Abuelito y su hijo desaparecen en Ecatepec al subir a una combi — 68 días después, algo chocante…

Una combi blanca con letrero descolorido. Dos figuras subiendo bajo la lluvia. Un desvío que nadie esperaba. Y después de 68 días buscando en cada rincón de Ecatepec, el agua baja y deja al descubierto algo que nadie quería encontrar. Un saco negro envuelto en cadenas oxidadas y un tonel hundido en el lodo. La última imagen de don Esteban y Mario fue frente a una papelería.

 Lo que estaba enterrado junto al río de los remedios cambiaría todo. Don Esteban tenía 78 años y caminaba despacio apoyándose en un bastón de madera con mango curvo que había comprado años atrás en un tianguis de Aragón. Vivía en Jardines de Morelos, una colonia tranquila de Ecatepec, donde las calles eran estrechas y las casas de interés social se alineaban una tras otra, todas con rejas en las ventanas y macetas en las entradas. Cada viernes, don Esteban salía temprano para cobrar su pensión en un cajero de

la vía Morelos y luego iba a la farmacia a recoger sus medicamentos. Pastillas para la presión, algo para el azúcar, las cosas de siempre. Pero ese miércoles 15 de junio de 2016 decidió adelantar la salida. Una farmacia en Ciudad Azteca tenía promoción en uno de sus remedios y le convenía aprovecharla antes de que se acabara.

 Mario, su hijo de 42 años, lo acompañaba siempre. Era un hombre callado, de complexión robusta que trabajaba en el área administrativa de una empresa de limpieza. Llevaba años viviendo con su padre después de que su madre falleciera y se había acostumbrado a la rutina, acompañarlo a las consultas médicas, ayudarlo con los trámites del IMS, ir con él al banco.

 Esa tarde Mario cargaba una mochila de nylon negra donde guardaba los documentos de su papá, la cartera y el celular. Salieron de casa cerca de las 5 de la tarde. Había llovido en la mañana y el pavimento todavía estaba mojado. Don Esteban vestía camisa a cuadros, pantalón oscuro y su gorra gris de siempre. Mario llevaba una playera gris y pantalón de mezclilla.

 Caminaron dos cuadras hasta el punto de combis que daba hacia Ciudad Azteca, justo frente a una papelería que tenía cámara de seguridad en la entrada. El dueño del negocio, don Raúl, un señor de unos 60 años que llevaba más de 20 con ese local, los conocía de vista, los había visto pasar muchas veces. Ese día los saludó desde adentro con un gesto de mano cuando pasaron frente al aparador.

 Don Esteban le devolvió el saludo levantando el bastón ligeramente. Mario iba concentrado revisando algo en su celular. Llegaron al punto donde varias combiscían base. Había una fila corta de personas esperando. Don Esteban se recargó en un poste de luz mientras esperaban que llegara la combi con destino a Ciudad Azteca. Mario le preguntó si se sentía bien, si no estaba muy cansado.

 El anciano respondió que estaba bien, que solo quería llegar rápido para no agarrar más lluvia. El cielo seguía gris y amenazante. A lo lejos se escuchaban truenos. Don Raúl desde la papelería los observó un momento mientras acomodaba unas cajas en el mostrador. Le pareció que don Esteban se veía más delgado que otras veces, pero no le dio mayor importancia.

 La gente mayor siempre cambia con los años. volvió a lo suyo. Pasaron unos 10 minutos hasta que llegó la combi. Era blanca con rayas azules desgastadas en los costados y un letrero en el parabrisas que decía Ciudad Azteca con letras rojas medio despintadas. El vehículo frenó frente al grupo de personas y el motorista abrió la puerta corredera. Adentro ya venían varios pasajeros sentados.

 Un señor con overall de trabajo, dos mujeres con bolsas del mercado, un muchacho joven con audífonos puestos mirando la ventana. Don Esteban subió primero, se agarró del tubo de metal junto a la entrada y levantó el pie con cuidado, ayudándose con el bastón. Mario subió detrás de él con la mochila colgando del hombro derecho.

 La cámara de la papelería captó ese instante, el bastón entrando primero, luego el cuerpo encorbado del anciano con su gorra gris, después Mario con la mochila negra y su playera gris clara. Fue la última imagen clara de ambos. La combi arrancó despacio y se incorporó al tráfico de la vía Morelos rumbo al norte. Don Raúl alcanzó a verla alejarse mientras atendía a una clienta que pedía copias. No pensó más en ellos.

 La combi avanzaba por la vía Morelos con el tráfico habitual de la tarde. El motorista, un hombre de unos 50 años con gorra de los pumas y camisa a cuadros, manejaba en silencio mientras escuchaba una estación de noticias a bajo volumen. Don Esteban se sentó en uno de los asientos del lado derecho cerca de la ventana.

 Mario se quedó de pie junto a él, sostenido del tubo de metal porque ya no había lugares disponibles. La combi hizo dos paradas más antes de llegar al cruce con la Avenin, central. Subieron tres personas más y una señora bajó. El espacio se fue llenando y el ambiente se puso más cargado con el olor a humedad de la ropa mojada y el vapor que se formaba en los vidrios.

A las 5:40 de la tarde empezó a llover otra vez. No era tormenta fuerte, pero sí constante. Las gotas golpeaban el techo metálico de la combi con un ritmo monótono. El tráfico comenzó a ponerse más lento. En el crucero de Vía Morelos con Carlos Hank González, el semáforo cambió varias veces sin que la fila de vehículos avanzara casi nada.

 El agua se empezaba a acumular en las esquinas y varios autos encendieron las luces intermitentes. El motorista golpeó el volante con la palma de la mano y dijo en voz alta que iba a tomar un atajo para no quedarse atorado ahí toda la noche. Algunos pasajeros asintieron, otros no dijeron nada.

 Mario miró por la ventana tratando de ubicarse, pero con la lluvia y los vidrios empañados era difícil ver bien. La Combi giró a la izquierda en una calle lateral que no era parte de la ruta habitual. Era una vía más angosta, con menos alumbrado público. Pasaron junto a una tortillería cerrada, luego por un terreno valdío con maleza crecida y basura acumulada en las orillas.

