La princesa lo compró como a un animal, pero él terminó salvando todo el reino. Bienvenidos a cuentos de época. ¿Desde qué parte del mundo nos escuchas? Prepárate porque esta historia será como ninguna otra que hayas escuchado. El mercado de prisioneros se celebraba solo dos veces al año en una

explanada polvorienta a las afueras del castillo de Erendor.
Bajo un sol pálido y gélido, hombres encadenados eran ofrecidos como bestias, guerreros vencidos, desertores, bandidos. Y entre ellos uno destacaba. Estaba arrodillado, con las muñecas atadas por hierro forjado y una jaula a medio abrir tras él. Su cuerpo, aunque cubierto de heridas secas y tierra,

mostraba una musculatura poderosa forjada por el combate y la resistencia.
Su rostro estaba semicubierto por el cabello largo y enmarañado, pero se adivinaba una mandíbula firme, pómulos marcados y unos ojos que no bajaban la mirada ni siquiera ante los soldados. Dicen que mató a cinco hombres con las manos desnudas”, murmuró un noble detrás de Calia.

Lo tenían en una jaula de transporte como a una bestia salvaje y ahora lo subastan como castigo público. Calian no respondió, solo avanzó con su vestido granate rozando el polvo del suelo hasta quedar frente al prisionero. Él no se movió, ni siquiera alzó la vista, pero algo en su presencia la

obligó a hablar.
¿Cuál es su nombre? No tiene nombre, alteza”, respondió el mercader con una sonrisa torcida. Se hace llamar Elías, pero nadie sabe de dónde viene. Algunos creen que es del sur, otros que es un mestizo del norte. Lo que sí sabemos es que es peligroso. Cuánto para vos, princesa, una sola firma

bastará. Aunque hay quien opina que deberíais casaros con el duque Armán, mucho más seguro que este salvaje.


Calia dio un paso más. Sus dedos rozaron el hierro de la jaula y por un instante los ojos del hombre gris acero, fríos como el invierno, se alzaron hacia ella. “Prefiero un animal libre a un hombre que enjaula a los demás”, dijo. Y firmó Elías. fue llevado al castillo esa misma tarde.

Calia no dio explicaciones a su padre ni a los consejeros. Ordenó que prepararan la capilla y anunció con voz firme que se casaría esa misma noche, no por amor, no por deseo, sino por estrategia. Si estoy casada”, dijo frente al trono, “no podrán forzarme a unirme al duque, ni vos, Padre, ni el

reino entero. La boda fue breve, sin música, sin flores, solo un sacerdote, un silencio tenso y dos personas que no se conocían. Él no habló, ella no lloró.
” Y cuando cruzaron la puerta del aposento nupsial, el castillo contuvo el aliento. “Siéntate”, ordenó ella señalando una banqueta de piedra. Junto al fuego, él obedeció sin pronunciar palabra. Calia recogió un cuenco con agua caliente y paños limpios.

Arrodillada a sus pies, comenzó a limpiar sus heridas con suavidad, cuidando cada cicatriz, cada costra seca. “¿Por qué no hablás? preguntó en voz baja. “Porque aún no sé si vos hablás con piedad o por culpa”, susurró él por fin. Sus voces eran apenas un eco entre las paredes de piedra. Aquella

noche durmieron en el mismo cuarto, él en la cama, sin moverse.
Ella junto a él, con los ojos abiertos y la espalda tensa, no se tocaron, pero algo, algo invisible, denso como la niebla, empezó a nacer en el silencio. Los pasillos del castillo de Erendor no fueron diseñados para el silencio, pero desde la boda eso era lo único que se escuchaba.

Los sirvientes murmuraban al pasar, los nobles hacían reverencias a medias y las damas de la corte fingían cubrirse del frío cuando en realidad lo que las estremecía era la presencia del nuevo esposo real, un hombre sin linaje, sin historia, sin sonrisa. ¿De verdad lo duerme en sus aposentos? Altes

preguntó Lady Aurelia con voz dulce y venenosa. Las jaulas son más seguras. Calia no respondió.
Caminaba por el corredor de columnas de mármol con la cabeza erguida, sabiendo que cada paso suyo desafiaba séculos de tradición. Elías marchaba detrás de ella descalso con una túnica limpia que le cubría apenas hasta las rodillas. Su espalda estaba marcada por antiguas cicatrices y sus muñecas aún

mostraban la sombra de los grilloes.
Pero no había nada encorbado en él, ni sumisión, ni vergüenza. Al llegar al gran comedor, las conversaciones se congelaran. Los duques levantaron la vista. El rey padre frunció el ceño y el duque Armand, el mismo que había sido prometido a Calia desde niña, se puso de pie, dejando caer la copa

sobre la mesa. Esto es una burla. Tronó. Vais a sentaros con un animal alteza.
Vais a mezclar vuestra sangre real con la de un callejero sin nombre. Elías dio un paso al frente, solo uno, y el sonido de ese pie descalzo sobre el mármol fue más fuerte que todas las palabras del salón. Armán se detuvo. Los guardias se tensaron, pero Elías no dijo nada, solo miró al duque y luego

a Calia, como preguntándole con los ojos si debía actuar.
Ella, aún sentada, desvió apenas el rostro, un gesto imperceptible, una negativa silenciosa. Él se detuvo. “Mi esposo tiene un nombre”, dijo ella entonces con voz clara. se llama Elías. Y esta mesa, esta casa, este reino, ahora también le pertenecen. El silencio fue absoluto, pero en los corredores

