ESPOSA lo reconoce en una mina abandonada de Real de Catorce — 29 años de silencio separaron a MAURO…

En septiembre de 1995, un soldador de Monterrey salió rumbo al altiplano potosino con la promesa de regresar en dos semanas. La última imagen que su familia conservó fue una foto tomada en la banqueta del barrio con el pulgar en alto y un medallón colgando al pecho.

 Casi tres décadas después, en octubre de 2024, una mujer reconocería ese mismo medallón oxidado frente a la entrada de una mina abandonada en Real de 14. Entre esas dos escenas, 29 años de silencio, olvido y supervivencia en los márgenes del desierto potosino. Mauro Ibarra. Salinas tenía 32 años cuando la fotografía fue tomada frente al carrito del vendedor de jugos en la colonia Independencia al norte de Monterrey.

 Era septiembre de 1995 y el calor todavía pegaba duro a media tarde. La camisa a cuadros en tonos café y beige llevaba las mangas enrolladas hasta los codos. El pantalón de mezclilla mostraba las rodillas gastadas de tanto arrodillarse en obras.

 El cinturón marrón sujetaba las herramientas que cargaba en la bolsa trasera. Cuando el vecino levantó la cámara desechable, Mauro alzó el pulgar derecho con esa sonrisa franca que usaba para todo. Saludar, negociar precios, despedirse. Antes de un trabajo fuera de la ciudad. En el pecho, justo sobre el tercer botón de la camisa, colgaba un medallón plateado con la imagen de un santo.

 Tenía una pequeña muesca en el borde superior, como si alguna vez hubiera chocado contra algo metálico. Lucía se lo había regalado años atrás, después de un accidente menor en una obra de Guadalupe. Desde entonces, Mauro no se lo quitaba. La foto capturó ese detalle sin que nadie le diera importancia. El brillo del metal bajo la luz dorada de la tarde, el poste con cables enredados al fondo, el auto compacto estacionado junto a la banqueta, las botellas de refresco apiladas en el carrito del vendedor.

 Era una escena cotidiana en una colonia obrera del área metropolitana de Monterrey, donde las calles todavía olían a cemento fresco y a tortillas recién hechas. Mauro trabajaba como soldador y albañil en contratos temporales que conseguía por recomendación. A veces eran dos semanas en una fábrica de estructura metálica en Apodaca, otras veces un mes en alguna bodega cerca de la carretera a Saltillo.

Ese septiembre, un conocido de la central de autobuses le ofreció algo distinto. Mantenimiento en estructuras de acceso a minas viejas en el altiplano de San Luis Potosí. El pago era mejor que lo usual y el contrato, aunque informal, incluía transporte y hospedaje básico. Mauro aceptó sin pensarlo demasiado.

 Lucía, su esposa de 30 años, no estaba del todo convencida. Habían pasado 7 años desde la boda y ella conocía bien el ritmo de esos trabajos. Salidas rápidas, llamadas esporádicas desde casetas telefónicas, regresos con billetes arrugados y el cuerpo molido. Pero esta vez algo le incomodaba. Tal vez era la distancia.

 Tal vez era que Mauro no tenía el nombre completo del contratista, solo un apodo y un punto de encuentro en Matehuala. La mañana de la partida, Mauro guardó en una mochila de lona dos mudas de ropa, una navaja multiusos, una linterna de pilas y un termo. Lucía le preparó tortas de frijol envueltas en papel aluminio.

 Antes de subir al camión que lo llevaría a la central, Mauro se detuvo frente al carrito del vendedor. Pidió un vaso de agua de Jamaica y saludó a los vecinos que pasaban rumbo al trabajo. Alguien sacó la cámara. Mauro levantó el pulgar. El obturador hizo click. Prometió llamar al llegar a Matehuala. Prometió estar de regreso en dos semanas, tres a lo mucho.

Lucía guardó esa imagen en un sobre Manila junto a otras fotos de cumpleaños y paseos al parque Fundidora. No imaginó que sería la última vez que vería a Mauro con esa sonrisa, con esa ropa, con ese gesto. No imaginó que el medallón en el pecho se convertiría casi 30 años después en la única prueba de que el hombre de la foto y el hombre frente a la mina eran la misma persona.

El autobús salió de Monterrey pasadas las 10 de la mañana. Mauro eligió un asiento junto a la ventana del lado derecho y se quedó mirando cómo la ciudad se iba desdibujando en el retrovisor. La carretera 57 atravesaba el paisaje seco del noreste. Nopales, mesquites, casetas de piao.

 En Matehuala alguien lo estaría esperando para llevarlo en camioneta hasta la zona de las minas. Eso fue lo que le dijeron. Eso fue lo último que Lucía supo antes de que el silencio se lo tragara todo. El autobús llegó a Matehuala cerca de las 4 de la tarde.

 Mauro bajó con la mochila al hombro y caminó hasta la parada de camionetas que salían hacia los pueblos de la sierra. El calor del altiplano era distinto al de Monterrey, seco, cortante, con un viento que levantaba polvo rojizo de la tierra. Un hombre con sombrero de palma y camisa destida lo llamó desde una pickup blanca con el parachoques abolido. Preguntó si venía por el trabajo de las estructuras.

 Mauro asintió. Subió a la caja de la camioneta junto a otros dos trabajadores que no dijeron sus nombres. El trayecto duró poco más de una hora. La carretera pavimentada se convirtió en terracería. Los pueblos se volvieron caseríos, dispersos, con techos de lámina y corrales de alambre. A lo lejos, las siluetas de las montañas peladas marcaban el horizonte.

 El conductor señaló hacia el norte y mencionó algo sobre Real Dor, sobre minas que llevaban décadas cerradas, pero que todavía necesitaban vigilancia y mantenimiento básico para evitar derrumbes. Mauro no hizo muchas preguntas. El trabajo sonaba rutinario. Revisar vigas de madera, asegurar entradas, soldar grapas en estructuras metálicas que sostenían los armazones de acceso.

Llegaron a un campamento improvisado cerca de una bocamina con vías oxidadas que se perdían en la oscuridad. Había una caseta de lámina, algunos tambos con agua, una fogata apagada. El hombre del sombrero les indicó dónde podían dejar sus cosas y les dijo que al día siguiente empezarían temprano.

 Mauro extendió su sleeping bagate de palma y se recostó mirando el cielo despejado del desierto. Las estrellas brillaban con una nitidez que nunca había visto en Monterrey. Pensó en Lucía, pensó en la promesa de llamar. pensó en las dos semanas que tenía por delante. A la mañana siguiente, el grupo se dividió.

 Dos hombres fueron asignados a una mina más al norte. Mauro y otro trabajador se quedaron revisando las estructuras de acceso en la bocamina principal. Las vías oxidadas llegaban hasta la entrada. Alrededor había piedras sueltas, maderas podridas, restos de herramientas viejas. El trabajo consistía en reforzar los soportes de madera que sostenían el marco de la entrada y en revisar que no hubiera riesgo de colapso.

 Mauro sacó su equipo de soldadura portátil, midió ángulos, tomó notas mentales. Fue durante una de esas revisiones cuando ocurrió el golpe. Mauro se agachó para inspeccionar una viga baja y al incorporarse, la parte trasera de su cabeza chocó contra un riel metálico que sobresalía del armazón.

 El impacto no fue brutal, pero sí lo suficientemente fuerte para dejarlo aturdido. Sintió un zumbido en los oídos y un sabor metálico en la boca. Se llevó la mano a la nuca y notó algo de humedad, pero no sangre abundante. El otro trabajador lo vio tambalearse y lo ayudó a sentarse sobre una piedra. Le ofreció agua. Mauro bebió despacio parpadeando para enfocar la vista. El mareo duró varios minutos.

 Cuando intentó levantarse, las piernas no respondieron con la firmeza de siempre. El compañero le sugirió descansar el resto del día. Mauro aceptó. Caminó de regreso al campamento con pasos lentos, sosteniéndose de las rocas cuando el equilibrio fallaba. Se recostó en el sleeping bagó los ojos. El zumbido en los oídos persistía. Intentó recordar el nombre del contratista. No le salía.

