la intemperie expuesta a lluvia, sol y animales, la evidencia estaba comprometida. Los análisis de ADN dieron resultados parciales.

Coincidencias probables, no definitivas. La pregunta ahora era, ¿por qué la mochila y la ropa aparecían en un lugar tan alejado del primer sitio? Los investigadores manejaban dos posibilidades. O los habían trasladado después de lo ocurrido en la brecha de Tecamac, llevándolos a esta barranca para ocultarlos definitivamente.

O alguien había tomado los objetos personales y los había dispersado en distintos puntos para confundir la investigación. La segunda hipótesis cobraba fuerza porque los objetos estaban dispersos de manera irregular. La mochila en un lugar visible, la ropa a 100 m de distancia, los plásticos en otro punto.

No parecía el patrón de alguien intentando esconder algo con cuidado. Parecía más bien alguien deshaciéndose de evidencia con prisa, tirando cosas desde una camioneta en movimiento o caminando rápido por el terreno. Un análisis topográfico mostró que había un camino de terracería que bordeaba la parte alta de la barranca. Desde ahí se podía arrojar algo y que cayera entre los matorrales sin tener que bajar.

Los investigadores recorrieron ese camino. Encontraron huellas de llanta antiguas, ya medio borradas, marcas que podían tener meses. Nada concluyente. Entrevistaron a gente que vivía cerca, rancheros, cuidadores de terrenos, familias en casas aisladas. Nadie recordaba haber visto movimiento extraño en marzo, pero uno de los rancheros mencionó que en esa zona a veces pasaban camionetas en la madrugada, que no sabía quiénes eran ni qué hacían, que él no se metía, que había aprendido a no hacer preguntas. La fiscalía amplió la zona de búsqueda

otros 5 km alrededor de la barranca. Revisaron barrancos paralelos, caminos secundarios, terrenos abandonados. En octubre, un mes después del hallazgo de la mochila, encontraron más fragmentos de tela en otra barranca cercana. Estaban a 3 km de distancia del primer punto.

Pedazos pequeños, algunos quemados en los bordes, otros simplemente desgarrados. El patrón seguía siendo el mismo. Objetos dispersos, evidencia incompleta, nada que llevara directamente a los cuerpos. Era como si alguien hubiera decidido borrar el rastro de la manera más errática posible, tirando cosas en distintos lugares, quemando algunas, enterrando otras, sin método, sin plan.

Para noviembre, 8 meses después de la desaparición, la familia ya no esperaba encontrarlos con vida. Esa esperanza se había apagado semanas atrás. Ahora solo querían encontrarlos, darles sepultura, tener un lugar donde llorarlos. cerrar aunque fuera esa parte del duelo. Pero los meses seguían pasando y los hallazgos eran siempre los mismos.

Objetos, ropa, fragmentos. Nunca lo que realmente buscaban, nunca la certeza completa, solo pedazos de una historia que alguien había intentado destruir y que ahora se reconstruía lentamente, dolorosamente, sin llegar nunca al final. El caso se mantuvo activo en los archivos de la fiscalía.

Seguía habiendo seguimiento, revisiones periódicas. Cada vez que aparecía un hallazgo en alguna brecha o barranca de la región, verificaban si podía estar conectado. Pero conforme avanzaba el tiempo, las posibilidades se reducían, el rastro se enfriaba, las pistas se agotaban. En diciembre, la familia organizó una misa en memoria de Licha, Dani y Maya.

No era un funeral, no había cuerpos, era solo una manera de reunirse, de recordar, de no dejar que el olvido se instalara. Asistieron vecinos, amigos, compañeros de escuela de los niños. La iglesia estaba llena. Al frente, donde normalmente iría un ataúd, pusieron las fotos de los tres. La de la banqueta, la de los globos.

La última imagen feliz antes del vacío. El padre leyó unas palabras, habló de sus hijos, de cómo Dani quería ser futbolista, de cómo Maya dibujaba casas con jardines enormes. Habló del Icha, de su paciencia, de sus gelatinas de cajita, de cómo cuidaba a los niños como si fueran suyos. se quebró a mitad del discurso. No pudo terminar. Su pareja lo abrazó. La gente lloraba en silencio.

Afuera de la iglesia, los reporteros esperaban. Ya no eran tantos como en marzo, solo un par de cámaras. Una reportera de un canal local. Le preguntaron a la hija de Licha si seguía teniendo esperanza. Ella miró a la cámara con los ojos secos. dijo que la esperanza ya no importaba, que lo único que importaba ahora era la verdad, que alguien en algún lugar sabía qué había pasado y que esa persona tenía que vivir con eso todos los días, igual que ellos. La investigación cerró el año sin avances significativos.

