Una niña de la calle arriesga su vida y entra en una casa abandonada para salvar a la hija de unos millonarios. Cuando encuentra a la niña, un detalle impacta. Son idénticas. Dios mío, somos igualitas. Pero los bandidos regresan y lo increíble sucede. Socorro. Alguien sáqueme de aquí. Socorro.

 La voz infantil cortó la noche y se extendió por el patio como un ruego lanzado al viento, haciendo vibrar las paredes de madera del cobertizo que la aprisionaba. El sonido estaba cargado de pavor, tan puro y urgente que parecía atravesar la oscuridad e intentar alcanzar cualquier oído que existiera más allá de aquel lugar.

 Dentro del cobertizo, el eco de aquella vocecita rodaba por las tablas, golpeaba las esquinas y volvía, como si quisiera recordarle a la niña que realmente estaba prisionera allí. El cobertizo no era grande, olía a moo, polvo y hierro, y la luz que entraba por las rendijas era tan débil que hacía el ambiente aún más hostil.

 En aquellas tablas, cada vibración sonaba como una advertencia. Cierra esa boca, mocosa. Nadie va a oírte aquí. Mejor ahra tu energía. Jajaja. Respondió el hombre barbudo, con desprecio entre los dientes y una risa que más parecía una amenaza. Hablaba con la seguridad de quien cree tener el control absoluto y en ese tono había la frialdad de quien convierte a la gente en mercancía.

 Había encerrado a la niña allí, atando sus manos y pies a la silla para que no diera problemas. La cuerda que apretaba las muñecas de Alicia era áspera y el nudo mal hecho rozaba su piel cada vez que se movía. La silla crujía como si protestara y la madera raspaba contra el suelo con pequeños chasquidos. Era una escena breve, brutal y sencilla, una niña débil, prisionera y un hombre que la trataba como si fuera solo algo de lo que sacar dinero. Socorro.

 Mamá, papá, ayúdenme”, continuó gritando Alicia con la garganta herida y la voz ya desgarrada por el esfuerzo. Las sílabas salían ásperas, la garganta le ardía. En cada llamado, el llanto surgía mezclado, rompiendo su desesperado intento de pedir auxilio. En su cabeza tenía una sola certeza. No podía rendirse. No importaba lo que aquel hombre dijera o lo que los pasos afuera insinuaran.

 Dejar de pedir ayuda sería traicionarse a sí misma. Para una niña tan pequeña, las voces de sus padres eran su ancla. Gritar era todo lo que le quedaba, además de llorar claro. Y llorar venía inevitablemente, como la lluvia en un día nublado. Rezaba también en silencio y en pensamiento, pidiendo con fervor que sus padres vinieran a sacarla de allí.

 La oración era simple, infantil, imploraba protección, imploraba volver al regazo de su madre y de su padre, y también pedía entre soyosos reencontrarse con su hermana gemela, María, la amiga de toda la vida, la mitad que hacía que todo estuviera bien. María y Alicia habían crecido juntas desde el vientre de su madre. Aquella intimidad hacía que la ausencia doliera de manera concreta.

 Era como si faltara algo dentro de ella, un vacío tejido por recuerdos compartidos, risas repetidas, confidencias susurradas en la oscuridad. Estar sin María en ese momento sonaba como un error del mundo. Aún así, había una pequeña gratitud oculta en su miedo. Al menos su hermana había escapado del secuestro.

 Pensar en eso era como una gota de agua en el desierto, alivio y agonía al mismo tiempo. Sería terrible, pensaba Alicia, si ambas estuvieran juntas en aquel horror. El hecho de que María no estuviera allí aliviaba un poco el peso del tormento. Llevaba allí, en aquel lugar inmundo, amarrada desde hacía horas. El tiempo pasaba difícil de medir y su cuerpo se resentía.

 tenía hambre, sed, el estómago encogido, pero el secuestrador no mostraba ninguna consideración. Parecía indiferente al sufrimiento físico de la niña, interesado solo en el valor que representaba. Por el contrario, la única atención que el hombre le prestaba era cuando quería que se callara. La atención era un instrumento de control y la amenaza una forma de mando.

 En aquel espacio las reglas eran suyas y el silencio era exigido con violencia sutil. O cierras esa boca o te vas a arrepentir, niña. Tengo que mantenerte viva porque vales mucho dinero, pero puedo darte unos correctivos y sigues estresándome. ¿Me oyes? Tierra esa bocaza o saldrás de aquí toda morada. Gruñó él acercándose, queriendo que el miedo se reflejara en su rostro.

Las palabras eran duras, frías, promesas de dolor que buscaban domar la resistencia infantil. Las lágrimas descendieron más intensas después de esa amenaza. Cada palabra hacía que la niña se encogiera un poco más. Alicia siempre había sido dulce, cariñosa, acostumbrada a miradas amables.

 Todo aquello parecía arrancarle una capa de su infancia y dejarla expuesta. parpadeaba y esperaba despertar, pero abrir y cerrar los ojos solo la devolvía a la misma realidad desnuda. El secuestrador no conseguía quedarse quieto. Caminaba sin descanso por el cobertizo de un lado a otro, como si el movimiento aliviara su ansiedad. Atendía llamadas de vez en cuando, hablando bajo y apurado.

 En uno de esos momentos se movió hacia un rincón más oscuro, abrió una puerta y recibió a dos personas allí dentro. Alicia estaba sentada de espaldas, por eso no pudo ver quién había entrado, por más que forzara el cuello. La visión era limitada y la incomodidad de las cuerdas hacía cualquier movimiento doloroso. Por lo que escuchó, concluyó que debían ser cómplices, porque su nombre fue mencionado varias veces junto al de sus padres y la palabra que le el heló el estómago, rescate.

 Esa voz la conozco de algún sitio, pero no recuerdo de dónde, murmuró la niña para sí misma con la mente turbia y desorientada. Era un pensamiento que iba y venía. Intentaba encajar recuerdos sin éxito. La confusión hacía difícil mantener el enfoque. Del otro lado, oyó la voz de un hombre calma y calculadora, trazando un plan con frialdad.

 Vamos a esperar un poco más antes de hacer el primer contacto. Cuanto más desesperados estén sus padres, más fácil será que acepten nuestra propuesta y resolvamos esto rápido. Cuando yo lo autorice, llamas al padre y pones a la niña en la línea para que vean que es ella.

 Y entonces haces todo el terror psicológico, amenazas de muerte, lo que sea necesario para que se aterroricen. La voz cayó en el ambiente con la dureza del hielo. No había remordimiento allí, solo estrategia. un guion preparado para aprovecharse de la desesperación ajena. “Tranquilo, doctor, yo no juego cuando se trata de trabajo,”, aseguró el matón intentando sonar seguro y eficiente a los oídos de quien mandaba.

 

 

 

 

 

 Era la promesa de un ejecutor, la confirmación de que el plan seguiría sin fallos según él. Alicia lloraba bajito, perdiéndose en preguntas sin respuesta. ¿Cuánto tiempo duraría aquel suplicio? ¿Y si no la encontraban? Y si los bandidos extorsionaban a sus padres y luego la eliminaban. Las imágenes de esos posibles destinos giraban en su cabeza como nubes oscuras.

 Tembló al imaginar todas las tragedias posibles en manos de aquellos hombres. La idea de no volver jamás al abrazo de sus padres llenaba su pecho de un frío cortante. La familia, siempre su refugio, parecía aura distante, como si existiera en otro mundo. Y por fin, en un susurro que mezclaba súplica y nostalgia, murmuró para sí intentando amortiguar los soyosos. Ah, mamá, papá, María, daría cualquier cosa por estar con vosotros ahora.

 Os quiero tanto. Pasados unos segundos, una voz de mujer también fue oída por Alicia. Estaba muy baja, casi un susurro. La presencia de aquella voz trajo un nuevo temblor al ambiente. Esa mujer debe haber venido con aquel hombre que estaba dando las instrucciones al barbudo dedujo la niña y seguía pensando que aquella voz le resultaba increíblemente familiar.

 El pensamiento cruzó su cabeza como un relámpago, pero la confusión y el miedo no le permitían que el recuerdo se formara con claridad. ¿Estás absolutamente seguro de que nadie te siguió, verdad? Recuerda que si por casualidad el plan sale mal, te quedarás sin la otra mitad de tu pago.” Continuaba presionando el hombre misterioso. La voz sonó rígida, llena de desconfianza e interés financiero. “Tranquilo, jefe. La matrícula del coche estaba cubierta.

 La acción fue rapidísima. No hay manera de que alguien nos haya seguido. Rodolfo, el que me ayudó en la captura, es de confianza y está más que satisfecho con lo que le pagué. Así que no abrirá la boca con nadie”, respondió el matón intentando calmar a su interlocutor. En su tono había una mezcla de arrogancia y orgullo, como quien cree tener todo bajo control.

Perfecto. Entonces sigamos con el plan. Los padres de la niña ya tienen los nervios a flor de piel. Pagarán la suma fácilmente y todos seremos ricos”, completó el visitante. Cuando de pronto todos dieron un salto de susto, un fuerte ruido se escuchó y parecía venir del exterior del cobertizo. Fue un estruendo poderoso, como el de un objeto pesado de metal golpeando el suelo.

 El sonido cortó el aire como una advertencia y por un instante el tiempo pareció desacelerarse. Cada respiración se hizo más pesada. Cada corazón latió con mayor fuerza. La tensión fue inmediata. Alicia se puso ansiosa, presando para que aquello significara algo. Dentro de ella nació una chispa de esperanza.

 ¿Y si alguien había llegado? ¿Y si aquel estruendo era su oportunidad de escapar? ¿Será que hay alguien aquí para ayudarme? Pensaba clamando a Dios para que la posibilidad fuera real. La pregunta no salió en voz alta. Era una oración muda que recorrió su cuerpo entero. La mujer y el hombre desconocidos tenían el corazón en la garganta, temiendo que fuera la policía.

El miedo se reflejaba en sus voces y en su manera incierta de moverse. Cualquier ruido afuera podía significar un riesgo o una salvación. “¿Qué demonios fue eso? ¿Habrá alguien fuera?”, preguntó ella con la voz más fina de lo habitual. La duda temblaba en la pregunta, reflejando miedo y expectativa al mismo tiempo. Debe de ser solo el gato revolviendo las cosas.

 Siempre anda por ahí tirando mis piezas y herramientas, dijo el matón despreocupado. Intentó sonar desdeñoso para ocultar el pánico, como quien finge naturalidad ante el peligro. Pero al ver la inquietud de la pareja, decidió actuar para tranquilizarlos. De todos modos, voy a dar una vuelta afuera y revisar. Pueden quedarse tranquilos aquí dentro.

