JULIÁN CARRILLO desapareció en Guadalajara — 27 años después, ESPOSA lo encontró bajo un puente…

Un hombre sale de casa en una mañana gris de noviembre con la misma ropa de siempre y una mochila al hombro. Nadie imagina que esa banqueta será la última imagen completa que la familia guardará de él durante 27 años. Cuando vuelvan a verlo, será bajo un puente del periférico, empujando un carrito lleno de cartón, con el mismo rostro, pero otra vida entera grabada en la piel.
Entre esas dos fotos no hubo secuestro ni crimen, solo miedo, vergüenza y la decisión más silenciosa que alguien puede tomar. Guadalajara, colonia popular cerca del Periférico Oriente. Noviembre de 1997. Las calles amanecen con ese frío seco que pica en la garganta, el cielo blanco y plano, sin nubes, pero sin sol tampoco.
Julián Carrillo tiene 28 años, complexión regular. Cabello corto y bien peinado hacia atrás con un poco de gel barato. Sale todos los días a las 5:40 de la mañana. Siempre la misma rutina. Dos panes dulces con café recalentado. La mochila azul con el lonche que le prepara Mafe la noche anterior y el Nissan Suru Blanco estacionado frente a la casa.
A las 6:10 ya está en el centro de distribución, donde trabaja como operador de montacargas, recibiendo y ordenando tarimas que llegan de Monterrey y Querétaro. Es callado. Los compañeros lo respetan porque nunca falla, nunca se queja, nunca pide favores. Lo que nadie sabe es que Julián tampoco cuenta lo que le pesa. La casa es chica, pero está limpia. Mafe tiene 26 años.
trabaja medio tiempo en una papelería cerca del mercado San Juan de Dios. Los dos niños, uno de cinco y otro de tres, juegan en el patio con carritos de plástico y una pelota desinflada. Las paredes están pintadas de verde menta. El piso es de mosaico viejo con grietas que Mafe llena de cloro cada semana. Hay una tele de bulvo en la sala, un comedor de cuatro sillas y una foto de boda colgada junto a un calendario de Pemex. Todo es funcional, todo alcanza justo.
Nadie se queja. Julián llega al atardecer, se quita las botas de casquillo en la entrada, come lo que quedó del mediodía y se sienta frente a la tele hasta que los niños se duermen. Mafe le pregunta cómo estuvo el día. Él responde siempre lo mismo. Bien, tranquilo. Pero en las últimas semanas algo cambió.
Julián ya no mira directo a los ojos. Cuando suena el teléfono se pone tenso, a veces sale al patio con un cigarro, aunque casi no fuma. Mafe lo nota, pero no insiste. Piensa que es cansancio, que es la chamba, que es noviembre y siempre noviembre pesa más. Lo que Mafe no sabe es que hace 3 meses Julián firmó como aval de una deuda informal.
Un conocido del trabajo le pidió el favor. Nada más es para que me autoricen el préstamo. Tú no vas a pagar nada. Julián aceptó porque no sabía decir que no, pero el conocido dejó de pagar y desde entonces dos hombres en una camioneta gris han pasado dos veces por la casa. No tocan la puerta, solo se estacionan enfrente, miran y se van. Julián los ve desde la ventana.
Una tarde, uno de ellos le marca al celular y le dice, “Ya sabes lo que tienes que hacer. No queremos ir más lejos.” Julián no dice nada. Cuelga. No duerme esa noche, no le cuenta a Mafe, solo piensa, si me ven lejos, tal vez no vengan por ellos. El miércoles 12 de noviembre, Julián llega del trabajo más tarde que de costumbre. Los niños ya cenaron.
Mafé le sirve un plato de arroz con frijoles y tortillas. Él come rápido, casi sin masticar. Después se sienta en el sillón, pero no prende la tele, solo mira la pared. Mafe le pregunta si se siente mal. Julián niega con la cabeza. Estoy cansado, nada más. Esa noche, mientras Mafe duerme, Julián se queda despierto en la sala. Cuenta el dinero que tiene guardado en una caja de zapatos debajo de la cama.
Pes. No es mucho, pero alcanza para unos días. piensa, voy a arreglarlo, voy a hablar con ellos, voy a conseguir el dinero y regreso. No se imagina que ese pensamiento va a estirarse durante 27 años. El jueves 13 de noviembre de 1997, Julián se levanta a las 5:30 como siempre.
Se viste con una camisa a cuadros que Mafe le regaló el año pasado, jeans rectos y los tenis blancos que usa para todo. Se echa agua en la cara, se peina. Mete en la mochila azul una muda de ropa, un cepillo de dientes y los 100 pesos. Sale sin hacer ruido. El Tsuru arranca al segundo intento. Julián maneja despacio por el periférico, todavía oscuro, las luces naranjas parpadeando en los semáforos.
A las 6:20, desde un teléfono público cerca de la nueva central camionera en Tlaquepaque, marca al supervisor del trabajo. Dice, “Me retraso. Tema personal.” El supervisor responde, “¿Estás bien, Julián?” Contesta, “Sí, al rato te aviso.” Cuelga. No vuelve a marcar.
Deja el suru estacionado a tres cuadras de la central, bien cerrado, con las llaves bajo el tapete del lado del conductor. Camina hasta la terminal. Compra un boleto en efectivo a una ruta que ni él mismo sabe bien por qué eligió. Sube al autobús, se sienta junto a la ventana, mira Guadalajara alejarse por el cristal sucio. Mafe espera toda la mañana. A las 11 marca al trabajo. Le dicen que Julián avisó que se retrasaba.
Ella respira. Piensa que tuvo que resolver algo, que ya va a llegar. Pero pasan las horas. A las 7 de la noche, Mafe empieza a marcar al celular de Julián. Suena, pero nadie contesta. A las 9 llama a la hermana de Julián. Lupita, ¿has sabido algo de tu hermano? Lupita dice que no. A las 11 de la noche, Mafe sale con Lupita a buscar el carro.
Recorren el periférico, las calles aledañas, los oxos, las gasolineras. Nada. A las 2 de la madrugada regresan a casa. Los niños están dormidos en casa de una vecina. Mafe no duerme, solo mira el teléfono. El viernes 14 de noviembre, Mafe va directo a la policía municipal. La reciben en un escritorio con papeles amontonados y una máquina de escribir vieja.

El agente le pregunta los datos, nombre completo, edad, descripción física, última vez que lo vio. Mafer responde con la voz quebrada. El agente escribe lento con dos dedos. Le dice, “A veces la gente se va unos días y regresa. Dele chance.” Mafe insiste. Él no es así. Algo pasó. El agente levanta la denuncia, le entrega una copia amarillenta. Si sabe algo, avísenos.
Mafe sale de ahí con un nudo en el estómago. Esa misma tarde, Lupita consigue el teléfono del supervisor de Julián. Lo llaman. Él confirma. Sí, me habló el jueves en la mañana. Dijo que tenía un tema personal. Sonaba normal. Mafe pregunta, “¿Dijo algo más?” El supervisor responde, “No, solo que al rato avisaba.” Nunca avisó.
El sábado 15, Mafe y Lupita salen a pegar carteles, los imprimen en una papelería del centro, foto reciente de Julián, descripción, número de teléfono de la casa. Pegan en postes del periférico, en las entradas del mercado San Juan de Dios, en el área de Analco, en paradas de camión. La gente los mira. Algunos preguntan.
Mafe cuenta la historia una y otra vez. Nadie ha visto nada. El domingo un vecino avisa. Vi el carro de Julián estacionado cerca de la nueva central camionera. Mafe y Lupita corren. El Tsuru está ahí cerrado, sin rayones, sin nada roto. Llaman a la policía. Los oficiales abren el carro con una herramienta. Adentro está todo en orden.