El expediente seguía abierto, las órdenes de búsqueda vigentes, los nombres en las bases de datos nacionales, pero la realidad era que el caso se había estancado sin testigos nuevos, sin confesiones, sin hallazgos definitivos, solo un rompecabezas incompleto, pedazos dispersos en brechas olvidadas y tres personas que habían salido de un cumpleaños una tarde de marzo y nunca regresaron a casa. El 2020 llegó con la investigación en punto muerto.

Los operativos de campo se habían suspendido. La fiscalía mantenía el caso abierto, pero en modalidad de seguimiento pasivo. Eso significaba que ya no había equipos buscando activamente. Solo esperaban que apareciera información nueva, un testigo tardío, un hallazgo casual, una confesión inesperada.

En febrero, un año antes de la pandemia que cambiaría todo, hubo un último intento coordinado. Colectivos de familias de desaparecidos organizaron un mega rastreo en la zona conurbada de Ecatepec, Tecamac y Tultitlán. Convocaron a voluntarios, consiguieron perros entrenados, dividieron el territorio en sectores, la familia de Licha participó, también la de otras personas desaparecidas en circunstancias similares.

Fueron días agotadores, caminaron kilómetros, revisaron terrenos que ya habían revisado antes, encontraron ropa, huesos de animales, basura, pero nada relacionado con su caso. En uno de los rastreos, la hija de Licha conoció a una mujer cuyo hermano había desaparecido dos años atrás en Coacalco. Las circunstancias eran parecidas.

Transporte irregular, zona oscura, última vez visto subiendo a una camioneta blanca. Nunca más se supo de él. La carpeta seguía abierta, sin avances. Hablaron durante horas, compartieron estrategias, contactos en la fiscalía, abogados. peritos independientes se dieron cuenta de que estaban peleando la misma batalla contra la indiferencia, contra el tiempo, contra un sistema que habría expedientes, pero no siempre los cerraba.

Para marzo de 2020 se cumplió un año de la desaparición. La familia organizó una vigilia en el punto exacto donde Licha y los niños habían sido vistos por última vez en Ciudad Azteca. pusieron las fotos sobre el piso. Encendieron veladoras, no muchas, apenas unas 20 personas se reunieron. El caso ya no era noticia, el interés público se había desvanecido.

Luego llegó la pandemia, todo se detuvo. Las búsquedas en campo se cancelaron, las oficinas de la fiscalía operaron con mínimos, los rastreos colectivos se suspendieron. La familia tuvo que quedarse en casa. mirando el expediente estancarse aún más. Durante los meses de encierro, el papá de los niños cayó en una depresión profunda.

Dejó de comer bien, dejó de dormir. Pasaba las noches buscando en internet casos similares, leyendo sobre fosas clandestinas, viendo videos de colectivos que encontraban restos. Se obsesionó con la idea de que si seguía buscando, si no se rendía, eventualmente los iban a encontrar.

Su pareja intentó ayudarlo, le sugirió terapia. Él se negó. Dijo que no podía descansar hasta saber, que no tenía derecho a estar bien mientras sus hijos estuvieran perdidos, que cada minuto que pasaba sin buscar era un minuto desperdiciado. La relación se desgastó. Para finales de 2020, ya vivían separados. La hija de Licha tomó otro camino. Canalizó el dolor en activismo.

Se unió formalmente al colectivo de familias. Aprendió a usar herramientas de búsqueda. Participó en talleres de georadar, de lectura de mapas, de identificación de terrenos sospechosos. Cuando la pandemia lo permitió, volvió a los rastreos. Ya no solo buscaba a su mamá y a sus hijos, buscaba a todos.

En 2021, 2 años después de la desaparición, hubo un intento de reactivar formalmente el caso. Un nuevo agente del Ministerio Público revisó el expediente, convocó a la familia, les explicó que iban a solicitar nuevos análisis con tecnología más reciente, que iban a reintentar extraer ADN de las muestras que habían quedado guardadas, que no prometía resultados, pero que iba a intentarlo.

Los análisis se realizaron en julio, los resultados llegaron en septiembre. No hubo coincidencias utilizables, las muestras estaban demasiado degradadas. Habían pasado más de 2 años desde que se recolectaron. El ADN se había fragmentado. No se podía hacer comparación confiable. El agente sugirió algo más.

