El padre viudo pensó que nunca volvería a amar hasta que vio a una mesera alimentando a su hija. “No quiero, no me gusta!”, gritó Isabela lanzando el tenedor contra el plato con tanta fuerza que las verduras saltaron por toda la mesa.
Eduardo Mendoza sintió que se le encogía el estómago mientras todos los comensales del restaurante La Terraza volteaban a mirar. El arquitecto de 35 años, impecablemente vestido con su traje gris oscuro, quería desaparecer. Sus socios de la constructora intercambiaron miradas incómodas. “Isabela, por favor”, murmuró tratando de mantenerla con posur que lo caracterizaba en las reuniones de negocios.
Pero su hija de 6 años había heredado la misma terquedad que una vez lo había enamorado de Elena. Señor, ¿necesita ayuda? La voz suave lo hizo levantar la mirada. Una joven mesera se había acercado discretamente con una sonrisa genuina que contrastaba con la expresión forzada de las otras empleadas, que siempre intentaban conquistar a Isabela por interés.
Esta era diferente. Llevaba su cabello rubio recogido en una coleta alta y sus ojos verdes brillaban con una calidez maternal auténtica. Yo, Eduardo se sintió extrañamente nervioso. Mi hija está atravesando una etapa difícil. Hola, princesa. Se dirigió Sofía directamente a Isabela, agachándose hasta quedar a su altura.
¿Sabes qué? A mí tampoco me gustaban las verduras cuando tenía tu edad. Isabela dejó de llorar y la observó con curiosidad. De verdad, de verdad. Pero luego descubrí un secreto. Sofía bajó la voz conspiradoramente. Las zanahorias son las varitas mágicas de las hadas y el brócoli son pequeños árboles donde viven los duendes.
Eduardo observó fascinado como su hija, que había rechazado la comida durante semanas, prestaba atención completa a esta desconocida. ¿Los duendes viven ahí?, preguntó Isabela señalando el brócoli con el dedo. Claro que sí, pero solo aparecen si te comes todo. Mira, Sofía tomó el tenedor y lo convirtió en un pequeño avión. Este avión va a llevar a los duendes de vuelta a su casa.
¿Los ayudas? Por primera vez en meses, Eduardo escuchó la risa cristalina de su hija, un sonido que creía perdido para siempre, como tantas otras cosas después del accidente de Elena. “Papá, ¿viste? Los duendes se van a su casa”, exclamó Isabela abriendo la boca para recibir otro avión de verduras.
Sí, mi amor, los veo,”, respondió Eduardo, pero sus ojos no estaban en los duendes imaginarios. Estaban fijos en esta mujer que había logrado en 5 minutos lo que él no conseguía en semanas. Sofía continuó el juego inventando historias sobre cada alimento. Eduardo notó la paciencia infinita en sus gestos, la creatividad natural para conectar con una niña de 6 años, la forma en que Isabela se relajaba bajo su cuidado.
Elena habría hecho algo así, pensó. Y por primera vez el recuerdo de su esposa no vino acompañado de dolor punzante, sino de una calidez nostálgica. ¿Cómo te llamas? preguntó Isabela cuando terminó todo el plato. Sofía, ¿y tú? Isabela Mendoza y él es mi papá, Eduardo.
Está muy triste porque mi mamá se fue al cielo, pero yo creo que ella le dijo a los ángeles que te mandaran para ayudarme con la comida. Eduardo sintió que se le cortaba la respiración. La inocencia de su hija había expuesto en segundos lo que él mismo apenas se atrevía a reconocer. Sofía levantó la mirada hacia él y por un instante sus ojos se encontraron.
Eduardo vio comprensión, no lástima, empatía, no curiosidad morbosa. Algo se removió en su pecho, algo que había mantenido dormido durante tres largos años. “Sofía, mesa siete te necesita”, gritó el gerente desde la cocina. Ella se incorporó rápidamente, volviendo a su profesionalismo. Fue un placer conocerte, Isabela. Come siempre así de bien. Sí.
¿Vas a volver mañana? Preguntó la niña con ansiedad. Trabajo aquí todos los días, sonrió Sofía y luego miró brevemente a Eduardo. Que tengan una buena tarde. Mientras se alejaba, Eduardo no pudo evitar seguirla con la mirada. La forma en que se movía entre las mesas, siempre sonriente, pero manteniendo distancia profesional con otros clientes masculinos.
Papá, ¿podemos venir mañana? Quiero que Sofía me enseñe más historias de duendes. Isabel la tironeó su manga. Eduardo asintió sin saber que acababa de tomar la decisión que cambiaría sus vidas para siempre. Esa noche, mientras acostaba a Isabela, ella murmuró adormilada, “Papá, ¿crees que mamá le pidió a Sofía que me cuidara?” Eduardo besó su frente con el corazón latiendo de una forma que había olvidado. Era posible. No lo sé, mi amor, pero creo que mamá quiere que seamos felices.
Y por primera vez en 3 años Eduardo Mendoza se permitió creer que la felicidad podía ser posible nuevamente. Tenemos que revisar los planos del proyecto de San Isidro, mintió Eduardo al teléfono, ajustándose la corbata frente al espejo de su oficina. Sí, en la terraza. Es estratégico. Era la cuarta reunión urgente de la semana.