 

 

 

 

 

 

 intentó recordar el número de teléfono de Lucía. Los dígitos se mezclaban en su cabeza como cartas barajadas. Intentó recordar la dirección exacta de la casa en Monterrey. La calle tenía un nombre de héroe, pero no lograba precisar cuál. El día se convirtió en noche. Mauro no salió de la caseta.

 Al día siguiente, el campamento estaba vacío. Los otros trabajadores habían sido movidos a otra zona. El hombre del sombrero no regresó. Mauro se quedó solo con la mochila, el medallón al pecho y una sensación creciente de que algo fundamental se había roto en su memoria.

 No recordaba cómo había llegado ahí, no recordaba por qué estaba ahí. Solo recordaba fragmentos, una cara, un nombre que podía ser el suyo, una ciudad lejana con edificios altos, pero nada formaba una historia coherente. Si estás siguiendo esta historia y quieres saber qué viene después, suscríbete y activa la campanita.

 Cuéntame en los comentarios desde qué ciudad o estado nos estás viendo. Los primeros días después del golpe transcurrieron en una niebla que Mauro no supo medir. No tenía reloj, no tenía calendario. El sol salía y se ponía y eso era lo único concreto. Se quedó cerca de la bocamina porque era el único punto de referencia que tenía.

 La caseta de lámina ofrecía sombra durante el mediodía y algo de protección cuando el viento del desierto arreciaba por las noches. Comía lo que encontraba en los tambos que los trabajadores habían dejado atrás. Galletas rancias, latas de atún abolladas, botellas de agua a medio terminar. No intentó buscar ayuda de inmediato. Algo en su interior le decía que debía quedarse quieto, que moverse sin un plan claro sería peor.

 Además, no tenía papeles. La mochila estaba ahí, pero cuando revisó el contenido no encontró credencial, ni comprobante de domicilio, ni nada que dijera quién era más allá del medallón que colgaba de su cuello. El santo lo miraba con ojos grabados en el metal.

 Mauro lo tocaba cada tanto como si ese gesto pudiera devolverle algo de claridad. No funcionaba. Pasaron semanas, tal vez un mes. Mauro dejó de contar. Un día, un hombre mayor que cuidaba cabras en un rancho cercano lo encontró merodeando cerca de uni seco. Le preguntó su nombre. Mauro tardó en responder. Al final dijo algo que sonaba como Mauricio. El hombre no insistió.

 le ofreció tortillas y frijoles refritos en un plato de peltre. Mauro comió despacio agradeciendo con la mirada. El ranchero le preguntó si tenía familia. Mauro no supo qué contestar. El hombre asintió como si entendiera y no dijo más. Desde entonces, Mauro comenzó a moverse entre las instalaciones abandonadas de la zona minera.

 Había varias bocaminas dispersas en un radio de varios kilómetros, todas fuera de operación desde hacía décadas. Algunas todavía tenían estructuras de madera en pie, otras eran apenas hoyos en la ladera con escombros alrededor. Mauro eligió una con un armazón más sólido, donde las vías oxidadas llegaban hasta la entrada y donde había espacio suficiente para improvisar un refugio con lonas y tablas que encontró tiradas.

El medallón seguía ahí colgando. Con el tiempo, el brillo plateado comenzó a opacarse. La muesca en el borde se llenó de tierra. Mauro no lo limpiaba, no lo quitaba. era lo único que lo acompañaba de manera constante, lo único que había sobrevivido intacto desde antes del golpe.

 A veces lo miraba fijamente tratando de forzar un recuerdo. A veces cerraba los ojos y tocaba el metal tibio contra su pecho, esperando que alguna imagen nítida apareciera. Nada llegaba, solo fragmentos, una banqueta con cables, un carrito de jugos, una risa de mujer, pero sin contexto, sin nombre, sin dirección. Mientras tanto, a más de 400 km de distancia, Lucía comenzaba hasta a entender que algo había salido terriblemente mal.

 La primera semana después de la partida de Mauro, esperó la llamada desde Matehuala. No llegó. La segunda semana fue a la central de autobuses en Monterrey para preguntar por el conocido que le había ofrecido el trabajo a Mauro. Nadie recordaba a un hombre con esa descripción. La tercera semana, Lucía acudió a la Cruz Roja y a Lims a preguntar si había reportes de accidentes en la zona de San Luis Potosí. Nada coincidía.

 En octubre de 1995, Lucía presentó una denuncia formal en la Fiscalía de Nuevo León. llenó formatos, entregó la fotografía tomada frente al carrito del vendedor, describió la ropa que Mauro llevaba puesta, mencionó el medallón con la muesca.

 Le dijeron que abrirían una carpeta de investigación y que harían las coordinaciones necesarias con las autoridades de San Luis Potosí. Lucía preguntó cuánto tiempo tomaría. Le respondieron que eso dependía de muchos factores. Ella insistió. Le pidieron paciencia. Lucía regresó a la colonia Independencia con un nudo en el estómago. Pegó copias de la foto de Mauro en postes, en tiendas, en la entrada de la central de autobuses.

Incluyó un número de teléfono y una súplica escrita a mano. Si lo has visto, por favor, comunícate. Algunas personas se acercaron con reportes vagos. Un chóer de camioneta dijo haber visto a un hombre con ropa de trabajo cerca de Matehuala. Una señora mencionó a alguien que pedía agua en un rancho cerca de 14. Nada conducía a nada concreto.

 Lucía viajó dos veces a San Luis Potosí, recorrió comisarías, habló con autoridades locales, mostró la foto una y otra vez. Siempre la misma respuesta. Lo tenemos registrado, estamos al pendiente. El caso de Mauro Ibarra Salinas se convirtió en una carpeta más dentro de un archivo que crecía cada año.

 Sin cuerpo, sin testigos directos, sin pruebas de delito. La investigación entró en un estado de latencia. Lucía no dejó de buscarlo, pero los recursos eran limitados y el tiempo comenzaba a cobrar su precio. Los vecinos dejaron de preguntar. Los carteles en los postes se despegaron con la lluvia y el sol. La foto del hombre con el pulgar en alto quedó guardada en el sobre Manila junto a la esperanza de que algún día, de alguna forma, Mauro volvería a cruzar esa puerta.

 Los años entre 1996 y 2005 transcurrieron en una rutina silenciosa para Mauro. Aprendió a sobrevivir en los márgenes del altiplano potosino, sin documentos, sin nombre claro, sin historia que pudiera explicar a quiénes lo encontraban. El apodo Mauricio se quedó pegado. Era fácil de recordar y no generaba preguntas incómodas.

 Los rancheros de la zona lo conocían como el hombre callado que a veces aparecía cerca de las bocaminas, que no bebía alcohol, que no causaba problemas. Le ofrecían trabajo esporádico, cuidar cabras, reparar cercas de alambre, vigilar bodegas con herramienta vieja durante la noche. Mauro aceptaba lo que podía. No pedía pago fijo. A veces le daban billetes arrugados, otras veces comida y un lugar donde dormir. Siempre regresaba a las inmediaciones de las minas.

 Había algo en esos espacios que le resultaba familiar, aunque no supiera por qué. Las vías oxidadas, el olor a metal y tierra, el silencio profundo que solo se rompía con el viento. Se instaló de manera semipermanente en una bocamina con armazón de madera todavía estable, donde las piedras sueltas formaban un muro natural contra las corrientes de aire.

 Colocó lonas viejas a modo de techo. Apiló cajas de madera para usarlas como asiento y mesa. Colgó una linterna de baterías en un clavo oxidado. El medallón seguía en su pecho. Ya no brillaba. La superficie plateada se había cubierto de una capa fina de óxido verdoso. La muesca en el borde acumulaba polvo que Mauro no se molestaba en limpiar, pero nunca se lo quitó.

 dormía con el puesto, trabajaba con el puesto. Cuando alguien le preguntaba por el dije, Mauro se encogía de hombros y decía que lo había encontrado. No sabía explicar por qué mentía, simplemente lo hacía. En 1998, un ingeniero de una empresa fantasma llegó a la zona para evaluar el estado de las viejas instalaciones mineras. Necesitaba a alguien que conociera los accesos y que pudiera quedarse vigilando el equipo de medición durante las noches. Le ofrecieron el trabajo a Mauro. Él aceptó.