Dijo que había bases de datos de personas no identificadas en todo el país, restos encontrados sin nombre. Cuerpos en servicios médicos forenses esperando ser reclamados. Propuso cruzar los perfiles genéticos de la familia con esas bases. Por si acaso, la familia aceptó. Dieron muestras de saliva, firmaron autorizaciones, esperaron. El proceso tomó meses.

Cuando llegaron los resultados no había coincidencias ni en el Estado de México, ni en Estados Vecinos, ni en la base de datos nacional. Eso significaba dos cosas. O los cuerpos nunca habían sido encontrados o habían sido encontrados, pero no estaban registrados en el sistema. Ambas posibilidades eran igual de frustrantes. Para 2022, 3 años después, el caso se había convertido en lo que la familia más temía.

Un expediente más, un número en una lista interminable, tres nombres en un muro de desaparecidos, fotos que ya empezaban a amarillear, una historia que la gente ya no recordaba. La hija de Licha seguía yendo a la fiscalía cada tres meses. Ya no esperaba novedades, solo quería que supieran que ella seguía ahí, que no se iban a olvidar, que no iba a dejar que el expediente se cerrara sin respuestas.

El papá de los niños finalmente aceptó ir a terapia. Aprendió a vivir con la incertidumbre, no a superarla, solo a cargarla de otra manera. Seguía buscando, pero ya no con la misma desesperación. Había entendido que quizá nunca iba a tener las respuestas que necesitaba y que tenía que encontrar la manera de seguir viviendo de todas formas. El expediente seguía oficialmente abierto.

Las órdenes de búsqueda seguían vigentes. Si alguien encontraba algo, si aparecía alguna pista, el caso se reactivaría automáticamente. Pero con cada mes que pasaba, esa posibilidad parecía más remota. Los investigadores originales ya no estaban asignados al caso. Algunos habían sido transferidos, otros se habían jubilado.

El expediente había cambiado de manos tres veces. Cada nuevo responsable lo revisaba, entendía la complejidad y terminaba archivándolo en la misma categoría. Casos sin resolver por falta de evidencia concluyente. La brecha en Teekamac, donde encontraron el tambo, seguía ahí. Ya nadie la vigilaba, ya no había cinta amarilla.

Los surcos de las excavaciones se habían rellenado con el tiempo. La naturaleza había recuperado el espacio. Solo alguien que supiera qué buscar podría identificar que ahí había pasado algo. La barranca donde apareció la mochila de Maya también había vuelto a la normalidad. Los senderistas seguían pasando.

Nadie recordaba que 3 años atrás ese lugar había sido escena de una búsqueda desesperada. Y en algún lugar, entre todas esas brechas y barrancas, entre el lodo y las piedras, quizá seguían las respuestas o quizá ya no. Quizá el tiempo y los elementos habían borrado lo último que quedaba por encontrar.

Quizá la verdad completa se había perdido para siempre en la misma tarde en que Licha y los niños subieron a esa camioneta y desaparecieron en la oscuridad de un tramo sinalumbrado. En 2023, 4 años después de la desaparición, el expediente seguía en el mismo estado, abierto, sin avances. tres nombres en una lista que crecía cada mes.

La realidad es que en el Estado de México hay miles de casos como este, familias que buscan, autoridades que documentan y un vacío en medio que nunca se llena del todo. La hija de Licha dejó de ir a la fiscalía, no por rendirse, sino porque entendió que ya no había nada más que hacer ahí. El sistema había agotado sus recursos. Los investigadores habían seguido todas las pistas disponibles.

Sin nuevos hallazgos, sin testigos que hablaran, sin confesiones, el caso no iba a moverse. Ella encontró su lugar en el colectivo de búsqueda. Ahora ayudaba a otras familias que recién empezaban el proceso. Les explicaba cómo llenar los formatos, cómo exigir que se abrieran carpetas, cómo hacer que los casos no se archivaran en el olvido.

se había convertido en lo que ella hubiera necesitado 4 años atrás. Alguien que entendiera el laberinto burocrático y emocional de buscar a un desaparecido. El papá de los niños logró reconstruir parte de su vida. Consiguió otro trabajo. Formó una nueva relación, pero nunca dejó de cargar las fotos de Dani y Maya en la cartera.