Sus socios ya empezaban a hacer bromas sobre su nueva obsesión con ese restaurante, pero Eduardo no podía evitarlo. Cada mañana se despertaba con la excusa perfecta para almorzar allí. “Papá, ya sé que voy a pedirle a la tía Sofía que me enseñe hoy”, exclamó Isabela desde el asiento trasero del BMW, prácticamente rebotando de emoción.
Cariño, no es nuestra tía, es la señorita Sofía”, corrigió Eduardo, aunque el corazón se le aceleraba cada vez que su hija mencionaba ese nombre. Pero ella me cuida como una tía y me gusta más que la tía Cristina porque no me regaña por ensuciarte la ropa. Eduardo sonrió a pesar de su nerviosismo. Cristina, su hermana mayor y socia en la constructora, había estado más controladora que nunca desde la muerte de Elena. Eduardo necesita estabilidad, decía.
Isabela necesita rutina, no experimentos. Al entrar al restaurante, Eduardo escaneó discretamente el lugar, buscando esa coleta rubia que había comenzado a aparecer en sus sueños. Sofía estaba atendiendo una mesa del otro lado, riendo con una pareja de ancianos mientras les explicaba el menú. “Qué hermosa se ve cuando sonríe así”, pensó. inmediatamente se sintió culpable.
Tenía derecho a sentir esto. Estaba traicionando la memoria de Elena. Sofía gritó Isabela soltando su mano y corriendo hacia ella. Sofía se disculpó con sus clientes y se agachó para recibir el abrazo entusiasta de la niña. Hola, princesa. ¿Vienes a visitar a los duendes otra vez? Sí, pero también quería preguntarte algo muy importante. Isabela bajó la voz dramáticamente.
¿Tú tienes papá? Eduardo se paralizó. La pregunta inocente de su hija había tocado territorio peligroso. Una sombra cruzó por el rostro de Sofía. No, cariño. Mis papás se fueron al cielo cuando yo era más grande que tú. Como mi mamá. Como tu mamá. Isabela asintió con seriedad de adulta.
Entonces estamos iguales, pero yo tengo papá y tú no tienes papá. Podríamos compartir. El silencio que siguió fue ensordecedor. Eduardo sintió que se le subían los colores mientras Sofía lo miraba con una expresión indefinible. Isabela, ven acá. La llamó rápidamente. La señorita Sofía está trabajando.
No se preocupe, señor Mendoza. Los niños dicen cosas muy dulces. Sofía se incorporó manteniendo distancia profesional. La mesa de siempre. Durante el almuerzo, Eduardo observó como Sofía interactuaba con otros clientes. Notó que con las familias era cariñosa y natural, pero con hombres solos mantenía cortesía fría, especialmente con un empresario mayor que no dejaba de coquetearle y dejarle propinas exageradas.
“Ha sufrido acoso”, realizó Eduardo. “Por eso mantiene las barreras.” Después de comer, mientras esperaban el postre, Eduardo reunió el valor que había estado acumulando toda la semana. Disculpe, señorita Herrera. Sofía Herrera. Señorita Herrera. Las palabras se le trabon. Me preguntaba si Bueno, Isabel ha estado preguntando si podría.
Tal vez usted querría. Papá, ¿le vas a pedir que sea mi mamá nueva? interrumpió Isabela con la sutileza de un martillo. Sofía sonrió con tristeza. Isabela, cariño, las cosas no funcionan así, pero tú me cuidas mejor que nadie y papá se pone feliz cuando te ve. Se arregla más el pelo y se pone perfume.
Eduardo quería que se lo tragara la tierra. Lo que mi hija trata de decir es que nos gustaría invitarla a tomar un café como amigos para agradecer su paciencia con nosotros. Sofía vaciló limpiando nerviosamente la mesa ya limpia. Es muy amable, pero no acostumbro salir con clientes. Entiendo.
Eduardo sintió el rechazo familiar, el mismo que había experimentado años atrás cuando intentó conquistar a Elena. ha tenido malas experiencias. La honestidad en su voz hizo que Sofía lo mirara realmente por primera vez. No es personal, señor Mendoza, es que otros hombres la han molestado, completó Eduardo. Hombres que pensaron que por tener dinero podían comprar su atención.
Sofía asintió lentamente, sorprendida por su perspicacia. Yo no soy esos hombres”, continuó Eduardo. “Soy solo un padre que ha visto a su hija sonreír por primera vez en meses gracias a usted y que que admira mucho lo que hace. ¿Qué hago? ¿Estudia pedagogía nocturna mientras trabaja aquí? La escuché hablar con sus compañeras. Sueña con tener su propia escuela algún día.
Sofía se sonrojó, consciente de que la había estado observando más de lo que creía. ¿Cómo sabe eso? Porque desde que Isabela conoció a los duendes, no he podido dejar de venir aquí”, admitió Eduardo con una honestidad que lo sorprendió a él mismo. Isabela aprovechó el momento. “Por favor, tía Sofía, solo un café.
