Una familia trabajadora del Estado de México decidió tomar un descanso que no podía andarse muy seguido. Un viaje sencillo, 2 horas de carretera, una visita familiar. Antes de partir, el hijo pidió una fotografía en el patio de su casa. Cuatro personas sonriendo frente a la cámara. Ropa cotidiana, un balón de fútbol, una tarde común.
Nadie imaginó que esa imagen sería la última vez que alguien los vería con vida. 48 horas después, en una curva oscura de la carretera a Valle de Bravo, algo surgió en medio de la madrugada que transformó la búsqueda en una pesadilla en una colonia de Catepec de Morelos, donde las calles se llenaban de vendedores ambulantes y el ruido de los microbuses nunca cesaba.
Vivía una familia que todos conocían por su amabilidad. Roberto Gómez Hernández tenía 45 años y trabajaba como chóer de microbús en la ruta que recorría indios verdes desde antes del amanecer. Salía de su casa cuando aún estaba oscuro, siempre con la misma gorra azul y los ojos cansados de quien lleva años madruagando. Los pasajeros lo saludaban, algunos le pagaban el pasaje con monedas sueltas, otros con billetes arrugados.
Roberto nunca se quejaba. Manejaba con paciencia, esquivando baches y topes, respondiendo con una sonrisa a quien le daba los buenos días. Su esposa, María Ramírez, de 42 años, vendía tamales en el mercado local todas las mañanas. Llegaba antes de las 6, montaba su puesto con una olla humeante y una lona desgastada que la protegía del sol.
Los clientes hacían fila para comprarle tamales de salsa verde, de mole, de rajas. Ella los envolvía con cuidado, los metía en bolsas de papel y siempre agregaba una servilleta extra. “Para que no te manches, mi hijo”, decía con esa voz cálida que la hacía querida en toda la colonia.
María conocía a todos por su nombre. ¿Sabía quién acababa de tener un bebé? ¿Quién había perdido el trabajo, quién estaba enfermo. Era de esas mujeres que sostenían a su comunidad sin darse cuenta. Diego, su hijo de 17 años, cursaba la preparatoria y soñaba con ser futbolista profesional. Siempre cargaba un balón bajo el brazo, siempre vestía algo del Club América.
En el recreo jugaba cascaritas con sus compañeros y por las tardes se quedaba practicando tiros al arco en una cancha polvosa cerca de su casa. Sus amigos lo llamaban el Dieguito y apostaban a que algún día lo verían en la televisión. Él se reía, pero en el fondo lo creía posible. Cada vez que anotaba un gol, levantaba los brazos como si estuviera en el estadio Azteca.
Alejandra, la hija mayor de 23 años, trabajaba en una tienda departamental en Plaza Aragón. Atendía en el área de ropa para dama, doblaba blusas, acomodaba perchas, cobraba en la caja cuando había mucha gente. Era callada, seria, no hablaba mucho de su vida personal.
Hacía meses que mantenía una relación con Carla Esquivel Vargas, una joven de 25 años que vivía en Toluca y que visitaba Ecatepec los fines de semana. Carla tenía un carácter fuerte, hablaba con seguridad, usaba ropa oscura y siempre traía el celular en la mano. Los vecinos la habían visto un par de veces esperando afuera de la casa de los Gómez, fumando un cigarro recargada en la pared.
Algunos comentaban que Carla andaba con gente problemática, que tenía deudas, que no era buena compañía, pero Alejandra no hacía caso a los comentarios. La familia vivía en una casa modesta, de esas que se construyen con bloques grises sin pintar, porque nunca alcanza el dinero para el acabado. El patio tenía piso de cemento, sillas de plástico blancas y un portón metálico verde que rechinaba cada vez que alguien lo abría.
Frente a la casa estaba estacionado un auto gris modelo 2008 con abolladuras en el cofre y el parabrisas estrellado del lado del copiloto. Era el único vehículo que tenían. y lo cuidaban como si fuera nuevo. El viernes 12 de agosto de 2016, Roberto llegó a casa más temprano que de costumbre. Había terminado su turno antes porque el microbús tenía una falla en el motor y lo habían mandado a revisión.
María ya estaba en casa limpiando los trastes del desayuno. Diego jugaba con el balón en el patio y Alejandra revisaba su celular sentada en una de las sillas de plástico. Roberto se quitó la gorra, se limpió el sudor de la frente y dijo, “¿Qué les parece si aprovechamos el fin de semana y vamos a Valle de Bravo? Tu tía Socorro lleva meses invitándonos, María.
Ya es hora de visitarla.” María sonrió. Hacía tiempo que no salían juntos. Siempre había algo que hacer. Siempre faltaba dinero. Siempre había un pretexto para quedarse, pero esta vez aceptó. Diego dejó el balón en el suelo y dijo, “Órale, va a estar bueno. Llevo mi camiseta del América por si hay una cancha.
” Alejandra asintió sin levantar la vista del teléfono. Todo estaba decidido. Saldrían el sábado por la mañana, pasarían el día en Valle de Bravo y regresarían el domingo por la tarde. Antes de que cayera la noche, Diego le pidió a su madre que tomaran una foto familiar. Para subirla al Face, dijo con una sonrisa. María llamó a Roberto y a Alejandra.
Los cuatro se acomodaron en el patio. Roberto de pie con su camisa a cuadros rojos y blancos. María a su lado con una blusa floral que le había regalado una prima. Diego sentado al frente con su camiseta del América y el balón en las piernas. Alejandra de pie con una blusa vinotinto y el cabello largo cayendo sobre los hombros. Un vecino tomó la foto con el celular de Diego. Quedó perfecta.
Cuatro personas sonriendo, un patio sencillo, un momento cotidiano que parecía no tener nada de especial. Nadie podría imaginar que esa sería la última fotografía de los Gómez Ramírez con vida. El sábado 13 de agosto amaneció nublado en Ecatepec. Roberto se levantó a las 7 de la mañana, preparó café y despertó a María.
Diego ya estaba listo con su mochila y su balón. Alejandra salió de su cuarto con una maleta pequeña y los audífonos puestos. A las 8:30 subieron al auto gris. Roberto arrancó el motor, ajustó el espejo retrovisor y salió de la colonia rumbo a la autopista México Toluca. El trayecto hasta Valle de Bravo tomaría poco más de 2 horas si no había tráfico.
María iba en el asiento del copiloto mirando por la ventana como las casas de Ecatepec se convertían en edificios, luego en campos abiertos, luego en montañas. Diego iba atrás con los audífonos puestos escuchando música. Alejandra revisaba su celular sin parar, escribiendo mensajes que nadie más podía ver. A las 10:27 de la mañana, Roberto le envió un mensaje de voz a su cuñado, el esposo de la hermana de María.
Ya vamos en carretera, compa. Como en hora y media llegamos. Ahí nos vemos. El mensaje se entregó. La señal estaba bien, todo parecía normal. Pero después de ese mensaje, los teléfonos de la familia Gómez dejaron de contestar. Las llamadas entraban directo al buzón. Los mensajes de WhatsApp no se marcaban como entregados. María no respondió a su hermana.
Roberto no contestó a un compañero del trabajo que le preguntaba por el microbús. Diego no subió ninguna historia a sus redes sociales. Alejandra dejó de escribir en sus chats. Silencio total. En Valle de Bravo, Socorro Ramírez, la tía de María, esperaba a su familia con la comida lista.
Había preparado mole, arroz rojo, tortillas hechas a mano. Puso la mesa, acomodó los platos, limpió los vasos. A las 12 del día empezó a marcarle a María. No hubo respuesta. A la 1 de la tarde le marcó a Roberto. Tampoco contestó. A las 3 le escribió a Diego por Facebook. Nada. A las 5 de la tarde, Socorro llamó a su hermana en Ecatepec para preguntarle si sabía algo.
No han llegado le dijo con la voz quebrada. Les marco y les marco y nadie contesta. La hermana de María sintió un hueco en el estómago. Llamó a varios vecinos de Catepec para que fueran a tocar la puerta de la casa de los Gómez. Nadie abrió. El auto no estaba. La casa estaba cerrada. Todo parecía indicar que habían salido, pero ¿dónde estaban? ¿Por qué no contestaban? ¿Les pasó algo en la carretera? El domingo 14 de agosto, Socorro volvió a llamar una y otra vez. Nada.
Los familiares empezaron a compartir la foto del patio en grupos de WhatsApp pidiendo información. ¿Alguien ha visto a esta familia? Salieron ayer de Catepec rumbo a Valle de Bravo y no han llegado. El mensaje se replicó en decenas de chats. Algunos vecinos lo compartieron en Facebook, otros lo publicaron en grupos de desaparecidos.
La imagen de los cuatro sonriendo frente a la cámara empezó a circular por todas partes. El lunes 15 de agosto, los familiares acudieron a la Fiscalía del Estado de México para presentar una denuncia formal. Llenaron formularios, entregaron fotografías, dieron descripciones físicas, proporcionaron los números de las placas del auto. Un agente del Ministerio Público tomó la declaración y abrió una carpeta de investigación.

“Vamos a revisar cámaras de peaje, hospitales, reportes de accidentes”, dijo el funcionario sin levantar la vista de la computadora. Si hay novedades, les avisamos. Pero las horas pasaban y no había novedades. Los vecinos de Ecatepec organizaron una búsqueda.