más oscuros del castillo, alguien empezó a escribir cartas, a enviar mensajes, a susurrar conspiraciones, porque ningún reino acepta que el poder cambie de manos, sin sangre de por medio.
Esa noche, mientras Calia se desvestía en silencio, Elías le ofreció un paño húmedo. Para tu cuello, murmuró, hace frío. ¿Me estás cuidando? No, entonces solo cumplo mi parte del trato”, respondió él, pero sus ojos decían otra cosa. Y mientras ella dormía, él se mantuvo despierto con la daga oculta

bajo el colchón y la mirada fija en la ventana, porque sabía que el peligro no vendría del exterior, vendría de dentro do Castelo.
Las primeras noches en la fortaleza de Ravenholt fueron frías, incluso dentro de sus gruesos muros de piedra. Aunque Calia y Elías compartían habitación desde el primer día, tal como dictaba la tradición del matrimonio, él dormía en una esquina sobre una manta doblada, negándose a tocar siquiera el

borde del lecho que ella ocupaba. No porque no lo deseara, sino por respeto, por orgullo y por un secreto que lo quemaba por dentro. Cada noche Calia lo observaba desde la cama.
Veía como Elías vendaba con torpeza las heridas de su espalda, como cerraba los ojos con fuerza cuando la piel, aún abierta rozaba el lino. No se quejaba, no pedía ayuda, no hablaba. Hasta que una noche Calia se levantó sin decir palabra, tomó un cuenco con agua caliente y se arrodilló junto a él.

“Dame eso”, murmuró tomando la venda sucia de sus manos. Elías intentó apartarse, pero su cuerpo tembló al hacerlo. “Solo quiero curarte. No tienes que cargar con todo tú solo.” Él bajó la cabeza. Por un instante parecía un guerrero doblegado, pero no por el dolor, sino por la ternura. Mientras

ella lavaba las heridas de su espalda, vio algo que la hizo fruncir el ceño.
Bajo, la piel maltratada, había una marca, un antiguo símbolo grabado en la carne. No era un tatuaje vulgar ni una cicatriz común. Era un emblema real, apenas visible, casi borrado por los años y el sufrimiento. Calia conocía ese símbolo. No era del reino de su padre, sino de Aenlor, una tierra

vecina que había caído hacía más de una década cuando el castillo fue saqueado y toda la familia real dada por muerta.
¿Qué es esto?, susurró pasando los dedos con cuidado sobre la marca. Elías no respondió, solo respiró hondo. ¿Quién eres realmente? Él alzó la mirada y por primera vez habló sin dureza. Soy lo que sobrevivió. Calia entendió que esa noche había descubierto mucho más que cicatrices. Había tocado una

historia enterrada, una identidad perdida.
Y aunque aún no sabía toda la verdad, algo dentro de ella le dijo que ese hombre no era solo un esclavo comprado, sino un rey caído en el exilio y ahora su esposo. La noticia del ataque fallido se extendió por los corredores de Ravenholt como una brisa helada. Alguien había intentado entrar en los

aposentos de la princesa y el salvaje, ese hombre al que todos miraban con desconfianza, lo había detenido sin derramar una palabra.
Lo llamaban bestia, bruto, esposo comprado. Pero Calia ya no podía verlo así. Desde que curó sus heridas y vio aquella marca antigua en su espalda, no había pasado una sola noche sin pensar en ello. Una marca real, un emblema casi borrado por los años, pero que ella reconocía.

Pertenecía al reino de Aenlor, una tierra que había desaparecido hacía más de una década bajo fuego y traición. ¿Estás segura de lo que viste?, preguntó Lady Dorea mientras trenzaba su cabello frente al espejo. Completamente. No era un tatuaje cualquiera, era el sello de la casa real de Einlor.

Pero ese reino fue arrasado hace 11 inviernos. Dicen que todos murieron en la masacre. Calia se giró con lentitud.
Y si no fue así, Lady Dorea la miró con el ceño fruncido y bajó la voz como si temiera que los muros escucharan. Si ese hombre es quien tú crees, no solo tú estarías en peligro. Podrías haber traído a un heredero oculto al corazón del reino. Y no todos están listos para eso. Aquella tarde, Calia

caminó con Elías por los jardines traseros.
No le habló directamente del símbolo, solo lo observó cada movimiento suyo, cómo tocaba las columnas con grabados antiguos, cómo se detenía frente a una inscripción en ruinas en piedra negra, escrita en la lengua olvidada de Aenlor. ¿Puedes leer eso?, preguntó ella sin darle contexto.

Elías bajó la mirada a la piedra y tras unos segundos murmuró, “Los que nacieron en el fuego regresarán con el trueno.” Calia asintió un escalofrío. “No fue un accidente lo que hiciste aquella noche. Reconociste una amenaza como quien ha vivido entre ellas.” Él no respondió. La miró con aquellos

ojos grises, tan antiguos como las a palabras que acababa de pronunciar. No quiero que me lo expliques todavía, solo prométeme algo.
¿Qué? Si alguien intenta separarte de mí, lucharás. Elías sostuvo su mirada y entonces dijo, “Ni aunque seas tú quien lo pida.” Esa noche Calia regresó a la habitación más tarde que de costumbre. Él ya estaba allí despierto, sentado sobre el colchón improvisado en el suelo con la espalda apoyada en

la pared.
Ella cruzó el umbral, se acercó y, en lugar de tomar su cama, se sentó frente a él. Entre ambos el silencio era tan denso como la piedra. Me dirás quién eres antes de que termine el invierno. Elías la observó durante varios segundos y luego asintió. Sí. Y en ese instante la princesa comprendió que

había más poder en esa promesa que en cualquier juramento sellado ante el altar, porque no solo compartían un cuarto, compartían un secreto que podría cambiar el curso de toda una historia.
El día amaneció con un cielo cubierto de nubes bajas y una neblina espesa envolvía las torres del castillo como si el reino entero contuviera el aliento. El sonido de cascos de caballo sobre el empedrado interrumpió la quietud. La princesa Ciaomó al balcón justo a tiempo para ver como una comitiva

cruzaba las puertas principales portando estandartes rojos con bordes dorados.
La casa de Belendar, murmuró Lady Dorea a su lado. Hace años que no envían emisarios. ¿Qué quieren ahora? No lo sé, pero cuando ellos viajan, algo importante está por pasar. La audiencia se celebró en el gran salón. El rey Aldrich permanecía en su trono de piedra, flanqueado por sus consejeros.