 La niña está bien amarrada y no podrá soltarse, dijo el secuestrador abriendo la puerta trasera y saliendo con un machete en la mano. El sonido de la puerta rechinó. La luz fría del exterior invadió por un segundo el interior, dibujando sombras que parecían más grandes de lo que realmente eran. El ambiente estaba tenso. Mientras el hombre estaba afuera, todos dentro del cobertizo parecían contener la respiración. ansiosos por saber qué estaba ocurriendo.

La espera se alargó en una franja de segundos que parecía no tener fin. Y entonces volvió a ocurrir otro ruido, esta vez más bajo, que venía de dentro. La sorpresa fue como una descarga eléctrica. Era algo cercano, íntimo, que podía significar una vuelta de destino. ¿Quién está ahí? Ayúdenme, por favor.

 Estoy secuestrada aquí”, comenzó a gritar Alicia como si su vida dependiera de ello. La voz le salió entrecortada. Sabía que podía ser solo el gato, pero sintió que debía apostar todo a aquella esperanza. El matón, al oír los gritos de Alicia, regresó furioso al cobertizo. Cerró la puerta, tiró el machete al suelo y caminó con pasos pesados, deteniéndose frente a ella, bufando de rabia.

Cierra esa boca, niña estúpida. Si sigues así, ya te advertí que aprenderás a callarte de la peor manera. Eso es lo que quieres, princesita. No, señor, gritó su cólera elevando el tono y la voz. No, señor, me quedaré callada ahora”, dijo la niña con la cabeza baja y voz entre lágrimas, sin atreverse a mirarlo.

 Cada sílaba nacía entre soyosos contenidos y su cuerpo temblaba de miedo. Y entonces, de repente, mientras el secuestrador todavía la intimidaba, Alicia notó un movimiento rápido detrás de él. Alguien se acercaba y de pronto el barbudo se desplomó frente a ella. El golpe fue tan fuerte que el sonido del cuerpo cayendo tresonó en todo el lugar. El silencio llenó el aire, solo interrumpido por la respiración agitada de los presentes.

 Había recibido un fuerte golpe en la cabeza, cayendo inmediatamente desmayado a los pies de Alicia. La visión del hombre en el suelo le heló la sangre. Era una mezcla de alivio y terror. La niña quedó en shock, pero lo más impresionante era quién estaba allí ayudándola. era simplemente la persona más improbable de todas.

 La presencia inesperada trajo una mezcla de incredulidad y esperanza a su pecho. “Tú, ¿cómo lograste llegar aquí?”, decía ella, emocionada y sin aliento. La pregunta salió atropellada, como quien necesita saber de inmediato si aquello era real. “Después te explico. Ahora tengo que soltarte de esta silla,” respondió la niña callejera sonriendo mientras intentaba desatar los nudos de las cuerdas. Sus manos ágiles trabajaban sin dudar y su sonrisa era una promesa poderosa.

Estaba allí para ayudar. Eh, tranquilas, mocosas. ¿Creéis que va a ser tan fácil salir de aquí? Aléjate ahora mismo de la silla y quédate quieta ahí. Dijo el hombre que hasta ese momento era desconocido, acercándose con el machete y mostrando su rostro. Su voz trajo un peligro inmediato.

 El brillo del arma relució en la penumbra. Dios mío. Entonces, ¿eres tú? ¿Cómo pudiste hacerme esto a mí y a mi familia? Eres un monstruo. Gritó Alicia sin poder creer lo que veía, mientras el hombre se acercaba con una sonrisa burlona y una mirada llena de perversidad. Lamentablemente, aquella no era la primera vez que Alicia, María y sus padres eran alcanzados por la envidia y la maldad.

 Hacía mucho tiempo que la familia convivía con amenazas, mentiras y personas interesadas únicamente en la fortuna de sus negocios. Eran un matrimonio poderoso, conocido por su generosidad, pero también por su riqueza, y eso bastaba para atraer miradas peligrosas. Sin embargo, el primer gran golpe había ocurrido muchos años antes, el mismo día del nacimiento de las hijas.

 Desde aquel momento, nada volvió a ser igual en sus vidas. Ah, creo que ha llegado la hora de ir al hospital. No puedo aguantar más, dijo Sofía entre gemidos, agarrándose al respaldo de una silla para mantenerse en pie durante la contracción. El rostro le sudaba y todo el cuerpo le temblaba del dolor.

 Llevaba horas sintiendo molestias leves, pero ahora las contracciones se volvían fuertes, profundas, exigiéndole un esfuerzo sobrehumano para respirar. Las contracciones venían cada vez más seguidas, intensas, casi sin intervalo entre una y otra. Sofía intentó mantener la calma, se dio una ducha rápida, respirando hondo en cada espasmo y empezó a terminar de preparar la maleta con las cosas para la maternidad.

Sofía, ¿estás bien ahí dentro? ¿Puedo pasar? Preguntó Valeria apoyándose en la puerta del cuarto, aparentando preocupación. Sí, Bal, puedes. Estoy terminando de preparar las cosas”, respondió la embarazada jadeando mientras se acomodaba el cabello y se preparaba para soportar otra contracción. “Respira hondo, amiga.

 ¿Necesitas ayuda para terminar la maleta?”, preguntó la mujer, acercándose y ofreciéndole el brazo para que Sofía se apoyara. No, ya está casi todo listo. Qué suerte tenerte aquí conmigo. Antonio está todo el día resolviendo cosas urgentes en el trabajo.

 Solo podrá encontrarse conmigo en el hospital y eso me pone aún más nerviosa. No todos los días nacen hijos y mucho menos tres hijas a la vez, dijo Sofía, intentando sonreír entre el dolor, mirando con sincera gratitud a Valeria, que además de ser una amiga cercana, era también esposa de su cuñado. En eso tienes toda la razón. Tener trilliizas es como ganarse la lotería.

Jajaja. Pero Antonio llegará a tiempo, estoy segura. Seguro que anda cerrando contratos millonarios, pero también sabe poner a la familia en primer lugar, respondió Valeria en un tono ligero y empático. El trayecto desde la mansión hasta la maternidad fue caótico. Valeria aceleraba con firmeza mientras Sofía respiraba con dificultad, sujetándose el cinturón y tratando de comunicarse con su marido por el móvil. enviaba mensajes, hacía llamadas, pero no obtenía respuesta.

 Cada tono no atendido aumentaba su angustia. En el hospital, el ajetreo fue inmediato. Enfermeros se acercaron a ella, llamaron a médicos, organizaron papeles. Al darse cuenta de que Sofía esperaba trillizas y ya estaba en trabajo de parto avanzado, el equipo se movilizó con urgencia. En minutos, la gestante fue llevada a una sala de observación donde la médica de guardia realizó los primeros exámenes.

Durante la ecografía llegó la constatación preocupante. Dos de las niñas estaban en una posición incorrecta para un parto natural. La situación requería el máximo cuidado. Debido a las circunstancias que le mencioné, señora Sofía, lo más seguro para usted y para las niñas es realizar una cesárea. El quirófano ya está siendo preparado y haremos la cirugía en breve, ¿de acuerdo?, explicó la médica manteniendo la voz serena mientras el equipo ajustaba los equipos. Sofía asintió con la cabeza, pero el corazón se le

encogió. El vacío por la ausencia de su marido dolía más que las contracciones. Antonio siempre había prometido estar presente ese día y ahora, a punto de dar a luz, temía que no llegara a tiempo. Sus manos temblorosas intentaban escribir nuevos mensajes y sus ojos iban y venían de la pantalla del móvil esperando un simple ya voy.

 Nada, ninguna señal, ninguna llamada. La desesperación crecía. Él sabía que las contracciones habían comenzado temprano y aún así había desaparecido. Algo estaba mal. Valeria, sigue sin contestarme. Así no va a llegar a tiempo. ¿Podrías llamar a Jorge y ver si puede avisar a Antonio de que las niñas están por nacer? No quiero pasar por esto sin él, pidió Sofía llorando, intentando contener la angustia mientras los enfermeros la preparaban.

 Claro, cariño, ahora mismo lo hago,” respondió la cuñada saliendo rápidamente al pasillo. El tono dulce con que respondió desapareció en cuanto se alejó unos metros de la puerta. Su mirada cambió. El semblante se transformó en algo frío y calculador.

 En el pasillo, tomó el teléfono y marcó el número de Jorge, su marido, que trabajaba en la empresa de Antonio. Hola, Jorge, ¿cómo va todo por allí? Por lo visto conseguiste retrasar a Antonio, ¿eh? Jajaja. Dijo Valeria soltando una risita venenosa. Del otro lado de la línea, Jorge respondió en el mismo tono. Sí, amor. Aproveché un momento en que se distrajo y le activé el modo avión al móvil. Jajaja.

 No recibirá ninguna llamada por un buen rato. Valeria sonrió satisfecha y miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que nadie la escuchara. Perfecto. Aquí ya estoy en la maternidad con Sofía y las bebés nacerán en breve. Espera una hora más y recién entonces avisas que te han llegado las noticias y que debe venir corriendo.

 Así nos aseguramos de que llegue solo después del parto, ¿de acuerdo? Mientras tanto, haré el papel de mejor amiga y me quedaré aquí consolando a la pobrecita. Del otro lado, Jorge parecía divertirse tanto como ella. Lo que tú digas, princesa. Haré eso y hoy mismo tendremos nuestra jubilación asegurada.

 Un beso dijo él antes de colgar, todavía riendo de su propia crueldad. Poco después, Antonio apareció en la puerta del despacho. Jorge respiró hondo, intentando borrar el rastro de la conversación y fingir normalidad. Entonces, hermano, ¿pudiste cerrar todos los nuevos contratos de hoy? preguntó forzando una sonrisa y disimulando la atención. Sí, todo salió bien gracias a nuestro trabajo en equipo.

 Tus informes también fueron esenciales para que todo funcionara, hermano. Gracias, respondió Antonio satisfecho, extendiendo la mano para saludarlo. Jorge correspondió al apretón con el mismo entusiasmo falso de siempre, enmascarando el veneno detrás del gesto. Antonio inocente, no podía imaginar que frente a él no estaba solo el hermano en quien más confiaba, sino el traidor, que en ese mismo instante tramaba el golpe que cambiaría sus vidas para siempre. En el hospital, Sofía ya había sido llevada al quirófano y estaba recibiendo la

anestesia. En pocos minutos escucharía los primeros llantos de sus tres hijitas, pero en el corazón de la madre en aquel momento había más decepción y tristeza que una alegría pura, como debería ser. No llores, querida. Debe de haber ocurrido algún imprevisto muy serio para que Antonio aún no haya llegado.

 Sé que no está siendo como deseabas, pero tienes que mantener la calma y estar feliz por el nacimiento de las niñas. ¿De acuerdo? La consolaba Valeria, secando las lágrimas de la millonaria y sosteniendo su mano con fuerza, queriendo mostrar que estaba allí para darle apoyo. La mano de Valeria apretó la suya con una fuerza calculada.