 El pavimento estaba en mal estado, lleno de baches que hacían que el vehículo se sacudiera. Don Esteban se agarró del tubo con más fuerza. Siguieron avanzando por esa calle durante varios minutos. A los lados había bodegas de lámina, talleres mecánicos cerrados, un par de casas con las luces apagadas. El motorista aceleró un poco al ver que no había tráfico. La lluvia arreciaba.

Mario revisó su celular. Eran las 610. le envió un mensaje rápido a Lucía, su cuñada. Vamos tarde, agarramos otro camino. Al rato te marco. La combi siguió hasta llegar a una zona más abierta donde se veía a lo lejos el cauce del río de los remedios. Había un drenaje lateral que conectaba con el río, una especie de canal abierto donde el agua corría turbia y oscura.

 El olor a humedad y a lodo se metió por las rendijas de las ventanas. Uno de los pasajeros hizo un gesto de asco y se cubrió la nariz con la manga de la chamarra. El motorista redujo la velocidad, dijo algo en voz baja, como si estuviera pensando en voz alta, pero no se le entendió bien. La combi siguió avanzando despacio por un tramo sin pavimento, solo tierra compactada llena de charcos. Las llantas chapoteaban levantando salpicaduras de lodo.

 

 

 

 

 

 

 

 Un vecino de la zona, don Fermín, un hombre de unos 65 años que vivía en una casa pequeña cerca del drenaje, estaba sacando la basura cuando vio pasar la combi blanca. le extrañó porque por ahí casi nunca pasaban combis, solo camionetas de vez en cuando o carros particulares que conocían el atajo. Vio las luces traseras encendidas, la silueta borrosa del vehículo avanzando despacio entre la neblina que se formaba con la lluvia y luego lo perdió de vista detrás de unos árboles.

 A las 6 de la tarde, el celular de Mario registró su último pin de señal en la torre de telefonía ubicada cerca de la Aers. central, justo al lado de un Oxo. Después de eso, la señal desapareció. Lucía recibió el mensaje de Mario a las 6:10, lo leyó y no le dio mayor importancia. A las 7:30 intentó llamarlo. El teléfono entró directo al buzón.

 Volvió a intentar. Mismo resultado. A las 8 le marcó tres veces seguidas. Nada. A las 8:30, Lucía se empezó a preocupar de verdad. ¿Quieres saber cómo inicia la búsqueda desesperada? Suscríbete y recibe la continuación de esta historia real. A las 9 de la noche del 15 de junio de 2016, Lucía salió de su casa rumbo a la de don Esteban.

 Vivía a seis cuadras de distancia. Caminó rápido, casi corriendo, con el celular en la mano marcando una y otra vez sin obtener respuesta. Cuando llegó a la casa, todo estaba cerrado, las luces apagadas. Tocó la puerta varias veces, nada, gritó sus nombres. Silencio. Tocó en casa de la vecina de al lado.

 Doña Lupita, una señora mayor que siempre estaba al pendiente de todo lo que pasaba en la cuadra. Doña Lupita abrió la puerta con cara de preocupación. Le dijo que había visto salir a don Esteban y a Mario cerca de las 5 de la tarde, pero que no los había visto regresar. Lucía le explicó lo del viaje a Ciudad Azteca, el mensaje que le mandó Mario, el hecho de que ya no contestaban.

 Doña Lupita se puso seria, le sugirió que fuera a levantar un reporte cuanto antes. Lucía regresó a su casa, agarró una foto reciente de ambos y se fue directo a la agencia del Ministerio Público más cercana. Llegó cerca de las 10 de la noche. La sala de espera estaba llena, gente llenando formatos, familias esperando turno, un ambiente pesado de cansancio y resignación.

 Cuando le tocó pasar, un oficial de guardia la atendió detrás de un escritorio con una computadora vieja y un ventilador que apenas funcionaba. Lucía le explicó todo. Los nombres completos, las edades, la descripción física, la ropa que vestían. El último mensaje, el hecho de que los teléfonos ya no daban señal. El oficial tomó nota de todo en un formato impreso.

 Le pidió que regresara al día siguiente para ampliar la denuncia formal porque ya era muy tarde y faltaban varios datos. Lucía insistió en que era urgente, que ya habían pasado más de 5 horas sin saber de ellos. El oficial le dijo que muchas veces las personas aparecían al día siguiente, que a lo mejor se habían quedado con algún conocido.

 Lucía salió de ahí frustrada con un nudo en el estómago. Esa misma noche empezó a publicar en redes sociales. Subió la foto de don Esteban y Mario. Escribió un texto largo pidiendo ayuda, explicando la situación, compartiendo el número de celular de Mario y el recorrido que iban a hacer. publicó en grupos de vecinos de Ecatepec, en páginas de personas desaparecidas, en grupos de apoyo mutuo.

 La publicación se empezó a compartir. Al día siguiente temprano, Lucía regresó a la agencia a ampliar la denuncia. Esta vez la atendió otra persona, una mujer joven que parecía más comprometida. Llenó todos los formatos necesarios, tomó fotografías de don Esteban y Mario, registró todos los detalles. Lucía dio los datos que tenía, la ruta habitual, el punto donde abordaron, la farmacia de destino.

 Mientras tanto, varios vecinos de jardines de Morelos empezaron a organizarse para ayudar en la búsqueda. Formaron un grupo de WhatsApp donde se coordinaban. decidieron dividirse en equipos para recorrer hospitales, delegaciones y cruces rojos de la zona. Un grupo fue al hospital general de Ecatepec, otro al José María Morelos. Revisaron las listas de ingresos del día anterior. Nada.

 Preguntaron en los mostradores si habían llegado personas con esas características. Nadie recordaba haberlos visto. Otro equipo fue a las delegaciones cercanas a preguntar si habían detenido a alguien con esas señas, si había reportes de accidentes o incidentes en la zona. Nada. Fueron a la base de combis en Jardines de Morelos a preguntar por el motorista que manejaba esa ruta el día anterior.

