ITZEL CAMACHO desapareció en Puebla — 29 años después, ESPOSO la encontró sin memoria en la CAPU!…

Una tarde de septiembre en Puebla, una mujer de playera blanca cruza el centro histórico sin saber que no volverá a casa. 29 años después, en el patio mojado de una terminal de autobuses, alguien la reconoce entre los conos naranjas y una bolsa de basura. Entre esos dos momentos, ningún secuestro, ningún crimen espectacular, solo silencio, distancia y memoria rota.

Puebla, septiembre de 1994. La ciudad respira tranquila bajo el aire seco del altiplano. En una casa de la colonia La Paz, Itzel Camacho Ríos dobla una blusa sobre la cama antes de salir. Tiene 24 años, cabello recogido casi siempre, manos rápidas y voz baja. Desde hace 2 años trabaja como auxiliar administrativa en un taller mecánico por la 11 sur, cerca del mercado.

 Sale temprano, regresa antes del anochecer. Nada en su rutina llama la atención. Esteban Morales, su esposo, trabaja como técnico en refrigeración. Se conocieron en una fiesta de San Andrés, Cholula, cuando ella aún vivía con su madre en Atlixco. Él recuerda esa primera conversación frente a un puesto de elotes.

 Ella, la forma en que él sostenía el vaso de plástico con las dos manos. Se casaron en el 92 sin mucho ruido. Rentaron la casa en La Paz porque quedaba cerca del trabajo de ambos y porque la renta no apretaba tanto. Los jueves, Itzel salía del taller cerca de las 6 de la tarde, tomaba el urbano en la 11 o caminaba si el clima estaba bien. A veces se detenía en algún puesto para comprar pan o tortillas.

Esteban llegaba más tarde, entre 7 y 8, dependiendo de las reparaciones del día. Cenaban juntos viendo las noticias. Ella solía hablar poco, pero escuchaba bien. Él le contaba anécdotas del trabajo. Ella sentía, a veces sonreía. El hermano de Ixel, Iván, vivía en San Andrés, Cholula, con su pareja.

 Se veían cada mes o mes y medio en algún domingo. La madre de Itsel, que nunca se acostumbró del todo a que su hija viviera en la capital, insistía en que la visitara más seguido. Itzel le prometía ir cada sábado, pero el cansancio o el dinero a veces lo impedían. Esteban notaba esa tensión callada, pero no presionaba.

 sabía que Itzell cargaba esa culpa en silencio. Ese jueves 22 de septiembre, Itzell salió del taller a la hora de siempre. Llevaba una playera blanca sencilla, jeans azules de cintura alta y tenis blancos que había comprado un mes atrás en el tiangis. No traía bolsa grande, solo una cartera pequeña de tela con su credencial, algunas monedas y la llave de la casa.

 Antes de salir, le dijo al dueño del taller que pasaría por la CAPO para revisar horarios de autobuses. Quería ir a Atlixco el sábado visitar a su madre. Él asintió sin darle importancia. Caminó por la 11 sur hasta el centro. Las calles estaban llenas. Vendedores ambulantes, estudiantes saliendo de la preparatoria, señoras cargando bolsas del mercado.

 Itsel caminaba con pasos cortos mirando al frente. Pasó junto a una cabina Telmex azul, de esas que todavía se usaban para llamadas de larga distancia. Un comerciante que barría la banqueta la vio pasar. Más adelante, frente a una papelería, un sedán noventero Bech estaba estacionado con las luces apagadas. Nadie le prestó atención en ese momento.

 Itsel llegó hasta la esquina donde solía tomar el urbano hacia La Paz, pero esa tarde no subió a ninguno. Un conocido del taller que pasaba en bicicleta la vio caminando hacia el norte en dirección contraria a su casa. Le pareció raro, pero no se detuvo. Eran las 6:10 de la tarde. Después de ese momento, nadie más la vio con certeza. Esteban llegó a casa cerca de las 8.

 La puerta estaba cerrada con llave como siempre. Entró, dejó las herramientas en el patio, se lavó las manos, llamó a Itzel. Silencio. Revisó la cocina, el cuarto, el baño. Nada. Pensó que tal vez había ido a la tienda o que se quedó platicando con alguna vecina. Esperó. Luego salió a la calle, preguntó en las casas cercanas. Nadie la había visto.

Regresó a la casa, revisó si faltaba ropa, documentos, dinero. Todo estaba en su lugar. El closet intacto, la credencial del INE sobre el buró, los zapatos viejos debajo de la cama. Itzel no había planeado irse. Esteban sintió un vacío en el estómago que no supo nombrar. Salió otra vez, esta vez corriendo hacia la 11 sur.

 preguntó en el taller. El dueño le dijo que ella había salido normal, que mencionó lo de la capu. Esteban fue directo a la terminal. Preguntó en las taquillas, en los andenes, en los puestos de comida. Nadie recordaba haberla visto. Volvió a casa pasada la medianoche. Se sentó en la sala con las luces apagadas, esperando que la puerta se abriera. No pasó nada.

 Al día siguiente, antes del amanecer, fue a poner el reporte a la policía. El viernes 23 de septiembre por la mañana, Esteban entró a las oficinas de la policía judicial del Estado. Le tomaron los datos en un escritorio de metal rallado bajo un foco que parpadeaba. Nombre completo de la desaparecida, edad, descripción física, ropa que llevaba puesta última vez que fue vista.

 El agente escribía lento, con mala letra. Esteban repetía todo dos veces. Al final le dieron un número de folio y le dijeron que esperara, que iban a hacer averiguaciones. Salió de ahí con un papel arrugado en la mano y una sensación de que nada iba a moverse rápido. Fue al taller donde trabajaba Itsel. Habló con el dueño, con los otros empleados.

 Todos decían lo mismo. Ella salió normal, tranquila, sin prisa. Nadie notó nada extraño. Esteban preguntó si alguien la había molestado últimamente, si había recibido llamadas raras, si mencionó algún problema. No, nada. fue a la Capu, recorrió los andenes uno por uno, mostró una foto de Itzel a los chóeres, a los despachadores, a las señoras que vendían tortas y refrescos.

Algunos miraban la foto con atención, otros apenas la volteaban a ver. Nadie la recordaba. Esteban insistió. Seguro. Ayer en la tarde, playera blanca, jeans azules negaban con la cabeza. Uno de los chóeres le sugirió revisar en la Cruz Roja o en los hospitales por si había pasado algo.

 

 

 

 

 

 Esteban fue al IMS, al IS SST, a la Cruz Roja. En cada lugar le pedían datos, llenaba formularios, esperaba en pasillos fríos que olían a desinfectante. En ningún lado había registro de ISEL, ni accidentes, ni ingresos de urgencia, nada. Volvió a su casa al anochecer. Iván, el hermano de Itsel, ya estaba ahí.

 Había manejado desde Cholula en cuanto Esteban le avisó. Los dos se sentaron en la sala sin saber qué hacer. Iván propuso hablar con la madre. Esteban sabía que esa conversación iba a ser brutal. Fueron juntos a Atlix. Al día siguiente. La madre de Itzel abrió la puerta con una sonrisa que se le borró en cuanto vio las caras de ambos.

Esteban intentó explicar con calma, pero las palabras salieron trabadas. La señora se llevó las manos a la boca, empezó a negar con la cabeza. No, no, no. Iván la abrazó. Esteban miraba el piso de mosaico con las manos metidas en los bolsillos. Regresaron a Puebla esa misma tarde.

 Iván se quedó unos días ayudando. Imprimieron volantes con la foto de Itzel, su descripción, el número de teléfono de Esteban. Los pegaron en postes, en paraderos de autobús, en tiendas del centro. Algunos comerciantes los dejaban pegar los carteles en sus aparadores. Otros decían que no, que les tapaban la vista. Esteban no discutía, solo seguía caminando.

 Pasaron las semanas. Esteban iba todos los días a la judicial a preguntar si había novedades. Siempre le decían lo mismo, que estaban trabajando en ello, que tuviera paciencia. Un agente le sugirió revisar si Itzell tenía problemas personales, si quería irse, si había alguien más. Esteban apretó los puños, pero no respondió. Sabía que esas preguntas eran parte del protocolo, pero dolían igual.

La investigación oficial se movía despacio. Revisaron las cámaras de algunos comercios del centro, pero la mayoría no funcionaba o grababa con tan mala calidad que no se distinguía nada. En una papelería lograron ver una imagen borrosa de una mujer que podía ser Itzell caminando cerca de la cabina Telmex. Detrás se veía un carro estacionado, pero no se alcanzaba a leer la placa.

 La judicial dijo que iban a investigar, pero nunca hubo seguimiento claro. Esteban dejó de dormir bien. Se despertaba a las 3 a las 4 de la mañana y se quedaba sentado en la cama mirando la pared. A veces salía a caminar por el barrio en plena madrugada, como si pudiera encontrarla doblando una esquina. Los vecinos empezaron a mirarlo con lástima.

 Algunos le llevaban comida, otros solo bajaban la mirada cuando lo veían pasar. Iván regresó a Cholula después de dos semanas. Tenía que trabajar. Le dijo a Esteban que cualquier cosa lo llamara, que iba a estar pendiente. Esteban asintió. Se quedó solo en la casa, rodeado de las cosas de Itsel. Su ropa en el closet, su cepillo de dientes en el baño, una revista abierta sobre la mesa. No movió nada.

