Durante el VELATORIO, médico ROBA EL CUERPO del ataúd y deja a todos EN SHOCK, pero un detalle…

médico interrumpe el velatorio de su prima fallecida, retira el cuerpo del ataú y grita, “¡Mirad esto en su cuerpo, no voy a dejar que la entierren.” Con el cuerpo aún en brazos, él sale corriendo por el cementerio. Al ver la revelación, los padres y los parientes de la fallecida entran en pánico y lloran desesperados. “Andrés, suelta su cuerpo ahora.

” “¿Estás loco?”, gritó una mujer con la voz resonando por todo el salón. El velatorio, que hasta segundos antes era silencioso y lleno de luto, se transformó en un lugar de gritos y confusión. “Aléjense, no se acerquen.” Perró Andrés con la voz ronca y desesperada. Él sujetaba el cuerpo de Mercedes con fuerza, como si nada más existiera aparte de ella.

 Los ojos del chico estaban muy abiertos y el rostro sudoroso mostraba claramente un estado de descontrol. Temblaba, respiraba rápido y parecía no oír nada de lo que sucedía a su alrededor. Los gritos aumentaron. La gente se levantó asustada. Algunos lloraban alto sin creer lo que veían. Otros murmuraban conmocionados, como si intentaran convencerse de que aquella escena no era real.

 Algunos simplemente se quedaron inmóviles, incapaces de reaccionar. “Hijo, suéltala. Por el amor de Dios, para con eso”, pidió el padre de Andrés, tembloroso. El Señor dio un paso al frente, extendiendo las manos como si pudiera calmar al hijo solo con su presencia. Andrés, sin embargo, ya no oía nada.

 Para él no había gritos, no había tumulto, solo estaba Mercedes. El rostro de la prima, pálido y sin vida, era todo lo que importaba. “Llamen ahora a la policía”, gritó alguien de la multitud. La frase causó aún más agitación. Las personas miraron alrededor, unas corrieron hacia la puerta, otras intentaron sacar el móvil. Andrés ignoró a todos.

 Su corazón latía demasiado rápido y una de las manos fue hasta el rostro de Mercedes. “No estoy delirando, no lo estoy”, gritó mirando fijo a la prima. Sé que es verdad”, dijo con un tono perturbado que asustó aún más a los presentes. Una señora se desmayó en un rincón siendo amparada rápidamente por un familiar.

 Un tío más mayor llevó la mano al pecho, sintiendo dificultad para respirar ante la escena. El sacerdote que conducía la ceremonia intentó alzar la voz para calmar a todos. “Por favor, mantengan la calma, hijos míos”, pidió. Pero sus palabras fueron ahogadas por la desesperación general.

 “Mercedes, ¿dónde estás? ¿Dónde estás?”, preguntó Andrés en voz alta, repitiendo varias veces, incluso con el cuerpo de la prima en brazos. Su tono era el de alguien que buscaba una respuesta inmediata. “Por el amor de Dios, Andrés”, insistió el padre intentando acercarse más. “Para inmediatamente con esa escena patética y devuelve el cuerpo de Mercedes al ataúd.

 Tu dolor no justifica que actúes así”, dijo. La voz entrecortada por el llanto y la vergüenza ante la familia reunida. Andrés retrocedió aún más con pasos firmes hacia atrás, como si el padre fuese una amenaza. Abrazó el cuerpo con más fuerza y gritó, “Ustedes no entienden. Tengo que saber dónde está.” Solo Dios sabe dónde está su alma.

 dijo, “Estás perturbado, ni pareces tú mismo, Andrés”, respondió el padre intentando usar un tono más calmado. No, ustedes no entienden nada, gritó el chico con los ojos rojos y el rostro cubierto de lágrimas. Andrés, mírame, dijo una de las tías entre lágrimas. Nadie aquí daño. Necesitas soltar a Mercedes.

 Aléjate! Replicó él, la respiración entrecortada, dando señales de que podía salir corriendo en cualquier momento. El clima se volvió aún más tenso. Las personas se movían nerviosas, unas intentando ayudar, otras solo observando conmocionadas. El lugar, lleno de flores y velas, parecía demasiado pequeño ante la confusión. Dámela, hijo, te lo estoy pidiendo”, dijo nuevamente el padre con las manos temblando.

“Por el amor de Dios, que alguien haga algo”, gritó un pariente más lejano. “¡Calma, nadie le toque”, respondió el padre rápidamente, intentando mantener algún control de la situación. Un niño empezó a llorar fuerte en brazos de su madre y la mujer se lo llevó apresurada hacia afuera. La desesperación solo aumentaba.

 Andrés miró alrededor. Voy a salir de aquí con ella. Amenazó dando un paso hacia un lado con la mirada puesta en la puerta. No, hijo, no hagas eso. Mírame a los ojos. Sabes que te amo. No necesitas huir. Mercedes está con Dios ahora. Necesitas aceptarlo pidió el padre intentando mantener el contacto visual.

 No lo acepto, respondió Andrés gritando con todas sus fuerzas. Todo el salón enmudeció por unos segundos. Nadie se atrevía a dar un paso. El clima era de miedo absoluto. Y entonces, de repente, un estruendo brutal lo interrumpió todo. El sonido fue tan fuerte que hizo que todos se agacharan de inmediato. Andrés fue alcanzado en el pecho. El dolor fue inmediato y profundo.

 Sus ojos se abrieron aún más y el cuerpo perdió firmeza. Las piernas se dieron y empezó a caer hacia atrás. Aquel hombre está armado”, gritó alguien. “Agách”, bramó otra voz y todos se lanzaron al suelo, protegiéndose la cabeza con las manos. Andrés parpadeó varias veces intentando entender qué había pasado. El suelo estaba frío y duro cuando su cuerpo cayó sin fuerzas para levantarse.

 

 

 

 

El mundo a su alrededor parecía distante. Las voces de las personas, los llantos, los gritos, todo fue quedando amortiguado como si se estuviera alejando. El chico sentía el cuerpo pesado, el pecho ardiendo. La visión empezó a oscurecerse por los bordes mientras aún sujetaba el cuerpo de su prima.

 El padre dio un paso al frente, pero se detuvo desesperado, sin saber qué hacer. Andrés britó, pero no obtuvo respuesta. Antes de que la conciencia se apagara del todo, un último pensamiento cruzó por su mente. Con la voz casi desvaneciéndose en medio del dolor, Andrés murmuró, “Mercedes, ¿dónde estás?” Antes de todo lo que ocurrió en el velatorio y del momento fatídico que marcaría para siempre la vida de Andrés, su rutina era absolutamente normal.

 Seguía su carrera, estudiaba, hacía planes y en medio de todo eso tenía la compañía de Mercedes, su prima y su mejor amiga. Desde que eran pequeños, los dos eran inseparables. Jugaban en el mismo patio, estudiaban juntos, guardaban secretos el uno del otro. Cuando uno necesitaba desahogarse, el otro siempre estaba cerca. Cuando uno caía, el otro ayudaba a levantar.

 Era como si no hubiera espacio para secretos o barreras entre ellos. Mercedes y Andrés tenían una relación tan fuerte que muchas veces las personas a su alrededor comentaban que parecían hermanos y en cierto modo lo eran, no solo por la sangre, sino por la amistad inquebrantable que mantenían aún en la infancia. Pasaban horas soñando con el futuro.

 Cuando seamos adultos, vamos a estudiar medicina y a salvar muchas vidas. No va a ser muy guay, decía Mercedes riendo, llena de entusiasmo. Andrés siempre respondía en el mismo tono, con energía y confianza. Sí, vamos a ser los mejores y a volvernos muy famosos y ricos. Jaja,” decía él haciendo gracia y los dos rompían a reír.

 Esas frases se repitieron tantas veces que se convirtieron casi en un juramento entre ellos. La idea de ser médicos no era solo un sueño, era una meta real, un compromiso. Y así siguieron. Pasaban tardes enteras estudiando, muchas veces con pilas de libros alrededor. Se animaban mutuamente, intercambiaban resúmenes, discutían sobre asignaturas y siempre terminaban diciendo que iban a vencer juntos.

 El futuro parecía tan cierto que para ellos nada podría estorbar. Mercedes era una chica diferente. Tenía una alegría que llamaba la atención de todos. Su risa era espontánea y su presencia iluminaba cualquier ambiente. Bastaba con que entrara en una sala para que todos lo notaran. Siempre estaba dispuesta, animada y con un comentario divertido.

 En las reuniones familiares era ella quien rompía cualquier silencio con un chiste. En los cumpleaños siempre inventaba juegos que hacían reír a todo el mundo. Andrés la observaba muchas veces y pensaba que su energía parecía inagotable. Si existe alguien que nunca va a perder la alegría, esa alguien es Mercedes, decía para sí mismo.

 Pero en la adolescencia, Andrés empezó a notar algo extraño. Aquel brillo que siempre había existido en Mercedes comenzó a disminuir. La prima, que siempre había sido habladura y llena de vida, empezó a quedarse más callada. ¿Qué será lo que le está pasando? Siempre fue tan vibrante y feliz. Y ahora anda tan silenciosa y extraña pensaba Andrés intentando entender. Los cambios eran claros.