Calia, con su vestido azul oscuro y el cabello recogido en trenzas nobles, se sentaba a su derecha con expresión alerta.
A su izquierda, en pie sereno, Elías observaba con la calma de quien ha visto demasiado. El embajador de Belendar era un hombre mayor con barba blanca trenzada y ojos como acero viejo. “Majestad”, dijo inclinando la cabeza, “Mi visita no es diplomática, es personal.” Personal. Hace 15 años, durante

la caída de Einlor, desapareció un niño. No era un niño cualquiera. Era el último hijo de la reina, el heredero, el príncipe.
Algunos dicen que murió, otros que fue capturado. Yo nunca dejé de buscarlo. El silencio cayó como un manto sobre la sala. Todos contenían el aliento. Hoy, al entrar por los pasillos de este castillo, lo vi. El mismo rostro, la misma marca en el hombro, las mismas cicatrices que dejó la traición.

Él está aquí, está entre ustedes. El embajador giró lentamente la cabeza y señaló a Elías. Es él, Elías de Aenlor, el heredero que todos creían muerto. El salón estalló en susurros, ojos que se abrían de par en par, bocas que murmuraban antiguas historias. Calia giró la cabeza hacia su esposo.

Él no lo negó, tampoco lo confirmó, pero en su mirada había verdad. El rey Aldrick se puso de pie tenso como si el suelo temblara bajo sus pies. Esto es cierto. No importa quién fue, intervino Ciaz, poniéndose de pie. Ahora es mi esposo y lo seguirá siendo. Silencio, tronó el rey. Has traído un

fantasma a esta casa. He traído a un hombre que salvó mi vida y que ha defendido este castillo con más honor que muchos de sus nobles.
Elías levantó la mirada. por primera vez habló con voz clara y profunda. No busco trono, solo quiero vivir libre y proteger a mi esposa. Esa noche el silencio entre ellos fue más denso que nunca. En su habitación, Caliia se acercó con un paño limpio, agua tibia y un pequeño frasco de bálsamo de

lavanda. Elías estaba sentado en el borde de la cama sin camisa, el torso cubierto de cicatrices viejas. y algunas nuevas.
Ella se arrodilló frente a él y comenzó a limpiar una herida reciente con manos firmes pero cuidadosas. ¿Por qué no me lo dijiste? Porque no quería que me vieras como un príncipe. Quería que me vieras como soy. ¿Y cómo eres? Alguien que ya no teme sangrar, pero que teme perderte. Calia se detuvo

por un instante. Luego apoyó su frente contra su hombro vendado sin decir nada.
Dormirían en la misma cama esa noche como todas las anteriores, pero esta vez entre ellos no había solo distancia física, había un abismo de pasado, de secretos y de promesas aún por hacer. En otro rincón del castillo, alguien escribía una carta sellada con cera negra, un mensaje breve enviado en

la oscuridad. El heredero ha sido hallado. El plan puede comenzar porque hay nombres que al ser pronunciados despiertan guerras dormidas y Elías acababa de recordar el suyo.
El cielo se había cubierto de un gris de ceniza denso y ominoso, como si los dioses presintieran la tormenta que se avecinaba. Desde las torres del castillo de Liscar, los vigías divisaban a lo lejos las primeras antorchas entre los árboles. No era una expedición comercial ni un escuadrón perdido,

era un ejército.
Calia observaba desde el balcón más alto con los nudillos blancos por la presión de sus manos sobre la varanda. No necesitaba confirmación. Sabía quién venía. Es él, susurró mi padre. Elías estaba detrás de ella en silencio. Llevaba una camisa limpia, aunque las vendas aún cubrían parte de su

torso. Las heridas se curaban con lentitud, pero su mirada se había tornado más alerta. Ya no era el salvaje derrotado y confuso.
Era un hombre que comprendía. ¿Está dispuesto a tomar este castillo por la fuerza?, preguntó acercándose a su lado. Siempre dijo que prefería negociar con espadas, no con palabras. Calia giró el rostro hacia él. Pero no es por mí que viene, es por ti. Por mí ella asintió con pesar. Descubrí algo en

los registros de guerra.
Las marcas en tu brazo son de la casa de Elenar, el reino perdido más allá del paso de hielo. Mi padre fue uno de los hombres que traicionó su tratado y dejó que fueran aniquilados. Temía que algún día un heredero sobreviviente volviera para reclamar lo que le fue quitado.

