La tarde del 20 de junio de 2015, cuatro personas compartieron tortas en una banqueta de Ecatepec. Sonreían frente a la cámara sin imaginar que esa imagen sería la última prueba de que estuvieron juntos. Dos días después, su vehículo apareció destrozado en un parajeo, sin llantas, sin cristales, con las puertas abiertas de par en par.
Pero lo que había en la cajuela hizo que los primeros en llegar retrocedieran varios pasos. Lo que mostraba ese hallazgo no tenía explicación inmediata, solo preguntas que aún esperan respuesta. Don Raúl llevaba 30 años trabajando en la misma fábrica textil de Ecatepec antes de jubilarse en 2012. A sus años, prefería quedarse en casa viendo partidos de fútbol o arreglando muebles en el patio trasero, pero ese sábado 20 de junio de 2015 aceptó acompañar a sus tres nietos a una reunión familiar improvisada.
Kevin, el mayor de 19 años, había conseguido un trabajo eventual en una bodega de Tecamac y quería celebrarlo con sus hermanos Brandon y Ángel, de 17 y 16 años, respectivamente. Mariela, la hija de don Raúl y madre de los muchachos, no pudo ir porque tenía turno doble en la tienda donde trabajaba, pero les pidió que le avisaran cuando llegaran a casa.
les insistió que no se tardaran mucho porque al día siguiente tenían que levantarse temprano para acompañarla al mercado. La reunión fue sencilla. Colocaron una mesa plegable blanca afuera de la casa en la banqueta y compraron tortas en el puesto de la esquina que llevaba años en el mismo lugar. Don Raúl llevó un frasco de salsa casera que Mariela había preparado días antes, de esas que pican, pero no tanto.
Los cuatro se sentaron en sillas de plástico y comieron mientras platicaban sobre el nuevo empleo de Kevin, sobre lo que ganaba y si le convenía o no quedarse ahí varios meses. Brandon comentó que tal vez él también buscaría algo en bodegas porque varios compañeros de la secundaria ya estaban trabajando en esos lugares y les iba bien.
Ángel, el menor, solo escuchaba y comía en silencio, como solía hacer cuando los demás hablaban de trabajo. Un vecino pasó caminando a su perro y les tomó una foto con el celular de Brandon, que tenía mejor cámara que los demás. En la imagen quedaron registrados tal como estaban esa tarde. Don Raúl con su gorra oscura y chamarra azul marino, Kevin con sudadera gris, Brandon con gorra y playera blanca, Ángel con sudadera beige que tenía la palabra hope estampada al frente.
Detrás se alcanzaban a ver las rejas verdes de la casa, algunos postes de luz, cables enredados y una combi beige estacionada más adelante. Era una tarde común de junio en una colonia cualquiera de Ecatepec, sin nada que llamara la atención ni que hiciera pensar en algo fuera de lo normal. Alrededor de las 8 de la noche terminaron de comer.
Don Raúl propuso pasar por Tecamac a recoger un recado pendiente en casa de un conocido y regresar por la terracería que conectaba con la salida hacia Zun pango, una ruta que conocía bien porque le permitía evitar el tráfico pesado de Vía Morelos, sobre todo en sábado por la noche cuando todos salían de compras o de paseo.
Kevin guardó las sillas en la casa mientras Brandon y Ángel levantaban la mesa y los platos desechables. Los cuatro subieron al Nissan Suru blanco que don Raúl había comprado usado hacía 5 años. El auto no tenía lujos, asientos de tela desgastados, radio genérico, manijas un poco flojas y una cajuela donde siempre llevaba herramientas básicas. un gato hidráulico, una llave de cruz y una cobija a cuadros por si acaso se descomponía en carretera.
Arrancaron cerca de las 8:30. Mariela estaba todavía en la tienda cuando recibió el primer mensaje de su padre. Ya vamos de regreso, mija. Tomamos la brecha rumbo aun pango para llegar más rápido. Eran las 9:15 de la noche. Mariela respondió con un emoji de pulgar arriba y siguió atendiendo a los clientes.
Calculó que llegarían en menos de una hora, tal vez 40 minutos si no había tráfico en la terracería. Pero esa fue la última vez que alguien de la familia tuvo contacto directo con ellos. Pasaron las 10 de la noche y Mariela seguía sin recibir confirmación de que hubieran llegado. Mandó un mensaje al celular de su padre.
No le entró, marcó y fue directo al buzón. Intentó con el teléfono de Kevin, luego con el de Brandon, después con el de Ángel, los tres apagados o fuera de cobertura. Al principio pensó que tal vez se habían quedado sin batería o que estaban en una zona sin señal. Algo común en las brechas de terracería, donde las antenas no siempre alcanzaban bien.
Pero cuando dieron las 11 y no había rastro de ellos, la preocupación empezó a apretar. Mariela salió temprano de su turno y llegó a la casa cerca de las 11:30. El Tsuru no estaba. Preguntó a los vecinos si los habían visto regresar. Nadie los había visto desde que salieron por la tarde. Marcó una y otra vez a los cuatro números. Nada.
A la medianoche decidió ir a la comandancia de Ecatepec a levantar un reporte. El oficial de guardia le pidió que esperara un poco más, que a veces la gente se retrasaba por el tráfico o porque se detenían en algún lado. Mariela insistió en que su padre siempre avisaba, que nunca dejaba el teléfono apagado tanto tiempo. El oficial anotó los datos básicos.
nombres, edades, descripción del vehículo. Último punto de contacto. Le dijo que si no aparecían en las siguientes horas, regresara para formalizar la denuncia. El domingo 21 de junio amaneció nublado. Mariela no durmió. A las 6 de la mañana volvió a marcar a los cuatro teléfonos. Seguían sin entrar las llamadas. Regresó a la comandancia y levantó el reporte oficial.