 Mercedes empezó a evitar encuentros. Decía que estaba cansada, demasiado ocupada. Cuando aparecía, su expresión era diferente. Había tensión en sus ojos como si cargara algo escondido. Andrés percibió también otra cosa. A veces, cuando alguien la tocaba por sorpresa, Mercedes se encogía como si estuviera lista para defenderse.

 Era un gesto rápido, pero imposible de no notar. Al principio, Andrés intentó no dar tanta importancia. Pensó que podría ser solo cansancio, tal vez estrés de la escuela. Pero con el tiempo quedó evidente que no era algo pasajero. Las cosas empeoraron. Mercedes comenzó a inventar excusas. Andrés conocía bien el modo de ser de su prima y se daba cuenta cuando mentía. Era fácil notarlo.

 Ella desviaba la mirada o respondía con frases cortas y secas. Además, siempre había miedo en sus ojos, un miedo que no conseguía esconder. Andrés pasaba noches en vela acostado en la cama, recordando cada detalle. Una conversación interrumpida a medias, una lágrima escondida, la forma en que se callaba cuando alguien mencionaba el nombre del padrastro.

Intentaba juntar las piezas, pero aún no conseguía montar el rompecabezas. La preocupación de Andrés crecía cada día. Quería creer que nada grave estaba pasando, pero el comportamiento de la prima no dejaba dudas. Había algo mal. Fue una noche cuando todo quedó más claro. Andrés llegó de sorpresa a casa y encontró a Mercedes en el patio.

 Estaba sentada en el suelo abrazando sus propias rodillas con la cabeza baja. El rostro estaba hinchado, los ojos rojos de tanto llorar. Andrés sintió que se le encogía el corazón. Mercedes, ¿qué está pasando? preguntó él agachándose para quedar a la misma altura que la prima. Ella levantó la cabeza rápidamente intentando recomponerse. Se pasó las manos por la cara intentando disimular.

 Forzó una sonrisa y respondió, “No es nada. Solo estaba pensando.” Intentó levantarse, pero Andrés le sujetó el brazo con firmeza. “No me mientas, Lari, te conozco bien”, dijo él serio, mirándola a los ojos. Por unos segundos, Mercedes se quedó inmóvil. Su respiración se volvió rápida, los labios le temblaban. El silencio se alargó.

 Andrés, atento, no apartaba la mirada, esperando que por fin hablara, pero en lugar de palabras llegaron las lágrimas. No consiguió controlarlas. Las lágrimas volvieron a caer, aún más fuertes, corriendo sin parar por su rostro. Andrés sintió el estómago revuelto. Odiaba ver sufrir a su prima. Mercedes, por favor, háblame. Estoy aquí para ayudarte.” Dijo en tono bajo, casi suplicando.

 Ella lloraba sin poder controlarse. Los hoyosos cortaban sus frases. Todo su cuerpo temblaba, los hombros subían y bajaban como si estuviera a punto de desmoronarse allí mismo. “No puedo más”, murmuró ella, casi sin voz. “No puedes más con qué. Habla conmigo”, insistió Andrés nervioso, pero intentando mantener la calma para no asustarla aún más. Mercedes respiró hondo, pero la voz le salió entrecortada.

 Parecía luchar contra sí misma, como si tuviera miedo de decir lo que necesitaba decir. Andrés, viendo aquello, insistió, “¿Confías en mí?” “No soy tu primo, tu familia. Voy a protegerte, Mercedes. Solo dime qué está pasando. Fue entonces cuando bajó la mirada. El silencio se volvió pesado y solo sus soyosos llenaban el aire hasta que con un hilo de voz casi sin fuerzas habló.

Es por culpa de él, Andrés. Es todo culpa de mi padrastro. La frase cayó como un peso insoportable. Andrés se quedó paralizado. Su mente parecía intentar entender y al mismo tiempo rechazar aquella información. El corazón se le aceleró y tuvo que respirar hondo para no perder el control ante la revelación.

 La sujetó por los hombros, mirándola directamente a los ojos. “¿Qué me estás diciendo, Mercedes? ¿De qué estás hablando? ¿Qué te hizo?”, preguntó con la voz firme, pero tomada por una rabia contenida. Mercedes, llorando, cerró los ojos y negó con la cabeza como si no tuviera fuerzas para continuar. Andrés acercó el rostro casi implorando. Por favor, dímelo. Necesito entender. No puedes cargar con esto sola.

Sus lágrimas se mezclaban con las de ella. El corazón de Andrés se aceleró y necesitó respirar hondo antes de conseguir abrir la boca. Mercedes se secó rápidamente las lágrimas, pero el llanto volvía en oleadas que no conseguía controlar. Sé que no lo parece, pero él es un hombre muy fingido y cruel.

 Me afecta psicológicamente, me amenaza todo el tiempo. Ya no sé qué hacer. Aseguró que si yo le contaba a alguien mi situación, algo muy malo iba a pasar. Y si intentaba escapar, sería aún peor”, dijo ella soyosando. Sus manos vibraban y la respiración estaba desacompasada. Era la primera vez que alguien la escuchaba de verdad y el peso de sus palabras parecía arrancarle cada pedazo de fuerza que aún le quedaba. La sangre de Andrés sirvió.

 El odio se adueñó de él de forma inmediata. Ya no había espacio para la duda ni para la indecisión. Hasta aquel momento, lo que Andrés sabía de Joaquín era solo lo que todos comentaban. Un hombre riquísimo, con una imagen pública de respeto, influyente en los negocios y dentro de la propia familia. Un padrastro que aparentaba cuidar bien de todos, un sujeto al que muchos admiraban.

 Jamás en toda su vida Andrés podría imaginar que dentro de casa ese hombre era en realidad un monstruo, alguien que maltrataba justamente a la persona que él más amaba y quería proteger. El suelo pareció desaparecer bajo los pies de Andrés. Recordó todas las veces que había estrechado la mano de Joaquín en cenas familiares, escuchando elogios sobre su generosidad.

 Recordó como el padrastro era siempre el centro de atención, contando historias con ese aire de autoridad que todos respetaban. Ahora cada recuerdo parecía veneno. Andrés sentía náuseas solo de pensar que ese mismo hombre usaba máscaras también elaboradas para esconder su crueldad. El choque fue devastador, pero la indignación fue aún mayor.

 Miró fijamente a Mercedes, apretó los puños y dijo, “Pues esto se acaba ahora.” Su voz salió firme, dura, sin espacio para cuestionamientos. Mercedes abrió mucho los ojos, asustada. No esperaba una reacción tan intensa. No, Andrés, no lo entiendes, gritó sujetándole el brazo. Él dijo que si yo se lo contaba a alguien iba a hacer algo. No sabes de lo que es capaz.

Andrés se acercó aún más, sujetando sus manos. ¿Y qué más puede hacer que no haya hecho ya? preguntó mirándola a los ojos. Escucha bien lo que voy a decirte. No estás sola. Nunca lo estuviste. Voy a ayudarte para que esto termine inmediatamente. Sus palabras sonaron como una promesa.

 Por primera vez, Mercedes alzó la mirada y pareció ver una salida como si estuviera ante una puerta abierta después de pasar tanto tiempo encerrada en un cuarto oscuro. Respiró hondo, pero la respiración era corta, quebrada. ¿Será posible? pensó aún con dudas. La confianza de Andrés era un faro en medio de la oscuridad en la que vivía, pero el miedo todavía la mantenía atrapada.

 El toque firme del primo, sin embargo, fue como un recordatorio de que existía alguien dispuesto a protegerla con su propia vida. A la mañana siguiente, los dos se levantaron temprano. Andrés insistió en acompañarla a la comisaría. Mercedes estaba nerviosa. Todo su cuerpo se sacudía. A cada paso miraba hacia atrás como si estuviera segura de que la seguirían.

 La mano le sudaba y el corazón parecía latir tan alto que podría oírse de lejos. Andrés, no sé si puedo murmuró vacilante ya en la puerta de la comisaría. Si puedes, estoy contigo y no me voy a apartar de tu lado respondió el primo firme sujetándole el hombro para transmitir seguridad. Ella cerró los ojos por unos segundos, como si reuniera la última reserva de valor que le quedaba.

 El edificio de la comisaría, con sus paredes frías y puertas pesadas, parecía más aterrador que acogedor, pero la presencia de Andrés a su lado era lo que la mantenía en pie. Él, por su parte, la sujetaba firme, como si temiera que pudiera desmoronarse en cualquier instante. Y así entraron. La declaración fue difícil, larga y dolorosa.

 Mercedes lloró varias veces, pero no se echó atrás. Al final de ese día, la denuncia estaba hecha. Sus palabras registradas en un documento ahora eran oficiales. Por precaución, Mercedes fue llevada a casa de su tía, la madre de Andrés. Allí estaría a salvo, lejos del padrastro. En aquella casa el ambiente era de vigilancia constante.