 Durante tres meses durmió en una tienda de campaña junto a la entrada de una mina que llevaba cerrada desde los años 70. Cada mañana el ingeniero revisaba sensores y tomaba fotografías. Cada tarde Mauro preparaba café en una parrilla de gas y compartía el termo con el hombre que hablaba poco pero pagaba puntual.

 Cuando el contrato terminó, el ingeniero le preguntó si quería datos de contacto para futuros trabajos. Mauro dijo que no tenía teléfono. El ingeniero anotó algo en una libreta y se fue. Nunca volvió a aparecer. Los inviernos en el altiplano eran duros. Las temperaturas bajaban por debajo de cero y el viento atravesaba cualquier lona. Mauro aprendió a encender fogatas pequeñas con ramas secas de mezquite y a cubrirse con mantas que conseguía en los tianguis de Matehuala.

 No enfermaba con frecuencia, pero cuando lo hacía, el cuerpo le cobraba cada año de desgaste. Una vez tuvo fiebre alta durante una semana. no fue al médico. Se quedó acostado en el refugio improvisado bebiendo agua de un garrafón que había llenado días atrás. Sudó, tembló, delirió. En esos momentos, imágenes borrosas cruzaban su mente. Una casa con paredes de bloc, una mujer joven con el pelo recogido, una calle con postes y cables. Pero cuando la fiebre bajaba, esas imágenes se disolvían como humo.

 En el año 2003, una pareja de excursionistas estadounidenses que recorría la zona en busca de pueblos fantasma lo encontró sentado frente a la bocamina pelando una naranja con una navaja oxidada. Le preguntaron en inglés si sabía cómo llegar a Real DVI. Mauro señaló hacia el oeste sin decir palabra.

 La mujer sacó una cámara digital y le preguntó si podía tomarle una foto. Mauro negó con la cabeza y se metió al refugio. Los excursionistas se alejaron comentando algo sobre ermitaños del desierto. Mauro esperó hasta que dejaron de oírse las pisadas sobre la grava antes de salir de nuevo. Para 2005, Mauro llevaba 10 años viviendo en esa rutina. Ya no intentaba recordar quién había sido antes del golpe.

 Ya no buscaba respuestas. Simplemente existía en el presente continuo de las minas abandonadas, de los trabajos esporádicos, de las noches estrelladas y los amaneceres silenciosos. El medallón oxidado colgaba como un recordatorio de algo que alguna vez tuvo significado, pero que ahora era solo peso muerto contra su pecho. No lo quitaba porque quitárselo implicaba tomar una decisión.

 Y Mauro había aprendido que las decisiones requerían claridad. y claridad era lo único que no tenía. Mientras tanto, en Monterrey, Lucía seguía guardando la foto del hombre con el pulgar en alto. Cada año, en septiembre, encendía una veladora y la colocaba junto al sobre Manila.

 No era un ritual religioso, era un gesto de memoria, de negarse a aceptar que Mauro simplemente se había esfumado sin dejar rastro. En 2004, el caso fue registrado en el registro nacional de personas desaparecidas y no localizadas. Lucía recibió una notificación oficial. El expediente permanecía abierto, pero sin avances. Ella ya no esperaba noticias, solo esperaba no olvidar.

Entre 2006 y 2015, la vida de Mauro se volvió aún más itinerante. Las minas que había usado como refugio comenzaron a derrumbarse lentamente. Las vigas de madera se pudrían. Los armazones metálicos cedían bajo el peso del tiempo y la intemperie. Mauro tuvo que moverse de un lugar a otro, siempre dentro del mismo radio de varios kilómetros alrededor de Real DVI.

Conocía cada bocamina abandonada. Cada camino de terracería, cada seco se convirtió en una presencia fantasmal para los pocos habitantes de la zona. Alguien que aparecía y desaparecía sin patrón fijo, que no hablaba más de lo necesario, que nunca pedía nada directamente. Los trabajos también cambiaron. Ya no había ingenierías fantasma ni contratos de vigilancia.

 Mauro sobrevivía con labores más básicas: cargar costales de leña, limpiar corrales, mover piedras para reforzar bardas. Le pagaban con lo que tuvieran a la mano, tortillas, frijoles, una cobija, una camisa usada. Nunca rechazaba nada, nunca negociaba, aceptaba y se iba.

 La ropa que llevaba puesta en 1995 había desaparecido hacía años. La camisa a cuadro se deshizo en algún lavado improvisado en un arroyo seco. El pantalón de mezclilla se rompió en las rodillas y terminó convertido en trapos. Ahora vestía lo que le daban, pantalones cargo descoloridos, camisas de trabajo con logos de empresas que ya no existían, una chaqueta gruesa de tela sintética que alguien desechó en un tiradero.

 El medallón seguía ahí, oxidado, opaco, irreconocible para quien no supiera qué buscar. Mauro lo limpiaba una vez al año sin razón particular, solo porque algo en su interior le decía que debía hacerlo. Usaba su propia saliva y la punta de la camisa. Frotaba despacio hasta que el metal recuperaba algo de su tono original. Luego lo dejaba secar al sol y volvía a colgárselo.

 La muesca en el borde seguía ahí intacta. Era lo único que no cambiaba. En 2010, un equipo de documentalistas llegó a la zona para grabar un reportaje sobre pueblos mineros abandonados. Instalaron cámaras en varios puntos. Entrevistaron a ancianos que recordaban los tiempos de actividad en las minas. Tomaron tomas aéreas con drones.

 Uno de los camarógrafos vio a Mauro a lo lejos caminando por una vereda que subía hacia una bocamina en la ladera. Le pareció una imagen perfecta para el documental. El hombre solitario, el desierto, la atmósfera de abandono. Intentó acercarse para pedirle permiso de filmarlo. Mauro lo vio venir y se metió entre las rocas. El camarógrafo esperó varios minutos, pero Mauro no salió.

 Al final desistió y regresó con el equipo. El documental se estrenó en un festival en la Ciudad de México. Nadie notó la ausencia del hombre que había desaparecido entre las piedras. Para 2012, Mauro tenía 49 años, aunque no lo sabía. No celebraba cumpleaños, no llevaba cuenta de los años. Su cuerpo envejecía en silencio.

 Las rodillas crujían al agacharse, la espalda dolía después de cargar peso. El pelo canoso comenzaba a cubrir las cienes. Se dejó crecer la barba porque afeitarse requería un espejo y agua limpia, dos cosas que no siempre tenía a la mano. La barba le daba un aspecto más duro, más curtido. Los rancheros que lo conocían desde hacía años notaban el cambio, pero no comentaban nada.

 era parte del paisaje, como los nopales y las cercas de alambre. Lucía, mientras tanto, había cumplido 47 años. Trabajaba en una tienda de abarrotes en la colonia Independencia. Nunca se volvió a casar, nunca cerró la carpeta de búsqueda. Cada dos años visitaba las oficinas de la fiscalía para preguntar si había alguna actualización en el caso de Mauro y Barra Salinas. La respuesta era siempre la misma, sin novedades.

 Le sugerían considerar un certificado de ausencia por desaparición, un trámite legal que le permitiría resolver asuntos administrativos pendientes. Lucía siempre se negaba. Aceptar ese papel significaba aceptar que Mauro no volvería y ella todavía no estaba lista para eso. En 2014, una tormenta particularmente fuerte derrumbó parte del armazón de madera en la bocamina donde Mauro se refugiaba.

 Él alcanzó a salir antes de que todo colapsara, pero perdió varios objetos que había acumulado. Una linterna que todavía funcionaba, una cobija gruesa, un termo de metal. se mudó a otra mina más al norte, donde las vías oxidadas formaban una curva cerrada antes de desaparecer en la oscuridad.

 Ese lugar se convirtió en su refugio definitivo. Colocó piedras planas para crear un piso improvisado. Colgó una lona nueva que consiguió en un rancho cercano. Guardó sus pocas pertenencias en una caja de plástico con tapa. Ahí pasó los siguientes años. Ajeno al hecho de que el tiempo seguía corriendo y que en algún lugar de Nuevo León una mujer todavía guardaba una foto de él con el pulgar en alto y una sonrisa que ya no existía.

