La llamaban reina bastarda por su sangre mestiza, pero cuando el guerrero apache la tocó, desató una pasión que cambiaría el destino de dos imperios y la convertiría en la mujer más poderosa de América. En los muros dorados del palacio de Nueva Castilla, donde el poder se medía por la pureza de la
sangre y los títulos heredados, vivía una mujer cuya corona pesaba más que el oro del que estaba hecha.
Isabel la de Montemayor había llegado al trono por matrimonio, pero su reinado estaba manchado por el desprecio de quienes nunca aceptaron que una mestiza pudiera gobernar tierras españolas. Su piel dorada brillaba como miel bajo los candiles del salón real, pero esa misma belleza, que debería
haber sido su gloria, se había convertido en su maldición.
Los nobles susurraban cuando pasaba. Las damas de compañía la servían con frialdad calculada y hasta los sirvientes evitaban mirarla directamente a los ojos. “Sangre impura”, murmuraban en los pasillos. Una india con corona. El rey Fernando, su esposo, había muerto se meses atrás en una expedición
militar, dejando la viuda a los 25 años y sin herederos que legitimaran su posición.
Los vultures de la corte ya planeaban su caída, esperando el momento preciso para reclamar el trono para alguien de sangre limpia. Isabella lo sabía. Podía sentir sus miradas hambrientas cada vez que entraba al salón de consejos. Era una tarde de noviembre cuando el destino tocó las puertas del
palacio con el sonido de cadenas y gritos de guerra.
Los soldados habían regresado de una incursión en territorio Apache, trayendo consigo un grupo de prisioneros que serían exhibidos como trofeos antes de ser ejecutados en la plaza pública. Era una tradición cruel que Isabela despreciaba, pero que no tenía poder para detener sin arriesgar su ya
frágil posición.
Desde la ventana de su habitación privada, Isabela observó cómo arrastraban a los cautivos al patio interior del palacio. Entre ellos destacaba un hombre alto y fuerte, con el cabello negro cayendo sobre sus hombros desnudos y cicatrices que contaban historias de batallas honorables.
Incluso encadenado y golpeado, mantenía la cabeza en alto con una dignidad que muchos cortesanos no poseían. Tlacael escuchó que gritaba uno de los soldados. pronunciando el nombre como una maldición. El guerrero que mató a 20 de nuestros hombres en la batalla del río Colorado. Isabela sintió algo
extraño removiéndose en su pecho. No era compasión común la que la embargaba, sino algo más profundo y peligroso.
Había algo en los ojos de ese hombre en la forma en que resistía el dolor sin emitir un solo quejido, que despertó en ella una emoción que creía muerta desde la muerte de Fernando. Noche, cuando el palacio se sumió en el silencio, Isabela bajó a las mazmorras con una capa oscura cubriendo su
identidad. Había sobornado al guardia con monedas de oro y la promesa de mayores recompensas si mantenía silencio.
Eledora, humedad y sufrimiento, la golpeó como una bofetada cuando descendió por las escaleras de piedra. Tlacael estaba encadenado a la pared de la celda más profunda, su cuerpo magnífico, marcado por los golpes, pero sin quebrar. Cuando la vio acercarse con una antorcha en la mano, sus ojos
oscuros se fijaron en ella con una intensidad que la hizo temblar.
“¿Vienes a burlarte de tu prisionero, mujer española?”, preguntó en un español perfecto con un acento que hacía que cada palabra sonara como un desafío. Isabela se quitó la capucha, dejando que la luz de la antorcha iluminara su rostro. Vio como los ojos del guerrero se agrandaron al reconocer sus
rasgos mestizos.
“No soy completamente española”, murmuró acercándose a los barrotes. “Mi madre era zapoteca. Como tú, soy prisionera en este lugar, aunque mis cadenas sean de oro. Algo cambió en la expresión de Tlacael. La hostilidad se desvaneció, reemplazada por una curiosidad intensa. Tienes sangre de mi pueblo
en las venas y sin embargo gobernas a quienes nos odian.
Gobierno porque debo, respondió Isabela, extendiendo un cuenco de agua fresca a través de los barrotes. Pero mi corazón nunca ha pertenecido a estos muros fríos. Tlacael. Él bebió el agua con avidez, sin apartar la mirada de su rostro. Cuando terminó, sus dedos rozaron los de ella al devolver el
cuenco. Y Isabel la sintió como si un rayo hubiera atravesado su cuerpo.
“¿Por qué arriesgas tu posición viniendo aquí?”, preguntó él, su voz más suave ahora. Isabela no tenía respuesta. Solo sabía que algo en su interior la había impulsado a bajar, algo que no entendía, pero que no podía ignorar. Porque en tus ojos veo lo que he perdido, susurró finalmente. Veo
libertad.
Los días siguientes se convirtieron en una rutina secreta y peligrosa. Isabela visitaba las mazmorras cada noche, llevando comida, medicina para las heridas de Tlacael y, sobre todo, conversación. Hablaban de sus pueblos, de las injusticias que ambos habían sufrido, de los sueños que habían perdido
y de los que aún mantenían vivos.
Tlacael le contó sobre las montañas de su tierra, donde el viento llevaba canciones ancestrales y donde un hombre podía ser juzgado por sus actos, no por su sangre. Isabela le habló de la soledad de la corona, de cómo había llegado a un poder que nunca había deseado y de cómo cada día luchaba
contra quienes querían destruirla.
En mi tribu”, le dijo Tlacael una noche, mientras ella curaba una herida en su brazo. “Las mujeres fuertes son veneradas, no despreciadas. Eres más reina de lo que ellos merecen.” Las palabras tocaron algo profundo en el corazón de Isabela. Nadie, ni siquiera su difunto esposo, la había hablado con
tal respeto y admiración. Cuando sus manos se encontraron mientras ella vendaba la herida, ambos sintieron la electricidad del deseo prohibido corriendo entre ellos. La transformación fue gradual, pero inevitable.
Lo que había comenzado como compasión se convirtió en admiración, la admiración en atracción y la atracción en un amor peligroso que amenazaba con consumirlos a ambos. Isabela empezó a contar los minutos hasta que pudiera escapar de las obligaciones de la corte y refugiarse en la oscuridad de las
mazmorras, donde podía ser ella misma.
