La última vez que alguien escuchó la voz de Araceli, había viento de fondo y el sonido metálico de una combi vieja. Eran las 7 de la noche de un jueves de agosto. Al día siguiente, la motocicleta ya no estaba. Tampoco Juan, tampoco la niña. Solo quedaron dos pañales húmedos en el tendedero y un corral sin ración.
Tres años después, las lluvias de enero removieron algo que no debía moverse y un campesino notó que la tierra detrás del Maguell ya no lucía igual. Juan Ramírez llevaba la billetera en el bolsillo trasero derecho desde los 16 años. Era de piel café, ya desgastada en las esquinas y adentro siempre guardaba lo mismo.
La credencial del INE, la CURP doblada, algún ticket de loxo de la carretera y el último recibo de recarga Telcel. Cada vez que salía de casa se palpaba el pantalón para confirmar que seguía ahí. La billetera no se deja, repetía, aunque nadie se lo preguntara. Tenía 28 años y trabajaba de lo que saliera.
levantar cercas, cortar leña, cargar bultos en el tianguis de los miércoles. No le sobraba nada, pero tampoco le faltaba para el mandado de la semana. Araceli Vargas tenía 25 y estaba embarazada de 7 meses cuando todo cambió. Hacía limpiezas por encargo en ranchos cercanos y a veces en casas del centro de lagos de Moreno.
Viajaba en combi hasta sus consultas prenatales y siempre regresaba antes del mediodía para alcanzar a hacer de comer. Era callada, práctica, no hablaba de más ni se metía en problemas ajenos. La gente la recordaba por eso, por pasar sin hacer ruido. Sofía, la hija de ambos, apenas tenía un año y 8 meses. Decía agua y papi con una claridad que sorprendía a los vecinos.
Cuando Juan encendía la italica para ir al pueblo, la niña dejaba de llorar solo con escuchar el motor. Araceli solía decir que Sofía ya sabía quién era quién, que reconocía los pasos de su papá desde el patio. Vivían en un rancho al norte de lagos de Moreno, a unos 20 km del centro, entrando por una terracería que se volvía lodas cada vez que llovía.
La casa era de bloque encalado con la pintura descascarándose en la parte baja. Arriba tenían un tinaco rotoplas y en la entrada dos sillas plásticas blancas que Juan había comprado en una liquidación. La itálica estaba recargada a un costado, siempre con algo de polvo encima. En el tendedero colgaban pañales, una playera lila de Araceli y alguna camisa de trabajo de Juan.
El patio tenía nopalera, Maguei y un perro criollo que iba y venía sin dueño. Claro. Los domingos iban a misa. Los miércoles Juan ayudaba en el tianguis y a veces compraba refrescos en la tiendita de don Roque para llevar a la casa. Araceli prefería no salir mucho. Con el embarazo avanzado, las caminatas largas le pesaban, pero cuando tocaba control prenatal no fallaba.
Subía a la combi de las 9, llegaba al centro antes de las 10:30 y para las 12 ya estaba de regreso. La vida en el rancho era tranquila, no había mucho que contar. Las semanas pasaban iguales, trabajo, mandado, misa, silencio, hasta que llegó ese jueves 15 de agosto de 2019, un jueves como cualquier otro, al menos al principio.
Ese día, Juan salió temprano para ayudar a levantar una cerca en la parcela de un conocido. Araceli se quedó en casa con Sofía, planchando la ropa que había lavado el día anterior. A media tarde preparó frijoles y arroz. Cuando Juan regresó, ya casi era de noche. Comieron sin prisa, vieron un rato la tele y acostaron a la niña cerca de las 8.
A las 7:2 minutos de esa noche, Araceli le envió una nota de voz a su mamá que vivía en León, Guanajuato. En el audio se escuchaba el viento, el crujido de la carrocería de la combi y la voz de Araceli diciendo, “Llegamos tarde. La terracería estaba fea. Mañana te marco.” Fue lo último que su madre escuchó de ella.
Esa noche, algunos vecinos de parcelas cercanas vieron faros que entraban por la brecha. No era raro que pasaran camionetas a desoras, pero sí que los perros ladraran y de pronto se callaran todos al mismo tiempo. Uno de los vecinos, don Martín, comentó después que eso no le pareció normal, pero en el momento no le dio importancia. Apagó la luz y se durmió.
Al día siguiente, viernes 16 de agosto, la hermana de Juan pasó por el rancho para dejarle un encargo. Tocó la puerta, nadie contestó. Rodeó la casa y vio que la italica ya no estaba. Eso tampoco era raro porque Juan solía salir temprano, pero lo que sí le extrañó fue ver el tendedero intacto. Dos pañales y la playera lila de Araceli seguían húmedos como si nadie los hubiera tocado desde el día anterior.
El corral de las gallinas estaba cerrado y no habían repuesto la ración de la mañana. Llamó al celular de Juan Buzón. Llamó al de Araceli, también buzón. Los mensajes de WhatsApp quedaban en un solo check. La hermana esperó hasta el mediodía. Después volvió a llamar. Nada. Fue entonces cuando decidió avisarle a la mamá de Araceli en León.
La madre de Araceli recibió la llamada un viernes a mediodía. Al principio no se alarmó. Pensó que tal vez habían salido de último momento, que el teléfono de su hija se había quedado sin pila, que Juan andaría ocupado en algún trabajo. Pero conforme pasaban las horas, la inquietud fue creciendo. Marcó una, dos, cinco veces, siempre lo mismo. Buzón.
Los mensajes no se entregaban. Y lo peor, nadie en el rancho contestaba. El sábado 17 de agosto por la mañana decidió ir hasta la Fiscalía Regional en Lagos de Moreno. Llevó consigo la nota de voz que Araceli le había mandado el jueves a las 7 de la noche. Se la pusieron en el teléfono al Ministerio Público de turno.
Se escuchaba el viento, el rechinar de la combi, la voz de Araceli. Llegamos tarde, la terracería estaba fea. Mañana te marco. La gente anotó la hora, el contenido, el tono. Preguntó por la rutina de la familia, si había amenazas previas, si tenían deudas o problemas con alguien. La madre respondió lo que sabía, que Araceli no se metía con nadie, que Juan trabajaba duro, que no debían dinero.
Pero también mencionó algo que le habían contado antes, que Juan había tenido algunos roces con un familiar mayor por el uso de una parcela egidal. algo sobre límites de cerca y turnos de riego. Nada que pareciera grave, pero tampoco algo que se hubiera resuelto del todo. El agente tomó nota, dijo que iban a hacer las diligencias correspondientes, que esperara, que volviera si no había noticias en 48 horas.
Mientras tanto, en el rancho, la hermana de Juan no se quedó de brazos cruzados. Juntó a vecinos, a conocidos del tianguis, a gente trabajaba en las parcelas cercanas. Formaron grupos de búsqueda, empezaron a recorrer las brechas, los arroyos, los bordos. Llevaron lámparas para revisar el monte hasta la madrugada. Gritaban los nombres, Juan, Araceli, Sofía.
Solo les respondía el eco y el ladrido de perros lejanos. El domingo, la policía municipal comenzó a hacer rondines. Pasaban despacio por las terracerías con las ventanas abajo, preguntando a quién se cruzara si había visto algo raro. La policía estatal también se sumó. Revisaron las cámaras de las pocas entradas y salidas del pueblo.
La calidad de las grabaciones era mala y de noche todo se veía borroso. Había movimiento de vehículos, sí, pero no se distinguían placas ni modelos con claridad. Entonces apareció el primer indicio. Un vecino que vivía a poco más de 1 km del rancho de los Ramírez dijo que había visto en la madrugada del viernes una pickup blanca tipo NP300 con canastilla yendo hacia el monte.
No le tomó importancia en el momento porque camionetas así pasaban seguido, pero cuando se enteró de la desaparición recordó el detalle. Los agentes fueron al sitio que el testigo señaló. Encontraron marcas de llanta en la terracería, pero la llovisna de la noche anterior las había borrado casi por completo.