 Puertas cerradas con llave, ventanas comprobadas dos veces, teléfonos desconectados siempre que era posible. La tía de Mercedes la abrazó fuerte, prometiendo que nada malo volvería a ocurrir. Cuando los crímenes cometidos por Joaquín salieron a la luz, el escándalo dentro de la familia fue inmediato. Los comentarios se difundieron en cuestión de horas. Algunos parientes se negaban a creer, diciendo que era imposible, que Mercedes debía de estar exagerando.

 Otros se indignaron, enfurecidos por el hecho de que nadie lo hubiera percibido antes, pero las pruebas eran incontestables. Lo que Mercedes presentó a la policía no dejaba dudas y ante la verdad, hasta los que intentaron negar tuvieron que aceptar. La madre de Mercedes fue una de las más afectadas por la revelación.

Estaba en shock. destrozada por no haber percibido nada, se acercaba a su hija con lágrimas corriendo y repetía sin parar, “Hija mía, perdóname, mi amor. Debería haberme dado cuenta de lo que estaba ocurriendo y ayudarte. Perdóname, por favor.” Mercedes, aún frágil, intentó calmar a su madre. “Tranquila, mamá, no te culpes. No tenías cómo saberlo.

 Joaquín engañó a todo el mundo.” Dijo secándole el rostro a su madre con las manos. La escena le partía el corazón a Andrés. Ver a tía y sobrina llorando juntas, tan destruidas, hizo crecer en él aún más el sentimiento de responsabilidad. En aquel momento, aún tan herida, Mercedes mostraba una fuerza que sorprendía a todos.

 Parecía sacar valor de donde ya no quedaba nada. Días después llegó el momento decisivo. Detuvieron a Joaquín. La escena fue deplorable. El hombre que antes exhibía soberbia y respeto, ahora estaba esposado, siendo llevado ante todos. La máscara cayó. Gritaba insultos, escupía palabras de odio. Vais a pagar por esto. Tú también, Mercedes. Y tú, Andrés, no pienses que has salido vencedor.

 

 

 

 

 

Bramó completamente trastornado. Andrés, con los puños apretados tuvo que ser contenido por los policías que acompañaban la escena. Mercedes con la cabeza baja solo lloraba, pero dentro de ella había alivio. El peso que cargaba parecía por fin disolverse. Camino a la patrulla, los vecinos observaban la escena en silencio, algunos incrédulos, otros murmurando improperios contra Joaquín.

 La imagen de él, siendo empujado por los policías, gritando como un condenado, jamás saldría de la memoria de Andrés. Con la prisión del padrastro, poco a poco, Mercedes volvió a respirar, a sonreír y a vivir como antes. Cada día mostraba más señales de la niña de antaño, habladora, alegre, llena de energía. Andrés lo observaba todo en silencio, pero por dentro celebraba.

 Gracias a Dios, tengo a mi vieja Mercedes de vuelta, pensaba emocionado. El pasado estaba resuelto. El monstruo estaba entre rejas. Al menos eso era lo que ellos creían en ese momento. Algunos años después, ya más mayores y con la carrera consolidada, Andrés y Mercedes eran médicos respetados. Compartían la pesada rutina de las guardias, revisaban casos juntos y se cruzaban miradas cómplices en los pasillos.

 Para ambos, trabajar codo a codo con su persona favorita en el mundo era un privilegio raro y cada turno parecía reforzar ese lazo. En una noche como tantas, la sala de descanso estaba silenciosa, iluminada solo por la luz fría del pasillo que entraba por la puerta entornada. El aire olía a café viejo y a alcohol de 70. Sobre la mesita dos tazas olvidadas.

 Aunque agotados, había satisfacción en el rostro de los dos. Una urgencia bien resuelta, un diagnóstico difícil acertado, una familia reconfortada. Si bebo un sorbo más de esto, creo que el estómago se me va a disolver, dijo Andrés haciendo una mueca y girando la taza entre los dedos.

 Dices eso todas las noches y al día siguiente estás aquí otra vez bebiendo este veneno? Respondió Mercedes, apoyando la barbilla en la mano y soltando una risa corta. Es porque la otra alternativa sería no tomar y acabar desmayándome en medio de una cirugía”, dijo él con humor, levantando la taza como quien hace un brindis sin gracia. La médica negó con la cabeza aún riendo.

 Enseguida la sonrisa disminuyó y dio lugar a una mirada pensativa. “¿Te has dado cuenta de cómo hemos conseguido todo lo que queríamos?” preguntó Mercedes, enderezando la postura y encarando al primo. “Sí”, dijo Andrés abriendo una sonrisa. Pero también me di cuenta de que no explicaron que la parte de salvar vidas venía acompañada de tantas noches seguidas sin dormir. Una alimentación horrible y cafeína en vena. Habló con una sinceridad bien humorada.

Mercedes soltó una carcajada sincera inclinando la cabeza hacia atrás. Cuando la risa se dio, sus ojos se perdieron por un instante, como si algo antiguo hubiera tocado la memoria. Valió la pena, ¿no? Después de todo, dijo ella más seria, frotando el pulgar en el borde de la taza. Andrés mantuvo la mirada en ella por un momento.

 Sabía que Mercedes evitaba hablar del pasado porque eso le traía recuerdos difíciles. El asunto del padrastro, la denuncia, todo lo que ocurrió parecía guardado en un lugar que ella rara vez sabría. El médico solía respetar ese límite. Siempre valió la pena, dijo él simple y verdadero, posando la mano sobre su hombro por un segundo. La respuesta bastó.

 Mercedes asintió levemente, respiró hondo e intentó volver al ritmo de la noche. El descanso, sin embargo, terminó allí. La puerta de urgencia se abrió con fuerza y el ruido resonó en el pasillo. “Llegó un paciente”, dijo Andrés dejando la taza a un lado. Esa madrugada los pasillos estaban más tranquilos de lo habitual. El sonido de los pasos disminuía y crecía conforme algún técnico pasaba apresurado.

 El pitido de los monitores iba y venía, y de vez en cuando una voz baja pedía material en enfermería. “Se acabó el descanso”, dijeron los dos casi a la vez. lo que generó una risa rápida antes de levantarse.

 Andrés se dirigió a la mesa de los historiales clínicos, revisó pruebas, firmó solicitudes, comprobó evoluciones. Mercedes fue directa a la consulta. El nuevo paciente esperaba. El hombre tenía un aspecto rudo. Era muy delgado, con barba de varios días, ropa gastada y sucia en las mangas. Las manos mostraban marcas de trabajo duro. No parecía grave a primera vista.

 Estaba consciente, hablaba poco, mantenía la mirada baja. Aún así, Mercedes decidió atenderlo personalmente, sin delegárselo a un residente. Hizo preguntas de rutina, tomó constantes, pidió pruebas básicas, nada fuera del protocolo. Aún así, había algo inusual en su manera de comportarse.

 La médica hablaba en un tono más bajo de lo habitual, se acercaba demasiado al paciente para escuchar. evitaba que la técnica de enfermería se quedara cerca. Al otro lado del pasillo, Andrés lo notó, alzó los ojos de los papeles y se quedó observando. Conocía a su prima como pocos. Reconocía el ritmo de su voz cuando estaba confiada y también cuando había inquietud. Y esa postura de apartar a colegas con gestos discretos no era común en ella.

 Mercedes salió un instante para [ __ ] un formulario. Andrés se cruzó con ella en el paso. ¿Todo bien? Preguntó casual, pero atento a la menor señal. Todo respondió Mercedes sin detenerse con una sonrisa breve. Andrés se quedó parado un segundo mirándola alejarse. La mala sensación no se iba. Intentó convencerse de que era solo el cansancio de la guardia. respiró hondo y volvió a los papeles.

 Pero conforme pasaron los minutos, la desconfianza solo aumentó. La vio cuando la enfermera intentó entrar en la consulta con una bandeja y Mercedes educada pidió, “Déjalo aquí fuera, por favor, yo misma lo llevo.” También la vio cuando un residente se acercó y ella dijo, “Yo atiendo. ¿Puedes seguir con el caso de la sala dos?” Aquello selló su decisión. Andrés dejó el bolígrafo, se pasó la mano por la cara y fue hasta la consulta.

 Esperó a que Mercedes apareciera en el pasillo y abordó a su prima sin rodeos. Mercedes, ¿quién es él? Preguntó Andrés cruzando los brazos y sosteniendo su mirada. Ella se giró deprisa como quien ha sido pillado por sorpresa. El rostro cambió sutilmente. La expresión abierta dio paso a una seriedad controlada. Ah, es solo un paciente.

 Nada serio, dijo demasiado rápido, intentando sonar natural. Andrés no reculó. ¿Y por qué no dejas que nadie más lo vea? Preguntó firme, inclinando levemente la cabeza. Mercedes dejó un pequeño intervalo en el aire antes de responder. Porque está asustado. Creo que tiene miedo a los hospitales. Es mejor que un único médico lo atienda.

 Así se sentirá más cómodo”, dijo eligiendo las palabras con cuidado. Andrés alzó la ceja. “¿Desde cuándo das excusas tan malas?”, dijo el clínico sin elevar el tono, pero dejando claro que no estaba convencido. Mercedes desvió la mirada, apretó los labios y rebuscó en los bolsillos de la bata como quien busca algo que hacer con las manos.