 Los chóeres se miraron entre ellos con desconfianza. Algunos dijeron que no sabían nada, otros ni siquiera quisieron hablar. Don Raúl, el dueño de la papelería, se enteró de la desaparición cuando Lucía fue a preguntarle si su cámara había grabado algo. Don Raúl revisó las grabaciones del día anterior. Ahí estaba la imagen de don Esteban y Mario caminando frente a su negocio, acercándose al punto de combiso a la combi blanca. Era la imagen más clara que existía de ese momento.

 Don Raúl le entregó una copia del video a Lucía en una memoria USB. Esa imagen se volvió la pieza clave. Lucía la compartió en redes junto con las publicaciones. La gente empezó a comentar, a especular, a ofrecer teorías. Alguien dijo que había visto una combi blanca estacionada en un lugar raro esa noche.

 Otro comentó que conocía casos similares donde las personas habían sido asaltadas en el transporte público. Las pistas empezaban a llegar, pero ninguna era concreta. Los primeros días de búsqueda fueron caóticos. Lucía y los vecinos se movían por toda la zona tratando de seguir cualquier pista que apareciera. Cada comentario en redes sociales, cada llamada anónima, cada rumor se convertía en una nueva dirección para investigar, pero la mayoría de las veces terminaban en nada.

 El tercer día después de la desaparición, Lucía logró hablar con un técnico de la compañía de telefonía, le explicó la situación y le pidió ayuda para rastrear el último punto donde el celular de Mario había tenido señal. El técnico después de revisar los registros le confirmó lo que ya sospechaba. El último pin había sido cerca de la Avalius central, justo al lado de un Oxo, a las 6 de la tarde del 15 de junio.

 Después de eso, el teléfono se había desconectado de la red. No había más registros. Lucía fue directamente a ese oxo con un grupo de vecinos. Preguntaron si tenían cámaras de seguridad. El encargado les dijo que sí, pero que las grabaciones solo se guardaban por 72 horas y ya había pasado ese tiempo. Las imágenes del 15 de junio ya estaban borradas. Fue un golpe duro.

 Decidieron preguntar en los negocios cercanos. Una señora que vendía fritangas en un carrito cerca del Oxo les dijo que ese día había visto movimiento extraño. Recordaba que había pasado una combi blanca despacio por ahí, pero no estaba segura de la hora. dijo que le había llamado la atención porque el vehículo iba muy lento, como perdido, y que después se había metido por una calle lateral que daba hacia el rumbo del río.

 Esa información cambió el enfoque de la búsqueda. Si la combi se había desviado hacia el río, entonces había que revisar toda esa zona. El problema era que el área cerca del río de los remedios era enorme, llena de terrenos valdíos, drenajes, canales abiertos y zonas inundadas por las lluvias recientes. Lucía contactó a un colectivo de búsqueda de personas desaparecidas que operaba en la zona.

Era un grupo de madres, hermanas y familiares de víctimas que llevaban años buscando a sus seres queridos. Tenían experiencia en rastreos, conocían la zona. Sabían cómo moverse. Aceptaron ayudar de inmediato. El grupo se organizó para hacer recorridos por las márgenes del río. Caminaron por zonas lodosas, revisaron terrenos abandonados, preguntaron en las pocas casas que había por ahí.

 Encontraron basura, escombros, fierros viejos, pero nada relacionado con don Esteban y Mario. Mientras tanto, Lucía seguía insistiendo con las autoridades para que investigaran a los chóeres de las combis. Finalmente, después de varios días de presión, lograron que citaran al motorista que supuestamente había manejado esa ruta el 15 de junio. El hombre se presentó a declarar acompañado de un representante del sindicato de transportistas.

dijo que sí recordaba ese día porque había llovido mucho y el tráfico había estado pesado. Confirmó que había tomado un desvío para evitar los encharcamientos, pero negó haber hecho alguna parada irregular. Dijo que todos los pasajeros habían bajado en sus destinos habituales y que él no había visto nada fuera de lo normal.

 Su versión era limpia, demasiado limpia. Lucía no le creyó. Algo no cuadraba. Si todos habían bajado en sus destinos, entonces, ¿dónde estaban don Esteban y Mario? Le pidieron al motorista que describiera a los pasajeros que llevaba ese día. El hombre hizo un esfuerzo por recordar.

 Una señora con bolsas, un muchacho con audífonos, un señor de overall. Cuando le preguntaron si recordaba a un anciano con bastón y a un hombre de 42 años con mochila, se quedó callado unos segundos. Luego dijo que sí, que los recordaba vagamente, pero que ellos habían bajado en Ciudad Azteca. Esa declaración no ayudó en nada. No había forma de comprobar si era cierto o no. No había testigos.

 No había cámaras en el punto donde supuestamente habían bajado. Todo seguía en el aire. Pasó una semana completa desde la desaparición y no había avances concretos. La desesperación empezaba a hacer mella en Lucía y en los vecinos que seguían buscando. Las publicaciones en redes sociales seguían compartiendo, pero cada vez con menos respuestas útiles.

 La atención del público empezaba a dispersarse hacia otros casos, otras noticias. Lucía no dormía bien. Pasaba las noches repasando cada detalle tratando de encontrar algo que se les hubiera escapado. Revisaba una y otra vez el video de la papelería, el mensaje de Mario, los horarios, las rutas posibles, algo tenía que estar ahí, alguna vista que no habían visto.

 Fue entonces cuando uno de los vecinos que participaba en la búsqueda, un hombre llamado Roberto, que trabajaba en mantenimiento de una empresa de telefonía, tuvo una idea. Si el celular de Mario había dado su último pin cerca del Oxo de la Avenic Central, pero después se había desconectado completamente, eso podía significar dos cosas. O le habían quitado la batería o el teléfono había quedado en una zona sin cobertura.

 Roberto explicó que había zonas muertas de señal en Ecatepec, especialmente cerca de estructuras de concreto grandes o en áreas muy bajas como drenajes profundos. Si la Combi se había metido a alguna de esas zonas, el teléfono simplemente habría perdido señal. Esa teoría tenía sentido. Lucía pidió ayuda a Roberto para identificar todas las zonas sin cobertura que estuvieran en el rumbo, hacia donde la combi supuestamente se había desviado.

