Me ordenaron recuperar simples aparatos climatológicos en el polo sur, pero lo que encontré fue un cubo imposible de vigilado por seres que no eran humanos. Ese día entendí que la historia oficial es una mentira. Yo soy Ray y esto es Mitos y leyendas. No puedo decirte mi nombre real. No es un truco para llamar tu atención, es un salvavidas.
Durante años trabajé para personas que nunca verás en las noticias, pero que pueden encender guerras como quien enciende una lámpara. A mí me entrenaron para mover cosas y verdades sin dejar huellas, volar sin insignias, hablar sin prometer, obedecer sin preguntar. Ahora no obedezco, por eso escribo. Y escribo porque lo que vi no cabe en un informe ni en una confesión, solo en una aventura que todavía no sé si fue mía o me eligió como mensajero.
Me reclutaron a los 18 con una beca imposible de rechazar idiomas, navegación, electrónica, criptografía, fisiología de altura, psicología de influencia. En los márgenes, lo verdadero aprender a convivir con el miedo y apoyar una decisión en la décima de segundo exacta en que nadie más lo hará. Me acostumbré a las pistas sin nombre a las escalerillas que huelen a combustible y a lana mojada, a los pasaportes que caducan antes de usarse, a los contratos que no necesitan firma porque están escritos sobre ti.
Nunca los oí llamarse élite. Decían que eran administradores del riesgo. Yo llevaba maletines con memorias cifradas o figuritas de marfil, cajas que parecían vacías y pesaban como pecados, llaves que no abrían puertas sino silencios. Un día en Suricheron un sobre con tres palabras manuscritas, briefing en hielo, ninguna otra indicación.
A veces un destino es un verbo. Aterrizamos en una instalación que no aparece en los mapas públicos. Le decían estación albatros, módulos blancos sobre pilotes, pasarelas que gemían lo justo, paneles inclinados como girasoles tímidos, una torre de comunicaciones con heridas de hielo. El viento sonaba a dientes. El médico de campaña jamás se quitó los guantes.
La geopísica chilena llevaba un cuaderno con tapas de cuero. El ingeniero atmosférico recitaba números como oraciones. Un técnico suizo abrazaba una caja negra como si dentro la tiera un animal. Yo era el piloto de reserva y cuando convenía el hombre que hace preguntas en nombre de nadie. El briefing fue una sinfonía de eufemismos.
Había que recuperar 12 unidades de monitorización distribuidas a lo largo de 300 km. balizas de gradiente, sondas meteorológicas, registradores sísmicos, todo eso dijeron. Nadie explicó por qué precisábamos dos helicópteros, motos de nieve, redundancia de navegación y un protocolo de apagón electrónico.
Nadie explicó por qué el médico llevaba un estetoscopio y una jeringa de adrenalina a una misión de rutina. Las misiones de rutina empiezan así. Las primeras rutas fueron limpias, cielos de cristal lechoso, la superficie convertida en una ciudad de mármol esculpida por el viento. Grietas que eran avenidas, sombras con filo.
Las tres primeras balizas estaban donde el mapa prometía. La cuarta canturreaba una vibración grave, apenas un diapazón en el esternón. Hice un gesto. Nadie quiso entenderlo. La sexta apareció con una marca tallada en el metal, un círculo atravesado por un rayo. El suizo la fotografió sin hablar. La octava nos obligó a bajar muy despacio.
La brújula tembló, dio un giro cansado y volvió a su norte con demasiado entusiasmo, como un perro que regresa fingiendo que no se ha escapado. En la novena posición, los radios carraspearon voces que no pertenecían a nadie, palabras sueltas en idiomas que no practico desde la academia, una risa breve, un regresa en castellano, el chillido de un micrófono que alguien abrazó del lado equivocado del mundo.
El médico murmuró una emergencia como quien reza. Yo miré al piloto. El piloto me sostuvo la mirada y bajamos igual. Primero fue un perfil sin sentido, luego un borde tan preciso que hería, después la certeza, un cubo, no un icer caprichoso, ni un búnker escondido, un volumen perfecto, aristas exactas, superficie que no reflejaba la luz, sino que la debía.
El altímetro marcaba 2000 m sobre la meseta. La geopfísica dijo, “No puede existir.” El ingeniero agregó anomalía óptica. El suizo apretó su caja como si tuviera frío por dentro. Yo pensé en una palabra que durante años evité frontera. Intentamos bordearlo por la izquierda. El horizonte se inclinó 2 gr. Los motores perdieron un suspiro de potencia.