Imprimieron carteles con la foto familiar y los pegaron en postes, en tiendas, en paraderos de autobuses. Familia desaparecida, si los ves, reporta. Las madres del mercado donde María vendía tamales salieron a repartir volantes. Los compañeros de Roberto preguntaron en las bases de microbuses de Toluca y Lerma. Los amigos de Diego fueron a la carretera a preguntar en gasolineras y puestos de tacos. Nadie los había visto.
El martes 16 de agosto, los medios locales empezaron a cubrir el caso. Un canal de noticias del Estado de México publicó una nota. Familia desaparece tras viaje a Valle de Bravo. La foto del patio apareció en pantalla. El conductor del noticiero leyó los nombres, las edades, la descripción del auto. Si usted tiene información, comuníquese al número de emergencias.
En redes sociales, la publicación se compartió miles de veces. Algunos usuarios escribían mensajes de apoyo, otros especulaban sobre lo que pudo haber pasado. Seguro los asaltaron en la carretera. A lo mejor tuvieron un accidente y están en un hospital sin identificar. Ojalá aparezcan pronto. Esa noche, los vecinos de Ecatepec encendieron velas en la esquina de la calle donde vivían los Gómez.
Se reunieron en silencio, algunos rezando, otros simplemente observando las llamas moverse con el viento. La angustia crecía minuto a minuto, dos días sin noticias, dos días sin una sola pista. El auto gris parecía haberse desvanecido en el aire hasta que exactamente 48 horas después del reporte oficial, una patrulla de la policía estatal hizo un hallazgo que lo cambiaría todo.
¿Quieres saber qué encontraron en esa carretera? Regístrate para continuar la historia. La madrugada del miércoles 17 de agosto de 2016 estaba fría en la carretera que conecta Toluca con Valle de Bravo. El asfalto brillaba por la humedad de una llovisna reciente y la niebla se pegaba a las copas de los árboles que flanqueaban la vía.
Eran las 2:40 de la mañana cuando una patrulla de la policía estatal circulaba de regreso a su base. Después de un operativo de rutina, los dos oficiales iban en silencio, cansados. con ganas de terminar el turno. Uno de ellos conducía despacio por las curvas. El otro revisaba su celular con el brillo de la pantalla, iluminándole el rostro. De pronto, el conductor frenó en seco.
A lo lejos, en una curva cerrada conocida como el paraje, el fresno, había un resplandor naranja que se movía entre la vegetación. ¿Ves eso?, preguntó señalando hacia delante. El otro oficial levantó la vista. Es fuego”, respondió. Aceleraron hacia el punto y al llegar encontraron un vehículo sedán completamente envuelto en llamas estacionado en el carril lateral de la carretera. El fuego consumía el interior.
Las ventanas reventadas dejaban escapar columnas de humo negro y el olor a plástico quemado y combustible llenaba el aire. Uno de los policías llamó de inmediato a la central. Tenemos un auto incendiado en el kilómetro 43 de la carretera a Valle de Bravo, altura del Fresno. Solicito apoyo de bomberos y peritos. La respuesta fue rápida.
En menos de 20 minutos llegaron dos camionetas de bomberos, una unidad de servicios periciales y dos patrullas más. Los bomberos desplegaron mangueras y comenzaron a rociar agua sobre el vehículo. Las llamas tardaron varios minutos en extinguirse por completo. Cuando el fuego se dio, quedó un esqueleto metálico humeante, retorcido, irreconocible. Los peritos comenzaron a trabajar.
Colocaron la cinta amarilla alrededor del área, iluminaron la escena con lámparas portátiles y empezaron a documentar cada detalle. Tomaron fotografías del chasis calcinado, de las llantas derretidas, de los fragmentos de vidrio esparcidos por el asfalto. Uno de los peritos, vestido con un traje blanco y guantes de látex, se agachó junto a la puerta del conductor y con una linterna revisó el interior.
No había cuerpos visibles, pero sí restos de tela quemada, fragmentos de lo que parecía ser un cofre de viaje y objetos metálicos derretidos. Desde una colina cercana, un hombre que vivía en una casa modesta con vista a la carretera escuchó el ruido de las sirenas y salió a ver qué pasaba. Tomó su celular y desde la distancia capturó una imagen de la escena.
El auto carbonizado en medio de la carretera, rodeado de uniformados con chalecos reflejantes, la patrulla con las torretas encendidas proyectando luces rojas y azules sobre el asfalto mojado, los peritos trabajando bajo la luz artificial. La foto no era de buena calidad, pero mostraba lo suficiente. El hombre la subió a un grupo de Facebook de noticias locales con una sola frase: “Acaban de encontrar un coche quemado en la carretera a Valle de Bravo.
La imagen se volvió viral en cuestión de horas. A las 6 de la mañana ya había sido compartida miles de veces. Algunos usuarios comentaban, “¿Será un accidente?” Otros escribían, “Se ve que lo quemaron a propósito.” Alguien más preguntó, “¿Hay muertos?” Nadie tenía respuestas claras, pero la fotografía generaba más preguntas que certezas.
Mientras tanto, los peritos seguían trabajando en la escena. Uno de ellos encontró una placa de metal semiderretida en la parte trasera del vehículo. Limpió Eloin con un trapo y pudo leer parcialmente los números y letras. tomó nota y llamó por radio a la central para que verificaran el registro. La respuesta llegó minutos después.
Las placas correspondían a un auto gris modelo 2008 registrado a nombre de Roberto Gómez Hernández con domicilio en Ecatepec de Morelos. El perito sintió un escalofrío. Había escuchado ese nombre en las noticias. Era la familia desaparecida, la que llevaba dos días sin aparecer, la que todos buscaban.
Levantó la vista hacia sus compañeros y dijo en voz baja, “Es el auto de los Gómez.” En ese momento, la investigación dejó de ser un caso de desaparición para convertirse en algo mucho más oscuro. Los peritos continuaron revisando el vehículo con mayor cuidado. En el piso del asiento trasero encontraron fragmentos de un balón de fútbol quemado, restos de tela con rayas rojizas que podrían haber sido parte de una camiseta deportiva y pedazos de plástico derretido que alguna vez fueron una mochila.
En el cofre hallaron restos metálicos de lo que parecía ser una maleta pequeña y objetos personales calcinados, un celular irreconocible, un llavero fundido, fragmentos de un cinturón. Pero lo más perturbador fue lo que encontraron en el área del asiento del conductor y el copiloto. Había manchas oscuras en lo que quedaba de los asientos, líquidos rojizos que se habían filtrado en las fibras antes de que el fuego lo consumiera todo. Los peritos tomaron muestras y las guardaron en bolsas etiquetadas.
También encontraron fibras textiles humanas adheridas a los resortes de los asientos, lo que sugería que había habido personas dentro del vehículo cuando este fue incendiado. El sol comenzó a salir sobre las montañas que rodeaban la carretera. La escena seguía acordonada, los peritos seguían trabajando y la noticia ya estaba en todos los medios.
A las 8 de la mañana, un periodista de un canal local llegó al lugar con una cámara y comenzó a transmitir en vivo. Estamos aquí en la carretera a Valle de Bravo, donde hace unas horas fue localizado un vehículo calcinado que, según fuentes oficiales, pertenece a la familia Gómez Ramírez, desaparecida desde el sábado pasado. La imagen del auto quemado apareció en pantalla.
La gente que veía las noticias desde sus casas sintió un nudo en el estómago. En Ecatepec, los familiares recibieron una llamada de la fiscalía. Necesitamos que vengan a las oficinas. Hay novedades sobre el caso. No dijeron más, pero todos sabían que las novedades no eran buenas.
La hermana de María se derrumbó en llanto antes de colgar el teléfono. Los vecinos que estaban afuera de la casa la escucharon gritar y salieron a consolarla. Nadie quería creer lo que todos ya intuían. La confirmación oficial llegó el jueves 18 de agosto por la tarde. La Fiscalía del Estado de México convocó a una conferencia de prensa en sus instalaciones de Toluca.
Un vocero salió frente a las cámaras con una carpeta en las manos y la expresión seria. El día de ayer, 17 de agosto, elementos de la policía estatal localizaron un vehículo incendiado en la carretera que conduce a Valle de Bravo. Tras las investigaciones correspondientes, se confirmó que el vehículo pertenece a la familia Gómez Ramírez, reportada como desaparecida desde el pasado sábado 13 de agosto. El vocero hizo una pausa.
Los periodistas esperaban en silencio. Dentro del vehículo se encontraron restos humanos y evidencia material que está siendo analizada por los servicios periciales. Se ha abierto una carpeta de investigación por homicidio calificado. Se están siguiendo diversas líneas de investigación y se solicita la colaboración ciudadana para aportar cualquier información relevante.
Las cámaras enfocaron al vocero. Uno de los periodistas levantó la mano y preguntó, “¿Cuántas víctimas se encontraron? El vocero respondió sin dar detalles. Los restos están siendo analizados. No podemos confirmar el número exacto en este momento. Otro periodista preguntó, “¿Se descarta la hipótesis de un accidente?” El vocero negó con la cabeza.
Las características del hallazgo sugieren que el fuego fue intencional. Estamos investigando todas las posibilidades. La noticia explotó en todos los medios. Los titulares eran contundentes. Hay calcinado el auto de familia desaparecida en Ecatepec. Fiscalía investiga homicidio de familia que viajaba a Valle de Bravo.