 Todo quedó exactamente como ella lo dejó. Los meses pasaron sin pistas sólidas. La judicial abrió un expediente formal y lo registraron en el sistema estatal de personas desaparecidas. Esteban seguía yendo cada semana a preguntar. Le cambiaron de agente dos veces. Cada vez tenía que volver a explicar todo desde el principio.

 La frustración se le acumulaba en el pecho como un peso que no podía quitarse. En diciembre de ese año, alguien le dijo que vieron a una mujer parecida a Itzel en Texmelucan comprando en el mercado. Esteban manejó hasta allá el mismo día. Recorrió el tianguis completo. Mostró la foto a decenas de personas. Nadie la reconoció.

 Volvió a Puebla con las manos vacías y un tanque de gasolina menos. Así cerró 1994, sin respuestas, sin cuerpo, sin nada. Si esta historia te está tocando, no te la pierdas. Activa el recordatorio y sígueme para la siguiente parte. El año 1995 llegó sin novedades. Esteban seguía trabajando, pero ya no con la misma constancia. A veces faltaba días completos porque se iba a buscar a Itsel por su cuenta.

 Manejaba hasta pueblos cercanos. Preguntaba en terminales de autobuses, en mercados, en iglesias. Llevaba siempre un folder con copias de la foto y el volante. La gente lo escuchaba con compasión, pero casi nadie tenía información útil. La madre de It se enfermó ese año. No era nada grave al principio, solo cansancio y algo de presión alta. Pero los médicos le dijeron que tenía que cuidarse.

 Iván y Esteban se turnaban para visitarla en Atlixco. Ella preguntaba siempre lo mismo. ¿Ya supieron algo? Esteban negaba con la cabeza. Ella lloraba en silencio, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Nunca dejó de esperar. En la judicial, el expediente de Itzel se sumó a otros 50 casos similares.

 El agente encargado le explicó a Esteban que sin testigos directos, sin cuerpo, sin evidencia de delito, las posibilidades de avanzar eran limitadas. Le sugirió que siguiera atento a cualquier rumor, cualquier avistamiento, por mínimo que fuera. Esteban salió de ahí sintiendo que la burocracia le cerraba todas las puertas. Hubo más pistas falsas.

 En 1996, alguien llamó para decir que había visto a una mujer parecida a Itzsel trabajando en una fonda de la Ciudad de México, cerca de Istapalapa. Esteban viajó en autobús, llegó a la dirección que le dieron. Era una fonda pequeña con mesas de plástico y olor a caldo de pollo. Entró, miró a las meseras. Ninguna era Itzel. le enseñó la foto a la dueña.

 Ella la miró con atención y dijo que no, que ahí no había trabajado nadie con esa cara. Esteban se quedó parado en la banqueta un rato largo antes de volver a la terminal. Los años fueron pasando con ese mismo ritmo. Esperanza breve, decepción larga. En 1998, el expediente de Itsel fue digitalizado y subido al registro nacional de personas desaparecidas y no localizadas, que apenas estaba empezando a funcionar.

Esteban llenó formularios nuevos, dio las mismas respuestas a las mismas preguntas. Le dijeron que ahora el caso iba a tener más alcance, que otras entidades podrían cruzar información. Él asintió sin mucha convicción. Para el año 2000, Esteban ya había recorrido medio estado. Conocía de memoria las terminales de autobuses de Tehuacán, Atlixco, Cholula, Texmelucán.

Conocía a los chóeres, a los vendedores ambulantes, a los guardias de seguridad. Algunos ya lo saludaban por su nombre, otros lo evitaban porque sabían que iba a sacar la foto otra vez y a hacer las mismas preguntas. Ese mismo año, la madre de Itzel murió. Fue un paro cardíaco en la madrugada, rápido y sin aviso. Iván llamó a Esteban llorando.

 Él manejó a Atlixo en automático, sin pensar, con las manos apretadas al volante. El velorio fue breve. La señora fue enterrada en el panteón municipal en una tumba sencilla junto a la de su esposo. Esteban e Iván no hablaron mucho durante esos días. El peso del silencio era más fuerte que cualquier palabra.

 Después del entierro, Iván le dijo a Esteban que tenía que seguir adelante, que su madre hubiera querido eso. Esteban lo miró sin responder. Sabía que Iván tenía razón, pero algo en él no podía soltar la búsqueda. No era solo por Itsel, era porque soltarla significaba aceptar que tal vez nunca iba a saber qué pasó.

 En 2003, Esteban compró una computadora usada. Aprendió a usarla despacio con ayuda de un vecino. Empezó a buscar en foros de internet, en páginas de personas desaparecidas, en grupos de Facebook que apenas estaban naciendo. Subió la foto de Itzel, escribió su historia en mayúsculas, dejó su número de teléfono.

 Algunas personas le respondían con ánimos, otras compartían la publicación, pero nunca llegó nada concreto. Los agentes de la judicial cambiaron tres veces más entre 2004 y 2010. Cada vez que Esteban iba a preguntar tenía que explicar el caso desde cero. Algunos tomaban notas, otros solo asentían con cara de cansancio. Uno de ellos le sugirió que tal vez Itzell se había ido por voluntad propia, que a veces la gente necesita desaparecer. Esteban apretó la mandíbula y salió sin decir nada.

 Para 2010, la casa de la paz ya no se sentía como un hogar. Esteban vivía ahí más por inercia que por otra cosa. Guardaba todas las cosas de Itzel en cajas de cartón bien etiquetadas en el cuarto de atrás. No tiró nada. Sabía que si algún día ella volvía, todo tenía que estar ahí. En 2015, el caso de Itzel cumplió 21 años.

 Esteban publicó un mensaje en redes sociales con la foto de ella. y un texto largo contando lo que había pasado. Pidió que compartieran. Miles de personas lo hicieron. Recibió decenas de mensajes de apoyo, pero ninguna pista real. Igual agradeció. Sentía que mientras alguien recordara, Itzel seguía viva de alguna forma. Iván lo visitaba cada dos o tres meses. Ya tenía hijos, responsabilidades.

Le ofrecía a Esteban mudarse con ellos a Cholula, empezar de nuevo. Esteban siempre decía que no. Y si regresa y no me encuentra, Iván no insistía más. Los años siguientes fueron más de lo mismo. Silencio, espera, búsquedas esporádicas. Esteban seguía yendo a la fiscalía cada año en septiembre en el aniversario de la desaparición.

Dejaba flores en la entrada como si fuera un memorial privado. Los guardias ya lo conocían. Algunos le abrían la puerta sin preguntar. En 2022, Esteban tenía 53 años. El cabello completamente gris, las manos ásperas, la espalda encorbada. Seguía trabajando en refrigeración, pero ya casi no salía de Puebla.

La búsqueda activa se había convertido en una rutina anual. Actualizar las publicaciones en redes, llamar a la fiscalía, revisar si había algún reporte nuevo. Nada cambiaba hasta que llegó 2023. Abril de 2023. Puebla seguía creciendo hacia los bordes, llenándose de fraccionamientos nuevos y plazas comerciales.

 Pero el centro histórico y la CAPU mantenían el mismo ritmo de siempre. Autobuses llegando y saliendo, vendedores ambulantes ofreciendo tortas y refrescos, familias cargando maletas rumbo a Oaxaca, Veracruz, la Ciudad de México. La CAPU, la central de autobuses de Puebla, era un lugar de tránsito constante. Miles de personas pasaban por ahí cada día.

 Algunos solo cruzaban de una andén a otro. Otros se quedaban horas esperando. En las noches, algunos sin hogar, se refugiaban en las bancas de las salas de espera o en los rincones del patio externo, donde los guardias de seguridad hacían la vista gorda si no causaban problemas. El patio externo de la CAPU era una explanada amplia de concreto con marcas amarillas de estacionamiento.

 Ahí se acomodaban los autobuses foráneos antes de entrar a los andenes. Había conos naranjas de tránsito, señalamientos de no estacionarse y un par de contenedores de basura grandes que siempre estaban a punto de desbordarse. Durante el día, chóeres y ayudantes fumaban ahí mientras esperaban turno. En las noches el lugar quedaba casi vacío, iluminado apenas por un par de reflectores amarillos.

 Desde hacía algunos meses, los guardias de seguridad habían notado la presencia de una mujer de mediana edad que aparecía de vez en cuando por el patio. No causaba problemas, no pedía dinero, no molestaba a los pasajeros, solo caminaba despacio. A veces revisaba los contenedores de basura.

 Otras veces se sentaba en el piso cerca de los conos y se quedaba ahí mirando al frente sin expresión clara. Llevaba siempre la misma ropa, una sudadera gris con cierre, pantalones de mezclilla rotos en las rodillas, tenis blancos muy sucios y gastados. El cabello largo, castaño con algunas canas, lo traía suelto y despeinado. La piel del rostro estaba curtida por el sol y el viento, con arrugas marcadas alrededor de los ojos y la boca, las manos ásperas y con las uñas sucias.