También hallaron una huella de bota cerca del cuarto de herramientas del rancho, justo detrás de donde Juan guardaba la leña. No era una bota de trabajo común, tenía un dibujo distinto en la suela, más profundo. La fotografiaron, la midieron. No coincidía con el calzado que usaba Juan. La fiscalía empezó a trazar dos líneas de investigación.
La primera y la más fuerte era el conflicto de tierras. Averiguaron que en las últimas asambleas ejidales había habido discusiones por cercas movidas, por potreros que algunos dejaban sin uso mientras otros necesitaban ampliar. Juan había estado presente en una de esas reuniones.
No había levantado la voz, pero sí había defendido su derecho a usar el ojo de agua que compartía con otros egidatarios. Uno de ellos, un pariente lejano, le había respondido con tono cortante, nada que pareciera violento en ese momento, pero quedó registrado. La segunda línea era la posibilidad de una salida voluntaria. Quizá Juan y Araceli habían decidido irse sin avisar. Quizá tenían problemas que nadie conocía, pero esa hipótesis empezó a debilitarse rápido.
Araceli había dejado su carnet de control prenatal sobre la mesa. La mochila de Sofía estaba colgada en un clavo de la pared y lo más importante, no hubo movimientos en las cuentas de banco. No hubo retiros, no hubo recargas posteriores en el número de Juan. Las líneas telefónicas seguían activas, pero nadie las usaba.
Para finales de agosto, los carteles de búsqueda ya estaban pegados en Lagos de Moreno, en encarnación de Díaz, en las entradas de León. La fotografía que más circuló fue una en la que aparecían los tres frente al rancho. Juan con las manos en los bolsillos, Araceli cargando a Sofía, la itálica, atrás, el perro echado en la tierra. La imagen era nítida, reciente.
Alguien la había tomado apenas dos semanas antes de la desaparición. Las búsquedas continuaron durante septiembre. Se revisaron hospitales. Se consultó con el semefo si había ingresos sin identificar. Nada coincidía. Los teléfonos seguían mandando las llamadas al buzón. Los mensajes no se entregaban y en el rancho los pañales y la playera lila seguían colgados en el tendedero, ya secos, ya desteñidos por el sol.
La comunidad no dejó de buscar, pero conforme pasaban las semanas, la esperanza empezó a mezclarse con otra cosa, con la certeza de que algo muy malo había pasado esa noche del jueves 15 de agosto. ¿Quieres saber cómo continuó la investigación? Activa las notificaciones y no te pierdas la siguiente parte. Los primeros meses fueron los más intensos.
La familia de Juan y la de Araceli no paraban de moverse. Pegaban carteles en postes, en tiendas, en paradas de autobús. Repartían volantes en las salidas de las misas. Llamaban a programas de radio locales para pedir que difundieran la fotografía. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón se les aceleraba.
Pero las llamadas que recibían casi siempre eran de gente que creía haber visto algo y terminaba siendo otra familia, otra camioneta, otro niño que no era Sofía. En octubre de 2019, un hombre llamó a la fiscalía diciendo que había visto a una mujer parecida a Araceli subiendo a un autobús en la central de Aguascalientes. Mandaron agentes, revisaron cámaras, no era ella.
En noviembre, alguien más reportó haber escuchado el llanto de una niña en un rancho abandonado cerca de San Juan de los Lagos. ¿Fueron? Tampoco. La madre de Araceli volvía cada semana a la fiscalía. Preguntaba si había avances. Le decían que sí, que estaban trabajando en ello, que no podían dar detalles.
Ella insistía, quería saber qué líneas seguían, qué testigos habían declarado, si habían interrogado al familiar de Juan, con el que hubo el problema de la parcela. Le respondían con evasivas. Nunca le dijeron que no, pero tampoco le dijeron que sí. Las autoridades seguían revisando el caso. Se hicieron rastreos con perros en la zona del rancho y en las brechas aledañas.
Los animales marcaron algunas áreas, pero no encontraron nada concluyente. Se solicitaron análisis de las llamadas y mensajes de los teléfonos de Juan y Araceli. No hubo actividad después del jueves 15 de agosto. Las últimas ubicaciones registradas por las torres de telefonía colocaban ambos celulares en la zona del rancho y después nada.
Se entrevistó al vecino que había visto la pickup blanca. Confirmó su versión. dijo que iba con las luces apagadas, despacio, como si no quisiera hacer ruido, pero no pudo dar más detalles. No vio quién manejaba, no vio placas, solo recordaba que era blanca y que tenía canastilla. Ese tipo de camionetas abundaban en la región. También se habló con otros ejidatarios.
Algunos confirmaron que en las últimas asambleas había habido tensión, que el tema del agua y las cercas había generado roces. que Juan había defendido su postura sin levantar la voz, pero con firmeza. Nadie quiso señalar directamente a nadie. Todos decían lo mismo, que en el campo esas cosas eran comunes, que se resolvían hablando, que nunca pasaba a mayores, pero algo sí pasó a mayores.
En diciembre, la policía estatal realizó un operativo en el rancho del familiar con el que Juan había tenido diferencias. Llegaron temprano con orden de cateo. Revisaron la casa, el corral, el patio. Buscaron indicios, objetos, cualquier cosa que conectara al lugar con la desaparición. No encontraron nada.
El hombre declaró que la última vez que vio a Juan fue en la asamblea, que no tenía nada que ver con lo que había pasado, que él también estaba preocupado. Lo dejaron ir. A finales de ese año, la investigación empezó a enfriarse, no porque las autoridades dejaran de trabajar, sino porque ya no había pistas frescas que seguir. Los teléfonos seguían sin actividad, no había movimientos financieros, no había testigos nuevos y las búsquedas en campo ya habían cubierto casi toda la zona accesible. Entró el 2020.
La pandemia complicó todo. Las búsquedas comunitarias se detuvieron por meses. Las oficinas de la fiscalía trabajaban con horarios reducidos. La familia seguía llamando, pero las respuestas eran cada vez más distantes. “En cuanto haya algo, les avisamos”, les decían. En abril de ese año llegó un tip anónimo.
Alguien llamó a la línea de denuncias y dijo que había una zanja en el monte, cerca de una zona conocida como el terrero, donde podría haber algo enterrado. Dieron coordenadas aproximadas, se organizó una búsqueda. Fueron autoridades, voluntarios, perros. Excavaron, removieron tierra, no encontraron nada relacionado con los Ramírez. Así pasaron los meses, uno tras otro. La madre de Araceli seguía escuchando la nota de voz del jueves 15 de agosto.
La ponía en las noches antes de dormir. Llegamos tarde, la terracería estaba fea. Mañana te marco. Cada vez que la oía lloraba porque ese mañana nunca llegó. La hermana de Juan guardaba la billetera que él solía llevar en el bolsillo derecho, no la de ese día, porque esa desapareció con él, pero sí una vieja idéntica que Juan había usado antes.
La tenía en una caja junto con fotos, recibos, papeles sin importancia. A veces la abría solo para recordar cómo era su hermano. Meticuloso, ordenado, alguien que no dejaba las cosas a la mitad. En el rancho, la vida no volvió a ser la misma. Nadie se atrevió a vivir ahí. La puerta se quedó cerrada con candado, el tendedero vacío.
La italica nunca regresó. Los perros siguieron rondando un tiempo, pero después también se fueron. Solo quedó el silencio y el viento que movía las ramas del mesquite. Para mediados de 2021, la desaparición de la familia Ramírez ya era un expediente más en 300. Un caso abierto, activo, pero sin avances, sin pistas, sin esperanza visible, hasta que llegó enero de 2022.
El invierno de 2022 fue distinto. Llovió más de lo normal. No fueron lluvias torrenciales, pero sí constantes. El tipo de lluvia que empapa la tierra, que la ablanda, que la mueve. En la región de los Altos de Jalisco no es común que enero traiga tanta agua. Ese año fue la excepción.