Tlacael, por su parte, había encontrado en Isabela algo que nunca esperó encontrar en territorio enemigo. Una mujer que entendía su alma, que respetaba su cultura y que veía en él no un salvaje, sino un hombre de honor. La noche en que todo cambió, Isabela bajó a las mazmorras con el corazón
latiendo como tambor de guerra.
Los planes para la ejecución pública de los prisioneros habían sido acelerados y sabía que le quedaba poco tiempo. Cuando llegó a la celda de Tlacael, las palabras se atascaron en su garganta. “Van a matarte mañana”, logró susurrar las lágrimas corriendo por sus mejillas. Tlacael se acercó a los
barrotes todo lo que sus cadenas le permitían.
“Entonces esta será nuestra última noche”, dijo su voz quebrada de emoción. Isabela, quiero que sepas que estos días contigo han sido los más felices de mi vida. Algo se quebró dentro de Isabela, tomó las llaves que había robado del cinturón del guardia y abrió la celda. Tlacael la miró con asombro
mientras ella se acercaba y liberaba sus cadenas.
“Si vas a morir mañana”, murmuró tomando su rostro entre sus manos. Entonces esta noche serás libre, serás mío y yo seré tuya. Se besaron con la desesperación de quienes saben que el tiempo se les escapa, con la pasión de dos almas que habían encontrado su otra mitad en el lugar más inesperado.
En la oscuridad húmeda de la mazmorra, rodeados por el peligro y la muerte inminente, Isabela y Tlacael se entregaron el uno al otro con una intensidad que trascendía las diferencias de raza, cultura y posición social. Hicieron el amor como si el mundo fuera a terminar al amanecer, porque para
ellos así sería. Isabela sabía que estaba arriesgando todo, su corona, su vida, su legado, pero en los brazos de Tlacael había encontrado algo más valioso que todos los tesoros del reino.
Había encontrado el amor verdadero. Cuando el alba comenzó a filtrarse por las pequeñas ventanas de la mazmorra, Isabela se vistió en silencio, sabiendo que debía regresar a su habitación antes de que notaran su ausencia. Tlacael la observó grabando cada detalle de su rostro en su memoria.
“Pase lo que pase”, le dijo tomando sus manos una última vez. “Siempre serás mi reina.” Isabela no podía hablar, solo pudo besarlo una vez más antes de salir de la celda y volver a cerrarla, sabiendo que había dejado su corazón del otro lado de esos barrotes.
Lo que ninguno de los dos sabía era que esa noche de amor desesperado había plantado una semilla que cambiaría el curso de la historia, una semilla que crecía en el vientre de la reina y que pronto revelaría al mundo que el amor verdadero no conoce fronteras ni barreras. Los acontecimientos que
seguirían pondrían a prueba no solo su amor, sino su voluntad de sobrevivir en un mundo que condenaba su unión.
Porque cuando la corte descubriera que la reina mestiza llevaba en su vientre al hijo de un guerrero Apache, las consecuencias serían más devastadoras de lo que cualquiera podía imaginar. El amanecer llegó como una sentencia de muerte. Isabela observó desde su ventana cómo levantaban el cadalzo en
la plaza principal.
donde en pocas horas se ejecutaría al hombre que había robado su corazón. Sus manos temblaban mientras se aferraba a las cortinas de seda, luchando contra el impulso de correr hacia las mazmorras y liberarlo, sabiendo que tal acto significaría su propia destrucción. Los tambores comenzaron a sonar
al mediodía, llamando a los ciudadanos a presenciar el espectáculo sangriento que los nobles consideraban entretenimiento. Isabella se vistió con sus mejores galas.
pintó una sonrisa falsa en sus labios y bajó al salón real, donde debía presidir la ejecución como símbolo de la justicia española. “Su majestad,” la saludó el conde de Villanueva, un hombre de mediana edad con ojos crueles y ambiciones desmedidas. Qué honor que nos acompañe en este glorioso día.
La muerte de estos salvajes fortalecerá la moral del reino. Isabela asintió sin hablar, temendo que su voz la traicionara.
Cuando llegaron a la plaza, el rugido de la multitud sediente de sangre la golpeó como una ola fría. Subió a la plataforma real y tomó su lugar en el trono portátil. Mientras los prisioneros eran arrastrados hacia el cadalzo. Tlacael caminaba con la cabeza en alto, sin mostrar temor ante la muerte
inminente.
Cuando sus ojos encontraron los de Isabela a través de la multitud, ella sintió como si su corazón se desgarrara en dos. Él sonrió ligeramente, un gesto de amor y perdón que la hizo morderse los labios hasta sangrar para no gritar. Que muera el salvaje gritaba la muchedumbre. Que paguen por sus
crímenes.
Pero cuando el verdugo levantó el hacha, Tlacael no miró la muerte que se acercaba. Sus ojos permanecieron fijos en Isabela y en voz alta, para que todos pudieran escuchar, gritó palabras en apache que sonaron como una canción de amor en medio del odio. Isabela no entendía el idioma, pero su
corazón sí comprendió. Tlacael le estaba diciendo que la amaba, que su alma estaría con ella para siempre, que cuidaría de ella desde el mundo de los espíritus.
Cuando el hacha cayó, Isabel la sintió como si algo dentro de ella muriera también. Los días siguientes se convirtieron en una niebla de dolor y desesperación. Isabela cumplía con sus obligaciones reales como un autómata, sonriendo cuando debía sonreír, hablando cuando era necesario, pero su alma
había quedado en esa plaza ensangrentada.
Por las noches lloraba en silencio, abrazando la almohada donde aún creía percibir el aroma de Tlacael. Fue Esperanza, su dama de confianza más antigua, quien notó los primeros cambios. La mujer indígena había criado a Isabela desde niña y conocía cada expresión de su rostro, cada gesto de su
cuerpo. “Mi niña”, le dijo una mañana mientras la ayudaba a vestirse.