Papá hace el mejor café del mundo, ¿verdad, papá?” Isabela. Y conoces nuestra casa y mi cuarto y mis juguetes, y podríamos jugar a los duendes, pero en grande. Sofía miró a la niña, luego a Eduardo, luego nuevamente a Isabella. No puedo prometer nada más que café y conversación, dijo finalmente. Es lo único que pido, respondió Eduardo, sintiendo que el corazón se le desbocaba.
El domingo en la tarde, unas horas nada más. Perfecto. Cuando se alejó para atender otra mesa, Isabela susurró, “Papá, ya puedo decirle mamá. Isabela, cariño, las cosas llevan tiempo. Sofía primero tiene que conocernos mejor. Pero ella nos conoce y nosotros ya la conocemos. ¿Por qué los adultos complican todo?” Eduardo no tenía respuesta para esa pregunta, pero mientras observaba a Sofía trabajar, sintió algo que no había sentido desde Elena, esperanza.
Esa noche escribió en su diario por primera vez en años, Elena, no sé si está bien lo que siento, pero Isabela está viva otra vez y yo yo también empiezo a sentirme vivo. Si me estás viendo, dame una señal de que esto está bien. Al cerrar el diario, una foto de Elena se cayó de entre las páginas.
En ella, su esposa sonreía abrazando a Isabel la bebé. Eduardo la levantó y por primera vez el recuerdo no dolía. Era como si Elena le hubiera dado la respuesta que necesitaba. El domingo llegó cargado de nubes grises que amenazaban lluvia. Eduardo había cambiado de ropa tres veces antes de decidirse por unos jeans oscuros y una camisa blanca casual.
No querrás parecer muy formal, se había dicho, aunque sus manos no dejaban de temblar. Sofía llegó puntual a las 4 de la tarde, llevando un vestido sencillo color azul marino y una chaqueta de mezclilla. Eduardo notó que se había maquillado ligeramente y que llevaba el cabello suelto por primera vez. Sofía. Isabel la corrió hacia ella como si fuera su mejor amiga. Ven, tienes que conocer mi cuarto y a mi muñeca Elena.
Eduardo se tensó al escuchar el nombre. Había sido idea de Isabela llamar así a su muñeca favorita, y él nunca había tenido el corazón para negárselo. “Isabela, deja que la señorita Sofía se sienta primero”, dijo, ofreciéndole una taza de café recién hecho. “Huele delicioso”, admitió Sofía aceptando la taza con cierta timidez.
Su casa es muy hermosa. Era una casa amplia en las lomas, decorada con un gusto exquisito, pero que se sentía fría, como si le faltara vida. Las fotografías de Elena estaban por todas partes. Un recordatorio constante de la mujer perfecta que había sido su esposa. Elena la decoró, explicó Eduardo siguiendo su mirada. Era arquitecta de interiores.
Tenía un talento natural para hacer que los espacios se sintieran especiales. Se nota, murmuró Sofía. Y se ve que era muy hermosa. Lo era. Por fuera y por dentro, un silencio incómodo se instaló entre ellos hasta que Isabela apareció arrastrando una caja enorme llena de juguetes. Sofía, mira, estos son todos mis juguetes de duendes.
Los compré después de conocerte. Durante la siguiente hora, Sofía se sentó en el suelo jugando con Isabela, creando elaboradas historias sobre reinos mágicos y criaturas fantásticas. Eduardo se quedó en el sillón observándolas, fascinado por la naturalidad con que Sofía se conectaba con su hija.
“Tu papá está muy callado”, le dijo Sofía a Isabela. “¿Siempre es así de serio?” “No siempre.” Antes se reía mucho con mamá, pero después del accidente se puso muy triste. Los doctores dijeron que el carro se resbaló en la lluvia y mamá se golpeó muy fuerte la cabeza. Eduardo sintió que se le cerraba la garganta. Isabela nunca había hablado del accidente con tanta claridad. Sofía levantó la mirada hacia él con comprensión profunda.
“¿Cuánto tiempo hace?” 3 años”, respondió Eduardo con voz ronca. “Isabela tenía 3 años. Yo yo estaba trabajando tarde esa noche. Si hubiera estado con ellas, no puede culparse por eso”, interrumpió Sofía suavemente. “Los accidentes pasan. No son culpa de nadie. ¿Cómo puede estar tan segura?” Los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas.
Porque yo me culpé durante años por no haber estado en casa la noche del incendio. Incendio mis papás y mi hermanita menor Carmen. Ella tenía 8 años. La voz de Sofía se quebró. Yo tenía 20 y trabajaba en un restaurante de madrugada, un corto circuito en la cocina. Cuando llegué los bomberos ya era demasiado tarde. Isabela dejó de jugar y se acercó a Sofía.
Por eso sabes cuidar niños también, porque extrañas a Carmen. Sofía asintió, incapaz de hablar. Estudié pedagogía por ella logró decir finalmente, porque no pude salvarla. Pero tal vez puedo cuidar a otros niños. Tal vez así ella ella no se fue completamente. Eduardo se levantó del sillón y se sentó en el suelo junto a ellas.