La credencial de Julián en la guantera, 700 pesos en billetes de 50. El teléfono celular apagado. No hay señales de forcejeo, no hay manchas, no hay nada que indique violencia. Una gente dice, “Tal vez lo dejó y se fue con alguien.” Mafe niega. ¿Con quién? Él no tiene a nadie más. El carro se queda ahí. Nadie lo mueve durante días.
En las semanas siguientes, Mafe no para. Recorre barrancas cercanas al periférico con vecinos y amigos. Bajan portaludes llenos de basura y hierba seca buscando ropa, buscando algo. No encuentran nada. Llaman a hospitales, nada. Revisan el archivo de no identificados en medicina legal, nada. Mafe empieza a faltar al trabajo.
Los niños preguntan, ¿cuándo regresa mi papá? Ella no sabe qué responder. Les dice pronto, pero no lo cree. La hermana de Julián, Lupita, se queda algunas noches en la casa para acompañarla. Las dos se sientan en la sala después de que los niños se duermen. Hablan en voz baja. Lupita dice, “¿Y si tuvo un accidente y está en algún lado sin identificar?” Mafe dice, “Ya revisamos. No está. Lupita insiste.
¿Y si alguien se lo llevó? Mafe se queda callada. No quiere pensar en eso. En diciembre, un conocido del trabajo le cuenta a Mafe que Julián había firmado como aval de un préstamo informal. No sé más, solo escuché eso. Mafe siente que todo empieza a cuadrar. Llama a la policía, les cuenta. El agente anota. Vamos a investigar.
Pasan semanas, no hay avances. Mafe vuelve a insistir. Le dicen, “Si firmó como aval y se fue, no es delito. No podemos hacer mucho.” Mafe no entiende. Entonces, ¿qué hago? El agente no responde. Mafe sale de ahí con más preguntas que respuestas. En enero de 1998, la rutina de búsqueda empieza a desgastarse. Los carteles se despegan con la lluvia. Los vecinos dejan de preguntar.
La gente olvida. Mafe sigue llamando a hospitales una vez por semana, sigue revisando los archivos de medicina legal cada mes, pero las respuestas son siempre las mismas. No tenemos nada, señora. Los niños dejan de preguntar por su papá. Aprenden a no mencionar el tema. La casa sigue igual. El comedor de cuatro sillas, la foto de boda, el calendario de Pemex, pero ahora todo pesa más.
Mientras tanto, Julián está a menos de 20 km de distancia, pero vive en otro mundo. Después de bajar del autobús en una terminal de paso, caminó sin rumbo fijo. Durmió la primera noche en una banca de un parque. Al segundo día consiguió chambas sueltas cargando bultos en una bodega cerca de Tonalá. Le pagaron 60es.
Comió tacos en un puesto. Durmió bajo un toldo de lámina. Al tercer día, alguien le ofreció trabajo en una obra. Julián aceptó. No dio su nombre completo, solo dijo, Julián. Nadie preguntó más. La obra duró dos semanas. Le pagaron en efectivo. Con eso rentó un cuarto en una vecindad de El Salto.
Un espacio de 3 por 3 m sin ventanas, con un colchón en el suelo y una cobija raída. El baño era compartido. Julián se quedó ahí tr meses. Trabajaba en lo que saliera. Carga, descarga, limpieza de terrenos, velador nocturno. Nunca usaba su apellido completo, nunca daba referencias, evitaba hablar de más.
Cuando le preguntaban de dónde era, decía, “De por acá.” Nadie insistía. Al principio, Julián pensaba todos los días en volver. En cuanto junte para la deuda, regreso. Pero la deuda nunca la saldó. Los trabajos eran irregulares, los pagos bajos, el dinero alcanzaba para comer y pagar el cuarto, nada más. Pasaron meses. Un día Julián se dio cuenta de que ya no sabía cómo volver, qué iba a decir, cómo iba a explicar.
La vergüenza pesaba más que el miedo. Entonces dejó de pensar en regresar. Solo pensaba en llegar al día siguiente. ¿Quieres saber cómo Julián sobrevivió los primeros años lejos de casa? Regístrate para seguir la historia completa. En 1999, Julián ya llevaba más de un año fuera de casa. Había cambiado de cuarto tres veces. Siempre zonas baratas, siempre en los márgenes de Tonalá y el salto.
Trabajaba en lo que salía, ayudante de albañil, cargador en mercados, velador en bodegas que no pedían papeles. Comía una vez al día, a veces dos si el trabajo había sido bueno. Tortillas, frijoles, lo que vendieran en los puestos más baratos. Perdió peso. La camisa a cuadros que usó el día que se fue ya estaba desilachada.
Los tenis blancos, grises de tanto polvo y cemento. La mochila azul la vendió en un tianguis por 20 pesos. Ahora cargaba sus cosas en una bolsa de plástico. Julián evitaba las zonas donde podían reconocerlo. No pasaba por el periférico oriente. No se acercaba al mercado San Juan de Dios.
No tomaba camiones que fueran hacia su antigua colonia. Cuando veía una patrulla, bajaba la mirada, no por miedo a la policía, sino por miedo a que alguien preguntara su nombre completo. A veces, en las noches, cuando el cansancio no lo dejaba dormir, pensaba en Mafe, pensaba en los niños, se preguntaba si lo seguían buscando, se preguntaba si ya lo habían olvidado.
Ambas respuestas le dolían igual. En el año 2000, Julián consiguió un trabajo más estable, velador nocturno en una fábrica de blocks en las afueras de Tonalá. Le pagaban 800 pesos al mes. El turno era de 10 de la noche a 6 de la mañana. Dormía de día en un cuarto que rentaba cerca de la fábrica.
Era un espacio más grande que los anteriores, con una ventana pequeña que daba a un callejón. tenía una estufa de dos quemadores y un colchón en mejor estado. Julián se quedó ahí casi un año. En ese tiempo empezó a ahorrar un poco. Guardaba el dinero en una lata de galletas. No sabía para qué, pero le daba cierta tranquilidad tener algo guardado.
A veces compraba un refresco y se lo tomaba sentado en la banqueta viendo pasar los carros. No hablaba con nadie, no tenía amigos, solo conocidos del trabajo que lo saludaban con un qué onda y seguían de largo. Pero en marzo de 2001 todo cambió. Julián estaba ayudando a cargar una tarima de blocks cuando uno de los amarres se reventó. La tarima se desbalanceó. Julián intentó sostenerla, pero el peso lo tiró al piso.
Cayó de lado golpeándose la cabeza contra el borde de un poste de metal. No perdió el conocimiento, pero sintió un mareo fuerte y un dolor agudo detrás de la oreja. Los compañeros lo levantaron. Le dijeron que fuera al doctor. Julián no fue. No tenía seguro. No tenía dinero para una consulta. Se limpió la sangre con su camisa y siguió trabajando.
Esa noche el dolor de cabeza no se le quitó. Tampoco al día siguiente ni a la semana. Con el tiempo, el dolor físico se fue, pero algo más se quedó. Julián empezó a sentir episodios de desorientación. A veces no sabía qué día era. A veces olvidaba dónde había dejado sus cosas. Se volvió más lento, más distraído.
En el trabajo empezaron a notarlo. El encargado le dijo, “¿Qué te pasa, Julián? Estás como ido. Julián no supo que responder. Unas semanas después lo dejaron ir. Ya no hay chamba para ti. Julián no reclamó. Recogió sus cosas y se fue. Perdió el cuarto porque no pudo pagar la renta. Volvió a dormir en la calle. Esta vez no fue temporal.
Julián ya no tenía la energía para buscar trabajo como antes. Los episodios de confusión eran más frecuentes. A veces pasaba horas sentado en una banca sin hacer nada, solo mirando al frente. La gente pasaba a su lado y no lo veía. Julián empezó a volverse invisible. En 2002, alguien le enseñó que podía ganar algo de dinero juntando cartón y vendiéndolo en los centros de reciclaje. Te pagan por kilo.