“Has vomitado tres días seguidos y tus pechos están más sensibles.” Isabel la se paralizó. En medio de su dolor por la pérdida de Tlacael, no había prestado atención a las señales que su cuerpo le enviaba. Pero ahora, con las palabras de esperanza resonando en sus oídos, la verdad la golpeó como un
rayo.
“No puede ser”, susurró llevándose las manos al vientre. Esperanza la observó con ojos sabios. “¿Cuándo fue tu última regla, mi niña?” Isabela contó mentalmente los días, las semanas. Su corazón comenzó a latir tan fuerte que temió que se escuchara en todo el palacio. “Hace más de dos meses,”
murmuró, las lágrimas empezando a rodar por sus mejillas. “¿Estás embarazada?”, confirmó Esperanza en voz baja.
“Pero si el rey murió hace se meses. El bebé no es de Fernando”, confesó Isabela colapsando en una silla. “Es de Tlacael”. El silencio que siguió fue abrumador. Esperanza se sentó lentamente, procesando la magnitud de lo que acababa de escuchar. Una reina embarazada del hijo de un apache ejecutado.
Era un escándalo que podría destruir no solo a Isabela, sino sumergir al reino en el caos.
“Mi niña”, murmuró finalmente Esperanza tomando las manos temblorosas de Isabela. “Esto es más peligroso de lo que puedes imaginar. Si la corte se entera, me matarán.” Completó Isabela. Pero no me importa. Este bebé es lo último que me queda de él. Lo protegeré con mi vida. Esperanza asintió con
determinación.
Entonces, debemos ser muy cuidadosas. Nadie más puede saberlo. Al menos no por ahora. Pero ocultar un embarazo en el palacio real era como tratar de esconder el sol. Los especialmente las mujeres, estaban siempre atentos a cualquier cambio en la reina, buscando signos de debilidad que pudieran
explotar.
El conde de Villanueva, en particular había comenzado a presionar para que Isabela se casara nuevamente. “Su majestad necesita un esposo fuerte”, declaraba en las reuniones del consejo. “El reino requiere estabilidad y una mujer sola no puede proporcionarla.” Propongo al duque Rodrigo de Castilla,
un hombre de sangre noble y virtudes probadas.
Isabela conocía las verdaderas intenciones del conde. Rodrigo era su sobrino, un hombre débil que sería fácil de manipular. Si lograban casarla con él, el poder real quedaría en manos de Villanueva. Pero ahora, embarazada del hijo de Tlacael, la idea de otro matrimonio le resultaba aún más
repugnante.
“No estoy lista para volver a casarme”, respondía cada vez que sacaban el tema. Mi luto por el rey Fernando aún es profundo, pero sus excusas comenzaron a sonar huecas cuando el embarazo avanzó y los cambios físicos se hicieron más evidentes. A pesar de los vestidos holgados y las posturas
cuidadosas, Isabela no pudo ocultar completamente el brillo especial de su piel, ni el redondeo sutil de sus formas.
fue la duquesa de Alarcón, una mujer envidiosa que siempre había despreciado a Isabela por su origen mestizo, quien primero verbalizó las sospechas que comenzaban a circular. “¿No les parece que su majestad se ve diferente últimamente?”, comentó durante un té con las damas de la corte. Más llena,
más maternal. Las otras mujeres intercambiaron miradas significativas.
Todas habían notado los cambios, pero ninguna se había atrevido a mencionarlos abiertamente. “Quizás sea solo que ha estado comiendo mejor”, sugirió una de ellas sin mucha convicción. “O quizás”, continuó la duquesa con una sonrisa venenosa. “Nuestra reina viuda no ha sido tan casta como aparenta.”
El rumor se extendió como fuego en pasto seco.
En pocas semanas, todo el palacio susurraba sobre el posible embarazo de la reina. Los nobles más ambiciosos vieron en esta situación una oportunidad dorada para destruir a Isabela y apoderarse del trono. El Conde de Villanueva convocó reuniones secretas en sus aposentos, donde los conspiradores
planeaban su próximo movimiento.
Si está embarazada y no es del rey muerto, entonces es una adúltera”, declaró con satisfacción. Según las leyes del reino, puede ser destronada y ejecutada por alta traición. Pero necesitamos pruebas. advirtió el duque de Córdoba. No podemos actuar solo con rumores. Las pruebas llegarán solas,
sonríó Villanueva.
Un embarazo no se puede ocultar para siempre y cuando se haga evidente, nosotros estaremos listos para actuar. Mientras los nobles conspiraban en las sombras, Isabel vivía un infierno de ansiedad y terror. Cada mirada, cada susurro, cada sonrisa falsa la convencía de que sus secretos estaban siendo
descubiertos. Esperanza hacía todo lo posible para protegerla, alejando a las criadas curiosas y inventando excusas para cada síntoma del embarazo.
“Dígales que tiene problemas digestivos”, aconsejaba cuando Isabela no podía dejar de vomitar, o que el dolor por la muerte del rey afecta su apetito. Pero a medida que avanzaba el cuarto mes de embarazo, ocultar la verdad se volvía casi imposible. Isabela había comenzado a experimentar los
primeros movimientos del bebé.
Pequeñas pataditas que la llenaban de alegría y terror, a partes iguales. Una noche, mientras descansaba en su habitación, sintió una presencia extraña en los jardines del palacio. Desde su ventana vio sombras moviéndose entre los árboles con una gracia que le resultó familiar.
Su corazón se aceleró cuando reconoció los movimientos silenciosos y precisos de guerreros apaches. Esperanza entró en la habitación en ese momento y notó la expresión de asombro en el rostro de Isabela. ¿Qué pasa, mi niña? Hay apaches en los jardines, susurró Isabela. ¿Pero cómo? ¿Por qué están
aquí? La respuesta llegó de la forma más inesperada. Al día siguiente, uno de los guardias del palacio fue encontrado inconsciente cerca de los establos, con una flecha apache clavada en un árbol cercano.
Atada a la flecha, había un mensaje escrito en español con caligrafía educada. La reina debe saber que el guerrero Tlacael no murió. Fue rescatado momentos antes de la ejecución. Espera noticias de su amor y de su hijo. Isabela leyó el mensaje una docena de veces antes de que las palabras
penetraran en su mente aturdida. Tlacael estaba vivo. De alguna manera, imposiblemente había escapado de la muerte y sabía sobre el bebé que ella llevaba en su vientre.