La Secretaría de Seguridad del Estado de México fue notificada y se activó el protocolo de persona no localizada. La Fiscalía General de Justicia del Estado de México también recibió el expediente. Se distribuyó la información en redes sociales. Cuatro personas desaparecidas, un Nissan Suru Blanco, última ubicación conocida entre Ecatepec y Tecamac.

Los grupos vecinales de WhatsApp empezaron a compartir las fotos de la reunión del sábado. Durante todo el domingo, Mariela y otros familiares recorrieron la ruta que don Raúl había mencionado en su último mensaje. Manejaron despacio por la terracería rumbo a su pango, revisando cunetas, brechas secundarias, cualquier lugar donde el auto pudiera haberse salido del camino. No encontraron nada.
La lluvia ligera de la mañana había dejado charcos y lodo en varios tramos, lo que dificultaba ver con claridad. Protección Civil fue alertada para apoyar en caso de que se necesitara rastreo en zonas más alejadas o en canales. Las primeras 24 horas pasaron sin novedad. El lunes 22 de junio, 48 horas después de la desaparición, un hombre que trabajaba recolectando material reciclable en un paraje valdío cerca de la salida hacia Zunango, vio algo extraño a unos metros del camino principal. Era un auto blanco, muy dañado, con las puertas
abiertas. se acercó para ver si había algo que pudiera servir. Lo que encontró lo hizo detenerse de inmediato y sacar su celular para llamar al 911. Si esta historia te está tocando de cerca, activa las notificaciones para no perderte lo que sigue. Las próximas partes cambiarán todo lo que creías saber sobre esta desaparición.
El Nissan Tsuru blanco estaba completamente destrozado. No tenía llantas, solo descansaba sobre cuatro tabiques que alguien había colocado debajo para mantenerlo nivelado. Todos los cristales habían sido rotos. En el suelo se veían fragmentos de vidrio verde oscuro dispersos por el lodo. Algunos tan pequeños como confeti, otros del tamaño de una moneda.
Las puertas estaban abiertas de par en par. la del conductor, la del copiloto, las dos traseras. El cofre también estaba semiabierto, como si alguien lo hubiera forzado y dejado así. Los faros delanteros ya no estaban, solo quedaban los huecos vacíos.
La lámina del lado derecho tenía abolladuras profundas, como si hubiera recibido golpes fuertes con algo contundente. Pero lo que realmente llamaba la atención estaba en la cajuela, que también permanecía abierta. Dentro había dos bolsas negras grandes del tipo que se usa para basura industrial o escombro. Estaban envueltas con cadenas plateadas gruesas, de las que se usan para asegurar portones o cerrar accesos en obras.
Las cadenas daban varias vueltas alrededor de las bolsas y estaban ajustadas con cinchos tensores tipo Ratchet, esos que tienen un mecanismo de apriete y que son difíciles de soltar sin herramienta. Los cinchos estaban tan apretados que marcaban la superficie de las bolsas. Por encima de todo, colgando hacia afuera de la cajuela, había una cobija a cuadros oscura, completamente empapada de lodo y agua de lluvia. El hombre que hizo el hallazgo no tocó nada.
Desde donde estaba, podía ver que las bolsas eran voluminosas, pero no alcanzaba a distinguir qué había dentro. Tampoco quiso acercarse más. A un costado del auto, sobre el lodo, había un hacha de mango largo cubierta de tierra húmeda. El mango era de madera sin barniz, del tipo que se consigue en cualquier ferretería. La hoja del hacha también tenía restos de barro seco adherido.
Alrededor del vehículo se veían huellas de arrastre en el lodo, como si algo pesado hubiera sido jalado desde el auto hacia otra dirección. También había basura dispersa, bolsas vacías, pedazos de plástico, un trozo de loneta azul enrollado cerca de una posa de agua lodosa. El lugar era un paraje valdío sin construcciones cercanas, apenas visible desde el camino principal.
Para llegar hasta ahí había que desviarse por una brecha de terracería que pocas personas usaban, salvo quienes conocían la zona o necesitaban atajar. No había cámaras de seguridad ni casas habitadas en varios metros a la redonda. Solo terreno abierto con vegetación baja, algunos árboles dispersos y montones de escombro que alguien había tirado tiempo atrás.
El cielo seguía nublado esa mañana y el ambiente olía a tierra mojada y basura acumulada. Cuando llegaron las primeras patrullas de la policía municipal, acordonaron el área de inmediato. Poco después arribaron elementos de la Secretaría de Seguridad del Estado de México y peritos de la Fiscalía General de Justicia. Las bolsas en la cajuela fueron fotografiadas desde todos los ángulos antes de ser movidas.
Las cadenas y los cinchos también fueron documentados. El hacha quedó marcada como indicio y resguardada en bolsa de evidencia. Los fragmentos de vidrio se recolectaron en varias zonas alrededor del vehículo. Las huellas de arrastre en el lodo fueron medidas y fotografiadas, aunque la lluvia de los días anteriores había borrado muchos detalles.
Mariela recibió la llamada de un oficial de la fiscalía. Cerca del mediodía, le informaron que habían localizado el vehículo de su padre en un paraje valdío rumbo aun pango. No le dieron más detalles por teléfono, solo le pidieron que se presentara para reconocer el auto y proporcionar información adicional. Mariela llegó acompañada de su hermano mayor, tío de los muchachos desaparecidos.