Elías no respondió, solo respiró hondo, como si de pronto el peso de la verdad se sumara al de las cicatrices en su cuerpo. Y ahora lo compré, me casé contigo, te di un nombre, una espada, un lugar y eso te convierte en mi reina, dijo él. con una suavidad inesperada, Calia bajó la mirada. No lo

hice por piedad, lo hice porque vi algo en ti, algo que ni tú sabías que aún conservabas, dignidad.
En la noche que siguió, el castillo se preparó para resistir. Arqueros ocuparon las murallas, se sellaron puertas y túneles, se almacenaron barriles de agua y comida seca. Elías, aunque no completamente curado, se negó a quedarse en la torre, supervisó posiciones, habló con los hombres y aunque

muchos aún lo miraban con desconfianza, otros empezaban a verlo con respeto.
Había en él una determinación que no se podía fingir. Esta noche, al regresar al aposento que compartía con Calia, la encontró sentada junto al fuego con una toalla húmeda en la mano. “Deja que te revise las heridas”, dijo ella sin levantar la vista. Él se sentó frente a ella sin hablar.

La princesa retiró las vendas con cuidado. Las cicatrices aún eran visibles, pero la piel ya no supuraba. limpió con paciencia, con ternura, como si cada gesto borrara una parte del pasado. Sus dedos rozaban apenas la piel de Elías, pero en esos toques contenía más intimidad que cualquier caricia.

“No puedo dormir”, confesó ella, de pronto.
“Siento que si cierro los ojos, todo esto se desmoronará.” Elías extendió la mano y la puso sobre la suya. No está sola. Ella lo miró y por un instante todo el castillo desapareció. Solo eran ellos dos sentados frente al fuego, compartiendo la misma incertidumbre, la misma soledad, el mismo anhelo

de encontrar algo más que venganza o poder.
Esa noche durmieron en la misma cama, espalda contra espalda, sin tocarse, pero sabiendo que el calor del otro estaba ahí. Y eso en medio de una guerra inminente era más que suficiente. Al amanecer las trompetas sonaron. El ejército del rey estaba a las puertas y Calia, vestida con armadura ligera,

descendió con paso firme hacia el patio con Elías a su lado.
Ya no era una princesa sola, era una mujer con un aliado, con un esposo, con un destino que comenzaba a revelarse. La noche se rompió con un rugido. Los primeros gritos no vinieron de los muros, sino de los establos. El fuego se alzaba en lenguas salvajes, lamiendo la madera como si tuviera hambre

de siglos. Las sombras danzaban en las torres y el cielo se tiñó de rojo antes del amanecer.
“Están aquí!”, gritó un soldado corriendo hacia el patio interior. “Han atacado sin avisar. El retumbar de los tambores enemigos marcaba un ritmo implacable. No hubo emisarios, no hubo campanas de tregua, solo el asedio. Calia bajó las escaleras del torreón con el cabello suelto, aún vestida con la

túnica que usaba para dormir.
En Ninas, sus ojos había una mezcla de terror y resolución. ¿Cuántos son?, preguntó mirando a los arqueros que tomaban posiciones. Demasiados, mi señora. Pero resistiremos. Elías apareció a su lado. Llevaba una capa sobre el torso desnudo y aunque aún tenía vendas en el abdomen, se movía como un

hombre que había sido entrenado en campos que no conocían la piedad.
“Te quedarás dentro del un torreón”, ordenó él con voz grave. “Soy reina de estas tierras, Elías, no una prisionera”, respondió Calia con firmeza. “Y tú no eres mi guardián.” Él la miró largo. Entre ellos no había odio ni deseo, solo una tensión suave hecha de silencios compartidos y heridas

curadas con las manos temblorosas de la noche anterior.
Elías bajo la mirada asintiendo. Entonces lucharemos juntos. La batalla comenzó antes del alba. Las catapultas del enemigo escupían rocas incendiadas que golpeaban los muros como puños del infierno. Hombres caían, mujeres llevaban flechas a los defensores. El caos tenía nombre Héctor, el rey que

fingió ser amigo.
En medio del humo, Elías combatía con la precisión de alguien que había nacido entre espadas. Un guardia lo observó con asombro. ¿Dónde aprendiste a luchar así? Elías no respondió, solo giró el rostro hacia la torre más alta, donde Calia lo observaba, y algo en su pecho se apretó. Dentro Ciao No se

quedó inmóvil, coordinaba los refugios, enviaba niños a los túneles secretos, repartía agua a los heridos.
Era la hija de un reino caído, pero en sus gestos había una nobleza que no se enseñaba en libros. Cuando bajó al patio con una espada que apenas sabía empuñar, Elías la detuvo. “¿Estás loca? Están muriendo por mí”, susurró ella. “¿Cómo podría mirarles a los ojos mañana si hoy me escondo?” Él quiso

gritarle, abrazarla, alejarla, pero no hizo nada. Solo le puso una daga en la mano y la miró a los ojos.
Si alguien intenta tocarte, no dudes. Nunca lo hago”, respondió ella. Y por primera vez Elías sonríó. Cuando el sol comenzó a subir y los enemigos aún golpeaban las puertas principales, una figura encapuchada se acercó entre las filas enemigas. Elías lo vio desde 193, lo alto del muro, y sus ojos se

abrieron, no por miedo, sino por reconocimiento.
No puede ser, murmuró en voz baja, porque aquel hombre era uno de los generales de su infancia y eso solo significaba una cosa. Su pasado venía a reclamar lo que le habían robado. La noche cayó como un manto de ceniza sobre las murallas agrietadas. El fuego aún ardía en las torres más bajas y el

humo se mezclaba con el olor de la sangre seca y la madera quebrada.
Los enemigos no habían logrado atravesar los muros, pero no se habían ido. Esperaban como lobos hambrientos ante una puerta entreabierta dentro del castillo. Los soldados dormían por turnos con la espada en el regazo. Los niños callaban, las mujeres cantaban bajito para espantar el miedo. Y Calia

caminaba en silencio por los corredores de piedra con una bandeja en las manos.
Llegó a la habitación que ahora compartía con su esposo. Él estaba sentado junto a la ventana, vendado, con el torso cubierto apenas por una tela manchada. Tenía los ojos fijos en la oscuridad, donde las antorchas enemigas titilaban como estrellas perversas. Comiste nada desde el amanecer?”, dijo

ella suavemente.
Elías no respondió de inmediato. “Vi a alguien hoy.” Susurró, “Alguien que creí muerto hace años. Calia dejó la bandeja sobre la mesa, caminó hacia L y se sentó aulado, en volta en silencio. ¿Quién? General Orlán fue mano derecha de mi padre antes de que traicionaran nuestro reino.