 El periodo entre 2016 y 2023 marcó la etapa más estática en la vida errante de Mauro. Ya no se movía tanto. El cuerpo no respondía con la misma disposición de antes. Las rodillas se hinchaban después de caminar largas distancias. La espalda se quedaba rígida si dormía mal. Elegió la bocamina con las vías en curva como su punto fijo y se aferró a ella.

 Conocía cada rincón de ese lugar, donde entraba el sol a media mañana, donde se formaban charcos después de las lluvias, donde el viento pegaba menos durante los inviernos. Los trabajos esporádicos continuaron, pero ahora eran más espaciados. Un ranchero lo contrataba para vigilar un corral durante dos semanas. Otro le pedía que moviera leña de un lado a otro. Mauro cumplía sin quejarse.

Cobraba lo que le dieran y regresaba a la mina. Ya no hablaba casi nada. Respondía con monosílabos, asentía con la cabeza, evitaba el contacto visual prolongado. La gente de la zona lo consideraba raro pero inofensivo. Algunos lo llamaban el ermitaño de las minas, otros simplemente lo ignoraban. El medallón oxidado seguía colgando de su cuello.

 La cadena original se había roto años atrás y Mauro la había reemplazado con un cordón de cuero que consiguió en un tianguis. El metal ya no reflejaba luz. La imagen del santo era apenas visible bajo la capa de óxido verdoso. La muesca en el borde superior seguía ahí, marcando el objeto como algo único, algo que no podía confundirse con cualquier otra medalla.

Mauro lo tocaba cada noche antes de dormir, un gesto automático que realizaba sin pensar, como quien busca confirmar que algo todavía existe. En 2018, un grupo de estudiantes de geología de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí llegó a la zona para hacer prácticas de campo. Instalaron campamento cerca de una de las bocaminas y pasaron varios días tomando muestras de roca, midiendo ángulos, dibujando mapas.

 Uno de los estudiantes vio a Mauro a lo lejos, sentado frente a la entrada de su refugio. Le pareció extraño que alguien viviera en un lugar tan aislado. Comentó algo con sus compañeros. Una chica sugirió acercarse para preguntarle si necesitaba ayuda. El profesor que dirigía la práctica les dijo que mejor no. No sabían con quién estaban tratando.

 Podía ser alguien que simplemente quería estar solo o podía ser alguien huyendo de algo. Mejor no meterse. Los estudiantes siguieron con su trabajo y se fueron una semana después sin haber cruzado palabra con Mauro. Para 2020, el mundo atravesaba una pandemia que Mauro apenas registró. Las noticias no llegaban hasta las minas abandonadas.

 Los rancheros con los que ocasionalmente interactuaba usaban cubrebocas y mantenían distancia, pero nadie le explicó por qué. Mauro simplemente imitaba lo que veía. Se alejaba cuando alguien se acercaba demasiado. Aceptaba la comida que le dejaban en bolsas de plástico a varios metros de distancia. Esperaba a que se fueran antes de recogerla. El aislamiento que había vivido durante décadas se volvió sin que él lo supiera, la norma para millones de personas. Pero para Mauro no hubo diferencia. Seguía haciendo lo mismo que siempre.

Sobrevivir, esperar, existir en el margen. En 2022, una pickup vieja y destartalada se estacionó cerca de la bocamina donde Mauro vivía. Un hombre de unos 50 años bajó con una caja de herramientas y comenzó a revisar el motor del vehículo que había empezado a fallar. Mauro lo observó desde la entrada de la mina.

 Sin moverse, el hombre lo vio y levantó la mano en señal de saludo. Mauro no respondió. Pasaron dos horas. El hombre terminó la reparación, cerró el cofre, subió a la pickup y arrancó el motor. Antes de irse, caminó hasta donde estaba Mauro y le dejó una bolsa con tortillas y una lata de frijoles. Dijo algo sobre que todos necesitamos ayuda de vez en cuando. Mauro tomó la bolsa sin decir nada. El hombre se fue.

 La pickup quedó estacionada ahí al fondo del paisaje, oxidándose lentamente con el paso de los meses. Nadie volvió por ella. Lucía en Monterrey cumplió 60 años en 2023. Seguía trabajando en la tienda de abarrotes. Seguía guardando la foto de Mauro en el sobre Manila. Seguía visitando la fiscalía cada dos años, aunque ya no esperaba respuestas.

 El expediente permanecía abierto, pero sin movimiento. En el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, Mauro Ibarra Salinas figuraba como desaparecido desde 1995. Casi tres décadas, una generación completa, Lucía había envejecido esperando. No sabía que a 400 km de distancia, el hombre al que seguía buscando dormía cada noche en una mina abandonada con un medallón oxidado colgando de su pecho y sin memoria de quién había sido antes de que todo se rompiera. El año 2024 comenzó sin que Mauro lo notara. No hubo celebración, no

hubo propósitos, no hubo cambio aparente, solo otro ciclo de días y noches de sol y sombra, de viento y silencio. Pero en octubre de ese año algo iba a suceder que rompería esa rutina de casi 30 años. Algo pequeño, algo casual, algo que dependería de un medallón oxidado y de la memoria de una mujer que nunca dejó de buscar.

 En octubre de 2024, Lucía decidió hacer algo que había postergado durante años. Tomarse unas vacaciones no era algo que hiciera con frecuencia. El trabajo en la tienda de abarrotes ocupaba casi todos sus días y los fines de semana los dedicaba a visitar a su hermana o a resolver pendientes de la casa.

 Pero ese mes dos amigas de la colonia le insistieron en que las acompañara a un viaje al altiplano potosino. Querían conocer Real de XV, el pueblo minero que se había vuelto destino turístico en los últimos años. Lucía dudó al principio. Viajar a San Luis Potosí le traía recuerdos incómodos.

 Las veces que había ido a buscar a Mauro en los 90, las visitas a comisarías, los reportes que nunca conducían a nada. Pero sus amigas insistieron. Necesitaba descansar, despejar la mente, salir de la rutina. Aceptó. Reservaron un fin de semana largo. Salieron de Monterrey en autobús un viernes por la mañana.

 Tomaron la carretera 57 hacia el sur y llegaron a Matehuala al mediodía. Desde ahí contrataron una camioneta que las llevó por la carretera sinuosa que sube hacia Real Dor pasando por el túnel Ogarrio que atraviesa la montaña. El pueblo las recibió con su arquitectura colonial, sus calles empedradas, sus tiendas de artesanías y sus restaurantes para turistas.

 Lucía caminó por la plaza principal, entró a la parroquia de la Purísima Concepción, tomó fotografías con su celular, intentaba disfrutar, pero algo en el aire le resultaba familiar de una manera que no podía precisar. El sábado por la tarde contrataron un guía local para hacer un recorrido por las minas abandonadas de los alrededores.

 El hombre, de unos 40 años conocía bien la zona. Los llevó en su camioneta por caminos de terracería, explicando la historia de la minería en la región, señalando estructuras antiguas, contando anécdotas sobre los tiempos de Bonanza. Lucía y sus amigas escuchaban con interés, tomaban fotos, hacían preguntas.

 El guía detuvo el vehículo frente a una bocamina con un armazón de madera todavía en pie. Las vías oxidadas llegaban hasta la entrada, formando una curva antes de perderse en la oscuridad. Alrededor había piedras sueltas, restos de basura vieja y al fondo, parcialmente cubierta por el polvo, una pickup de estartalada que parecía llevar años ahí.

 El guía les contó que esa mina había cerrado en los años 70, que todavía había gente que se acercaba de vez en cuando a explorar, que a veces encontraban objetos antiguos entre los escombros. Mientras hablaba, una figura salió de la entrada de la mina. Era un hombre mayor, delgado, con el pelo canoso y una barba grisácea.

 Vestía una chaqueta de trabajo azul marino gastada, pantalones cargo color beige y botas sucias. Llevaba puesta una gorra deslavada que le cubría parte del rostro. Caminaba despacio con las manos colgando a los costados. No parecía sorprendido por la presencia de los visitantes. Simplemente salió y se quedó ahí de pie, mirando hacia el grupo sin expresión particular.

El guía saludó con la mano. El hombre no respondió. Una de las amigas de Lucía comentó en voz baja que parecía un ermitaño. La otra sugirió tomar una foto del paisaje sin incluirlo para no incomodarlo. Lucía no dijo nada, se quedó mirando al hombre. Algo en su postura, en la forma en que dejaba caer los brazos, le resultó extrañamente conocido.