Cuando vieron el estado del Tsuru, ambos se quedaron en silencio. Las puertas abiertas, los cristales rotos, las llantas ausentes, la cajuela expuesta con esas bolsas envueltas en cadenas. Mariela confirmó que ese era el vehículo de su padre.
Reconoció la cobija a cuadros que don Raúl siempre llevaba en la cajuela, pero no entendía nada de lo demás. Los peritos abrieron las bolsas negras frente a los investigadores. Dentro no había cuerpos ni restos humanos. Había ropa vieja, trapos sucios, pedazos de esponja, cartones mojados y más basura compactada. Era un montaje. Alguien había llenado las bolsas con material de relleno, las había envuelto con cadenas y cinchos y las había dejado así en la cajuela para crear una escena que pareciera algo mucho peor de lo que era.
La cobija empapada, el hacha al lado, el auto destrozado, todo apuntaba a una escenificación diseñada para impactar, para confundir, para hacer que quien encontrara el vehículo pensara lo peor antes de revisar. La pregunta inmediata fue, ¿por qué? ¿Para qué montar algo así? La fiscalía manejó varias líneas.
La primera, distraer, hacer que los investigadores perdieran tiempo y recursos en ese punto, mientras los responsables movían a las personas desaparecidas a otro lugar. La segunda, intimidar, enviar un mensaje a alguien más, no necesariamente a la familia, sino a terceros que pudieran entender el simbolismo de las cadenas, los cinchos y el hacha. La tercera, borrar huellas.
Dejar el auto en ese estado significaba que quienes lo abandonaron tuvieron tiempo suficiente para limpiarlo, desmantelarlo y eliminar cualquier rastro útil antes de dejarlo ahí. Se levantaron indicios en el lugar. Las fibras de la cobija fueron enviadas a análisis para buscar rastros de contacto. El barro de las bolsas y del hacha fue comparado con muestras del terreno circundante.
Los hinchos tipo Ratchet fueron examinados para identificar marca y posible punto de venta, pero eran de los más comunes, disponibles en cualquier ferretería o tienda de materiales de construcción. Las cadenas también eran genéricas del tipo que se usa en obras o para asegurar herramientas pesadas.
El hacha no tenía huellas dactilares aprovechables debido al lodo y la humedad. El patrón de los vidrios rotos indicaba que habían sido destruidos con golpes desde afuera, no desde adentro. Eso descartaba forcejeo interno o intento de escape. Alguien rompió los cristales después de que el auto fue abandonado. Tal vez para hacer más evidente el hallazgo o para dar apariencia de violencia extrema.
Las marcas en la defensa trasera sugerían que el zuru pudo haber sido remolcado o empujado hasta ese punto porque no había huellas de frenado ni señales de que hubiera llegado por su propio motor. La policía municipal y la sec. Secretaría de Seguridad reforzaron patrullajes en la zona. Protección Civil apoyó con iluminación portátil durante las primeras noches para facilitar el trabajo de los peritos.
Se instaló un perímetro amplio y se peinó el terreno circundante con voluntarios y personal de búsqueda. Revisaron canales cercanos, tiraderos clandestinos, brechas secundarias. No encontraron nada más relacionado con don Raúl, Kevin, Brandon o Ángel. La investigación se dividió en varias líneas de trabajo simultáneas durante los meses siguientes.
Una de las primeras fue rastrear quién controlaba el acceso a las brechas de terracería en esa zona. Varios caminos secundarios entre Ecatepec y Zunpango eran usados por transportistas, tractocamiones y vehículos particulares que buscaban atajar o evitar casetas. Pero algunos de esos accesos estaban bloqueados con cadenas y candados que se cambiaban periódicamente, supuestamente para evitar paso libre o controlar el tránsito nocturno.
Los investigadores localizaron dos puntos donde las cadenas habían sido reemplazadas apenas días antes de la desaparición. Preguntaron a ejidatarios, dueños de terrenos y vigilantes informales. Las respuestas fueron vagas. Nadie quiso dar nombres concretos. Otra línea de investigación se enfocó en las bombas de agua que operaban de noche en canales cercanos a la zona del hallazgo.
Varias personas de comunidades aledañas mencionaron que era común escuchar motores funcionando fuera de horario, sobre todo en madrugadas, y que algunos grupos extraían agua sin permiso o incluso robaban combustible de las instalaciones. Los recorridos nocturnos en esos canales podían cruzarse con las rutas que don Raúl y sus nietos habrían tomado si se desviaron por la brecha.
Protección Civil y Autoridades locales revisaron registros de incidentes en esos puntos durante junio de 2015, pero no encontraron reportes relevantes. La tercera línea era la más inmediata: identificar el origen de los materiales usados en la escenificación, las cadenas, los cinchos tipo Ratchet, el hacha.
Todos eran artículos de uso común en construcción, talleres mecánicos, bodegas. Los peritos visitaron ferreterías en Ecatepec, Tecamac, Zumpango y Tultitlán para preguntar si recordaban ventas recientes de esos productos en conjunto. Nadie recordaba nada específico. Miles de personas compraban ese tipo de cosas cada semana.
Sin embargo, el hecho de que los tres elementos aparecieran juntos en el mismo lugar sugería que quien montó la escena tenía acceso rápido a esos materiales, probablemente en una bodega, taller u obra cercana. Se realizaron entrevistas con vecinos y conocidos de la familia. Todos coincidieron en que don Raúl era una persona tranquila, sin conflictos conocidos, que llevaba una vida sencilla desde su jubilación.