 “Andrés, solo confía en mí, ¿vale? Está todo bien”, dijo ella suave intentando cerrar el tema. Yo lo resuelvo. Confiar. Confío, pero estás diferente. Te conozco, dijo Andrés respirando hondo. Sé que me conoces, respondió Mercedes aún sin mirarlo de frente. Por eso, dame ese voto. Deja que yo me ocupe. Es mejor así. ¿Mejor para quién? Preguntó Andrés bajando un poco la voz. Mercedes cerró los ojos un instante, como quien reorganiza los pensamientos.

para todos”, dijo al fin abriendo de nuevo la puerta de la consulta. Te lo explico después. Hubo un breve silencio entre los dos. El ruido de un carrito pasando con instrumentos cortó la pausa. Andrés observó a su prima volver a la consulta y cerrar la puerta con cuidado.

 Se quedó en el pasillo, inmóvil, mirando la madera durante unos segundos. La incomodidad se convirtió en alerta. Andrés conocía a la colega de guardia, a la prima, a la amiga de toda la vida. Sabía identificar cuando ella estaba simplemente concentrada y cuando estaba escondiendo algo. Su mirada, el tono de voz, el modo en que apartó al equipo, nada encajaba con su patrón de siempre.

Andrés intentó recuperar la rutina, dio tres pasos hasta la bancada, abrió un historial, leyó dos líneas y no absorbió nada. La mente se había quedado atrapada en aquella puerta. “Si necesitas estoy aquí”, dijo él bajo, más para sí que para ella antes de guardar los papeles.

 El médico se arregló la acreditación en el cuello y volvió a observar a distancia, decidido a no interferir en el acto médico, pero también a no ignorar lo que su instinto señalaba. Andrés esperó el momento justo. Vio cuando llamaron a Mercedes para atender una urgencia en otra ala y entendió que esa era la brecha que necesitaba.

 Respiró hondo, caminó en silencio y empujó la puerta de la consulta despacio sin hacer ruido. La cerró detrás de sí y miró alrededor, atento a cada detalle. El hombre estaba sentado en la camilla con el cuerpo relajado y la expresión neutra. No había sudor en el rostro. No había cambios en el ritmo de la respiración. Los signos estaban estables.

 Andrés cogió el portapapeles con el historial clínico y recorrió los números con la mirada, línea por línea, como quien busca algo escondido. Presión normal, saturación normal, temperatura normal. Él alzó la mirada. El paciente seguía callado, acompañando cada gesto de Andrés con una mirada observadora. Entonces, señor, ¿cuál es su problema de salud?”, preguntó Andrés, dejando el portapapeles sobre la mesa y enderezando los hombros, listo para oír una queja objetiva.

El sujeto esbozó una sonrisa corta que no transmitía humor. “Creo que simplemente me dieron ganas de ver a un médico”, dijo despreocupado y con un aire burlón. La respuesta no cuadraba con nada de lo que Andrés esperaba. sintió el cuerpo ponerse más alerta, como si se hubiera activado una alarma silenciosa. Entiendo.

 ¿Y esas ganas vinieron con algún síntoma específico? Náuseas, mareos, dolor, preguntó Andrés sin moverse del sitio. Nada que valga la pena mencionar, respondió el hombre, manteniendo el mismo tono tranquilo, sin desviar la mirada. Andrés apretó el bolígrafo con fuerza. Apareció la irritación. Mercedes definitivamente estaba ocultando algo, pensó intentando mantener la voz firme.

Anotó dos palabras en el papel solo para ganar tiempo y retomó. ¿Tiene antecedentes de alguna enfermedad? ¿Toma medicación? ¿Ha tenido algún episodio reciente que justifique su visita? No. Dijo el paciente corto, como si quisiera terminar allí la conversación. De acuerdo”, dijo Andrés tirando de nuevo del portapapeles.

 “La doctora que le atendió volverá enseguida”, completó sin romper el contacto visual. El hombre solo asintió con la cabeza. La mirada siguió evaluando a Andrés como quien mide la reacción del otro. No había miedo ni ansiedad, había control. Andrés guardó el portapapeles y salió de la consulta.

 cerró la puerta despacio y se quedó unos segundos parado en el pasillo con la mano en el pomo, pensando en lo que acababa de ver. Aquel sujeto no estaba allí por enfermedad. Después de aquel encuentro, Mercedes cambió. Desde el momento en que atendió a ese paciente, parecía otra persona. La prima, que siempre había sido su fuerza, su compañera de guardia, su mejor amiga, empezó a callarse. Pasaba por el servicio sin comentar casos.

 evitaba conversaciones en el café, se quedaba dispersa durante los relevos. Si antes su presencia llenaba el ambiente de energía, ahora parecía retraída, con la mirada distante, como si la cabeza estuviera lejos de allí. Andrés intentó hablar en momentos oportunos. “¿Por qué estás así, Mercedes? Estoy preocupado por ti”, dijo él sentándose a su lado en la sala de descanso con la voz baja para no llamar la atención. “Solo estoy muy cansada, Andrés.

 Han sido guardias difíciles, respondió ella, jugueteando con la acreditación, sin sostener la mirada mucho tiempo. Andrés no compró esa explicación. Conocía a su prima en los detalles. Percibía cuándo la sonrisa era verdadera y cuándo era solo para cerrar un tema. Pasaron los días y su inquietud no hizo más que crecer.

 En una noche más tranquila, cuando encontró a Mercedes sola revisando pruebas, decidió ir directo al grano. Aquel hombre que apareció aquí ese día, todo lo relacionado con él fue muy raro. Mercedes, ¿te hizo algo? Preguntó Andrés sin rodeos, poniéndose de pie delante de ella para impedir que se levantara y se fuera. Mercedes lo miró de repente.

 Los ojos se abrieron más de lo normal y respiró hondo. Andrés se dio cuenta de que tragó saliva antes de responder. Fue solo un segundo, pero suficiente para confirmar que la pregunta había dado en el blanco. Vaya, Andrés, te has ido lejos ahora, ¿eh? ¿De dónde sacaste eso? Jajaja. Dijo ella, intentando sonar ligera. La risa, sin embargo, salió corta y sin gracia.

 Lo saqué de mis observaciones”, dijo Andrés firme. “Fui a hablar con el sujeto mientras tú no estabas y su actitud fue muy sospechosa. Después de esa atención, tú no volviste a estar normal, Mercedes.” Completó sin elevar la voz, pero dejando claro que no aceptaría respuestas vagas. La médica bajó la mirada.

 El silencio se instaló por unos segundos, respiró, intentó juntar las palabras, llevó la mano al pelo y la soltó despacio, visiblemente incómoda. Cuando volvió a mirarlo, forzó una media sonrisa. Estoy bien, Andrés, de verdad, quédate tranquilo dijo ella, suave, intentando cerrar la conversación. Andrés miró a su prima sin parpadear.

 No vio verdad en esos ojos, al contrario, vio miedo y una súplica para que no insistiera. Entendió que presionarla en ese momento podría empeorar las cosas. Se tragó las ganas de continuar y dio un paso atrás. Está bien, lo respeto dijo recogiendo los papeles de la mesa. Pero si me necesitas, estoy aquí. Mercedes asintió con la cabeza agradecida y volvió al ordenador.

 Andrés se alejó ya con una decisión tomada. Investigaría a aquel paciente misterioso por su cuenta. Descubriría quién era, por qué había aparecido allí y qué le había hecho a su prima. La noche del final de la guardia llegó con un cielo pálido. El movimiento en el hospital disminuyó.

 “¿Nos vamos?”, preguntó él parado en la puerta de la sala con la mochila al hombro. Vamos, respondió ella, levantándose despacio y cogiendo el bolso. Caminaron lado a lado por el pasillo más vacío en silencio. El aparcamiento tenía pocos coches y la claridad de las farolas dibujaba sombras alargadas en el suelo. Mercedes se detuvo antes de abrir el coche, miró a Andrés por un momento y abrió los brazos.

 Fue un abrazo firme, sentido, sin prisa por terminar. Andrés correspondió del mismo modo, conteniendo la respiración por breves segundos, como si quisiera transmitir seguridad solo con el contacto. “Cuídate, Andrés”, dijo ella, bajito, soltándolo despacio. “Tú también. Y si me necesitas, yo estoy siempre aquí”, respondió él serio apoyando la mano en su hombro.

 Mercedes asintió, entró en el coche y arrancó el motor. Hasta más tarde, dijo con un pequeño gesto. Hasta luego, respondió Andrés dando un paso atrás. Se quedó quieto mirando como su coche se alejaba por la puerta. Solo cuando las luces rojas desaparecieron, bajó la mirada y respiró hondo. Jamás permitiría que alguien volviera a hacerle daño a Mercedes.

 Aquella promesa no era nueva, pero ese día se transformó en decisión. Lo que no esperaba, sin embargo, era la magnitud de lo que estaba por venir. Creía que tenía un problema que resolver, algo que podría controlar con atención y cautela, pero pronto descubriría de la peor manera posible que estaba ante algo mucho más terrible y completamente fuera de su alcance.