Creí que lo habían asesinado cuando todo cayó. Calia lo miró con más que curiosidad, con respeto. Entonces, es cierto lo que me dijiste aquella noche, que tú fuiste heredero. Fui hijo de un reino que ya no existe. Elías apretó los puños. Si Orlan está aquí, significa que alguien más conoce mi

rostro. Y eso puede costarnos esta guerra.
Ella lo observó largo, luego tomó una venda limpia y se arrodilló frente a él. Entonces no puedes rendirte ni retroceder ni tener miedo. Miedo yo de ti mismo. Dijo ella, comenzando a cambiarle las vendas con manos suaves pero firmes. A veces pareces tenerle más miedo a tu pasado, que a las flechas

él se ríó bajo con una risa que sonaba como hierro raspando piedra. Nunca conocí a nadie como tú.
Y yo jamás creí que compartiría una cama con un hombre salvaje, herido y tan lleno de secretos. Silencio. Sus manos temblaban apenas al rozar su piel con la tela limpia. No había caricias, pero sí calor, una cercanía que no buscaba posesión, sino consuelo. Cuando esto acabe, dijo Elías, mirándola a

los ojos, si sobrevivimos, te juro que reconstruiré este reino contigo, no por poder, sino por ti.
Ella lo miró y no dijo nada. solo apoyó su frente contra la de él, cerrando los ojos por un instante que pareció eterno. Al amanecer, Calia reunió al consejo. Vamos a hacer algo que no esperan anunció. Vamos a golpear primero. Todos se miraron incrédulos. Pero alteza, no tenemos hombres

suficientes, no con espadas, dijo ella, pero tenemos conocimiento del terreno, túneles antiguos, rutas olvidadas y un arma que el enemigo jamás ha visto venir.
¿Cuál? Ella sonrió y entonces miró a Elías, su historia y el castillo que hasta entonces solo había conocido miedo. Volvió a respirar esperanza. La noche cayó como una sentencia sobre las murallas agrietadas del castillo. Afuera, el ejército del rey Ragnar había comenzado a levantar torres de

asalto y las catapultas eran armadas con piedras marcadas con sangre.
Dentro el silencio reinaba, pero no era un silencio de paz, sino de espera tensa, de corazones que latían con la fuerza de un tambor de guerra. En la cámara de estrategia, Calia y Elías se inclinaban sobre un pergamino antiguo extendido sobre una mesa de madera astillada. Allí, trazados a tinta

desbaída, aparecían los pasadizos olvidados construidos así a siglos por los primeros habitantes del castillo.
“Aquí, dijo Calia, señalando una línea que serpenteaba bajo la torre sur. Si logramos abrir este acceso, podríamos flanquear a los arqueros de Ragnar, pero alguien tendría que guiar el ataque desde dentro y tú eres el único que conoce las trampas. Elías asintió en silencio. La venda de su brazo

derecho estaba manchada de sangre seca.
Llevaba días sin descansar bien, pero sus ojos tenían una lucidez feroz, como si algo se hubiera encendido dentro de él. “Lo haré”, respondió. “Pero necesito tres hombres fuertes y al menos una hora de oscuridad total.” Ciao lo miró y fijamente desde el día de su boda. Dormían en la misma alcoba.

Se turnaban para vigilar las ventanas, compartían la sopa tibia en silencio, se rozaban al pasar, pero nunca habían cruzado la línea invisible entre la intimidad emocional y el deseo, no por miedo, sino por respeto, por la promesa tácita de que cuando ocurriera no sería por impulso, sino por

decisión. ¿Y si no
vuelves?, preguntó con un susurro que apenas tocó el aire. Elías levantó la vista. Lentamente cerró el pergamino y rodeó la mesa. Se detuvo frente a ella, más cerca de lo que nunca había estado. Calia alzó el rostro y durante un momento solo se escuchó el crepitar de la vela.

Entonces moriré como lo que soy dijo él, como un hombre libre. No como el esclavo que compraste, sino como alguien que eligió luchar por ti. Calia tragó saliva. Sus ojos brillaban, no por las lágrimas, sino por algo más denso, más eléctrico. Levantó la mano lentamente y tocó la cicatriz de su

mejilla, luego su cuello. Su respiración se volvió más lenta. No eres mío, Elías, dijo.
Si vuelves, quiero que sepas que mi voluntad también ha elegido. Elías inclinó la cabeza y antes de que pudiera pensarlo demasiado, antes de que la razón se interpusiera, sus labios se encontraron. No fue un beso de pasión desbordada, ni un arrebato impulsivo. Fue un pacto silencioso, un momento

suspendido en el tiempo, suave, firme, eterno.
Cuando se separaron, Elías apoyó la frente en la de ella y murmuró: “Volveré, porque ahora tengo un hogar al que regresar.” Dos horas después, mientras los centinelas del enemigo se distraían con un alboroto fingido en la puerta principal, una pequeña escuadra liderada por Elías se deslizaba por