Kevin acababa de conseguir trabajo eventual en una bodega de Tecamac, pero no había mencionado problemas con compañeros ni con supervisores. Brandon y Ángel estudiaban y ayudaban en casa sin antecedentes de pleitos o situaciones riesgosas. No había indicios de que alguno de los cuatro estuviera involucrado en actividades que pudieran explicar lo sucedido.
Durante julio y agosto de 2015 se organizaron brigadas de búsqueda con apoyo de voluntarios. Recorrieron caminos vecinales, terrenos valdíos, zonas boscosas y áreas industriales abandonadas. Usaron drones de aficionados cuando el clima lo permitía, aunque la tecnología disponible en ese momento no era tan avanzada como la actual. Revisaron pozos, fosas sépticas en desuso, bodegas cerradas.
Cada vez que había alguna pista anónima o algún dato nuevo, se movilizaban equipos para verificar. Nada resultó en hallazgos concretos. La fiscalía también analizó el historial de llamadas y mensajes de los cuatro celulares. El último mensaje de don Raúl había sido enviado a las 21:15 desde una zona con cobertura intermitente entre Vía Morelos y la salida hacia Zunango.
Después de eso, los cuatro teléfonos dejaron de registrar actividad. No hubo más mensajes, no hubo llamadas, no hubo conexión a internet. Los aparatos simplemente se apagaron. o quedaron fuera de alcance de cualquier antena. Los meses finales de 2015 trajeron pocas novedades. La investigación seguía abierta, pero sin pistas sólidas que permitieran avanzar.
Mariela continuó buscando por su cuenta, visitando hospitales, centros de detención, morgues. Cada vez que aparecía alguna persona no identificada en algún municipio cercano, acudía para verificar. Nunca fue alguno de ellos. Las redes sociales mantenían activa la difusión de las fotos de la reunión del sábado, pero conforme pasaban las semanas, la respuesta del público disminuía.
Las publicaciones dejaron de compartirse con la misma frecuencia. El caso empezó a diluirse entre cientos de desapariciones similares que ocurrían en la zona metropolitana. En 2016, la fiscalía realizó barridos estacionales en áreas donde las lluvias y secas podían exponer algo que antes estuviera oculto. Revisaron bocas de drenaje, bordos de canales, cunetas profundas.
Buscaron en tiraderos clandestinos que habían crecido desde el año anterior. Inspeccionaron terrenos que cambiaron de dueño o que fueron limpiados para nuevas construcciones. No encontraron rastros de don Raúl, Kevin, Brandon ni Ángel. El zuru seguía resguardado en un depósito vehicular de la fiscalía catalogado como evidencia.
Cada cierto tiempo se volvía a revisar por si había quedado algo sin detectar en la primera inspección, pero los resultados siempre fueron los mismos. En 2017 ocurrió un giro menor. Durante un operativo en ojo de agua, elementos de seguridad ingresaron a una bodega abandonada donde se almacenaban materiales de construcción robados. Entre las cosas decomizadas encontraron cinchos cortados y una catraca de Ratchet similar a la que apareció en el Tsuru.
Los investigadores intentaron establecer una conexión, pero no había forma de confirmar que fueran los mismos o que provinieran del mismo lote. El dueño de la bodega fue detenido por otros delitos, pero nunca se pudo vincular directamente con la desaparición de las cuatro personas. La línea se investigó durante varios meses y finalmente se archivó por falta de elementos.
En 2018, los avances en tecnología permitieron revisar backups de redes sociales y servicios en la nube que no habían sido accesibles antes. Se recuperaron algunas fotos adicionales de la reunión del sábado 20 de junio, incluyendo una en la que se veía más claramente el frasco de salsa sobre la mesa y los vasos rojos.
También se encontró un video corto de apenas 10 segundos donde Brandon grababa a sus hermanos bromeando mientras comían. No había nada en esas imágenes que ayudara a entender qué pasó después. Los registros de antenas telefónicas confirmaron lo que ya se sabía. El último pin de los cuatro celulares fue entre Vía Morelos y la desviación hacia Zunango en un rango de varios kilómetros donde la señal era irregular. En 2019 hubo otro giro, esta vez más prometedor.
Un análisis cruzado de cámaras privadas de negocios ubicados en puntos estratégicos de la ruta permitió identificar horarios en los que vehículos similares al suru pasaron por ciertas intersecciones esa noche. Aunque las imágenes eran de baja calidad y no se podían distinguir placas, los investigadores lograron establecer que al menos un auto blanco compacto circuló en dirección a Zunango cerca de las 9:30 de la noche del sábado 20 de junio.
También identificaron otros vehículos que transitaron la misma ruta en horarios cercanos, pero ninguno pudo ser rastreado con certeza. Además, se recopiló información sobre obras que estaban activas en esa zona durante junio de 2015. Una de ellas era la ampliación de una brecha que conectaba con terrenos ejidales.
Durante esa semana, el acceso estuvo abierto para maquinaria pesada, lo que significaba que el tránsito nocturno era más frecuente de lo habitual. Eso reforzó la hipótesis de que el sur pudo haber sido interceptado en ese tramo y trasladado a otro vehículo más grande, dejando el auto original como ceñuelo en el paraje baldío. Entre 2020 y 2022, la investigación continuó con intermitencias.
Cada vez que surgía alguna pista anónima o algún testimonio tardío, se activaban los protocolos de verificación. En una ocasión, un hombre declaró haber visto luces y escuchado un motor encendido en el paraje baldío durante la madrugada del domingo 21 de junio, apenas horas después de que don Raúl y sus nietos fueron vistos por última vez.