Pero antes de continuar y saber más sobre por qué Mercedes empezó a comportarse de forma extraña, ya deja tu me gusta y activa la campanita de las notificaciones. Solo así, YouTube te avisa siempre que salga un vídeo nuevo en nuestro canal.

 Ahora dime, ¿tienes un mejor amigo o amiga que sea inseparable? Cuéntamelo en los comentarios que dejaré un corazón en cada mensaje. Ahora, volviendo a nuestra historia, al día siguiente, Andrés llegó temprano al hospital. La claridad de la mañana atravesaba los grandes ventanales de vidrio, iluminando los pasillos de azulejos claros. Caminaba como todos los demás días, saludando de forma automática a algunos empleados, intentando convencerse de que era solo otra mañana de rutina, pero no tardó en darse cuenta de que había algo mal en el ambiente. Las enfermeras estaban

reunidas en pequeños grupos, paradas cerca de las puertas y de los mostradores de atención. Hablaban en voz baja casi en susurros, interrumpiendo la conversación siempre que alguien se acercaba. Sus semblantes eran serios, los ojos vidriosos. como si compartieran una noticia demasiado dolorosa para decirla en voz alta.

 El clima era pesado, asfixiante. Andrés frunció el ceño de inmediato. El paso se volvió más rápido, el corazón se aceleró y la voz salió ansiosa cortando el silencio. ¿Por qué están así? ¿Ha pasado algo? Preguntó mirando de una a otra, pero no recibió respuesta inmediata. El silencio que siguió fue peor que cualquier palabra.

 Las profesionales se intercambiaban miradas entre sí, como si nadie quisiera ser la primera en asumir la responsabilidad de decir lo que había que decir. El pasillo parecía más largo, el tiempo más lento, hasta que Marlen, una de las enfermeras más antiguas y respetadas del hospital, dio un paso al frente.

 Su manera era cuidadosa, como quien pisa en terreno peligroso. “Doctor Andrés, yo lo siento mucho.” dijo con la voz entrecortada. mirando al suelo, incapaz de encarar al médico directamente. Al oír esas palabras, el corazón de Andrés pareció perder el ritmo. Un escalofrío le recorrió la espalda y sintió de repente las manos sudorosas. Presentía que nada bueno vendría después de esa frase.

“¿Lo sientes por qué, Marline?”, preguntó con impaciencia. El tono le subió un poco, cargado de preocupación y miedo. La enfermera dudó, respiró hondo y casi retrocedió un paso ante la urgencia que veía en los ojos del médico. Las otras enfermeras la observaban en silencio, como si también sufrieran con la responsabilidad de revelar la noticia. Pero Marlen reunió el valor para continuar.

 Bueno, la doctora Mercedes empezó, pero fue interrumpida bruscamente. ¿Qué pasa con Mercedes? Por el amor de Dios. Dilo ya”, gritó Andrés, incapaz de controlar la ansiedad. La voz resonó por el pasillo, haciendo que algunos pacientes cercanos se giraran. Marlene cerró los ojos un instante, respiró hondo y con esfuerzo pronunció las palabras que parecían imposibles de decir. “Ella, Ella ha muerto, doctor.

” El impacto fue inmediato. Andrés sintió que las piernas perdían firmeza, como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies. el pasillo, las paredes, los compañeros alrededor. Todo se convirtió en una mancha informe. Se quedó aturdido, incapaz de creer lo que oía. No, no puede ser, murmuró fallándole la respiración con el pecho oprimido. Esto debe de estar mal.

 La vi anoche, dijo negando con la cabeza, retrocediendo unos pasos como si quisiera huir de la realidad. Marlene, con lágrimas corriéndole por el rostro intentó explicar. Su madre la encontró esta mañana en el piso. Intentó llamarla varias veces, pero como no obtuvo respuesta, fue a casa de la doctora. Pero ya era tarde. Dijeron que había un frasco de medicinas al lado de la cama y una carta con un mensaje de despedida.

 

 

 

 

 

Andrés abrió mucho los ojos en shock. Las palabras parecían no tener sentido. No, no, esto no está bien. Ella no haría eso. Dios mío, tiene que ser mentira. Gritó y la voz le falló al final, ahogada en lágrimas. El pecho le dolía tanto que parecía que el corazón iba a parársele.

 Se llevó la mano al rostro intentando contener el llanto, pero no lo consiguió. lloraba con amargura, completamente destrozado. Todo el hospital parecía cerrarse a su alrededor. El sonido de los pasos, las conversaciones bajas, el pitido de los aparatos al fondo, todo se mezclaba en un ruido distante, como si el mundo hubiera perdido el color y el sonido.

Dentro de él solo había dolor. Su cuerpo temblaba de manera incontrolable y cada músculo parecía perder fuerza. Los compañeros que pasaban desviaban la mirada. Algunos llevándose la mano a la boca en señal de incredulidad. Un residente más joven dejó caer el portapapeles que llevaba y el ruido resonó por el pasillo silencioso.

 Pero Andrés casi no se dio cuenta, inmerso en su propio tormento. Su mente viajaba demasiado deprisa. Recordaba la noche anterior. Mercedes sonriendo, aunque con dificultad, el abrazo antes de irse, la manera en que dijo, “Cuídate.” ¿Cómo podía haber sido una despedida? Pensaba en cada risa compartida a lo largo de los años.

 Pensaba en las bromas que ella hacía en las guardias más difíciles, en las veces en que lo animaba cuando estaba exhausto. Todo parecía haber sido arrancado de golpe, como si una parte de él hubiera sido destruida. Andrés era médico. Estaba acostumbrado a lidiar con la muerte, con despedidas, con pérdidas. salvaba vidas todos los días, pero ahora sentía que había fallado a la persona más importante de su vida, a la persona a la que había jurado proteger. “Yo debería haberme dado cuenta.

 Debería haber insistido más”, pensaba con la culpa aplastándolo por dentro. Recordaba las últimas semanas, las veces que intentó preguntar si estaba todo bien. Recordaba la mirada cansada de ella, las respuestas vagas y ahora se castigaba por no haber obligado a que la verdad saliera a la luz.

 ¿Cómo no lo vi? ¿Cómo no me di cuenta? La pregunta se repetía en su mente, sin descanso, cada vez más cruel. Un interno intentó acercarse, pero Andrés alzó la mano pidiendo espacio. “Por favor, dejadme un minuto”, dijo con la voz entrecortada. Apoyó la espalda en la pared del pasillo y dejó caer la cabeza hacia delante. Respiraba con dificultad, como si el aire se hubiera vuelto demasiado pesado.

 Las lágrimas seguían cayendo y nada conseguía detenerlas. Esto no puede ser verdad”, repetía para sus adentros, como si insistir en la negación pudiera cambiar los hechos. Marlene, con los ojos enrojecidos, intentó consolar. “Doctor, nosotras también estamos en shock. No sabemos qué ha llevado a esto.

” “No, interrumpió Andrés alzando la voz con firmeza.” Ella no haría eso. No conocéis a Mercedes como la conozco yo. Sus palabras resonaron con fuerza por el pasillo. Algunas enfermeras empezaron a llorar en silencio. Otras se apartaron, incapaces de lidiar con la intensidad de aquel sufrimiento. El silencio siguiente fue tan denso que parecía asfixiar a todos.

 Hasta los aparatos de las habitaciones cercanas parecían más altos, como si su dolor hubiera amplificado todos los sonidos. El pasillo quedó en silencio. Todos respetaron el momento, conscientes de que nada podría aliviar el dolor que sentía. Andrés se apartó de la pared, se secó las lágrimas con la manga de la bata y aún temblando habló bajo como si conversara consigo mismo. Hay algo raro en esta historia. Sé que lo hay.

Alzó la mirada fijándola en un punto lejano. Su semblante cambió. Entre el dolor y la desesperación surgía también una determinación nueva, dura, casi fría. El corazón sangraba, pero dentro de él nacía la convicción de que necesitaba descubrir la verdad.

 Mientras respiraba hondo, intentando recomponerse, Andrés se dio cuenta de que no podía dejarse vencer. El llanto seguía atrapado en la garganta, pero sus pensamientos se organizaban lentamente. La muerte de Mercedes no podía aceptarse como una simple tragedia. La conocía demasiado bien. Sabía cada detalle de su personalidad, de su fuerza, de la forma en que enfrentaba los obstáculos.

 Nada, absolutamente nada justificaba aquella historia. El sentimiento de pérdida seguía siendo insoportable, pero junto a él venía la certeza de que algo estaba mal. Y aún hecho pedazos, Andrés hizo un juramento silencioso. Iría hasta el final, costase lo que costase, para descubrir lo que realmente había sucedido. El cielo amaneció encapotado el día del velatorio.

 El viento golpeaba frío en el rostro de los presentes, herizando brazos incluso debajo de los abrigos. Las personas se mantenían cerca unas de otras en grupos pequeños, intentando consolar, intentando contener la emoción, pero el dolor se adueñaba del ambiente. Andrés se quedó al lado del ataúd sin conseguir moverse. La postura era rígida, las manos juntas delante del cuerpo y los ojos fijos en la tapa de madera oscura.