 Cada gesto tenía la apariencia de consuelo. Mientras tanto, en la empresa, Jorge, que estaba tomando un café con Antonio, fingió recibir una llamada de Valeria y forzando su mejor actuación puso una expresión de sorpresa antes de informar a su hermano. Antonio, es urgente. Sofía ya está en el hospital para el parto. Parece que ha intentado llamarte toda la tarde, pero no contestaste.

 El empresario casi se atragantó con el café caliente al oír esas palabras y no entendía cómo aquello podía haber ocurrido. Entonces revisó su móvil, vio que no tenía ninguna notificación, pero enseguida notó algo extraño. El modo avión estaba activado. Dios mío, Jorge. Mi móvil estaba bloqueando todas las llamadas.

 ¿Cómo lo activé sin darme cuenta? Y justo hoy, “No lo puedo creer”, dijo el hombre enfadado consigo mismo, creyendo haber cometido ese error gravísimo. Se levantó de un salto, tomó su chaqueta y salió apresurado hacia la puerta. Jorge lo siguió y dijo que sería mejor que él condujera, pues su hermano estaba demasiado alterado. Antonio asintió y partieron rumbo al hospital, pero ya era demasiado tarde.

 El tono de urgencia en su voz convirtió cada segundo del trayecto en una carrera que, en el fondo, no podía deshacer el tiempo perdido. Las tres pequeñas ya habían nacido. Cada una había pasado un rato en contacto con la madre y luego fueron llevadas por el equipo para ser pesadas y evaluadas.

 Sofía estaba profundamente emocionada de conocer por fin aquellos rostros preciosos con los que había soñado durante 9 meses. La emoción en su rostro mezclaba cansancio y amor, con los ojos enrojecidos y una sonrisa temblorosa. El sentimiento de decepción aún persistía, pero en esos instantes el amor que sentía por sus hijas mitigó todo lo que ocurría a su alrededor.

 Cada llanto de bebé despertaba en el pecho de la madre un calor que disminuía el dolor por la ausencia del padre en ese momento tan importante. “Has estado maravillosa, Sofía, y has visto lo preciosas que son”, dijo Valeria con un tono emotivo cuando ya estaban en la habitación de la maternidad. El elogio sonó sincero con la intención de calmar y llenar el ambiente de palabras dulces.

 Son perfectas, ¿verdad, Luisa, María y Alicia? Estoy deseando que las traigan y poder tenerlas en mis brazos y conocer mejor a cada una, dijo la mujer animada. El nombre de cada niña trajo al rostro de Sofía una expresión de ternura mezclada con la expectación de abrazarlas. Y entonces, como si su deseo se cumpliera, entraron dos enfermeras, cada una con un bebé en brazos.

 Allí estaban María y Alicia transportadas en sus cunas. Faltaba una y la madre, obviamente lo notó. Ah, qué preciosas. Ya tienen sus ropitas. ¿Y dónde está la tercera? ¿Cuál falta? Preguntó Sofía todavía sin poder distinguirlas por nombre, ya que las tres eran idénticas. La pregunta salió con ligera ansiedad. Su mirada recorría los rostros de las pequeñas.

 “La que aún no ha venido es Luisa, señora Sofía.” Nos informaron que está siendo evaluada porque nació un poco cansadita, pero la enfermera que está con ella dijo que pronto la traerán a la habitación. explicó una de las profesionales en un tono amable.

 La respuesta intentó ser tranquilizadora, pero sembró una pequeña preocupación en el pecho de Sofía. Qué raro. No noté eso cuando me la mostraron al nacer. Pero está bien, gracias, respondió Sofía, sin disimular que aquel detalle le había generado cierta desconfianza. Había un pequeño fruncimiento en su frente, una inquietud que mordía la alegría del momento.

 Minutos después, la puerta se abrió de nuevo, pero esta vez la habitación recibió pasos apresurados y una mirada llena de culpa. La escena cambió cuando Antonio entró visiblemente alterado. Amor mío, perdóname, por favor. No puedo creer que no haya estado a tu lado en este momento tan importante y que me haya perdido el nacimiento de nuestras hijas. Me siento fatal. decía Antonio, arrodillado junto a su esposa con los ojos llenos de lágrimas.

La súplica sonó intensa. Su voz estaba cargada de culpa y arrepentimiento. Has perdido el momento más precioso de nuestras vidas, Antonio. ¿Por qué no me contestaste? No entiendo cómo pudiste actuar así justo hoy cuando más te necesitaba.

 Exclamó Sofía sin poder contener las lágrimas ni la voz temblorosa al mirar a su marido, imaginando que había priorizado el trabajo por encima de ella y de las niñas. El dolor en su tono era evidente. La traición parecía pesar más que el cansancio del parto. Valeria, notando lo incómodo de la situación, se retiró de la habitación con un gesto amable hacia su cuñado y encontró a su marido, Jorge, sentado en un banco del pasillo.

 Ambos se abrazaron y cruzaron miradas cómprices, asegurándose de que nadie los escuchara. El abrazo tenía la frialdad de quienes comparten un plan. Y bien, Valeria, ¿actualizaciones del plan? preguntó el hombre impaciente. Su voz era baja y controlada, pero cargada de una expectativa maliciosa. Vi a la enfermera que contratamos en el quirófano y luego se encargó de una de las niñas. Resultó ser Luisa.

 Imagino que a estas alturas ya habrá logrado sacarla del hospital. Tú cumpliste perfectamente con tu parte retrasando al idiota de tu hermano. Felicidades, dijo la mujer con una sonrisa ladeada. El tono celebraba el éxito de la maniobra, una mezcla de satisfacción y frialdad. No habría hecho nada sin tu colaboración, amor mío.

 Ahora quedémonos por aquí fingiendo estar a disposición de ellos y esperemos el desenlace. Quiero ver sus caras cuando se den cuenta de que la niña ha desaparecido. Va a ser hilarante. Jajaja. Ya había pasado un buen tiempo desde la llegada de Antonio y él y su esposa habían conseguido reconciliarse. Después de explicarle toda la confusión y el motivo por el cual no había contestado el teléfono, Sofía por fin se calmó.

 

 

 

 

 

 Antonio conoció y sostuvo a las dos hijas que estaban en la habitación, pero la ausencia prolongada de Luisa comenzó a angustiarlos profundamente. El tiempo pasaba despacio y la falta de noticias no hacía más que aumentar la desesperación. Ningún médico, enfermera ni técnico parecía saber dar información sobre la tercera gemela.

 En cada intento de preguntar, las respuestas eran vagas y confusas. Antonio, ya han pasado horas sin que nos informen nada de Luisa. Tienes que salir y averiguar dónde y cómo está. No soporto más esta incertidumbre sobre la bebé”, dijo la mujer con firmeza en la voz y lágrimas en los ojos. El tono de desesperación hizo que su marido se levantara de inmediato.

“Si necesitas algo, mientras tanto, Valeria está ahí fuera. Solo llámala, ¿de acuerdo?”, respondió él besando la frente de su esposa antes de salir. Miró a las dos hijas que dormían plácidamente, ajenas a la tensión que llenaba la habitación y respiró hondo, intentando encontrar fuerzas.

 Antonio recorrió los pasillos de la maternidad con pasos apresurados. Buscaba a alguien que pudiera darle respuestas. Consultó a todos los miembros del personal, pero nadie sabía nada sobre la pequeña Luisa. Las versiones no coincidían. Unos decían que la bebé estaba en observación, otros que había sido llevada a otra unidad.

 Nada tenía sentido. El padre visitó la sala de neonatología, la UCI infantil e incluso la sala de urgencias. No encontró a su hija en ninguno de esos lugares. Cada puerta que abría aumentaba su angustia. La ausencia de la bebé se transformaba en una sensación asfixiante de que algo terrible había sucedido. Sin alternativa, decidió buscar al director del hospital.

 Al ser informado del caso, el director mostró gran preocupación. Llamó a un técnico de seguridad y condujo a Antonio a la sala de monitoreo, donde se encontraban las cámaras del circuito interno. Ambos se colocaron frente a la pantalla. El técnico retrocedió las grabaciones hasta el horario en que Luisa había nacido. Antonio observaba fijamente con el corazón desbucado.

 En silencio, vieron el momento en que la bebé fue retirada del quirófano y entregada a una enfermera. La mujer apareció caminando tranquilamente por un pasillo hasta entrar en un pequeño vestuario. Después de unos minutos, reapareció, esta vez cargando una bolsa grande, aparentemente pesada. La escena siguiente hizo que la sangre de Antonio se hilara.

 La mujer cruzaba el vestíbulo principal y salía por la puerta lateral del hospital, todavía con el uniforme, mascarilla y gafas protectoras, lo que hacía imposible identificar su rostro. “¿Dónde queda ese vestuario, señor director? Tenemos que ir allí ahora mismo a revisar”, dijo Antonio temblando con la voz dominada por la ansiedad. Ambos corrieron por los pasillos hasta el lugar.

 El padre abrió la puerta de un empujón y al ver el espacio vacío, el desespero lo invadió por completo. “Luisa no está aquí. Esa mujer usó la bolsa para secuestrar a mi hija”, gritó el millonario llevándose las manos a la cabeza, completamente trastornado. El tono de incredulidad se mezclaba con el pánico.

 “¿Cómo voy a contarle esto a mi esposa, doctor? ¿Cómo le digo que una de nuestras hijas ha sido robada? Dios mío, esto tiene que ser una pesadilla”, continuó con la voz quebrada por la emoción. El director del hospital intentó mantener el control de la situación. Tranquilícese, señor Antonio. Haremos todo lo posible para identificar a esa mujer y recuperar a su hija.

 Voy a contactar ahora mismo con la policía, pero procure mantener la calma. Su esposa acaba de salir de una cesárea y necesitará su fortaleza en este momento. Antonio asintió aún en shock. Le temblaban las piernas y el rostro reflejaba el peso de la noticia. Sabía que debía ser fuerte, pero la cabeza le daba vueltas. Minutos después, mientras el director redactaba el informe, volvió a la habitación donde Sofía estaba internada.

 Valeria se hallaba allí sentada en un sillón ojeando una revista como si nada hubiera ocurrido. En cuanto Antonio entró, su mirada se dirigió directamente a ella. Valeria, por favor, ¿podrías dejarnos solos un momento?”, pidió él, intentando mantener la voz firme. La mujer fingió sorpresa, se levantó despacio y salió cerrando la puerta detrás de sí.

 En cuanto quedó a solas con su esposa, el semblante de Antonio se desmoronó. “Dios mío, Antonio, ¿por qué tienes los ojos rojos y esa cara tan abatida? ¿Has estado llorando?”, preguntó Sofía ya angustiada. Su respiración se acortó y su mirada buscaba desesperadamente una respuesta. Él no pudo hablar de inmediato y antes de que dijera nada, Sofía continuó. ¿Qué ha pasado con Luisa, amor mío? Nuestra hija ha muerto.