El alivio y la alegría que sintió fueron tan intensos que casi se desmaya. Esperanza tuvo que sostenerla mientras procesaba la noticia más increíble de su vida. “¿Pero cómo es posible?”, preguntó entre lágrimas de felicidad. “Yo vi caer el hacha, vi la sangre.
Los apaches son maestros del engaño cuando es necesario”, murmuró Esperanza, que había crecido entre historias de la astucia indígena. “Deben haber planeado un rescate desde el principio, pero junto con la alegría vinieron nuevos peligros. Si Tlacael estaba vivo y libre, los nobles lo verían como
una amenaza aún mayor. Y si descubrían que la reina estaba embarazada de su hijo, no solo la ejecutarían a ella, sino que movilizarían todos los recursos del reino para cazarlo y matarlo.
Isabela se encontraba en una posición imposible. El hombre que amaba estaba vivo, pero su amor los ponía a ambos y a su hijo no nacido, en un peligro mortal. Los muros dorados del palacio se habían convertido en una prisión y las miradas de los cortesanos en dagas, esperando el momento perfecto
para atacar.
El juego de vida y muerte había comenzado y Isabela sabía que pronto tendría que elegir entre la corona que nunca había deseado y la familia que había encontrado en los brazos de un guerrero apache. La verdad tiene la costumbre cruel de revelarse en los momentos más inconvenientes.
Para Isabela, ese momento llegó durante una audiencia pública en el gran Salón del Trono, cuando el peso de mantener la compostura mientras el bebé se movía activamente en su vientre finalmente la traicionó. Estaba escuchando las quejas de un comerciante sobre los impuestos en las rutas comerciales
cuando sintió una patada particularmente fuerte.
Sin poder contenerse, su mano se movió instintivamente hacia su vientre en un gesto protector que duró apenas un segundo, pero que fue visto por decenas de ojos ávidos de escándalo. Un murmullo se extendió por el salón como ondas en un estanque. Isabela se dio cuenta de su error inmediatamente,
pero ya era demasiado tarde. La duquesa de Alarcón sonrió con una satisfacción que no intentó ocultar.
Su majestad”, dijo el conde de Villanueva acercándose al trono con pasos calculados. “Se encuentra bien, parece indispuesta. Solo un poco de fatiga,” respondió Isabela, luchando por mantener la voz firme. “Continuemos con las audiencias.” Pero el daño estaba hecho.
Esa noche las lenguas viperinas de la corte trabajaron horas extras esparciendo la noticia. Para el amanecer, todo el reino sabía que la reina viuda estaba embarazada. El consejo Real se reunió en sesión de emergencia. Isabela, fue convocada como si fuera una criminal, no una reina. Entró al salón
de consejos con la cabeza alta, pero su corazón latía como tambor de guerra.
Cinco hombres poderosos la esperaban sentados en semicírculo, sus rostros duros como piedra tallada. Su majestad, comenzó el conde de Villanueva. Sin preámbulos, el rey no tiene derecho a conocer la verdad sobre su condición. Está embarazada. Isabela sabía que mentir sería inútil. Su embarazo era
evidente para cualquiera que la mirara con atención. Sí, respondió simplemente.
El silencio que siguió fue abrumador. Los cinco hombres intercambiaron miradas que hablaban de planes cuidadosamente preparados. El rey Fernando murió hace 7 meses, continuó Villanueva. Para que un embarazo sea legítimo, debería haberse manifestado mucho antes.
Esto significa que o bien está mintiendo sobre el tiempo de gestación o bien o bien ha cometido adulterio. Completó el duque de Córdoba con voz helada. Isabel sintió como si la hubieran abofeteado. ¿Cómo se atreven a cuestionar mi honor? Su honor se cuestiona solo”, replicó el conde. “Una reina
viuda embarazada de un bebé que claramente no puede ser de su esposo muerto.
Díganos su majestad, ¿quién es el padre de esa criatura bastarda?” La palabra bastarda resonó en el aire como un látigo. Isabel sintió la ira corriendo por sus venas, pero se forzó a mantener la calma. No responderé a insultos”, declaró levantándose del asiento. “Si no tienen más que acusaciones
infundadas, me retiro.” Se queda. Ordenó Villanueva con autoridad que no tenía derecho a usar con una reina.
Esto no termina hasta que tengamos respuestas. Isabela se volvió hacia él con ojos llameantes. ¿Me está amenazando Conde? Le estoy recordando sus obligaciones con la corona y el reino, respondió él. Una reina adúltera puede ser destronada y ejecutada. Es la ley. Las palabras cayeron como piedras en
agua quieta. Isabela comprendió que había caminado directamente hacia una trampa cuidadosamente preparada.
Estos hombres habían estado esperando este momento, planeando su destrucción desde que Fernando murió. “Tengo derechos”, dijo luchando por mantener la firmeza en su voz como reina y como mujer. “Los derechos se ganan con honor”, replicó el duque de Salamanca.
Y el honor se mantiene con pureza, algo que usted evidentemente no comprende. Isabela sabía que estaba perdida. Sin importar lo que dijera, estos hombres ya habían decidido su destino. Su única esperanza era ganar tiempo, pero incluso eso parecía imposible. Fue entonces cuando se escuchó un
alboroto en el pasillo exterior.
Un guardia entró corriendo con el rostro pálido de terror. “Mi señor”, gritó dirigiéndose a Villanueva. “Ha llegado un hombre que dice ser médico real. Exige ver a su majestad inmediatamente. Dice que viene de parte del anterior rey para atender a la reina embarazada.” Isabela sintió su corazón
detenerse.
No había ningún médico real y Fernando nunca había enviado a nadie. Pero algo en la descripción del guardia le resultó familiar. ¿Cómo es ese hombre? Preguntó con voz apenas audible. Alto, de piel bronceada, cabello largo y negro. Viste ropas finas, pero tiene tiene tatuajes en las manos como los
salvajes.