Restos humanos encontrados en vehículo incendiado corresponden a familia desaparecida. Las redes sociales se llenaron de mensajes de indignación y dolor. La foto del patio, esa imagen de los cuatro sonriendo, se compartió millones de veces acompañada de frases como justicia para la familia Gómez. Y no puede ser que esto siga pasando. En Ecatepec, los vecinos organizaron una marcha silenciosa.
Caminaron desde la casa de los Gómez hasta la plaza principal, llevando la foto familiar impresa en cartulinas. con velas encendidas y pancartas que exigían justicia. Las madres del mercado caminaban al frente, algunas llorando, otras con la mandíbula apretada y la mirada fija. Los compañeros de Roberto cerraron la ruta de microbuses durante una hora en señal de protesto.
Los amigos de Diego organizaron un torneo de fútbol en su memoria jugando con camisetas del América como homenaje silencioso. Pero mientras el país entero seguía el caso con dolor y rabia, la fiscalía ya estaba siguiendo una pista que nadie esperaba. Los investigadores habían revisado los registros telefónicos de los cuatro miembros de la familia.
Tres de los celulares se habían apagado al mismo tiempo, el sábado 13 de agosto a las 10:32 de la mañana, apenas 5 minutos después del último mensaje de Roberto. Pero el cuarto celular, el de Alejandra, tuvo actividad después de esa hora. Según los registros, el teléfono de Alejandra se había conectado a una antena de telefonía en Toluca a las 2:17 de la tarde del mismo sábado.
Estuvo encendido durante 11 minutos y luego se apagó definitivamente. Eso no tenía sentido. Si la familia había sido atacada en la carretera, ¿por qué el celular de Alejandra seguía activo horas después? ¿Por qué se había conectado en Toluca y no en la ruta hacia Valle de Bravo? Los investigadores comenzaron a revisar los contactos de Alejandra.
Su lista de llamadas recientes mostraba conversaciones frecuentes con Carla Esquivel Vargas, su pareja. También había mensajes de texto intercambiados con dos hombres, Luis Armando Torres y Jonathan Esquivel. Los tres nombres llamaron la atención de los agentes, solicitaron información sobre ellos y descubrieron que Carla Esquivel tenía antecedentes por robo, que Luis Armando Torres había estado involucrado en un caso de fraude años atrás y que Jonathan Esquivel tenía vínculos con grupos dedicados al robo de vehículos. El perfil de Carla empezó a cobrar relevancia. Los investigadores hablaron
con vecinos de Ecatepec que la habían visto visitando la casa de los Gómez. Uno de ellos recordó haberla visto el viernes 12 de agosto, el día antes de la desaparición, platicando con Alejandra en la puerta de la casa. Estaban discutiendo, dijo el vecino. No alcancé a escuchar bien, pero Alejandra se veía nerviosa.
Otro vecino mencionó que Carla siempre preguntaba por Roberto, que si tenía dinero ahorrado, que si la familia tenía propiedades. Con esa información, los agentes decidieron citar a Carla Esquivel para un interrogatorio voluntario. La localizaron en Toluca, en una vivienda que compartía con su hermano. Carla aceptó acudir a declarar. Llegó el viernes 19 de agosto a las oficinas de la fiscalía acompañada de un abogado.
Se sentó frente a los investigadores con los brazos cruzados y la mirada desafiante. El interrogatorio comenzó con preguntas generales. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Alejandra Gómez? Carla respondió, “El jueves 11 de agosto. Fui a Ecatepec a visitarla y me quedé hasta el viernes por la mañana. Los investigadores tomaron nota.
“¿Sabía usted que la familia planeaba viajar a Valle de Bravo?” Carla asintió. “Sí, Alejandra me lo comentó. ¿Usted habló con Alejandra después de que salieron de viaje?” Carla negó con la cabeza. “No.” Intenté llamarla el sábado por la tarde, pero no contestó. Los investigadores la observaron en silencio.
Luego uno de ellos deslizó una hoja sobre la mesa. Tenemos registros de que el celular de Alejandra estuvo activo en Toluca el sábado por la tarde. ¿Puede explicarnos eso? Carla cambió de postura. No sé nada de eso. Tal vez ella vino a Toluca y no me avisó. El investigador insistió. ¿Por qué vendría a Toluca si iba de camino a Valle de Bravo? Carla se encogió de hombros.
No lo sé. Pregúntenle a ella. El interrogatorio continuó durante dos horas. Carla empezó a caer en contradicciones. Primero dijo que no sabía nada del dinero de Roberto. Luego admitió que Alejandra le había comentado que su padre había recibido una herencia de un tío fallecido. Primero dijo que no conocía a Luis Armando Torres ni a Jonathan Esquivel.
Luego reconoció que eran amigos suyos, pero que no los veía hacía meses. Los investigadores anotaban cada inconsistencia. Al final del interrogatorio, Carla fue dejada en libertad por falta de pruebas contundentes, pero quedó bajo vigilancia. Los agentes sabían que algo no cuadraba. Esa misma noche solicitaron órdenes de cateo para la vivienda de Carla en Toluca y para los domicilios de Luis Armando Torres y Jonathan Esquivel en Lerma.
El lunes 22 de agosto, antes del amanecer, tres equipos de la Policía Ministerial ejecutaron simultáneamente las órdenes de Cateo en Toluca y Lerma. El primero llegó a la vivienda donde vivía Carla Esquivel. Era una casa pequeña de dos pisos en una colonia de clase media con rejas en las ventanas y un perro amarrado en el patio. Los agentes tocaron la puerta con insistencia.
Carla abrió en pijama con el cabello revuelto y los ojos hinchados. ¿Qué pasa?, preguntó con voz ronca. Uno de los agentes le mostró la orden judicial. Tenemos autorización para revisar la propiedad. Por favor, hágase a un lado. Los policías entraron y comenzaron a inspeccionar cada habitación. Revisaron closets, cajones, colchones, muebles. En el cuarto de Carla encontraron una mochila escondida debajo de la cama.
Dentro había dos celulares apagados, uno de ellos con una calcomanía del club América en la parte trasera. También hallaron un sobre con efectivo, aproximadamente 8,000 pesos en billetes de diferentes denominaciones. En una bolsa de plástico guardada en el ropero encontraron ropa manchada con lo que parecían ser líquidos rojizos secos.
Los agentes documentaron todo, tomaron fotografías y empacaron las evidencias en bolsas selladas. En Lerma, el segundo equipo llegó al domicilio de Luis Armando Torres. Era un departamento en un edificio descuidado con las paredes despintadas y olor a humedad. Luis abrió la puerta en shorts y camiseta. Los agentes no le dieron tiempo de reaccionar.
Entraron rápidamente y lo sometieron contra la pared mientras revisaban el lugar. En el baño encontraron una lata de gasolina vacía. En la cocina hallaron un celular desarmado con las piezas esparcidas sobre la mesa. Luis intentó decir que no sabía de qué le hablaban, pero los agentes ya lo estaban esposando. El tercer equipo fue al domicilio de Jonathan Esquivel, también en Lerma, en una casa de una sola planta al final de una calle sin pavimentar. Jonathan no estaba.
Su madre, una mujer mayor con delantal y el cabello recogido, abrió la puerta nerviosa. “Mi hijo salió desde temprano. No sé dónde está”, dijo temblando. Los agentes entraron de todas formas, revisaron el cuarto de Jonathan y encontraron documentos del auto de los Gómez, una copia de la tarjeta de circulación y una factura a nombre de Roberto.
También hallaron herramientas, un machete con manchas oscuras en el mango y un bidón de combustible medio lleno. La madre de Jonathan se dejó caer en una silla y empezó a llorar. Yo no sabía nada, repetía entre soyosos. Los agentes pusieron una alerta para localizar a Jonathan. A las 11 de la mañana, una patrulla lo detuvo en una gasolinera a las afueras del herma.
Intentó correr, pero dos policías lo alcanzaron antes de que pudiera cruzar la calle. Lo sometieron en el suelo, le pusieron las esposas y lo subieron a la patrulla. A las 2 de la tarde del mismo lunes, los cuatro sospechosos estaban en las oficinas de la fiscalía. Carla Esquivel, Alejandra Gómez, Luis Armando Torres y Jonathan Esquivel.
Los separaron en diferentes salas de interrogatorio. La estrategia de los investigadores era clara, presionarlos por separado hasta que alguno hablara. El primer interrogatorio fue con Luis Armando Torres. Era un hombre delgado de 28 años, con tatuajes en los brazos y una cicatriz en la ceja izquierda. Sudaba, se mordía las uñas.
Los investigadores le mostraron las fotografías del auto calcinado. Le explicaron que tenían evidencia que lo vinculaba con el caso. Le dijeron que si colaboraba podía reducir su sentencia. Luis aguantó dos horas sin decir nada. Pero cuando los agentes le mostraron la foto de la lata de gasolina encontrada en su departamento, se derrumbó.
“Yo no quería hacerlo”, dijo con la voz quebrada. Fue idea de Carla. Ella dijo que la familia tenía dinero guardado, que el viejo había recibido una herencia y que lo tenía escondido en la casa. dijo que Alejandra nos iba a dejar entrar, que solo era entrar, sacar el dinero y salir. Nadie tenía que salir lastimado. Los investigadores lo dejaron hablar. Luis continuó.