los túneles húmedos, armados con cuchillos, antorchas y la esperanza como única armadura.
Lo que ninguno de ellos sabía era que en la colina lejana, más allá del bosque ennegrecido, un grupo de jinetes emergía de la niebla. Llevaban estandartes azules y grises con un símbolo olvidado, un lobo alado sobre un trono de piedra. Al frente, un hombre maduro con la misma mandíbula que Elías,

sostenía una carta sellada con cera roja.
En ella, Calia había escrito una única frase: “Si alguna vez respetaste la sangre que perdiste, ven a salvar la que aún respira. Era el tío de Elías y no venía solo. Afuera, la lluvia comenzó a golpear con fuerza las piedras del castillo. Dentro, el calor ténue del fuego y el aroma de las hierbas

secas colgando de las vigas llenaban la pequeña cámara donde Calia y Elías compartían el silencio.
El mundo parecía detenido, como si la tormenta fuera solo un eco lejano del caos que aún rugía más allá de los muros. Elías estaba recostado con los ojos cerrados. Su respiración era pausada, pero sus manos, endurecidas por la lucha, descansaban con una calma que no le era habitual. Calía lo

observaba desde la silla con las rodillas recogidas y una manta sobre los hombros.
Había algo en ese silencio que no necesitaba palabras, ni promesas, ni explicaciones. “Tienes fiebre”, susurró ella al notar el calor en la frente. De él, Elías abrió los ojos lentamente. Su mirada, antes feroz como la de un lobo acorralado, era ahora más humana que nunca, vulnerable, limpia. He

tenido peores noches”, murmuró con una sonrisa débil.
“No en esta cama”, respondió ella, mojando un paño con agua de lavanda y pasándolo con suavidad por su cuello. El contacto hizo que él contuviera la respiración, no por el dolor, sino por la ternura. Era algo que no conocía, algo que le era tan ajeno como el sabor de una fruta que jamás había

probado.
“¿Por qué me tratas así?”, preguntó Elías con los ojos fijos en los de ella. “No soy lo que aparento. Ninguno de nosotros lo es”, replicó Calia sin apartar la mirada. Pero tú has salvado a mi pueblo, has salvado mi vida y bajo la voz me has hecho sentir que no estoy sola. Elías tragó saliva, se

incorporó ligeramente, aunque el dolor en el costado lo obligó a apoyarse con el brazo. No quería sentir esto. No aquí, no contigo.
Fuiste quien me compró como si fuera una bestia y fuiste tú quien me miró como si yo no tuviera alma. dijo ella con una sonrisa triste. Ambos rieron suavemente. Fue una risa frágil, como si los ladrillos de su historia comenzaran a desmoronarse, dejando ver lo que había detrás. Dos seres marcados

por la guerra, por el abandono, por la soledad.
“Tu cicatriz”, dijo Calia, tocando con los dedos la línea irregular que cruzaba la clavícula de él. ¿Quién te la hizo? Un hombre que decía amarme como a un hijo hizo una pausa. Luego descubrí que no era mi padre, ni siquiera mi familia. Me vendieron por una bolsa de trigo y un saco de monedas. El

escudo que llevaba no era mío, nunca lo fue. Calia sintió que algo se apretaba en su pecho.
Entonces, ¿no sabes de dónde vienes? Elías negó con la cabeza. Solo sé que no pertenezco a ningún lugar. Hasta ahora el silencio volvió, pero era distinto, más denso, más íntimo. Calia se inclinó hacia él muy despacio, como quien no quiere romper la magia. “Tal vez pertenezcas aquí”, susurró. Sus

labios se encontraron en medio del silencio.
Fue un beso tímido, casi tembloroso, pero cargado de todo lo que no se habían dicho. No fue un gesto de pasión ni en de deseo. Fue una promesa, una caricia de dos corazones que aún no sabían cómo sanar, pero querían hacerlo juntos. Cuando se separaron, Elías apoyó la frente en la de ella. Si mañana

muero, quiero que sepas que este momento ya me salvó.
Y si no mueres, dijo ella con una chispa de osadía en los ojos, quiero que me jures que vas a quedarte conmigo, con mi pueblo. Te lo juro susurró él, como si su voz fuera parte del viento. A lo lejos, los tambores de guerra sonaron una vez más.
El enemigo no dormía, pero en ese cuarto, en medio de la tormenta, una nueva esperanza comenzaba a nacer. No por armas, no por ejércitos, sino por amor. El silvido del viento entre las grietas del castillo fue lo único que anunció el inicio de la fuga. Uno a uno, los más débiles, ancianos, niños

heridos, comenzaron a descender por el túnel oculto tras el altar de piedra en la cripta real.
Las antorchas iluminaban apenas las paredes húmedas del pasadizo, revelando símbolos antiguos y raíces colgantes como dedos del pasado. Calia sostenía una lámpara con una mano y con la otra el brazo de una mujer que apenas podía caminar. Elías iba al final del grupo cargando al viejo cronista del

castillo, que había insistido en no abandonar sus manuscritos. Sigue, yo cubro la retaguardia”, murmuró Elías, su voz grave como la tierra misma. Cuando más de la mitad del grupo había descendido, un grito estalló arriba.
“En el altar hay una abertura. Los soldados del rey Calia no dudó. Volvió sobre sus pasos y se puso delante del pasadizo. Frente a ella, tres hombres descendían por las escaleras con espadas desenvainadas. Ciérralo”, le gritó Elías desde dentro. “Ciérralo ahora, Calia!” Pero ella no podía dejarlo

allí. Elías, con una furia contenida, avanzó.
No tenía armadura, apenas una capa de cuero, pero su cuerpo se movía como un lobo entre cazadores. Derribó al primero con un golpe seco. El segundo intentó cortarle el rostro, pero Elías lo esquivó y lo hizo caer por las escaleras. El tercero titubeó al ver la mirada del salvaje y en ese instante