Por primera vez en años encontró a alguien que entendía exactamente su dolor. “Yo también me culpo todos los días”, admitió, “por no haber insistido en ir con Elena esa noche, por no haber revisado las llantas del carro, por no haber Señor Mendoza, Eduardo, por favor, Eduardo, su nombre sonó diferente en sus labios. La culpa es un fantasma que nos persigue, pero no nos deja vivir.
Sus esposas, ellos no querrían eso para ustedes. Se miraron en silencio dos almas heridas que se reconocían mutuamente. Isabela, con la sabiduría natural de los niños, se acurrucó entre ambos. “¿Ya no van a estar tristes?”, preguntó. Eduardo. Extendió la mano vacilante hacia Sofía.
Ella tomó sin dudar y por primera vez en 3 años no se sintió solo. “Tu mamá era muy afortunada”, susurro Sofía. “¿Por qué?” “Porque la amaste tanto que sigues guardándole el corazón después de 3 años. Pero eso no es justo para Isabela ni para otras personas que podrían entrar en nuestras vidas.” Sofía lo miró directamente a los ojos.
“¿Hay alguien más, Eduardo?” La pregunta quedó suspendida en el aire cargado de posibilidades. Eduardo sintió que el mundo se reducía a los ojos verdes de esta mujer que había aparecido como un regalo inesperado en su vida ordenada y melancólica. “No había nadie”, respondió honestamente. “Hasta ahora.
” Lentamente, sin dejar de mirarse, se acercaron. Isabel la observaba fascinada, como si supiera que estaba presenciando algo importante. Cuando sus labios se tocaron, fue suave, tentativo, cargado de 3 años de soledad y la promesa de algo nuevo. Sofía sabía a Café y Esperanza. Eduardo sabía a segundo comienzo.
“Eso significa que ya puedo decirte mamá”, preguntó Isabela cuando se separaron. Sofía rió entre lágrimas. Significa que vamos a conocernos mejor, princesa, paso a paso, pero vas a quedarte. La ansiedad era evidente en la voz de la niña. Sofía miró a Eduardo buscando la respuesta en sus ojos.
Si tu papá quiere que me quede, me gustaría intentarlo. Quiero que te quedes, respondió Eduardo sin dudar. Los dos queremos que te quedes. Afuera comenzó a llover. como aquella noche 3 años atrás. Pero esta vez Eduardo no sintió miedo, sintió paz. Mientras Isabela se quedaba dormida entre ellos viendo una película, Eduardo y Sofía hablaron en susurros sobre sueños, miedos y la posibilidad de construir algo hermoso sobre los cimientos de su dolor compartido. ¿Crees que es muy pronto?, preguntó Eduardo.
¿Para qué? para sentir que podría ser la respuesta a todas las preguntas que no me atrevía a hacer. Sofía sonrió acurrucándose más cerca de él. Creo que el corazón tiene su propio tiempo, Eduardo, y el mío dice que este es el momento correcto. Pero ninguno de los dos sabía que desde un carro estacionado al otro lado de la calle Cristina Mendoza había fotografiado toda la escena con una expresión que no presagiaba nada bueno.
Tres semanas después del domingo que cambió todo, Eduardo se encontraba revisando planos en su oficina cuando Cristina irrumpió sin avisar. Su hermana de 40 años, siempre impecablemente vestida y con expresión severa, cerró la puerta tras ella con un golpe que hizo temblar los vidrios.
“Necesitamos hablar”, declaró arrojando sobre el escritorio una carpeta llena de fotografías. Eduardo sintió que se le congelaba la sangre. Las imágenes mostraban claramente a él y Sofía besándose en la sala de su casa. Isabela, dormida entre ellos en el sofá, sus encuentros discretos en el parque Los Olivos durante los últimos días. “¿Me has estado espiando?”, preguntó tratando de controlar la ira que le subía por el pecho.
“Te he estado protegiendo”, replicó Cristina, sentándose frente a él con autoridad. “¿En qué estás pensando? Eduardo, una mesera. En serio, Sofía no es solo una mesera. Estudia pedagogía, es inteligente, cariñosa. Es una cazafortunas. Estalló Cristina. ¿No ves lo obvio? Aparece de la nada, conquista a Isabela para llegar a ti y ahora ya tienes casa, carro y empresa perfecta para ella.
¿No conoces a Sofía? Eduardo se puso de pie. Ella ni siquiera quería aceptar un café conmigo al principio. Por supuesto que no. Esa es la estrategia más vieja del mundo, hacérsela difícil para que el hombre crea que es especial. Eduardo caminó hacia la ventana observando el tráfico de la Ciudad de México mientras trataba de procesar la conversación.
Los últimos días habían sido los más felices en años. Sofía había comenzado a cenar con ellos los fines de semana, ayudaba a Isabela con sus tareas. Le había enseñado a cocinar algunos platos sencillos. La casa se sentía viva otra vez. Isabela la adora murmuró. Isabela es una niña que extraña a su madre. Cualquier mujer amable le parecería maravillosa.