 No me digas que ha sido eso, por favor. No me digas que he perdido a una hija. Decía entre soyosos, su cuerpo sacudido por el llanto. Las lágrimas corrían sin control. Antonio se acercó y le tomó las manos. respiró hondo intentando encontrar palabras. Su voz falló dos veces antes de poder hablar.

 Acabo de descubrir que nuestra pequeña Luisa fue robada del hospital por una mujer vestida de enfermera. Se llevó a nuestra bebé y por ahora no tenemos ninguna pista de quién es ni a dónde la ha llevado, amor mío. Las palabras salieron pesadas, quebradas entre suyosos. El sonido de su voz se mezcló con el llanto de su esposa, que lo miraba sin poder creer lo que acababa de escuchar.

 Sofía se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar desconsoladamente. La habitación se llenó de gemidos y desesperación. El marido la abrazó intentando contenerla, pero las lágrimas caían de ambos. El dolor de la pareja era casi físico.

 Minutos después, Antonio salió del cuarto, todavía abatido, y encontró a su hermano y a su cuñada esperando en el pasillo. Su mirada lo decía todo y antes incluso de que hablara, Jorge y Valeria se levantaron. Les contó lo que había pasado y los dos reaccionaron con una teatralidad perfecta. Fingieron espanto, cruzaron miradas angustiadas y comenzaron a llorar.

 Dios mío, Antonio, esto es horrible. ¿Cómo puede alguien hacer algo así? Dijo Valeria, llevándose la mano a la boca e intentando sonar genuinamente consternada. Haremos todo lo posible para ayudarte a encontrar a la pequeña Luisa, hermano. ¿Puedes contar conmigo? Añadió Jorge, abrazando al millonario con fuerza.

 El gesto parecía fraternal, pero detrás de aquel abrazo se ocultaba el más puro cinismo. Ambos escondían la risa interior y la satisfacción por su propia trama. Si alguien allí sabía exactamente dónde estaba Luisa, eran ellos. Y también sabían que ese secreto valía una fortuna. Pero antes de continuar y descubrir qué le pasará a Luisa, la recién nacida secuestrada, por favor dale a me gusta y activa la campanita de notificaciones.

 Así YouTube te notificará cada vez que publiquemos un nuevo video en nuestro canal. Ahora, dime, ¿crees que los hospitales deberían tener mayor vigilancia para prevenir el robo de bebés? Déjamelo saber en los comentarios y dejaré un corazón en cada mensaje. Volvamos a nuestra historia. La pareja pasó la madrugada en vela. Declaraciones a la policía, representantes del hospital intentando contener el daño a la imagen de la institución y entre una cosa y otra los cuidados de las gemelas que estaban a salvo, María y Alicia. La habitación se transformó en un pequeño centro de operaciones, formularios,

voces bajas, preguntas repetidas girando en torno al mismo punto. ¿Dónde estaba Luisa? Sofía tenía el rostro hinchado de tanto llorar, alternando entre apatía y desesperación. Antonio, exhausto y abatido, se esforzaba por consolarla y evitar que se derrumbara por completo. Cada vez que Sofía cerraba los ojos, los soyosos regresaban.

 Cada vez que él miraba a sus hijas dormidas, intentaba convencerse de que aún había esperanza. A primera hora de la mañana, Valeria ayudaba con los cambios y la limpieza de las bebés. Jorge había salido a resolver asuntos pendientes en la empresa. La aparente normalidad de organizar la ropa y preparar los baños de las niñas contrastaba con el caos que vivían. De repente, el teléfono de Antonio sonó.

 El aire se detuvo en la habitación. Cualquier llamada podía ser la pista de Luisa. Miró a su esposa y contestó. Tras un breve silencio, una voz femenina temblorosa se escuchó. Buenos días, señor Antonio. Usted debe haberme visto en los vídeos de las cámaras del hospital. Estoy con su bebé. Llamo para negociar.

 Antonio sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Tuvo que apoyarse en la silla. La respiración de Sofía se detuvo. Valeria se quedó petrificada. “Oh, Dios mío. ¿Está bien? ¿Cómo está mi hija?”, preguntó el millonario con la mano temblorosa sosteniendo el teléfono. Sofía se tapó la boca conteniendo el llanto.

 La niña está bien, estoy haciendo lo necesario, pero solo la volverán a ver si siguen exactamente mis instrucciones. Si algo sale mal, me desharé de la niña! Dijo la secuestradora con un tono frío. De acuerdo, no le haga daño, por favor. Haremos lo que pida, pero devuélvanos a nuestra bebé sana y salva”, respondió Antonio intentando sonar firme.

 “Quiero 5 millones de dólares hoy. En efectivo en un bolso. Nada de transferencias. Al final de la tarde llamaré con el lugar de la entrega. ¿Y dónde dejaré a la niña? No involucren a la policía. Si intentan engañarme, no volverán a ver a esa gemela.” Estableció la mujer sin dejar espacio a discusión. La cantidad quedó suspendida en el aire.

 5 millones en efectivo era una suma absurda, pero al mismo tiempo la única posibilidad de recuperar a Luisa. 5 millones es mucho para retirar tan rápido, pero lo resolveré. Tendré todo listo para su próxima llamada”, dijo Antonio entrando en el juego de la delincuente. La supuesta enfermera colgó. Siguió un silencio. La mujer que se llevó a Luisa pidió 5 millones.

 Llamará por la tarde para acordar el intercambio, repitió él mirando a su esposa. ¿Y vas a entregarle así el dinero? ¿Y si no cumple y no devuelve a Luisa? Preguntó Sofía en pánico. Jorge llegó y fue puesto al tanto de la llamada. Ante la duda de avisar o no a la policía, opinó con aire de preocupación por su sobrina. Hermano, la decisión es vuestra, pero si me pasara a mí y a Valeria, ¿paríamos? ¿Qué son 5 millones comparados con tener a tu hija de vuelta? Ella vale mucho más”, dijo intercambiando una mirada con su esposa. La frase trajo un pequeño hilo de alivio. Salvar a la niña lo era todo.

El dinero podía reponerse. No es por el dinero, Jorge. Tenemos miedo de que nos engañe, pero creo que no nos queda más remedio que confiar en que cumplirá lo acordado. Estamos en sus manos. Concluyó Antonio abrazando a Sofía, que sostenía a María. Un consuelo mínimo en medio de la incertidumbre. El empresario recorrió varios bancos para retirar la suma.

 Entre la prisa, la logística y las autorizaciones lo consiguió. Tenía recursos y prestigio y eso lo ayudó en ese momento tan crucial. Al final de la tarde, la secuestradora volvió a llamar y dio las coordenadas y las instrucciones frías y precisas. Antonio besó a Sofía, acarició a las gemelas dormidas y, aunque dominado por el miedo de perder a la tercera hija, intentó transmitirle confianza.

le pidió a Jorge que lo acompañara y él aceptó. Llegaron unos minutos antes y se sentaron en una mesa exterior de un restaurante observando el entorno. Cuando la secuestradora llegara, debían dejar el bolso con el dinero en una papelera cercana y alejarse. Ella recogería el bolso, dejaría a la recién nacida en el mismo sitio y huiría.

 Era un plan simple, pero arriesgado. Todo parecía estar bajo control hasta que Jorge notó un movimiento extraño. Eran policías de civil en la zona. La sangre se le heló. Rápidamente inventó que necesitaba ir al baño y se apartó. Lejos de su hermano, llamó a la secuestradora que contestó agitada, “¿Qué pasa? Estoy llegando con la niña para el rescate, Miriam. El plan se echó a perder. El idiota de mi hermano avisó a la policía.

Vi a varios rondando, listos para atraparte”, dijo Jorge. “¿Y ahora qué hago con la niña? ¿Vamos a perder el dinero?”, reaccionó ella, intentando calmarse. “Vuelve al escondite y llama a Antonio por la noche. Dile que no apareciste porque él rompió el trato. Eso los pondrá nerviosos.

 Tengo que colgar ahora”, concluyó él, regresando a la mesa, fingiendo tranquilidad. Horas después, los hermanos volvieron a la habitación del hospital con las manos vacías. El aire se volvió pesado. ¿Dónde está Luisa, Antonio? ¿Dónde está nuestra hija? Preguntó Sofía, sabiendo ya que algo había salido mal. No apareció. La secuestradora no apareció, respondió el empresario desolado.

 Dios mío, ¿qué será de nuestra hijita? ¿Qué vamos a hacer ahora? lloró ella, encogida entre los brazos de su marido. Afuera, Valeria y Jorge hervían por dentro. En ese momento, su vida financiera debía estar resuelta, pero Antonio había arruinado todo al involucrar a la policía. Ambos mantuvieron la compostura al despedirse, pero en el coche explotaron. Esto no podía salir mal, Jorge. ¿Cuándo tendremos otra oportunidad así? Nunca.

Todo se fue al demonio. Bufó Valeria golpeando el tablero. ¿Crees que no lo sé? Ahora solo queda rezar para que la desgraciada de Miriam no se eche atrás. Si no, estaremos perdidos. Dijo él con los ojos inyectados. Al día siguiente ocurrió lo que más temía Jorge.

 La ladrona de Luisa llamó muy temprano con la voz fuera de control, nerviosa y arrepentida. Esto no es para mí, Jorge. Yo no soy así. Acepté hacer este servicio porque de verdad necesito mucho el dinero, pero ya no puedo. Ayer, después de que casi me pillara la policía, me cayó la ficha y vi que no puedo arriesgarme a tirar mi vida a la basura. Estoy fuera desahogó Miriam entre soyosos. Jorge apretó el móvil hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

 Respiró hondo y explotó la furia acumulada desde el fracaso del plan. Eres una cobarde de verdad, eh, Miriam. Solo serviste para hacernos perder tiempo, inútil”, gritó. Hubo silencio. La respiración pesada de ella delaba el llanto. Cuando habló, la voz salió ronca, cargada de culpa. “¿Qué hago con la niña? ¿Van a venir a recogerla?” La respuesta fue brutal.

 Me importa un bledo esa cría. Puedes tirarla a un río si quieres. Arréglatelas. Solo no vayas a hacerte la pobrecita ante alguna autoridad y meterme en la historia. o te voy a destruir”, posferó el hombre colgando a continuación. El chasquido seco resonó en el despacho. Jorge lanzó el móvil sobre la mesa jadeando con el rostro enrojecido.

 Valeria, que observaba, se acercó despacio, apoyó las manos en los hombros del marido y le masajeó el cuello, intentando contener el colapso. Vamos a arreglarlo, amor. No va a terminar todo así, dijo suave, como quien intenta calmar a una fiera. El plan hurdido durante tanto tiempo se había venido abajo junto con el sueño de riqueza fácil. Después de aquel día, no apareció ninguna pista de Luisa.