No fue una falla, fue como si el aire bostezara. Retrocedimos y todo encajó como si el mundo corrigiera un error de tipografía. Aterrizamos a 90 m del borde. El viento cambió de voz, dejó de empujar y empezó a aspirar. Las motos arrancaron, dieron un brinco de promesa y murieron con dignidad. El suizo desarmó su caja bobina analizador cable con pinza, clavó la pinza en la nieve como quien toma tierra para una casa vieja.
Si no hay señal, la inventamos, dijo. Yo ya había aprendido que hay lugares donde la señal no se inventa te inventa a ti. Nos acercamos a pie. El cubo olía a nada. La geopfísica frotó la superficie con un guante. Su huella quedó más oscura, como si hubiese pintado sombra sobre sombra. El médico posó el estetoscopio por reflejo.
Aseguró que dentro respiraba algo muy lento. Yo apoyé la palma desnuda. Sentí un frío razonable, un temblor casi humano, un latido que parecía seguir el mío con un segundo de retraso, como una sombra. puntual y entonces aparecieron, no caminaron, estuvieron tres figuras altas, exactamente altas, delineadas por la misma geometría que las parió.
No eran blancas ni grises, eran del color que queda cuando retiras todos los colores. No hablaron, e entraron no a la tienda de campaña. A nosotros, en vez de palabras sentido, debíamos irnos. Si retrocedíamos, todo funcionaría. Si avanzábamos, todo dormiría. No hubo amenaza. Hubo certeza.
Seis fue la única cifra que trajo consigo un sabor. Éramos los sextos en llegar. El suizo avanzó dos pasos con su pinza. El viento nos empujó hacia atrás con suavidad de insulto. El piloto se quitó el casco y lo abrazó como a un santo. El ingeniero buscó explicaciones en el catálogo equivocado. La geopísica temblaba de rabia.
Nada le inquietaba tanto como la imposibilidad. Yo sentí que estaba exactamente donde había sido entrenado para no estar. Hice lo único que aprendí a hacer cuando la niebla come la ruta. Elegí un punto y di un paso. Toco y salgo. Dije, idiota. La superficie era firme y dúctil, como si el metal hubiese aprendido modales.
La muñeca vibró, el pulso se emparejó con un compás que yo no marcaba y la idea de retirar la mano se volvió una cuerda cortada. El cubo me tragó hasta el codo, después hasta el hombro. Alguien gritó mi nombre. A veces la realidad es un círculo que te permite elegir cuando dices que saliste.
Lo que vino no ocupa bien las palabras dentro o fuera. Era como caer sin caer entre habitaciones con puertas abiertas en todas direcciones. Abres una y es un recuerdo ajeno. Una mujer alimenta un horno de ladrillo con carbón calibrado. El horno respira. La ciudad enciende sus faroles sin cables ni generadores. Un río cercano canta una frecuencia que en la escuela llamamos imposible.
Abres otra y ves un mapa de estrellas dibujado sobre fortificaciones en forma de estrella. No son muros, son resonadores. Bastiones apuntando al cielo, fosos llenos de agua que vibran, una campana que no suena vibra y la tierra responde como una garganta colosal. Abres otra y el mundo se cubre de barro en horas, puertas enterradas, ventanas convertidas en sótanos, torres inclinadas como dientes tristes. Se oye un silencio que duele.
Entonces apareció alguien que puedo describir solo con pereza, un hombre de mi talla, de mi forma de respirar, de la manera en que cierro el puño cuando pienso que me observan. No era uno de los tres, no era guardián ni máquina, era un espejo que aprendió a caminar. Se sentó en un banco que no estaba allí y yo no me caí cuando me senté a su lado.
No habló. Me enseñó hilos de mundos tejidos por músicas diferentes, una civilización que transformaba aire y piedra en energía mediante resonancia, no combustión. Cúpulas que modulaban notas con las estaciones, plazas diseñadas para cantar y un día barro, no un accidente, una orden, administradores que prefirieron silenciar la partitura antes que perder la batuta.
“No soy especial”, me dijo, sin decirlo soy bisagra. Las bisagras no decoran, permiten abrir y cerrar. Si salía y hablaba una música, si salía y callaba otra. Si me quedaba otra distinta. Me mostró una sala sin ventanas donde personas con apellidos que compran islas levantaban copas mientras un monitor exhibía la misma silueta que nos detuvo el cubo. Encima un contador regresivo.