 No hablaba con nadie. Si alguien le preguntaba algo, solo movía la cabeza o murmuraba palabras sueltas que no formaban frases completas, uno de los guardias, un hombre de unos 40 años llamado Saúl, la había visto varias veces. Le pareció extraño que siempre regresara al mismo lugar, como si ese patio fuera su punto de referencia.

Una tarde de finales de abril, Saúl la vio manipulando una bolsa negra de basura grande llena de latas, botellas de plástico y cartones. La mujer revisaba el contenido con cuidado, separaba algunas cosas, las acomodaba dentro de la bolsa. Saúl se acercó despacio. “Está bien, señora.” Ella levantó la mirada, los ojos claros, un poco vidriosos, sin enfocar realmente. No respondió.

 Saúl notó que tenía la ropa húmeda como si hubiera estado bajo la lluvia, aunque ese día no había llovido. ¿Necesita algo? ¿Tiene a dónde ir? La mujer volvió a bajar la mirada y siguió revisando la bolsa. Saúl llamó por radio a un paramédico de la Cruz Roja que estaba de guardia en el módulo de atención dentro de la terminal. Le explicó la situación.

 El paramédico llegó unos minutos después con un botiquín pequeño. Se agachó junto a la mujer. Le habló con voz calmada. Buenas tardes. Soy paramédico. ¿Me permite revisarla? Solo quiero ver si está bien. Ella no respondió, pero tampoco se alejó. El paramédico le tomó el pulso, revisó sus ojos con una pequeña linterna, le preguntó su nombre.

 Ella movía los labios, pero las palabras salían trabadas sin sentido. Itzel, no sé. La terminal. El paramédico anotó en una libreta. Le ofreció agua. Ella bebió despacio con las manos temblando. Le preguntó si tenía familia, si recordaba algún número de teléfono. Ella negó con la cabeza, pero luego dijo, “Puebla 11.” Y se quedó callada otra vez.

 Saúl escuchaba la conversación desde unos metros. Algo en esa escena le removió una memoria lejana. Años atrás, cuando empezó a trabajar en la CAPU, había visto carteles pegados en los postes de la entrada. Una mujer desaparecida, foto borrosa, texto en mayúsculas, número de teléfono.

 Él nunca les prestó mucha atención, pero ese día, al ver a la mujer sentada en el piso con la bolsa de basura, algo hizo click en su cabeza. Volvió a la caseta de vigilancia. buscó en el archivo de volantes viejos que guardaban en un cajón. La mayoría eran de autos robados, de eventos cancelados, de avisos internos. Al fondo encontró uno arrugado con los bordes amarillentos por el tiempo. Lo desplegó.

 Era el cartel de Itzel Camacho Ríos. Desaparecida en 1994. La foto mostraba a una mujer joven de cabello recogido, playera blanca, jeans azules. Saúl miró la foto, luego volteó hacia el patio donde estaba la mujer. No estaba seguro. Habían pasado casi 30 años, pero algo en la forma de los ojos, en la estructura del rostro le parecía familiar.

 sacó su celular, buscó en internet, encontró una publicación reciente en Facebook de un hombre llamado Esteban Morales. Era el mismo caso, misma foto, mismo número de teléfono. Saúl respiró hondo, marcó el número. Esteban estaba en su casa cuando sonó el teléfono. Era viernes por la tarde, cerca de las 5.

 Acababa de llegar de un trabajo en una refaccionaria del centro. Tenía las manos sucias de grasa, la camisa empapada de sudor. Vio un número desconocido en la pantalla. Casi no contestó. Últimamente recibía muchas llamadas de ventas o de publicidad, pero algo lo hizo deslizar el dedo y responder. Bueno, del otro lado, una voz de hombre seria pero cautelosa. Habla Esteban Morales. Sí, soy yo.

 Hubo una pausa breve. Disculpe que lo moleste. Mi nombre es Saúl. Trabajo como guardia de seguridad en la CAPU. Vi una publicación suya en internet sobre una persona desaparecida, Itzel Camacho. Esteban sintió que el aire se le atoraba en la garganta. Sí, es mi esposa. ¿Por qué? Saúl eligió las palabras con cuidado.

 Mire, no quiero darle falsas esperanzas, pero aquí en el patio de la terminal hay una señora que no sé, me pareció que podría ser ella. Está desorientada, no habla bien. Tiene más o menos la edad. No estoy seguro, pero pensé que debía avisarle. Esteban cerró los ojos. Durante 29 años había recibido llamadas así. 10, 15.

 tal vez 20 veces. Siempre terminaban en nada, pero nunca dejaba de sentir esa mezcla de esperanza y miedo que le apretaba el pecho. ¿Está ahí ahorita? Sí, con un paramédico. No se ha movido. Esteban miró el reloj. Voy para allá. Llego en media hora. Salió de la casa sin cambiarse de ropa. Subió a su camioneta, una Nissan vieja que tenía desde el 2005.

 Manejó rápido, pero sin perder el control. Conocía bien el camino a la capo. Lo había recorrido cientos de veces. Cada vez que iba, recordaba el primer día de la búsqueda, cuando todavía pensaba que Itzell podía estar esperándolo en alguna sala de espera. Llegó a la terminal en 25 minutos. Estacionó en doble fila con las intermitentes prendidas.

 Bajó casi corriendo. Buscó con la mirada. Vio a un guardia de uniforme azul. haciendo señas cerca del patio externo. Era Saúl. Esteban caminó hacia él. Es usted, ¿verdad?, Esteban asintió. Saúl señaló hacia un costado donde estaba el paramédico agachado junto a una mujer sentada en el piso. Ella tenía una bolsa negra de basura al lado, la sudadera gris medio abierta, el cabello tapándole parte del rostro. Esteban se detuvo a unos metros.

 El corazón le latía tan fuerte que sentía el pulso en las cienes. Se acercó despacio. El paramédico lo vio y se hizo a un lado sin decir nada. Esteban se agachó frente a la mujer. Ella no levantó la mirada de inmediato. Él observó las manos, los tenis gastados, la forma en que sostenía la bolsa.

 Luego miró el rostro, las arrugas, las ojeras, el cansancio grabado en cada línea de la piel. Pero algo en los ojos, en la forma de la nariz, en el gesto de los labios, algo que reconoció. Itzel. Su voz salió quebrada. Ella levantó la mirada lentamente, lo observó sin expresión clara, como si estuviera tratando de enfocar. Esteban sintió que se le cerraba la garganta.

 Soy yo, Esteban. Ella parpadeó. Movió los labios. Este van. La palabra salió a medias rasposa, como si le costara trabajo formar el sonido. Esteban estiró la mano despacio sin tocarla todavía. Sí, soy yo. ¿Me recuerdas? Ella no respondió. Miró la mano de él, luego su propio regazo. El paramédico se acercó. Señor, ella está un poco desorientada.

 No sé si realmente lo reconoce. Esteban asintió sin dejar de mirarla. Itsell, vivíamos en La Paz. Nos casamos en el 92. Tu mamá vivía en Atlco, tu hermano Iván. Ella cerró los ojos. Una lágrima le rodó por la mejilla, pero no hizo ningún sonido. Esteban se sentó en el piso junto a ella.

 No intentó abrazarla, solo se quedó ahí a su lado respirando despacio. Saúl y el paramédico se quedaron parados a unos pasos. sin saber qué hacer. Pasaron varios minutos en silencio. El ruido de los autobuses, las voces de los pasajeros, todo parecía lejano. Finalmente, el paramédico habló. “Señor, creo que deberíamos llevarla a revisión.

Puede estar deshidratada o tener alguna condición médica.” Esteban asintió. “Sí, sí, por favor.” El paramédico llamó por radio. 10 minutos después llegó una ambulancia de la Cruz Roja. Dos paramédicos más bajaron con una camilla plegable. Le explicaron a Itzsel que iban a llevarla a revisión, que no pasaba nada malo.

 Ella no opuso resistencia, dejó que la ayudaran a levantarse. Esteban subió con ella a la ambulancia. Se sentó en el banco lateral con las manos sobre las rodillas mirándola. Ella iba acostada con los ojos entreabiertos, sin mirar nada en particular. El paramédico le puso una mascarilla de oxígeno y le tomó los signos vitales. Presión un poco baja, deshidratación moderada.

 Vamos a llevarla al hospital para evaluación completa. La ambulancia salió de la CAPU con las luces encendidas, pero sin sirena. Esteban no dejó de mirar a Itzel en todo el trayecto. No podía procesar lo que estaba pasando. Después de 29 años, ahí estaba, viva, diferente, rota de alguna forma que él no entendía todavía. Pero ahí llegaron al Hospital General de Puebla en menos de 15 minutos.

 La bajaron en camilla, la llevaron a urgencias. Esteban llenó formularios en recepción. Nombre completo, fecha de nacimiento, dirección. Cuando le preguntaron por el parentesco, escribió, “Esposo.” La enfermera lo miró con algo de sorpresa, pero no dijo nada. Le dijeron que esperara. Se sentó en una silla de plástico en la sala de espera.

 Sacó su celular, le temblaban las manos, marcó a Iván. Iván contestó al tercer timbrazo. Estaba en su casa en San Andrés, Cholula. preparando la cena con su esposa. Bueno, Esteban. La voz de Esteban salió temblorosa. Iván, creo que la encontré. Hubo un silencio del otro lado, luego con cautela. ¿Qué? Itsel está en el hospital general. Acabo de llegar con ella. W. Iván dejó caer algo en la cocina.