 Roberto consiguió mapas de cobertura de señal y marcó varios puntos. Un paso a desnivel cerca de la autopista, un túnel de drenaje que pasaba por debajo de una avenida y el área junto al río de los remedios, donde había varios canales abiertos y terrenos hundidos. El colectivo de búsqueda decidió concentrar esfuerzos en esas zonas. Empezaron por el paso a desnivel.

 Revisaron todo el perímetro, preguntaron en los negocios cercanos, buscaron cualquier señal. Nada. Siguieron con el túnel de drenaje. Caminaron por dentro con linternas, revisando cada rincón. Solo encontraron basura y agua estancada. Quedaba el área del río. Era la zona más complicada porque era muy extensa y tenía múltiples accesos.

 Decidieron empezar por el punto más cercano a donde la señora de las fritangas había visto la combi desviarse. La zona junto al río de los remedios era un lugar desolado. Terrenos valdíos llenos de basura, maleza crecida hasta la cintura, caminos de tierra que se convertían en lodazales con la lluvia. El río mismo era un cauce contaminado donde el agua corría con un color café verdoso y un olor penetrante.

 A los lados había drenajes abiertos, canales laterales donde se acumulaba agua turbia y desechos de todo tipo. El colectivo de búsqueda llegó al área un sábado por la mañana. Eran como 15 personas entre vecinos y familiares de otros desaparecidos. Llevaban palos largos para revisar entre la maleza, guantes de trabajo, botellas de agua. Lucía iba al frente con una foto de don Esteban y Mario en la mano.

Empezaron a caminar por las márgenes del río, avanzando despacio, revisando cada metro. El terreno era irregular, con desniveles, piedras sueltas, lodo que se pegaba a las suelas de los zapatos. Había sectores donde el agua se salía del cauce y formaba charcos grandes, casi lagunas pequeñas rodeadas de vegetación.

 Preguntaron a las pocas personas que vivían cerca. La mayoría eran familias de escasos recursos que tenían casas improvisadas con láminas y madera. Algunos dijeron que sí habían visto vehículos pasar por ahí de vez en cuando, sobre todo en las noches, camionetas, coches particulares, pero nadie recordaba haber visto una combi blanca el 15 de junio.

 Don Fermín, el vecino que había visto pasar la combi esa tarde, los recibió en su casa. Era un hombre delgado, con el pelo completamente blanco y manos curtidas por años de trabajo. Les ofreció agua y se sentó con ellos a platicar. Les confirmó lo que ya había dicho, que había visto la combi avanzar despacio cerca del drenaje, que le había parecido raro porque por ahí no pasaban combis y que después la había perdido de vista. Lucía le preguntó si recordaba algún detalle más.

 

 

 

 

 

Don Fermín se quedó pensando un momento. Dijo que le había llamado la atención que la combi se había detenido un momento, como si el chóer estuviera buscando algo o esperando a alguien. Pero con la neblina y la lluvia no había podido ver bien qué pasó después. El grupo decidió ir hacia esa zona.

 Caminaron como 20 minutos por un camino lodoso hasta llegar a un terreno extenso, completamente plano, cubierto de maleza seca y basura. Al fondo se veía el drenaje lateral, un canal de concreto por donde corría agua oscura. Había marcas de llantas en el lodo, pero estaban muy desgastadas por las lluvias. Revisaron el terreno completo. Encontraron fierros viejos, pedazos de lámina, un colchón podrido, botellas rotas, nada que los conectara con don Esteban y Mario.

 La frustración empezaba a pesar. Llevaban horas caminando bajo el sol con el calor húmedo pegándose a la piel y no habían encontrado nada útil. Uno de los integrantes del colectivo, una señora llamada Alma, que llevaba 3 años buscando a su hijo, les dijo que no se desanimaran, que en su experiencia las búsquedas siempre tomaban tiempo, que había que ser pacientes, sistemáticos.

Decidieron regresar otro día con más gente y más herramientas. Necesitaban revisar las zonas inundadas, los canales, los puntos donde el lodo era más profundo. Mientras tanto, Lucía seguía presionando a las autoridades. Logró que un perito revisara el GPS de las combis de esa línea.

 Después de varios días de trámites y permisos, finalmente obtuvieron acceso parcial a los registros. La información era limitada, pero había algo. El GPS de una de las combis mostraba una parada inusual. el 15 de junio, cerca de las 6 de la tarde. No era una parada en una esquina o en un punto de bajada habitual. Era una parada en medio de un camino de terracería junto al drenaje que conectaba con el río de los remedios.

El vehículo había estado detenido ahí por casi 10 minutos. Esos 10 minutos no cuadraban con un simple encharcamiento. Era demasiado tiempo. Algo había pasado ahí. Con la información del GPS en mano, la búsqueda tomó un rumbo más específico.

 Lucía y el colectivo ahora sabían exactamente dónde había estado detenida la combi por esos 10 minutos. Marcaron el punto en un mapa y organizaron un operativo de rastreo más detallado para el área. Pero había un problema. Las lluvias de las últimas dos semanas habían elevado el nivel del agua en todos los canales y drenajes de la zona.

 El terreno donde supuestamente se había detenido la combi, ahora estaba parcialmente inundado. Charcos profundos cubrían varios sectores y era peligroso caminar sin saber qué había debajo del lodo. El colectivo decidió esperar a que bajara un poco el nivel del agua. Mientras tanto, siguieron con otras líneas de investigación. Uno de los vecinos que ayudaba en la búsqueda, un muchacho llamado Iván, que trabajaba en una tienda de celulares, tuvo otra idea.

 Si Mario había usado su tarjeta bancaria después del último pin del celular, quedaría registro en el banco. Lucía fue de inmediato a la sucursal donde Mario tenía su cuenta. Pidió el histórico de movimientos del 15 de junio en adelante. El empleado revisó el sistema. No había ningún cargo ni retiro desde el 14 de junio. La última transacción había sido un pago de servicios dos días antes de la desaparición.