No es mucho, pero es algo. Julián empezó a nacerlo. Caminaba por las calles de Tonalá en las madrugadas, antes de que pasara el camión de la basura, recogiendo cajas de tiendas, cartones de mercados, lo que encontrara. lo amarraba con mecates y lo cargaba en su espalda hasta el centro de reciclaje más cercano.
Le pagaban entre 30 y 50 pesos por día, dependiendo de cuánto llevara. Con eso compraba comida y si sobraba un refresco. Julián no pensaba en el futuro, solo pensaba en el día siguiente. Con el paso de los años, Julián se fue alejando más de la persona que había sido. Ya no recordaba fechas, ya no recordaba conversaciones completas.
A veces, en las noches, cuando estaba acostado bajo algún puente o en algún baldío, trataba de recordar la cara de sus hijos. Pero las imágenes eran borrosas, solo recordaba la risa del más chico. Eso sí, nunca se le borró. Pero todo lo demás poco a poco se fue diluyendo, no por decisión, simplemente porque el cerebro tiene un límite de cuánto dolor puede cargar antes de empezar a soltar cosas.
Para 2005, Julián ya llevaba 8 años fuera de casa. La rutina era la misma, levantarse antes del amanecer, caminar por las calles de Tonalá buscando cartón, arrastrarlo hasta el centro de reciclaje, cobrar, comer algo y buscar dónde pasar la noche. No había variaciones, no había planes, solo la repetición del mismo ciclo, día tras día. Julián ya no se afeitaba.
La barba le crecía irregular, con canas prematuras que le daban un aspecto de más edad. El cabello, que antes llevaba corto y peinado, ahora le llegaba despeinado hasta los hombros. La ropa que usaba eran donaciones que conseguía en iglesias o que encontraba en bolsas de basura, pantalones de mezclilla rotos, camisas sin botones, chamarras con manchas y hoyos.
Los tenis ya no eran blancos, eran grises, sin agujetas. Con las suelas despegadas. Julián los amarraba con alambre para que no se le salieran al caminar. Durante esos años, Julián se movía entre Tonalá y el Salto. Conocía las rutas donde había más cartón, las tiendas que sacaban cajas limpias, los mercados que dejaban material afuera antes del amanecer.
También conocía los lugares seguros para dormir bajo puentes del periférico, donde el ruido del tráfico ahogaba cualquier otro sonido. Terrenos valdíos rodeados de maleza donde nadie entraba. Las bancas de algunos parques alejados. Nunca dormía dos noches seguidas en el mismo lugar. Eso lo había aprendido rápido.
Quedarse mucho tiempo en un sitio atraía problemas. Otros hombres en situación de calle, peleas por territorio o simplemente la policía que lo despertaba y le pedía que se moviera. En 2008, Julián encontró un carrito de supermercado abandonado en un loteo. Estaba oxidado, con una rueda trabada, pero funcionaba.
Lo reparó con alambre y pedazos de tubo que encontró en una obra cercana. Ese carrito cambió su rutina. Ahora podía cargar más cartón, lo que significaba más dinero al final del día. En lugar de 30 o 40 pesos, algunos días llegaba a juntar 70 u 80. Julián cuidaba ese carrito como si fuera lo más valioso que tenía. Lo encadenaba a un poste cuando tenía que alejarse.
Lo limpiaba con trapos viejos. Le ponía pedazos de cartón en el fondo para que las cajas no se rompieran con el rose del metal. Para Julián, ese carrito no era solo una herramienta, era lo único que le daba estructura a sus días. Con el paso del tiempo, Julián dejó de intentar recordar.
Al principio, en los primeros años, todavía se esforzaba por mantener las imágenes nítidas. La casa, Mafe, los niños, las mañanas saliendo al trabajo. Pero esos recuerdos, al no ser alimentados con conversaciones, ni con fotos, ni con nada que los refrescara, empezaron a desvanecerse. No fue algo dramático, fue lento, como cuando una hoja de papel se deja al sol y el color se va perdiendo sin que uno se dé cuenta.
Para 2010, Julián ya no pensaba en ellos todos los días. A veces pasaban semanas enteras sin que cruzara por su mente y cuando lo hacía ya no sentía el mismo peso. Era más bien una imagen lejana como de una película que vio hace mucho y de la que solo recuerda escenas sueltas. La vida en la calle tiene su propio ritmo, sus propias reglas.
Julián aprendió a moverse en ese mundo paralelo donde la ciudad es la misma, pero completamente distinta. Aprendió a identificar las horas seguras y las peligrosas. Aprendió que entre las 4 y las 6 de la mañana las calles son más tranquilas, que los domingos hay menos cartón, pero también menos gente, que en diciembre los centros de reciclaje pagan un poco más porque hay más demanda.
Aprendió a leer a las personas con una sola mirada. ¿Quién lo iba a ignorar? ¿Quién le iba a gritar? ¿Quién tal vez le iba a dar algo de comer? Aprendió a hablar lo mínimo necesario. ¿Cuánto el kilo? ¿A qué hora abren? Gracias. Nada más. En 2012, un invierno especialmente frío. Julián enfermó. Tos seca, fiebre, dolores en todo el cuerpo.
No fue a ningún hospital. No tenía papeles, no tenía seguro. Se quedó tirado tres días bajo un puente, tapado con cartones y una cobija húmeda. Temblaba tanto que no podía dormir. El cuarto día, una señora que pasaba caminando lo vio y le dejó un té caliente en un vaso desechable y dos pastillas. “Tómatelas”, le dijo.
Julián obedeció. No sabe si fue por las pastillas o porque el cuerpo simplemente decidió que todavía no era momento, pero mejoró. Una semana después ya estaba de vuelta en su rutina. El carrito, el cartón, el reciclaje, todo igual. Para 2015, Julián ya llevaba 18 años desaparecido, pero en su cabeza esa cuenta no existía.
No llevaba registro de los años. No sabía cuánto tiempo había pasado desde la última vez que vio a su familia. El tiempo en la calle no se mide en calendarios, se mide en temporadas, la de lluvias, la de calor, la de frío. Se mide en rutinas el día que encontró un buen lote de cartón, el día que le robaron el carrito y tuvo que recuperarlo, el día que le dieron una chamarra nueva. Julián vivía en un presente continuo, sin pasado ni futuro.
Solo el ahora, solo el siguiente paso. En 2016, Julián se instaló de manera más permanente bajo un puente del periférico en Tonalá. No fue una decisión pensada, simplemente después de meses de moverse de un lugar a otro, ese espacio le pareció el más estable. El puente estaba en una zona industrial lejos de zonas residenciales, lo que significaba menos quejas de vecinos y menos intervención de autoridades. Debajo había espacio suficiente para él y su carrito.
Los pilares de concreto ofrecían cierta protección contra el viento y la lluvia. El ruido constante del tráfico en las alturas se volvió parte del fondo sonoro de sus días. Julián ya no lo notaba. Era como el zumbido de un refrigerador viejo, siempre presente, pero invisible al oído. El lugar no era bonito. Las paredes de concreto estaban cubiertas de grafiti en capas, nombres, insultos, dibujos sin forma, fechas viejas.
El piso estaba lleno de basura acumulada, envases de aceite, llantas viejas, bolsas rotas, botellas de vidrio quebradas. Había un olor persistente a humedad y a orines, pero para Julián ese lugar cumplía su función. Era un techo invisible. Nadie lo molestaba ahí. Podía dejar su carrito encadenado a uno de los pilares sin que se lo robaran.
Podía dormir algunas horas sin que lo despertaran. Eso en la calle ya era mucho. La rutina de Julián en esos años era mecánica. se levantaba cerca de las 4 de la mañana cuando la ciudad todavía estaba oscura y fría. Empujaba su carrito por las calles de Tonalá, revisando las salidas traseras de tiendas, los contenedores de basura de mercados, las esquinas donde sabía que dejaban cartón.