 Su esposa preguntó qué pasaba. Él levantó la mano pidiendo silencio. ¿Estás seguro? Es ella. Esteban respiró hondo. Sí, sí, es ella. Se ve diferente, Iván. Muy diferente. Pero es ella. Iván se sentó en una silla con la mano en la frente. Dios mío, ¿cómo? ¿Dónde estaba? En la capu. Un guardia me llamó. No sé más. Todavía no habla bien.

 Está adentro con los doctores. Iván se puso de pie. Voy para allá. Dame 20 minutos. colgó sin esperar respuesta. Esteban se quedó con el teléfono en la mano, miró alrededor. La sala de espera estaba llena. Niños llorando, señoras con bolsas de mandado, hombres con la cara cansada. Nadie le prestaba atención. Él se recargó contra la pared y cerró los ojos. No sabía si lo que sentía era alivio, confusión o miedo.

 Media hora después, una doctora salió por las puertas de urgencia. Era joven con el cabello recogido en una coleta y una bata blanca arrugada. Familiar de Itzel Camacho, Esteban se puso de pie de inmediato. Soy su esposo. La doctora lo miró un momento como evaluando si debía preguntar algo más. Luego asintió.

 Pase, por favor. lo llevó por un pasillo largo con olor a cloro. Entraron a un consultorio pequeño. Itzel estaba sentada en una camilla con una bata de hospital puesta. Tenía puesta una vía en el brazo izquierdo conectada a una bolsa de suero. El cabello le caía sobre los hombros, todavía sucio. Miraba al piso con los ojos vacíos.

 La doctora habló en voz baja. Tiene deshidratación moderada, anemia leve, desnutrición. físicamente no presenta lesiones graves. Le estamos administrando líquidos, pero hizo una pausa. Hay algo más. No responde de manera coherente a las preguntas. No recuerda fechas. No sabe dónde ha estado. Creemos que puede haber algún tipo de amnesia o trastorno disociativo. Esteban asintió despacio.

 Eso se puede curar. La doctora suspiró. Depende. Puede ser trauma, puede ser orgánico. Necesitamos hacer estudios más profundos. Por ahora, lo importante es estabilizarla. Esteban miró a Itzel. Ella seguía sin levantar la vista. ¿Puedo hablar con ella? Sí, pero con calma. No la presione. Esteban se acercó a la camilla, se sentó en una silla de metal junto a ella. Itzel.

 Ella levantó la mirada lentamente, los ojos claros, cansados. Soy Esteban, tu esposo. Ella lo miró sin parpadear. Este van. Él asintió. Sí. ¿Recuerdas algo? La casa. Tu mamá. Ella frunció el seño como si estuviera tratando de encontrar algo en su mente. 11. Lluvia. Las palabras salieron sueltas sin conexión clara.

 Esteban no insistió, solo tomó su mano con cuidado. Ella no la retiró. Se quedaron así unos minutos. La doctora salió del consultorio para darles privacidad. Afuera, en la sala de espera, Iván acababa de llegar. Preguntó en recepción por Itel Camacho. La enfermera le dijo que esperara, que en un momento salía el doctor.

 Cuando Esteban salió del consultorio, Iván estaba parado en el pasillo. Los dos se miraron. Iván tenía los ojos rojos. Esteban no dijo nada, solo lo abrazó. Iván se quebró. Lloró en el hombro de Esteban, como no lo había hecho desde el entierro de su madre. ¿Es ella de verdad? Esteban asintió. Sí, es ella. La doctora salió poco después y les explicó que iban a dejar a Itzel en observación toda la noche.

 Al día siguiente la iban a evaluar psiquiatras y trabajadores sociales. También iban a notificar a la fiscalía porque se trataba de una persona que había estado reportada como desaparecida. Esteban entendió. Firmó los papeles que le pusieron enfrente. Esa noche Esteban e Iván se quedaron en el hospital. Se sentaron en las sillas de la sala de espera sin hablar mucho.

 A ratos uno de ellos entraba a ver a Itzel. Ella dormía conectada al suelo con la respiración lenta. El cabello seguía sucio, las manos ásperas, pero estaba viva. Iván finalmente preguntó lo que ambos estaban pensando. ¿Qué crees que pasó? Esteban negó con la cabeza. No lo sé, pero vamos a averiguarlo. Iván miró al piso.

 Y si no quiere hablar, si nunca nos dice. Esteban respiró hondo. Entonces vamos a vivir con eso. Pero al menos está aquí. Al día siguiente, sábado por la mañana, llegaron dos agentes de la fiscalía, un hombre y una mujer, ambos con trajes oscuros y portafolios de piel.

 Hablaron con la doctora, revisaron el expediente, tomaron fotografías de Itsel, luego hablaron con Esteban, le pidieron que les contara todo desde el principio. Él lo hizo, les mostró el reporte original de 1994, las publicaciones en redes, los volantes viejos que todavía guardaba en la camioneta, los agentes escucharon con atención.

 La mujer tomaba notas en una libreta. El hombre hacía preguntas puntuales. Ella ha dicho algo sobre dónde estuvo. Esteban negó. Casi no habla, solo palabras sueltas. ¿Recuerda a alguien? ¿Algún lugar específico? Mencionó la 11, que es donde trabajaba, y algo de lluvia, nada más. Los agentes le explicaron que iban a abrir una investigación para intentar reconstruir lo que había pasado durante esos 29 años.

 Iban a tomar las huellas dactilares de Itzel y cotejarlas con el Registro Nacional de Población. También iban a hacer un examen médico forense completo. Esteban aceptó todo. Solo quería que la dejaran descansar. Más tarde, ese mismo día, Itzell fue trasladada a una habitación privada. Esteban pagó la diferencia de su bolsillo. No era mucho dinero, pero quería que ella estuviera tranquila. Iván se quedó con él.

 

 

 

 

 

 Entre los dos decidieron no avisar todavía a más gente. Querían entender primero qué estaba pasando. La habitación tenía una ventana que daba a un patio interno del hospital. Itzel se sentó en la cama mirando hacia afuera. Esteban le llevó ropa limpia que compró en una tienda cerca del hospital.

 Pans grises, una sudadera azul, calcetines blancos. Ella dejó que una enfermera la ayudara a cambiarse. Después se volvió a sentar en la cama con las manos sobre el regazo. Esteban se sentó en una silla junto a ella. ¿Quieres comer algo? Ella no respondió. Él esperó. Finalmente ella movió la cabeza. Pan. Esteban sonrió apenas. Okay. Voy por pan.

 Salió y bajó a la cafetería del hospital. Compró un pan dulce y un jugo de naranja. Cuando regresó, Itzell estaba en la misma posición. Le dio el pan. Ella lo tomó con las dos manos y empezó a comer despacio sin levantar la vista. Esa noche Esteban se durmió en la silla de la habitación. Iván se fue a su casa. Antes de salir le dijo a Esteban, “Mañana vuelvo.” Esteban asintió.

 Se quedó solo con Itzel, escuchando el ruido de los monitores y el murmullo lejano del hospital. El domingo por la mañana, una psiquiatra del hospital entró a la habitación. Era una mujer de unos 50 años con lentes gruesos y una voz tranquila. Se presentó como doctora Campos. Le pidió a Esteban que saliera un momento para poder hablar a solas con Itzel.

 Él dudó, pero la doctora le aseguró que no iba a tardar mucho. Esteban salió al pasillo y se recargó contra la pared con los brazos cruzados. La doctora Campos se sentó frente a Itsen. Habló despacio sin presionar. Buenos días, Itzen. Me llamo Rocío. Soy doctora. Solo quiero platicar contigo un rato.

 ¿Está bien? Itzel la miró sin responder. La doctora continuó. ¿Recuerdas dónde estabas antes de llegar aquí? Itzel frunció el ceño. Terminal. La Capu. Itsel asintió levemente. Y antes de eso, ¿dónde vivías? Itzel bajó la mirada, movió los labios, pero no salió ningún sonido claro. La doctora esperó.

 Finalmente, Itzel dijo, “Calle, a veces cuartos. No sé.” La doctora anotó algo en su libreta. ¿Recuerdas cómo llegaste a la calle? Itzel negó con la cabeza. No, todo junto, no hay orden. La doctora intentó otro ángulo. ¿Recuerdas a Esteban, el señor que estuvo aquí contigo? Itzel levantó la mirada. Este, Van. Su voz sonó más segura. Sí, él.

 ¿Recuerdas dónde lo conociste? Itzel cerró los ojos. Elotes, Cholula. Hace mucho. La doctora asintió. Eso es bueno. ¿Recuerdas tu casa? Itsel abrió los ojos. La paz 11. Trabajo. La sesión duró casi una hora. La doctora Campos hizo preguntas sobre lugares, personas, fechas. Itzel respondía con fragmentos.

 Algunos recuerdos estaban ahí, pero desconectados, sin secuencia lógica. No podía decir qué año era. No recordaba su edad exacta. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que salió de su casa, pero sí recordaba sensaciones. El olor del pan en el centro, el ruido de los autobuses, la lluvia sobre el pavimento. Cuando la doctora salió, habló con Esteban en el pasillo.