Según su versión, estaba regresando de una fiesta cuando notó un resplandor breve entre los árboles. No se detuvo porque pensó que eran personas quemando basura o haciendo alguna reparación nocturna. Cuando vio las noticias días después, consideró que tal vez debía reportarlo, pero no lo hizo hasta 2020. 5 años más tarde. La fiscalía tomó la declaración, pero era difícil validarla.

No había otros testigos que confirmaran haber visto lo mismo. Tampoco había forma de verificar si el hombre realmente estuvo en esa zona esa noche. Su testimonio quedó registrado, pero sin elementos adicionales no se pudo construir una línea de investigación a partir de eso. Lo mismo ocurrió con otros reportes que llegaron en años posteriores.
Versiones contradictorias, fechas confusas, detalles que no coincidían con los datos duros que ya se tenían. Durante ese periodo también se realizaron sondeos en tiraderos clandestinos que habían sido denunciados por vecinos de comunidades cercanas. Algunos de esos tiraderos se ubicaban en terrenos privados, otros en zonas ejidales sin vigilancia. Se revisaron cavidades que podrían haber sido usadas como fosas. Se inspeccionaron construcciones abandonadas.
Se peinaron bodegas industriales en desuso. Protección civil y grupos de búsqueda de personas desaparecidas participaron en varios operativos. Los resultados siempre fueron negativos. No se encontraron indicios relacionados con los cuatro desaparecidos. Mariela seguía buscando.
Cada año, el 20 de junio, publicaba nuevamente las fotos de la reunión en redes sociales con la esperanza de que alguien recordara algo, de que apareciera un dato nuevo, de que alguna persona que tuviera información se decidiera a hablar. Visitaba las oficinas de la fiscalía cada pocos meses para preguntar por avances. La respuesta siempre era similar.
El caso seguía abierto, pero sin elementos nuevos era difícil avanzar. Le sugerían que siguiera difundiendo, que no dejara de buscar, que mantuviera el contacto con otras familias en situaciones parecidas. En 2021, una organización civil que apoyaba a familias de personas desaparecidas organizó un evento en la zona metropolitana. Mariela asistió y conoció a decenas de personas que llevaban años buscando a sus seres queridos.
Algunos tenían casos similares, desapariciones repentinas, vehículos abandonados en lugares extraños, escenificaciones que parecían diseñadas para confundir. Otros llevaban más tiempo, algunos hasta 10 o 15 años sin respuestas. Mariela compartió su historia, mostró las fotos, describió el hallazgo del suru con las bolsas envueltas en cadenas. Varias personas le dijeron que habían escuchado de otros casos.
donde también aparecían cadenas y cinchos industriales, pero nadie pudo darle una conexión concreta. En 2022, la Fiscalía actualizó su base de datos de personas no localizadas con nuevos filtros de búsqueda que permitían cruzar información por características físicas, fechas, municipios y objetos relacionados.
El caso de don Raúl, Kevin, Brandon y Ángel fue reingresado con todos los detalles disponibles. Se generaron alertas automáticas que se activarían si en algún otro expediente aparecían elementos similares, cinchos tipo Ratchet, cadenas industriales, vehículos desmantelados en parajes valdíos. Hasta el momento en que se redactó este seguimiento, no se habían activado coincidencias significativas.
El tsuru blanco seguía en el depósito vehicular, la cajuela vacía, las puertas sin cristales, la carrocería oxidándose lentamente con el paso de los años. De vez en cuando, algún perito revisaba el expediente completo para ver si con nuevas técnicas forenses se podía extraer algo que no se hubiera detectado antes. Los resultados siempre eran los mismos.
Sin huellas útiles, sin ADN identificable, sin rastros de fluidos biológicos, solo el barro seco, los fragmentos de vidrio, las marcas de las cadenas en la pintura de la cajuela. Mariela dejó de trabajar en la tienda donde tenía turno doble ese sábado de junio de 2015. No soportaba pasar por las calles donde había estado con su padre y sus hijos tantas veces.
se mudó a otra colonia de Ecatepec, más alejada de la ruta que ellos tomaron aquella noche. Evitaba manejar por la terracería rumbo a su pango. Cada vez que tenía que ir en esa dirección, elegía el camino largo, aunque le costara más tiempo. No quería volver a ver el paraje valdío donde apareció el auto. En 2023, el caso cumplió 8 años sin resolverse.
La Fiscalía General de Justicia del Estado de México mantenía el expediente activo bajo la clasificación de personas no localizadas. Eso significaba que cualquier información nueva sería investigada, que cualquier hallazgo relacionado se cruzaría con los datos existentes, pero también significaba que no había líneas activas de búsqueda en campo.
Los recursos se concentraban en casos más recientes donde las probabilidades de localización eran mayores. Don Raúl, Kevin, Brandon y Ángel pasaron a formar parte de las estadísticas. Cuatro de miles de personas que desaparecieron en la zona metropolitana durante la última década. Los boletines de búsqueda seguían circulando en formato digital.
Las fotografías de la reunión del sábado, el rostro de don Raúl con su gorra oscura, los muchachos sonriendo frente a la mesa plegable. Debajo de las imágenes los datos básicos, nombres completos, edades al momento de la desaparición. Última ubicación conocida. Características físicas, número de contacto de Mariela. Algunas organizaciones civiles compartían periódicamente esos boletines junto con los de otras familias tratando de mantener viva la memoria y la esperanza de que alguien en algún lugar tuviera información.