 Pasó el tiempo y la ausencia se convirtió en una herida abierta. La policía mantuvo las investigaciones. La familia contrató detectives privados. Todo terminaba en callejones sin salida. Los meses se volvieron años y el caso fue siendo engullido por el olvido. Sofía y Antonio aprendieron a vivir con el dolor.

 Criaban a María y Alice intentando ser fuertes mientras el recuerdo de Luisa rondaba cada rincón de la casa. La esperanza debilitada aún lo sostenía. Sofía soñaba con la niña casi todas las noches. Veía a las tres hermanas corriendo en el jardín de la mansión riendo bajo el sol. Al despertar, la realidad volvía con fuerza.

 A veces lloraba y Antonio la abrazaba en silencio para impedir que se derrumbara. El dolor se volvió rutina, una tortura invisible presente en cada mirada, en cada risa de las gemelas que recordaba a la que faltaba. Pasaron 12 años. Alice y María estaban preciosas, adolescentes ejemplares, llenas de vida y bondad. Destacaban en el colegio, en el deporte, en todo lo que hacían.

Habían heredado la inteligencia del padre y la delicadeza de la madre. El orgullo de Antonio y su fía por ellas era inmenso. Una mañana soleada, la familia desayunaba en la amplia cocina de la mansión. El aroma a pan recién horneado se mezclaba con las risas. María esbozó una sonrisa.

 La próxima semana será nuestro recital, mamá. ¿Vendrás a vernos? Sofía alzó los ojos del periódico y sonrió con ternura. Claro que sí, mi vida. Jamás me perdería veros actuar de forma tan magnífica. Siempre me quedo encantada cuando os veo ensayar”, dijo tocando la mano de la hija. Alice se inquinó curiosa. “¿Y papá, mamá, ¿crees que podrá venir también? Sería super guay, ¿no?” Sofía rió levemente y confirmó.

Él me dijo que también estará allí y nos sentaremos en primera fila. El ambiente era de alegría. Antonio entró ya vestido para el trabajo y sonrió al oír la conversación. Desde el día trágico en la maternidad, nunca había faltado a ningún evento de sus hijas, cumpleaños, reuniones, presentaciones. La culpa lo acompañaba como sombra.

 El pensamiento de que si hubiera estado al lado de la esposa durante el parto, quizá habría evitado el secuestro de Luisa. Por eso juró no volver a poner a la familia en segundo plano. Trabajo, dinero y estatus no estaban antes que ellas. Mientras tanto, Jorge seguía en la empresa del hermano, manteniendo la apariencia de empleado leal e indispensable.

 Valeria, con su habitual sonrisa falsa, frecuentaba la mansión con el pretexto de amistad y apoyo familiar. En la práctica, la pareja mantenía el mismo comportamiento parásito. Vivía a costa de Antonio y Sofía chupando dinero, influencia y favores. Fingían preocupación, llevaban regalos a las sobrinas, aparecían en los almuerzos de domingo, pero todo era fachada.

 Detrás de los abrazos y sonrisas continuaba la misma codicia de años atrás. Cierta tarde jugando en el patio, Alice y María vieron el coche de Valeria estacionar delante de la mansión. La tía salió con ropa llamativa y un perfume fuerte que inundó el aire. Ah, la tía Valeria otra vez en casa. Parece que no tiene nada que hacer. Dijo Alice poniendo los ojos en blanco. María contuvo la risa. Sí, parece un pegote con mamá.

 Y se le ve superfalsa. Y el tío Jorge también. No sé cómo papá y mamá no se dan cuenta”, comentó viendo a la mujer subir las escaleras con su habitual aire de superioridad. Las niñas percibían lo que los adultos no veían o no querían ver. Para ellas, los tíos eran presencias incómodas y oportunistas.

 Aún jóvenes, tenían sensibilidad para identificar quién era sincero y quién solo fingía. Mientras tanto, dentro, Valeria se reunía con Sofía en la sala de estar, sonriendo falsamente y elogiando lo guapas y educadas que estaban las niñas. La dueña de la casa, agradecida por los años de amistad de la cuñada, no sospechaba nada.

 Más tarde, ese mismo día, las gemelas pidieron a su madre salir un momento. El sol aún brillaba con fuerza y el calor hacía comprensible el pedido. Mamá, ¿podemos ir a la heladería? Prometemos volver pronto”, pidió María con los ojos brillantes. Sofía sonrió. Sabía que eran responsables y obedientes, pero impuso una condición.

 “Está bien, niñas, podéis ir, pero Onofre os llevará, ¿de acuerdo? Os quiero de vuelta en como mucho una hora.” Dijo acomodando un mechón del cabello de Alice. “Déjalo en nuestras manos, mamá. Lo prometemos, respondieron a Coro, abrazando a la madre antes de correr hacia el coche. Onofre, el chóer, estaba listo. El motor rondroneó suave.

 El coche salió por la puerta principal de la mansión, llevando a las niñas a lo que parecía solo otra tarde cualquiera. Pocos sabían que aquel simple paseo marcaría el inicio de un nuevo giro en la historia de la familia. Al llegar al lugar, el coche se detuvo delante de la heladería. Onofre apagó el motor y se giró hacia las niñas esperando instrucciones. Las dos bajaron animadas y antes de entrar lo invitaron a acompañarlas.

 Él sonrió amable y negó con un gesto. Podéis ir, señoritas. Me quedo aquí esperando en el coche. Disfrutad del paseo. Las gemelas se despidieron con un gesto y corrieron hasta la puerta de cristal. El olor a chocolate y vainilla escapaba del ambiente frío y se mezclaba con el calor de la tarde. ¿Qué sabor elegiste, María? Preguntó Alice, curiosa, mirando el vaso de su hermana. Hoy cogí uno de cacahuete.

 ¿Quieres un poco? Ofreció María, como siempre gentil. Ah, paso esta vez. Prefiero mi chocolate. Jajaja. Dijo Alice riendo y saboreándolo. Rieron juntas y se sentaron en una mesita cerca de la ventana, desde donde veían el movimiento de la calle. El sol daba suavemente en el cristal, dejando el ambiente más bonito.

 Entre risas comentaron sobre compañeros, profesores, música, conversación ligera de quien tiene 12 años. Hasta que María, distraída, miró hacia la puerta y dejó de hablar. Su mirada se fijó en alguien de fuera. Mira, Alice, aquella niña parece tener nuestra edad y está rebuscando en la basura.

 Pobrecita, ¿tendrá familia? Dijo con compasión. Alice se siguió la mirada de la hermana y vio a una niña flaquita cansada, urgando en un contenedor cercano al poste. Ropa desgastada, pelo largo y enmarañado, rostro sucio y ojos grandes y vivos. No parece estar acompañada. ¿Tendrá hambre? murmuró Alice. María arqueó las cejas. Si está buscando algo en la basura, con seguridad tiene hambre. No, Ali, vaya pregunta.

 O puede estar buscando otra cosa. En fin, y si le pagamos un helado, apuesto a que se pondrá muy feliz. Sugirió Alice, entusiasmada. Puede ser. Vamos a hablar con ella. Concordó María levantándose. Salieron y caminaron hasta la niña que aún removía bolsas distraída. Se detuvieron cerca esperando ser notadas. Cuando la pequeña niña de la calle levantó la cabeza, el mundo de las gemelas se congeló.

 Por un instante, nadie dijo nada. Las herederas se miraron con asombro, como ante un espejo. “Hola, ¿estáis bien?”, preguntó la desconocida, frunciendo el ceño al notar la observación intensa. “Sí, es que tú te pareces a mi hermana, Alice.” Tartamudeó María sorprendida. Alice abrió los ojos como platos. “María, se parece a las dos.

 

 

 

 

 

 ¿Se te olvida que somos idénticas? La semejanza era increíble. A pesar de la suciedad y del pelo despeinado, la niña tenía la misma forma de rostro, la misma mirada e incluso el mismo tono de voz, como una tercera versión de ellas. Salida de un sueño confuso. La pequeña devolvió la mirada confundida y soltó una risita leve. “Vosotras dos sois muy graciosas.” Jajaja. María rió intentando romper el clima.

Perdón, es que nunca habíamos encontrado a una doble nuestra. Mira, estamos en la heladería. Te vimos y queríamos saber si quieres entrar a tomar un helado. Nosotras invitamos. La niña abrió los ojos sorprendida. Le costaba creer que dos chicas bien vestidas, claramente ricas, la invitaran a compartir mesa. Ah, no sé.

 Este sitio es elegante y yo voy fea y desarreglada, respondió avergonzada mirando su ropa rota. ¿Qué va? Nadie te va a tratar mal por eso. Tranquila, dijo Alice sujetándole con cariño el brazo y tirando de ella suavemente hacia adentro.

 La empleada de la caja se extrañó, pero las gemelas actuaron con tanta naturalidad que la incomodidad pasó. Le pidieron a la niña, que se presentó como Ana, que eligiera el sabor que quisiera. Se sentaron de nuevo y el ambiente se llenó de risas y conversación. Entre cucharadas, la nueva amiga contó un poco de su vida. Ana reveló que vivía sola en la calle sobreviviendo de latas, botellas y restos de comida.

 Dijo que la dejaron siendo a un bebé en la puerta de un orfanato, donde vivió hasta los 10 años. Un día, sin aguantar malos tratos, se fugó y desde entonces vagaba de ciudad en ciudad. Mientras hablaba, María y Alice escuchaban en silencio, con el corazón encogido. Cada palabra dolía. Además del parecido físico, había otro choque. Ana también tenía 12 años.

 Tenemos que irnos ya, Ana, o nuestro chóer vendrá a buscarnos. ¿Te quedas siempre por aquí? Podemos intentar encontrarte otra vez. ¿Qué te parece? Preguntó Alice esperanzada. Ana abrió los ojos conmovida por la invitación poco común. Aún así, sonró. Sí. Duermo y busco comida por estas calles cercanas. No será difícil que me encontréis.

 Y antes de que se me olvide, muchas gracias por el helado y por la compañía. Ha sido maravilloso para mí”, dijo emocionada, sosteniendo el vaso vacío. Se despidieron con abrazos tímidos y las gemelas volvieron al coche, aún comentando la increíble coincidencia. Onofre abrió la puerta. Todo bien, señoritas.

 Todo sí, Onofre, pero no vas a creer lo que ha pasado. Dijo María entusiasmada, presumiendo ya el encuentro. De vuelta a casa, el tema fue el mismo. ¿Cómo alguien podía parecerse tanto a ellas? La conversación siguió hasta que pasaron por los portones de la mansión. En cuanto entraron en la sala, el ambiente ligero cambió.