 Su esposa presenta amnesia disociativa, probablemente causada por trauma sostenido. No es algo raro en personas que han vivido situaciones de estrés extremo o violencia prolongada. Los recuerdos están ahí, pero fragmentados. Puede que con terapia y tiempo logre recuperar algo o puede que no. Esteban escuchaba con atención. ¿Qué tan probable es que recuerde todo? La doctora suspiró. Es difícil saberlo.

Cada caso es distinto, pero lo importante es forzarla. Si presionamos demasiado, podemos empeorar las cosas. Esteban asintió. ¿Qué sigue entonces? Vamos a empezar terapia gradual aquí en el hospital por ahora, luego podemos derivarla a un centro especializado. Mientras tanto, los agentes de la fiscalía avanzaban con los trámites administrativos.

 Confirmaron la identidad de Itzel a través de huellas dactilares cruzadas con el renapo. Era ella, Itzel Camacho Ríos, nacida en 1970, desaparecida en 1994. Las huellas coincidían al 100%. Actualizaron el expediente en el registro nacional de personas desaparecidas, persona localizada con vida en proceso de evaluación médica y psicológica. También iniciaron una investigación para intentar rastrear los años faltantes.

Revisaron bases de datos de hospitales, albergues, centros de atención a personas en situación de calle. Buscaron registros de empleo informal. pensiones, reportes policiales. No encontraron nada concreto. Itsel había vivido en los márgenes, en los espacios donde no se llevan registros.

 Iván regresó al hospital el lunes por la mañana. Entró a la habitación con cuidado. Itzel estaba sentada junto a la ventana mirando el patio. Él se acercó despacio. Itsel, soy Iván, tu hermano. Ella volteó a verlo. Lo observó un momento largo, luego dijo, “Cholula.” Iván sonrió con los ojos llenos de lágrimas. “Sí, Cholula, ¿me recuerdas?” Ella asintió levemente. Sí, creo. Iván se sentó junto a ella.

 No intentó abrazarla, solo se quedó ahí en silencio. Después de unos minutos, Itzel habló otra vez. Mamá. Iván tragó saludo. Mamá. Mamá ya no está. Itzel falleció hace muchos años. Itzel cerró los ojos. No lloró, pero su respiración se volvió más pesada. Sabía. murmuró. Sabía que pasó mucho tiempo.

 El martes, Itzel recibió el alta médica. Físicamente estaba estable. Le dieron indicaciones para seguir con hidratación oral y alimentación balanceada. También le dieron una cita en el centro de salud mental de Puebla para continuar con el tratamiento psicológico. Esteban firmó los papeles de salida.

 Antes de irse, una trabajadora social del hospital habló con ellos. les explicó que podían canalizar a Itzel a un albergue temporal del DIF si necesitaban apoyo. También les dio información sobre talleres de terapia ocupacional y programas de reintegración social. Esteban agradeció, pero dijo que Itzell se iba a quedar con él. La trabajadora asintió. Está bien, pero es importante que tenga acompañamiento profesional.

 No es algo que puedan manejar solos. Esteban llevó a Itzel a la casa de la paz. Ella se quedó parada en la entrada mirando el interior. Todo estaba igual que en 1994. Los mismos muebles, las mismas cortinas, el mismo piso de mosaico. Esteban había mantenido todo intacto.

 Itzel entró despacio como si estuviera caminando por un lugar desconocido. Tocó la pared con los dedos, miró hacia el cuarto, no dijo nada. Esteban le mostró la habitación. Había sacado ropa vieja de Itzel de las cajas y la había colgado en el closet. Sabía que tal vez no le quedaba, que habían pasado casi 30 años, pero quería que ella viera que sus cosas seguían ahí.

 Itzel se sentó en la cama, pasó la mano sobre el cobertor, “Aquí dormíamos aquí.” Esteban asintió. Sí. Los primeros días fueron difíciles. Itzel no hablaba mucho. Se quedaba sentada en la sala mirando al frente o se paraba junto a la ventana durante horas. Comía poco. Esteban le preparaba sopa, frijoles, tortillas. Ella comía despacio sin levantar la vista. Por las noches a veces se despertaba gritando.

 Esteban corría al cuarto, la encontraba sentada en la cama con la mirada perdida. Tranquila, estás en casa. Ella tardaba varios minutos en calmarse. Iván los visitaba cada dos o tres días. Llevaba comida, ayudaba con los trámites. Entre él y Esteban empezaron a gestionar la reposición del acta de nacimiento de Itzel, la renovación de su INE, la actualización de su CURP, todo el papeleo que se necesita cuando alguien desaparece del sistema durante décadas.

 Una tarde, mientras Esteban preparaba café, Itzel habló desde la sala. 11. Él salió de la cocina. ¿Qué dijiste? 11. Sur trabajaba ahí. Esteban se sentó junto a ella. Sí, en el taller. ¿Recuerdas algo más? Itzel cerró los ojos. Salí. Quería ir a la terminal, pero alguien me habló. Me dijo que había trabajo, que necesitaban ayuda en una casa.

 Lejos, Esteban no interrumpió. Itzel continuó. Despacio. Me subí a un coche, me llevaron, me dijeron que después me traían de vuelta, pero no pasó. Me quitaron mi credencial. Dijeron que la necesitaban para un trámite. Nunca me la regresaron. Hizo una pausa. Trabajé limpiando, en muchos lugares, no sé dónde. Todo se junta. Esteban sintió que se le hacía un nudo en el pecho.

 ¿Te hicieron daño? Itzel abrió los ojos. No, no creo. Solo me perdí. Me fui de un lugar a otro. Olvidé cómo volver. Esa fue la primera vez que Itzell logró articular algo de su historia. Las sesiones en el Centro de Salud Mental empezaron a finales de mayo de 2023. Esteban llevaba a Itzel dos veces por semana.

 El centro estaba en una zona tranquila de la colonia Amor, en un edificio pequeño de dos pisos con paredes color crema. y un jardín en la entrada. La psicóloga asignada se llamaba Lucía, una mujer de unos 35 años con una voz calmada y una forma paciente de escuchar. En las primeras sesiones, Itzel apenas hablaba, se sentaba en el sillón con las manos sobre el regazo, mirando al piso.

 Lucía no la presionaba, le hacía preguntas abiertas, le daba tiempo para responder. A veces pasaban 10, 15 minutos en silencio. Lucía esperaba. Sabía que forzar las cosas podía romper el poco avance que había. Con el tiempo, Itel empezó a soltar palabras sueltas, luego frases cortas, luego fragmentos de recuerdos. No tenían orden cronológico claro, pero Lucía los iba anotando en su libreta, intentando armar un mapa de los años perdidos.

Itsel recordaba haber trabajado en casas limpiando. Recordaba pagar renta en cuartos pequeños compartidos con otras mujeres. Recordaba mercados, terminales de autobuses, calles que no podía nombrar. Mencionó Tehuacán una vez. Otra vez habló de un lugar cerca de las montañas donde hacía mucho frío.

 Lucía le preguntó si recordaba nombres de personas. Itzell negó con la cabeza. Nadie me preguntaba mi nombre. Yo tampoco preguntaba. Durante una sesión, a principios de junio, Itell mencionó algo que no había dicho antes. Hubo un golpe. Lucía levantó la vista de su libreta. Un golpe. Itzel se tocó la 100 derecha. Aquí me caí o alguien me empujó. No recuerdo bien.

 Después de eso, las cosas se pusieron más confusas. Lucía anotó eso. Una lesión en la cabeza podía explicar parte de la amnesia. Le sugirió a Esteban que llevaran a Itzel a hacerse estudios neurológicos. Esteban aceptó. La llevó al Hospital Universitario para una tomografía. Los resultados mostraron una cicatriz antigua en el lóbulo temporal derecho, compatible con un traumatismo leve.

 No era algo grave, pero podía haber afectado su memoria a largo plazo. Mientras tanto, la fiscalía seguía investigando. Los agentes hablaron con personas que trabajaban en albergues y comedores comunitarios de Puebla. Algunos recordaban haber visto a una mujer parecida a Itzsel en los últimos años, pero nadie tenía datos concretos.

Revisaron registros de empleos informales en mercados y centros de empaque. Nada. Itsel había vivido en la invisibilidad total. Uno de los agentes, un hombre llamado Torres, le explicó a Esteban que sin testigos directos o documentos iba a ser casi imposible reconstruir todo.

 Lo más probable es que haya caído en una red de trabajo informal. Le retuvieron documentos, la movieron de un lugar a otro, nunca formalizaron nada. Es común. La gente desaparece en esos circuitos y nadie se da cuenta. Esteban escuchó con frustración. Quería respuestas claras, nombres, lugares, pero entendía que tal vez nunca las iba a tener.

 Lo importante era que Itzel estaba viva. Eso ya era más de lo que había esperado durante 29 años. En casa, la rutina empezó a estabilizarse un poco. Esteban adaptó el espacio para que Itzel se sintiera cómoda. Quitó algunos muebles del cuarto para que hubiera más luz. Compró cortinas nuevas, más claras.