A mediados de mes, un campesino que tenía parcelas cerca del rancho de los Ramírez andaba revisando sus maguelles. Quería ver cuáles estaban listos para cortar y cuáles necesitaban más tiempo. Caminaba despacio con las botas hundidas en el lodo cuando algo le llamó la atención. Había una loma baja detrás de un maguell grande que siempre había estado ahí, pero ahora lucía diferente, como hundida, como si la tierra se hubiera acomodado sola.
Se acercó. La superficie no tenía plantas, tampoco piedras grandes. Era tierra compacta, pero con un desnivel que antes no existía. puso el pie encima y sintió que cedía un poco, como si debajo hubiera un espacio vacío. No le dio mucha importancia en ese momento. Pensó que tal vez era el efecto de la lluvia, que había removido algo, pero sí lo comentó cuando bajó al pueblo.
La hermana de Juan se enteró por una vecina. Le dijeron que un señor había visto algo raro en el monte, cerca de donde antes vivían los Ramírez. No era la primera vez que llegaban rumores así. Ya habían ido a buscar en zanjas, en cuevas, en arroyos. Siempre regresaban con las manos vacías, pero esta vez decidió no ignorarlo.
Habló con la fiscalía. El agente que tomó el reporte pidió detalles. Ubicación exacta. Distancia del rancho. ¿Qué tan visible era el lugar? ¿Cuándo había notado el cambio? El campesino fue claro. Esa loma había estado igual durante años, pero después de las lluvias de enero, la Tierra ya no se veía pareja. Algo se había movido abajo.
La fiscalía mandó a un equipo técnico a finales de enero. No fue un operativo grande, solo dos peritos y un fotógrafo. Querían confirmar si valía la pena hacer algo más. Llegaron al sitio, tomaron fotografías, midieron el área, compararon las imágenes recientes con fotos aéreas de 2019 que tenían en archivo. Y ahí notaron algo.
En las fotos viejas, esa zona tenía vegetación baja y piedras dispersas. En las fotos nuevas, la superficie estaba nivelada. Alguien había movido tierra y no hacía mucho. El informe preliminar sugería que el hundimiento era reciente, provocado por el peso del agua infiltrada. Si había algo enterrado ahí, las lluvias habían comenzado a delatarlo. Pero no podían hacer una excavación sin más.
Necesitaban autorización, plan de trabajo, personal especializado y, sobre todo, discreción. No querían alertar a nadie antes de saber qué había. En febrero se armó el plan. Sería una excavación controlada, sin prensa, sin público, solo personal de la fiscalía, servicios periciales, protección civil, bomberos y una unidad de la Guardia Nacional para resguardo. La fecha quedó programada para principios de marzo.
Mientras tanto, la familia seguía en la incertidumbre. No les dijeron nada. No podían. Si el hallazgo resultaba serban, había que seguir protocolos. Primero confirmar, después notificar. Así funcionaba. La madre de Araceli seguía llamando cada semana. Preguntaba si había algo nuevo. Le decían que no. Técnicamente no mentían porque todavía no había nada confirmado.
La hermana de Juan también insistía. Quería saber si habían vuelto a buscar en el rancho, si habían revisado más brechas, si habían interrogado otra vez al familiar con el que hubo problemas. Las respuestas eran siempre las mismas, que el caso seguía abierto, que estaban trabajando, que cualquier novedad se les informaría de inmediato.
Pero nadie les dijo que el 5 de marzo, muy temprano, una caravana de vehículos oficiales salió rumbo al monte. Nadie les dijo que llevaban palas. Picos, cinta amarilla, conos de señalización, una retroexcavadora y equipo de protección. Nadie les dijo que iban a excavar justo detrás del Maguell, a 700 m del rancho donde alguna vez vivieron Juan, Araceli y Sofía. La operación empezó al amanecer.
Acordonaron el área, colocaron la cinta amarilla con la leyenda. Prohibido el paso, fiscalía. Pusieron conos naranjas en las entradas. Instalaron una cadena gruesa sobre la tierra asegurada con candado para delimitar el perímetro más cercano al sitio. Trajeron ladrillos para usar como contrapeso en caso de que el viento moviera las lonas de protección.
Los peritos llegaron con overoles blancos y mascarillas. Los bomberos estacionaron su camión rojo a unos metros con las luces encendidas. La retroexcavadora amarilla quedó en espera un poco más atrás. La patrulla de la policía municipal de Lagos de Moreno se estacionó al lado con las torretas encendidas. Más atrás, vigilando el acceso, estaba una unidad de la Guardia Nacional.
Primero usaron herramientas manuales, picos, palas. Querían ir despacio, documentar cada capa, cada cambio de textura en la tierra, cada objeto que apareciera. No querían contaminar nada, no querían perder evidencia. A media mañana, la pala de uno de los peritos tocó algo que no era tierra, era tela, lona, negra, rasgada en varios puntos cubriendo algo.
Se detuvieron, llamaron al coordinador, tomaron fotografías y entonces con mucho cuidado comenzaron a levantar los bordes. Debajo de la lona negra había tablones de madera cruzados, como si alguien los hubiera puesto ahí para cubrir algo y luego hubiera echado tierra encima. Los tablones estaban húmedos, hinchados por la lluvia. Algunos tenían marcas de pala en los bordes.

Otros estaban partidos como si los hubieran usado con prisa. Los peritos no los movieron de inmediato, primero documentaron, fotografiaron desde todos los ángulos, midieron la profundidad del hoyo, marcaron con estacas cada esquina, anotaron la posición exacta de cada objeto visible.
Solo después comenzaron a retirar los tablones uno por uno con guantes. Debajo había más lona, esta vez en peor estado, rasgada, con tierra incrustada, con manchas oscuras que podrían ser humedad o algo más. Los bordes estaban enrollados como si alguien hubiera envuelto algo con ella y luego la hubiera dejado caer. Uno de los peritos señaló una esquina donde la lona estaba atada con un trozo de cuerda ya podrida.
Al lado del hoyo, medio enterrada, había una bolsa de supermercado blanca con el logo borroso de una cadena comercial. Adentro había papeles, todos mojados, pegados entre sí. Algunos eran ilegibles, otros conservaban tinta suficiente para distinguir letras, números, fechas. Los peritos metieron la bolsa completa en una bolsa de evidencia más grande. Sellaron, etiquetaron, firmaron.
La cadena de custodia empezó ahí mismo, en el borde del hoyo, con el cielo gris encima y el barro hasta los tobillos. También encontraron una cadena gruesa, oxidada con un candado que ya no habría. Estaba sobre los tablones como si la hubieran usado para asegurar algo y después la hubieran dejado ahí.
No tenía llave, tampoco tenía marca visible, solo óxido y tierra. Más abajo, entre la lona y la tierra suelta, apareció una manguera vieja de esas que se usan para regar, cortada en pedazos y junto a ella cables también cortados sin uso aparente, como si alguien hubiera llevado herramientas al lugar y las hubiera dejado olvidadas.
Uno de los peritos levantó una bolsa de evidencia opaca. Adentro había tiras de lona húmeda y algunos de los papeles rescatados. Con la otra mano señaló hacia el hoyo, donde todavía quedaban tablones sin retirar. Otro perito, más joven, sostenía una bolsa semitranslúcida. Adentro se veían fragmentos plásticos, barro compactado y lo que parecía ser parte de una prenda de tela desteñida.
Las fotografías se tomaban sin parar. Cada hallazgo, cada ángulo, cada detalle. El fotógrafo de la fiscalía se movía alrededor del área con cuidado de no pisar las marcas en el lodo. Las cámaras no mentían. Lo que estaba ahí estaba ahí. A mediodía decidieron traer la retroexcavadora, pero no para excavar directamente sobre el hoyo, sino para remover tierra de los costados.
Querían ver si había más objetos enterrados en la periferia. La máquina se movió despacio con el operador recibiendo instrucciones paso a paso. Levantaba la pala, esperaba, bajaba un poco, esperaba otra vez. En uno de esos movimientos, la pala sacó un montón de tierra con algo adentro. Los peritos se acercaron.