Debajo dos palabras, sexta llegada. En una mesa lateral, maletines con contratos que yo reconocí por el trazo. En el séptimo, mi firma. No recordaba haberla estampado. Duele descubrir qué firmaste antes de aprender a leer. Quise romper algo. La imagen se dejó romper y se reparó como un músculo joven.
Pedí un precio exacto por elegir. Me dieron una plaza que conozco. Ayer vibraba como un órgano subterráneo. Hoy vende imanes con su nombre. Mañana podría volver a cantar si alguien pulsa la nota adecuada. La vi partida en dos como una carta que te llega en dos sobres, la de antes y la de sentí pequeño y útil como los tornillos que no se ven. No soy valiente.
El miedo me hizo un nido detrás del esternón. Pensé en mis compañeros, en mis instructores, en las islas con brindis, en un niño que juega con una pelota en una plaza que fue órgano y la decisión cuando por fin llegó no parecía grande, era un paso. Extendí el otro brazo hacia la superficie como quien abraza a un desconocido. El cubo me aceptó.
La sombra apoyó su mano, su idea de una mano en mi nuca. dijo que si salía olvidaría justo lo necesario para sobrevivir, que si me quedaba recordaría demasiado como para seguir siendo humano de la manera conveniente. Entonces algo cambió donde estaba lo que todavía llamo fuera. Los motores del helicóptero arrancaron.
Los reconocí como se reconoce la risa de un amigo en un estadio. Carraspeo, bramido, salud. Se encendían. Se encendían sin mí. El piloto gritó un nombre que es mío y no puedo escribir. La geopísica ríó con la boca y lloró con los ojos. El suizo acarició su caja como se acaricia una foto. Una figura apareció en el borde del cubo del lado del mundo.
Era yo o una versión mía que ya había decidido otra cosa. Me miró y me hizo un gesto mínimo que cualquiera habría ignorado. Pero yo lo entendí. No era a Dios, era nos vemos. Y justo cuando iba a elegir qué versión de mí seguiría respirando, el cubo abrió una puerta que no había visto.
Una puerta estrecha y altísima, una garganta de sombra que cantaba una nota nueva y detrás de esa nota se oyeron pasos. Los pasos resonaron como si golpearan directamente mi cráneo. Eran pesados, pero armónicos, como tambores de guerra ejecutados con precisión quirúrgica. No pertenecían a humanos. Yo lo sabía. Y, sin embargo, mi cuerpo permaneció inmóvil, incapaz de retroceder.
La puerta oscura que se había abierto en el cubo parecía tragarse incluso la idea de la luz. era una garganta sin fondo. De allí emergieron figuras altas, más definidas que los hologramas anteriores, demasiado reales. Medían más de 3 m con cuerpos delgados, alargados y movimientos fluidos. Sus ojos parecían cristales opacos sin pupila.
Había en ellos una calma insoportable, una paciencia de eternidades. No caminaron hacia nosotros. caminaron hacia mí específicamente. Los demás permanecían congelados cerca de los helicópteros, como atrapados en un tiempo distinto. Yo era el único capaz de moverse, de respirar. En ese instante comprendí que aquella elección me había separado ya de mis compañeros.
Una de las figuras extendió su brazo. No era carne, tampoco metal. Era como un tejido vivo de luz sólida, vibrante. Cuando su mano me tocó el hombro, sentí que mi corazón latía en dos dimensiones distintas. No hubo palabras, hubo imágenes como relámpagos internos, ciudades imposibles, cúpulas que emitían energía a su lada, calles cubiertas de barro hasta las ventanas, templos resonando con vibraciones que levantaban agua y piedra.
Era una historia prohibida contada en destellos incompletos. Entonces vi la verdad de aquellos pasos. No eran guardianes, eran mensajeros. Su tarea no era destruirnos, sino mostrarnos, mostrarnos algo que la falsa historia había borrado. Yo era apenas un testigo intruso en esa revelación. Me condujeron dentro de la garganta oscura. El aire cambió.
Ya no olía a hielo ni a ozono, sino a una mezcla de hierro y tormenta eléctrica. Cada paso hacía vibrar el suelo bajo mis botas. Entramos en una cámara inmensa. Era esférica, perfectamente tallada en material desconocido, ni piedra ni metal. El techo estaba cubierto de símbolos que latían con luz propia. El centro estaba ocupado por un trono sin ocupante visible.