 Dejó las ventanas abiertas durante el día para que entrara aire fresco. También empezó a cocinar cosas sencillas que a Itzel le gustaban antes. Arroz con huevo, sopa de fideos, quesadillas con frijoles. Itzel comía despacio masticando cada bocado con cuidado, como si no estuviera acostumbrada a comida caliente. A veces dejaba la mitad del plato.

 Esteban no la obligaba a terminarlo, solo guardaba lo que sobraba y se lo ofrecía más tarde. Los vecinos empezaron a notar que Itzel había vuelto. Algunos se acercaron con curiosidad. Estebán les pedía que no hicieran preguntas, que le dieran tiempo. La mayoría entendía. Una vecina, la señora Lucero, le llevó un guisado de mole y unas tortillas recién hechas para que no batalle tanto con la comida. Esteban agradeció. Iván seguía visitando.

 Una tarde trajo a sus hijos. Eran dos niños de 9 y 11 años. Nunca habían conocido a Itzel. Iván les había explicado que era su tía, que había estado perdida mucho tiempo. Los niños la miraban con curiosidad, sin saber qué decir. Itzel los observó un momento y luego les sonrió apenas.

 Fue la primera vez que Esteban la vio sonreír desde que la encontró. En una de las sesiones con Lucía, Itzel habló sobre la Capu. Siempre volvía ahí. Lucía le preguntó por qué. Itzel se quedó pensando. No sé, era un lugar conocido. Había baños, comida. A veces la gente no me molestaba. Me quedaba en el patio. Lucía asintió.

 ¿Recuerdas cuánto tiempo estuviste yendo a la CAPU? Itsel negó, “No, meses, años, todo es igual.” Lucía le explicó a Esteban que era común que personas en situación de calle regresaran a lugares específicos, lugares que les daban cierta sensación de seguridad. Para ella, la CAPU era un punto de referencia.

 Tal vez en algún nivel inconsciente sabía que ese lugar la conectaba con algo de su pasado. Esteban pensó en eso, en el hecho de que Itzell había estado tan cerca durante quién sabe cuánto tiempo, que él había pasado por la CAPU cientos de veces buscándola y tal vez ella estuvo ahí sentada en algún rincón sin saber quién era. A mediados de junio, el DIF municipal ofreció inscribir a Itel en un taller de terapia ocupacional.

Era un programa para personas en proceso de reintegración social. Esteban aceptó. Dos veces por semana, Itzel iba a un centro comunitario donde hacían actividades manuales, bordado, cerámica, jardinería. No hablaba mucho con los demás participantes, pero seguía las instrucciones y completaba las tareas.

 La coordinadora del taller le dijo a Esteban que tenía buena motricidad, que sus manos respondían bien. Es un buen signo, significa que su cerebro está funcionando. Solo necesita tiempo para reconectar las partes que se dañaron. Una noche de julio, Itzel se sentó junto a Esteban en la sala. Estaban viendo las noticias. De repente ella habló. Perdón.

Esteban la miró. ¿Por qué? por todo, por no regresar. Esteban sintió que se le cerraba la garganta. No es tu culpa. Itzel cerró los ojos. Siento que lo es. Esteban le tomó la mano. No lo es. Te busc. Eso es lo único que importa. Itzel no respondió, pero apretó la mano de él con fuerza. Se quedaron así, en silencio hasta que ella se durmió.

 cargada en el sillón. Agosto de 2023. Los días en la casa de la paz empezaron a encontrar un ritmo. No era la vida de antes, eso lo sabía bien, pero era una vida posible. Itzel se levantaba temprano, se sentaba en el patio trasero a ver cómo salía el sol. Esteban le preparaba café y pan tostado. Ella comía despacio sin hablar. Él tampoco preguntaba.

 había aprendido que el silencio entre los dos ya no era incómodo. Los trámites administrativos avanzaron. La credencial del INE de Itzel fue repuesta en agosto. Cuando le entregaron el plástico nuevo con su foto, ella lo miró durante varios minutos. Esteban notó que sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no dijo nada. Solo guardó la credencial en su cartera pequeña, la misma que Esteban había comprado para ella semanas atrás.

El acta de nacimiento y el CURP también fueron actualizados. En el sistema Itel Camacho Ríos volvía a existir oficialmente. La fiscalía cerró el expediente de desaparición con la anotación. Persona localizada con vida en 2023. Casos sin elementos para procesar delito. Se deriva a atención social y psicológica.

 Esteban no estaba satisfecho con esa resolución. Quería nombres, quería que alguien pagara por los años que le habían quitado a Itzel. Pero el agente Torres le explicó que sin pruebas concretas, sin testigos, sin una denuncia clara de Itzel, no había caso penal que armar. Lo siento, señor Morales, a veces la justicia no alcanza, pero su esposa está viva, eso ya es mucho.

 Esteban aceptó esa realidad a regañadientes. Decidió enfocarse en lo que sí podía controlar. Cuidar a Itzel, acompañarla en su recuperación, construir algo nuevo con lo que quedaba. En las sesiones con Lucía, Itzell empezó a hablar un poco más sobre los años intermedios. No todo, porque había partes que simplemente no recordaba, pero armó algunos fragmentos.

Mencionó haber trabajado en una empacadora de jitomates en algún lugar cerca de Tehuacán. recordaba el olor fuerte del plástico y el calor insoportable dentro de las bodegas. Habló de una pensión en Orizaba donde compartía cuarto con cuatro mujeres más. Ninguna hablaba mucho. Todas estaban ahí por necesidad, no por elección.

 Lucía le preguntó si en algún momento había intentado regresar a Puebla, buscar a su familia. Itzel se quedó callada un rato largo. Finalmente dijo, “Creo que sí, pero no sabía cómo. No tenía papeles, no recordaba bien las calles, todo era diferente. Lucía anotaba todo. Después de cada sesión hablaba con Esteban.

 Lo que está describiendo es consistente con un proceso de desconexión gradual. Probablemente al principio sí tenía intención de volver, pero entre la falta de recursos, el trauma del golpe en la cabeza y el aislamiento social, fue perdiendo la capacidad de orientarse. Es como si su cerebro hubiera entrado en un modo de supervivencia básico. Esteban escuchaba con atención.

 Le dolía imaginar a Itzel así, perdida, sin saber cómo volver, pero también entendía que no podía cambiar el pasado, solo podía acompañarla en el presente. A mediados de agosto, Itzel empezó a salir de la casa con más frecuencia. Al principio solo al patio, luego a la banqueta, luego a la tienda de la esquina.

 Esteban la acompañaba siempre. No le gustaba la idea dejarla sola todavía. No porque pensara que se iba a ir, sino porque notaba que a veces ese yaella se desorientaba con los ruidos, con la gente. Una tarde, mientras caminaban de regreso de la tienda, pasaron junto a la cabina Telmex de la 11 sur.

 Itzel se detuvo, miró la cabina azul, ahora llena de graffiti, con el teléfono roto. Aquí pasé por aquí ese día. Esteban asintió. Sí, las cámaras de una papelería te captaron. Itzel tocó la estructura de metal de la cabina. No recuerdo bien qué pasó después, solo que alguien me habló. Esteban no insistió. Siguieron caminando.

 Cuando llegaron a la casa, Itzel se sentó en la sala y se quedó mirando al frente durante un rato. Esteban respetó su silencio. En septiembre se cumplieron 29 años desde la desaparición. Esteban no hizo ninguna publicación en redes sociales, no quiso exponer a Itel, solo le dijo a Iván que ese día iba a estar con ella, que no iba a trabajar. Iván entendió.

 Ese 22 de septiembre, Esteban e Itzell fueron juntos a Atlixco. Visitaron la tumba de la madre de Itzel. Llevaron flores blancas. Itzel se arrodilló frente a la lápida y pasó los dedos sobre el nombre grabado. No lloró. Pero su respiración se hizo más lenta. Esteban se quedó de pie detrás de ella con las manos en los bolsillos.

Después de un rato, Itzel se puso de pie. Ella sabía que yo estaba perdida, ¿verdad? Esteban asintió. Sí, pero nunca dejó de esperarte. Itzell cerró los ojos. Ojalá hubiera llegado a tiempo. Regresaron a Puebla en silencio. Esa noche Itzell durmió mejor que en semanas.

 Esteban lo notó porque no la escuchó despertarse gritando. Por la mañana ella se levantó antes que él y preparó café. Cuando Esteban salió del cuarto, la encontró sentada en el patio con una taza en las manos. Buenos días, dijo ella. Fue la primera vez en meses que lo saludaba así. En octubre, Itzel empezó a participar más en las actividades del taller del DIF. Terminó un bordado de un árbol con pájaros.

 La coordinadora lo enmarcó y se lo entregó. Itel lo colgó en su cuarto. Esteban lo vio y sintió algo parecido al orgullo. Una tarde, mientras Esteban reparaba un refrigerador en el patio, Itzel salió y se sentó en una silla de plástico a verlo trabajar. Él la miró de reojo. ¿Quieres ayudar? Ella asintió.

 Esteban le pasó una herramienta pequeña, una llave inglesa. Sostén esto. Ella la sostuvo. Trabajaron juntos en silencio durante una hora. No hablaron, pero no hacía falta. Esa noche, Itzel le dijo algo que Esteban no esperaba. Quiero ir a la Capu. Él la miró sorprendido. ¿Por qué? Necesito verla otra vez.