 Jorge y Valeria estaban sentados cómodamente en el sofá en otra de sus visitas. “Mira quiénes han llegado, las princesitas del tío y de la tía”, exclamó Jorge abriendo los brazos y acercándose con una sonrisa amplia. Las niñas se miraron con resignación y devolvieron el abrazo por educación. Valeria, como siempre, exhibía la sonrisa ensayada y el tono meloso, posando de tía perfecta.

 Iba vestida de modo impecable y exagerado, como si cada visita fuera un evento de gala. “Mis queridas, qué guapas estáis hoy. ¿Fuisteis a pasear?”, preguntó forzando un tono afectuoso. “Sí, tía, solo fuimos a tomar un helado,” respondió Alice seca, esforzándose por ser amable. “¡Qué bien, es estupendo veros divertiros”, dijo Valeria inclinándose para besar las mejillas de las sobrinas.

 María y Alice se miraron de nuevo. Por dentro la incomodidad era evidente. Nunca simpatizaron con la pareja y cuanto más crecían, más percibían algo raro en aquella cercanía exagerada. Para los padres, Jorge y Valeria eran familia y merecían confianza. Para las niñas eran intrusos y la mirada fría que se cruzaban cuando nadie veía solo lo confirmaba.

 Saliendo de la mansión rumbo al coche, la pareja de timadores caminaba apresurada, exhibiendo la sonrisa satisfecha de quien ya planea una nueva maldad. La noche bochornosa hacía resonar los tacones de Valeria por el patio de piedra, mezclándose con el ronroneo del motor que Jorge acababa de encender. Sentados en los asientos de cuero, empezaron a hablar del próximo golpe.

 Una idea aún más audaz que las anteriores. El dinero que Jorge había desviado de la empresa del hermano se agotaba y ambos sabían que sin nuevas trampas volverían a la vida común que despreciaban. Esas niñas asquerosas se creen reinas de la elegancia, pero veo cómo nos miran con desprecio.

 Me voy a reír cuando apliquemos nuestro plan y humillemos a las dos hasta que se sientan como gusanos. Escupió Valeria saboreando el veneno mientras Jorge se reía a carcajadas. Qué mala eres, mi amor. Son solo dos niñitas. Jajaja. Se burló él con el mismo cinismo de siempre. Valeria arqueó una ceja y replicó fría. Por mí podrían tener el mismo destino que la hermana desaparecida. Sería estupendo no ver nunca más a esas dos insoportables.

Briendo casi diabólica. Jorge apretó el volante y completó en voz baja y amenazadora. Esta vez el esquema no va a fallar. El coche arrancó y desapareció por la carretera iluminada. A la mañana siguiente, la rutina de las gemelas siguió normal. El colegio de élite estaba animado.

 Al final de las clases, María y Alice cruzaron los portones saludando a compañeros. El coche de Onofre las esperaba puntual. Entraron deprisa en el asiento trasero. Hola, Onofre, dijeron casi al unísono. Hola, niñas. ¿Qué tal el día?, preguntó él por el retrovisor. Genial. Tuvimos música y ensayo para el Recital de la semana que viene, respondió María.

 Aparentemente todo estaba tranquilo, pero las hermanas se cruzaron miradas cómprices. Habían combinado un pequeño desvío en el camino a casa. Onofre, ¿podemos pasar por la heladería antes de la mansión? Queremos ver si encontramos a nuestra amiga Ana. Pidió Alice Dulce. El chófer abrió los ojos de par en par. No puedo cambiar el recorrido. Vuestra madre siempre manda llevaros directo a casa. No le va a gustar. María se inquinó. Serena.

Sé que no se enfadará. Para no ponerte en un aprieto, la llamo para pedir permiso. Vale. Antes de que él respondiera, María ya estaba marcando. La llamada fue rápida. Unos segundos después colgó sonriendo de oreja a oreja. Ya está. Mamá nos dejó. Solo pidió que esta vez entres y te quedes con nosotras por seguridad. Onofre respiró aliviado. Si es así, de acuerdo. Y puso el coche en marcha.

 El trayecto fue breve. El ambiente de la heladería era el mismo. Vitrinas coloridas, olor dulce a chocolate, niños riendo entre mesas pequeñas. Onofre estacionó cerca de la entrada y acompañó a las niñas según lo prometido. Cada uno eligió su sabor, pero el motivo de la visita era otro. María y Alice rastreaban la calle con la mirada, intentando encontrar a la niña que las había impresionado.

¿Aparecerá?, preguntó Alice ansiosa. Ojalá. Pienso en ella desde aquel día, María respondió María removiendo el helado sin probarlo. El tiempo se arrastró. Casi media hora y Onofre ya impaciente. Entonces Alice abrió los ojos y señaló, “María, ¿no es Ana la de la otra acera?” La hermana se giró rápido y avistó la figura frágil caminando deprisa por la acera. “Creo que es ella. Si no vamos ahora se irá”, dijo levantándose de golpe.

 Onofre confundido, se adelantó. Alice explicó gesticulando. “¿Recuerdas que contamos de la niña igualita a nosotras que se hizo nuestra amiga?” “Es ella.” Y pidió con su tono dulce. “¿Puedo ir corriendo a llamarla? Me verás desde aquí.” El chófer vaciló desarmado por la mirada suplicante, suspiró.

 “Está bien, pero solo un minuto, ¿eh?” Lo prometo”, dijo Alice saliendo. Cruzó la calle apresurada. Del otro lado, Ana percibió el movimiento. Se giró sorprendida y feliz. Las dos corrieron una hacia la otra y se abrazaron. “No me lo creo. ¿Has vuelt?”, sonrió Ana. “Claro, dijimos que volveríamos a verte, ¿te acuerdas?”, respondió Alice radiante. El reencuentro duró poco.

 Un ruido de neumáticos chirriando cortó el aire. Un coche negro apareció en la esquina y se detuvo bruscamente frente a las niñas. Antes de reaccionar se abrió una puerta. Un hombre enmascarado saltó y avanzó. Ana dio un paso atrás asustada. Alice se quedó un segundo paralizada. Eh, ¿qué estás haciendo? Suéltame, socorro.

 Gritó Alice intentando zafarse, pero el hombre la agarró con brutalidad. Daba patadas y gritaba sin fuerza suficiente: “¡Auxili! Alguien que me ayude”, insistió, pero nadie intervino a tiempo. El secuestrador la arrojó al asiento trasero, cerró la puerta de un portazo y el vehículo salió disparado, desapareciendo tan rápido como había surgido. Ana se quedó en shock.

 Le temblaban las piernas, el corazón desbocado. “¡Dios mío, no se llevaron a Alice, la secuestraron”, gritó llevándose las manos a la cabeza. Sin pensar, cruzó la calle corriendo por poco sin ser atropellada. Entró en la heladería casi sin aliento, pálida, desesperada. María y Onofre se levantaron asustados.

 El chófer se quedó boqueabierto no solo por la urgencia, sino por ver ahora de cerca a dos niñas idénticas, una rica y la otra hecha arapos. “¿Qué ha pasado, Ana? ¿Dónde está Alice?”, preguntó María sintiendo el pánico subirle a la garganta. Un coche negro se paró delante. Un hombre con capucha agarró a Alice y se la llevó. Acaban de capturarla, respondió Ana llorando con la voz entrecortada. Onofre se llevó las manos al rostro. Incrédulo. Dios mío.

 Murmuró intentando procesarlo. María rompió a llorar, tomada por el pavor. Tenemos que ir ahora a casa a avisar a mamá. Onofre. Ana, tienes que venir con nosotros. Eres testigo de lo que le pasó a mi hermana. El chóer no lo pensó dos veces. Sí, señorita. Vamos ya, deprisa, dijo cogiendo las llaves con las manos temblorosas.

 Los tres corrieron hasta el coche. Onofre arrancó y aceleró más de lo habitual, rezando en voz baja. “Dios mío, protege a esa niña, por favor, protégela”, murmuraba apretando el volante. Dentro del coche, el desespero dominaba. En el asiento trasero, María lloraba sin parar. Ana intentaba consolarla sujetándole las manos con fuerza.

 El sonido de bocinas a lo lejos se mezclaba con los soyosos mientras el chóer avanzaba veloz trumbo a la mansión. Onofre se culpaba por haber dejado que Alice cruzara sola y el silencio tenso entre una curva y otra decía lo que todos sabían. Algo terrible había comenzado y nada volvería a ser como antes. Al llegar a la mansión, el coche frenó bruscamente frente a la puerta principal.

 Onofre bajó apresurado, seguido de María y Ana, que aún temblaban de nervios. Los tres subieron los escalones corriendo hasta entrar en la casa. El sonido de las puertas al cerrarse resonó por los pasillos. Sofía estaba en la cocina, sentada a la mesa almorzando tranquila. Al ver a su hija entrar llorando, el tenedor se le escapó de la mano.

 “Mamá”, gritó María corriendo hacia ella y lanzándose a sus brazos. El abrazo fue apretado, desesperado, lleno de lágrimas. El semblante sereno de Sofía se transformó al instante. Sus ojos buscaron explicaciones y la voz le salió trémula, dominada por el pánico. “¿Qué ha pasado, mi amor? ¿Qué ha ocurrido?” Fue Alice, mamá.

 Alice”, intentó decir María, pero el llanto le impedía completar la frase. Sofía, confundida, miró a unfre y a la niña que lo acompañaba. El corazón se le encogió. Soltándose con suavidad de María, caminó hacia la chica desconocida. La expresión de duda se mezclaba con el miedo. “¿Qué te ha pasado, Alice? ¿Por qué estás en estas condiciones? ¿Te ha ocurrido algo grave, hija? Háblame”, preguntó Sofía, agachándose ante la niña, sujetándole los hombros y examinándola de pies a cabeza.

 La niña dio un paso atrás y respondió con la voz entrecortada. “Eh, en realidad, señora, yo no soy Alice, me llamo Ana y soy amiga de sus hijas. Lo que le ocurrió a Alice fue terrible. Un coche se paró de repente y la secuestraron en la calle de la heladería.” Sofía se quedó estática unos segundos. Su cerebro parecía no procesar lo que había oído.

 Miró a unfre, luego nuevamente a la chica, y el espanto dio lugar a la incredulidad. Pero, ¿qué clase de broma de mal gusto es esta, Alice? ¿Estás aquí delante de mí? ¿Me queréis gastar una broma con esa ropa de mendiga? ¿Dónde está tu uniforme?”, preguntó la madre, ahora con un tono de impaciencia. María intentó hablar, pero la madre parecía no escuchar.

 El nerviosismo aumentaba. Entonces Onofre, percibiendo que debía intervenir, dio un paso al frente. Lamentablemente esto no es una broma, doña Sofía. Esta jovencita realmente no es Alice, sino Ana. Es conocida de las gemelas y cuando apareció afuera de la heladería, Alice quiso ir a hablar con ella y entonces pasó todo.