No era un trono para sentarse, era un artefacto. Resonaba como si emitiera un pulso constante, una nota infinita. Cada vibración atravesaba mis huesos. Los seres me hicieron un gesto claro. Debía acercarme y tocarlo. Dude. Pensé en mi vida en los años obedeciendo en las promesas que nunca hice porque nunca me las pidieron.
Pensé en mi miedo, pero al final avancé porque entendí que todo lo demás era inútil. Al poner mis manos sobre aquel artefacto, sentí que mi conciencia se partía en miles de fragmentos. Cada uno caía en un río distinto, un universo paralelo, y en cada río otro yo respiraba. Vi a uno de mis otros yo morir en una guerra sin nombre, a otro convertirse en político corrupto.
A otro ser padre de tres hijos en una granja y a otro nunca haber existido. La cámara vibró con violencia. Los símbolos del techo cambiaron, reorganizándose en un lenguaje que no conocía pero comprendía. Formaban una frase, “Nada desaparece, todo se repite.” Entonces la esfera se expandió, tragándose todo a su alrededor. Caí en un vacío sin fondo.
No era caída física, era una caída de conciencia. El tiempo dejó de existir. Sentí que estaba viviendo siglos, milenios y que ninguno de esos instantes me pertenecía. Entonces apareció una figura diferente. No era alta ni luminosa. Era idéntica a mí. Tenía mis cicatrices, mis gestos, mi respiración acelerada. Me miró a los ojos y habló con mi propia voz.
Este no es tu primer viaje”, dijo. “Has estado aquí antes y volverás.” El cubo no guarda secretos, el cubo guarda espejos y cada vez que entras, otra versión de ti elige diferente. Me mostró visiones de otras veces. Vi mis huellas en la nieve de siglos anteriores. Vi mi nombre garabateado en un muro que ya no existe.
Vi que yo era parte del ciclo, no su excepción. Me desesperé. ¿Significaba eso que mi vida era una ilusión? ¿Que todo lo que había hecho era un eco repetido? El otro yo sonrió con tristeza, como un maestro que observa a un niño confundido. No importa cuántas veces lo repitas, importa qué aprendes en cada repetición, dijo.
Los demás olvidan. Tú recuerdas, esa es tu condena y tu libertad. La esfera tembló de nuevo. Las figuras gigantes reaparecieron. Con un gesto me indicaron que debía elegir salir con la memoria intacta o quedarme atrapado en el ciclo de los espejos. Sabía que ninguna opción era segura. Pensé en mis compañeros todavía congelados en el exterior.
Si salía, ellos tal vez despertarían y nunca sabrían nada. Si me quedaba el cubo seguiría con su secreto intacto, pero yo me disolvería en sus ecos. Di un paso hacia atrás, retirando mis manos del artefacto. En ese instante, el suelo se abrió bajo mis pies y una corriente de energía me arrastró hacia arriba, expulsándome como si el cubo me escupiera. Caí en la nieve.
Los helicópteros rugían encendidos como si nada hubiera pasado. Mis compañeros corrían hacia mí gritándome, preguntándome qué había sucedido, pero en sus ojos vi algo. Ellos no habían visto nada. Traté de hablar, mi voz salió quebrada, solo logré decir, “Era real.” El piloto me sujetó por los hombros, me empujó al helicóptero y gritó que debíamos irnos antes de que la tormenta empeorara. Despegamos.
El cubo quedó atrás, pero no desapareció. Seguía allí, inmenso, imposible, enterrado en silencio. Yo lo miraba por la ventanilla, sabiendo que lo que había visto me perseguiría por el resto de mis días. Cuando llegamos a la base, nadie preguntó demasiado. Los reportes fueron alterados, los datos clasificados. Se nos ordenó guardar silencio, pero yo sabía que no podría.
Lo que vi no era para enterrar en archivos. Durante meses tuve pesadillas. Me veía multiplicado en infinitas versiones, cada una atrapada en un mundo diferente. En algunos moría joven, en otros envejecía feliz. Pero siempre en cada sueño el cubo me esperaba. Entonces entendí que no era solo un artefacto físico, era un mecanismo de conciencia, una máquina diseñada para mostrar lo que no queremos ver.
El cubo no estaba allí para ser controlado, sino para revelarnos. Pensé en los administradores para quienes trabajé. Ellos sabían de su existencia, pero nunca lo habían dominado. Por eso enviaban a gentes como yo una y otra vez, esperando que alguno trajera la clave. Pero no hay clave. El cubo no se abre con fuerza ni tecnología. Se abre con conciencia, con el riesgo de perderte en tus propios reflejos.