Era otro fragmento de lona y pegado a ella, algo que brillaba levemente a pesar del lodo. Lo limpiaron con cuidado. Era piel. Piel café. Una billetera. El coordinador del operativo se puso los guantes. Tomó la billetera con ambas manos. Estaba hinchada por la humedad, las costuras casi deshechas, pero la forma era inconfundible.
La abrió despacio. Adentro había una credencial del INE. Estaba pegada por el lodo, pero el plástico protector todavía cubría la foto. Se veía un rostro, un hombre joven y un nombre impreso, Juan Ramírez. También había una CURP doblada, casi ilegible, pero con algunos números todavía visibles. Un ticket del Oxo.
Fechado el 2 de agosto de 2019. Un recibo de recarga Telcel. Fecha 11 de agosto de 2019, 4 días antes de la desaparición. Y en el compartimento más pequeño de la billetera, protegida por un plástico ya roto, había una fotografía infantil desteñida, pero reconocible. Era Araceli. Tenía tal vez seis o 7 años en esa foto.
Sonriendo con el cabello corto y un suéter de rayas. El perito que sostenía la billetera la puso dentro de una bolsa de evidencia nueva. Selló. Escribió en la etiqueta billetera de piel color café. Contenido: INE, curp, tickets, fotografía. Recuperada en sitio de excavación, sector norte, profundidad aproximada 80 cm. A su alrededor el operativo seguía.
más tierra, más lona, más fragmentos de cosas que alguna vez fueron algo. El hoyo ya medía casi 2 m de ancho y metro y medio de profundidad. Los bomberos trajeron más iluminación portátil porque el cielo seguía gris y la tarde comenzaba a caer. Nadie hablaba de más, solo lo necesario. Pasa la bolsa, marca el punto, toma la foto antes de mover.
El silencio pesaba más que el barro. La retroexcavadora se apagó, ya no era necesaria. El resto del trabajo tenía que ser manual, centímetro a centímetro, con paciencia, con cuidado, porque lo que estaban encontrando ya no eran solo objetos, era evidencia. Era la respuesta que llevaban 3 años buscando.
Uno de los peritos se arrodilló junto al borde del hoyo. Con una brocha pequeña comenzó a quitar tierra de una zona donde la lona estaba más apretada. Debajo había algo rígido, no era madera, no era piedra, era otra cosa. Dejó de usar la brocha, usó los dedos, retiró más tierra y entonces se detuvo. Levantó la mano, llamó al coordinador, no dijo nada, solo señaló.
El coordinador se acercó, miró, asintió, se dio la vuelta y habló por radio. Necesitamos al equipo completo de antropología forense. Confirmamos hallazgo. La respuesta llegó en menos de 5 minutos. Una camioneta blanca con el logo de la fiscalía estacionó junto a las demás. Bajaron dos personas más con equipo especializado.
Trajeron más bolsas, más etiquetas, más cámaras y una caja térmica con sellos oficiales. Desde ese momento, el ritmo cambió. Ya no se trataba de buscar, se trataba de recuperar, de preservar, de documentar cada paso con precisión absoluta, porque lo que estaba saliendo de ese hoyo ya no era solo tierra y objetos olvidados, era lo que quedaba de tres vidas. El protocolo de antropología forense es lento, no se puede apurar.
Cada fragmento, cada resto, cada objeto cercano tiene que ser registrado con exactitud, posición, profundidad, relación con otros elementos. Todo importa, todo cuenta, porque en un caso como este la evidencia no solo tiene que ser encontrada, tiene que ser defendible, tiene que servir. El equipo forense trabajó hasta que cayó la noche.
Instalaron reflectores alimentados por un generador que trajeron en la camioneta de protección civil. La luz blanca iluminaba el hoyo, las lonas, los tablones apilados a un costado, las sombras de los peritos. se proyectaban largas sobre la tierra removida. No sacaron todo ese día. Apenas comenzaron el proceso de recuperación, tomaron muestras de suelo, fotografiaron cada capa, midieron ángulos, hicieron diagramas a mano en libretas impermeables y cuando ya no fue seguro continuar, cubrieron el sitio con lona nueva limpia y aseguraron el perímetro con más cinta amarilla. Dejaron
vigilancia toda la noche. Una patrulla de la policía municipal y dos elementos de la Guardia Nacional. No podían arriesgarse a que alguien se acercara. No podían permitir que se contaminara lo que quedaba por recuperar. Al día siguiente, 6 de marzo, regresaron al amanecer, esta vez con más personal, más cámaras, más bolsas y un vehículo especializado del Sevo.
Estacionado lo más cerca posible sin invadir el área de trabajo. La excavación continuó. Retiraron la lona que habían puesto la noche anterior, revisaron que todo estuviera igual y siguieron. Debajo de la primera capa de lona rasgada había otra capa más compacta, envuelta con más fuerza, como si alguien hubiera querido asegurarse de que nada saliera. Usaron tijeras forenses para cortar los bordes sin dañar lo que pudiera estar adentro.
El olor era fuerte, no insoportable, porque había pasado tiempo y la tierra absorbe mucho, pero suficiente para que algunos peritos ajustaran sus mascarillas. Entre las capas de lona encontraron más ropa, fragmentos, una playera que podría haber sido lila, tela de mezclilla, un pedazo de pañal deshecho.
Todo estaba degradado, manchado, casi irreconocible. Pero cada prenda fue embolsada por separado, etiquetada, sellada. También apareció un zapato infantil pequeño, de plástico, con un dibujo de flores apenas visible. Estaba lleno de barro, pero la forma era clara. Era de niña.
Era del número que usaría una niña de menos de 2 años. La perito que lo encontró lo sostuvo un momento antes de meterlo en la bolsa. No dijo nada. No hacía falta. Todos sabían lo que significaba. Más abajo, en la parte más profunda del hoyo, confirmaron lo que ya sospechaban desde el día anterior. No era necesario describirlo. El informe técnico lo haría después.
Lo importante ahí, en ese momento, era recuperar todo con respeto, con cuidado, sin errores. El proceso tomó todo el día. A media tarde, el equipo forense dio por terminada la fase de campo. Habían recuperado todo lo que el sitio podía ofrecer. Ahora venía la parte de laboratorio. Análisis de suelo, análisis de fibras, comparación de ADN con muestras de familiares, data aproximada, causa probable, todo lo que la ciencia pudiera decir sobre lo que había pasado ahí. Antes de irse, cubrieron el hoyo con tierra nueva. No lo rellenaron por
completo. Dejaron una marca discreta por si más adelante necesitaban regresar. Retiraron la cinta amarilla, los conos, la cadena. Desmontaron el perímetro, subieron el equipo a los vehículos. El último en irse fue el coordinador de la fiscalía. se quedó parado frente al sitio unos minutos, mirando el maguell, mirando la loma, mirando la terracería que bajaba hacia el rancho abandonado a 700 m de distancia.
Después subió a la camioneta y se fue. Al día siguiente, la fiscalía emitió un comunicado breve, sin nombres, sin detalles. Solo confirmaba que se había realizado una diligencia de campo en las inmediaciones de Lagos de Moreno, que se habían asegurado indicios relacionados con una investigación en curso, que se estaban realizando los peritajes correspondientes y que en su momento se informaría a las familias involucradas.
La madre de Araceli leyó el comunicado en su celular. No entendió si se refería a su caso o a otro. Llamó a la fiscalía. Le dijeron que esperara, que pronto la contactarían. La hermana de Juan también leyó el comunicado. Tampoco supo si tenía que ver con su hermano, pero algo en el estómago le dijo que sí, que esta vez sí.
Tres días después, el 8 de marzo, sonó el teléfono en casa de la madre de Araceli. Era un agente de la fiscalía. Le pidió que fuera a las oficinas, que llevara documentos, que fuera acompañada, pero no le dijo por qué. Ella ya sabía por qué. La madre de Araceli llegó a las oficinas de la Fiscalía Regional un miércoles por la mañana. No fue sola, la acompañó su hijo mayor, el hermano de Araceli, y una prima que había estado con ellos durante toda la búsqueda.