 Sin miedo, Esteban tardó unos días en aceptar la idea. No estaba seguro de que fuera bueno para Itzel volver al lugar donde la había encontrado. Habló con Lucía al respecto. La psicóloga le dijo que en algunos casos regresar a un lugar significativo podía ayudar a cerrar ciclos. Siempre y cuando ella lo haga por decisión propia, no forzada y siempre acompañada. Esteban aceptó.

 El sábado 4 de noviembre de 2023, cerca de las 4 de la tarde, salieron rumbo a la Capu. Esteban manejó despacio sin prisa. Itzel iba en el asiento del copiloto mirando por la ventana. No hablaron durante el trayecto. Esteban puso una estación de radio con música vieja, canciones de los 90. Itzel cerró los ojos y dejó que el sonido la envolviera. Llegaron a la terminal cerca de las 4:30.

Esteban estacionó en el mismo lugar donde había dejado la camioneta aquel día de abril bajaron juntos. El patio externo estaba casi igual. Autobuses entrando y saliendo, conos naranjas marcando las zonas de maniobra, marcas amarillas en el pavimento. El cielo estaba nublado como ese día. Olía a diesésel y a lluvia próxima. Itzel caminó despacio hacia el centro del patio.

 Esteban la seguía unos pasos atrás, atento. Ella se detuvo cerca de un contenedor de basura. Miró alrededor. Aquí. Aquí estaba. Esteban asintió. Sí. Itzel se agachó. Tocó el piso con los dedos. El concreto estaba frío y húmedo. No recuerdo bien ese día, solo que estaba cansada, muy cansada. Esteban se acercó y se puso en cuclillas junto a ella. Ya no tienes que estar cansada.

 Itzel lo miró, los ojos claros, un poco más enfocados que antes. Sé que pasó mucho tiempo, sé que perdí años, pero todavía podemos tener algo sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Sí, claro que sí. Se quedaron ahí un rato sentados en el piso del patio con el ruido de los autobuses y las voces de los pasajeros de fondo. Nadie les prestó atención.

 Eran solo dos personas en medio del tránsito constante de la terminal. Después de un rato, Itzel se puso de pie. Caminó hacia la entrada de la terminal. Esteban la siguió. Entraron a la sala de espera principal. Itel miró las taquillas, los andenes, los puestos de comida. Vine aquí ese día. Quería ver horarios para ir a Atlixco. Esteban asintió. Lo sé. Me lo dijeron en el taller. Itzel caminó hasta una de las taquillas.

 Se quedó parada frente al mostrador, mirando los horarios impresos en carteles viejos. Luego volteó hacia Esteban. ¿Podemos ir a Atlix ahora? Esteban dudó un momento, luego asintió. Sí, vamos. Compraron dos boletos para el siguiente autobús. Salía en 20 minutos. Se sentaron en una banca de la sala de espera. Itsell miraba la gente pasar.

 Familias con maletas, estudiantes con mochilas, señoras con bolsas de mandado. Todo le parecía extrañamente familiar y extraño al mismo tiempo. El autobús salió a tiempo. Era un camión viejo con asientos de tela raída y olor a limpiador de pino. Itzel se sentó junto a la ventana, Esteban junto a ella. El camino a Atlixo era corto, menos de una hora.

 Pasaron por la caseta de Chipilo, luego por los campos de cultivo, luego por los pueblos pequeños que bordeaban la carretera. Itzel no habló durante el trayecto, solo miraba por la ventana con la frente apoyada en el vidrio. Esteban la dejó estar. Sabía que había cosas que ella necesitaba procesar sola. Llegaron a Atlix cerca de las 6:30 de la tarde.

 Bajaron del autobús en la terminal local. Caminaron por las calles del centro hasta llegar al panteón municipal. Estaba a punto de cerrar, pero el cuidador los reconoció. Don Esteban, pase, ya sé a dónde va. Caminaron entre las tumbas hasta llegar a la de la madre de Itzel. Las flores que habían dejado en septiembre ya estaban secas.

 Esteban las quitó y las tiró en un bote cercano. Itzel se arrodilló frente a la lápida. Pasó los dedos sobre el nombre otra vez. Esta vez lloró. Fueron lágrimas silenciosas que le rodaban por las mejillas sin que hiciera ningún sonido. Esteban se quedó de pie con las manos cruzadas al frente. Esperó.

 Después de varios minutos, Itzel habló. Perdón por no haber llegado a tiempo, mamá. No fue mi culpa, pero igual lo siento. Su voz era baja, quebrada. Ojalá pudieras verme ahora. Ojalá supieras que volví. Se quedaron ahí hasta que el cuidador les avisó que tenían que cerrar. Itsel se puso de pie, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

 Caminaron de regreso a la terminal. Tomaron el último autobús a Puebla. Llegaron a la casa cerca de las 10 de la noche. Ambos estaban cansados, pero había algo más ligero en el ambiente. Esa noche, Itzell durmió sin despertarse. Esteban la escuchó respirar tranquila desde el cuarto de al lado. Él tampoco durmió mucho, solo se quedó recostado mirando el techo pensando en todo lo que había pasado.

 en los 29 años de búsqueda, en el momento en que la encontró en el patio de la Capu, en el hecho de que contra todo pronóstico ella estaba ahí viva, respirando. Los días siguientes fueron más tranquilos. Itzel empezó a cocinar algunas cosas sencillas: arroz, frijoles, sopa. Esteban la ayudaba. Trabajaban en la cocina en silencio, cada uno en su tarea.

 A veces ella tarareaba algo bajo, una canción que él no reconocía. Él no preguntaba de dónde la había sacado. A finales de noviembre, Lucía le dijo a Esteban que Itzell había avanzado mucho. No va a recuperar todos los recuerdos. Eso es algo que tienen que aceptar, pero ha logrado estabilizarse emocionalmente. Puede tener una vida funcional.

Esteban agradeció. Le preguntó cuánto tiempo más necesitaba terapia. Todo el que necesite, no hay prisa. En diciembre, Iván organizó una comida en su casa para celebrar las fiestas. Invitó a Esteban eel. Ella aceptó ir. Fue la primera vez que salía a un evento social desde que la encontraron.

 Iván había invitado solo a familia cercana, su esposa, sus hijos, una prima, nada grande. Itzel llegó vestida con ropa nueva que Esteban le había comprado, un suéter azul claro y pantalones de mezclilla. Se sentó en la mesa junto a Esteban. Los niños de Iván la miraban con curiosidad. Ella le sonrió. Uno de ellos le preguntó si le gustaban los videojuegos.

 Ella dijo que no sabía, que nunca había jugado. El niño le ofreció enseñarle. Ella aceptó. Pasaron la tarde juntos. Itsel jugó con los niños. Comió tamales y ponche. Escuchó las conversaciones sin participar mucho, pero estaba ahí presente. Eso era suficiente. Enero de 2024, Puebla despertó con el frío seco del invierno.

 Las mañanas eran heladas con escarcha en los techos de lámina y vapor en cada respiración. Esteban seguía saliendo a trabajar, pero ahora dejaba a Itzel con más confianza. Ella ya no se quedaba todo el día sentada en la sala, limpiaba la casa, regaba las plantas del patio, a veces salía a la tienda de la esquina sola, siempre volvía.

 Lucía le había dado luz verde para que Itzel empezara a explorar actividades más autónomas. No era recomendable que dependiera completamente de Esteban. Necesitaba reconstruir su propia identidad más allá de ser la esposa que regresó. Esteban entendió eso, aunque le costaba soltar el control.

 Durante tanto tiempo había soñado con encontrarla que ahora le daba miedo que se fuera otra vez. Una mañana de mediados de enero, Itzel le dijo que quería buscar trabajo. Esteban se sorprendió. ¿Estás segura? Ella asintió. Necesito hacer algo. Sentirme útil. Esteban no discutió. Hablaron con la trabajadora social del DIF.

 Ella le sugirió un programa de inserción laboral para personas en situación vulnerable. Había vacantes en talleres de costura, empaques, limpieza en oficinas. Itzel eligió el taller de costura. Empezó a trabajar 3 días a la semana, 4 horas por día. El taller estaba en una cooperativa cerca del mercado de lacota. Hacían bolsas de tela, manteles, delantales.

 No pagaban mucho, pero Itzell no buscaba dinero. Buscaba rutina, buscaba sentirse parte de algo. Las otras mujeres del taller la trataron bien. Nadie le hizo preguntas incómodas. Sabían que venía del programa del DIF, que había pasado por algo difícil. Eso era suficiente. Trabajaban en silencio, escuchando la radio, cortando tela, cosiendo a mano o en máquinas viejas que hacían ruido. Itzel se sentía cómoda ahí.

 Esteban notó el cambio. Itzel volvía a casa cansada, pero con una expresión distinta. Ya no era la mirada perdida de los primeros meses, era el cansancio de alguien que había hecho algo con su día. A veces traía muestras de las bolsas que había cocido. Esteban las guardaba en un cajón de la cocina como si fueran tesoros.

En febrero, Itell empezó a hablar más sobre su vida antes de 1994. Recordaba cosas pequeñas, la forma en que su madre preparaba el mole, el ruido de la lluvia en Atlixco, las tardes en Cholula con Iván. También recordaba cosas de su vida con Esteban.