Nos metimos el viernes en la noche cuando la familia ya estaba dormida. Alejandra nos abrió la puerta de atrás. Entramos Carla, Jonathan y yo. Buscamos por toda la casa. Revisamos cajones, closets. Debajo de los colchones. No había dinero, nada. Carla se puso furiosa, empezó a gritarle a Alejandra que dónde estaba el dinero. Alejandra lloraba.
Decía que no sabía, que su papá nunca le dijo dónde lo guardaba. Luis se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Entonces Carla dijo que si no había dinero, nos llevaríamos otras cosas. Agarramos los celulares, las carteras, unos relojes, pero el viejo se despertó, salió de su cuarto y nos vio. Gritó.
La señora salió también. El muchacho Diego salió con un bat de béisbol. Todo se salió de control. Los investigadores preguntaron, “¿Qué pasó después?” Luis bajó la cabeza. Jonathan sacó un cuchillo, le dijo al viejo que se callara, pero el viejo siguió gritando. Entonces Jonathan lo atacó. La señora intentó defenderlo.
Carla la golpeó con una lámpara. Diego intentó pegarle a Jonathan con el bat, pero Jonathan era más rápido. Todo pasó muy rápido. Había desorden, había gritos, había líquido rojo en el piso. Luis se cubrió la cara con las manos. Carla dijo que teníamos que irnos, que teníamos que llevarnos el auto y quemarlo lejos para que nadie nos encontrara. Alejandra estaba en shock, no hablaba, solo temblaba.
La subimos al auto junto con junto con los demás. Manejamos hasta Toluca. Jonathan y yo nos quedamos con el auto. Carla se llevó a Alejandra a su casa. Después Jonathan y yo llevamos el auto a la carretera de Valle de Bravo. Le echamos gasolina y lo prendimos. Vimos cómo se quemaba todo. Luego regresamos a Lerma en un camión.
La confesión de Luis fue grabada en video. Los investigadores pasaron al siguiente interrogatorio con Jonathan Esquivel. Él negó todo al principio, pero cuando le dijeron que Luis ya había confesado, también se derrumbó. Su versión coincidía casi palabra por palabra con la de Luis. Admitió haber atacado a Roberto y a Diego.
Admitió haber ayudado a quemar el auto. Dijo que Carla fue quien organizó todo, que ella convenció a Alejandra de dejarlos entrar, que ella prometió que nadie saldría herido. El tercer interrogatorio fue con Carla Esquivel. Ella seguía negando todo, pero cuando los agentes le mostraron las confesiones de Luis y Jonathan, su abogado le aconsejó que guardara silencio.
Carla no dijo nada más, pero su silencio ya no importaba. Los otros dos habían hablado. El último interrogatorio fue con Alejandra Gómez. Ella estaba sentada en una silla con las manos sobre la mesa, la mirada perdida, el rostro pálido. Los investigadores le explicaron que tenían las confesiones de los otros tres, que sabían lo que había pasado, que su única oportunidad de reducir su condena era decir la verdad.
Alejandra tardó varios minutos en hablar. Cuando lo hizo, su voz era apenas un susurro. Carla me dijo que necesitaba dinero, que tenía deudas grandes con gente peligrosa, que si no pagaba la iban a matar. Me dijo que mi papá tenía dinero guardado, que con eso podíamos salir adelante las dos.
Yo le dije que no sabía si era verdad, que mi papá nunca hablaba de eso, pero ella insistió. Me dijo que solo era entrar, buscar el dinero y salir, que nadie se iba a dar cuenta. Alejandra comenzó a llorar. Yo les abrí la puerta, los dejé entrar, pensé que solo iban a buscar y se iban a ir, pero cuando mi papá se despertó, todo cambió.
Vi como Jonathan lo atacaba, vi como Carla golpeaba a mi mamá. Vi como Diego intentaba defenderse y no pudo. Yo quise detenerlos, pero Carla me agarró del brazo y me dijo que si decía algo me iban a matar a mí también. Su confesión duró casi 3 horas. Al final, Alejandra fue acusada formalmente de complicidad en homicidio calificado, robo agravado y ocultamiento de pruebas.
Carla, Luis y Jonathan fueron acusados de homicidio calificado con agravantes, robo con violencia y asociación delictuosa. Los cuatro quedaron en prisión preventiva mientras avanzaba el proceso judicial. La noticia de los arrestos salió en todos los medios el martes 23 de agosto. Los titulares eran devastadores. Hija de familia asesinada participó en el crimen.
Pareja de Alejandra Gómez planeó el ataque. Capturan a cuatro responsables del homicidio de familia NCATPec. La foto de Carla Esquivel, siendo trasladada esposada a los juzgados, apareció en portadas de periódicos. La imagen de Alejandra con la cabeza baja, escoltada por policías, se compartió miles de veces en redes sociales, acompañada de comentarios llenos de rabia y decepción.
La reacción pública fue inmediata. En Ecatepec, los vecinos no podían creer lo que estaban escuchando. Alejandra parecía tan tranquila decía una señora que vendía frutas cerca del mercado. Nunca pensé que fuera capaz de algo así. Otro vecino, un hombre mayor que conocía a Roberto desde hacía años, decía con amargura, “Le abrió la puerta a los asesinos de su propia familia.
¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo hacerle eso a su papá, a su mamá, a su hermano? En las redes sociales los comentarios eran aún más duros. Algunos pedían la pena máxima para los cuatro. Otros exigían que el caso no quedara impune. Había quienes culpaban a Carla por manipular a Alejandra y quienes culpaban a Alejandra por traicionar a su familia. La foto del patio.
Esa última imagen de los cuatro juntos se volvió un símbolo doloroso de lo que pudo haber sido y nunca fue. Mientras el país procesaba la noticia, la fiscalía continuaba con la investigación forense. Los restos encontrados en el auto calcinado fueron enviados a un laboratorio especializado para análisis de ADN. El proceso tomó varias semanas.
Los peritos trabajaron con fragmentos óseos, fibras textiles quemadas y muestras de tejido que habían sobrevivido al fuego. A mediados de septiembre, los resultados confirmaron lo que todos temían. Los restos pertenecían a Roberto Gómez Hernández, María Ramírez y Diego Gómez Ramírez. El informe forense también reveló detalles escalofriantes.
Roberto había sufrido múltiples heridas punzocortantes en el torso y el cuello antes de morir. María tenía fracturas en el cráneo compatibles con golpes con un objeto contundente. Diego presentaba heridas defensivas en las manos y los antebrazos, lo que indicaba que había intentado protegerse. Los tres habían muerto antes de que el auto fuera incendiado. El fuego fue un intento de borrar evidencia, no la causa de muerte.
Con esos resultados, la fiscalía reforzó las acusaciones contra los cuatro detenidos. Se agregaron cargos de homicidio con alevocosía, ventaja y premeditación. También se incluyó el delito de parentesco en el caso de Alejandra por haber participado en el asesinato de sus propios familiares.
Los abogados defensores intentaron negociar reducciones de sentencia a cambio de cooperación, pero el daño ya estaba hecho. Las confesiones de Luis y Jonathan eran contundentes y la evidencia física era irrefutable. El proceso judicial comenzó formalmente en octubre de 2016. Las audiencias se llevaron a cabo en el juzgado de Toluca con medidas de seguridad reforzadas debido al nivel de atención mediática. Los cuatro acusados fueron presentados ante el juez por separado.
Carla Esquibel mantuvo una actitud desafiante durante toda la audiencia, negándose a hablar y mirando al juez con desprecio. Luis Armando Torres lloró al escuchar la lectura de cargos pidiendo perdón entre soyosos. Jonathan Esquivel permaneció en silencio con la mirada fija en el suelo. Alejandra Gómez estaba pálida, temblorosa, apenas podía mantenerse en pie.
El juez dictó prisión preventiva para los cuatro mientras se desarrollaba el juicio. Fueron trasladados a diferentes penales del Estado de México. Carla fue enviada al penal de Santiaguito, Luis y Jonathan al penal de Barrientos, Alejandra al centro femenil de reinserción social de Tlalne Pantla. Ninguno de ellos tuvo derecho a fianza debido a la gravedad de los delitos.
El juicio se prolongó durante meses. Los fiscales presentaron las confesiones en video, los reportes forenses, las evidencias materiales. Mostraron fotografías del auto calcinado, del interior quemado, de los restos hallados. Presentaron los celulares encontrados en casa de Carla, las manchas de líquido rojizo en la ropa, el machete con restos orgánicos.
Cada pieza de evidencia fue documentada y explicada ante el juez. Los abogados defensores intentaron argumentar que sus clientes habían actuado bajo presión, que no hubo premeditación, que las muertes fueron accidentales en medio de un robo que salió mal, pero los fiscales desmontaron cada argumento.
Señalaron que el grupo había planeado el robo con anticipación, que Alejandra había facilitado el acceso a la casa, que después del ataque habían tomado decisiones calculadas para deshacerse de la evidencia. Esto no fue un robo que salió mal”, dijo el fiscal durante sus alegatos finales. Esto fue un homicidio planeado, ejecutado con frialdad y encubierto con fuego.
Durante el juicio también testificaron familiares de las víctimas. La hermana de María subió al estrado y describió entre lágrimas cómo era su hermana, cómo vendía tamales todas las mañanas, cómo cuidaba de sus hijos, cómo soñaba con ver a Diego triunfar en el fútbol.