Los tres entraron en silencio. Sabían que las buenas noticias no requerían cita formal ni documentos. Los recibió el agente del Ministerio Público que había llevado el caso desde el principio. Los hizo pasar a una sala privada. No había ventanas, solo una mesa larga. sillas de plástico y un ventilador de techo que giraba despacio. Les ofreció agua, nadie aceptó.
El agente habló con voz baja pero clara. les explicó que el 5 y 6 de marzo se había realizado un operativo de búsqueda en una zona cercana al rancho donde vivían Juan, Araceli y Sofía, que se habían encontrado indicios consistentes con la desaparición de 2019, que entre esos indicios estaba una billetera con la identificación de Juan Ramírez y que además se habían recuperado otros elementos que requerían análisis de laboratorio.
les dijo que necesitaban muestras de ADN de familiares directos para hacer las comparaciones genéticas, que ese era el procedimiento, que no podían confirmar nada hasta tener los resultados, pero que todo indicaba que el caso estaba a punto de tener una resolución. La madre de Araceli no lloró en ese momento, tampoco preguntó detalles, solo asintió.
firmó los papeles de consentimiento, aceptó que le tomaran una muestra de saliva con un isopo y se quedó sentada en esa silla de plástico con las manos sobre la mesa mirando la pared blanca de enfrente. Cuando salieron de la fiscalía ya era mediodía. El hermano de Araceli preguntó si quería comer algo. Ella dijo que no. Quería ir a su casa.
quería estar sola, pero antes sacó el celular y buscó en la galería la nota de voz que Araceli le había mandado. El jueves 15 de agosto de 2019 la puso, la escuchó. Llegamos tarde, la terracería estaba fea. Mañana te marco. Ahora ya sabía por qué ese mañana nunca llegó. La hermana de Juan también fue citada. Le tomaron muestra, le explicaron lo mismo. Ella sí preguntó.
Quiso saber si habían encontrado la itálica. Le dijeron que no. Quiso saber si habían detenido a alguien. Le dijeron que la investigación seguía abierta, que no podían dar más información. Ella insistió. Quiso saber si el familiar con el que Juan tuvo problemas estaba siendo investigado. El agente no respondió, solo le pidió que tuviera paciencia. Los análisis de ADN tardaron tres semanas.
No porque el laboratorio fuera lento, sino porque el proceso requiere tiempo, extracción, amplificación, comparación. No se puede acelerar sin arriesgar la validez de los resultados y en un caso como este no podía haber errores. Mientras tanto, los peritajes de los otros indicios avanzaban.
El análisis de suelo mostró presencia de Cal, mucha cal. Eso explicaba en parte el estado de algunos materiales orgánicos. La cal acelera la descomposición, pero también deja rastros químicos claros. Las fibras de lona fueron comparadas con lonas comunes en ferreterías de la región.
Coincidían con un tipo de lona negra que se vende por metro en varios negocios de lagos de Moreno. Encarnación de Díaz y San Juan de los Lagos. No era exclusiva, pero sí común. cualquiera podía haberla comprado. La cadena oxidada y el candado fueron enviados a análisis de errumbre y desgaste. Los resultados indicaban que habían estado expuestos a humedad constante durante al menos dos años.
El candado no tenía marcas de fabricante visibles, tampoco había llave. Alguien lo había cerrado y probablemente había tirado la llave o la había guardado en otro lugar. Los fragmentos de ropa fueron analizados. La playera lila coincidía con el tipo de prenda que Araceli solía usar. Los pedazos de mezclilla eran consistentes con pantalones de trabajo como los que usaba Juan.
El pañal era de una marca comercial común del tamaño que usaría una niña de año y medio. El zapato infantil también coincidía, pero todo eso no era suficiente. La confirmación tenía que venir del ADN. El 30 de marzo, los resultados llegaron a la fiscalía. Las muestras recuperadas en el sitio de excavación coincidían con las muestras de los familiares. No había duda.
Lo que habían encontrado detrás del Maguell, a 700 m del rancho abandonado eran los restos de Juan Ramírez, Araceli Vargas y Sofía Ramírez. El primero de abril, las familias fueron notificadas oficialmente, no por teléfono, en persona, en la misma sala sin ventanas donde les habían pedido las muestras semanas atrás. Esta vez, la madre de Araceli sí lloró.
Lloró sin parar durante 20 minutos. Su hijo la abrazó. La prima también. Nadie dijo nada. No hacía falta. La hermana de Juan recibió la noticia con los ojos secos, no porque no le doliera, sino porque ya lo sabía. Desde que le dijeron que habían encontrado la billetera, ya lo sabía. Ahora solo era oficial. Después de la notificación, el agente les explicó que la investigación continuaba, que tenían líneas abiertas, que estaban trabajando en identificar responsables, pero que no podían dar detalles para no comprometer el proceso.
Les preguntó si querían que los restos fueran entregados para darle sepultura. Ambas familias dijeron que sí, pero que esperarían a que terminaran todos los peritajes. No querían interrumpir nada. Querían que quién hubiera hecho esto pagara. El agente asintió. Les dijo que los mantendría informados, que cualquier avance se los comunicarían de inmediato.
Salieron de la fiscalía en silencio. Afuera, el sol brillaba. La gente caminaba normal. Los carros pasaban. Todo seguía igual, como si nada hubiera pasado. Pero para ellos nada volvería a ser igual. Con la confirmación de los hallazgos, la investigación entró en una fase distinta.
Ya no se trataba de buscar, ahora se trataba de reconstruir, de entender qué había pasado esa noche del jueves 15 de agosto de 2019 y sobre todo de identificar quién lo había hecho. La fiscalía retomó todas las entrevistas previas. Volvieron a hablar con los vecinos que habían visto faros entrando por la brecha. Volvieron a preguntar por la pica blanca NP300 con canastilla.
Volvieron a revisar las cámaras de las salidas del pueblo, aunque la calidad seguía siendo mala. También revisaron otra vez las asambleas egidales. Consiguieron las minutas de las reuniones donde Juan había participado. Leyeron las actas donde se discutían los límites de parcela, el uso del agua, las cercas movidas y encontraron algo que antes no habían notado.
En una de esas reuniones, el familiar de Juan, con el que había tenido roces había hecho un comentario que quedó registrado. dijo que algunos no entienden que en el campo las cosas se arreglan de otra forma. No era una amenaza directa, pero tampoco era una frase cualquiera. El agente a cargo del caso solicitó autorización para volver a entrevistar a ese hombre, esta vez no como testigo, sino como persona de interés. La autorización fue concedida.
A mediados de abril, dos agentes de la policía estatal se presentaron en su domicilio. Le pidieron que los acompañara. Él aceptó sin resistencia. La entrevista duró más de 4 horas. Le preguntaron por su relación con Juan, por las discusiones en las asambleas, por el uso del agua y las cercas, por su rutina del 15 de agosto de 2019, por si recordaba dónde había estado esa noche, por si tenía alguna camioneta blanca, por si conocía a alguien que tuviera una. Él respondió a todo.
Dijo que sí, que había tenido diferencias con Juan, pero que nunca pasaron de palabras, que el 15 de agosto había estado en su casa, que no tenía testigos porque vivía solo, que sí tenía una pickup, pero era gris, no blanca, y que no sabía quién podría haberle hecho daño a su primo. Los agentes tomaron nota de todo.
Le pidieron que no saliera del municipio, que estuviera disponible por si necesitaban hablar con él otra vez. Él dijo que sí, que no había problema, pero la fiscalía no se quedó solo con su palabra. Solicitaron análisis de su pickup, revisaron la carrocería, las llantas, el interior. Buscaron rastros de tierra que coincidieran con la del sitio de excavación.
Buscaron fibras de lona, buscaron cualquier cosa que lo conectara. No encontraron nada concluyente. También revisaron sus movimientos telefónicos, llamadas, mensajes, ubicaciones de torres de telefonía. La noche del 15 de agosto, su celular había estado activo en la zona de su domicilio hasta las 10 de la noche.