Cristina se acercó y puso una mano en su hombro. Hermano, entiendo que te sientas solo, pero piensa en la empresa, en nuestra reputación, en el futuro de Isabela. ¿Qué van a pensar nuestros socios, nuestros clientes? No me importa lo que piensen, debería importarte.
Elena era perfecta para ti porque entendía nuestro mundo, nuestras expectativas. Esta esta niña solo va a traerte problemas. Eduardo se volteó bruscamente. No vuelvas a comparar a Sofía con Elena. Son personas completamente diferentes. Exactamente mi punto. Cristina sonrió con frialdad. Elena era de nuestra clase, tenía educación, refinamiento. Esta mesera va a quedar como un pez fuera del agua en nuestros eventos sociales. Ya basta, Cristina.
¿Sabes qué? Tienes razón. No debería meterme. Su tono cambió abruptamente. Solo espero que sepas lo que haces cuando ella te pida dinero prestado para su famosa escuela. Esa misma tarde, Eduardo llegó temprano al restaurante para sorprender a Sofía al final de su turno. La encontró en la cocina limpiando platos, cantando suavemente una canción que no reconoció.
¿Lista para nuestra cita secreta? Preguntó abrazándola por detrás. Sofía se tensó ligeramente antes de relajarse en sus brazos. Eduardo, tengo que decirte algo. El tono serio de su voz lo alarmó inmediatamente. ¿Qué pasa? Tu hermana vino a verme ayer. Eduardo sintió que se le caía el mundo encima. Cristina estuvo aquí.
me ofreció un trabajo. Sofía se volteó para mirarlo en un restaurante de lujo en Polanco. El triple de sueldo, mejores horarios para estudiar. ¿Y qué le dijiste? Sofía bajo la mirada, que lo iba a pensar. ¿Por qué? Eduardo sintió pánico puro. Es por el dinero. No es por el dinero, Eduardo.
Los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas. Es por lo que me dijo después de ofrecerme el trabajo. ¿Qué te dijo? Que tú nunca te casarías conmigo, que solo estás jugando porque extrañas a Elena, pero que cuando pase la novedad me vas a dejar por alguien de tu clase social, que Isabella se va a encariñar conmigo y luego va a sufrir cuando me alejes de su vida.
Eduardo sintió una ira más intensa que cualquier cosa que hubiera experimentado. ¿Y le creíste? No lo sé, susurró Sofía. Eduardo, mírame. Soy una mesera de 25 años que vive en un departamento de una recámara en la Doctores. Tú eres arquitecto, tienes una empresa, una casa hermosa. Isabela va a escuelas privadas. Somos de mundos completamente diferentes.
Eso no me importa. Pero a mí sí. Sofía se alejó de sus brazos. Porque si tu hermana tiene razón, si esto es solo temporal para ti, Isabela va a sufrir. Y yo yo no podría soportar hacerle daño a esa niña. Ya perdí a una hermana. No puedo perder otra hija del corazón. Eduardo trató de acercarse, pero ella retrocedió.
Sofía, escúchame. Ya tomé la decisión, Eduardo. Voy a aceptar el trabajo. Es lo mejor para todos. ¿Cuándo? Empiezo el lunes. Este es mi último día aquí. Eduardo sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. No vas a luchar por esto. Por nosotros estoy luchando. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas.
Estoy luchando por proteger a Isabela de más dolor y por protegerme a mí misma de enamorarme más de lo que ya me enamoré. Sofía, te amo. Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas. Era la primera vez que las decía desde Elena. Yo también te amo, respondió ella, rompiendo completamente. Por eso me voy.
Esa noche Eduardo llegó a casa destrozado. Isabela lo esperaba en la puerta con su uniforme de la escuela. ¿Dónde está Sofía? Dijiste que vendría a cenar. No va a venir, mi amor. ¿Por qué está enferma? Eduardo se arrodilló frente a su hija, sin saber cómo explicarle que acababa de perder a la segunda mujer que amaba en su vida.
Sofía. Sofía consiguió un trabajo nuevo en otro lugar. La expresión de Isabela pasó de confusión a horror. Se va para siempre. No lo sé, cariño. Isabela comenzó a llorar con esa intensidad que solo los niños pueden alcanzar. No, me prometió que se iba a quedar. Prometió que íbamos a ser una familia.
Eduardo abrazó a su hija mientras ella lloraba, sintiendo que había fallado otra vez. Había fallado a Elena, no protegiéndola del accidente. Había fallado a Isabela, no protegiéndola del dolor. Y había fallado a Sofía no protegiendo la de Cristina.
Esa noche, después de que Isabela finalmente se durmiera, después de horas de llanto, Eduardo se sirvió un whisky y se sentó en la sala donde había besado a Sofía por primera vez. Su teléfono sonó. Era un mensaje de texto de un número desconocido. Eduardo, sé que estás furioso conmigo, pero todo lo que hice fue por Isabela y por ti. Algún día lo entenderás.
Hay mujeres en el mundo que sí son para hombres como nosotros. Dale tiempo al tiempo. C. Eduardo borró el mensaje sin responder, pero el daño ya estaba hecho. Sofía se había ido, llevándose con ella la luz que había devuelto a sus vidas. Lo que él no sabía era que Sofía no había aceptado el trabajo en Polanco.