Pero entonces el empleado encontró algo extraño. Dos días después de la desaparición, el 17 de junio, había un intento de compra rechazado en un Oxo de la Avenes central. El sistema lo había bloqueado porque se había ingresado mal el NIP dos veces seguidas. La hora del intento era cerca de las 11 de la noche. Lucía sintió un escalofrío.

 Alguien había intentado usar la tarjeta de Mario. El Oxo donde se había hecho el intento estaba a pocas cuadras del punto donde el celular había dado su último pink. Regresó al Oxo con esa información. Esta vez habló directamente con el gerente y le explicó la situación. El gerente revisó los registros internos y confirmó que el 17 de junio a las 23:14 horas se había hecho un intento de compra con una tarjeta que fue rechazada. le mostró a Lucía la grabación de las cámaras de seguridad de ese momento.

 En la pantalla se veía a una figura con sudadera gris y gorra, la cara semicubierta, parado frente a la caja. Era imposible distinguir rasgos faciales. La persona intentaba pagar una compra pequeña, cigarros y dos cervezas. Cuando la tarjeta fue rechazada, la figura se quedó quieta un momento, luego se dio la vuelta y salió rápido del establecimiento. Lucía pidió una copia de ese video.

 El gerente se la entregó en otra memoria USB. Era una pista concreta, la primera realmente sólida desde que habían empezado a buscar. llevó el video a la agencia del Ministerio Público. La oficial que llevaba el caso revisó las imágenes y anotó todos los detalles. La hora exacta, la vestimenta, el hecho de que la persona había salido del Oxo caminando hacia el sur.

 Pidieron a la compañía del Oxo que compartiera las grabaciones de las cámaras exteriores. El trámite tardó varios días más, pero finalmente obtuvieron acceso. En las imágenes exteriores se veía a la misma figura saliendo del Oxo, caminando rápido por la banqueta, cruzando la calle y metiéndose por un callejón oscuro. Después de eso desaparecía del campo de visión de las cámaras.

 El callejón daba hacia una zona de bodegas y talleres que cerraban temprano. Era un punto ciego sin más cámaras de seguridad. Lucía y algunos vecinos fueron a recorrer ese callejón preguntando si alguien había visto algo esa noche. Nadie recordaba nada específico. La pista de la tarjeta quedó ahí sin poder avanzar más.

Pero al menos ahora sabían que alguien tenía las pertenencias de Mario y que esa persona se movía por la misma zona donde había desaparecido. A mediados de julio, casi un mes después de la desaparición, llegó algo inesperado. Lucía recibió un mensaje de WhatsApp de un número desconocido. No había texto, solo un archivo de audio de 18 segundos.

Lo escuchó con las manos temblando. En la grabación se oía agua corriendo con fuerza, como un caño abierto o un canal concorriente. Después, a lo lejos, se escuchaba una sirena, probablemente de ambulancia o patrulla. Y había algo más, un eco, como si el sonido rebotara en paredes o en una estructura abierta.

 No había voces, no había palabras. Lucía lo escuchó varias veces tratando de identificar algo más. Luego se lo mandó a los demás miembros del colectivo. Iván, el muchacho de la tienda de celulares, sugirió llevar el audio con alguien que supiera de análisis de sonido. Conocía a un primo que estudiaba ingeniería en audio.

 Le pidieron ayuda. El primo de Iván, que se llamaba Daniel, aceptó revisar el archivo. Lo pasó por varios programas que analizaban frecuencias y aislaban sonidos específicos. Después de trabajar en eso durante dos días, les dio sus conclusiones. Según Daniel, el sonido del agua correspondía a un flujo constante, probablemente un canal o drenaje abierto. El eco sugería un espacio semiabierto.

 La sirena estaba a una distancia de entre 500 y 800 m aproximadamente. Con esa información, Lucía trazó un mapa. Buscó todas las zonas cerca del río de los remedios. donde hubiera drenajes abiertos y que estuvieran a menos de 1 km de alguna avenida principal. Había varios puntos posibles, pero uno destacaba el terreno junto al drenaje lateral donde el GPS había marcado la parada de 10 minutos.

 El colectivo organizó otro operativo de búsqueda enfocado en esa zona. Esta vez fueron mejor preparados. Consiguieron botas altas de ule, palos con ganchos en la punta para sondear el lodo y una cuerda larga. Llegaron un sábado por la mañana. El nivel del agua había bajado un poco, pero todavía había charcos profundos. El terreno olía fuerte a humedad y a descomposición. Se dividieron en grupos.

Cada grupo revisaba un sector específico avanzando en línea, sondeando el lodo con los palos. Era un trabajo lento y agotador. El sol pegaba fuerte y el calor húmedo hacía que todo fuera más pesado. Pasaron horas sin encontrar nada relevante, solo basura, escombros, pedazos de llantas viejas. Algunos ya estaban pensando en retirarse cuando uno de los voluntarios, un señor llamado Héctor, gritó desde el extremo sur del terreno. Héctor había encontrado algo enterrado en el lodo cerca del drenaje. No era grande, pero

definitivamente era algo hecho por el hombre. Llamó a los demás. Con cuidado, Héctor empezó a remover el lodo con el palo. Poco a poco fue apareciendo un objeto rectangular de plástico color negro. Lo sacaron con cuidado. Era una mochila, una mochila de nylon negra completamente cubierta de lodo y con señales de haber estado sumergida en agua.

 Lucía se acercó, la reconoció de inmediato. Era la mochila de Mario la que llevaba el día que desapareció. Le temblaban las manos cuando la abrió. Adentro estaba todo mojado y descompuesto. Había papeles ilegibles. La cartera de don Esteban con su credencial del ins todavía dentro. Algunas monedas, un llavero. Pero no estaba el celular de Mario ni su propia cartera. Alguien había sacado esos objetos antes de tirar la mochila.

 Ahí Lucía llamó de inmediato a la oficial del Ministerio Público. Le explicó lo que habían encontrado y dónde. La oficial les pidió que no movieran nada más, que acordonaran el área y esperaran. En menos de una hora llegó una unidad con dos peritos.