Después se apagó y volvió a encenderse a las 6 de la mañana del día siguiente. Eso no probaba nada. Mucha gente apaga el celular para dormir, pero tampoco lo descartaba. Mientras tanto, los testimonios de otros ejidatarios empezaron a revelar más detalles. Uno de ellos recordó que días después de la desaparición había visto al familiar de Juan moviendo tierra en una zona cercana al Maguell. Le preguntó qué hacía.
Él respondió que estaba nivelando el terreno para sembrar. El testigo no le dio importancia. Hasta ahora. Otro ejidatario mencionó que ese hombre solía trabajar de noche, que no era raro verlo con la pickup prendida a desoras, que a veces llevaba herramientas, palas, costales. Todos pensaban que era para su trabajo en el campo. Nadie sospechó otra cosa. Un tercer testimonio fue más directo.
Una mujer que vivía en una parcela vecina dijo que una madrugada de mediados de agosto de 2019 había escuchado el motor de una camioneta cerca del Maguell. No vio nada porque estaba oscuro, pero sí escuchó que el motor estuvo encendido largo rato como si estuvieran cargando algo. Después se fue.
Ella no reportó nada porque no le pareció extraño hasta que se enteró de lo que habían encontrado. Con estos testimonios, la fiscalía armó una cronología posible, no definitiva, pero posible. La noche del 15 de agosto, alguien llegó al rancho de los Ramírez. probablemente en una pickup, probablemente con intención de hablar, pero la conversación se salió de control, tal vez por el tema de las tierras, tal vez por el agua, tal vez por algo que se dijo y que ya no se podía retirar. Lo que pasó después fue rápido. Juan, Araceli y Sofía no
tuvieron tiempo de defenderse. No hubo forcejeo prolongado. No hubo gritos que alertaran a los vecinos. Solo silencio y después el trabajo de limpieza. La itálica fue llevada a otro lugar, probablemente desmantelada, probablemente vendida en partes en algún mercado de motos usadas. Nunca la encontraron.
Los cuerpos fueron trasladados al sitio detrás del Maguell, a 700 m, lejos, pero no tanto. Fueron envueltos en lona, cubiertos con tablones, asegurados con cadena. enterrados con cal para acelerar la descomposición y luego tierra encima, mucha tierra. Y durante dos años y medio nadie notó nada hasta que las lluvias de enero de 2022 ablandaron el suelo y comenzaron a delatarlo.
Pero todavía faltaba la prueba definitiva, el testimonio clave, la evidencia que convirtiera esa cronología posible en una acusación formal. Y esa evidencia llegó a finales de abril de la forma menos esperada. El 25 de abril de 2022, un hombre se presentó en las oficinas de la Fiscalía de Lagos de Moreno.
No pidió cita, simplemente llegó, se identificó en la recepción y dijo que tenía información sobre el caso de los Ramírez. Le dijeron que esperara. 10 minutos después lo pasaron a una sala de entrevistas. era uno de los jornaleros que trabajaba de vez en cuando en la parcela del familiar de Juan. Tenía 52 años, vivía en una comunidad cercana y llevaba tiempo debatiéndose si hablar o no.
Había visto las noticias, había escuchado que se había confirmado el hallazgo y decidió que no podía quedarse callado. Le dijo a la gente que en agosto de 2019 su patrón le había pedido ayuda para mover unas cosas de noche. No le explicó qué cosas. ni por qué de noche, solo le ofreció pagarle el doble de lo normal. El jornalero aceptó porque necesitaba el dinero.
Llegó al rancho del hombre cerca de las 11 de la noche. Ya estaba oscuro, no había luna. Su patrón le dijo que subiera a la pickup. Era una NP300 blanca con canastilla. Él recordaba el modelo porque había comentado que le gustaría tener una así algún día. Manejaron por brechas sin luz. El jornalero no sabía hacia dónde iban. No preguntó.
Cuando llegaron al sitio, detrás de un maguell grande, su patrón le pidió que lo ayudara a bajar unas lonas enrolladas. Estaban pesadas, olían raro, pero el jornalero no dijo nada, solo hizo lo que le pidieron. Después el hombre sacó palas de la canastilla, le dijo que tenían que cabar, que era para enterrar unos animales muertos que había encontrado en su parcela, que no quería que los perros los desenterraran.
El jornalero pensó que era extraño hacerlo de noche, pero no cuestionó. Trabajó. Cavaron durante más de 2 horas. El hoyo quedó profundo. Pusieron las lonas adentro. Después el hombre trajo tablones y los puso encima. Luego una cadena gruesa con candado. Luego empezaron a echar tierra, mucha tierra, y sobre la tierra más piedras y ramas para que no se notara. Cuando terminaron, ya era pasada la medianoche.
El hombre le pagó en efectivo, le dio el doble de lo acordado y le dijo que no comentara nada con nadie, que era un asunto privado. El jornalero asintió, tomó el dinero y se fue. Durante 3 años guardó el secreto. Pero cuando se enteró de que habían encontrado algo en esa misma zona, supo que lo que había ayudado a enterrar no eran animales.
supo que había sido cómplice de algo mucho peor y decidió hablar. El agente que tomó la declaración le pidió que describiera el sitio. El jornalero lo hizo con precisión. Coincidía exactamente con el lugar de la excavación. Le preguntó si recordaba la fecha. Dijo que fue una noche de mediados de agosto de 2019.
No recordaba el día exacto, pero sí recordaba que era jueves porque al día siguiente tenía que ir a trabajar a otra parcela y llegó cansado. Le preguntaron si estaría dispuesto a declarar formalmente a ratificar su testimonio ante un juez. El jornalero dijo que sí, que para eso había ido, que no quería seguir cargando con eso. Con esa declaración, la fiscalía tenía suficiente para actuar.
solicitaron orden de aprensión contra el familiar de Juan. La solicitud fue presentada con todos los elementos: el testimonio del jornalero, los análisis forenses, los testimonios de otros ejidatarios, la cronología reconstruida y las evidencias del sitio de excavación. El juez revisó el expediente.
Tres días después, el 28 de abril, concedió la orden. El 2 de mayo, elementos de la policía estatal y de la Guardia Nacional llegaron al domicilio del hombre. Era temprano. Él estaba desayunando. No opuso resistencia. Lo esposaron, le leyeron sus derechos y lo subieron a una patrulla. Antes de salir, volteó a ver su pickup. Cris estacionada en el patio.
Después bajó la mirada y no dijo nada. Fue trasladado a las instalaciones de la fiscalía. Ahí el Ministerio Público le informó que estaba detenido por su probable responsabilidad en la desaparición y homicidio de Juan Ramírez, Araceli Vargas y Sofía Ramírez. Le preguntaron si quería declarar. dijo que no, que esperaría a su abogado.
Pasó la noche en los separos. Al día siguiente fue presentado ante el juez para audiencia de vinculación a proceso. El juez escuchó los argumentos de la fiscalía, escuchó al abogado defensor y determinó que había elementos suficientes para vincular al detenido a proceso penal. le dictó prisión preventiva. El hombre fue trasladado al Centro de Reinserción Social de Lagos de Moreno.
La noticia llegó a las familias ese mismo día. La madre de Araceli recibió una llamada de la fiscalía. Le informaron que había un detenido, que el proceso seguiría su curso, que podía tardar meses, tal vez años, pero que ya había alguien respondiendo por lo que había pasado. Ella no sintió alivio, tampoco sintió venganza, solo sintió un vacío enorme, porque nada de esto le devolvería a su hija, ni a su nieta, ni al yerno que había tratado como un hijo.
La hermana de Juan tuvo la misma reacción. Agradeció que hubiera un detenido, pero supo que el dolor no se iba con una captura, que iba a estar ahí siempre, cada vez que viera una italica en la calle, cada vez que pasara por una ferretería y viera lonas negras enrolladas, cada vez que escuchara hablar de problemas de tierras.