Un compañero de Roberto habló sobre su dedicación al trabajo, sobre las madrugadas que se levantaba para manejar el microbús, sobre lo orgulloso que estaba de su familia. Un amigo de Diego contó cómo practicaban juntos en la cancha, como Diego siempre decía que algún día jugaría en primera división, como nunca dejaba de sonreír. Los testimonios fueron desgarradores.
Algunos familiares no pudieron terminar de hablar y tuvieron que ser asistidos por personal del juzgado. Otros miraron directamente a los acusados y les preguntaron cómo habían sido capaces de hacer algo así. Alejandra bajó la cabeza y lloró. Carla no mostró emoción alguna. El proceso judicial se extendió durante 5 años. Hubo apelaciones, revisiones de pruebas, nuevos testimonios.
Los abogados de Alejandra argumentaron que ella había sido manipulada por Carla, que no había participado directamente en las agresiones, que merecía una sentencia reducida. Los fiscales respondieron que sin su participación el crimen no habría sido posible, que había traicionado la confianza de su familia y que debía responder por ello.
Finalmente, en febrero de 2022, el tribunal dictó sentencia. La sala del juzgado estaba llena el día de la sentencia. Familiares de las víctimas ocupaban las primeras filas. Periodistas se acomodaban en las bancas del fondo con cámaras y grabadoras. Los cuatro acusados fueron traídos por separado, escoltados por policías. Carla Esquivel entró primero con el uniforme beige del penal, las manos esposadas, el cabello corto y la mirada fría.
Luis Armando Torres la siguió con los ojos hinchados y la cabeza gacha. Jonathan Esquivel caminó despacio arrastrando los pies. Alejandra Gómez entró al final temblando con el rostro demacrado y los labios secos. El juez tomó asiento y comenzó a leer el veredicto. Su voz era firme, clara, sin emoción.
Después de revisar exhaustivamente las pruebas presentadas por la fiscalía, los testimonios de los testigos, las confesiones de los acusados y los reportes periciales, este tribunal ha llegado a las siguientes conclusiones. Hizo una pausa. El silencio en la sala era absoluto. Los acusados Carla Esquivel Vargas, Luis Armando Torres, Jonathan Esquivel y Alejandra Gómez Ramírez son declarados culpables de los delitos de homicidio calificado con agravantes, robo con violencia, asociación delictuosa y ocultamiento de pruebas. Los familiares de las víctimas
suspiraron. Algunos lloraron en silencio, otros apretaron los puños. El juez continuó. En consecuencia, se dictan las siguientes sentencias. Miró hacia los acusados. Alejandra Gómez Ramírez, 82 años de prisión. Alejandra se derrumbó en su silla. Un grito ahogado salió de su garganta.
Sus abogados intentaron calmarla, pero ella seguía temblando con las manos en la cara. El juez siguió. Carla Esquivel Vargas, 75 años de prisión. Carla no se inmutó, siguió mirando al frente sin expresión, como si las palabras no la afectaran. Luis Armando Torres, 58 años de prisión. Luis comenzó a sollyozar. Yo no quería repetía entre lágrimas. Yo no quería. Jonathan Esquivel, 57 años de prisión.
Jonathan cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia adelante. El juez levantó la vista del documento. Las sentencias son definitivas y no admiten apelación en cuanto a la culpabilidad. Los acusados serán trasladados a los centros penitenciarios correspondientes para cumplir sus condenas. Golpeó el martillo contra la mesa. Se levanta la sesión.
Los policías se acercaron para escoltar a los acusados fuera de la sala. Alejandra tuvo que ser cargada porque sus piernas no respondían. Carla salió caminando con la cabeza en alto como si nada de lo que acababa de escuchar importara. Luis y Jonathan fueron sacados entre empujones con las cabezas cubiertas para evitar que los medios los fotografiaran de frente.
Afuera del juzgado, los familiares de Roberto, María y Diego dieron una conferencia de prensa. La hermana de María habló primero. Hoy se hizo justicia. Pero eso no nos devuelve a nuestra familia. No nos devuelve a Roberto, que se levantaba de madrugada para trabajar. No nos devuelve a María, que regalaba sonrisas en el mercado.
No nos devuelve a Diego, que soñaba con ser futbolista. Se limpió las lágrimas con un pañuelo. Lo único que pedimos es que estas sentencias se cumplan, que no haya reducciones, que no haya beneficios, que paguen por lo que hicieron. Un reportero preguntó cómo se sentían respecto a Alejandra. La hermana de María bajó la mirada.
Alejandra era parte de nuestra familia, la quisimos como a una sobrina, pero ella eligió traicionar a los suyos. Eligió abrir la puerta. Eligió quedarse callada mientras los mataban. No sé si algún día pueda perdonarla, pero hoy lo único que siento es dolor. Los medios cubrieron la sentencia en todos los noticieros. Los análisis se extendieron durante días.
Expertos en derecho penal debatieron si las condenas eran justas, si Alejandra merecía una sentencia menor por haber sido manipulada, si Carla debió recibir más años. Psicólogos hablaron sobre las dinámicas de abuso y control en relaciones tóxicas. Criminólogos analizaron el perfil de los agresores y las motivaciones detrás del crimen.
Pero más allá de los debates legales y las opiniones, lo que quedó grabado en la memoria colectiva fue la historia de una familia que salió un sábado por la mañana con la ilusión de pasar un fin de semana tranquilo y nunca regresó. La foto del patio, esa imagen de los cuatro sonriendo, se convirtió en un recordatorio doloroso de la fragilidad de la vida y de cómo la traición puede venir de donde menos se espera.
En Necatepec, la casa de los Gómez permaneció cerrada durante meses. Los vecinos dejaron de pasar por ahí porque les dolía ver el portón oxidado, las sillas de plástico cubiertas de polvo, el espacio vacío donde antes estaba estacionado el auto gris. Algunos pusieron flores en la puerta, otros dejaron velas, pero con el tiempo incluso esas muestras de recuerdo fueron desapareciendo.
La ruta de microbús que Roberto manejaba siguió operando. Otros chóeres tomaron su lugar, pero algunos pasajeros mayores todavía recordaban al hombre de la gorra azul que siempre saludaba, que nunca se enojaba, que manejaba con cuidado. En el mercado, el puesto donde María vendía tamales fue ocupado por otra señora.
Pero las clientas más viejas seguían diciendo, “No saben igual que los de Doña María.” En la cancha donde Diego jugaba fútbol, sus amigos organizaron un pequeño torneo en su honor, el primer aniversario de su muerte. Jugaron con camisetas del América, anotaron goles y gritaron su nombre. Pero al final del partido, cuando todos se fueron, la cancha volvió a quedar en silencio con el polvo levantándose cada vez que pasaba el viento.
Los años que siguieron a la sentencia fueron de ajustes y realidades difíciles. Carla Esquivel fue recluida en el penal de Santiaguito, uno de los más conflictivos del Estado de México. Desde el primer día adoptó una actitud defensiva. No hablaba con las otras internas, no participaba en las actividades del penal, pasaba la mayor parte del tiempo en su celda mirando la pared.
Las autoridades penitenciarias la describían como una persona hermética, sin muestras de arrepentimiento. En las pocas ocasiones en que recibió visitas de su hermano, Carla mantenía la misma postura. Ella no había hecho nada malo. Todo había sido un accidente. La justicia había sido injusta. Luis Armando Torres, en cambio, no dejaba de llorar.
En el penal de Barrientos, donde fue enviado junto con Jonathan, tuvo varios intentos de autolisión. Los custodios lo encontraron en dos ocasiones tratando de hacerse daño con objetos punzantes improvisados. Fue trasladado a una celda de observación y recibió atención psicológica. En las sesiones con el psicólogo del penal, Luis repetía una y otra vez que nunca quiso matar a nadie, que todo se salió de control, que si pudiera regresar el tiempo lo haría diferente.
Pero las palabras no cambiaban nada. Los 82, 75, 58 y 57 años de condena seguían ahí inamovibles. Jonathan Esquivel adoptó una estrategia distinta. se unió a un grupo religioso dentro del penal. Asistía a los servicios los domingos, leía la Biblia en su celda, participaba en talleres de carpintería. Algunos internos decían que era genuino, que realmente estaba buscando redimirse.
Otros pensaban que solo estaba actuando para conseguir beneficios penitenciarios en el futuro. Jonathan nunca habló públicamente sobre el caso en las pocas entrevistas que dio a medios desde la prisión. se limitaba a decir que estaba arrepentido y que pedía perdón a las familias de las víctimas.
Alejandra Gómez fue enviada al Centro Femenil de Reinserción Social de Tlalne Pantla. Los primeros meses fueron devastadores para ella. No comía, no dormía, pasaba las noches llorando en su litera. Las otras internas la evitaban, algunas porque sabían lo que había hecho y la consideraban una traidora. Otras simplemente porque Alejandra no hablaba con nadie.
Se convirtió en una figura solitaria caminando por los pasillos con la mirada perdida, sentándose en el patio sin ver a nadie. Con el tiempo, Alejandra comenzó a participar en talleres de costura. Aprendió a abordar, a reparar ropa, a hacer pequeñas artesanías que luego se vendían en ferias organizadas por el penal. El trabajo manual parecía darle algo de paz, una forma de mantener la mente ocupada y no pensar en lo que había perdido. Nunca recibió visitas. Su familia materna la había repudiado.