Isabela tuvo que aferrarse a la mesa para no caer. Era Tlacael. De alguna manera había llegado hasta el palacio disfrazado de médico. La audacia del plan la dejó sin aliento, pero también la llenó de terror. Si lo descubrían, tráiganlo. Ordenó Villanueva. Veamos qué tiene que decir este supuesto
médico. Minutos después, Tlacael entró al salón del consejo.
Isabela tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no correr hacia él. Vestía ropas españolas elegantes y había cambiado su apariencia. lo suficiente para parecer un médico mestizo educado, pero sus ojos seguían siendo los mismos que habían conquistado su corazón. “Su majestad”, dijo inclinándose
profundamente ante Isabela, “He venido a cumplir la última voluntad del rey Fernando. Me pidió que cuidara de su esposa si algo le ocurría.
La mentira era tan audaz que por un momento nadie supo cómo reaccionar.” Tlacael continuó sin inmutarse. El rey sospechaba que su esposa podría quedar embarazada antes de su muerte. Continuó mirando directamente a los ojos de Isabela. Me pidió que, si eso ocurría, me asegurara de que tanto la madre
como el hijo recibieran la mejor atención médica posible.
Isabela comprendió inmediatamente lo que Tlacael le estaba haciendo. Estaba dándole una salida, una explicación que podría salvar su vida y legitimar el embarazo. “Sí”, murmuró Isabela siguiendo su juego. Recuerdo que Fernando mencionó a un médico especializado en embarazos reales.
Dijo que si alguna vez si alguna vez necesitaba ayuda, Villanueva frunció el ceño. La historia sonaba demasiado conveniente, pero era difícil de refutar sin más información. ¿Dónde ha estado todos estos meses?, preguntó suspicazmente, atendiendo a otros nobles en territorios lejanos, respondió
Tlacael sin vacilar.
Solo recientemente me enteré de la muerte del rey y del estado de su majestad. El conde no parecía convencido, pero antes de que pudiera hacer más preguntas, Tlacael se dirigió a Isabela con autoridad profesional. Su majestad, debo examinarla inmediatamente. Por lo que veo, su embarazo está
avanzado y hay signos de estrés que podrían ser peligrosos para la criatura.
Isabela asintió, agradecida por la oportunidad de salir de esa habitación llena de hostilidad. “Por supuesto, doctor Hernández”, completó Tlacael. Dr. Miguel Hernández. Salieron del salón de consejos bajo la mirada suspicaz de los nobles. Isabela guió a Tlacael hacia sus aposentos privados, donde
Esperanza los esperaba con ansiedad evidente.
En cuanto se cerraron las puertas, Isabela se arrojó a los brazos de Tlacael con un soyo de alivio y alegría. Lo había creído muerto. Había llorado su pérdida durante meses y ahora estaba allí real y vivo, sosteniéndola como si nunca fuera a soltarla. Pensé que te habían matado. Lloró contra su
pecho. Vi la ejecución. Vi caer el hacha.
Mi hermano menor se sacrificó por mí, murmuró Tlacael el condolor en la voz. Intercambiamos lugares la noche anterior. Él sabía que yo tenía una razón para vivir, algo más importante que mi propia vida. Isabela se apartó para mirarlo a los ojos, viendo el dolor y la culpa que cargaba por la muerte
de su hermano. Él murió para que yo pudiera estar contigo y con nuestro hijo.
Continuó Tlacael, poniendo sus manos sobre el vientre redondeado de Isabela. Su sacrificio no será en vano. Esperanza, que había observado la reunión en silencio, finalmente habló. ¿Cómo llegaste hasta aquí? Los guardias, las patrullas, “Tengo aliados que no sospechan”, explicó Tlacael. “Mi tribu ha
estado construyendo una red de contactos durante años.
Comerciantes, artesanos, incluso algunos soldados españoles que se han casado con mujeres de nuestro pueblo. No todos los españoles son nuestros enemigos. Isabela se sintió abrumada por la información. Pero, ¿qué hacemos ahora? El consejo sospecha. No creerán tu historia por mucho tiempo. No
necesitamos mucho tiempo, respondió Tlacael con determinación. Solo lo suficiente para sacarte de aquí.
Sacarme a dónde? A mi territorio, donde estarás segura, donde nuestro hijo podrán nacer libre. Isabela sintió un vértigo de pánico y emoción. La idea de escapar de la prisión dorada del palacio era tentadora, pero también aterrorizante. Sería renunciar a todo lo que había conocido, a su título, a
su posición. Y mi reino, mi gente. Tlacael tomó sus manos con ternura.
Tu reino o la jaula donde te tienen prisionera, Isabela, esa gente nunca te ha aceptado. Te toleran porque necesitan una cabeza coronada, pero te desprecian por tu sangre. ¿Es eso lo que quieres para nuestro hijo? Las palabras dolían porque eran verdaderas. Isabela había pasado años tratando de
ganar el respeto de nobles que la veían como una usurpadora.
Había sacrificado su felicidad, su autenticidad, tratando de encajar en un mundo que nunca la aceptaría completamente. “Necesito tiempo para pensarlo”, murmuró. “El tiempo es lo que no tenemos”, insistió Tlacael. Cada hora que pases aquí es más peligrosa. Esos hombres están buscando excusas para
matarte. Tu embarazo les ha dado la excusa perfecta. Antes de que Isabela pudiera responder, escucharon pasos rápidos en el corredor.
Esperanza corrió hacia la ventana y palideció al ver lo que había afuera. Soldados, susurró. Muchos soldados rodeando el palacio y hay antorchas acercándose desde el pueblo. Isabela corrió a la ventana y vio la terrible verdad. El conde de Villanueva había movilizado la Guardia Real y había
incitado a la población civil.
Una muchedumbre furiosa se acercaba al palacio gritando consignas contra la reina adúltera. Muerte a la traidora, se escuchaba a lo lejos. Que pague por su deshonor. Tlacael evaluó rápidamente la situación. Tenemos que irnos ahora. Pero, ¿cómo? Estamos rodeados. Confía en mí, dijo Tlacael,
dirigiéndose hacia una tapicería en la pared. La apartó revelando una puerta secreta que Isabela nunca había notado.