Al contrario, había decidido irse a Guadalajara con una prima lejos de la Ciudad de México y de la tentación de buscar a Eduardo y tampoco sabía que Isabela había dejado de comer otra vez. Dos semanas después, Eduardo se encontraba en la sala de espera del hospital infantil con las manos temblorosas y el corazón destrozado. Isabela había perdido 3 kg y había desarrollado episodios de ansiedad severa que la despertaban llorando por las noches.
“Papá, ¿por qué Sofía se fue sin despedirse?”, Había preguntado la niña esa mañana con ojeras marcadas y una tristeza que partía el alma. ¿Fue me porté mal? Esa pregunta había sido la gota que derramó el vaso. Eduardo había llamado a Cristina exigiendo respuestas. ¿Dónde está Sofía? Había rugido al teléfono. No tengo idea de qué hablas.
No me mientas. Sé que tú tuviste algo que ver con su decisión de irse. Un silencio largo del otro lado de la línea. Eduardo, ven a mi oficina. Es hora de que hablemos como adultos. Ahora, mientras esperaba que los doctores terminaran de examinar a Isabela, Eduardo recordaba la conversación que había tenido con su hermana dos horas antes.
Cristina había estado en su oficina organizando documentos como si nada hubiera pasado. Tu hija está en el hospital por ansiedad y tú aquí trabajando como si nada. Había dicho Eduardo al entrar. Isabela, está bien. Los niños son dramáticos. Se le pasará. Se le pasará. Eduardo había perdido los estribos.
No ha comido bien en dos semanas. Se despierta gritando por Sofía. Está en terapia psicológica. Por primera vez, Cristina había mostrado una fisura en su armadura de frialdad. No sabía que estaba tan mal. ¿Qué le dijiste exactamente a Sofía? Cristina había suspirado, finalmente derrotada. Le ofrecí el trabajo en Polanco.
Sí, pero cuando ella lo rechazó le dije otras cosas. ¿Qué cosas? Le dije que habías estado investigándola, que habías descubierto que tenía deudas de la universidad y que pensabas que solo estaba contigo por dinero. Eduardo había sentido que se le helaba la sangre. ¿Qué? Tenía que protegerte. Cristina se había puesto de pie.
¿No ves lo que está pasando? Desde que murió Elena, yo he sido la que ha mantenido unida esta familia, la empresa Isabela, tú. Todo ha dependido de mí. ¿Y qué tiene que ver eso con Sofía? Que si te cases con ella ya no me necesitarás. Había gritado finalmente. Isabela tendrá una nueva mamá.
Tú tendrás una esposa y yo yo volveré a ser solo la hermana soltera que se queda al margen. La verdad había caído sobre Eduardo como un balde de agua fría. Cristina no había actuado por protección, sino por miedo al abandono. Cristina, sé que estuvo mal. Había llorado por primera vez en años, pero cuando vi lo feliz que estabas con ella, me dio pánico.
Desde niños siempre fuiste el hermano brillante, el que se casó, el que tuvo hijos. Yo solo era la hermana mayor que cuidaba los negocios familiares. Después de que murió Elena, por primera vez sentí que era indispensable para ti. Eduardo había sentido una mezcla de compasión y furia. ¿Dónde está Sofía ahora? No lo sé, de verdad. Después de nuestra conversación, ella renunció al restaurante y desapareció.
Pregunté, pero nadie sabe dónde fue. Ahora, en el hospital, Eduardo sintió que había tocado fondo. Había perdido a la mujer que amaba por segunda vez en su vida, pero esta vez por su propia familia. Señor Mendoza. La doctora López se acercó con expresión seria.
¿Podemos hablar? Eduardo siguió a la doctora a su consultorio preparándose para lo peor. Isabela está físicamente bien, pero está experimentando ansiedad de separación severa. Me ha estado hablando de una persona llamada Sofía durante toda la consulta. Es era alguien importante para nosotros. ¿Puedo ser directa con usted? La doctora se quitó los lentes.
Su hija necesita estabilidad emocional. Ha perdido a su madre y ahora ha perdido a otra figura materna significativa. Si esta Sofía sigue siendo parte de sus vidas, Isabela necesita verla. Si no, necesita un cierre apropiado para poder procesar la pérdida. El problema es que no sé dónde está. Entonces, encuéntrá”, dijo la doctora con firmeza.
“Su hija la necesita”. Esa tarde Eduardo contrató a un investigador privado. También publicó mensajes en redes sociales, contactó a antiguos compañeros del restaurante y hasta puso anuncios en periódicos de ciudades cercanas. Tres días después recibió la llamada que cambiaría todo. “Señor Mendoza, encontramos a la señorita Herrera.
Está en Guadalajara trabajando en un pequeño café del centro histórico. Eduardo no lo pensó dos veces. Esa misma tarde tomó un vuelo a Guadalajara, dejando a Isabela al cuidado de su madre con la promesa de volver con Sofía. El café donde Marta era un lugar pequeño y acogedor en una calle empedrada.