Nadie quería saber de ella. En 2018, dos años después de la sentencia, Alejandra escribió una carta que fue publicada en un periódico local. En ella pedía perdón a los familiares de su padre, su madre y su hermano. Decía que no pasaba un día sin que pensara en ellos, sin que viera sus caras, sin que escuchara sus voces.
Decía que había sido débil, que había dejado que Carla la manipulara, que había tomado la peor decisión de su vida. “No espero que me perdonen,” escribió. Solo quiero que sepan que vivo cada día con el peso de lo que hice y que si pudiera cambiar todo, lo haría sin pensarlo. La carta generó reacciones mixtas. Algunos lectores sintieron empatía por ella, argumentando que había sido víctima de una relación abusiva.
Otros la criticaron duramente, diciendo que ninguna carta podía borrar lo que había hecho, que sus palabras eran vacías. Los familiares de las víctimas no hicieron comentarios públicos sobre la carta, simplemente siguieron adelante con sus vidas, intentando reconstruir lo que el dolor había fracturado.
En 2020, en medio de la pandemia, los penales del Estado de México enfrentaron brotes severos de COVID. Carla, Luis, Jonathan y Alejandra contrajeron el virus en diferentes momentos. Los cuatro se recuperaron, pero las condiciones de encierro empeoraron. Las visitas se suspendieron durante meses, los talleres y actividades se cancelaron.
El aislamiento se volvió aún más profundo. Durante ese tiempo, algunos medios hicieron seguimiento al caso. Publicaron reportajes sobre cómo estaban los cuatro en prisión, sobre las condiciones de los penales, sobre el impacto que el encierro prolongado tenía en personas condenadas a décadas de cárcel.
Uno de esos reportajes incluyó una entrevista telefónica con Luis Armando Torres. Con la voz entrecortada, Luis dijo, “Aquí adentro el tiempo no pasa, cada día es igual. Te levantas, comes, trabajas, duermes y al día siguiente lo mismo. Yo sé que voy a morir aquí. Sé que nunca voy a salir y eso me pesa más que cualquier cosa.
En 2021, Jonathan Esquivel solicitó un traslado a otro penal alegando amenazas de otros internos. Su petición fue rechazada. Meses después fue encontrado herido en el patio del penal tras una pelea con otro recluso. Fue atendido en la enfermería y regresado a su celda.
El incidente quedó registrado en su expediente, pero no tuvo mayores consecuencias. Alejandra, por su parte, continuó con los talleres de costura. En 2021 logró terminar un curso de repostería que le permitió trabajar en la panadería del penal. Horneaba pan dulce, pasteles sencillos, galletas. El trabajo le daba estructura, le daba algo en que enfocarse más allá del dolor, pero las noches seguían siendo las mismas, largas, oscuras, llenas de recuerdos que no la dejaban dormir. Carla Esquivel nunca cambió.
seguía siendo la misma mujer hermética, desafiante, sin remordimientos visibles. En 2021, durante una revisión de rutina en su celda, los custodios encontraron un celular escondido. Carla fue sancionada con aislamiento temporal y pérdida de privilegios. Pero incluso en el aislamiento mantenía la misma actitud.
El mundo le debía algo, no al revés. Para 2022, 6 años después de los hechos, los cuatro seguían en prisión. No había reducciones de sentencia, no había beneficios. Las condenas eran largas, diseñadas para que ninguno de ellos volviera a pisar la calle en las próximas décadas. Y mientras ellos vivían encerrados, afuera, el mundo seguía girando.
Fuera de los muros de los penales, la vida continuaba con su ritmo implacable. En Ecatepec, la colonia donde vivieron los Gómez seguía siendo la misma, bulliciosa, ruidosa, llena de vendedores ambulantes y microbuses que pasaban a toda velocidad. Pero la casa de bloques grises, sin pintar, con el portón metálico verde permanecía cerrada.
Nadie quiso comprarla, nadie quiso rentarla. Los vecinos decían que la casa estaba marcada, que llevaba el peso de la tragedia, que nadie podría vivir ahí sin sentir la presencia de lo que había ocurrido. Con el paso de los años, la maleza comenzó a crecer en el patio. Las sillas de plástico blancas se agrietaron por el sol. El portón se oxidó aún más.
La pintura, que nunca estuvo terminada, empezó a desprenderse en pedazos. La casa se convirtió en una sombra de lo que fue, un recordatorio silencioso de una familia que ya no existía. Los familiares de Roberto, María y Diego intentaron seguir adelante. La hermana de María, que había testificado en el juicio, se mudó a otro estado.
Dijo que no podía quedarse en un lugar donde cada esquina le recordaba a su hermana. El cuñado de Roberto, con quien él había hablado por última vez esa mañana del 13 de agosto, dejó de usar el celular donde estaba guardado ese mensaje de voz. No lo borró, pero tampoco pudo volver a escucharlo. Los amigos de Diego organizaron un pequeño memorial en la cancha donde solían jugar.
Colocaron una placa sencilla con su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte. Pero con el tiempo, nuevos jóvenes empezaron a usar la cancha. Jóvenes que no conocieron a Diego, que no sabían quién era, que simplemente jugaban sin pensar en el pasado. La placa quedó ahí, cubierta de polvo, olvidada por la mayoría.
En el mercado donde María vendía tamales, su puesto fue ocupado por otra vendedora. Las clientas mayores a veces mencionaban su nombre con nostalgia. Nadie hace los tamales como los de doña María, pero las nuevas generaciones no la conocieron. Para ellos, ese puesto siempre había sido de la señora que ahora lo atendía. La memoria de María se fue diluyendo con el tiempo, quedando solo en las conversaciones de quienes la recordaban.
La ruta de microbús que Roberto manejaba durante años siguió operando sin interrupciones. Otros chóeres tomaron su lugar, cumplieron con sus horarios, cobraron los pasajes, esquivaron los mismos baches. Nadie hablaba del chóer de la gorra azul que solía saludar a todos. El trabajo continuaba. La ciudad no se detenía por nadie.
En las redes sociales, el caso de la familia Gómez Ramírez se convirtió en uno de esos temas que resurgen cada cierto tiempo. Cada aniversario de la desaparición, algunos usuarios compartían la foto del patio con mensajes recordatorios. Hoy se cumplen 3 años de la desaparición de la familia Gómez. No olvidemos lo que pasó en Ecatepec. Justicia para Roberto, María y Diego.
Pero con cada año que pasaba, las publicaciones recibían menos interacciones, menos compartidas, menos comentarios, menos atención. Otros casos ocupaban los titulares, otras tragedias capturaban la indignación pública. En 2019, un documental independiente sobre el caso fue producido por un cineasta del Estado de México.
El proyecto duró 2 años y se estrenó en 2021 en un festival de cine documental. La película incluía entrevistas con vecinos, con los fiscales que llevaron el caso, con expertos en criminalística. No entrevistaron a ninguno de los cuatro condenados porque todos se negaron a participar. El documental terminaba con la imagen de la casa cerrada en Ecatepec y una frase en pantalla, una familia, un viaje, un crimen que pudo evitarse.
El documental tuvo una recepción moderada. Algunos críticos elogiaron su enfoque respetuoso y su narrativa contenida. Otros lo consideraron innecesario, argumentando que reabrir heridas no beneficiaba a nadie. Los familiares de las víctimas no asistieron al estreno. Una prima de Diego dio una declaración a un medio local. Nosotros no necesitamos una película para recordar lo que pasó.
Vivimos con eso todos los días. En 2022, 6 años después de los hechos, una periodista de investigación publicó un libro titulado La traición de agosto. El libro profundizaba en los detalles del caso, en los perfiles psicológicos de los involucrados, en las fallas del sistema que permitieron que algo así sucediera.
Incluía documentos judiciales, transcripciones de interrogatorios, fotografías del expediente. El libro se vendió moderadamente bien en librerías del Estado de México, pero fuera de la región pasó desapercibido. La periodista fue entrevistada en varios programas de radio.
En una de esas entrevistas le preguntaron qué había aprendido después de investigar el caso durante meses. Ella respondió, “Aprendí que la traición más dolorosa no siempre viene de extraños. A veces viene de quienes comparten tu sangre, de quienes duermen bajo tu mismo techo y eso es algo con lo que ninguna familia debería tener que vivir. Para 2023, 7 años después de la desaparición, el caso ya no era noticia.
Los medios habían pasado a cubrir otros crímenes, otras tragedias, otras historias que capturaban la atención del público. La foto del patio todavía circulaba ocasionalmente en grupos de Facebook dedicados a casos sin resolver. Aunque técnicamente el caso estaba resuelto, los cuatro responsables estaban en prisión. Las sentencias eran definitivas.
No había misterio pendiente, no había justicia por buscar. Pero para los que conocieron a Roberto, María y Diego, el dolor no tenía fecha de caducidad. La hermana de María seguía teniendo pesadillas donde veía a su hermana vendiéndole tamales en el mercado, sonriendo como siempre, hasta que despertaba y recordaba que nada de eso era real.
Los amigos de Roberto se reunían cada año en una fonda que él frecuentaba y brindaban en silencio con una cerveza en su honor. Los compañeros de Diego dejaron de jugar en aquella cancha porque les dolía demasiado estar ahí sin él. El tiempo pasaba, pero ciertas heridas no cerraban, ciertas ausencias no se llenaban, ciertas preguntas no tenían respuesta.