Los palacios siempre tienen secretos, solo hay que saber dónde buscarlos. Isabela lo miró con asombro. ¿Cómo sabías? He estado estudiando este lugar durante semanas”, explicó mientras abría la puerta preparándome para este momento. Del otro lado de la puerta secreta había un pasadizo estrecho que
parecía extenderse hacia la oscuridad.
Tlacael encendió una antorcha que había escondido allí previamente. “Este túnel lleva a los jardines traseros del palacio, explicó. Desde allí podemos llegar al bosque sin ser vistos.” Isabela vaciló en el umbral. Una vez que cruzara esa puerta, no habría vuelta atrás. Estaría renunciando a todo lo
que había conocido por un futuro incierto en territorio Apache.
Los gritos de la muchedumbre se intensificaron y el sonido de puertas, siendo derribadas, llegó desde las plantas inferiores del palacio. Los soldados habían entrado y estaban registrando cada habitación. “Isabela”, dijo Tlacael con urgencia, “ties elegir ahora.” Esperanza tomó la mano de Isabela y
la miró a los ojos. Vete, mi niña, vive. Sé feliz. Eso es lo que tu madre habría querido.
Isabela sintió lágrimas corriendo por sus mejillas mientras abrazaba a la mujer que había sido más madre para ella que nadie. ¿Qué será de ti? Yo me quedo, declaró esperanza con firmeza. Alguien tiene que desviar su atención, darles tiempo para escapar. Diré que no sé nada, que desapareciste en la
noche. Isabela sabía que era una mentira noble.
Esperanza sería torturada, posiblemente ejecutada por su lealtad, pero también sabía que la anciana había tomado una decisión irrevocable. “Te amo”, le susurró Isabela. “Y yo a ti, mi reina verdadera, respondió Esperanza. Ahora ve y salva a tu familia.” Isabela tomó la mano de Tlacael y cruzó el
umbral hacia la oscuridad del túnel secreto.
Detrás de ellos escucharon como Esperanza cerraba la puerta oculta y volvía a colocar la tapicería en su lugar. Mientras corrían por el túnel húmedo, Isabel la sintió como si estuviera renaciendo. Cada paso la alejaba de la mujer que había sido y la acercaba a la mujer que podría llegar a ser. El
peso de la corona ya no oprimía sus hombros y por primera vez en años se sintió verdaderamente libre. Pero su libertad tenía un precio que aún no había calculado completamente.
Detrás de ellos, el reino se sumía en el caos y adelante los esperaba un mundo desconocido donde tendrían que forjar una nueva vida desde cero. El bebé se movió en su vientre como siera la emoción de su madre. Isabel la sonrió en la oscuridad. Sin importar lo que les deparara el futuro,
enfrentarían juntos los desafíos que vinieran.
La luna llena iluminaba el sendero serpente que los llevaba cada vez más lejos de la civilización española y hacia lo desconocido. Isabela montaba detrás de Tlacael en su caballo negro, aferrándose a él mientras el bebé en su vientre protestaba por el viaje accidentado. Habían cabalgado toda la
noche, deteniéndose solo cuando era absolutamente necesario para que Isabela descansara.
Cuando el amanecer pintó el cielo de oro y rosa, Isabela vio un paisaje que parecía salido de un sueño. Montañas majestuosas se alzaban hacia el cielo como dedos de roca, cubiertas de bosques verdes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Arroyos cristalinos cortaban el terreno como cintas
de plata y el aire estaba perfumado con aromas de pino y flores silvestres. Es hermoso, murmuró Isabela, olvidando por un momento todas sus preocupaciones.
Es casa respondió Tlacael con orgullo evidente en su voz. Nuestra casa. A medida que se adentraban más en territorio Apache, comenzaron a encontrarse con otros miembros de la tribu, guerreros montados que los saludaban con reverencia a Tlacael, pero que miraban a Isabela con una mezcla de curiosidad
y desconfianza.
Una mujer española, incluso una mestiza, era una novedad en estas tierras. El campamento principal de la tribu estaba ubicado en un valle protegido, donde docenas de tipis se alzaban como flores en una pradera. El humo de las fogatas se elevaba hacia el cielo azul y el sonido de voces, risas y
actividad diaria llenaba el aire con una vitalidad que Isabela nunca había experimentado en el palacio, pero su llegada causó una conmoción inmediata.
Mujeres, hombres y niños salieron de sus tipis para ver a la extraña que Tlacael traía consigo. Sus miradas no eran hostiles, pero tampoco eran especialmente acogedoras. Isabela se sintió más expuesta que nunca, consciente de que su vestido español de seda y sus joyas la marcaban como una forastera.
Una mujer con el cabello gris trenzado con cuentas y plumas se acercó a ellos. Su presencia comandaba respeto inmediato. Isabela supo instintivamente que se trataba de alguien importante en la jerarquía tribal. Abuela Aana saludó la Caelel desmontando y ayudando a Isabela a bajar del caballo. Te
traigo a la mujer de quien te hable. Isabela, la que salvó mi vida y lleva a mi hijo.
La anciana estudió a Isabela con ojos penetrantes que parecían ver directamente en su alma. Isabela se sintió juzgada de una manera completamente diferente a como la habían juzgado en la corte española. Aquí su título y su corona no significaban nada, solo importaba quién era realmente. “Así que
eres la reina española”, dijo Ayana finalmente.
Su voz áspera, pero no desdeñosa. Tlacael nos contó de tu valor, de cómo arriesgaste todo para estar con él. Ya no soy reina”, respondió Isabela, sorprendiéndose a sí misma con la firmeza de su declaración. “Solo soy Isabela, solo soy la mujer que ama a su nieto.” Algo cambió en la expresión de
Aana. Una leve sonrisa curvó sus labios arrugados. “Buena respuesta.
Los títulos son como ropas viejas, útiles mientras los necesitas, pero no definen quién eres realmente. Los días siguientes fueron una inmersión total en una cultura completamente diferente. Isabela tuvo que aprender todo desde cero. Cómo encender un fuego sin fósforos, cómo preparar alimentos
silvestres, cómo comunicarse mediante gestos cuando las palabras fallaban.