Caminaba despacio, con pasos cortos, la espalda encorbada por el peso de los años y del esfuerzo diario. Cuando encontraba una caja o un montón de cartón, lo doblaba con cuidado, lo acomodaba en el carrito y lo amarraba con mecates. A veces tardaba toda la mañana en llenar el carrito.
Otras veces, si había suerte, en un par de horas ya tenía suficiente. Cerca del mediodía, Julián llevaba el cartón al centro de reciclaje. Era un terreno grande rodeado de malla ciclónica con básculas industriales en la entrada y montañas de material apilado en el fondo, cartón, plástico, metal, vidrio. Julián conocía a los encargados, no por nombre, pero sí de vista.
Ellos tampoco le preguntaban nada, solo pesaban el material, le daban el dinero en efectivo y lo dejaban irse. Algunos días ganaba 60 pesos, otros 80, en los buenos hasta 100. Con eso compraba comida, tacos de guisado en puestos baratos, un refresco, pan dulce. Si sobraba algo, lo guardaba en una bolsa de plástico que llevaba amarrada a la cintura debajo de la ropa.
Por las tardes, Julián volvía a su lugar bajo el puente. Se sentaba en el suelo con la espalda recargada en uno de los pilares y descansaba. A veces se quedaba dormido ahí mismo con el ruido del tráfico arriba. Otras veces solo miraba al frente sin pensar en nada en particular. La mente después de tanto tiempo en la calle aprende a apagarse.
Es un mecanismo de defensa. Si piensas demasiado, te vuelves loco. Entonces dejas de pensar, solo existes. En 2018, un grupo de voluntarios comenzó a hacer recorridos por esa zona. Eran jóvenes de una iglesia local que repartían comida caliente y cobijas a personas en situación de calle. Julián los vio pasar varias veces.
Al principio no se acercaba, no le gustaba la idea de recibir ayuda. Le parecía que eso lo hacía más vulnerable, más visible. Pero una noche de diciembre, cuando el frío era insoportable, aceptó una cobija que le ofrecieron. No dijo gracias, solo la tomó y se tapó. Los voluntarios no insistieron.
Sabían que muchas personas en la calle prefieren el silencio. Con el tiempo, Julián se acostumbró a verlos. Algunos domingos aceptaba un plato de comida, sopa, arroz, tortillas. Nunca hablaba con ellos, solo recibía y se alejaba. Pero uno de esos voluntarios, un hombre de unos 40 años llamado Tomás, empezó a fijarse en Julián. No de manera invasiva, solo con curiosidad silenciosa.
Tomás llevaba años haciendo ese trabajo. Había aprendido a leer los rostros y en el rostro de Julián veía algo distinto. No sabía qué, pero había algo. Una familiaridad, como si lo hubiera visto antes, pero no podía ubicar dónde. Tomás no le dijo nada a Julián. No quería incomodarlo, pero guardó esa imagen en la memoria.
Durante meses, cada vez que veía a Julián, trataba de recordar dónde lo había visto, en qué contexto. No lograba conectar las piezas hasta que un día limpiando papeles viejos en su casa, encontró un folder con carteles antiguos de personas desaparecidas. Tomás los había guardado años atrás cuando colaboraba con una organización de búsqueda.
Ahí, entre tantos rostros, estaba la foto de Julián, más joven, con el cabello corto, la camisa a cuadros, la mirada tranquila. El nombre, Julián Carrillo. Fecha de desaparición, 13 de noviembre de 1997. Tomás se quedó paralizado. No podía creerlo. Ese hombre del puente, ese hombre del carrito de cartón era Julián Carrillo. Llevaba 27 años desaparecido y estaba ahí a unos kilómetros de su casa vivo. Tomás no actuó de inmediato.
Sabía que las cosas en la calle no funcionan con prisas. Si llegaba directamente con Julián y le decía, “Te reconocí. Tu familia te busca.” podía asustarlo, podía hacer que desapareciera otra vez. Entonces decidió ir con cuidado. Primero verificó que realmente fuera él. Volvió al puente varios domingos seguidos.
Observaba a Julián de lejos, comparando mentalmente el rostro del cartel con el rostro actual. Las diferencias eran evidentes. El cabello canoso, la barba descuidada, las arrugas profundas, la delgadez extrema, pero los ojos eran los mismos. La forma de la nariz, la postura al caminar, la manera de doblar el cartón antes de acomodarlo en el carrito. Todo coincidía.
Una vez que estuvo seguro, Tomás buscó información. Recordaba que el cartel mencionaba a la esposa María Fernanda. No tenía apellido completo, pero tenía el nombre. Preguntó con discreción en la zona donde había circulado el cartel en su momento. Habló con algunos vecinos viejos, gente que llevaba décadas viviendo en esas colonias.
Una señora mayor recordaba el caso. Ah, sí, el señor que desapareció. La esposa se llama Mafe. Todavía vive por acá. La señora le dio una referencia de la calle. Tomás agradeció y se fue. No fue directamente a tocar la puerta. Primero quiso confirmar que fuera la persona correcta. Pasó varias veces frente a la casa.
era la misma que aparecía en algunas fotos viejas de los carteles. Fachada color verde menta, reja metálica, ventana pequeña al frente. Un día vio salir a una mujer de unos 50 años, cabello corto, lentes, bolsa de mandado en la mano. Caminaba despacio con la mirada baja. Tomás la observó desde la esquina. No se acercó. Todavía no.
decidió hablar primero con un conocido que tenía contactos con organizaciones de búsqueda de personas. Le contó lo que había visto. Creo que encontré a alguien, pero no sé cómo manejarlo. El conocido le sugirió que contactara a la Comisión de Búsqueda del Estado. Ellos tienen protocolos, saben cómo manejar estos casos.
Tomás lo pensó, pero le pareció demasiado formal, demasiado lento. Al final tomó la decisión de hablar con alguien de la colonia, alguien de confianza que conociera a Mafe. Encontró a un vecino de toda la vida, un señor de unos 60 años que vendía aguas frescas en la esquina. Tomás le explicó la situación. El señor lo miró con desconfianza al principio.
¿Y cómo sé que no es una broma? Tomás le mostró el cartel viejo y le contó los detalles. El señor se quedó callado. Luego dijo, “Si es cierto, hay que decirle a Mafe, pero con cuidado, esa señora ya sufrió mucho.” Tomás asintió. “Por eso te lo digo a ti, para que tú lo hagas.” El vecino aceptó. Esa misma tarde tocó la puerta de Mafe. Ella abrió sorprendida de verlo.
“¿Pasa algo?” El vecino respiró hondo. Mafe, necesito que te sientes. Tengo que decirte algo. Mafe lo dejó pasar. Se sentaron en la sala. El vecino le contó todo. El voluntario, el puente, el carrito de cartón, el reconocimiento. Mafe no dijo nada durante varios segundos, luego, con la voz quebrada preguntó, “¿Estás seguro?” El vecino respondió, “No puedo estar 100% seguro, pero el voluntario dice que sí, que es él.” Mafe sintió que el piso se movía. 27 años.
27 años buscando, preguntando, esperando. Y ahora le decían que Julián estaba vivo, que estaba a unos kilómetros, que vivía en la calle. No lloró, no gritó, solo se quedó inmóvil con las manos apretadas sobre las rodillas. Luego preguntó, “¿Dónde está?” El vecino le dio la dirección del puente. Mafe se levantó. Voy ahora. El vecino la detuvo.
Espera, mejor vamos mañana temprano, con calma. Yo te acompaño. Esa noche Mafe no durmió. Se sentó en la sala con las luces apagadas, mirando la foto de boda que seguía colgada en la pared. La misma foto que llevaba 27 años ahí. pensó en todas las veces que había imaginado este momento, en todas las versiones posibles de un reencuentro, pero nunca se había imaginado esta.