 Se llevaron a Alice y Ana lo presenció todo. Por eso la trajimos con nosotros, explicó el chóer con la voz emocionada. Sofía se llevó la mano a la boca en shock. Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Alice estaba en manos de criminales, secuestrada a plena luz del día, y delante de ella había una niña idéntica a sus hijas. Aquello tocaba algo profundo en su corazón.

 La mujer dio un traspié necesitando apoyarse en la mesa. Dios mío, no, no puede ser, susurró. María corrió a sostenerla, ayudándola a sentarse. Ana se quedó en un sillón cercano, nerviosa y avergonzada, mientras Onofre caminaba de un lado a otro intentando mantener el control.

 Sofía cogió el teléfono con las manos temblorosas, llamó a la policía relatando el secuestro y enseguida llamó a Antonio dándole un resumen rápido de la situación. El tono de su voz era de puro desespero. En pocos minutos, la mansión se transformó en un escenario de confusión. Llegaron patrullas, agentes hicieron preguntas y el clima era de urgencia. Antonio llegó poco después sudando con el rostro pálido.

 En cuanto entró, sus ojos se cruzaron con los de Ana. se detuvo conmocionado. Por un momento se olvidó del caos alrededor. “Dios mío, es idéntica a las niñas”, murmuró. Y el impulso fue inmediato. Se acercó y abrazó a la chica, tomado por una emoción extraña, como si estuviera de alguna forma abrazando a la hija que había perdido 12 años atrás.

 Ana, sin entender, permaneció quieta. No sabía qué decir o hacer. se quedó allí inmóvil, permitiendo el abrazo silencioso de aquel hombre al que apenas conocía. Luego, uno de los investigadores pidió hablar con ella para tomar su declaración. La niña se sentó frente al policía y entre pausas y lágrimas contó todo lo que había presenciado.

 La sala quedó en silencio mientras relataba el ataque. Entonces, en determinado momento, sus palabras cambiaron por completo el rumbo de la investigación. El tipo que agarró y metió a Alice en el coche iba con máscara, pero alcancé a mirar rápido al que conducía y estoy casi segura de que era Rogerio, el dueño del desguace que hay en el centro.

 Tengo la costumbre de recoger latas y ya le vendí varias veces. Quizá quizá Alice pueda estar ahí porque tiene una nave y muchos trastos en la propiedad. El silencio que siguió fue denso. El investigador se levantó y anotó el nombre. Bien, ya es un punto por donde empezar la búsqueda. Gracias, pequeña, respondió amable antes de dirigirse a María para tomar también su declaración.

Sofía y Antonio estaban deshechos. El sufrimiento se reflejaba en sus rostros. Parecían revivir la misma pesadilla de años atrás. La sensación de impotencia ante la desaparición de una hija. Sofía lloraba en brazos del marido y su voz salió entre soyosos. Y si Alice no vuelve nunca más como pasó con Luisa, amor, no lo soportaré, Antonio.

 No podré seguir viviendo. Él la apretó contra su pecho con los ojos vidriosos, pero manteniendo la voz firme. Eso no va a pasar, querida. Nuestra niña va a volver sana y salva a casa, dijo acariciándole el pelo. Los policías terminaron las declaraciones e informaron que verificarían la pista dada por Ana.

 Sin embargo, explicaron que primero necesitaban volver a la comisaría para definir los detalles de la operación y solicitar refuerzos. Por seguridad, la familia debe permanecer en la mansión. Es importante que se queden juntos en un lugar seguro y si los secuestradores se ponen en contacto, cualquier llamada debe ser informada de inmediato a la policía, explicó el investigador antes de despedirse.

 Todos aceptaron las orientaciones, aunque el clima era de angustia total. En cuanto el equipo salió, el silencio se adueñó de la casa. El tic tac del reloj parecía burlarse de la espera. Antonio se levantó de golpe. Su rostro mostraba decisión. No consigo quedarme aquí parado esperando una llamada. Si Ana dijo que reconoció a uno de los bandidos, quiero ir al desguace para averiguarlo.

Anunció con la mirada firme. Sofía se asustó. Es demasiado peligroso, amor. Pueden descubrirte y empeorar todo, respondió angustiada, pero en negó con la cabeza determinado. La última vez dejé todo en manos de la policía. ¿Y qué pasó? Nuestra bebé nunca fue encontrada, Sofía. No voy a repetir ese error. Necesito ir detrás de Alice, dijo con la voz cargada de emoción.

Volviéndose hacia Ana, completó, “¿Me explicas cómo puedo llegar allí, cielo?” La niña vaciló un segundo, pero respondió con convicción. Quiero ir con usted, señor. Conozco bien el lugar y también conozco a Rogerio desde hace tiempo. Creo que ayudaré más si voy junto. Sofía fue tajante. De ninguna manera.

 No vas a ponerte en peligro, ¿entendido? Ya has hecho suficiente viniendo hasta aquí. No puedo dejar que salgas de esta casa dijo sujetando las manos de la niña. Ana bajó la mirada comprendiendo la decisión, pero en el fondo su corazón latía más fuerte. Algo dentro de ella decía que tenía que ayudar, que debía estar allí.

 Tras largos minutos de tensión y despedidas, Antonio cogió las llaves del coche. Abrazó a la esposa y a la hija, prometiendo volver con buenas noticias. Su mirada era la de quien no tendría paz hasta encontrar a su hija secuestrada. El coche salió rápidamente por la carretera. El polvo se alzó tras él, marcando el inicio de otra búsqueda desesperada. En la mansión, Sofía intentaba calmarse.

 El reloj marcaba cada minuto como una eternidad. María permanecía sentada llorando bajito. Mientras tanto, en el asiento trasero del coche de Antonio, una pequeña figura permanecía inmóvil escondida bajo una manta. Era Ana, que se había infiltrado en el vehículo sin ser percibida. Sabía que no debía estar allí, pero tenía clara una cosa.

 No soportaría quedarse quieta mientras alguien, a quien consideraba su amiga y que de forma inexplicable era igual que ella, corría peligro de vida. Antonio conducía con el corazón acelerado, repasando en la cabeza cada palabra dicha por Ana. La carretera era estrecha y estaba rodeada de descampados, y el sol de la tarde comenzaba a esconderse, volviendo el paisaje más sombrío.

 Aparcó el coche a una buena distancia del lugar indicado por la niña, evitando llamar la atención. Por un instante, respiró hondo y cerró los ojos. Le temblaban las manos en el volante. Antes de bajar hizo una rápida oración. Señor, protege a mi hija. Dame fuerzas para traerla de vuelta”, murmuró con la voz entrecortada. Estaba a punto de abrir la puerta cuando oyó un pequeño ruido procedente del asiento trasero, un movimiento sutil bajo la manta.

 El corazón le dio un brinco. Se giró bruscamente, tirando de la cobija para entender qué era. “Señor, ¿pero qué es esto?”, exclamó asustado al ver la pequeña figura escondida. Allí estaba Ana acurrucada bajo la manta, con los ojos abiertos de par en par y el cuerpo tenso.

 Niña, ¿estuviste escondida ahí todo este tiempo? ¿No te dijimos que te quedaras en la mansión? Dijo él entre la sorpresa y el espanto. La niña bajó la cabeza con expresión de culpa. Perdón, señor, pero no podía quedarme allí sin hacer nada. Alice y María son las únicas amigas que tengo, respondió triste. Antonio guardó silencio un momento observando aquel rostro decidido y tan parecido al de sus propias hijas.

 Respiró hondo y habló con voz suave. Te entiendo, Ana, y me alegra saber que las niñas tienen una amiga tan fiel como tú. Incluso pareces pareces alguien a quien queremos mucho y perdimos hace años. Y eso me da aún más razón para no ponerte en riesgo. Eres solo una niña. Extendió la mano y apretó la de ella con ternura. Quédate muy quieta aquí en el coche mientras voy al desguace a investigar.

¿De acuerdo? No te asomes por allí. Si tardo demasiado en volver, busca la manera de llamar a la policía. Completó con la mirada firme y protectora. Ana asintió, pero la inquietud en sus ojos era visible. Está bien, señor”, respondió en voz baja. Antonio salió del coche y comenzó a alejarse.

 Ana lo observó por la ventanilla, viéndolo desaparecer entre las sombras y los montones de chatarra. Intentó convencerse de que hacía bien en obedecer, pero el corazón le latía demasiado fuerte como para dejarla en paz. Pasaron pocos minutos hasta que la angustia se volvió insoportable. Sin pensar abrió la puerta, respiró hondo y bajó. Siguió por un camino lateral que conocía bien, un atajo escondido entre arbustos, usado por chatarreros que frecuentaban el desguace.

 El terreno estaba cubierto de escombros, piezas de hierro retorcidas y neumáticos viejos. Ana se movía con agilidad, recordando cada rincón de aquel lugar. Cruzó una zona con una valla parcialmente rota y agachándose pasó por un hueco entre los alambres. Dentro el aire era pesado y olía a óxido.

 El silencio solo era interrumpido por un sonido lejano, el llanto ahugado de una niña. Ana se estremeció, se acercó a una pared y miró por una ventana rota. Allí estaba Alice atada a una silla con el rostro sucio de lágrimas y los ojos desesperados. Y delante de ella, Rogerio, el hombre al que la niña había reconocido, iba de un lado a otro.

 nervioso con un machete en las manos. Ana apretó el puño y susurró, tomada por la rabia y el miedo a la vez. Lo sabía. Fue él quien raptó a Alice. Nunca imaginé que Rogerio pudiera ser tan despreciable, pero ya verá. Miró alrededor buscando algo que pudiera usar. Entre montones de metal y herramientas viejas, avistó un bate de béisbol. lo agarró con las dos manos, sintiendo el peso del objeto.

 Desde dentro del almacén, la voz de Alice resonó desesperada. Socorro. Mamá, papá, ayúdenme. El llanto de la amiga hizo que el corazón de Ana se encogiera. Acto seguido, oyó la voz grave de Rogerio rugiendo. Cierra la boca, niña. Si sigues gritando, te vas a arrepentir. Ana respiró hondo, intentando no llorar. tenía que actuar con cuidado.

 Mientras tanto, Antonio caminaba por fuera intentando encontrar una entrada. La puerta principal estaba cerrada con cadenas y candados. Miraba alrededor, analizando la valla, buscando una brecha. Del otro lado, Ana seguía moviéndose entre las pilas de hierro. Buscaba una rendija que le permitiera entrar sin ser vista. Vaya, no hay ni una míera tabla suelta en este galpón que se cae a pedazos.

 murmuró frustrada mientras tanteaba la pared. En la oscuridad no se dio cuenta de que había tocado una estantería oxidada. En un segundo, una gran caja de herramientas cayó al suelo, produciendo un estruendo metálico que resonó por todo el desguace. Asustada, Ana salió corriendo y se escondió detrás de un montón de neumáticos viejos.