Eduardo la vio antes de que ella lo notara. Sofía estaba detrás del mostrador preparando café para una pareja de turistas. Se veía más delgada, con ojeras, pero seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en su vida. Cuando sus ojos se encontraron, Sofía dejó caer la taza que estaba lavando. Eduardo, tenemos que hablar, dijo él acercándose al mostrador. Por favor.
Sofía miró a su jefa, una mujer mayor que observaba la escena con curiosidad. Marta, ¿puedo tomarme un descanso? Claro, mi hija. Vayan al patio de atrás. En el pequeño jardín trasero del café, rodeados de bugambilias y el sonido de una fuente, Eduardo y Sofía se enfrentaron por primera vez en tres semanas. “¿Cómo me encontraste?”, preguntó ella, abrazándose a sí misma.
“Isabela está en el hospital.” El color se fue del rostro de Sofía. ¿Qué le pasó? Ansiedad severa. Ha perdido peso. No duerme, llora por ti todas las noches. Eduardo vio como las lágrimas comenzaban a correr por las mejillas de Sofía. Los doctores dicen que necesita verte o necesita un cierre definitivo. Dios mío.
Sofía se sentó en una banca cubriéndose el rostro con las manos. Esto es exactamente lo que quería evitar. Sofía. Tengo que contarte algo. Cristina me confesó todo. Lentamente, Eduardo le explicó la conversación con su hermana, las mentiras que le había dicho, los miedos que la habían motivado. “Nunca te investigué”, terminó. “Nunca pensé que estuvieras conmigo por dinero.
Al contrario, lo que más me enamoró de ti fue tu independencia, tu fortaleza, la forma en que trabajas por tus sueños sin pedirle nada a nadie.” Sofía lo miraba con ojos llenos de dolor y esperanza. Pero ella tenía razón en una cosa susurró. Somos de mundos diferentes, Eduardo. ¿Y qué? Eduardo se arrodilló frente a ella. Mi mundo sin ti es gris, vacío, sin sentido.
Isabela y yo te necesitamos. No como la mesera que nos sirvió una vez, sino como la mujer que nos devolvió la alegría de vivir. Eduardo, te amo, Sofía, y no es por soledad o por costumbre. Te amo porque eres extraordinaria, porque tienes el corazón más generoso que he conocido.
Porque cuando estoy contigo, siento que puedo ser la mejor versión de mí mismo. Sofía se puso de pie, alejándose de él. ¿Y qué pasa cuando tus amigos empresarios me conozcan, cuando tengas que presentarme en eventos sociales, cuando Isabela crezca y se dé cuenta de las diferencias? Entonces enfrentaremos todo eso juntos. Eduardo se acercó y tomó sus manos.
Como pareja, como familia, como equipo, familia. Eduardo sacó una pequeña caja de terciopelo del bolsillo de su saco. Sofía Herrera, ¿quieres casarte conmigo? ¿Quieres ser la mamá de Isabela y construir una vida conmigo? Sofía miró el anillo simple pero elegante. Luego los ojos llenos de amor de Eduardo.
¿Qué va a decir Isabela? ¿Que por fin podrá decirte mamá oficialmente? Entre lágrimas y risas, Sofía asintió. Sí, Eduardo, sí quiero casarme contigo. El vuelo de regreso a la Ciudad de México fue el más corto de sus vidas. Isabela los esperaba en el aeropuerto con un ramo de flores que había hecho ella misma y un letrero que decía, “Bienvenida a casa, mamá Sofía.
” Cuando Sofía la abrazó, Eduardo supo que su familia finalmente estaba completa. 6 meses después, el jardín de la casa en las Lomas estaba decorado con flores blancas y listones dorados. Era una ceremonia íntima, solo 30 invitados, pero llena del amor que había transformado dos corazones rotos en una familia completa.
Sofía caminó por el pasillo de pétalos de rosa del brazo de don Roberto, el dueño del restaurante La Terraza, quien había aceptado con honor darle entrada a la novia. Su vestido era sencillo, pero elegante, de encaje blanco que destacaba su radiante sonrisa.
Eduardo la esperaba bajo un arco de rosas con un traje gris oscuro y una sonrisa que no había desaparecido de su rostro en semanas. A su lado, Isabela prácticamente brillaba en su vestido de damiña color rosa pastel, sosteniendo una canasta de pétalos. ¿Están listos para ser una familia oficial?, preguntó el juez con una sonrisa paternal.
Más que listos, respondió Eduardo tomando las manos de Sofía. Cuando llegó el momento de los votos, Eduardo sacó una hoja de papel con manos ligeramente temblorosas. Sofía, hace un año pensé que mi corazón se había roto para siempre. Tú me enseñaste que no estaba roto, solo estaba esperando encontrar a la persona correcta para sanar. Prometo amarte no solo a ti, sino también a los sueños que compartimos.
Prometo apoyar tu escuela, celebrar tus triunfos y estar contigo en los momentos difíciles. Sofía limpió una lágrima antes de leer sus propios votos. Eduardo, cuando conocí a Isabel aquella tarde en el restaurante, jamás imaginé que estaba conociendo a mi familia. Prometo ser la mejor madre para Isabela, no para reemplazar a Elena, sino para darle todo el amor que mi corazón puede ofrecer.