¿Cómo pudo Alejandra hacer algo así? ¿Cómo no vio venir lo que iba a pasar? ¿Cómo pudo elegir a Carla sobre su propia familia? Nadie lo sabía con certeza. Las respuestas estaban encerradas en los penales junto con los responsables y tal vez ni ellos mismos las entendían del todo. En la carretera que conecta Toluca con Valle de Bravo, el tramo conocido como el paraje el Fresno seguía siendo una curva peligrosa.
Los conductores reducían la velocidad al pasar por ahí, no tanto por precaución como por costumbre. Algunos recordaban la noticia del auto calcinado, otros no. Para la mayoría era simplemente una curva más en una carretera que recorrían con frecuencia. No había placas conmemorativas, no había cruces al borde del camino, no había flores. El lugar donde fue hallado el auto era indistinguible del resto de la carretera.
El asfalto había sido reparado, la vegetación había crecido, la vida había seguido y con el tiempo incluso los que recordaban empezaron a olvidar dónde exactamente había ocurrido todo. Así funciona el mundo. Los casos se cierran, las sentencias se cumplen, los años pasan. La gente sigue adelante porque no hay otra opción.
Las familias se reconstruyen, las ciudades siguen creciendo, las carreteras se siguen transitando y lo que alguna vez fue una tragedia que conmocionó al país se convierte en un recuerdo lejano, en una historia que algunas personas cuentan cuando hablan de cosas terribles que han pasado.
Pero para un puñado de personas, ese caso nunca dejó de ser presente, nunca dejó de doler, nunca dejó de ser una herida abierta que ardía cada vez que veían una foto, cada vez que escuchaban un nombre, cada vez que pasaban por un lugar que les recordaba lo que habían perdido. En 2024, 8 años después de los hechos, el caso de la familia Gómez Ramírez resurgió brevemente en las redes sociales.
Un usuario de TikTok creó una serie de videos contando la historia en formato de hilo. Los videos acumularon millones de vistas. Los comentarios se llenaron de personas que no sabían nada del caso y que reaccionaban con shock. Esto es real. No puedo creer que la hija haya hecho eso. Qué horror.
Durante una semana, el nombre de los Gómez volvió a ser tendencia. Pero como sucede con todo en internet, el interés se desvaneció rápidamente. Nuevos videos tomaron su lugar, nuevas historias captaron la atención. Alejandra Gómez cumplió 31 años en prisión ese mismo año. Llevaba 8 años encerrada, le faltaban 74. Había aprendido a sobrevivir en el encierro. Trabajaba en la panadería del penal. Participaba en talleres.
Evitaba conflictos. había ganado peso. Su cabello, que antes era largo y castaño, ahora lo llevaba corto y con algunas canas prematuras. Su rostro había envejecido más de lo que correspondía a su edad. Las arrugas alrededor de sus ojos contaban historias de noches sin dormir, de lágrimas derramadas en silencio, de una culpa que nunca disminuía.
En una ocasión, durante una sesión con la psicóloga del penal, Alejandra habló sobre sus sueños. Dijo que soñaba con el patio de su casa, que veía a su madre preparando café en la cocina, que escuchaba a su hermano rebotar el balón contra la pared, que veía a su padre ajustándose la gorra antes de salir a trabajar y que en esos sueños ella quería decirles algo, advertirles, detener lo que iba a pasar, pero no podía hablar.
No tenía voz y cuando despertaba lo primero que sentía era el peso aplastante de saber que nunca podría cambiar nada. Carla Esquivel cumplió 33 años en prisión ese mismo año. Seguía siendo la misma persona hermética y distante. No mostraba arrepentimiento. No hablaba de lo que había hecho.
Pasaba los días leyendo novelas baratas que conseguía en la biblioteca del penal, fumando cigarros que compraba con dinero que le enviaba a su hermano y evitando cualquier tipo de interacción profunda. otras internas la describan como alguien peligroso, alguien a quien era mejor no contradecir. Carla había construido una reputación dentro del penal y la mantenía con firmeza. Luis Armando Torres cumplió 36 años en 2024.
Había intentado suicidarse una vez más el año anterior. Los custodios lo encontraron a tiempo. Fue sedado, trasladado a la enfermería y luego devuelto a su celda bajo vigilancia constante. Luis ya no lloraba como antes. Se había vuelto callado, ausente. Trabajaba en el taller de carpintería del penal, haciendo muebles sencillos que luego se vendían en ferias, pero sus ojos estaban vacíos, como si algo dentro de él se hubiera apagado para siempre.
Jonathan Esquibel cumplió 38 años. Seguía asistiendo a los servicios religiosos del penal. Había memorizado varios pasajes de la Biblia. Participaba en grupos de oración. Algunos lo veían como un hombre redimido. Otros pensaban que seguía siendo el mismo, solo que con mejor máscara. Jonathan rara vez hablaba del caso.
Cuando lo hacía siempre repetía lo mismo, que estaba arrepentido, que pedía perdón, que nunca quiso que las cosas terminaran así, pero las palabras eran huecas, no cambiaban nada. En Ecatepec, la casa de los Gómez seguía cerrada. En 2024, la familia decidió venderla. Después de 8 años de estar abandonada, ya no tenía sentido mantenerla.
Un abogado se encargó del trámite. Publicaron el anuncio en portales de internet. Casa en venta, Ecatepec, tres recámaras, necesita remodelación. No mencionaron la historia detrás de esa casa. No dijeron que ahí había vivido una familia asesinada, pero los vecinos lo sabían y cada vez que alguien preguntaba por la propiedad, alguien terminaba contándole lo que había pasado. Las visitas eran escasas. Nadie quería comprar una casa con ese pasado.
Finalmente, a mediados de 2024, un hombre de otra ciudad que no conocía la historia compró la casa a un precio muy por debajo del mercado. Dijo que planeaba remodelarla y rentarla. Los vecinos lo vieron llegar con trabajadores, sacar los muebles viejos que quedaban, limpiar el patio, pintar las paredes.
Durante semanas la casa estuvo llena de actividad, pero cuando el hombre terminó la remodelación y puso el anuncio de renta, nadie se interesó. Los que vivían en la colonia no querían vivir ahí. Los que venían de fuera terminaban enterándose de la historia y se retractaban. El hombre, frustrado bajó el precio de la renta. Finalmente, una familia de escasos recursos, sin muchas opciones, aceptó mudarse.
Duraron tres meses. Dijeron que no podían dormir tranquilos, que escuchaban ruidos extraños, que sentían una presencia incómoda. No era nada sobrenatural, solo el peso psicológico de saber lo que había ocurrido entre esas paredes. Se fueron y la casa volvió a quedar vacía. El mercado donde María vendía tamales también había cambiado. Muchos de los puestos antiguos habían cerrado.
Nuevos vendedores habían llegado. Las caras conocidas se habían ido. La clienta más vieja que todavía recordaba a María, tenía ahora más de 70 años. A veces, cuando compraba tamales en otro puesto, decía en voz baja, extraño los de doña María. Pero nadie más entendía a qué se refería.
La ruta de microbús que Roberto manejaba seguía operando, pero con nuevas unidades, nuevos chóeres, nuevas dinámicas. Ninguno de los conductores actuales había conocido a Roberto. Para ellos era simplemente una ruta más. Nadie hablaba del chóer que alguna vez manejó ahí. Su memoria se había borrado por completo del presente.
La cancha donde Diego jugaba fútbol estaba ahora llena de nuevos jóvenes. La placa con su nombre había sido removida durante una remodelación del espacio. Nadie supo qué pasó con ella. Tal vez la tiraron, tal vez la guardaron en algún almacén municipal, pero ya no estaba ahí. Y los jóvenes que ahora jugaban en esa cancha no sabían que alguna vez un chico con una camiseta del América había soñado con ser futbolista profesional en ese mismo lugar.
Para 2025, 9 años después de la tragedia, el caso de la familia Gómez Ramírez había dejado de existir en la conciencia colectiva. Ya no aparecía en noticieros, ya no se mencionaba en redes sociales, ya no era tema de conversación. El país había seguido adelante ocupado con nuevas preocupaciones, nuevos escándalos, nuevas tragedias que exigían atención inmediata.
La historia de Roberto, María y Diego se había convertido en una más de tantas historias olvidadas. Los cuatro responsables seguían en prisión. Carla Esquivel en Santiaguito, Alejandra Gómez en Tlalnepantla, Luis Armando Torres y Jonathan Esquivel en Barrientos. Ninguno había recibido beneficios penitenciarios. Ninguno había salido por buena conducta.
Las sentencias eran largas y las condiciones para reducirlas eran prácticamente inalcanzables. Los cuatro sabían que morirían encerrados. En el penal femenil de Tlalnepantla, Alejandra Gómez continuaba trabajando en la panadería. Había aprendido a hacer pan de muerto, conchas, orejas, roles de canela. El trabajo le daba estructura.
le daba propósito, le daba algo en que concentrarse más allá del vacío que sentía cada vez que pensaba en su familia. Pero las noches seguían siendo insoportables. Cada noche, antes de dormir, veía las mismas caras en su mente. Su padre ajustándose la gorra, su madre envolviendo tamales, su hermano con el balón bajo el brazo y cada noche se preguntaba cómo había llegado a ese punto, cómo había permitido que todo se saliera de control.