El proceso legal comenzó, las audiencias se programaron, los peritajes se presentaron como pruebas. El testimonio del jornalero fue clave. La defensa intentó desacreditarlo argumentando que había esperado 3 años para hablar, pero el juez consideró que eso no invalidaba su declaración, que el miedo y la culpa podían explicar el silencio.
El caso avanzaba lento, como todos los procesos judiciales, pero avanzaba. Los meses siguientes fueron de espera. Audiencias aplazadas, peritajes complementarios, testimonios cruzados. El sistema judicial no tiene prisa, se mueve con su propio ritmo, con sus propios tiempos. Las familias aprendieron a convivir con esa lentitud.
Mientras tanto, la fiscalía cerró otras líneas de investigación. Confirmaron que la pickup blanca que varios testigos habían visto esa noche no era del detenido, sino de un conocido suyo que se la había prestado. Ese conocido fue citado a declarar. Confirmó que le había prestado la camioneta, pero que no sabía para qué la iba a usar. Dijo que se la devolvieron al día siguiente, limpia, con el tanque lleno.
No sospechó nada. La fiscalía no lo acusó de complicidad. No había elementos para sostenerlo, pero sí quedó registrado en el expediente como parte de la cadena de eventos. También se confirmó que la itálica nunca fue recuperada. Se hicieron búsquedas en desmanteladoras de motos, en mercados de segunda mano, en lotes de vehículos abandonados. Nada.
probablemente fue desarmada pieza por pieza y vendida en distintos lugares o tal vez fue tirada en algún barranco y nunca se encontrará. Esa parte de la historia quedó sin respuesta. En junio de 2022, la fiscalía autorizó la entrega de los restos a las familias. Ya se habían hecho todos los peritajes necesarios.
Ya se habían tomado todas las muestras. Ya no había razón para retenerlos. La madre de Araceli decidió que quería sepultarlos en León, en el panteón donde estaban sus padres. La hermana de Juan aceptó. No quiso separar a su hermano de Araceli y de Sofía. Si en vida habían sido una familia, en la muerte también lo serían. El funeral fue discreto.
Solo familiares cercanos, sin prensa, sin cámaras, sin discursos. Un sacerdote dijo unas palabras. habló de la vida, de la esperanza, de la fe, pero sus palabras sonaron lejanas, como si vinieran de otro lugar, porque ahí, frente a esos tres ataúdes cerrados, no había consuelo posible. Después de la misa, los bajaron a la fosa común que habían preparado uno al lado del otro.
La madre de Araceli puso una flor sobre cada ataúd antes de que comenzaran a cubrirlos con tierra. La hermana de Juan hizo lo mismo. Después se quedaron ahí paradas, viendo como la tierra caía despacio. Cuando terminó, se fueron en silencio. No hubo velorio, no hubo comida. Cada quien regresó a su casa a seguir con su duelo.
En julio hubo otra audiencia, esta vez para definir si el caso iría a juicio oral o se resolvería de otra forma. La defensa intentó negociar. ofreció que el acusado se declarara culpable de homicidio simple a cambio de una reducción de pena. La fiscalía se negó.
Argumentó que se trataba de un homicidio agravado por premeditación, alevosía y ventaja, y que además había una menor de edad involucrada. No iban a negociar. El juez escuchó ambas posturas. Determinó que el caso procedería a juicio oral. La fecha quedó programada para octubre de 2022. Durante esos meses, la hermana de Juan cerró definitivamente el rancho donde vivían.
Nadie quiso comprarlo, nadie quiso rentarlo. Quedó abandonado como tantos otros en la región. Las paredes de Block siguieron descascarándose. El Tinaco se llenó de tierra. Las sillas plásticas se quebraron con el sol y el patio se llenó de hierba alta. A veces los domingos ella iba a verlo desde lejos. No entraba, solo se quedaba parada en la terracería mirando, recordando cómo era antes, recordando las tardes de misa, el tianguis de los miércoles, la italica estacionada, la ropa en el tendedero, recordando a su hermano con la billetera en el bolsillo,
repitiendo siempre lo mismo. La billetera no se deja. Ahora esa billetera estaba guardada en una caja de evidencias en la fiscalía junto con la INE enlodada, la CURP doblada, el ticket del Oxo, el recibo de Telsel y la foto infantil de Araceli.
Todo lo que quedaba de una vida que se apagó en cuestión de minutos. El juicio comenzó el 17 de octubre. Duró 3 semanas. Se presentaron más de 40 pruebas, testimonios de vecinos. de ejidatarios, del jornalero que ayudó a acabar, de los peritos forenses, de los agentes que participaron en la excavación. Se mostraron fotografías del sitio, se explicó la cronología, se detalló el procedimiento de identificación por ADN.
La defensa argumentó que no había pruebas directas, que todo era circunstancial, que el testimonio del jornalero no era confiable porque había esperado años para hablar, que su cliente tenía derecho a la presunción de inocencia. La fiscalía respondió que la acumulación de pruebas circunstanciales formaba un caso sólido, que el testimonio del jornalero era creíble, detallado y coincidía con los hechos.
que las evidencias forenses no mentían y que la billetera de Juan Ramírez, encontrada en el sitio de excavación era la prueba física que conectaba al acusado con los hechos. El acusado nunca declaró. Durante todo el juicio, permaneció callado. Escuchó, miró a los testigos, vio las fotografías, pero no dijo nada. Su abogado habló por él, pero él nunca abrió la boca.
El 7 de noviembre de 2022, el tribunal dio su veredicto culpable por el homicidio calificado de Juan Ramírez, Araceli Vargas y Sofía Ramírez. La sentencia fue leída 3 días después, 60 años de prisión, sin posibilidad de reducción, sin beneficios preliberacionales. La madre de Araceli escuchó la sentencia desde la sala.
No lloró, no gritó, solo cerró los ojos un momento. Después se levantó y salió. Afuera, los reporteros le preguntaron cómo se sentía. Ella no respondió, solo siguió caminando hasta el carro donde la esperaba su hijo. La hermana de Juan tampoco dio declaraciones, subió a su camioneta y se fue directo al rancho abandonado.
Se quedó ahí hasta que oscureció viendo las paredes de Block. viendo el tinaco, viendo el espacio vacío donde antes estaba la italica. Después arrancó y se fue. Con la sentencia dictada, el proceso judicial llegó a su fin. El hombre fue trasladado al Centro Federal de Readaptación Social, donde cumpliría su condena. La Fiscalía cerró formalmente el caso.
Las familias recibieron una copia del expediente completo y el nombre de Juan Ramírez, Araceli Vargas y Sofía Ramírez. quedó registrado en las estadísticas oficiales de personas localizadas después de su desaparición. Pero para quienes los conocieron no eran estadísticas, eran personas reales, con rutinas, con sueños, con planes. Juan pensaba ampliar la casa cuando naciera el segundo bebé.
Araceli quería que Sofía aprendiera a leer temprano, como ella había aprendido. Sofía apenas estaba comenzando a decir palabras completas. Todo eso se detuvo la noche del 15 de agosto de 2019. En los meses siguientes, la vida siguió para todos. Pero no igual. La madre de Araceli dejó de ir a misa los domingos. No es que hubiera perdido la fe.
Simplemente no encontraba consuelo en las palabras del sacerdote. Prefería quedarse en casa con la puerta cerrada escuchando la nota de voz de su hija una y otra vez. El hermano de Aracel intentó volver a su rutina, trabajo, casa, familia, pero cada vez que pasaba por la Moreno sentía un peso en el pecho. Prefería tomar la autopista larga, aunque le saliera más cara, con tal de no ver el letrero que decía, “Bienvenidos a Lagos de Moreno, pueblo mágico.
” La hermana de Juan vendió su casa en la se mudó a Guadalajara. No porque quisiera olvidar, sino porque no soportaba ver los lugares donde su hermano había caminado, la tienda donde compraba los refrescos, el tianguis donde ayudaba los miércoles, la carretera por donde pasaba en la italica. Todo le dolía. Antes de irse fue una última vez al panteón en León.