Ciazó la lámpara contra él desorientándolo. “Vamos!”, gritó ella.
“Ahora Elías la empujó suavemente hacia el túnel. La piedra corrediza se cerró justo cuando un último proyectil rebotaba contra ella. Oscuridad, solo el temblor de sus respiraciones. ¿Estás bien?”, susurró ella, palpando su rostro con manos temblorosas. Él asintió, pero estaba herido. La sangre le

bajaba por el costado.
“Déjame ver”, dijo ella, apartando con cuidado su capa. El silencio en el túnel se volvió íntimo. Cia rompió parte de su vestido interior para hacerle un torniquete improvisado. Sus dedos temblaban, mas no de miedo, sino por la cercanía. Elías la miraba como si aquella noche no fuera el final de

una huida, sino el comienzo de otra vida. “No tienes por qué cuidar de mí”, murmuró él con la voz ronca.
“Ya lo hago”, respondió ella, “no porque te deba algo, sino porque quiero.” Y entonces ocurrió. Fue un roce primero, como si sus frentes se buscaran en la penumbra. Luego los labios se encontraron sin urgencia ni promesas. Solo verdad. El primer beso sellado en medio de una oscuridad que escondía

más que un túnel escondía una historia que apenas empezaba a ser escrita.
“Aún no hemos escapado”, dijo él sin apartarse del todo. “Entonces apúrate, Elías, porque y quiero vivir lo suficiente para volver a besarte con el sol sobre nosotros.” Y siguieron como sombras por las entrañas de la tierra. El aire en el túnel se volvió más fresco. El murmullo de agua subterránea

empezó a mezclarse con un resplandor suave que anunciaba la salida.
“Ya falta poco”, susurró Elías tomando la mano de Calia con más intención que necesidad. Cuando emergieron, el mundo había cambiado. Él solo apenas comenzaba a teñir las cumbres del norte con tonos dorados. El rocío brillaba sobre la hierba salvaje. Ante ellos, un valle oculto entre montañas se

extendía como un secreto, y en el centro, cubiertas de maleza y musgo las ruinas de una aldea olvidada.
¿Dónde estamos?, preguntó Calia, respirando el aire frío con los ojos cerrados. Este lugar era de mi madre”, dijo Elías con una voz que mezclaba memoria y promesa. Una rama de la casa de Zarate vivió aquí antes de que la guerra borrara sus nombres. Tu madre era de la nobleza. Ella lo ocultó para

protegerme.
Cuando todo fue destruido, se llevó solo lo que no podía ser robado, nuestro apellido, y una vieja llave. De su cinturón, Elías sacó un anillo de hierro ennegrecido. Encajaba en una piedra al pie de una de las casas derruidas. Con un leve giro, una compuerta se abrió revelando un algive seco y

dentro cofres cubiertos de cuero envejecido.
¿Qué es esto? Documentos, cartas, títulos, pruebas, calia. observaba en silencio. No era solo un hombre fuerte, ni un salvaje. Era un príncipe sin corona, un linaje sin reino. Se sentaron sobre una losa de piedra y por primera vez desde que escaparon se permitieron respirar. Elías extendió una

manta sobre la hierba y ayudó a Calia a recostarse.
Sus dedos acariciaron con cuidado las marcas que ella tenía en el cuello, el peso del collar real que siempre había usado. Ella a su vez tocó las cicatrices de su espalda con una ternura que no preguntaba, solo comprendía. “¿Y si reconstruimos este lugar?”, dijo ella en voz baja. Y si aquí empieza

algo nuevo, un reino, no un hogar con las personas que nos siguen, con aquellos que creen en algo más que coronas heredadas.
¿Y tú reinarías conmigo? Ella lo miró a los ojos sin evasión. dormiría contigo, pelearía contigo, caería contigo si eso fuera necesario, pero sí te elegiría. Él tomó su rostro entre las manos, esta vez con más decisión, pero sin brusquedad. La besó como quien planta una bandera en tierra sagrada.

Ella respondió con la calma de quien ha esperado toda su vida ese momento. La aurora los cubrió como un manto. Detrás de ellos, los primeros refugiados comenzaban a llegar al claro. Miraban en silencio. Algunos reconocían el lugar, otros no, pero entendían el símbolo. Sus líderes no estaban

huyendo, estaban fundando. Y en medio de esa claridad, Cali se puso de pie. Aquí no termina nuestra historia, dijo con voz firme.
Aquí empieza la que nadie ha tenido el valor de escribir. Elías la tomó de la mano, la princesa y el salvaje, la heredera sin padre, el príncipe sin trono, unidos no por deber, sino por decisión. Y juntos miraron hacia el valle, como quien observa un futuro que por fin tiene rostro. Las primeras

luces del alba acariciaban los tejados de piedra de la aldea abandonada, ahora viva con martillos, voces y el humo del pan recién horneado.
Donde antes reinaba el polvo del olvido, ahora nacía un nuevo hogar. No era aún reino, pero era el principio de uno. Calia, con las mangas arremangadas y el cabello trenzado con flores secas, distribuía mantas entre los más viejos e instruía a los más jóvenes sobre cómo reforzar las estructuras. Ya

no era princesa ni reina, era algo más.
Elías a su lado enseñaba a los hombres a fabricar defensas improvisadas, a afilar lanzas, a tender trampas ocultas entre los campos dorados de trigo silvestre. Sus pasos eran seguidos con respeto. Ya nadie lo llamaba salvaje. Ahora era Elías el protector, el compañero de la mujer que todos miraban