Nunca se imaginó que lo encontraría viviendo bajo un puente empujando un carrito de cartón. Siempre pensó que si aparecía sería en un hospital o en otra ciudad con otra vida o muerto, pero no así. No en la misma ciudad, no tan cerca. A las 5 de la mañana, Mafe ya estaba lista. Se puso una chamarra, agarró su bolsa y salió. El vecino la estaba esperando afuera. ¿Segura que quieres ir ahorita? Mafe asintió. Sí, ahora.
Caminaron hasta la parada de camión. Tomaron el colectivo que iba hacia Tonalá. El trayecto fue silencioso. Mafe miraba por la ventana viendo pasar las calles que conocía de toda la vida. Las mismas calles por las que Julián había caminado durante 27 años sin que ella lo supiera, bajaron cerca del periférico, caminaron unas cuadras más. El vecino señaló, “Es ahí, bajo ese puente.
” Mafe se detuvo, respiró profundo, luego siguió caminando. El sol todavía no salía del todo. La luz era gris, difusa, sin sombras definidas. El ruido del tráfico en el periférico era constante, como un río que nunca se detiene. Mafe caminó despacio hacia el puente. Sus piernas temblaban, pero no se detuvo. El vecino iba detrás a unos pasos de distancia, dándole espacio.
Bajo el puente, entre los pilares de concreto marcados con graffiti, vio la figura de un hombre de espaldas. Estaba agachado junto a un carrito metálico, acomodando cartones con movimientos lentos. Vestía una chamarra gastada, jeans sucios, tenis viejos. El cabello canoso le caía despeinado sobre los hombros. Mafe se acercó más.
Sus pies hacían ruido contra el pavimento irregular, pero el hombre no volteó. Estaba concentrado en lo suyo. Mafe se detuvo a unos 3 m de distancia. Su corazón latía tan fuerte que sentía el pulso en las cienes. Abrió la boca para decir algo, pero la voz no le salió. Tosió. El hombre giró la cabeza. Sus miradas se cruzaron. Julián la vio.
Frunció el ceño como tratando de enfocar. Luego abrió un poco los ojos, dejó caer el cartón que tenía en las manos, se quedó inmóvil. Mafe dio un paso adelante. Julián, dijo. La voz le salió ronca, apenas audible. Julián no respondió, solo la miraba como si estuviera viendo un fantasma, como si no pudiera creer que fuera real.

Mafe dio otro paso. Soy yo, Mafe. Julián parpadeó, tragó saliva, movió los labios, pero no salió sonido. Luego, muy despacio, dijo, “Pensé que ya no me iban a buscar.” La frase cayó como una piedra. Mafe sintió que las piernas se le doblaban. Se llevó una mano a la boca. Las lágrimas le salieron sin control. No dijo nada.
No podía, solo lo miraba. Ese rostro que había buscado en cada esquina, en cada hospital, en cada archivo de desaparecidos durante 27 años. Ahí estaba, flaco, envejecido, roto, pero vivo. Julián bajó la mirada. No debiste venir, dijo casi en un susurro. Mafe negó con la cabeza. Claro que sí. Se acercó más.
Ahora estaba de un metro de distancia. Podía ver las arrugas profundas en su cara, las canas en la barba. Las manchas en la ropa, podía oler el sudor, el polvo, el tiempo acumulado. Julián, te buscamos. Todo este tiempo te buscamos. Él no levantó la vista. No debiste. Mafe extendió una mano despacio sin tocarlo todavía.
¿Por qué no volviste? Julián se quedó callado. Luego, sin mirarla, dijo, “No pude.” Mafe esperó. Julián respiró hondo. Al principio era miedo, después fue vergüenza, después ya no supe cómo y luego ya no importó. Su voz era plana, sin emoción, como si estuviera contando algo que le había pasado a otra persona. Mafe cerró los ojos. Sí, importó.
Siempre importó. El vecino, que había permanecido a distancia se acercó con cuidado. Julián, dijo con tono suave. Hay gente que puede ayudarte. No tienes que quedarte acá. Julián lo miró, no respondió, solo volvió a bajar la cabeza. Mafe se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Vamos a un lugar seguro. Solo eso. No tienes que decidir nada más ahorita. Julián negó despacio.
No sé si pueda. Mafe respiró profundo. No importa. Yo me quedo acá contigo hasta que estés listo. Se sentó en el suelo a su lado, sin importarle la mugre, sin importarle nada. Julián la miró de reojo, no dijo nada, pero tampoco se movió. Se quedaron así, en silencio bajo el puente, mientras el tráfico seguía rugiendo arriba.
El vecino hizo unas llamadas primero a Tomás para avisarle que el reencuentro había pasado, luego a un contacto en protección civil de Tonalá. explicando la situación. Le dijeron que mandarían una unidad, pero sin prisas, sin luces, sin escándalo. Déjenos saber si él acepta ir. No lo vamos a forzar. Pasó casi una hora antes de que Julián hablara de nuevo. Los niños, preguntó sin mirar a Mafe.
Ella sintió un nudo en la garganta. Ya son grandes, ya no son niños. Julián asintió despacio. Mejor. Mafe frunció el ceño. ¿Por qué mejor? Julián cerró los ojos. Porque ya no me necesitan. Mafe negó. Eso no es cierto. Julián no respondió. Solo se quedó callado con los ojos cerrados respirando despacio. Poco después llegó una camioneta blanca de protección civil. Dos paramédicos bajaron con calma.
No traían camilla, no traían equipo médico aparatoso, solo una mochila pequeña. Se acercaron despacio. Uno de ellos se presentó. Buenos días, me llamo Ricardo. Venimos solo para ver si necesitas algo. Un vaso de agua, una revisión rápida, lo que tú digas. Julián los miró con desconfianza.
Ricardo se sentó en el suelo a su altura. No te vamos a llevar a ningún lado si no quieres, pero si aceptas podemos ir a un lugar donde puedas descansar, comer algo caliente y ver qué sigue. ¿Te parece? Julián miró a Mafe. Ella asintió despacio. Julián respiró hondo. Luego, con voz cansada, dijo, “Está bien.” Julián aceptó subir a la camioneta.
No dijo mucho, solo agarró su mochila negra, la que llevaba amarrada al carrito, y caminó despacio hacia el vehículo. Mafe subió con él, se sentó a su lado sin hablar, sin presionar. Ricardo, el paramédico, manejó con calma hacia el módulo de protección civil en Tonalá. Era un edificio pequeño de un piso con paredes blancas y ventanas con rejas.
Adentro había un escritorio, unas sillas de plástico, un bebedero y una puerta que daba para un cuarto con una camilla. Ricardo le ofreció agua. Julián tomó el vaso con las dos manos y bebió despacio, como si no recordara cuándo fue la última vez que tomó algo limpio. Luego le ofrecieron un sándwich. Julián lo aceptó.
Se lo comió en silencio, sentado en una de las sillas con la mochila en el suelo entre sus pies. Mafe lo observaba desde el otro lado del cuarto. No podía dejar de mirarlo. Era él. Era Julián, pero al mismo tiempo no lo era. Había algo en sus movimientos, en su mirada, que era distinto, como si parte de él se hubiera quedado en otro lugar. Ricardo se sentó frente a Julián.
Vamos a hacer una revisión rápida, ¿te parece? Solo para ver que estés bien. Julián asintió. Ricardo sacó un estetoscopio, un termómetro, un baumanómetro. Revisó sus signos vitales. Todo estaba dentro de rangos bajos, pero aceptables. Presión baja, frecuencia cardíaca lenta, temperatura normal. ¿Te duele algo?, preguntó Ricardo. Julián negó.