 Sentía un vacío intenso por dentro, un agujero que se ensanchaba a cada respiración. La sensación era que una parte de su propia vida había sido arrancada y no volvería jamás. Allí, delante de él estaba Mercedes, la prima, la amiga, la compañera de profesión. Ya no habría futuro compartido. No habría más bromas en la guardia ni sonrisas en el pasillo del hospital.

Dios mío, despiértame de esta pesadilla. Hazme despertar de todo este tormento, señor”, murmuró Andrés casi sin voz, manteniendo la cabeza baja por unos segundos. Él sabía que no despertaría. Sabía que aquel día no se iría por sí solo. La pesadilla, como la llamó, no terminaría al abrir los ojos.

 Estaba allí real y lo acompañaría en los días siguientes. La madre de Mercedes estaba fuera de sí. Temblaba. lloraba alto y era sostenida por dos parientes que la sujetaban de los brazos para que no cayera. Repetía palabras confusas, pedía perdón a su hija, pedía fuerza a Dios y apoyaba la frente en el hombro de quien intentaba consolarla.

 El sacerdote al frente hacía oraciones en tono bajo, con frases de despedida, pidiendo descanso para la médica y paz para la familia. El sonido de las palabras del sacerdote se mezclaba con los soyosos de los presentes, formando una melodía triste que flotaba en el aire. Algunos niños, sin entender del todo la gravedad, se encogían en los brazos de sus padres. Otras personas miraban al suelo, incapaces de mirar el ataúd.

 Todo el ambiente parecía paralizado por el luto. Andrés cerró los ojos con fuerza, como quien intenta reducir el dolor por un instante. La respiración se volvió pesada. Pero cuando volvió a mirar alrededor, algo captó su atención de inmediato. Un rostro conocido apareció entre los sepultureros. El reconocimiento fue tan fuerte que las palabras salieron antes de que pudiera controlarse.

Aquel hombre es el paciente misterioso del hospital, dijo Andrés en tono bajo, con los ojos fijos en el sujeto. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El hombre llevaba uniforme de empleado del cementerio, guantes en las manos y botas. A primera vista, nada llamaría la atención de quien no lo conociera, pero Andrés lo conocía y muy bien.

 La expresión inmóvil, la mandíbula tensa, la mirada que evaluaba todo a su alrededor. Era el mismo hombre al que había encontrado en la camilla de la consulta, sin síntomas, el que había respondido con desdén. ¿Qué hace aquí este desgraciado precisamente en el entierro de Mercedes? Pensó Andrés con la rabia creciendo.

Esto no puede ser casualidad. mantuvo ojos atentos. Observó al sepulturero durante varios minutos sin dejarse llevar por la prisa. Notó que el sujeto no miraba el ataúdo, no prestaba atención a las oraciones y no mostraba pesar. El hombre parecía inquieto, dando pasos cortos y volviendo siempre al mismo punto, como si esperara instrucciones.

 En muchos momentos sacaba el móvil del bolsillo, lo desbloqueaba y tecleaba con rapidez. A cada mensaje enviado levantaba el rostro y comprobaba el entorno, atento a cualquier aproximación. El comportamiento desentonaba completamente con el ambiente de dolor. Mientras todos se entregaban al luto, él parecía en otra sintonía, conectado a algo oscuro, como si el velatorio fuese solo un disfraz para otro tipo de operación.

 Eso hizo que Andrés estuviera seguro de que aquel hombre no estaba allí por casualidad. Andrés sintió el estómago revuelto. Respiró despacio, buscando controlar el impulso de ir directamente hacia el hombre. En lugar de eso, se agachó, recogió del suelo un puñado de flores que había caído de una corona y alzó el arreglo a la altura del rostro, fingiendo ordenarlo. El gesto servía de disfraz.

 Con la otra mano, indicó discretamente a dos amigos de confianza que se acercaran. Ellos entendieron sin preguntar. Quedaos cerca de mí. Sin llamar la atención. Vamos hasta allí despacio. Dijo Andrés sin apartar la mirada del sepulturero. Los tres empezaron a moverse en silencio, encajándose entre las personas que circulaban.

 Andrés usaba las flores como cobertura para el rostro, inclinando el cuerpo siempre que necesitaba pasar junto a alguien. El sepulturero seguía absorto en el móvil, concentrado en la pantalla. De vez en cuando guardaba el aparato, miraba alrededor y lo volvía a sacar. con prisa, como si estuviera esperando algo urgente. Andrés notó que cada vez que el móvil vibraba, el hombre se ponía aún más tenso, como si el aparato fuera una extensión de su propia conciencia.

 Su postura era la de alguien que recibía órdenes y aguardaba instrucciones, no la de un simple trabajador. El sacerdote continuó la oración y la madre de Mercedes lloró más alto por unos segundos. El movimiento natural de las personas junto al ataúd creó una especie de pasillo por el que Andrés y sus amigos pudieron avanzar.

 No llamaron la atención. Andrés evaluó la distancia. Estaban cerca, pero aún no lo suficiente como para ver la pantalla. Esperó un poco más, observando el momento justo. El sepulturero giró de lado y quedó con el móvil en una posición más abierta. Andrés se acercó un paso, luego otro y uno más.

 La palma de la mano que sujetaba las flores estaba húmeda, el corazón latía rápido y él intentó controlar la respiración para no jadear. Un poco más, susurró bajo a sus amigos. El sepulturero volvió a escribir. El pulgar deslizaba, las palabras aparecían rápidas, los ojos subían y bajaban. Andrés inclinó el cuerpo con cuidado, usando el ramo como barrera visual.

 Cuando alcanzó la distancia adecuada, se detuvo. Bastó un segundo con el ángulo correcto para que la pantalla quedara visible. Leyó la frase apareció clara. Una conversación abierta en la aplicación de mensajería. El último mensaje acababa de llegar. No era largo, no tenía explicaciones. Era directo y cortante. Entierra ya a la muñeca. Andrés pasó un instante sin reacción.

 Los ojos se le abrieron de par en par. La garganta se le cerró y tuvo que contener el aire para no dejar escapar un sonido. Las flores temblaron en sus manos y todo su cuerpo se tensó. Su mente empezó a girar a una velocidad que no acompañaba su propio razonamiento. No es posible, pensó estupefacto, sintiendo la sangre el helarce. Lo he leído bien. Lo he leído bien.

Repitió mentalmente las palabras leídas para asegurarse de que no se había confundido. Entierra ya a la muñeca. Aquello no era lenguaje de trabajo, no era una petición de rutina. La palabra muñeca gritó en la cabeza de Andrés de un modo que jamás olvidaría. El mundo pareció girar a su alrededor.

 Los sonidos del velatorio quedaron amortiguados como si todo se hubiera sumergido en agua. Solo podía oír su propia respiración acelerada y el eco de la palabra muñeca martilleándole en la mente. Aquello no tenía sentido dentro de un entierro real y justamente por eso tenía demasiado sentido en el contexto del miedo que ya lo consumía. Y en ese preciso momento todo pareció derrumbarse dentro de él. Aquello realmente significaba lo que él estaba pensando.

 La sangre se le subió a la cabeza y sintió todo el cuerpo estremecerse. La respiración se aceleró y durante unos segundos fue incapaz de organizar los pensamientos. La rabia y la desesperación lo dominaron. Las voces a su alrededor quedaron amortiguadas como si el mundo hubiera sido tragado por un silencio opresivo. Todo lo que le quedaba a Andrés era la certeza de que aquellos mensajes escondían una verdad macabra.

En un impulso incontrolable, apartó con los brazos a los dos amigos que intentaban mantenerlo discreto y sin pensarlo dos veces arrancó el móvil de la mano del sepulturero. “Eh, ¿qué estás haciendo?”, exclamó el hombre asustado, intentando recuperar el aparato. Andrés lo ignoró por completo.

 Dio dos pasos hacia atrás, sujetando con fuerza el teléfono y deslizando la pantalla con rapidez. Sus ojos recorrían cada mensaje, desesperados por entender lo que estaba pasando. El contenido era perturbador. Las líneas de texto aparecían ante él como cuchillos afilados. El ataúdo. Sí, ya colocamos a la muñeca. Perfecto, no podemos dejar rastros. Andrés sintió el cuerpo elarce.

 El corazón le latía desacompasado y la visión empezó a nublarse. Las piernas parecían flaquear con cada palabra que leía. Esto no puede estar pasando. No puede, murmuró sin darse cuenta de que hablaba en voz alta. Pero el golpe final llegó cuando notó el nombre del contacto que enviaba aquellos mensajes. El teléfono casi se le resbaló de las manos.