 Los peritos revisaron la mochila, tomaron fotografías, la metieron en una bolsa de evidencia. Después empezaron a revisar el área alrededor del punto donde la habían encontrado. Buscaban cualquier otra cosa que pudiera estar enterrada ahí. Uno de los peritos usó una varilla metálica para sondear el lodo en círculos cada vez más amplios desde donde habían encontrado la mochila. A unos 3 m de distancia, la varilla chocó con algo sólido que no era piedra ni basura común.

 El perito marcó el punto con una estaca y siguió sondeando alrededor. Encontró más resistencia en un área de aproximadamente 2 m². Los peritos decidieron no seguir excavando ese día. Necesitaban equipo especializado y más personal. Acordonaron toda el área con cinta amarilla, pusieron un par de conos naranjas en las esquinas y se llevaron la mochila para análisis forense. Lucía y el colectivo se quedaron ahí parados.

mirando la cinta amarilla moverse con el viento. Habían encontrado algo, pero no sabían qué significaba. La mochila confirmaba que don Esteban y Mario habían estado en ese lugar, pero seguían sin saber qué les había pasado. Pasaron 5co días antes de que las autoridades regresaran al terreno.

 En ese tiempo, Lucía no dejó de pensar en lo que podría estar enterrado bajo ese lodo. Apenas dormía, apenas comía. El jueves 21 de julio por la mañana llegaron al terreno tres camionetas oficiales. Bajaron seis peritos vestidos con macacones blancos, máscaras, guantes azules y botas altas. Traían palas, picos, una carretilla, lonas de plástico y varias cajas de herramientas.

También llegó personal de protección civil y dos unidades de policía que acordonaron un perímetro más amplio. No dejaron que Lucía ni ningún miembro del colectivo se acercara demasiado. Tuvieron que quedarse detrás de la cinta amarilla a unos 30 met de distancia. Los peritos empezaron a remover el lodo con palas pequeñas, trabajando en capas.

Cada vez que sacaban tierra la revisaban con cuidado antes de echarla a un lado. El proceso era lento. Pasó una hora, 2 horas. El sol subía y el calor se hacía insoportable. A media mañana, uno de los peritos se detuvo. Hizo una señal a los demás. Se juntaron todos alrededor del punto donde estaba trabajando. Lucía trató de ver qué pasaba, pero estaba demasiado lejos.

Otro perito fue a una de las camionetas y sacó una cámara grande. Empezó a tomar fotografías desde varios ángulos. Después trajeron unas lonas y las colocaron alrededor del área de excavación para bloquear la vista. Lucía sintió que las piernas le temblaban. Uno de los vecinos, don Ricardo, la sostuvo del brazo.

 Después de 36 días buscando, ahora estaban a metros de distancia de algo que podría dar respuestas. Pasaron otros 40 minutos. Los peritos seguían trabajando detrás de las lonas. De vez en cuando salía uno a buscar algo en las camionetas o a hablar por radio. Nadie se acercaba a donde estaban Lucía y los demás. Finalmente, cerca de las 12 del día, uno de los coordinadores del operativo se acercó a donde estaban esperando.

 Era un hombre de unos 50 años con el pelo gris y expresión seria. Le pidió a Lucía que lo acompañara. Caminaron juntos hacia un área techada improvisada con lonas alejada del punto de excavación. El coordinador le ofreció agua. Lucía la rechazó. Solo quería saber. El hombre respiró hondo antes de hablar.

 le dijo que habían encontrado algo en el terreno, que era probable que estuviera relacionado con el caso de don Esteban y Mario, pero que necesitaban hacer análisis más profundos antes de confirmar cualquier cosa. Le pidió paciencia. Lucía preguntó qué habían encontrado exactamente. El coordinador negó con la cabeza. le dijo que no podía darle detalles en ese momento, que había procedimientos que seguir.

 Regresó con el grupo detrás de la cinta amarilla. Todos la miraron esperando respuestas. Lucía solo pudo decir que habían encontrado algo, pero que no le habían dicho qué. Los peritos siguieron trabajando hasta entrada la tarde. A eso de las 4 empezaron a recoger sus herramientas y a empacar las lonas.

 Cargaron varias bolsas de evidencia selladas en las camionetas. El área quedó acordonada con más cinta amarilla. Las camionetas se fueron levantando polvo. Lucía y los demás se quedaron ahí parados viendo cómo se alejaban. El terreno quedó vacío otra vez. Esa noche Lucía publicó en redes sociales que las autoridades habían encontrado algo, pero que no había información oficial todavía.

 La publicación se llenó de comentarios en minutos. Nadie tenía respuestas. Los días siguientes fueron de espera angustiante. Las autoridades no daban información. La oficial del Ministerio Público le decía a Lucía que los análisis estaban en proceso, que tenía que ser paciente. El colectivo de búsqueda seguía activo.

 

 

 

 

 

 

 Algunos miembros empezaron a investigar por su cuenta sobre el motorista de la Combi. Consiguieron su nombre completo a través de contactos en el sindicato de transportistas. Se llamaba Rubén Maldonado. Tenía 48 años. Llevaba casi 20 años manejando combis en esa ruta. Ubicaron su domicilio en una colonia cercana a jardines de Morelos.

 Un par de voluntarios fueron a hacer vigilancia discreta. Vieron que Rubén salía de su casa todas las mañanas temprano. Se iba en una moto hacia la base de combis y regresaba por las tardes. Vida normal, rutinaria. Decidieron no confrontarlo directamente. No querían alertarlo ni entorpecer la investigación oficial.

 Mientras tanto, Lucía recibió una llamada de la oficial del Ministerio Público. Le pidió que fuera a las oficinas. Cuando llegó, la hicieron pasar a un cubículo privado. La oficial estaba acompañada de otra persona, un perito forense. Le dijeron que los análisis preliminares de lo encontrado en el terreno habían arrojado resultados, pero que necesitaban que ella identificara algunos objetos.