 Pero fue cuando el sol de la tarde pegó directamente en el pecho del hombre que Lucía vio algo que la hizo detenerse en seco, un medallón. oxidado, opaco, colgando de un cordón de cuero y en el borde superior una pequeña muesca apenas visible. Lucía sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. No podía ser.

 No después de casi 30 años, no en medio de la nada, frente a una mina abandonada a cientos de kilómetros de Monterrey. Pero el medallón estaba ahí, la muesca estaba ahí. Y cuanto más miraba al hombre, más detalles comenzaban a encajar. La altura, la estructura del rostro bajo la barba, la manera en que inclinaba ligeramente la cabeza hacia la derecha. Lucía dio un paso adelante. Sus amigas la llamaron preguntándole qué pasaba.

Ella no respondió. El guía también notó algo raro en su comportamiento y se acercó para preguntar si se sentía bien. Lucía no se acercó al hombre. Algo en su interior le dijo que no debía hacerlo directamente. No sabía en qué estado estaba, no sabía si la reconocería, no sabía si era seguro.

 Se giró hacia el guía y le pidió con voz temblorosa que llamara al 911. El guía frunció el seño. Confundido. Lucía repitió la petición. Dijo que creía conocer a ese hombre que había desaparecido hacía casi 30 años, que necesitaban que viniera la policía o protección civil. El guía dudó. Miró al hombre que seguía ahí parado, inmóvil, ajeno a la conversación.

 Al final sacó su celular y marcó. Explicó la situación a la operadora. Le dijeron que enviarían una unidad. Lucía esperó. No se movió. No dejó de mirar al hombre. Pronunció un nombre en voz baja, casi como una prueba. Mauro. El hombre no reaccionó de inmediato. Pasaron varios segundos.

 

 

 

 

 

 

 Luego, lentamente levantó la vista y la miró directo a los ojos. y con una voz ronca, como si llevara años sin usarla realmente, repitió una frase que Lucía recordaba de 30 años atrás, algo que Mauro solía decir cada vez que salía de viaje. Voy y vengo. Esas tres palabras. Lucía se llevó las manos a la boca. Sus amigas la sostuvieron.

 El guía observaba la escena sin entender del todo y Mauro, de pie frente a la bocamina oxidada, con el medallón colgando de su pecho, seguía mirando a esa mujer que le resultaba familiar de una manera que no podía explicar. La Unidad de Protección Civil llegó media hora después, seguida por una patrulla de la policía municipal de Real de 14. Dos paramédicos bajaron con un maletín de primeros auxilios y se acercaron con cautela al hombre que seguía de pie frente a la entrada de la mina. Le preguntaron su nombre. Él tardó en responder. Finalmente dijo algo que

sonaba como Mauricio. Lucía intervino desde donde estaba y dijo que ese no era su nombre, que se llamaba Mauro Ibarra Salinas, que había desaparecido en septiembre de 1995. Los policías intercambiaron miradas. Uno de ellos sacó una libreta y comenzó a tomar notas. Le pidieron a Lucía que explicara la situación.

 Ella lo hizo lo mejor que pudo. Con la voz entrecortada y las manos temblorosas. Describió como Mauro había salido de Monterrey casi 30 años atrás para trabajar en el mantenimiento de estructuras mineras, como nunca había vuelto a comunicarse. Como ella había presentado denuncia en la fiscalía de Nuevo León y había buscado sin descanso durante años.

 Mencionó el medallón con la muesca, el mismo que ahora colgaba del pecho del hombre. Los policías escucharon, tomaron más notas, pidieron documentos. Lucía mostró su credencial del INE y sacó de su bolsa una copia vieja y doblada de la foto de Mauro con el pulgar en alto. La había llevado consigo durante años, guardada en la cartera por si algún día la necesitaba.

Uno de los paramédicos se acercó a Mauro y le pidió permiso para revisarlo. Mauro asintió sin decir nada. Le tomaron la presión. Revisaron sus signos vitales, le alumbraron los ojos con una linterna para verificar las pupilas. Todo parecía estable, pero el hombre estaba claramente desnutrido y mostraba signos de envejecimiento prematuro.

 Le preguntaron si recordaba su nombre completo. Mauro miró hacia el suelo y no respondió. Le preguntaron si recordaba de dónde venía. Otra vez silencio. Le preguntaron si reconocía a la mujer que lo había llamado por su nombre. Mauro levantó la vista hacia Lucía, la miró durante varios segundos.

 Luego, con voz baja volvió a decir, “Voy y vengo.” El oficial a cargo decidió que lo mejor era trasladar al hombre a las instalaciones de protección civil en el pueblo para hacer una evaluación más completa y activar el protocolo de localización de persona desaparecida con vida. Le explicaron a Mauro que no estaba detenido, que solo necesitaban verificar su identidad, que nadie le iba a hacer daño. Mauro aceptó subir a la camioneta sin oponer resistencia.

 Lucía pidió acompañarlos. Los policías estuvieron de acuerdo. Sus amigas se quedaron con el guía, que todavía intentaba procesar lo que acababa de presenciar. En las instalaciones de Protección Civil, un oficial de enlace contactó a la Fiscalía de San Luis Potosí para reportar el caso. Explicaron la situación.

 Posible localización de persona desaparecida desde 1995, sin documentos, con signos de desorientación y posible déficit de memoria. La fiscalía envió a un agente del Ministerio Público para levantar el acta correspondiente. Mientras tanto, los paramédicos continuaron la evaluación médica.

 Tomaron fotografías del medallón oxidado, documentaron la muesca en el borde, registraron la ropa que Mauro llevaba puesta, anotaron detalles físicos, cicatrices, marcas, complexión. Le pidieron a Lucía que proporcionara toda la información que tuviera. Ella entregó la copia de la foto, mencionó la denuncia presentada en Nuevo León en 1995, dio el número de la carpeta de investigación que todavía estaba abierta.

 El agente del Ministerio Público hizo llamadas para verificar los datos en el sistema. Confirmaron que efectivamente había un registro de Mauro Ibarra Salinas como persona desaparecida en el RNPDNO desde 1995. El caso nunca se había cerrado. Lucía figuraba como familiar denunciante. Todo coincidía. El siguiente paso era la verificación técnica de identidad.

 Le explicaron a Mauro que necesitaban tomar sus huellas dactilares y una muestra de ADN para cotejar con el sistema nacional. Mauro aceptó sin resistencia. Un técnico forense tomó sus 10 huellas usando un lector digital portátil y las envió al sistema Affis estatal y nacional. Luego tomó una muestra de células bucales con un isopo estéril para el análisis de ADN.

 También le pidieron una muestra a Lucía. para hacer el cotejo cruzado. El proceso tomaría algunos días, pero los resultados preliminares de las huellas podrían estar disponibles en horas si había coincidencia en la base de datos. Mientras esperaban, un trabajador social del DIF llegó para hacer una evaluación psicosocial.

 Habló con Mauro en privado durante 20 minutos. Le hizo preguntas básicas, si sabía en qué año estaban, si recordaba eventos importantes, si tenía algún familiar. Mauro respondió con fragmentos, mencionó la mina, habló de trabajos esporádicos, dijo que llevaba mucho tiempo ahí, pero no supo precisar cuánto. Cuando le preguntaron por Lucía, dijo que la cara le resultaba familiar, como si la hubiera visto en algún lugar hace mucho tiempo, pero no podía conectar los puntos. El trabajador social anotó todo y recomendó una evaluación neurológica completa en

cuanto fuera posible. Lucía esperó en la sala contigua. rodeada de sus amigas que habían llegado para acompañarla. No podía dejar de temblar. Habían pasado casi 30 años, tres décadas buscando, esperando, preguntando. Y ahora, por una casualidad imposible, por un viaje que casi no hace, por un recorrido turístico a una mina abandonada, había encontrado a Mauro, o al menos había encontrado al hombre que alguna vez fue Mauro. Porque el hombre que estaba en la sala de al lado ya no era el mismo que había salido

de Monterrey con una mochila de lona y una sonrisa franca. Ese hombre se había perdido en algún punto del camino y lo que quedaba era un cascarón curtido por el desierto, el tiempo y el olvido. Las horas pasaron. Finalmente el agente del Ministerio Público salió con una carpeta en la mano.