Y te prometo a ti ser tu compañera, tu igual, la mujer que te ame exactamente como eres. Los anillos, preguntó el juez. Isabela se acercó orgullosa con las argollas, pero antes de entregarlas tomó el micrófono. ¿Puedo decir algo? Los invitados rieron mientras Eduardo asintió.
Quiero decirle a mamá Elena que ya no se preocupe por nosotros. Mamá Sofía nos va a cuidar muy bien. Y quiero decirle a mamá Sofía que ya eres oficialmente mi mamá del corazón. No había un ojo seco en el jardín. Después de intercambiar anillos y del beso que selló su unión, la pequeña celebración se trasladó al patio trasero.
Cristina, quien había pedido perdón públicamente durante la cena de ensayo, se acercó a la nueva pareja. Sofía, sé que no tengo derecho a pedirte esto, pero podrías perdonarme, no solo por lo que hice, sino por todo el tiempo que perdimos por mi culpa. Sofía la abrazó sin dudar. Ya eres mi cuñada Cristina. Las familias se perdonan.
Se meses después, la escuela infantil Pequeños Sueños abría sus puertas en una casa colonial renovada en Coyoacán. Sofía había terminado su carrera con honores y con el apoyo financiero y emocional de Eduardo había convertido su sueño en realidad. Directora Mendoza, la llamó su asistente.
Los padres de familia del grupo de los duendes quieren hablar con usted. Sofía sonrió. El grupo de los duendes era su clase favorita, inspirada en las historias que una vez había inventado para una niña difícil de alimentar en un restaurante. Isabela, ahora de 7 años, iba a la escuela regular por las mañanas y pasaba las tardes en pequeños sueños. ayudando a su madre con los niños más pequeños.
se había convertido en la hermana mayor no oficial de todos los estudiantes. “Mamá Sofía”, la llamó corriendo. “Ya viste las fotos que llegaron del doctor. Sofía tocó instintivamente su vientre de 4 meses. El bebé que esperaban había sido una sorpresa maravillosa, la cereza del pastel de su felicidad completa.
¿Qué dicen las fotos, mi amor? ¿Que va a ser niño? Voy a tener un hermanito. Esa noche, en la misma casa donde una vez se habían besado por primera vez, Eduardo, Sofía e Isabela cenaron en familia. Las fotografías de Elena seguían en su lugar, pero ahora compartían espacio con nuevos recuerdos.
La boda, la apertura de la escuela, momentos cotidianos de una familia que había encontrado la forma de honrar el pasado mientras construía el futuro. ¿Cómo vamos a llamar al bebé? Preguntó Isabela mientras Sofía la ayudaba con su tarea de matemáticas. ¿Tienes alguna idea?, preguntó Eduardo masajeando los pies hinchados de su esposa.
¿Qué tal, Santiago? Como el santo de los nuevos comienzos. Sofía y Eduardo intercambiaron miradas llenas de amor. Santiago Mendoza Herrera probó Eduardo. Me gusta. A mí también, concordó Sofía. Santiago, el niño que llegará a una familia que aprendió que el amor no se acaba, solo se multiplica.
Mientras Isabela se quedaba dormida entre ellos viendo una película, exactamente como habían hecho meses atrás, cuando eran solo tres corazones solitarios que se habían encontrado, Eduardo reflexionó sobre el camino que los había llevado hasta ahí. Elena le había enseñado que el amor verdadero existía. Sofía le había enseñado que era posible amar profundamente más de una vez en la vida.
E Isabela le había enseñado que la familia no se define por la sangre, sino por la elección diaria de amarse y cuidarse mutuamente. ¿En qué piensas? Murmuró Sofía contra su hombro. En que somos muy afortunados. ¿Por qué? Porque encontramos el amor dos veces. Una vez cuando lo perdimos todo y otra vez cuando aprendimos que se puede empezar de nuevo sin olvidar lo que fue importante.
Sofía besó suavemente su cuello. Te amo, Eduardo Mendoza. Y yo te amo a ti, Sofía Mendoza. Afuera comenzó a llover, igual que la noche en que todo cambió, pero esta vez la lluvia sonaba como una bendición. como la promesa de que después de cada tormenta siempre sale el sol.
¿Te emocionaste tanto como nosotros con la historia de Eduardo, Sofía e Isabela? Esta hermosa historia nos demuestra que el amor verdadero puede llegar más de una vez en la vida y que las familias se construyen no solo con la sangre, sino con el corazón. Si esta historia te tocó el alma como a nosotros, no olvides darle like a este video y compartirlo con esa persona especial que cree en los segundos comienzos.
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¿Crees que Cristina realmente cambió al final? ¿O piensas que Eduardo fue demasiado generoso al perdonarla? ¿Te identificaste más con el dolor de Eduardo o con la fortaleza de Sofía? Si esta historia te gustó y quieres ver más relatos como este, suscríbete a nuestro canal y activa la campanita para no perderte ni una sola de nuestras historias de amor, superación y familia.
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