Su español educado y refinado tenía poco valor aquí, donde la sabiduría se medía por la capacidad de supervivir y prosperar en armonía con la naturaleza. Las mujeres de la tribu, inicialmente distantes, gradualmente comenzaron a aceptarla cuando vieron que estaba genuinamente interesada en aprender
sus costumbres. Nayeli, una joven madre con dos hijos pequeños, se convirtió en su primera amiga verdadera.
Al principio pensé que eras una de esas mujeres españolas arrogantes”, le confesó Nayeli mientras le enseñaba a tejer canastas. “Pero tienes un corazón indígena. Se nota en la forma en que tratas a los niños, en cómo escuchas a los ancianos.” Isabela se sintió más halagada por esas palabras que por
cualquier cumplido que hubiera recibido en la corte.
Aquí su valor se medía por sus acciones, no por su linaje o posición social. Pero no todos en la tribu la aceptaron tan fácilmente. Kuruk, un guerrero joven y ambicioso que había esperado casarse con alguna de las hijas del jefe, veía en Isabela una amenaza a las tradiciones tribales. “Tacael ha
traído a una extraña entre nosotros”, murmuró durante las reuniones del Consejo Tribal.
“¿Qué garantía tenemos de que no nos traicione cuando lleguen los soldados españoles buscándola?” El jefe Nalnish, padre de Tlacael, escuchó estas preocupaciones con la sabiduría de sus 70 años. “Mi hijo ha elegido a su compañera”, declaró finalmente. Ella ha demostrado valor al abandonar su mundo
por el nuestro. Eso merece respeto, no desconfianza.
Pero las palabras del jefe no calmaron completamente las tensiones. Isabela podía sentir las miradas de algunos miembros de la tribu, evaluándola, esperando que cometiera un error que justificara sus sospechas. La situación se complicó cuando llegaron noticias del mundo exterior.
Un comerciante mestizo, que mantenía contactos tanto con españoles como con apaches trajo información perturbadora sobre lo que estaba ocurriendo en el reino que Isabela había abandonado. El Conde de Villanueva se ha proclamado regente”, reportó el comerciante durante una reunión nocturna alrededor
del fuego. Dice que la reina Isabela murió durante una revuelta popular, que su cuerpo fue quemado por la multitud furiosa.
Isabela sintió un escalofrío al escuchar estas palabras. Oficialmente ella estaba muerta. Era una liberación, pero también significaba que no había vuelta atrás. ¿Y qué hay de la búsqueda?, preguntó Tlacael. El comerciante miró nerviosamente alrededor antes de responder.
Villanueva ha puesto una recompensa enorme por cualquier información sobre la ubicación de la reina desaparecida. Dice que tiene información de que podría estar viva, escondida entre los salvajes. La palabra salvajes resonó incómodamente en el aire. Isabela vio como las mandíbulas de varios
guerreros se tensaban al escuchar el término despectivo. “También ha movilizado el ejército,” continuó el comerciante.
Están registrando cada pueblo, cada campamento indígena, matando a cualquiera que se niegue a cooperar. El silencio que siguió fue abrumador. Isabela se dio cuenta de que su presencia había puesto a toda la tribu en peligro. Su amor por Tlacael. Él podría costar vidas inocentes. Me iré, murmuró
sintiendo el peso de la responsabilidad.
No puedo permitir que sufran por mi culpa. No irás a ningún lado, declaró Tlacael con firmeza. Eres uno de nosotros. Ahora nos enfrentaremos juntos a lo que venga. El jefe Naaln asintió. Mi nuera ha encontrado refugio entre nosotros. Los Apache no abandonamos a los nuestros. Pero Isabela sabía que
las palabras nobles no detendrían a un ejército determinado.
Esa noche, mientras yacía en el tipi que compartía con Tlacael, sintió las primeras contracciones del parto. El bebé había decidido nacer en el momento más peligroso posible. “Es hora”, murmuró despertando a Tlacael con una mezcla de dolor y anticipación en su voz. Lo que siguió fueron 12 horas de
labor de parto intenso, rodeada de mujeres apache que la guiaron a través del proceso con una sabiduría ancestral.
No había médicos con instrumentos fríos, solo manos expertas y voces calmantes que la acompañaron en cada contracción. Cuando finalmente escuchó el primer llanto de su bebé, Isabela sintió como si su corazón se expandiera para abarcar todo el universo. Ayana colocó al recién nacido en sus brazos.
Isabela contempló por primera vez el rostro de su hijo.
Era perfecto. Tenía los ojos oscuros de su padre y los rasgos delicados que combinaban ambas herencias. Su piel tenía el tono dorado que hablaba de sus múltiples linajes. Español, zapoteca y apache. Es un guerrero declaró Aana con admiración. Miren cómo mira al mundo, sin miedo, con curiosidad. Este
niño está destinado a grandes cosas. Tlacael.
Él tomó a su hijo con manos temblorosas de emoción. Será un puente entre dos mundos, murmuró como su madre. Pero las celebraciones se vieron interrumpidas por la llegada urgente de exploradores. Los soldados españoles se acercaban siguiendo pistas que los habían llevado cada vez más cerca del
territorio apache.
“Tienen órdenes de no dejar piedra sin remover”, reportó uno de los exploradores. El nuevo regente ha prometido una fortuna a quien encuentre a la reina desaparecida. Isabella miró a su bebé recién nacido y sintió una determinación férrea corriendo por sus venas.
no permitiría que su hijo creciera huyendo, viviendo en constante peligro por los crímenes que ella había cometido al elegir el amor sobre la conveniencia política. “Tengo un plan”, anunció sorprendiendo a todos con la firmeza de su voz. “Pero necesitaré que confíen en mí completamente.” Tlacael la
miró con una mezcla de admiración y preocupación. “¿Qué tienes en mente?”, Isabela sonríó. Una sonrisa que combinaba la astucia que había aprendido en la corte española con la sabiduría que había ganado viviendo entre los apache. “Voy a darle a Villanueva exactamente lo que quiere”, dijo
misteriosamente. “Voy a entregarle a la
reina Isabella.” El plan de Isabel la rayaba en la locura, pero tenía la elegancia de la desesperación. Con ayuda de Aana, organizó su propia muerte fingida. Durante una noche tormentosa, montó una escena dramática junto al río, dejando sus joyas reales esparcidas en la orilla mientras se ocultaba
en una cueva secreta.