 El aire desapareció de sus pulmones y se quedó paralizado mirando la pantalla con los ojos muy abiertos. No, no es posible, susurró con la voz quebrada. ¿Por qué el padrastro de Mercedes mandó esos mensajes a ese hombre? Entonces, ¿quiere decir que en ese ataú no está el cuerpo de Mercedes? ¿Estamos velando a un maniquí?”, murmuró casi sin voz, como si hablara solo para sí.

 se llevó la mano a la frente mareado, sintiendo que podía caer en cualquier momento. La negación se apoderó de él, pero enseguida fue vencida por un pensamiento aún más fuerte. Pero si el cuerpo de mi prima no está ahí, ella debe de seguir viva dijo entre soyosos. El pecho le ardía de esperanza y miedo al mismo tiempo. En algún lugar, Mercedes estaba viva.

 En algún lugar, su prima estaba en manos del mismo desgraciado que ya había arruinado su vida años atrás. Una oleada de adrenalina recorrió su cuerpo. Sus ojos brillaban con una nueva determinación. El dolor daba paso a una certeza. Había una posibilidad, aunque mínima, de rescatar a Mercedes.

 El móvil se le resbaló de las manos temblorosas y cayó al suelo golpeando la hierba húmeda del cementerio. El aparato se deslizó unos metros hasta quedar junto a una piedra. El sepulturero avanzó, pero Andrés no esperó. Salió disparado, corriendo sin mirar atrás, oyendo los ritos de confusión de las personas a su alrededor.

 El corazón le martilleaba en el pecho como nunca. Llegó al coche casi sin aliento, abrió la puerta con las manos temblorosas y se lanzó a la guantera, revolviendo todo en busca de lo que sabía que estaba allí. Tocó el pequeño frasco de spray de pimienta que siempre guardaba para emergencias. Apretó el objeto con fuerza como si fuera su única arma. “Voy a impedir esto.

 Voy a impedir este entierro de fachada”, repitió en voz alta con la respiración entrecortada. Voy a traer de vuelta a Mercedes, aunque sea lo último que haga. Su reflejo en el cristal del coche mostraba a un hombre trastornado con la mirada ardiendo en lágrimas y furia. Por un instante casi no se reconoció, pero no importaba. Nada importaba más que salvar a Mercedes.

 Mientras tanto, en el velatorio, nadie sospechaba el absurdo que estaba a punto de ocurrir. El sacerdote continuaba con las últimas palabras, pidiendo consuelo y paz. Familiares soyosaban, algunos rezaban en voz baja. El ataúdo, abierto y los sepultureros ajustaban las cuerdas con calma, preparándose para bajar la urna.

 Andrés apareció corriendo, empujando a quien se interponía en su camino. “¡Deteneos ahora!”, gritó con todas sus fuerzas. Los presentes se giraron, asustados por la explosión de su voz, pero nadie se movió, nadie entendió. Para todos aquel era solo un hombre tomado por el luto, desmoronándose ante el dolor. “He dicho que os detengáis”, repitió, pero otra vez fue ignorado.

 El sacerdote pidió calma. Algunos parientes se acercaron para intentar contenerlo, convencidos de que era solo desesperación, Andrés alzó el brazo, sin dudar, presionó el gatillo del spray de pimienta. Una nube ardiente se extendió por el aire, sorprendiendo a todos a su alrededor.

 Los sepultureros gritaron de inmediato, llevándose las manos a los ojos, retrocediendo, tosían, tropezaban, se frotaban la cara. Algunos familiares también fueron alcanzados por la neblina y comenzaron a toser y a lagrimear intentando alejarse. La escena en segundos se transformó en puro caos. “Dios mío, ¿qué está pasando?”, gritaron algunos parientes corriendo hacia los lados.

 “Se ha vuelto loco”, dijeron otros en pánico. El sonido de sillas cayéndose, coronas de flores desplomándose y niños llorando, aumentaba la confusión. La gente tropezaba a unos con otros en la prisa por huir del escosor en el aire. El velatorio, que ya estaba marcado por el dolor, ahora se convertía en pánico generalizado. Andrés no escuchó a nadie.

 Con los ojos ardiendo por su propio spray, pero movido por pura determinación, corrió hasta el ataúd. Agarró la tapa con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. La madera crujió, resistió, pero él continuó. El sudor le corría por la frente, mezclado con lágrimas. Con un último esfuerzo, el chasquido resonó y el ataúd se abrió ante todos.

 Dentro había una figura pálida, sin vida, de apariencia muy realista, pero no era su prima. A una mirada rápida, de hecho era difícil percibirlo, pues el maniquí era igual que Mercedes, como una muñeca de cera. El cabello cuidadosamente colocado, el rostro inerte, la palidez artificial. Cada detalle había sido planeado para engañar, pero con un análisis más cuidadoso era posible detectar que no era ella.

 El médico gritó de indignación, inclinándose y agarrando la figura entre los brazos. Los presentes retrocedieron, horrorizados. Para ellos, ¿era el cuerpo de Mercedes el que Andrés levantaba en brazos? El shock recorrió el cementerio como una ola devastadora. “Dios mío, ¿qué es eso?”, gritaron algunos llevándose las manos a la boca. “Ha perdido la razón”, dijeron otros llorando desesperados.

Andrés sujetaba la figura contra el pecho. Las lágrimas le caían por el rostro. Los parientes avanzaban intentando impedir que hiciera alguna locura, pero él resistía aferrado al cuerpo falso con todas sus fuerzas. El caos era total. El sacerdote pedía calma a gritos. La gente corría. Algunos niños lloraban. Los sepultureros, aún cegados por el spray, tropezaban por el césped.

“Suéltala, Andrés”, bramaron intentando arrancarlo de allí, pero Andrés no la soltó. La desesperación lo consumía. La escena ya no tenía control. gritaba palabras inconexas, suplicando que le creyeran, pero la mayoría solo veía a un hombre enloquecido por el dolor. El maniquí parecía para todos el cuerpo de la joven médica y nadie conseguía comprender lo que realmente estaba ocurriendo. Y entonces, de repente, el sonido seco de un disparo cortó el aire.

El proyectil atravesó el pecho de Andrés con violencia. El impacto fue tan brutal que lo lanzó unos pasos hacia atrás, haciéndolo caer al suelo de forma torpe. El dolor quemaba como fuego. Al caer, el supuesto cuerpo de su prima fue con él. La gente gritó presa del pánico.

 Algunos se agacharon para protegerse, otros corrieron hacia la salida, pero Andrés no se dejó atrapar por la desesperación, incluso herido. Su mente se aferró a una última chispa de lucidez. con un esfuerzo casi sobrehumano, apoyó un codo en el suelo, respiró con dificultad y reunió toda la fuerza que aún le quedaba.

 Los dedos le temblaban, pero extendió la mano hacia el cuerpo y agarró el brazo de la figura. Tiró con todas sus fuerzas, sin pensar en las consecuencias. La resistencia fue mínima. El encaje se dio fácilmente y el miembro se soltó. El brazo era de plástico. Un silencio pesado se apoderó del cementerio. Todos los presentes se detuvieron, paralizados, como si el tiempo se hubiera congelado.

 Andrés, aún caído, alzó el brazo falso por encima de la cabeza para que todos pudieran verlo. “Mirad”, gritó con la voz ronca y cargada de dolor. “Esto es un maniquí, no es el cuerpo de Mercedes.” Las lágrimas le corrían por el rostro, mezclándose con el sudor y el líquido caliente y rojo que manchaba su ropa. Levantó el brazo de plástico más alto y continuó.

Mercedes está viva. La ha secuestrado Joaquín. Tenemos que ayudarla ahora. Un murmullo desesperado se apoderó de la multitud. El horror se reflejaba en el rostro de todos. La madre de Mercedes fue la primera en reaccionar.

 Al ver aquel brazo de muñeca y escuchar las palabras de su sobrino, soltó un brito estridente y se desplomó en el suelo. Los ojos se le pusieron en blanco y perdió el conocimiento de inmediato. Algunos parientes corrieron para socorrerla. Enseguida, la madre de Andrés, que ya temblaba desde el principio, también se desmayó. tuvo que ser sostenida por dos familiares que intentaban mantenerla erguida, llorando y clamando por ayuda.

 El padre de Andrés se quedó inmóvil unos segundos, sin entender lo que veía. Tenía los ojos muy abiertos y la boca entreabierta sin conseguir emitir sonido. Cuando por fin reaccionó, cogió el móvil con las manos temblorosas. Las teclas casi se le escapaban de los dedos, pero consiguió marcar y llamar a la policía.

 Lo que debía ser un velatorio silencioso y respetuoso se revelaba ahora como un crimen monstruoso, una farsa cruel. La gente no sabía si correr lejos o quedarse para entender. El llanto resonaba y frases de incredulidad se oían por todas partes. Dios mío, esto no puede ser verdad. Un maniquí. ¿Cómo es posible? ¿Y Mercedes, ¿dónde está? En medio del caos empezaron a sonar sirenas a lo lejos.

 El sonido se acercaba rápido hasta que patrullas policiales irrumpieron por las puertas del cementerio. Varios agentes saltaron de los coches corriendo en todas direcciones. Unos sujetaron a los sepultureros, otros interrogaban a familiares. La escena parecía una pesadilla colectiva. Andrés, aún herido, no se rindió al dolor.