A veces, cuando pasaba cerca de Ciudad Azteca, se desviaba por la calle donde fue el cumpleaños. Miraba la banqueta, el muro grafiteado, la papelería que ya tenía otro nombre y recordaba la última foto, los globos, las sonrisas, todo lo que vino después. El caso de Licha, Dani y Maya, se convirtió en lo que muchos casos de desaparición terminan siendo.

Una herida abierta que no cierra, pero con la que se aprende a vivir. No hay justicia clara, no hay castigo público, no hay cuerpos que enterrar, solo memoria, solo la certeza de que pasó algo terrible una noche de marzo de 2019 y que las respuestas completas quizá nunca lleguen. Los investigadores que trabajaron el caso lo recuerdan. Algunos todavía revisan el expediente de vez en cuando por si se les escapó algo, por si conectaron mal alguna pista, pero saben que sin elementos nuevos, sin que alguien hable, sin que la Tierra devuelva lo que guarda, no hay mucho más que hacer. El expediente registra todo

lo que se encontró. Los globos, las cintas, los tickets, la ropa, la mochila, el celular, las huellas de llanta, los números de teléfono de prepago que nunca se pudieron rastrear, el testimonio del vigilante, la urban blanca con el rasguño, todo está ahí, documentado, analizado, pero incompleto.

La hipótesis oficial sigue siendo privación ilegal de la libertad vinculada a transporte irregular. Probablemente un crimen oportunista cometido por alguien que conocía las brechas de Teekc. Alguien que intentó borrar evidencia de forma errática, dispersando objetos en distintos puntos.

Alguien que quizás sigue operando en la zona o que se fue o que murió o que simplemente aprendió a vivir con lo que hizo. No hay nombres en custodia. No hay órdenes de aprensión giradas. Esteban Rojas, el chóer de la Urban, sigue trabajando. Nunca fue formalmente acusado. Las pruebas no fueron suficientes.

Vive su vida, maneja su camioneta y si sabe algo se lo llevará con él. La zona donde ocurrió todo sigue siendo la misma. Las brechas de Tecamac siguen sin alumbrado en muchos tramos. El transporte irregular sigue operando. Las combis piratas siguen recogiendo gente en puntos sin cámaras. Las desapariciones siguen ocurriendo. Algunas se resuelven, la mayoría no.

La familia aprendió algo que nadie debería aprender, que la ausencia de respuestas también es una forma de respuesta, que la incertidumbre se vuelve compañera permanente, que el duelo sin cuerpo es un duelo que nunca termina de empezar ni de acabar, simplemente está todos los días, en cada fecha, en cada cumpleaños que ya no se celebra.

4 años después, la foto de la banqueta sigue circulando en grupos de Facebook. De vez en cuando alguien la comparte, pregunta si ya hubo novedades. La respuesta es siempre la misma, ¿no? Pero la familia agradece que se siga compartiendo porque mientras alguien recuerde, mientras alguien pregunte, el caso no está completamente muerto.

Hay días en que la hija de Licha mira esa foto y se pregunta qué habría pasado si hubieran tomado otro camino, si hubieran esperado un taxi, si se hubieran quedado a dormir en casa de la tía, si el tramo oscuro hubiera tenido luz. Pero esas preguntas no llevan a ningún lado, solo al mismo vacío. El sistema de justicia tiene límites, los recursos son finitos, los investigadores hacen lo que pueden con lo que tienen, pero hay casos que se quedan en el limbo, no por falta de esfuerzo, sino porque el crimen fue cometido con suficiente torpeza para dejar pistas, pero con suficiente astucia para no dejar pruebas concluyentes. Picha, Dani y Maya desaparecieron

después de un cumpleaños. Esa es la certeza. Lo que pasó en las horas siguientes es una reconstrucción hecha de fragmentos, objetos enterrados, testimonios vagos, huellas de llanta, una llamada anónima, una camioneta blanca y el silencio de alguien que sabe pero no habla.

El expediente seguirá abierto, la orden de búsqueda seguirá vigente. Si mañana aparece algo, si alguien confiesa, si la Tierra devuelve un hallazgo, el caso se reactivará. Pero con cada año que pasa, esa posibilidad se aleja un poco más. Lo que queda es memoria. Tres nombres que no se olvidan, tres fotos que se comparten, tres vidas que se truncaron una noche cualquiera en una de las zonas más densas y complicadas del país.

Y una familia que aprendió a seguir adelante sin cerrar. Porque en México a veces eso es lo único que se puede hacer. ¿Te impactó esta historia real? Suscríbete al canal para conocer más casos de investigación y mantente informado sobre desapariciones que necesitan visibilidad.