¿Cómo había elegido tan mal? Carla, en cambio, no parecía torturada por el remordimiento. Seguía siendo la misma mujer fría y calculadora. Había aprendido a moverse dentro del sistema penitenciario, a conseguir favores, a evitar problemas. No hablaba del caso, no aceptaba entrevistas, no escribía cartas pidiendo perdón.
Para ella, esa parte de su vida había terminado. Ahora simplemente sobrevivía. Luis Armando Torres había dejado de intentar quitarse la vida. Ahora simplemente existía. Trabajaba en el taller, comía en el comedor, dormía en su celda, no hablaba con nadie, no participaba en actividades. Se había convertido en una sombra, en un cuerpo que se movía por inercia, pero sin voluntad propia.
Los custodios lo describían como un interno dócil, sin problemas, sin incidentes, pero también sin esperanza. Jonathan Esquivel seguía asistiendo a los servicios religiosos. Había formado parte de un coro dentro del penal. Cantaba en las misas, leía pasajes bíblicos, ayudaba en actividades de pastoral.
Algunos creían que había encontrado redención genuina. Otros pensaban que simplemente había encontrado una forma de sobrellevar la condena. Fuera cual fuera la verdad, Jonathan seguía ahí cantando himnos en una prisión de la que nunca saldría. Fuera de los penales, los familiares de las víctimas habían logrado reconstruir sus vidas en la medida de lo posible. La hermana de María se había casado y tenido un hijo.
Vivía en Puebla, lejos de Ecatepec, lejos de los recuerdos. Rara vez hablaba de su hermana. Cuando lo hacía, siempre terminaba llorando, así que había aprendido a no hacerlo. Su hijo no sabía nada de la historia, era demasiado pequeño. Algún día se lo contaría, pero no ahora. El cuñado de Roberto había cambiado de trabajo. Ya no manejaba microbuses.
Ahora trabajaba en una bodega, cargando cajas, haciendo inventarios. Era un trabajo físico que lo mantenía ocupado y le impedía pensar demasiado. Había borrado el mensaje de voz que Roberto le había enviado aquella mañana. No porque quisiera olvidar, sino porque escucharlo era demasiado doloroso.
Los amigos de Diego habían crecido, algunos habían terminado la universidad, otros trabajaban, algunos se habían casado, la vida había seguido su curso, ya no jugaban fútbol en aquella cancha. Ya no se reunían los fines de semana, cada uno había tomado su propio camino, pero cuando se encontraban por casualidad, siempre había un momento de silencio incómodo, como si todos supieran en qué estaban pensando, pero nadie quisiera decirlo.
En la carretera que conecta Toluca con Valle de Bravo, el tráfico seguía siendo el mismo. Camiones de carga, autobuses de pasajeros, autos particulares, todos transitaban por esa vía todos los días. El paraje, el fresno era solo una curva más. Nadie se detenía ahí. Nadie recordaba qué había pasado en ese lugar. El tiempo lo había borrado todo.
La casa de los Gómez seguía vacía. El hombre que la había comprado había dejado de intentar rentarla. Ahora simplemente la mantenía cerrada, esperando que con el tiempo la gente olvidara la historia y alguien finalmente quisiera vivir ahí. Pero el tiempo no borraba ciertos estigmas.
La casa seguía siendo la casa donde mataron a esa familia y nadie quería vivir en un lugar con ese tipo de etiqueta. En el mercado, el puesto donde María vendía tamales era ahora un puesto de quesadillas. La señora que atendía era amable, trabajadora, querida por sus clientes. Nadie le preguntaba quién había estado ahí antes.
Nadie hablaba de la mujer que alguna vez había vendido los mejores tamales de la colonia. Esa historia se había perdido en el tiempo. La ruta de microbús que Roberto manejaba había sido modernizada. Nuevas unidades, nuevos sistemas de pago, nuevos horarios. Nada quedaba del pasado. Los chóeres actuales no sabían que alguna vez un hombre llamado Roberto Gómez Hernández había recorrido esa misma ruta durante años, saludando a los pasajeros, manejando con cuidado, soñando con un futuro mejor para su familia.
Y así, lentamente, sin que nadie lo notara, la historia de los Gómez Ramírez se fue diluyendo en el olvido. Se convirtió en una anécdota que algunas personas mayores contaban de vez en cuando, en un caso que algún estudiante de criminología mencionaba en una tesis, en una foto que ocasionalmente aparecía en grupos de Facebook dedicados a crímenes sin resolver.
Aunque este caso estaba resuelto, la memoria es frágil, la atención pública es efímera y con el tiempo incluso las tragedias más horribles se desvanecen en la bruma del pasado. Hoy, casi una década después de aquella mañana del 13 de agosto de 2016, la historia de la familia Gómez Ramírez es apenas un eco lejano.
Los que la vivieron de cerca siguen cargando el peso, pero para el resto del mundo es simplemente una historia más entre miles. Una familia que salió de viaje y nunca regresó. Un crimen que pudo evitarse, una traición que nunca debió suceder. Carla Esquibel tiene 34 años y le faltan 66 más de condena. Se levanta cada mañana en su celda del penal de Santiaguito. Desayuna lo que le dan, trabaja en lo que le asignan.
Regresa a su celda por la noche. No piensa en el futuro porque no tiene uno. No piensa en el pasado porque no le sirve de nada. Simplemente existe día tras día en una rutina que se repetirá hasta que muera. Alejandra Gómez tiene 32 años y le faltan 73 más. Sigue trabajando en la panadería del penal femenil de Tlalnepantla. Ornea pan dulce que otras personas comerán sin saber quién lo hizo.
Se ha acostumbrado al encierro, a las voces de las otras internas, al olor a humedad de los pasillos, pero nunca se acostumbró a la culpa. Esa la acompaña cada día, cada hora, cada minuto y lo seguirá haciendo hasta el final de sus días. Luis Armando Torres tiene 37 años y le faltan 51 más.
Ya no llora, ya no intenta hacerse daño, simplemente camina por el penal de barrientos como un fantasma, haciendo lo que le dicen, evitando problemas, esperando nada. Su vida terminó el día que aceptó participar en ese plan. Lo que queda ahora es solo tiempo vacío que llenar hasta que su cuerpo deje de funcionar.
Jonathan Esquibel tiene 39 años y le faltan 50 más. Sigue cantando en el coro del penal, sigue leyendo la Biblia, sigue diciendo que está arrepentido. Tal vez lo está, tal vez no, tal vez ni él mismo lo sabe. Pero el arrepentimiento no cambia lo que hizo. No devuelve la vida a nadie. no borra las decisiones que tomó aquella noche.
En Ecatepec, la casa de los Gómez sigue vacía. Las paredes están pintadas de nuevo, el patio está limpio, el portón fue reparado, pero nadie vive ahí. Nadie quiere vivir ahí y probablemente nadie lo haga en muchos años más. Algunas historias marcan lugares para siempre. El mercado donde María vendía tamales sigue funcionando.
El bullicio de siempre, los gritos de los vendedores, el olor a comida recién hecha. Pero nadie recuerda a la mujer de la sonrisa cálida que alguna vez atendió un puesto ahí. Su memoria se fue con las clientas que la conocieron y ellas también están desapareciendo con el tiempo. La ruta de microbús que Roberto manejaba sigue operando.
Los pasajeros suben y bajan en las mismas paradas de siempre. Pagan su boleto, miran por la ventana, llegan a su destino. Nadie piensa en el chóer de la gorra azul, que alguna vez recorrió esas calles con dedicación y paciencia. La cancha donde Diego jugaba fútbol sigue llena de jóvenes que corren, gritan, anotan goles. Ninguno de ellos sabe que ahí jugaba un chico que soñaba con ser profesional.
Ninguno de ellos sabe que ese chico nunca cumplió 18 años. La vida sigue, los sueños se reemplazan, los nombres se olvidan. En la carretera a Valle de Bravo, los autos siguen pasando por el paraje, el Fresno, sin detenerse. Es una curva como cualquier otra. Nadie sabe que ahí fue hallado un vehículo calcinado con los restos de tres personas adentro. Nadie baja la velocidad por respeto.
Nadie hace una pausa para recordar. El asfalto no guarda memoria. El tiempo lo borra todo. Los expedientes del caso están archivados en las oficinas de la Fiscalía del Estado de México. Cajas con documentos, fotografías, testimonios. Todo etiquetado, todo sellado, todo guardado en un estante junto con cientos de otros casos.
Si alguien quisiera consultar el expediente, podría hacerlo, pero nadie lo hace. El caso está cerrado. Los responsables están en prisión. No hay nada más que investigar. La foto del patio, esa última imagen de los cuatro juntos, todavía existe en algún servidor de internet. Aparece ocasionalmente cuando alguien busca casos de crímenes en México, pero cada vez menos gente la ve, cada vez menos gente la comparte, cada vez menos gente recuerda quiénes eran esas personas.
Así terminan muchas historias, sin grandes conclusiones, sin cierres definitivos, sin respuestas completas. La vida continúa, la gente sigue adelante, los recuerdos se desvanecen y lo que alguna vez fue una tragedia que conmocionó a un país entero se convierte en una nota al pie en la historia del crimen mexicano. Los responsables seguirán en prisión hasta que mueran.
Las víctimas nunca regresarán. Los familiares seguirán cargando el dolor y el resto del mundo seguirá girando indiferente, ocupado con sus propias preocupaciones. Así es como funciona el tiempo, implacable, indiferente, borrando todo a su paso, incluso las historias que parecían imposibles de olvidar.
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