 El corazón le latía tan fuerte que pensó que Rogerio sería capaz de oírlo. Dentro. El ruido hizo que el secuestrador se sobresaltara. Ana volvió a asomarse y lo vio salir a investigar. El momento era ahora. Con esfuerzo intentó abrir una ventana. El hierro estaba atascado, pero forzó hasta oír el chasquido. El ruido, sin embargo, llamó la atención.

 Desde dentro, Alice oyó y, esperanzada volvió a gritar con más fuerza. Socorro, alguien que me ayude. El sonido de la voz de la niña hizo que Rogerio regresara a toda prisa. Ana, percibiendo el peligro se lanzó detrás de un armario viejo, quedándose inmóvil, sujetando el bate contra el pecho. La puerta se abrió con fuerza y él volvió a entrar furioso.

Cierra la boca, niña estúpida. Si sigues así, ya te dije que vas a aprender a callarte por las malas. ¿Es eso lo que quieres, pija? gritó acercándose a Alice. Ana observaba todo con el cuerpo tenso. Notó que Rogerio ya no llevaba el machete. Estaba de espaldas. Si no es ahora, quizá no tenga otra oportunidad, pensó respirando hondo.

 Con pasos lentos y silenciosos se acercó. Cada centímetro recorrido parecía un reto. Cuando estuvo lo bastante cerca, alzó el bate con las dos manos y sin vacilar descargó un golpe certero en la cabeza del hombre. El impacto resonó en el almacén. Rogerio dejó escapar un gemido corto y se desplomó en el suelo inconsciente.

 Ana se quedó inmóvil un segundo, asustada por lo que acababa de hacer, pero enseguida se recompuso y fue hacia su amiga. “¿Tú cómo has conseguido llegar aquí?”, preguntó Alice con los ojos anegados de alivio y sorpresa. “Luego te lo explico. Ahora tengo que soltarte de esta silla.” Respondió Ana jadeando, intentando desatar los nudos con las manos temblorosas.

Fue en ese instante cuando ocurrió algo totalmente inesperado. Eh, quietecita, mocosa, ¿de verdad crees que va a ser tan fácil que os vayáis de aquí? Aléjate ahora mismo de la silla y quédate ahí parada, gritó Jorge avanzando a zancadas con el machete en la mano reflejando la poca luz que entraba de fuera.

 Ana y Alice se encogieron con el miedo estampado en los ojos. Alice casi no podía creer lo que veía. Los responsables de todo aquel terror no eran desconocidos. Eran personas de dentro de la propia familia. No, no puede ser, murmuró incrédula. Allí, frente a ellas estaban sus tíos, los dos con la mirada fría y el semblante cínico.

 La pareja comprobaba el trabajo del secuestrador y ahora revelaba el verdadero rostro detrás de años de falsedad. Valeria, sin perder tiempo, corrió hasta un rincón y cogió más cuerdas y una silla. Empujó a Ana hacia el asiento y comenzó a atarla con fuerza mientras Jorge mantenía el machete apuntado a las niñas, listo para reaccionar ante cualquier intento de fuga.

 ¿Cómo has llegado aquí, María? ¿Pensaste que disfrazarte de mendiga te iba a ayudar en algo? Jajaja. Ahora te vas a quedar presa con tu hermanita. Hasta podemos cobrar el rescate por duplicado, ¿no, Valeria? Se burló él. con una sonrisa repugnante. Yo también lo creo, cariño, pero ahora las mocosas ya saben que estamos metidos.

 Tendremos que huir de aquí y dejar a Rogerio a cargo de todo. ¿Por qué no despierta ese idiota? Estará muerto, respondió la mujer pateando el cuerpo caído del secuas. El hombre, aún aturdido por el golpe, gemía bajito, intentando moverse. Ana respiró hondo, intentando mantener la calma. en un impulso de valentía, alzó la mirada y respondió fingiendo ser María para confundirlos. No vais a conseguir escapar.

 La policía ya debe de estar fuera rodeando la propiedad. Si yo conseguí encontrar el cautiverio, ¿creéis que ellos no lo saben? También avisa a mamá y papá. Y ellos informaron a las autoridades. El tono seguro de la niña hizo que la pareja se cruzara miradas de inquietud. Caray, Jorge, tiene sentido. Para que la mocosa haya llegado aquí, con seguridad la familia y la policía ya conocen la ubicación.

 Deben de estar todos afuera ahora. Estamos fritos. Dijo Valeria empezando a perder el control emocional. Jorge gruñó cada vez más irritado y se volvió hacia Ana. ¿Y cómo sabías que tu hermana estaba aquí, niña? Preguntó con la voz llena de rabia. Ana no vaciló. Pregúntale a tu compañero de golpe.

 ¿Se lució bien en el secuestro de Alice?”, replicó señalando a Rogerio que empezaba a incorporarse mareado y tambaliante con la mano en la cabeza. El secuas apenas lograba mantenerse en pie. “¿No dijiste que lo habías hecho todo perfecto, inútil? Trabajaste tamban bien que una niña de 12 años consiguió localizarnos. Eres un incompetente miserable”, bramó Jorge, empujándolo con violencia y alzando el machete. “Yo yo no sé qué pasó, jefe.

 Juro que hicimos todo bien. No es culpa mía si esa mendiga estaba allí cuando raptamos a la pija. Vive por aquí vendiéndome latas y debió verme en el coche.” Intentó justificarse Rogerio temblando. La confusión aumentaba. Jorge gritó fuera de sí. “¿De qué demonios estás hablando? Esa chica es millonaria. hermana de la que secuestramos.

 ¿No ves que son idénticas, estúpido? Rogerio parpadeó varias veces intentando entender. Sí, realmente me estoy dando cuenta de que se parecen mucho, jefe. Pero esa de ahí es Ana, una niña que vive en la calle por aquí cerca. Por eso sabía dónde vivía yo. Respondió con la voz quebrada, sin saber si empeoraba o mejoraba la situación. Valeria abrió los ojos de par en par, comprendiendo la confusión.

 Dios mío. Entonces no debe de haber policía ninguna fuera. Esta mocosa debe de haber venido aquí sola e inventado toda esta historia, gritó furiosa. Jorge se giró lentamente hacia Ana. Su mirada ahora era cruel, cargada de odio. Dio unos pasos y levantó el machete, apuntando directo a la niña. Ya que no eres heredera y estás aquí solo para fastidiarnos, no nos va a faltar nada si me deshago de ti ahora.

No vas a pagar por esa insolencia, cría. Ana retrocedió con el corazón desbocado. Las lágrimas le resbalaban sin control, pero no lograba mover las piernas. El miedo la paralizaba. No! Gritó Alice con un desespero que cortó el aire. Cerró los ojos con fuerza, incapaz de ver lo que estaba a punto de ocurrir.

 Pero antes de que el golpe la alcanzara, una voz firme resonó en el almacén. Alto ahora mismo. Suelte ese machete y aléjese de las niñas. La orden fue seguida por otra voz, igualmente potente. Manos en la cabeza, todos al suelo. El ruido de botas pesadas invadió el espacio y luces fuertes iluminaron el interior del galpón. Policías armados entraron por todos lados gritando órdenes. Eao se adueñó del lugar.

 Jorge se quedó helado. El machete se le resbaló de las manos y cayó al suelo con un estruendo metálico. Rogerio levantó los brazos aterrorizado y Valeria dio dos pasos atrás sin reacción. Mientras los agentes reducían al trío, un policía corrió hacia las niñas. “Está todo bien, pequeñas. Ya se acabó”, dijo cortando las cuerdas que las ataban.

 A Alice le temblaban las manos. En cuanto la liberaron, abrazó a Ana con fuerza. Las dos llorando a mares. Se acabó, Alice. Ahora estamos libres, dijo Ana entre lágrimas con la voz entrecortada. En el fondo, sabía que si la policía hubiese tardado unos segundos más, el desenlace habría sido trágico. Gracias a Dios y a ti, Ana.

 Sin ti yo seguiría sola aquí en manos de esos canallas. Gracias por no rendirte conmigo”, respondió Alice soyando sin poder soltar a su amiga. Afuera, Antonio acompañaba la operación a distancia, observando desde detrás de los coches patrulla. Cuando vio a tres personas ser llevadas esposadas, se le heló la sangre.

 Entre los detenidos estaban Rogerio y para su espanto, Jorge y Valeria. Se detuvo sin creer lo que veía. No, no puede ser. susurro, pero era real. Su propio hermano y su cuñada estaban entre los criminales. La rabia sustituyó al shock y dio algunos pasos al frente gritando, “Malditos, os vais a pudrir en la cárcel. Olvida que soy tu hermano, Jorge.

 Para mí los dos habéis muerto.” La pareja de estafadores desvió la mirada. Valeria intentaba mantener la pose, pero el miedo era evidente. Jorge derrotado bajo la cabeza. Ninguno tuvo valor para responder. Antonio oyó que lo llamaban por su nombre y al girarse vio a una pequeña figura corriendo en su dirección. Era Alice.

 Salió del almacén y se lanzó a los brazos del padre. El abrazo fue fuerte, desesperado, lleno de lágrimas y alivio. Gracias a Dios, estás bien, hija. Estábamos tan preocupados, princesa. Ahora estás a salvo. Dijo él con la voz entrecortada y el cuerpo tembloroso. Sentí tanto miedo, papá. Pero mi amiga Ana me ayudó.

 Tenías que ver lo valiente que fue, respondió Alice señalando a la niña idéntica a ella que se acercaba despacio. Antonio se volvió conmocionado. Ana, no es posible. ¿Estabas ahí dentro? Dios mío. Entre la sorpresa y la gratitud, la niña sonrió tímidamente. Ahora está todo bien, señor. Lo importante es que todo salió bien. El reencuentro fue seguido por el regreso a la mansión, donde la familia vivió uno de los momentos más emocionantes de su vida. Sofía y María corrieron a la puerta en cuanto oyeron el coche.

 Al ver a Alice bajar, la madre la tomó en brazos llorando de alivio y dando gracias a Dios. La pesadilla había terminado. Los criminales estaban presos y la hija secuestrada estaba de vuelta, sana y salva. Ana, la pequeña heroína, fue recibida como parte de la familia. Sofía la abrazó y la acogió con el mismo amor que a las otras hijas. Poco tiempo después, una prueba de ADN confirmó lo que el corazón de los padres ya sabía.

Ana era el bebé robado 12 años atrás. Entre lágrimas y sonrisas, la familia volvió a estar completa. Alice y María abrazaron a la nueva hermana llamándola por su nombre, Ana Luisa. El vacío que los padres cargaron durante tantos años por fin se cerró.