Hubo intentos de reconstruir con mayor precisión la ruta que tomaron esa noche. Se consultaron mapas actualizados de las brechas de terracería. Se identificaron los puntos exactos. donde las cámaras privadas captaron vehículos similares. Se marcaron las zonas sin cobertura de antenas telefónicas. Con toda esa información se trazó un corredor probable de varios kilómetros donde pudo ocurrir la intercepción.
Pero sin testigos directos, sin evidencia física en esos tramos, sin rastros en los vehículos que transitaron la zona esa noche, era imposible reducir más el área de búsqueda o establecer un escenario definitivo. Se hicieron comparaciones con otros casos de desapariciones múltiples en la región. Algunos compartían elementos, familias completas, vehículos abandonados, rutas de terracería, pero cada caso tenía particularidades que dificultaban establecer patrones claros.
En algunos los autos aparecían incendiados, en otros simplemente estacionados sin daños. En el de don Raúl y sus nietos, la destrucción deliberada del vehículo y la escenificación con las bolsas, cadenas y el hacha lo hacían único. Eso podía significar que los responsables quisieron enviar un mensaje específico o simplemente que necesitaban tiempo y distracción para moverse sin ser detectados.
Las familias de otras personas desaparecidas en circunstancias similares formaron redes de apoyo, intercambiaban información, se acompañaban en búsquedas, se ayudaban con trámites legales. Mariela participó en algunas de esas reuniones, pero conforme pasaban los años, la energía para seguir buscando activamente se iba desgastando.
No porque dejara de importarle, sino porque el cuerpo y la mente tienen un límite. Seguir buscando sin avances reales es un desgaste constante que no todos pueden sostener indefinidamente. En algunos foros de internet dedicados a casos sin resolver, usuarios anónimos especulaban sobre lo que pudo haber pasado. Algunos proponían teorías relacionadas con grupos delictivos que operaban en la zona.
Otros sugerían que don Raúl pudo haber presenciado algo que no debía esa noche y por eso fueron interceptados. Había quienes mencionaban la posibilidad de un error de identidad que los confundieran con otras personas. Todas eran conjeturas sin fundamento. La verdad es que nadie fuera de quienes estuvieron involucrados sabe qué ocurrió realmente entre las 9:15 de la noche del sábado 20 de junio y la madrugada del lunes 22 cuando el Tsuru fue abandonado en el paraje Baldío.
El paraje Baldío donde fue encontrado el Tsuru no cambió mucho en los años siguientes. Siguió siendo un lugar de paso ocasional para quienes conocían las brechas secundarias, un sitio donde a veces se acumulaba basura o se tiraban escombros. No se colocaron placas ni señales que recordaran lo que ahí sucedió.
La gente del rumbo sabía de la historia, pero con el tiempo dejó de ser tema de conversación. Otras desapariciones, otros hallazgos, otros casos ocuparon la atención. En 2024, casi 9 años después, se revisó nuevamente el expediente completo con motivo de una auditoría interna de casos antiguos sin resolver. Se verificó que toda la evidencia física estuviera correctamente resguardada, que los testimonios estuvieran completos, que no hubiera inconsistencias en los registros. Todo estaba en orden.
El problema no era la falta de rigor en la investigación inicial, sino la ausencia total de pistas que permitieran continuar. Sin testigos que hablaran, sin evidencia física que conectara a personas específicas, sin movimientos financieros sospechosos, sin registros de comunicaciones posteriores a la desaparición, la investigación no tenía hacia dónde avanzar.
Se consideró la posibilidad de ofrecer recompensas económicas a cambio de información. Ese recurso se había usado en otros casos con resultados mixtos. A veces generaba pistas genuinas, otras veces solo atraía a personas que inventaban historias para cobrar dinero. La fiscalía evaluó el riesgo y decidió mantener abierta la línea de denuncias anónimas sin ofrecer incentivos monetarios por el momento, pero sin descartarlo para el futuro si surgía alguna razón específica para hacerlo. Mariela para ese entonces ya llevaba
años sin aparecer públicamente en eventos relacionados con personas desaparecidas. No era que se hubiera resignado, sino que había aprendido a vivir con la ausencia de su padre y sus hijos de una manera menos visible. Guardaba las fotos de la reunión en un álbum que no habría con frecuencia.
mantenía los números de teléfono de don Raúl, Kevin, Brandon y Ángel en su lista de contactos, aunque nunca volvieran a encender. Era su forma de mantenerlos presentes sin que el dolor la paralizara completamente. En círculos de investigación forense y criminología, el caso se mencionaba ocasionalmente como ejemplo de escenificación deliberada en desapariciones.
La combinación de elementos, el vehículo destrozado, las bolsas vacías con cadenas, el hacha, sugería un nivel de planificación que no era común en casos de intercepción oportunista. Eso apuntaba a que quienes lo hicieron tenían experiencia previa o seguían un protocolo específico, pero sin más datos, esa observación no llevaba a ninguna parte concreta. Los registros de llamadas al 911 de esa noche y las siguientes madrugadas fueron revisados múltiples veces.
Se buscó cualquier reporte de vehículos sospechosos, movimientos extraños, luces en lugares inusuales, ruidos de motor fuera de horario. Hubo algunos reportes genéricos de actividad nocturna en zonas industriales, pero nada que pudiera vincularse directamente con lo que le pasó a don Raúl y sus nietos. Las patrullas que circularon por la zona esa noche no registraron detenciones ni incidentes relevantes en sus bitácoras.
Se entrevistó nuevamente a personas que trabajaban en bodegas cercanas a Tecamac 2015, tratando de identificar si Kevin había mencionado algo inusual en los días previos a su desaparición. Los pocos compañeros que lo recordaban dijeron que era callado, que hacía su trabajo sin meterse en problemas, que no parecía tener conflictos con nadie.