 Le mostraron fotografías. En las imágenes se veía el bastón de don Esteban. Estaba partido a la mitad, cubierto de lodo, pero era inconfundible. El mango curvo de madera, el color café oscuro. También había fotografías de ropa, una camisa a cuadros en tonos grises y negros, un pantalón oscuro, una gorra gris.

 Todo empapado, descompuesto, pero reconocible. Lucía confirmó que sí. que esos objetos pertenecían a don Esteban. Luego le mostraron más fotografías, una playera gris, pantalón de mezclilla, un cinturón de cuero negro. Lucía reconoció la ropa de Mario.

 La oficial le explicó que el área donde habían encontrado todo eso mostraba señales de haber sido removida recientemente, probablemente en las semanas posteriores a la desaparición. El lodo había sido excavado, los objetos depositados ahí y luego vuelto a cubrir. Era un entierro deliberado. Lucía preguntó si habían encontrado algo más. La oficial se quedó callada un momento.

Luego le dijo que sí, que habían encontrado otras cosas, pero que no podía darle detalles todavía porque los análisis forenses aún estaban en curso. Lucía salió de ahí con más preguntas que respuestas. Sabía que don Esteban y Mario habían estado en ese terreno. Sabía que alguien había enterrado sus pertenencias ahí, pero no sabía qué había pasado con ellos.

 Compartió la información con el colectivo. Todos coincidieron en que la situación apuntaba a algo grave. Decidieron intensificar la vigilancia sobre Rubén, el motorista. Pasaron dos semanas más. A principios de agosto, la oficial del Ministerio Público volvió a llamar a Lucía. Esta vez el tono era diferente, más serio. Le pidió que fuera a las oficinas de nuevo, pero que fuera acompañada de algún familiar cercano.

Lucía llamó a su esposo. Fueron juntos. Cuando llegaron, los hicieron pasar a una sala más grande donde había varias personas: la oficial, dos peritos, un psicólogo y alguien que se identificó como representante de la comisión de víctimas. Les dijeron que se sentaran. La oficial empezó a hablar.

 La oficial explicó que después de analizar todo lo encontrado en el terreno, habían decidido regresar al lugar para hacer una excavación más profunda y extensa. El operativo estaba programado para el lunes 15 de agosto. Les pidió que no fueran al lugar ese día. Lucía preguntó por qué necesitaban regresar. La oficial le dijo que había indicios de que podría haber más evidencia enterrada.

 No dio más detalles. El psicólogo intervino para decirles que se prepararan emocionalmente para cualquier resultado. Esa semana fue eterna para Lucía. No podía concentrarse en nada. El lunes 15 de agosto amaneció nublado. Lucía no pudo quedarse en casa. A pesar de que le habían pedido que no fuera, se dirigió al terreno junto con varios miembros del colectivo.

 Llegaron cerca de las 8 de la mañana. El operativo ya estaba montado. Habían llegado más unidades que la vez anterior. Cinco camionetas oficiales, una ambulancia, dos patrullas, un vehículo de protección civil. El perímetro acordonado era mucho más amplio. Había al menos 10 peritos trabajando, todos con equipo completo.

 Macacones blancos tipo Tibec, guantes azules, máscaras, cofias, botas altas. También había personal con cámaras y alguien coordinando el movimiento. Esta vez el acordonamiento era estricto. Habían puesto barricadas metálicas y había policías vigilando. Lucía y el grupo se quedaron a unos 50 met de distancia. Los peritos trabajaban de forma metódica. Habían dividido el terreno en cuadrículas marcadas con estacas y cuerdas.

Cada cuadrícula era excavada por separado con palas pequeñas y herramientas manuales. Todo manual para no dañar posible evidencia. Pasó la mañana. Los peritos seguían trabajando bajo el sol. De vez en cuando alguno se detenía, llamaba a un compañero, se arrodillaban juntos a revisar algo.

 A eso de la 1 de la tarde hubo movimiento diferente. Varios peritos se juntaron en un punto específico cerca del drenaje lateral. Empezaron a trabajar con más cuidado usando brochas y herramientas muy pequeñas. Trajeron lonas grandes y las colocaron alrededor, formando una carpa que bloqueaba completamente la vista. Lucía sintió que el corazón se le aceleraba. Pasó casi una hora sin que saliera nadie de la zona techada.

Finalmente, el coordinador del operativo salió y caminó hacia donde estaban las autoridades que supervisaban. Hablaron en voz baja durante varios minutos. Después de esa conversación, trajeron más lonas, ampliaron el área techada, trajeron también unas cajas grandes de plástico blanco del tipo que se usa para transportar evidencia delicada.

 Lucía quería acercarse, preguntar, saber qué estaba pasando, pero los policías no dejaban pasar a nadie. El operativo continuó hasta que empezó a oscurecer. Cerca de las 6 de la tarde, los peritos comenzaron a salir de la zona techada. Cargaron varias cajas selladas hacia las camionetas.

 Fueron al menos seis cajas grandes, además de varias bolsas de evidencia. No desmontaron las lonas, dejaron todo el área techada tal cual con vigilancia policial permanente. El coordinador informó que el operativo continuaría al día siguiente temprano. Las camionetas empezaron a salir. Lucía intentó acercarse a alguno de los peritos, pero no le dijeron nada.

 Esa noche el colectivo se reunió en casa de Lucía. Nadie sabía qué decir. Todos intuían que habían encontrado algo grave, pero sin confirmación oficial, solo quedaba esperar. El martes 16 de agosto, el operativo se reanudó temprano. Lucía y varios miembros del colectivo regresaron al terreno. La escena era similar.

 Peritos trabajando detrás de las lonas, vehículos oficiales estacionados, el perímetro acordonado. Pero había algo diferente en el ambiente. Los peritos se movían con más cautela, había más personal de apoyo. La tensión se sentía incluso desde la distancia. A media mañana llegó otra camioneta. Bajaron dos personas más con equipo especializado. Llevaban maletas metálicas grandes y equipo fotográfico profesional.