 La primera vez que cocinaron juntos, un viaje que hicieron a Tehuacán para ver a unos tíos, la forma en que él siempre dejaba sus herramientas en el patio. Esteban escuchaba con atención. No intentaba completar los recuerdos ni corregirla, solo escuchaba. A veces ella se equivocaba en las fechas o mezclaba eventos. Él no decía nada. sabía que lo importante no era la precisión, sino el hecho de que ella estaba recordando.

 Una tarde de marzo, Itzel le preguntó a Esteban si podían salir a caminar por el centro histórico. Él aceptó. Fueron un sábado por la tarde. Caminaron por las calles empedradas. Pasaron frente a la catedral, al Zócalo, a los portales llenos de gente. Itzel se detuvo frente a un puesto de churros. Antes comprábamos aquí. Esteban asintió.

Sí. Cada que veníamos al centro compraron churros y se sentaron en una banca del zócalo. Comían despacio viendo a la gente pasar. Itzel habló sin mirar a Esteban. Sé que no soy la misma persona que era antes. Esteban la miró. Nadie es la misma persona después de 30 años. Ella sonrió apenas. ¿Cierto? Se quedaron ahí hasta que empezó a oscurecer. Caminaron de regreso a donde habían estacionado la camioneta.

 Pasaron otra vez por la 11 sur, cerca del taller donde Itzel había trabajado. El lugar ya no existía, ahora era una tienda de celulares. Itzel miró el local en silencio. Todo cambió. Esteban asintió. Sí, pero nosotros seguimos aquí. En abril, Itell cumplió 54 años. Esteban organizó una comida pequeña en la casa.

 invitó a Iván, a su familia, a la señora Lucero. Hicieron carnitas, compraron un pastel sencillo en una panadería del barrio. Itzel sopló las velas sin pedir ningún deseo. Cuando Esteban le preguntó por qué, ella dijo, “Ya tengo lo que necesito.” En mayo, la Fiscalía cerró oficialmente el caso. Le entregaron a Esteban un documento que certificaba el cierre del expediente.

 Él lo guardó en un folder junto con todos los papeles que había acumulado durante 29 años. Reportes, volantes, recortes de periódico, publicaciones, impresas de redes sociales. Lo metió todo en una caja de cartón y la guardó en el cuarto de atrás. No lo tiró. Sabía que algún día tal vez Itzell querría verlo o tal vez no. De cualquier forma estaría ahí.

 En junio, Itzel propuso algo inesperado. Quiero que volvamos a la Capu. Esteban la miró otra vez. Ella asintió. Pero esta vez quiero llevar algo. ¿Qué cosa? Una bolsa vacía. Esteban no entendió de inmediato, pero aceptó. El domingo 9 de junio de 2024 volvieron a la Capu. Itzell llevaba una bolsa de tela que había cocido en el taller. Estaba limpia. doblada.

Caminaron juntos hasta el patio externo. Había autobuses estacionados, conos naranjas, marcas amarillas en el piso. El cielo estaba despejado. Esta vez olía a diesésel y a comida frita. Itzel se detuvo en el mismo lugar donde Esteban la había encontrado.

 Dejó la bolsa en el piso, la miró un momento, luego la recogió y la dobló otra vez. Listo. Esteban frunció el ceño. ¿Qué hiciste? Itsel lo miró. Dejé ir lo que no necesito y me quedé con lo que sí. Caminaron de regreso a la camioneta. Subieron. Esteban encendió el motor, pero no arrancó de inmediato. Miró a Itzel. ¿Estás bien? Ella asintió. Sí, estoy bien.

 Salieron de la Capu, tomaron la avenida rumbo a La Paz. En el camino, Itzel miró por la ventana. Puebla seguía creciendo, cambiando, moviéndose. Ella también. Julio de 2024. La vida en la Casa de La Paz había encontrado un equilibrio frágil, pero real. Esteban trabajaba de lunes a viernes.

 Itzell iba al taller de costura tres veces por semana y asistía a terapia los martes y jueves. Las tardes las pasaban juntos, cocinando, viendo televisión. A veces simplemente sentados en el patio sin hablar. No necesitaban llenar cada silencio con palabras. Itzel ya no despertaba gritando en las noches. Todavía tenía pesadillas ocasionales, pero había aprendido a manejarlas. Esteban la escuchaba levantarse, ir al baño, tomar agua.

 A veces ella volvía a la cama, otras veces se quedaba sentada en la sala hasta que amanecía. Él no la presionaba, solo se aseguraba de que supiera que no estaba sola. En una de las últimas sesiones con Lucía, Itzel habló sobre el futuro. Antes no pensaba en mañana, solo en sobrevivir hoy. Ahora sí puedo pensar en la semana que viene, en el mes que viene.

 Lucía sonrió. Eso es un avance enorme. Itsel asintió. Sé que no voy a recuperar todos los años perdidos, pero puedo hacer algo con los que me quedan. Lucía les explicó a ambos que el proceso de reintegración no tenía un final claro. No es algo que se termina, es algo que se vive día a día. Van a haber días buenos y días difíciles.

 Lo importante es que tienen herramientas para enfrentarlos. Esteban aceptó esa realidad. Durante 29 años había vivido buscando respuestas. Ahora entendía que tal vez nunca las tendría todas y estaba bien. Lo importante era que Itzel estaba viva, que estaban juntos, que podían construir algo nuevo.

 En agosto, Iván organizó una reunión familiar pequeña para celebrar el cumpleaños de su hijo mayor. Invitó a Esteban Ell. Ella ya se sentía más cómoda en esas reuniones. Jugó con los niños, platicó con la esposa de Iván, comió pastel. Nadie habló del pasado, solo del presente. Uno de los niños le preguntó a Itzel si le gustaba vivir en Puebla.

 Ella se quedó pensando un momento. Sí, me gusta estar en casa. El niño asintió y siguió jugando. Para él esa era una respuesta suficiente. A mediados de septiembre, Esteban e Itell fueron otra vez a Atlixco. Visitaron la tumba de la madre de Itsel. Esta vez llevaron flores frescas y una foto enmarcada de los tres, la madre Itzel e Iván, tomada años antes de la desaparición.

 Itzel colocó la foto sobre la lápida para que nos recuerdes juntos. De regreso a Puebla pasaron por la Capu. No entraron, solo la vieron desde la avenida. Itzel miró el edificio en silencio. ¿Recuerdas cuando me encontraste ahí? Esteban asintió. Claro. Itsel siguió mirando al frente. Yo a veces recuerdo el lugar, no el tiempo. Recuerdo el piso mojado, los conos naranjas, el ruido de los autobuses, pero no recuerdo qué día era.

 Esteban giró el volante y siguió manejando. No importa qué día era, lo importante es que ahora estás aquí. Itzell asintió. Sí, estoy aquí. Llegaron a la casa cerca del anochecer. cenaron algo ligero. Después Esteban sacó una caja del cuarto de atrás. Era la caja con todos los documentos de la búsqueda. Se la mostró a Itzel.

 ¿Quieres verla? Ella la miró un momento, luego negó con la cabeza. No ahora, tal vez algún día. Esteban volvió a guardar la caja. Sabía que Itzel no estaba lista para enfrentar todo eso. Tal vez nunca lo estaría y estaba bien. No todo tiene que ser revisado, procesado, entendido. Algunas cosas simplemente se dejan atrás.

En octubre, Itzel empezó a trabajar 4 días a la semana en el taller. La coordinadora le había ofrecido más horas porque hacía bien su trabajo. Itzel aceptó. Necesitaba mantenerse ocupada. Necesitaba sentir que avanzaba. Una tarde, mientras cosía una bolsa de tela, una de sus compañeras le preguntó si tenía hijos. Itzel negó con la cabeza.

No, nunca tuve. La mujer asintió sin hacer más preguntas. Itzel siguió cociendo. Pensó en lo que hubiera sido tener hijos, pero no con tristeza, solo como algo que no pasó y estaba bien. En noviembre, Stevan Itell celebraron su aniversario de boda, 32 años desde que se casaron. Esteban compró flores y preparó una cena sencilla en casa.

 Itzel puso la mesa, encendió unas velas, comieron juntos, hablaron de cosas pequeñas, el clima, el trabajo, los planes para la siguiente semana. Al final de la cena, Esteban le tomó la mano. Gracias por volver. Itzel lo miró. Gracias por esperarme. No dijeron nada más. No hacía falta. Esa noche Esteban sacó dos fotografías que guardaba en un cajón. Una era de 1994.

Itzell frente a la cabina Telmex con su playera blanca y sus jeans azules mirando al frente. La otra era de 2023. Itzell en el patio de la Capu con la sudadera gris y la bolsa de basura mirando hacia un lado. Las puso una al lado de la otra sobre la mesa. No las enmarcó. No las colgó en la pared, solo las dejó ahí juntas. Itsel las vio.

 No dijo nada, solo pasó los dedos sobre ambas fotos, luego las guardó en el cajón otra vez. Los días siguieron pasando. Esteban trabajaba, Itzel cocía, cenaban juntos, dormían. Algunos días eran más fáciles que otros, pero todos eran posibles y eso después de 29 años era suficiente. Esta historia te mostró que incluso después de décadas la vida puede encontrar una forma de continuar.