Eso era lo que los púrpura temían y no entendían. Dejé el servicio, me retiré. oficialmente, pero no hubo paz. Me seguían. Recibía llamada sin respuesta. Autos estacionados demasiado tiempo frente a mi casa, sombras que se movían en mi jardín. Sabían que yo había visto demasiado. Una noche soñé que mi otro yo me hablaba de nuevo.
Me dijo, “Escribe, cuenta la verdad. Si callas, repetirás el ciclo. Si hablas, alguien romperá la rueda. Me desperté sudando con la decisión tomada. Empecé a escribir todo. Desde mi reclutamiento hasta la misión, cada detalle, no como un informe para superiores, sino como un relato para quien quiera escucharlo. La escritura era mi única arma contra el olvido.
Comprendí que el peligro no era que no me creyeran. El verdadero peligro era que alguien sí me creyera y buscara el cubo. Si eso pasaba, el ciclo podría repetirse más rápido y peor. Así vivo ahora en un exilio invisible, sin nombre real, sin pasado oficial, solo con la certeza de que lo que vi fue verdadero.
Aunque el mundo entero me niegue, no soy testigo, soy mensajero. El cubo sigue allí enterrado en la Antártida, esperando al próximo intruso. No es un mito ni una conspiración, es un espejo gigante de la humanidad y tarde o temprano alguien volverá a tocarlo. Cuando eso ocurra, las visiones se repetirán. Otros verán los mundos posibles, los ciclos, los simuladores y entonces entenderán que nada se crea ni se destruye, solo se repite en fractales interminables de conciencia.
A veces me pregunto si al contarte esto no estoy cumpliendo la función que el cubo me asignó. Quizás esta historia no es un recuerdo, sino parte del mismo ciclo repitiéndose ahora en tus ojos. ¿Por qué mientras escribo estas palabras siento la misma vibración en mi pecho como si la esfera todavía la tiera dentro de mí? Como si nunca hubiese salido del cubo y todo esto fuese apenas otra versión.
Pienso en los pasos que escuché antes de entrar. Tal vez no eran pasos de seres extraños. Tal vez eran mis propios pasos los de esta versión mía que ahora escribe resonando en la eternidad. Comprendo entonces que el cubo no guarda secretos, guarda caminos y cada decisión abre una ruta diferente.
Esta ruta es la de contar. Otra versión de mí eligió callar, otra eligió quedarse atrapada. Yo elegí hablar, elegí dejar este testimonio, aunque me cueste la persecución, la burla o la soledad, porque en algún rincón del mundo alguien necesitará estas palabras cuando el cubo vuelva a aparecer. Y cuando ese alguien toque su superficie oscura y sienta la vibración en sus huesos, recordará lo que aquí escribo.
Recordará que no debe buscar dominarlo, sino escucharlo, porque el cubo solo revela, nunca obedece. Esa es la enseñanza más dolorosa. El poder que buscamos no está en controlar máquinas olvidadas, sino en reconocer los reflejos de nosotros mismos. El cubo es un espejo y lo que refleja no siempre nos gusta. Quizás por eso fue ocultado, sepultado bajo hielo eterno, porque nadie con ansias de poder puede mirarse sin romperse, y nadie que lo entienda por completo puede seguir viviendo como antes.
Ahora lo sabes. No sé qué harás con esta historia. Tal vez la ignores, tal vez la creas. Pero ten cuidado. Creer ya es un paso hacia la puerta del cubo y no hay regreso fácil. Yo sigo soñando con él. Cada noche aparece con sus aristas perfectas, sus sombras imposibles. Me acerco, lo toco, entro y despierto. Nunca sé si estoy afuera o si sigo atrapado dentro de sus espejos.
Si alguna vez desaparezco, no me busques. Significará que otra versión de mí tomó el relevo caminando dentro del ciclo interminable. Y tú, lector, serás entonces el nuevo testigo elegido por la vibración. Porque el cubo no pertenece a la élite, ni a los gobiernos, ni a los guardianes.
Pertenece a todos nosotros, aunque lo ignoremos. Y algún día, cuando vuelva a abrirse su garganta oscura, todos oiremos esos pasos. Si este video te gustó, mira este otro que está apareciendo en pantalla. M.
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