 Las huellas dactilares habían arrojado coincidencia en el sistema. El hombre que estaba en la sala era, sin lugar a dudas, Mauro Ibarra Salinas, nacido en Monterrey, Nuevo León, reportado como desaparecido desde septiembre de 1995. El protocolo de localización con vida quedaba oficialmente activado. El protocolo de localización con vida establecía que Mauro debía ser trasladado a un hospital para una evaluación médica completa antes de cualquier otro procedimiento.

 La Cruz Roja dispuso una ambulancia que lo llevó al centro de salud más cercano, con capacidad para atender casos complejos en Matehuana. Lucía viajó en su propio vehículo acompañada por una trabajadora social del DIV. que había sido asignada para darle seguimiento al caso. El trayecto fue silencioso. Lucía miraba por la ventana intentando procesar lo que estaba sucediendo. Después de casi tres décadas, Mauro estaba vivo, pero también estaba roto, perdido, sin memoria clara de quién había sido.

 En el hospital, un médico general hizo la primera revisión. Mauro presentaba desnutrición crónica, deshidratación leve, hipertensión arterial y signos de desgaste articular severo en las rodillas y la columna. Le hicieron análisis de sangre, radiografías, un electrocardiograma. Los resultados mostraron que a pesar de las condiciones adversas en las que había vivido durante años, no había enfermedades graves inmediatas. Sin embargo, el médico recomendó una evaluación neurológica urgente.

 Los episodios de pérdida de memoria, la desorientación temporal y la dificultad para reconocer personas cercanas sugerían un posible traumatismo cráneofálico antiguo con secuelas cognitivas. Un neurólogo llegó al día siguiente. Realizó una serie de pruebas: memoria a corto y largo plazo, orientación espacial, reconocimiento de objetos, capacidad de seguir instrucciones.

Mauro respondió de manera irregular. Recordaba fragmentos de los últimos años: las minas, los rancheros, los trabajos esporádicos. Pero todo lo anterior a 1995 era difuso, borroso, como si estuviera viendo imágenes a través de un vidrio empañado. El neurólogo explicó que era consistente con un traumatismo seguido de amnesia lacunar, un tipo de pérdida de memoria selectiva que afecta periodos específicos del pasado sin borrar completamente la identidad.

 En casos como ese algunos recuerdos podían regresar con el tiempo y la terapia adecuada. Otros probablemente nunca lo harían. Mientras Mauro permanecía en observación, la Fiscalía de San Luis Potosí trabajaba en conjunto con la Fiscalía de Nuevo León para actualizar el expediente. El caso de Mauro y Barra Salinas pasaba de desaparición sin resolver a localización con vida.

 Se abrió una carpeta administrativa para documentar el proceso. Actas de localización, informes médicos, resultados de huellas y ADN. Declaraciones de testigos. Lucía tuvo que rendir varias declaraciones explicando una y otra vez cómo había sido la desaparición, qué había hecho para buscarlo, cómo lo había reconocido.

 Todo quedó asentado en actas firmadas. La trabajadora social del DIF organizó encuentros graduales entre Lucía y Mauro en un espacio neutro del hospital. La idea era no forzar el reconocimiento, sino permitir que se diera de manera natural. Durante la primera sesión, Lucía se sentó frente a Mauro en una sala pequeña con sillas de plástico y una mesa plegable. Le mostró fotografías.

La casa en Monterrey, la colonia Independencia, la foto de la boda, la imagen del hombre con el pulgar en alto. Mauro miraba cada foto con atención, pero sin expresión clara de reconocimiento. Cuando Lucía le preguntó si recordaba algo, él negó con la cabeza. Solo cuando vio la foto frente al carrito del vendedor, señaló el medallón en el pecho del hombre de la imagen y tocó el suyo propio, el que seguía colgando oxidado de su cuello.

 Ese gesto fue lo más cercano a una conexión. El proceso fue lento. Lucía visitó a Mauro todos los días durante dos semanas. Le hablaba de cosas cotidianas, la colonia, los vecinos, los trabajos que Mauro solía hacer, las veces que regresaba con el cuerpo cansado, pero siempre con una sonrisa. A veces Mauro parecía escuchar con interés.

 Otras veces simplemente miraba por la ventana perdido en sus propios pensamientos. Lucía no lo presionaba. Sabía que no podía forzar una memoria que tal vez ya no existía. Los resultados del ADN llegaron a finales de octubre. Confirmaron lo que las huellas ya habían establecido. El hombre localizado en la mina de Real de 14 era Mauro Ibarra Salinas con un porcentaje de coincidencia del 99.

9% en el cotejo con la muestra de Lucía. El caso quedó oficialmente cerrado como localización con vida. El registro en el RNPDNO fue actualizado. Mauro dejó de ser una persona desaparecida y pasó a ser una persona localizada. Sin embargo, el cierre legal del caso no resolvía los problemas prácticos. Mauro no tenía documentos.

 Su credencial del INE había vencido hacía décadas. No tenía CURP actualizado, ni acta de nacimiento a la mano, ni comprobantes de domicilio. La fiscalía emitió un acta de localización con vida que servía como identificación temporal, pero Mauro necesitaba comenzar el proceso de recuperación de documentos desde cero. Lucía inició los trámites con apoyo de la trabajadora social.

Solicitaron copia certificada del acta de nacimiento en el Registro Civil de Monterrey. Gestionaron la reposición del CURP. iniciaron el proceso para obtener una nueva credencial del INE. Paralelamente, Mauro comenzó terapia de rehabilitación cognitiva. Un psicólogo especializado en trauma trabajó con él dos veces por semana usando técnicas de estimulación de memoria, ejercicios de orientación temporal y actividades para fortalecer la conexión con su identidad.

 Los avances fueron mínimos al principio. Mauro seguía sin recordar detalles específicos de su vida antes de 1995, pero con el paso de las semanas comenzó a reconocer ciertos patrones. La forma en que Lucía pronunciaba su nombre, el tono de voz que usaba, algunas expresiones faciales, no eran recuerdos claros, sino más bien sensaciones familiares, como ecos alguna vez existió.

 A mediados de noviembre de 2024, los médicos consideraron que Mauro estaba en condiciones de ser dado de alta. No había riesgo inmediato para su salud física y el tratamiento neurológico podía continuar de manera ambulatoria. El DIF coordinó con Lucía para establecer un plan de reinserción gradual. Mauro no podía regresar de inmediato a Monterrey. Necesitaba un periodo de adaptación, un espacio donde pudiera sentirse seguro sin la presión de enfrentarse a un entorno completamente desconocido.

 Lucía aceptó rentar un cuarto pequeño en Matehuala, cerca del hospital, donde Mauro pudiera quedarse mientras continuaba con las terapias. Ella viajaría cada fin de semana para acompañarlo. El día que Mauro salió del hospital, Lucía lo esperaba en la entrada con una bolsa que contenía ropa nueva, pantalones, camisas, una chamarra, zapatos cómodos.

 Mauro tomó la bolsa sin decir nada, se cambió en el baño del hospital y salió vistiendo ropa que no había usado en casi 30 años. Lucía lo miró y sintió un nudo en la garganta. Era Mauro, pero también era un extraño. Los primeros meses de 2025 fueron un ejercicio constante de paciencia y ajuste. Mauro se instaló en el cuarto que Lucía había rentado en Matehuala, un espacio pequeño con una cama, un armario, una mesa y una silla.

 Tenía baño propio y una ventana que daba a un patio donde crecían nopales. No era mucho, pero era infinitamente más de lo que Mauro había tenido en las últimas tres décadas. Al principio le costaba dormir en la cama. Estaba acostumbrado al suelo duro, a las lonas, al sonido del viento atravesando las estructuras de madera.

 El silencio del cuarto lo ponía nervioso. Lucía le sugirió dejar la ventana abierta. Eso ayudó un poco. Las terapias continuaron. Dos veces por semana, Mauro asistía a sesiones con el psicólogo. El enfoque ya no era solo recuperar memoria, sino también ayudarlo a construir una rutina funcional. Le enseñaron a manejar dinero nuevamente, a usar un celular básico, a moverse en transporte público, a interactuar en situaciones cotidianas como comprar en una tienda o pedir comida en un restaurante.