Nadie recordaba que hubiera mencionado planes específicos para ese fin de semana más allá de la reunión familiar. El Nissan Sururu Blanco seguía en el depósito vehicular de la fiscalía, ahora como una reliquia oxidada de un caso que no lograba cerrarse. Las llantas nunca fueron recuperadas, los cristales nunca fueron repuestos, la cajuela permanecía vacía, pero en el interior todavía se podía ver la marca seca del barro que alguna vez cubrió el hacha. Esa huella era lo único que quedaba físicamente de lo que ocurrió aquella
madrugada en el paraje Baldío. Una mancha oscura en forma irregular, seca, agrietada, que nadie se había molestado en limpiar porque era parte de la evidencia. Cada cierto tiempo, algún estudiante de criminología o periodista solicitaba acceso al expediente para hacer trabajos de investigación o reportajes.
La fiscalía autorizaba algunas de esas solicitudes, siempre con restricciones. Se podían consultar documentos generales, ver fotografías del vehículo, revisar cronologías, pero no se entregaban copias completas ni se permitía acceso a datos sensibles que pudieran comprometer la privacidad de la familia o la integridad de la investigación.
Algunos de esos trabajos fueron publicados en medios locales o universitarios, pero ninguno aportó información nueva que no estuviera ya en el expediente oficial. En 2024, durante una jornada de limpieza en terrenos ejidales cercanos a Zunpango, un grupo de voluntarios encontró restos de un vehículo quemado que llevaba años enterrado bajo escombro y vegetación.
Se alertó a las autoridades pensando que podría estar relacionado con alguna desaparición antigua. Los peritos revisaron los restos y determinaron que no correspondían al caso de don Raúl y sus nietos. Era otro auto de otra marca. abandonado en otra circunstancia. Pero el hallazgo reactivó temporalmente el interés en casos antiguos sin resolver de la zona y el expediente del suru blanco volvió a circular internamente.
Se hizo un análisis comparativo de la base de datos de vehículos robados o abandonados en el Estado de México entre 2014 y 2016. Se buscaron patrones, autos dejados en parajes valdíos. desmantelados con evidencia de escenificación. Aparecieron algunos casos con similitudes parciales, pero ninguno con la combinación exacta de elementos que tenía el Tsuru.
Eso reforzó la hipótesis de que el montaje fue único, diseñado específicamente para ese caso, no una práctica repetida en serie. La familia extendida de don Raúl se fue dispersando con los años. Algunos parientes se mudaron a otros estados buscando mejores oportunidades. Otros simplemente dejaron de hablar del tema porque el dolor era demasiado constante.
Mariela era la única que mantenía activa la búsqueda, aunque ya no de manera pública. Guardaba contacto con un par de investigadores privados que trabajaban casos de desapariciones, pero sin recursos económicos para pagarles a tiempo completo. Solo consultaba cuando había algo específico que revisar.
En redes sociales, los perfiles de Kevin, Brandon y Ángel seguían existiendo. Nadie los había cerrado. Las últimas publicaciones eran de junio de 2015. Fotos, comentarios, etiquetas en eventos locales. Algunos amigos todavía escribían mensajes en las fechas de cumpleaños o en aniversarios de la desaparición.
¿Dónde estás, carnal? Ojalá regreses pronto. No te olvidamos. Mensajes que se perdían en el vacío digital, pero que seguían apareciendo año tras año. El último mensaje de don Raúl en el teléfono de Mariela también seguía ahí. Ya vamos de regreso, mija. Tomamos la brecha rumbo a su pango para llegar más rápido. Mariela nunca lo borró.
A veces lo leía cuando necesitaba sentir que su padre todavía existía en alguna forma, aunque fuera solo como texto en una pantalla. Ese mensaje representaba el último momento en que todo parecía normal, el último instante antes de que algo inexplicable sucediera y cambiara todo para siempre. No hubo avances significativos en los años siguientes.
La investigación seguía formalmente abierta, pero en la práctica estaba estancada. Los investigadores asignados al caso tenían decenas de expedientes más bajo su responsabilidad, muchos de ellos más recientes y con mayores posibilidades de resolución. El de don Raúl y sus nietos quedaba como uno más en la lista de desapariciones sin respuesta, una estadística entre miles. Se intentó contactar a personas que vivían en la zona del Paraje Baldío en 2015 para hacer entrevistas tardías.
Algunos ya no vivían ahí. Otros no recordaban nada relevante. La rotación de habitantes en colonias periféricas es alta. Familias que llegan, familias que se van, terrenos que cambian de dueño. Para 2024, muy pocas personas que estuvieron en esa zona en junio de 2015 seguían ahí.
Las que quedaban no tenían información útil o preferían no involucrarse en temas que percibían como peligrosos. Se revisaron archivos hemerográficos de periódicos locales de 2015 para ver si algún periodista había cubierto el caso con detalles que no estuvieran en el expediente oficial. Se encontraron algunas notas breves publicadas en la semana posterior al hallazgo del Tsuru, pero ninguna contenía información adicional. Las notas repetían lo mismo.
Familia desaparecida, vehículo encontrado en malas condiciones, investigación en curso. Después de esos primeros días, el caso dejó de aparecer en los medios. Protección Civil ya no realizaba búsquedas activas relacionadas con el caso. Los recursos humanos y materiales se concentraban en emergencias inmediatas, inundaciones, derrumbes, accidentes.
