Cinco veranos antes, Emily había desaparecido durante lo que se suponía que sería una breve excursión en solitario. Con tan solo veintisiete años, era una aventurera experimentada que solía documentar sus recorridos en línea, publicando fotos sonrientes de senderos por todo el país. Sus amigos la describían como intrépida, independiente y alguien que encontraba la paz en lugares salvajes que la mayoría temía.

El 14 de junio de 2019, Emily partió hacia el Parque Nacional Congaree con una mochila, una tienda de campaña y la promesa de hablar con sus padres cuando llegara a su primer campamento. Esa llamada nunca llegó.

Al tercer día, los guardabosques se dieron cuenta de que algo andaba mal. Los equipos de búsqueda y rescate se movilizaron rápidamente. Helicópteros sobrevolaban el denso bosque pantanoso, mientras los voluntarios chapoteaban entre aguas que les llegaban hasta las rodillas y raíces enmarañadas de cipreses. Perros adiestrados rastrearon su olor hasta las orillas del río Congaree, pero este se detuvo abruptamente en la línea de agua.

Las teorías se extendieron como la pólvora. Algunos creían que Emily se había resbalado al cruzar el río y que la corriente la había arrastrado. Otros sospechaban algo ilícito: que alguien se había aprovechado de su aislamiento. Durante semanas, la comunidad apoyó a los Carter, peinando el pantano con linternas, kayaks y drones. Pero tras un mes sin encontrar rastro, la búsqueda oficial se suspendió.

Sus padres, Richard y Laura, no pararon. Richard volvía al parque casi todos los fines de semana, recorriendo los mismos senderos que su hija había adorado, con la esperanza de encontrar alguna pista. Laura se aferraba a las pertenencias de Emily: sus gastadas botas de montaña, su brújula, incluso su sujetador deportivo azul favorito, que había quedado en su última foto familiar.

Pasaron los años, y con ellos llegó el silencio. Los Carter vivían en un limbo atormentador, sin saber si Emily estaba viva o muerta. Para ellos, el bosque se la había tragado por completo.

Lo que nadie podía imaginar era que cinco años después, la verdad resurgiría de la forma más grotesca: dentro del vientre de un enorme bagre sacado del mismo río donde su rastro se había perdido. Era una mañana gris de finales de septiembre cuando Daniel Hayes, un pescador experimentado conocido por su paciencia y agallas, lanzó su pequeño bote al río Congaree. No buscaba titulares, solo el gigantesco bagre que, según se rumoreaba, acechaba en las turbias profundidades.

El Congaree era famoso por producir bagres de récord. Los lugareños intercambiaban historias sobre gigantes de 45 kilos que doblaban las cañas como si fueran ramitas. Daniel había enganchado algunos grandes antes, pero nada lo preparó para lo que sucedió ese día.

Horas después de comenzar la pesca, su línea se tensó con una fuerza tan violenta que casi le arrancó la caña de las manos. Durante cuarenta minutos luchó con la criatura invisible, con los brazos doloridos y el sudor mezclado con la espuma del río. Finalmente, con un último tirón, arrastró a la bestia hacia las aguas poco profundas.

El pez era colosal: más largo que él mismo, con un peso de más de 90 kilos. Su piel gris brillaba bajo la tenue luz del sol, sus bigotes se movían al agitarse contra el barro. Daniel llamó a dos amigos para que lo ayudaran y juntos sacaron el bagre a la orilla.

Al principio, la emoción fue pura alegría. Una captura como esta podría entrar en los libros de récords. Tomaron fotos, Daniel arrodillado con orgullo junto al monstruo. Pero el ánimo cambió cuando uno de los hombres notó algo inusual: un bulto duro en el abdomen del pez, mucho más grande y afilado que cualquier contenido estomacal normal.

La curiosidad se convirtió en horror cuando decidieron abrir el pez. Dentro, enredado entre huesos a medio digerir de presas más pequeñas, se encontraba la inconfundible imagen de tela: una tira de tela azul descolorida. Junto a ella, fragmentos de hueso humano.

Los hombres se quedaron paralizados. A Daniel se le revolvió el estómago al retirar otra capa, revelando parte de un cierre metálico oxidado aún unido a la tela. Los investigadores confirmarían más tarde que pertenecía a un sujetador deportivo, que coincidía inquietantemente con la descripción de lo que Emily Carter llevaba puesto el día de su desaparición.

Se llamó de inmediato a la comisaría. Los agentes acordonaron la orilla del río, tratando la escena con la gravedad de un crimen. En cuestión de horas, llegaron los equipos forenses, que recogieron cuidadosamente cada fragmento del estómago del pez.

El análisis de ADN llevaría tiempo, pero incluso antes de los resultados oficiales, los rumores se extendieron. Cinco años atrás, el rastro de Emily Carter se había rastreado hasta este río y se había perdido. Ahora, un bagre gigante había revelado su terrible secreto.

Para Daniel, lo que debería haber sido el día más orgulloso de su vida como pescador se convirtió en uno que lo perseguiría para siempre. Cada vez que cerraba los ojos, no veía la emoción de la victoria, sino la tela azul pálido que emergía de la oscuridad del estómago del pez.