 Todo lo que para la mayoría de las personas era automático, para Mauro requería esfuerzo consciente. Había pasado tanto tiempo viviendo en los márgenes que las normas sociales básicas se sentían extrañas, forzadas. Lucía viajaba a Matehuala cada viernes por la tarde y regresaba a Monterrey el domingo por la noche.

 Durante esos días acompañaba a Mauro a las terapias, lo llevaba a caminar por el pueblo, intentaba entablar conversaciones sobre cualquier cosa que no fuera el pasado. Hablaban del clima, de la comida, de los pájaros que se posaban en el patio. A veces Mauro respondía con monosílabos, otras veces simplemente asentía. Lucía aprendió a no esperar mucho.

 Cada pequeño gesto, cada palabra era un avance. En febrero, Mauro finalmente recuperó su credencial del INE. Fue un trámite largo que requirió la presentación del acta de localización con vida, el CURP actualizado, comprobantes de domicilio temporal y la presencia de un trabajador social como testigo. Cuando le entregaron la credencial, Mauro la miró durante varios minutos.

 Ahí estaba su nombre completo, Mauro Yarra Salinas. Ahí estaba su fecha de nacimiento, 1963. Ahí estaba su fotografía actual. Un hombre de 61 años, canoso, delgado, con la mirada perdida. No se parecía en nada al hombre de la foto con el pulgar en alto, pero era él legalmente, oficialmente era él. El medallón oxidado seguía colgando de su cuello.

 Lucía le había ofrecido limpiarlo profesionalmente, tal vez hasta restaurarlo. Mauro se negó. Dijo que así estaba bien. Lucía no insistió. entendió que para Mauro ese objeto era más que un simple recuerdo. Era el único hilo continuo entre el hombre que había sido y el hombre en el que se había convertido.

 Quitarle el óxido significaba borrar esos 30 años y por más dolorosos que hubieran sido, eran parte de su historia. A mediados de marzo, el psicólogo sugirió que Mauro intentara realizar alguna actividad productiva. Nada demandante, solo algo que le diera estructura y propósito. Lucía habló con el dueño de una ferretería en Matehuala y le explicó la situación.

 El hombre aceptó darle a Mauro un trabajo de medio tiempo, organizar inventario, barrer el local, atender clientes cuando fuera necesario. Mauro comenzó a trabajar dos días a la semana. Al principio le costaba interactuar con la gente, pero con el tiempo se fue acostumbrando. Descubrió que todavía recordaba cómo usar algunas herramientas, cómo medir tornillos, cómo diferenciar tipos de clavos.

 Esos conocimientos no se habían borrado, estaban ahí enterrados bajo capas de olvido. En abril, Lucía planteó la posibilidad de que Mauro viajara a Monterrey por primera vez desde su localización. Solo un fin de semana. sin presiones. La idea era que viera la casa, la colonia, los lugares que alguna vez fueron parte de su vida diaria.

 Mauro aceptó, aunque con reservas. El viaje se hizo en autobús por la misma carretera 57 que Mauro había tomado en 1995. Lucía lo acompañó todo el trayecto señalando puntos de referencia. Saltillo, las casetas de peaje, los paisajes que cambiaban conforme se acercaban al área metropolitana de Monterrey.

 Cuando llegaron a la colonia Independencia, Mauro bajó del autobús y miró alrededor. Las calles eran más anchas de lo que recordaba. Los edificios tenían colores distintos. Había comercios nuevos, autos que no existían en los 90, postes con cableado más ordenado, pero la estructura general era la misma. Caminaron hasta la casa. Mauro se detuvo frente a la puerta.

Lucía abrió y lo invitó a pasar. Él entró despacio, mirando cada rincón, la sala, la cocina, el cuarto. Todo le resultaba vagamente familiar, como si lo hubiera visto en una película hace mucho tiempo. Lucía sacó el sobre Manila donde guardaba las fotografías.

 Se sentaron en la mesa del comedor y las revisaron una por una. Mauro las miraba en silencio. Cuando llegaron a la foto del hombre con el pulgar en alto frente al carrito del vendedor, Mauro la tomó entre sus manos. La estudió durante varios minutos. Pasó el dedo sobre el medallón en la imagen. Luego se tocó el suyo propio, todavía oxidado, todavía colgando.

 No dijo nada, no hacía falta. Lucía entendió que aunque Mauro no recordara los detalles, algo dentro de él, reconocía que esa foto y el hombre frente a la mina eran la misma persona. El fin de semana pasó rápido. Mauro visitó algunos lugares de la colonia, la tienda donde Lucía trabajaba, el parque donde solían caminar los domingos, la central de autobuses desde donde había salido en 1995.

 Cada lugar activaba algo en su interior, pero nada lo suficientemente fuerte como para desbloquear memorias completas. Al final del domingo regresaron a Matehuala. Mauro dijo que le había gustado conocer Monterrey, pero que todavía no se sentía listo para quedarse ahí de manera permanente. Lucía lo entendió. No había prisa. Por primera vez en casi 30 años tenían tiempo.

 Los meses entre mayo y agosto de 2025 marcaron una etapa de consolidación. Mauro había regresado a Monterrey de manera permanente en abril y ahora vivía en el departamento pequeño que Lucía había conseguido a tres calles de su casa. El trabajo en el taller mecánico se había vuelto rutinario. Llegaba a las 8 de la mañana, organizaba herramientas, recibía piezas, barría el local, se iba a las 2 de la tarde.

 El dueño estaba satisfecho con su desempeño y en mayo le ofreció aumentar sus horas a tiempo completo. Mauro aceptó. Por primera vez 1995. Tenía un sueldo fijo y acceso a seguridad social. Las sesiones de terapia continuaron. Pero ahora eran mensuales. El psicólogo consideraba que Mauro había alcanzado un nivel de funcionalidad que le permitía manejar su vida cotidiana sin supervisión constante.

 Los ejercicios de memoria ya no se centraban en recuperar el pasado perdido, sino en fortalecer la capacidad de retener información nueva, recordar citas médicas, números de teléfono, direcciones, nombres de personas con las que interactuaba regularmente. Mauro mostraba avances.

 No todo le quedaba claro de inmediato, pero desarrollaba estrategias para compensar. Anotaba cosas en un cuaderno. Programmas en su celular, pedía ayuda cuando la necesitaba. En junio, Lucía organizó una comida familiar pequeña en su casa. Invitó a su hermana, a dos primos y a algunos vecinos de la colonia Independencia que todavía recordaban a Mauro de los años 90.

 La idea no era hacer una celebración ni un evento emotivo, sino simplemente permitir que Mauro se reintegrara al entorno social de manera gradual. Mauro aceptó asistir, aunque con nerviosismo. Durante la comida, las personas lo saludaban con cautela, sin hacer preguntas incómodas. Algunos comentaban que lo veían bien, que se alegraban de que hubiera vuelto.

Mauro respondía con monosílabos, agradecía con la cabeza. comía despacio. No era el hombre extrovertido de la foto con el pulgar en alto, pero tampoco era el ermitaño silencioso de las minas. Era algo intermedio, algo que todavía estaba definiéndose. El medallón oxidado seguía colgando de su cuello. Ya no llamaba tanto la atención porque Mauro lo mantenía bajo la camisa la mayor parte del tiempo.

Solo cuando estaba solo en el departamento se lo sacaba y lo miraba durante unos minutos antes de dormir. Era un gesto que repetía cada noche como quien verifica que algo importante sigue ahí. Lucía anotó ese ritual, pero nunca preguntó al respecto. Entendía que el medallón era más que un objeto.

 Era el único vínculo tangible con los 30 años que Mauro había vivido en el margen, los años que nadie más había presenciado. En julio, el taller mecánico recibió un pedido grande que requería mano de obra extra durante varias semanas. Mauro trabajó horas adicionales ayudando a organizar el inventario de piezas nuevas, llevando herramientas de un lado a otro, limpiando el área de trabajo al final de cada jornada.

 El esfuerzo físico le cobraba factura, las rodillas se hinchaban, la espalda dolía por las noches, pero no se quejaba. Sabía que ese trabajo era lo que le permitía pagar la renta del departamento, comprar comida, cubrir gastos básicos. Era una independencia frágil, pero real.