con una mezcla de amor y asombro.
Por las noches dormían en una habitación modesta con una cama de madera maciza que crujía con cada movimiento. Elías a veces despertaba agitado. Los ecos de su pasado atrapado entre grilletes aún lo visitaban en sueños y siempre, sin falta encontraba los dedos de Calia acariciando su nuca, su voz

susurrando palabras que nadie más conocería. En esas noches Elías no necesitaba hablar. Sus ojos lo decían todo.
No hay oscuridad que no se apague con tu voz, le dijo una madrugada mientras el fuego moría en la chimenea. Ella sonrió apoyando la frente en la suya. Y no hay muro que no caiga si tú estás a mi lado. Esa noche entre el crujido de la madera y el canto lejano de un búo, sus labios se buscaron otra

vez. El beso fue lento, sin prisa, como quien ya no necesita huir del mundo.
En los días siguientes empezaron a llegar más familias refugiados de los estragos de la guerra. Algunos habían oído rumores, la princesa viva con un hombre que no tiene corona, pero sí honor. Otros venían simplemente atraídos por la esperanza y esa esperanza tomó forma de estructura. Forjaron un

consejo, construyeron un pequeño salón comunal y comenzaron a reunir víveres.
Cada piedra colocada llevaba el peso de una promesa, resistir. Pero la amenaza no dormía. Uno de los centinelas volvió una tarde con el rostro pálido. Desde la colina había divisado una columna de humo y banderas negras avanzando. Es el rey dijo temblando. Viene hacia aquí no con una embajada, sino

con un ejército.
La noticia cayó como plomo, pero Calia no vaciló. Subió a una caja de madera en medio de la plaza y alzó la voz. No levantamos estas casas para escondernos, sino para vivir libres y no seremos esclavos nunca más. Los aplausos retumbaron como tambores de guerra. Elías apretó la empuñadura de su

hacha.
Ya no era el hombre encadenado que ella había comprado. Era el escudo que protegería todo lo que habían construido. Y juntos, con los ojos fijos en el horizonte, supieron que el final se acercaba. Pero también el comienzo. El amanecer llegó cubierto de un silencio espeso. El aire tenía sabor a

hierro y a tierra removida.
Desde lo alto de la colina, Calia divisó las primeras siluetas del ejército del rey, acercándose como una sombra que arrastraba siglos de poder corrompido. Cientos de hombres con armaduras oscuras, estandartes, agrietados por el viento y ojos que no veían rostros, solo órdenes. vendrá por ti”, dijo

Elías cerrando la evilla de su cinto de cuero, su torso aún marcado por cicatrices que ya no dolían. “Vendrá por nosotros”, corrigió ella firme.
La aldea estaba preparada. Las trampas que Elías enseñó a fabricar estaban escondidas entre la maleza. Las empalizadas rodeaban los caminos de acceso, pero no era una guerra justa. No tenían caballos, no tenían acero real, solo tenían motivos. Y el amor de un pueblo dispuesto a no volver a inclinar

la cabeza. El choque fue brutal.
Los primeros gritos se escucharon al caer la mañana. El barro se mezcló con la sangre y los cuerpos rodaban colina abajo como muñecos rotos. Pero resistían hombres y mujeres defendiendo lo que construyeron con las manos y con el corazón. Elías al frente luchaba como si la historia lo estuviera

observando.
Su hacha danzaba en el aire como una prolongación de su alma. Uno a uno, los jinetes del Situsen Rey caían. Hasta que lo vio, el estandarte real se abría paso entre la neblina, un caballo negro, ojos de serpiente, y sobre él el rey. No un monarca cansado, sino una bestia envuelta en oro y rencor.

Tráiganme a la mujer, esa usurpadora y su bestia encadenada. Elías se adelantó desarmado, las manos alzadas. Déjalos.
Llévame a mí. El rey rió. Tú, el bastardo sin nombre, ¿crees que vales más que una corona? No soy un bastardo respondió Elías con la voz como una campana de bronce. Soy Elías de Herbandia, hijo de Leonor, hermana de tu esposa, heredero legítimo del trono perdido por tus traiciones. Hubo un suspiro

colectivo. El rey empalideció. mientes.
Tengo la marca de nacimiento y tengo testigos. Tus propios aliados, hartos de tu tiranía, me ayudaron a escapar cuando eras y joven. Tu reinado termina hoy. Lo que siguió no fue una batalla, fue una rendición moral. Los soldados del rey bajaron las armas. Algunos lloraron, otros simplemente se

alejaron. Y cuando el rey intentó atacar, una flecha atravesó su brazo. Galia desde la colina había disparado.
Por cada padre asesinado, por cada hijo hambriento, por cada mujer vendida como ganado. Este es el final. El rey cayó del caballo derrotado. Nadie lo recogió. Días después, entre guirnaldas de hiedra y campanas de barro, Calia y Elías caminaron tomados de la mano hasta el centro de la aldea. El

pueblo los rodeó.
Hoy ya no somos esclavos, ya no somos fugitivos, hoy nace un reino. Elías tomó la palabra, pero no un reino de castillos, sino de hogares, no de sangre real, sino de sangre honrada. Calia lo miró. Y gobernaremos juntos como iguales, como aquellos que no se eligieron por linaje, sino por amor.

Entonces se besaron y esta vez no hubo más miedo.
El pueblo aplaudió, el sol se alzó y el nombre de Calia y Elías quedó grabado en la historia no por sus títulos, sino por haber elegido el amor, incluso cuando todo estaba perdido. ¿Hasta dónde llegarías? Por amor y libertad.