Un pesado silencio se cernía sobre el cementerio, como si la tierra misma estuviera de luto. El cielo gris se cernía sobre él y una fría llovizna susurraba entre los árboles. Solo los familiares más cercanos se habían reunido. Nadie quería convertir el funeral de una niña de ocho años en un espectáculo público.

Había fallecido inesperadamente durante la noche. Los médicos afirmaron que se trataba de una cardiopatía congénita, aunque no había presentado síntomas antes.

Su madre, vestida de negro, aferraba un pañuelo húmedo con las manos temblorosas. Su padre permanecía inmóvil, con la mirada perdida. Entre ellos descansaba el pequeño ataúd blanco, delicadamente adornado con rosas, dolorosamente fuera de lugar bajo el cielo plomizo.

La voz del sacerdote resonaba, baja y sostenida por el viento, mientras rezaba sobre el cuerpo de la niña. Un familiar se acercó y colocó con cuidado un osito de peluche junto a la niña dentro del ataúd abierto: su juguete favorito. Se había aferrado a él incluso en su cama de hospital.

Entonces llegó el momento final.

Mientras el ataúd descendía lentamente a la tumba, se oyó un crujido repentino, agudo y antinatural, como el chasquido de una rama en medio de una tormenta. Varios dolientes giraron la cabeza, sobresaltados.

Y entonces sucedió.
Solo con fines ilustrativos.
Las llamas estallaron bajo la tapa.

Por un instante, nadie se movió. Entonces se oyeron los gritos.

— “¡Fuego!”

La madre se desplomó. Un primo corrió hacia adelante, se quitó la chaqueta de un tirón y apagó las llamas. El sacerdote se tambaleó hacia atrás. Los sepultureros soltaron sus cuerdas y corrieron a buscar el extintor.

Pero todo sucedió demasiado rápido.

Unas llamas brillantes de color naranja azulado envolvieron la parte superior del ataúd en segundos. El olor a madera quemada llenó el aire. El pánico se extendió entre los dolientes, algunos paralizados por el horror, otros llorando, rezando o intentando ayudar.

Un trabajador del cementerio, un exbombero, tomó las riendas. “¡Sáquenlo! ¡Ahora!” —gritó.

Con humo negro que ascendía en espirales, dos hombres agarraron las cuerdas y sacaron el ataúd de la tumba.

Milagrosamente, extinguieron el fuego.

Entonces vino la segunda sorpresa.

Cuando abrieron la tapa con cuidado… el cuerpo de la niña estaba intacto.

Su vestido, su cabello, su piel… todo estaba exactamente igual que antes. El oso de peluche estaba carbonizado, irreconocible, pero la niña no se había quemado.

Quienes lo vieron susurraron con incredulidad. Algunos lloraron con más fuerza. Otros no dijeron nada.

La policía llegó y se llevó los restos del ataúd y el juguete chamuscado para examinarlos.

Tres días después, se supo la verdad
Solo con fines ilustrativos
El informe oficial fue claro, pero no menos inquietante.

El incendio había sido causado por una batería de litio oculta en el interior del oso de peluche.

Sin que la familia lo supiera, el peluche tenía una luz nocturna incorporada, alimentada por una pequeña batería recargable. Bajo la presión del ataúd cerrado, y posiblemente reaccionando al calor corporal residual o a las condiciones ambientales, la batería se sobrecalentó y se encendió, como una mecha.

Un trágico accidente.

Una horrible coincidencia.

Pero incluso cuando los investigadores cerraron el caso, otros no estaban tan seguros.

Algunos afirmaban que la niña siempre le había tenido miedo a la oscuridad. Que nunca dormía sin ese juguete. Que tal vez, solo tal vez, intentaba decir algo.

Y en las noches tranquilas, bajo el mismo cielo gris, algunos trabajadores del cementerio aún susurran:

“Apagamos el fuego.
Pero no las preguntas”.