¿Cuándo fue la última vez que comiste bien? Julián se encogió de hombros. No sé, hace días. Ricardo anotó en una libreta. Vamos a coordinarnos con el hospital para que te hagan una revisión más completa, pero por ahora estás estable. Después de la revisión llegó una trabajadora social. Se llamaba Lourdes, una mujer de unos 50 años con lentes y cabello corto. Habló con voz tranquila.
Julián, mi nombre es Lourdes. Trabajo con el Dive. Estoy acá para ayudarte a organizar lo que sigue. No hay prisa. Vamos paso a paso. Right. Julián la miraba sin expresión. Lourdes continuó. Lo primero es que necesitamos verificar tu identidad. ¿Tienes algún documento? Julián negó.
Se me perdió todo hace años. Lourdes asintió. No hay problema. Vamos a hacer el trámite, pero para eso necesitamos tus huellas y que alguien de tu familia confirme quién eres. Está bien. Julián miró a Mafe. Ella asintió. Él dijo, “Está bien.” Lourdes explicó el siguiente paso. Vamos a llevarte al Hospital Civil. Ahí van a hacerte estudios completos.
Sangre, revisión general, evaluación psicológica. Todo esto es para asegurarnos de que estés bien y para ver qué tipo de apoyo necesitas. Julián no dijo nada, solo miraba al suelo. Mafe intervino. Puede ir ahorita o hay que esperar. Lourdes respondió, “Podemos ir ahorita. Ya coordine con el hospital. Nos están esperando.” En el trayecto al hospital, Julián no habló.
Miraba por la ventana viendo pasar las calles de Guadalajara. Calles que había recorrido mil veces en esos 27 años, pero siempre desde abajo, siempre a pie, siempre invisible. Ahora iba en una camioneta con gente a su lado, con alguien que lo llamaba por su nombre. Se sentía extraño, como si todo estuviera pasando en cámara lenta.
En el hospital civil lo recibieron en el área de urgencias. Una doctora joven con bata blanca y estetoscopio al cuello lo atendió. Le hizo preguntas, “¿Cómo te sientes? ¿Tienes dolores? ¿Has tenido fiebre? ¿Problemas para respirar?” Julián respondía con monosílabos. “No, no, no sé.” La doctora fue paciente. Le hizo una revisión física completa. Encontró desnutrición leve, deshidratación moderada, algunas lesiones antiguas en las manos y los pies.
Callosidades profundas, uñas quebradas, nada grave, pero evidencia de años de desgaste. Luego vino la parte más difícil, la evaluación psicológica. Un psicólogo del hospital, un hombre de unos 40 años llamado Fernando, se sentó con Julián en un consultorio pequeño. Mafe esperó afuera. Fernando empezó con preguntas suaves. ¿Cómo te sientes ahorita? Julian tardó en responder.
Cansado. Fernando asintió. ¿Recuerdas por qué te fuiste de tu casa? Julián cerró los ojos. Sí. Fernando esperó. Julián continuó. Tenía miedo. Firmé como aval de una deuda. Me amenazaron. Pensé que si me iba no iban a buscar a mi familia. Fernando anotó.
¿Y por qué no regresaste después? Julián abrió los ojos. porque no pude juntar el dinero y luego ya no supe cómo volver. Fernando siguió preguntando, “¿En algún momento sentiste que no sabías quién eras o dónde estabas?” Julián pensó a veces, sobre todo después de que me caí en la obra, me dolía mucho la cabeza y luego, no sé. Los días se hacían iguales, ya no importaba nada. Fernando anotó más.
Después de una hora de conversación, Fernando salió a hablar con Lourdes y Mafe. Tiene síntomas compatibles con un trastorno disociativo prolongado, probablemente desencadenado por el trauma inicial y agravado por el golpe en la cabeza en 2001. También hay señales de duelo no resuelto y aislamiento extremo.
Va a necesitar terapia, pero es funcional. entiende lo que pasa, solo necesita tiempo. Mafe escuchó todo en silencio, luego preguntó, “¿Puede volver a casa?” Fernando negó despacio. No de inmediato. Sería abrupto para él y para ustedes. Lo mejor es que empiece en un espacio neutral, un albergue temporal donde pueda adaptarse, recibir terapia y poco a poco ir reconectando. Julián fue trasladado a un albergue temporal del DIF en Guadalajara.
No era un lugar grande. Tenía capacidad para unas 20 personas con cuartos compartidos, baños comunes, un comedor y una sala de estar con tele. A Julián le asignaron una cama en un cuarto de cuatro personas. Le dieron ropa limpia, dos pantalones, tres camisas, ropa interior, calcetines, unos tenis nuevos.
También le dieron artículos de higiene, jabón, champú, cepillo de dientes, rastrillos. Todo en una bolsa de tela con su nombre escrito a mano. Los primeros días fueron difíciles. Julián no estaba acostumbrado a dormir en una cama. La primera noche se bajó y durmió en el suelo junto a la pared.
Uno de los encargados lo encontró así en la mañana. No lo regañaron, solo le dijeron, “Cuando estés listo, la cama está ahí.” Julián tampoco estaba acostumbrado a comer tres veces al día. En el albergue servían desayuno, comida y cena. Julián comía poco despacio, como si no confiara en que la comida fuera a seguir estando ahí mañana. Guardaba pan en los bolsillos.
Una trabajadora social lo notó y le explicó. No tienes que guardar comida. Vamos a ver mañana y pasado siempre. Julián asintió, pero siguió guardando pan durante semanas. El proceso de identificación oficial comenzó. La Fiscalía y la Comisión de Búsqueda de Jalisco se coordinaron para verificar que Julián Carrillo, desaparecido en 1997, fuera la misma persona que estaba en el albergue. Tomaron sus huellas dactilares y las cruzaron con las del archivo.
Coincidían. También verificaron una cicatriz antigua en el antebrazo izquierdo que Mafe había mencionado en la denuncia original. Estaba ahí. Finalmente, Mafe y Lupita fueron citadas para un reconocimiento formal. Las dos lo vieron a través de un vidrio. Mafe dijo, “Es él.” Lupita, con la voz quebrada confirmó, “Sí, es mi hermano.
” Con la identificación confirmada, el caso de desaparición fue cerrado administrativamente. Julián fue registrado como localizado con vida. No hubo conferencia de prensa, no hubo cámaras. La Comisión de Búsqueda emitió un comunicado breve en su página oficial. Se informa la localización con vida de Julián Carrillo, reportado como desaparecido en 1997.
La persona se encuentra en proceso de reintegración social y recibiendo atención médica y psicológica. Se solicita respeto a su privacidad. Eso fue todo. Mientras tanto, Julián comenzó terapia. Dos veces por semana, un psicólogo del DIF se sentaba con él en un consultorio pequeño. Las primeras sesiones fueron en silencio.
Julián no hablaba, solo miraba la pared. El psicólogo no lo presionaba. Está bien, podemos quedarnos así, no hay prisa. Con el tiempo, Julián empezó a soltar palabras sueltas. No quería hacerles daño. Pensé que iba a arreglar las cosas. No supe cómo volver. El psicólogo escuchaba, no juzgaba, solo escuchaba. En una de las sesiones, Julián preguntó, “¿Puedo ver a mis hijos?” El psicólogo le respondió, “Sí, pero tiene que ser gradual. Ellos también necesitan prepararse.
” Julián asintió. Lourdes, la trabajadora social, coordinó una reunión con MAFE y los dos hijos de Julián. Ninguno de los dos vivía ya con Mafe. El mayor, de 32 años, trabajaba en una fábrica en el Salto. El menor, de 30, era mecánico en un taller de Tlaquepe. Los dos habían crecido sin padre. Habían aprendido a vivir con esa ausencia.