Lucía se acercó a uno de los policías y le preguntó si podía hablar con alguien del operativo. El coordinador salió después de media hora. Se veía cansado, con el rostro sudoroso y expresión seria. Le dijo que entendía su desesperación. le explicó que había procedimientos estrictos que seguir, que todo tenía que documentarse correctamente.

 Le prometió que en cuanto tuvieran resultados confirmados, ella sería la primera en saberlo. Lucía le preguntó directamente qué habían encontrado. El coordinador le dijo que habían localizado evidencia significativa relacionada con el caso, pero que no podía dar detalles hasta que los análisis forenses estuvieran completos. El miércoles 17 de agosto, el operativo continuó. Esta vez Lucía no fue.

 Se quedó en casa esperando una llamada. La llamada llegó el jueves 18 de agosto por la tarde. Era la oficial del Ministerio Público. Le pidió que fuera a las oficinas de inmediato, acompañada de familiares cercanos. Lucía llamó a su esposo y a su hermana. Cuando llegaron, los hicieron pasar a una sala privada. Estaba la oficial.

 dos peritos, el psicólogo y un médico forense. La oficial empezó a hablar con voz pausada. Les informó que el operativo había concluido, que habían logrado recuperar evidencia crucial relacionada con la desaparición de don Esteban y Mario. Hizo una pausa larga, luego continuó. Les dijo que lamentaba tener que darles esta información. Habían encontrado restos humanos en el terreno, dos personas.

 Los análisis preliminares indicaban que correspondían a un hombre de edad avanzada y un hombre adulto de mediana edad. Lucía sintió que todo se le venía encima. Su esposo la sostuvo. La hermana empezó a llorar. El médico forense explicó que los restos habían sido encontrados en una cova poco profunda, a unos 5 m del punto donde habían localizado la mochila. Estaban envueltos en plástico industrial y asegurados con cadenas oxidadas.

 Al lado había un tonel metálico de 200 L que también estaba encadenado. El estado de los restos indicaba que llevaban varias semanas ahí, probablemente desde poco después de la desaparición. La oficial agregó que las pruebas de ADN estaban en proceso para confirmar la identidad de forma definitiva. Les entregó un documento oficial donde se detallaba lo encontrado.

 Lucía preguntó cómo habían muerto. El médico forense dijo que los análisis completos tomarían más tiempo, pero que había señales de trauma físico. La oficial les informó que la investigación ahora se enfocaba en determinar quiénes eran los responsables. les aseguró que estaban siguiendo varias líneas de investigación.

 El psicólogo les ofreció apoyo profesional, les dio números de contacto, pero Lucía apenas escuchaba. Salieron de las oficinas cuando ya estaba oscureciendo. Afuera los esperaban varios miembros del colectivo. Cuando vieron las caras de Lucía y su familia, entendieron sin necesidad de palabras. Esa noche Lucía publicó en redes sociales con profundo dolor.

 Les informo que hoy las autoridades nos confirmaron el hallazgo de los restos de don Esteban y Mario. Gracias a todos los que nos ayudaron en la búsqueda. Pedimos justicia. La publicación se llenó de mensajes de condolencias, de rabia, de impotencia. En los días siguientes al hallazgo, la investigación tomó un rumbo más activo.

 Las autoridades empezaron a interrogar formalmente a varias personas relacionadas con la ruta de combis. Rubén Maldonado, el motorista, fue citado nuevamente para ampliar su declaración. admitió que sí había hecho una parada fuera de ruta ese 15 de junio, pero insistió en que había sido solo para esperar a que pasara el aguacero.

 Cuando le mostraron los registros del GPS, que indicaban 10 minutos de parada en un lugar específico, se quedó callado. Pidió un abogado. Los peritos seguían trabajando en el análisis de todo lo recuperado. Las cadenas oxidadas y el tonel fueron rastreados hasta un taller de herrería y una chatarrería de la zona. Uno de los dueños recordaba haber vendido cadenas similares a un hombre que pagó en efectivo tres días después de la desaparición.

Había llegado en moto. Esa información encajaba con el perfil de Rubén. Los investigadores obtuvieron una orden para revisar su domicilio y vehículo. En la revisión encontraron ropa con manchas rojizas enviadas a análisis. En la cajuela de su moto hallaron restos de lodo que coincidía con el del terreno junto al drenaje.

 También encontraron un celular desarmado que correspondía al modelo que usaba Mario. Con esa evidencia detuvieron formalmente a Rubén. Lo acusaron de estar involucrado en la desaparición y muerte de don Esteban y Mario. La línea de investigación se amplió para buscar posibles cómplices. Los otros pasajeros que supuestamente iban en la combi ese día fueron localizados.

 Algunos dieron versiones contradictorias. Otros admitieron que sí habían visto una discusión, que el chóer se había puesto violento, pero que por miedo no habían dicho nada. Un testigo clave fue un muchacho de 19 años que había ido con audífonos. Recordaba que el chóer se había detenido y había obligado a bajar a todos, excepto a don Esteban y Mario. Les había dicho a los demás que siguieran a pie.

 La mayoría había obedecido por temor. Para finales de agosto de 2016, Rubén seguía detenido enfrentando cargos formales. La investigación continuaba determinando si había actuado solo o con ayuda. Se revisaban sus contactos, llamadas, mensajes. Lucía y el colectivo seguían pendientes de cada avance.

 Asistían a las audiencias, presionaban para que el caso no se archivara. Las redes sociales seguían activas compartiendo actualizaciones. El terreno junto al río de los remedios quedó marcado como zona de investigación activa. Las autoridades seguían haciendo rastreos en áreas aledañas. Los análisis de ADN confirmaron oficialmente que los restos correspondían a don Esteban y Mario.

 La familia pudo finalmente realizar los trámites para el proceso de identificación y posterior entrega. El caso seguía abierto, las investigaciones continuaban. La búsqueda de justicia no terminaba con el hallazgo, apenas comenzaba el largo proceso legal para que los responsables enfrentaran las consecuencias.

 ¿Quieres seguir casos reales como este y conocer sus desenlaces? Registra tu correo para recibir actualizaciones de investigaciones verdaderas que impactaron comunidades enteras.