 Policías y paramédicos corrieron hacia él improvisando un vendaje en el lugar del disparo. inyectaron analgésicos potentes para aliviar el sufrimiento. “Doctor, tenemos que llevarle al hospital inmediatamente”, dijo uno de los paramédicos presionando la gasa contra la herida. “No”, respondió Andrés apretando el brazo del sanitario. “La bala no me dio de lleno. Ya la han retirado aquí mismo. Me quedaré.

Necesito seguir todo esto. Pero usted está en shock, insistió el policía de al lado. Iré con vosotros para ayudar a encontrar a Mercedes, replicó Andrés decidido, con la voz firme a pesar del agotamiento. El agente lo miró sorprendido por su obstinación y entonces asintió. Las horas siguientes fueron intensas.

 Mientras la policía investigaba el cementerio, Andrés, tumbado en una camilla improvisada lo observaba todo con atención. El móvil del sepulturero fue incautado. Se copiaron los mensajes y confirmaban la versión de Andrés. La verdad empezó a revelarse. El padrastro de Mercedes, Joaquín, había pasado poco tiempo en prisión. consiguió la libertad condicional en menos de un año.

 Mercedes y su familia creían que seguía preso y por eso jamás imaginaron que el peligro había regresado. Obsesionado con su hijastra, Joaquini deo un plan cruel y calculado. Contrató matones para rondarla, amenazarla y debilitarla emocionalmente. El paciente misterioso al que la médica y Andrés atendieron en el hospital era uno de ellos.

 La idea era minar las fuerzas de Mercedes y dejarla vulnerable. Cuando percibió que estaba emocionalmente destruida, Joaquín ejecutó la parte más oscura del plan. Pagó a un hombre para que irrumpiera en el piso de ella durante la noche. En el lugar dejaron medicamentos esparcidos y una carta de despedida falsificada. A Mercedes le pusieron una inyección con una sustancia capaz de reducir sus pulsaciones hasta casi cero, dando la impresión de muerte. Su madre, desesperada al encontrar a su hija inconsciente, llamó varias veces a

emergencias, pero el teléfono estaba pinchado. Joaquín y sus cómplices sabían cada movimiento. La ambulancia que apareció no era común. Fueron para médicos sobornados quienes hicieron el traslado y se llevaron a Mercedes. En el Instituto de Medicina Legal se emitieron informes falsos que confirmaban una muerte que nunca existió.

 Mientras la familia lloraba por la supuesta pérdida, Mercedes estaba viva y secuestrada. En el ataúd era un maniquí hiper realista, capaz de engañar incluso a miradas cercanas. Todo fue fríamente orquestado para que nadie pensara jamás en buscarla. Joaquín creía que así podría mantener la prisionera el resto de su vida bajo su dominio. Cuando Andrés, en el velatorio lo interrumpió todo y reveló la farsa, el plan se vino abajo.

 El sepulturero infiltrado, el mismo hombre que había fingido ser paciente, sacó el arma y disparó a Andrés. Quería silenciarlo antes de que fuera demasiado tarde, pero el disparo no consiguió callar la verdad. Ese mismo día, tras la confusión en el cementerio, la policía localizó a Joaquín. Estaba escondido en un piso del centro de la ciudad. El cerco fue rápido. Las patrullas llegaron en masa.

 Policías armados subieron las escaleras y echaron la puerta abajo. Joaquín intentó resistirse gritando como un animal acorralado. No entendéis. Ella es mía. Hice todo esto por ella. bramó con los ojos inyectados de odio mientras lo reducían y lo esposaban.

 Fue arrastrado hacia fuera, pataleando y gritando, pero sin fuerzas para evitar lo inevitable. Andrés, aún anestesiado por la situación surrealista, contempló la escena desde lejos, sentado en una silla de ruedas improvisada por los paramédicos. Su mirada no reflejaba victoria, era dolor, shock e incredulidad. Ver al hombre que había arruinado la vida de su prima siendo llevado por la policía no borraaba la pregunta que le latía dentro.

 “¿Pero dónde está Mercedes?”, repetía con la voz quebrada mirando a los policías alrededor. “Tenemos que encontrarla inmediatamente. Puede estar en peligro de muerte.” El médico se inclinó hacia delante apoyando las manos en las rodillas. Las lágrimas volvieron a caer. No podemos perder tiempo, dijo alzando la mirada hacia el comisario. Ella está viva, lo sé.

 Tenemos que encontrarla ahora, antes de que sea demasiado tarde. Completó intentando mantenerse sereno. El silencio que siguió fue pesado. Los agentes intercambiaban miradas conscientes de la gravedad de la situación. Andrés apretó los puños con el corazón acelerado. Había descubierto la verdad más oscura. Pero aún faltaba la parte más crucial de todas, salvar a Mercedes.

 Los interrogatorios parecían no tener fin. Durante horas, los sepultureros matones de Joaquín fueron presionados por la policía. Cada detalle se preguntaba dos, tres veces, hasta que aparecían las contradicciones. Exhaustos y acorralados, finalmente revelaron lo que todos querían saber. El lugar del cautiverio donde mantenían a Mercedes.

 Era un sótano escondido en una antigua hacienda perteneciente al autor intelectual, Joaquín. La noticia cayó como una bomba. Andrés, aún herido, insistió en acompañar la operación. “Voy con vosotros”, declaró. El policía dudó, pero ante la firmeza del médico le permitió seguir.

 La noche estaba cerrada cuando las patrullas avanzaron por el camino de tierra que llevaba hasta la hacienda. Al llegar rodearon el lugar en minutos. Los policías se posicionaron en cada entrada. Gritos de orden resonaron. Nadie entra. Nadie sale. Andrés bajó de la patrulla con el corazón acelerado. El pecho aún le dolía por la herida, pero la ansiedad era mucho mayor.

 Sus ojos recorrían cada rincón como si en cualquier instante fuera a ver aparecer a Mercedes. Cuando los agentes echaron abajo la puerta del sótano, la oscuridad lo cubrió todo. Se alzaron linternas y haces de luz cortaron la negrura. El olor a mo y óxido era asfixiante y entonces lo que Andrés temía y al mismo tiempo deseaba ocurrió. En un rincón, sentada en el suelo, encogida contra la pared, estaba Mercedes.

 Tenía los ojos muy abiertos, brillando con el reflejo de la luz de las linternas. El rostro pálido delataba los días de sufrimiento. Los labios estaban agrietados. Todo su cuerpo parecía frágil y sin fuerzas. Cuando vio abrirse la puerta y entrar a los policías, se encogió aún más como si temiera ser atacada otra vez. Pero entonces él apareció justo detrás.

Andrés, ¿eres tú de verdad? Su voz salió en un susurro. El médico no consiguió responder de inmediato. Las lágrimas surgieron sin que pudiera contenerlas. En segundos corrió hacia ella, ignorando el dolor en el pecho, y se arrodilló a su lado. Sus brazos la envolvieron con firmeza, como si quisiera protegerla de todo el mal del mundo. “Ya está todo bien, querida. Se acabó.

Te encontré”, dijo con la voz quebrada, sintiendo el corazón la tira a un ritmo descontrolado. Mercedes se deshizo en lágrimas, soylozando sin poder contenerse. Su cuerpo temblaba, pero al mismo tiempo parecía por fin relajarse en los brazos de su primo. “Pensé que nadie me encontraría. Estaba segura de que este sería mi final”, confesó hundiendo el rostro en su hombro.

 Andrés sujetó su rostro entre las manos, obligándola a mirarlo. Siempre te dije que no estabas sola. Jamás renunciaría a ti, Mercedes. Nunca. Afirmó emocionado. Los policías que acompañaban la escena bajaron discretamente las linternas, respetando aquel momento. Andrés la ayudó a levantarse aún abrazada a él. Mercedes cojeaba, débil, pero no soltaba su mano.

Ahora estás a salvo. Nadie volverá a hacerte daño. Repetía él como un mantra. Poco tiempo después, Joaquín y los cómplices fueron llevados a juicio. El tribunal estaba lleno de familiares, periodistas y curiosos. El juez, por fin dictó la sentencia cadena perpetua para todos los implicados.

 Mercedes inició su proceso de recuperación y Andrés estuvo siempre a su lado. Ya más fuerte, cierto día volvió al hospital. Su primo se acercó sonriendo y ella lo miró con gratitud. Si no perdí la esperanza, fue porque tú nunca me dejaste. Fuiste mi fuerza cuando ya no me quedaba ninguna. Todo lo que haga por ti siempre valdrá la pena. Respondió Andrés emocionado.

 El pasado se cerró. La familia, aunque marcada por el trauma, pudo seguir adelante y Andrés, al mirar a Mercedes, entendió que cada lucha, cada dolor, cada sacrificio había valido la pena, porque al final ella estaba allí viva, a su lado y lista para recomenzar. Escribe mejor amigo para que yo sepa que llegaste hasta el final de esta historia y marcar tu comentario con un lindo corazón.

 Y así como la historia de compañerismo de Andrés y Mercedes, tengo otra narrativa emocionante para compartir contigo. Basta con hacer clic en el vídeo que está apareciendo ahora en tu pantalla y embarcarte en otra historia emocionante. Un beso enorme y te espero allí.