Las desapariciones de años atrás, por más dolorosas que fueran para las familias, no podían recibir atención constante cuando había nuevas urgencias cada día. Esa es la realidad operativa de las instituciones que trabajan con recursos limitados y demandas infinitas. La Fiscalía elaboró un informe consolidado en 2024 que resumía todo lo actuado desde 2015.
El documento tenía más de 200 páginas e incluía cronologías, testimonios, análisis de evidencia, fotografías, mapas, gráficos de antenas telefónicas, cruces de bases de datos. concluía que se habían agotado las líneas de investigación convencionales sin llegar a resultados concluyentes. Recomendaba mantener el expediente abierto y estar atentos a cualquier información nueva que pudiera surgir en el futuro, ya fuera por denuncias, hallazgos casuales o avances tecnológicos que permitieran reanalizar evidencia antigua con nuevos métodos. Mariela recibió una copia de ese
informe. Lo leyó completo en varios días. No le sorprendió el contenido porque ya conocía la mayoría de los detalles, pero ver todo junto, ordenado, documentado oficialmente, le dio una sensación extraña. Por un lado, confirmaba que la búsqueda había sido seria, que no se había ignorado el caso.
Por otro lado, dejaba claro que no había respuestas y probablemente nunca las habría a menos que alguien hablara. Las pocas personas que conocían bien el caso dentro de la fiscalía coincidían en algo. Si alguien sabía qué pasó con don Raúl, Kevin, Brandon y Ángel, esa persona estaba viva y guardaba silencio. Porque los muertos no dejan escenificaciones.
Los muertos no montan vehículos con bolsas vacías envueltas en cadenas. Los muertos no colocan hachas en el lodo. Todo eso requiere planificación, ejecución, control. Y las personas que hicieron eso siguen en algún lugar viviendo sus vidas, sabiendo exactamente qué ocurrió esa noche. El tiempo no resuelve casos, solo los aleja.
En 2025, 10 años después de aquella reunión del sábado en la banqueta de Ecatepec, don Raúl tendría 78 años. Kevin tendría 29, Brandon 27, Ángel 26, edades en las que muchos ya tienen familia propia, trabajos estables, proyectos de vida. Pero en el expediente de la Fiscalía General de Justicia del Estado de México, los cuatro siguen congelados en las edades que tenían la última vez que fueron vistos, 68, 19, 17 y 16 años.
Mariela cumplió en 2025 años, una década entera buscando sin encontrar, una década levantándose cada mañana con la ausencia de su padre y sus tres hijos. Una década repitiendo los mismos datos a nuevos investigadores cada vez que cambiaba personal en la fiscalía.
Una década viendo como otros casos similares aparecían, algunos se resolvían, otros se sumaban a la lista interminable de personas no localizadas. El Nissan Sururu Blanco sigue en el depósito vehicular. La cajuela vacía conserva esa marca de barro seco en el interior. La huella del hacha que alguien dejó ahí hace casi una década. Nadie la ha limpiado. Nadie la limpiará.
Es lo único que queda de aquel montaje en el paraje Baldío. Una mancha oscura, irregular, agrietada por el tiempo. Una firma muda de algo que pasó y que nadie ha podido explicar. La brecha de terracería rumbo a su pango sigue ahí. Algunos tramos fueron pavimentados, otros siguen siendo de tierra. El paraje valdío, donde apareció el auto, ya no está tan valdío. Alguien levantó una barda en una parte.
Alguien más empezó a usar el terreno para guardar materiales. La vida sigue, las cosas cambian, los espacios se transforman. Pero en junio de 2015, en ese lugar exacto, alguien dejó un vehículo destrozado con una escenificación diseñada para que quien lo encontrara pensara lo peor antes de revisar. Y funcionó. Las investigaciones formales ya no avanzan.
No hay brigadas de búsqueda activas. No hay operativos en campo, no hay revisión constante de nuevas pistas. El caso está abierto en papel, pero cerrado en la práctica. Permanece en las bases de datos esperando que algún día, por casualidad o por justicia, algo nuevo llegue. Un testimonio tardío, un hallazgo accidental, una persona que decida hablar después de años de silencio.
Mariela ya no evita pasar por el paraje valdío. Aprendió a mirar hacia otro lado cuando tiene que transitar por ahí. Aprendió a vivir con la incertidumbre de no saber si su padre y sus hijos están vivos en algún lugar lejano o si hace años dejaron de estarlo. Aprendió a existir en esa zona gris donde no hay respuestas definitivas, donde la esperanza y la aceptación se mezclan en algo que no tiene nombre.
Los teléfonos de don Raúl, Kevin, Brandon y Ángel siguen apagados. Los perfiles en redes sociales siguen congelados en junio de 2015. Las fotos de la reunión del sábado siguen circulando ocasionalmente cuando alguna organización hace publicaciones masivas de personas desaparecidas.
Cuatro rostros sonriendo frente a una mesa plegable blanca con vasos rojos, tortas y un frasco de salsa. Una imagen que parece tan normal, tan cotidiana, tan imposible de asociar con lo que vendría apenas unas horas después. En ese valdío rumbo a su pango, nadie explicó, solo mostraron las cadenas, los cinchos, el hacha, las bolsas vacías, todo colocado con intención, todo diseñado para decir algo sin palabras y lo demás, lo que realmente importa, lo que realmente pasó con esas cuatro personas, se quedó en la terracería en algún punto entre el último mensaje de WhatsApp y el hallazgo del Tsuru. En ese espacio oscuro de 48 horas donde no hay cámaras, no hay testigos, no hay respuestas, solo silencio. Si conoces información sobre este caso o casos similares, contacta a las autoridades. Cada dato puede ser la pieza que falta. Oh.
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