Cuando Lourdes les explicó que su padre había aparecido, las reacciones fueron distintas. El mayor dijo, “Quiero verlo.” El menor dijo, “No sé si pueda.” Lourdes respetó ambas decisiones. Está bien. Cada quien tiene su tiempo. Una semana después, el hijo mayor fue al albergue. Entró al cuarto de visitas.
Julián estaba sentado en una silla con las manos sobre las rodillas. Cuando vio entrar a su hijo, se levantó despacio. El hijo se quedó parado en la puerta. Se miraron. Ninguno dijo nada durante varios segundos. Luego el hijo habló. No sé qué decirte. Julián bajó la mirada. No tienes que decir nada. El hijo se acercó. Se sentó en la silla de enfrente. ¿Por qué no volviste? Julián respiró hondo.
Porque tuve miedo y luego vergüenza. Y luego ya no supe. La conversación fue corta. 20 minutos. No hubo abrazos, no hubo lágrimas, solo dos hombres sentados frente a frente tratando de entender 27 años en una tarde. Al salir el hijo le dijo a Lourdes, “Voy a volver, pero necesito tiempo.” Lourdes asintió.
“Todo el que necesites. El hijo menor no fue.” Le dijo a Mafe, “No estoy listo. Tal vez más adelante.” Mafe no lo presionó. Está bien, hijo, cuando estés listo. Después de dos meses en el albergue, Julián comenzó a estabilizarse. Dormía en la cama, comía sin guardar comida en los bolsillos, participaba en las actividades del lugar.
Había talleres de carpintería, de panadería, de jardinería. Julián se inscribió en el de carpintería. Le gustaba trabajar con las manos. Le recordaba a cuando cargaba tarimas en el centro de distribución hace décadas. Era algo familiar, algo que podía controlar. El taller era en un cuarto al fondo del albergue con mesas de madera, herramientas colgadas en la pared y olor a acerrín.
El instructor era un hombre mayor de unos 60 años que había trabajado toda su vida en una mueblería. era paciente. Le enseñaba a Julián cómo lijar, cómo medir, cómo clavar sin que la madera se partiera. Julián aprendía despacio, pero aprendía. No hablaba mucho, pero hacía las cosas bien. El instructor lo notó. “Tienes buena mano”, le dijo un día.
Julián no respondió, solo asintió. Mientras tanto, Lourdes trabajaba en la reintegración formal de Julián a la vida civil. El primer paso era recuperar su identificación oficial. Julián no tenía credencial de elector, no tenía acta de nacimiento a la mano, no tenía nada. Lourdes inició los trámites, solicitó una copia certificada del acta de nacimiento al registro civil.
Tardaron tres semanas, pero llegó. Con eso tramitaron una credencial de elector nueva. Julián fue a tomarse la foto. Se veía distinto a como se veía en 1997. Más delgado, más viejo, con canas. Pero la credencial salió. Por primera vez en 27 años Julián Carrillo volvía a existir oficialmente.
El siguiente paso era buscar opciones de vivienda. Julián no podía quedarse en el albergue para siempre. El límite eran 6 meses. Lourdes le explicó las opciones. Hay programas del gobierno que apoyan con cuartos dignos. Son espacios pequeños pero funcionales. Tienen baño, cocineta, cama. Es tuyo mientras lo necesites.
Julián preguntó, “¿Cuánto cuesta?” Lourdes respondió, “No cuesta, es parte del programa de reintegración.” Julián no entendía. ¿Y qué tengo que hacer? Lourdes sonrió. Solo seguir asistiendo a terapia y si puedes buscar un trabajo sencillo. Nada más. Julián aceptó. A los tres meses de estar en el albergue, le asignaron un cuarto en un edificio de vivienda social en Tonalá.
Era un espacio de 4×4 m. Tenía una cama, una mesa pequeña, una cocineta de dos quemadores, un baño con regadera. Las paredes estaban pintadas de blanco. Había una ventana con vista a un patio común. Julián entró al cuarto y se quedó parado en medio. Lourdes le preguntó, “¿Qué te parece?” Julián miró alrededor. Es mucho. Lur frunció el ceño. Mucho.
Julián asintió. Nunca tuve algo así. Lourdes sonrió. Pues ahora sí. Julián empezó a vivir solo. Al principio fue difícil. No sabía cómo usar la estufa, no sabía cómo pagar los servicios. Lourdes lo acompañó las primeras semanas. Le enseñó a ir al oxo a pagar la luz y el agua. Le enseñó a comprar despensa en el mercado.
Le enseñó a cocinar cosas sencillas, arroz, frijoles, huevo. Julián aprendía despacio, pero aprendía. Cada semana Lourdes pasaba a visitarlo. ¿Cómo vas? Julián respondía, “Bien y era cierto, iba bien. Paralelamente, Julián seguía yendo a terapia. Ahora iba a un centro de salud cercano a su nuevo cuarto. Las sesiones continuaban.
El psicólogo le preguntó un día, “¿Has pensado en buscar trabajo?” Julián se quedó callado. “No sé si alguien me vaya a contratar.” El psicólogo respondió, “No tiene que ser algo grande, puede ser algo sencillo, algo que te haga sentir útil.” Julián pensó, “Me gusta la carpintería.” El psicólogo sonrió. “Entonces busquemos algo relacionado.” Lourdes ayudó a Julián a buscar opciones.
Encontraron un taller pequeño en Tonalá que necesitaba ayudante. El dueño era un hombre de unos 50 años, amable, sin muchas preguntas. Lourdes le explicó la situación de manera general. Julián está en proceso de reintegración. Es buen trabajador, pero necesita algo tranquilo. El dueño aceptó. Que venga mañana. Julián fue.
El dueño le enseñó lo básico, cómo lijar puertas, cómo armar repisas, cómo barnizar. Julián trabajaba despacio, pero bien. El dueño le pagaba por día, no mucho, pero suficiente. Julián guardaba el dinero en una lata como hacía antes, pero ahora sabía que iba a haber más mañana. Mafe seguía visitando a Julián.
No todas las semanas, pero sí cada 15 días. Se sentaban en el cuarto a platicar. Al principio las conversaciones eran incómodas, no sabían de qué hablar. Pero con el tiempo se fueron soltando. Mafe le contaba de los niños, de la casa, de su trabajo. Julián escuchaba, a veces preguntaba algo y el chico Mafe respondía, “Todavía no quiere venir, pero ya no está enojado.” Juliana sentía, “Está bien, no lo voy a forzar.
” Un día, Mafe le preguntó, “¿Te arrepientes de haberte ido?” Julián se quedó callado mucho tiempo, luego respondió, “Sí, todos los días.” Pasaron 6 meses más. Julián seguía viviendo en el cuarto en Tonalá, trabajando en el taller de carpintería, asistiendo a terapia. La rutina le daba estructura.
Se levantaba temprano, desayunaba algo sencillo, caminaba al taller, trabajaba hasta el mediodía, comía en un puesto cercano, regresaba al taller hasta las 5 de la tarde, volvía a su cuarto, cenaba, veía un rato la tele que le habían donado en el albergue y se dormía. No era una vida espectacular, pero era una vida. En ese tiempo, el hijo mayor lo visitó dos veces más.
Las conversaciones seguían siendo cortas, pero ya no tan tensas. En una de esas visitas, el hijo le preguntó, “¿Qué sentías cuando vivías en la calle?” Julián pensó antes de responder. “Nada, eso era lo raro. No sentía nada, ni tristeza, ni miedo, solo nada.” El hijo frunció el ceño y ahora Julián lo miró. Ahora sí siento y a veces duele.
El hijo asintió despacio. Pero es mejor, ¿no? Julián no respondió de inmediato, luego dijo, “Creo que sí.” El hijo menor seguía sin aparecer. Mafe le contaba a Julián. Dice que todavía no, pero habla de ti. Ya no con enojo, solo con, no sé, confusión. Julián entendía. No lo culpo. Mafe le puso una mano en el hombro.