Cuando llegaron las tropas españolas, encontraron los testimonios de testigos que habían visto a la reina caer al río turbulento. El capitán Mendoza examinó las joyas y confirmó la tragedia. Villanueva, inicialmente escéptico, quedó satisfecho cuando encontraron un cuerpo irreconocible río abajo.
“Isabela de Montemayor ha pagado por su traición”, proclamó el usurpador, creyendo haber ganado definitivamente.
Pero mientras Villanueva celebraba, Isabela emergía de su escondite transformada. En una ceremonia sagrada recibió el nombre Apache de Itzel, estrella de la noche, simbolizando su renacimiento como mujer libre. Fue entonces cuando Tlacael reveló su secreto más guardado, la llevó a un lugar sagrado
bajo las estrellas y le confesó su verdadera identidad.
“Mi nombre real es Itzel Nahwatl”, murmuró con solemnidad. “Soy heredero de una confederación de 20 pueblos indígenas. Mi padre no es solo jefe tribal, sino líder de una nación oculta que se extiende desde estas montañas hasta el océano occidental. Isabel sintió como si el mundo se expandiera ante
ella. No solo había renunciado a una corona por amor, sino que había encontrado un linaje igual de noble.
¿Por qué no me lo dijiste antes? Necesitaba estar seguro de tu corazón, respondió él tomando sus manos. Nuestro hijo no será solo mestizo, sino el heredero de una nueva nación donde españoles e indígenas vivan como hermanos. Los meses siguientes fueron un torbellino de diplomacia secreta. Isabela,
ahora Itsel, usó su conocimiento de la política española para forjar alianzas imposibles.
Comerciantes mestizos, soldados descontentos y nobles marginados comenzaron a formar una resistencia silenciosa contra Villanueva. Su hijo AN crecía como símbolo viviente de esa unión, inteligente y carismático, incluso siendo bebé. Las mujeres Apache susurraban que tenía el don de los espíritus
ancestrales.
El enfrentamiento final llegó cuando Villanueva expandió su tiranía atacando pueblos indígenas pacíficos. Naalnich declaró que era hora de revelar la confederación oculta. La batalla decisiva se libró en una planicie entre ambos territorios. Pero cuando Villanueva esperaba enfrentar salvajes con
arcos, se encontró con un ejército organizado que incluía soldados españoles desertores y artillería capturada.
El momento culminante llegó cuando Itzel apareció montada en un caballo blanco vestida con armadura española modificada y ornamentos apache. Su presencia causó conmoción inmediata. “Es la reina Isabela, está viva!”, gritaron los soldados. Villanueva palideció como si hubiera visto un fantasma. La
mujer que creía muerta se alzaba como fuerza vengativa de sus pesadillas.
“Soldados del reino!”, gritó Itsel con voz que atravesó el campo de batalla. “Soy Isabela de Montemayor, vuestra reina legítima. Ese usurpador ha sumergido el reino en la tiranía.” mostró las marcas que solo la familia real conocía, la cicatriz de su frente y la marca de nacimiento en su muñeca. La
deserción fue masiva.
Compañías enteras abandonaron a Villanueva y marcharon hacia las filas de la confederación. He regresado no para reclamar una corona, sino para ofrecer una nueva nación donde todos vivan como hermanos”, declaró Itzel. La batalla se convirtió en rendición total.
Villanueva, abandonado por sus fuerzas, fue capturado mientras intentaba huir. Su juicio combinó tradiciones españolas e indígenas, condenándolo al exilio perpetuo en lugar de la muerte. Con la caída del tirano nació oficialmente la nación de dos mundos. Su Constitución, escrita en tres idiomas
establecía principios revolucionarios: igualdad racial, libertad religiosa y gobierno que combinaba administración española con consejos indígenas.
Isabela se convirtió en la primera madre protectora, mientras Tlacael fue nombrado padre guardián. Su hijo Ayan creció educado en ambas culturas, hablando cuatro idiomas y mediando disputas con sabiduría precoz. 20 años después, la ciudad de Nueva Esperanza se alzaba como testimonio del éxito de su
visión.
Edificios de adobe se mezclaban con construcciones de piedra. Jardines españoles florecían junto a huertos indígenas y las calles resonaban con idiomas que habían creado su propio dialecto único. Itzel, ahora de 45 años, observaba desde su terraza como su hijo AN dirigía el Consejo Continental,
donde representantes de pueblos de todo el continente discutían alianzas comerciales.
Su cabello plateado estaba trenzado con cuentas ceremoniales. Su rostro mostraba líneas de una vida plena, pero sus ojos conservaban el fuego de la mujer que había desafiado imperios por amor. Tlacael se acercó por detrás y la abrazó. El mismo gesto que la llenaba de calidez desde aquella primera
noche en las mazmorras.
¿En qué piensas, mi estrella nocturna? En lo extraños que son los caminos del destino, respondió recostándose contra su pecho. Comenzamos como enemigos y terminamos creando un mundo nuevo. Señaló hacia la plaza central, donde niños de todas las etnias jugaban juntos. Comerciantes negociaban como
socios iguales y parejas mixtas caminaban sin temor al juicio. “Nuestro hijo será mejor líder que nosotros”, continuó Tlacael.
Para él, la unión de culturas no es ideal revolucionario, sino la forma natural del mundo. Esa noche, como cada noche durante 20 años, se sentaron bajo las estrellas contemplando el futuro que habían construido. Su amor había comenzado en sombras de una mazmorra y había florecido hasta convertirse
en semilla de nueva civilización.
En brazos del hombre que había elegido por encima de una corona, Itzel supo que había tomado la decisión correcta. El amor verdadero no solo había conquistado las diferencias entre ellos, sino que había transformado el mundo para futuras generaciones. El apache había dejado embarazada a la reina y
lo que ocurrió después cambió la historia para siempre.
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