 Lucía seguía visitándolo dos o tres veces por semana. Cenaban juntos, veían películas en la televisión del departamento, hablaban de cosas sin mayor trascendencia. A veces Mauro preguntaba por detalles específicos de su vida antes de 1995. ¿Cómo era su trabajo de soldador? ¿Qué comida le gustaba? Si tenía amigos cercanos.

 Lucía respondía lo mejor que podía, pero siempre con cuidado de no saturarlo con información. Sabía que Mauro estaba construyendo una imagen de quién había sido a partir de los relatos de otros, no de sus propios recuerdos. Era una identidad prestada, reconstruida, con fragmentos ajenos. A finales de agosto, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas notificó a Lucía que los apoyos económicos temporales que Mauro había estado recibiendo llegarían a su fin en octubre.

 El programa tenía un límite de duración y se consideraba que Mauro ya contaba con los recursos básicos para sostenerse de manera independiente. Trabajo estable, vivienda, documentos en regla, acceso a servicios médicos. Lucía revisó las cuentas con Mauro. El sueldo del taller era suficiente para cubrir gastos esenciales, aunque sin margen para imprevistos.

 Decidieron que Lucía seguiría apoyándolo con algunas compras mensuales hasta que pudiera generar un pequeño ahorro. Durante esos meses, Mauro comenzó a caminar por la colonia Independencia en las tardes después del trabajo. Reconocía algunas calles, algunos edificios, pero todo le parecía simultáneamente familiar y extraño.

 Era como caminar por el escenario de una película que había visto hace mucho tiempo, pero de la cual no recordaba la trama completa. Se detenía frente al lugar donde alguna vez estuvo el carrito del vendedor de jugos. Ya no había nada ahí. solo una banqueta vacía y un poste con cables. Tocaba el medallón bajo su camisa y seguía caminando. Los primeros días de septiembre trajeron consigo una fecha que Lucía había marcado en el calendario desde hacía meses, el triéso aniversario de la desaparición de Mauro.

 30 años exactos desde aquella mañana de 1995 en que subió a un autobús rumbo al altiplano potosino con la promesa de regresar en dos semanas. Lucía no planeó ninguna ceremonia, no encendió veladoras, no organizó reuniones, no publicó nada en redes sociales, simplemente pasó el día con Mauro caminando por la colonia Independencia, deteniéndose frente a los lugares que todavía existían y recordándolos que ya no.

 Mauro escuchaba en silencio mientras Lucía señalaba edificios, esquinas, negocios que habían cambiado de dueño o cerrado para siempre. Cuando llegaron al lugar donde alguna vez estuvo el carrito del vendedor, Lucía sacó su celular y le mostró la foto del hombre con el pulgar en alto. Mauro la observó durante varios minutos. No era la primera vez que la veía, pero cada vez que la miraba, algo en su interior intentaba conectar esa imagen con la persona que era ahora.

 La conexión nunca llegaba del todo, solo una sensación vaga de familiaridad, como reconocer una canción sin recordar dónde la había escuchado. A mediados de septiembre, Lucía propuso hacer un último viaje a Real de 14, no como el que habían hecho en noviembre del año anterior, cuando todo era reciente y confuso, sino como un cierre definitivo.

Mauro tardó varios días en decidirse. Al final aceptó. Reservaron un fin de semana a finales de septiembre. Tomaron el autobús que ya conocían, recorrieron la carretera 57, pasaron por Matehuala y subieron por la carretera sinuosa hasta el pueblo minero.

 Esta vez no contrataron guía, rentaron una camioneta y Lucía manejó hasta la Bocamina, donde Mauro había vivido casi 30 años. El camino de terracería estaba en peores condiciones que el año anterior. Las lluvias habían abierto surcos profundos en algunos tramos. Cuando llegaron, vieron que parte del armazón de madera de la entrada había colapsado. Las vías oxidadas seguían ahí, pero cubiertas de tierra y piedras.

 La pickup vieja que estaba al fondo había desaparecido. Alguien finalmente la había removido o desmantelado para vender las piezas. Mauro bajó de la camioneta y caminó hasta la entrada. Lucía se quedó atrás dándole espacio. Él se quedó parado frente a los escombros durante varios minutos.

 No entró, no tocó nada, solo miró. Luego se giró, observó el paisaje del desierto extendiéndose en todas direcciones, las montañas en el horizonte, el cielo despejado. 30 años de su vida habían transcurrido en ese lugar. 30 años de los cuales apenas conservaba fragmentos dispersos. No había nostalgia en su mirada, solo reconocimiento de algo que había sido y ya no era.

 Lucía se acercó y se paró junto a él. No dijeron nada, no hacía falta. Después de varios minutos, Mauro se tocó el medallón que colgaba bajo su camisa. Lo sacó y lo miró a la luz del sol. El óxido verdoso cubría casi toda la superficie. La muesca en el borde seguía ahí intacta.

 Era el único objeto que había atravesado esas tres décadas sin romperse, sin perderse, sin cambiar de dueño. Mauro lo guardó de nuevo bajo la camisa y asintió hacia Lucía. Era hora de irse. Regresaron al pueblo, devolvieron la camioneta y tomaron el autobús de regreso a Monterrey. Durante el trayecto, Lucía sacó el sobre Manila donde guardaba las fotografías. Le mostró a Mauro varias imágenes.

 La boda, paseos al parque Fundidora, cumpleaños familiares, todas de antes de 1995. Mauro las miraba con atención, pero sin expresión de reconocimiento profundo. Eran escenas de una vida que técnicamente había sido suya, pero que sentía más como la biografía de otra persona. De regreso en Monterrey, la vida continuó con su ritmo establecido.

Mauro seguía trabajando en el taller mecánico. Lucía seguía visitándolo varias veces por semana. Las terapias mensuales continuaban. Los trámites burocráticos finales se fueron resolviendo. Actualización en registros del IMS. Cierre definitivo de la carpeta en el RNPDNO.

 Emisión de constancias oficiales de localización con vida. Todo quedó en orden. En octubre, el dueño del taller le ofreció a Mauro un pequeño aumento de sueldo y la posibilidad de hacerse cargo del almacén de manera permanente. Mauro aceptó. Era un paso menor en términos objetivos, pero simbólicamente representaba estabilidad, continuidad, la posibilidad de construir algo que durara más allá del día a día inmediato.

A principios de noviembre, Lucía organizó una cena sencilla en su casa para celebrar el cumpleaños de Mauro. 62 años. Mauro no recordaba haber celebrado un cumpleaños en las últimas tres décadas. Lucía preparó mole, arroz, frijoles. Invitó solo a su hermana y a un par de vecinos cercanos. Mauro se sentó en la mesa, comió despacio, agradeció con la cabeza cuando le cantaron las mañanitas.

No sopló velas. Lucía no puso ninguna. sabía que los gestos rituales podían resultar incómodos para alguien que había pasado tanto tiempo fuera de las convenciones sociales. Al final de la noche, cuando todos se fueron, Lucía y Mauro se quedaron sentados en la sala. Ella sacó el sobre Manila y colocó sobre la mesa dos fotografías.

 la del hombre con el pulgar en alto frente al carrito del vendedor en 1995 y una foto reciente tomada en el departamento de Mauro en septiembre de 2025. 30 años separaban ambas imágenes. Dos versiones de la misma persona conectadas por un medallón oxidado y una búsqueda que nunca se detuvo. Mauro las miró en silencio, luego las guardó de nuevo en el sobre y se lo devolvió a Lucía.

 Ella lo guardó en el cajón donde lo había conservado durante tres décadas, no como un memorial, no como un altar, sino simplemente como un registro de lo que había sido y de lo que contra toda probabilidad había logrado sobrevivir. Mauro se levantó, se despidió con un gesto de la mano y caminó las tres calles de regreso a su departamento.

 Al día siguiente tendría que levantarse temprano para ir al taller. La rutina continuaba. La vida imperfecta y frágil seguía adelante. Si este recorrido te resonó, suscríbete y activa las notificaciones para no perder el siguiente capítulo. Antes de irte, deja en los comentarios desde qué ciudad o estado nos ves. Me encantará saberlo.