Dale tiempo. Julián asintió. En una de las sesiones de terapia, el psicólogo le preguntó, “¿Has pensado en volver al lugar donde vivías?” “Al puente.” Julián se tensó. “¿Para qué?” El psicólogo respondió, “A veces ayuda a cerrar ciclos, ver el lugar, reconocer que esa etapa ya pasó. No es obligatorio, solo es una opción.” Julián se quedó callado.
Pensó en eso durante días. Finalmente le dijo a Lourdes, “Quiero ir.” Lourdes organizó todo. Fueron un sábado por la mañana. Julián, Lourdes y Mafe llegaron al puente del periférico. Julián se bajó de la camioneta despacio. Caminó hacia el lugar donde solía dormir. Los pilares de concreto seguían ahí con el mismo graffiti.
La basura seguía acumulada en el suelo, todo igual. Pero él ya no era el mismo. Julián se quedó parado frente al pilar donde amarraba su carrito. Miró el suelo, luego levantó la vista hacia el periférico, donde el tráfico seguía fluyendo sin parar. Respiró profundo. Mafe se acercó. ¿Estás bien? Julián asintió. Sí, solo.
No puedo creer que viví acá tanto tiempo. Mafe no dijo nada, solo se quedó a su lado. Después de unos minutos, Julián dijo, “Ya podemos irnos.” Caminaron de regreso a la camioneta. Julián no volvió a mirar atrás. Unas semanas después, Julián recibió una noticia. El dueño del taller le ofreció un trabajo fijo. “Ya llevas tiempo acá. Haces buen trabajo. Si quieres te puedo pagar semanal.
No es mucho, pero es seguro. Julián aceptó. Era la primera vez en casi tres décadas que tenía un trabajo estable con pago regular. Lourdes se enteró y lo felicitó. Esto es un gran paso, Julián. Él no dijo mucho, solo asintió. Pero por dentro algo había cambiado. Empezaba a creer que tal vez, solo tal vez, podía volver a tener una vida.
En cuanto a la familia, las cosas seguían lentas. Mafe lo visitaba cada semana. A veces se quedaban en silencio solo viendo la tele. Otras veces platicaban. Nada profundo, solo cosas del día a día. Eso era suficiente. El hijo mayor empezó a llevar a Julián al taller de mecánica donde trabajaba. Le mostraba los carros, le explicaba cómo funcionaban.
Julián escuchaba con atención, no entendía todo, pero le gustaba estar ahí. Le gustaba que su hijo le hablara. El hijo menor finalmente aceptó verlo. Fue un domingo por la tarde. Llegó al cuarto de Julián sin avisar. Tocó la puerta. Julián abrió. se quedaron viéndose. El hijo habló primero. No sé qué decirte.
Julián respondió, no tienes que decir nada. El hijo entró, se sentó en la silla. Julián se sentó en la cama. Estuvieron en silencio 5 minutos. Luego el hijo dijo, “Estuve enojado mucho tiempo.” Julián asintió. Lo sé. El hijo continuó. Pero ya no. Solo estoy cansado. Julián bajó la mirada. Yo también. El hijo se levantó. Voy a venir otra vez. No sé cuándo, pero voy a venir. Julián asintió. Está bien.
Después de que el hijo se fue, Julián se quedó sentado en la cama mirando la puerta cerrada. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido a la esperanza. Un año después del reencuentro, Julián seguía viviendo en el mismo cuarto en Tonalá. Trabajaba de lunes a sábado en el taller de carpintería.
Los domingos los pasaba en su cuarto descansando, viendo tele o recibiendo visitas. Mafe iba cada semana, el hijo mayor iba cada 15 días, el hijo menor iba una vez al mes. No era lo que había sido antes, nunca iba a hacerlo, pero era algo. Y para Julián eso era suficiente. La terapia continuaba. Ya no era dos veces por semana, ahora era una vez cada 15 días.
El psicólogo le preguntó en una sesión, “¿Cómo te sientes con tu vida ahorita?” Julián pensó, “Diferente. No sé si mejor, pero diferente. El psicólogo asintió. ¿Y qué significa diferente para ti?” Julián buscó las palabras. Antes no sentía nada. Ahora siento. A veces es bueno, a veces duele, pero es real. El psicólogo sonrió. Eso es un avance grande. Julián.
Julián también empezó a hacer cosas que antes no hacía. Compraba ropa nueva cuando la necesitaba. Se cortaba el cabello cada mes. Ahorraba un poco de dinero en una cuenta que Lourdes lo ayudó a abrir. No era mucho, pero era suyo.
A veces, en las noches, se sentaba en la silla frente a la ventana y miraba el patio común. Veía a los vecinos pasar. Niños jugando, señoras colgando ropa, perros corriendo. Vida normal, vida que él había olvidado que existía. Mafe y Julián nunca volvieron a vivir juntos. Eso quedó claro desde el principio. Demasiados años, demasiado dolor, pero encontraron una manera de estar presentes el uno para el otro.
Mafé le contaba de su trabajo, de los vecinos, de cosas sin importancia. Julián escuchaba, a veces le contaba del taller, de lo que estaba haciendo. No eran conversaciones profundas, pero eran reales y eso importaba. Un día, Mafe le preguntó, “¿Alguna vez pensaste en nosotros cuando estabas en la calle?” Julián se quedó callado. Luego dijo, “Al principio sí, todos los días, pero después ya no, porque dolía mucho.
” Mafe asintió. Entiendo. Julián continuó. No fue porque no me importaran, fue porque no podía cargar con eso y seguir viviendo. Mafe le puso una mano sobre la suya. Lo sé. Los hijos seguían procesando todo a su manera. El mayor había empezado a llevar a Julián a comer tacos los domingos. No hablaban mucho, solo comían. Veían pasar los carros y se despedían.
Pero era un ritual y los rituales construyen puentes. El menor seguía siendo más distante, pero ya no evitaba el tema. Cuando Mafé mencionaba a Julián, él escuchaba. No cambiaba de tema. Eso ya era algo. En cuanto a la sociedad, no hubo reconocimiento público, no hubo placas, no hubo homenajes, no hubo nada de eso. Julián no era un héroe, no era una víctima espectacular, era solo un hombre que se perdió y luego fue encontrado.
Un hombre que cometió errores, que sufrió consecuencias y que estaba tratando de reconstruir lo que quedaba. Eso no genera titulares, pero genera vida. Julián seguía yendo a terapia, seguía trabajando, seguía viendo a su familia poco a poco. No había un final perfecto, no había un cierre cinematográfico, solo había días, unos mejores que otros, unos más difíciles que otros, pero todos contaban, todos sumaban.
Un año y medio después del reencuentro, Julián cumplió 56 años. Mafe le llevó un pastel pequeño. Los dos hijos fueron. Se sentaron en el cuarto, comieron pastel. Vieron fotos viejas que Mafe había llevado, fotos de cuando los niños eran chicos, fotos de la boda, fotos de una vida que ya no existía, pero que había sido real. Julián las miraba en silencio.
No dijo mucho, solo gracias por no olvidarme. Mafe respondió, nunca te olvidamos. Cuando todos se fueron, Julián se quedó solo en el cuarto, guardó las fotos en una caja, se sentó en la cama, miró alrededor, el cuarto pequeño, la estufa, la ventana, la puerta. Todo simple, todo funcional, todo suyo. Por primera vez en décadas Julián sintió algo parecido a la paz.
No era felicidad, no era plenitud, pero era paz. Y por ahora eso bastaba. La historia de Julián Carrillo no terminó con un milagro, terminó con trabajo diario, terapia constante, familia paciente y un hombre que aprendió a vivir de nuevo. No hubo redención espectacular, solo pequeños pasos. Uno detrás de otro y eso al final fue suficiente.
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