Llevó flores, las puso sobre la lápida que compartían los tres. No decía mucho, solo los nombres, las fechas de nacimiento y una fecha compartida de muerte. 15 de agosto de 2019. No había frases, no había mensajes, solo nombres y fechas. Se quedó ahí un rato pensando en lo injusto que era todo, en lo absurdo, en lo evitable. Porque si alguien hubiera intervenido antes, si las autoridades hubieran tomado en serio los conflictos egidales, si hubiera habido mediación, sí, sí, sí, pero los sí no devuelven a nadie. Después se levantó y se fue. No volvió. El rancho
siguió abandonado. Con el tiempo, algunos vecinos empezaron a usarlo como atajo para llegar a sus parcelas. Pasaban por ahí sin detenerse, sin mirar mucho, como si el lugar estuviera maldito, aunque no lo estaba, solo estaba vacío. En 2023, la Fiscalía de Jalisco publicó un informe sobre desapariciones resueltas en la región.
El caso de los Ramírez aparecía como ejemplo de investigación exitosa. Mencionaban el trabajo pericial, la colaboración entre instancias, el uso de tecnología forense y el testimonio ciudadano clave. Todo técnico, todo correcto, pero sin mencionar los 3 años de angustia, las noches sin dormir, las llamadas al vacío, la ropa húmeda en el tendedero.
Para las estadísticas era un caso cerrado. Para las familias era una herida abierta que nunca cerraría del todo. En mayo de 2024, el detenido solicitó un amparo contra la sentencia. argumentó vicios en el proceso. El amparo fue negado. Volvió a solicitarlo 6 meses después. Nuevamente negado. La sentencia quedó firme, 60 años sin reducciones. Mientras tanto, el jornalero que había declarado se mudó a otro estado.
No porque le hubieran amenazado, sino porque no soportaba las miradas en el pueblo. Algunos lo veían como un héroe por haber hablado, otros lo veían como un traidor por haber tardado tanto. Él no se sentía ni una cosa ni la otra, solo se sentía cansado. La pickup blanca NP300 que fue prestada aquella noche fue vendida por su dueño.
No quiso conservarla. Le recordaba demasiado. La compró un comerciante de Aguas Calientes que no sabía nada de la historia. Ahora la usa para transportar mercancía sin saber que alguna vez fue parte de algo tan terrible. El Magallal donde estaba el sitio de excavación sigue ahí. Nadie lo ha tocado. La Tierra fue rellenada, pero se nota la diferencia. Está más clara que el resto.
Algunos campesinos evitan pasar por ahí, no por miedo, sino por respeto. En el pueblo la historia se cuenta a veces, en las tiendas, en las esquinas, en las sobremesas, pero nunca con todos los detalles. Siempre editada, siempre suavizada. como si hablar de ello completo fuera demasiado. La verdad es que nadie sabe exactamente cómo fue.
Solo el hombre que está en prisión lo sabe y él nunca ha hablado ni hablará. Porque reconocerlo sería aceptar que lo que hizo no tiene justificación, que por un pedazo de tierra, por turnos de agua, por un orgullo malentendido, acabó con tres vidas. Una de ellas la de una niña que apenas comenzaba a hablar. Y eso ni él mismo puede enfrentarlo.
Han pasado más de 5 años desde aquella noche de agosto. El rancho sigue abandonado. Las paredes de Block ahora tienen grietas más profundas. El tinaco se cayó durante una tormenta y nadie lo levantó. Las sillas plásticas desaparecieron. Probablemente alguien se las llevó.
El patio está cubierto de maleza y donde antes estaba el tendedero solo quedan dos postes oxidados sin cuerda. La terracería que lleva hasta allá sigue siendo la misma. Lodosa cuando llueve, polvosa, cuando no. Los autobuses ya no pasan por ahí. Los que iban a trabajar a las parcelas cercanas encontraron otras rutas.
El lugar quedó aislado, olvidado, como si nunca hubiera existido. La madre de Araceli cumplió 70 años en 2024. Su salud empeoró. Dejó de salir de casa. Pasaba los días sentada junto a la ventana mirando la calle. A veces sacaba el celular y buscaba la nota de voz, pero ya no la ponía, solo la miraba.
Sabía que si la escuchaba una vez más, algo dentro de ella se rompería definitivamente. El hermano de Araceli siguió trabajando. Tuvo otro hijo. Le puso el nombre de su hermana Araceli, no como homenaje, sino como forma de mantenerla presente. Su esposa al principio no estuvo de acuerdo, pero después entendió. entendió que el dolor no se va nombrándolo, pero tampoco se va ignorándolo.
La hermana de Juan se casó en 2023, se fue a vivir a Guadalajara, tuvo una vida nueva, un trabajo nuevo, amigos nuevos, pero nunca habló de su hermano con nadie que no lo hubiera conocido, porque cada vez que intentaba explicar lo que había pasado, las palabras no le alcanzaban.
No había forma de transmitir lo que se siente cuando alguien desaparece así, de un día para otro, sin despedida, sin razón que tenga sentido, guardó la caja con las fotos de Juan, la billetera vieja, los recibos, todo lo que había logrado conservar. A veces la abría. veía la foto de su hermano frente al rancho con las manos en los bolsilcillos con la italica atrás y cerraba la caja porque no podía sostener la mirada por mucho tiempo.
El hombre que fue condenado sigue en prisión, cumple su sentencia sin problemas, no causa conflictos, no se queja. Trabaja en el taller de carpintería del penal. Hace mesas, sillas, repisas. Las vende a través de un programa de reinserción. El dinero va a su familia. Él no lo toca. Nunca ha aceptado su culpabilidad públicamente, tampoco la ha negado. Simplemente no habla del tema.
Cuando otros internos le preguntan por qué está ahí, responde que por un problema de tierras y no da más detalles. A veces recibe visitas. Su familia ya no va tanto como antes. Al principio iban cada semana, después cada mes. Ahora van cada tres o cu meses. No porque lo hayan abandonado, sino porque no saben qué decirle. Y él tampoco sabe qué decirles. El jornalero que declaró nunca volvió a Lagos de Moreno.
Vive en Querétaro ahora. Trabaja en una fábrica. Tiene una vida tranquila, pero nunca olvidó aquella noche. La picup blanca, las lonas pesadas, el olor raro, el hoyo profundo, la cadena con candado y las palabras de su patrón. No comentes nada con nadie. Durante mucho tiempo se preguntó si debió haber sospechado algo, si debió haber preguntado más, si debió haber ido a la policía al día siguiente, pero no lo hizo y eso lo va a cargar siempre.
En Lagos de Moreno la vida continúa. El tianguis de los miércoles sigue funcionando. Las misas de los domingos siguen llenándose, las combis siguen haciendo su ruta. Todo parece igual, pero hay quienes todavía recuerdan, quienes todavía comentan, quienes todavía bajan la voz cuando pasan cerca del rancho abandonado. Porque lo que pasó ahí no fue un accidente, no fue un malentendido, fue una decisión.
Alguien decidió que tres vidas valían menos que una parcela, que un turno de agua, que un pedazo de tierra. Y esa decisión no se borra con una sentencia, no se repara con un juicio, no se olvida con el tiempo. La fiscalía mantiene el expediente archivado. Caso cerrado, resuelto. Pero las familias saben que cerrado no significa sanado. Resuelto no significa superado.
Juan Ramírez tenía 28 años, trabajaba duro, cargaba su billetera en el bolsillo trasero derecho y repetía siempre lo mismo. La billetera no se deja. Araceli Vargas tenía 25. Estaba embarazada de 7 meses. Hacía limpiezas por encargo y mandaba notas de voz a su mamá cada vez que llegaba tarde. Sofía Ramírez tenía un año y 8 meses.
Decía agua y papi y se calmaba con el sonido de la italica. Los tres desaparecieron la noche del 15 de agosto de 2019 y 3 años después una excavación discreta lo cambió todo. No porque les devolviera la vida. sino porque les devolvió la verdad y a veces la verdad es lo único que queda.
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