¿Qué harías tú si miraras a tu madre quemarse viva mientras siete cabrones se cagaban de risa? Nairu no se tentó el corazón, agarró la navaja y juró que cada carcajada le iba a costar una garganta rajada. En esta historia vas a entender que la venganza no se apura, se cocina con paciencia y se sirve con precisión.

Y lo más cabrón fue el plan que armó para que todo saliera tal cual ella quería. Compadre, eso es lo que vas a descubrir ahora. Tú estás escuchando el canal Legendarios del Norte. Dime desde qué ciudad nos estás oyendo. Dale like al video y ahora sí, vamos a comenzar. La sangre aún escurría por los escalones de mármol de la casa principal cuando Nairu limpió la navaja en su falda rasgada.

Don Rodrigo Castañeda yacía de espaldas, los ojos vidriosos mirando el techo dorado que nunca más vería. La navaja había cortado limpio, de oreja a oreja, abriendo una sonrisa roja donde antes había solo arrogancia. Nairu tocó la cicatriz que cortaba su propio rostro de la sien a la barbilla, marca de hierro al rojo vivo que cargaba desde hacía 14 años.

Siete”, susurró ella, observando el cuerpo inmóvil del hombre que había ordenado la muerte de su madre. El reloj de péndulo marcaba las 3 de la madrugada. En dos horas la criada descubriría el cuerpo y los gritos secoarían por todo Córdoba, pero Nairú no sentía prisa.

Había esperado tres semanas por este momento desde que viera a Itzel arder en la plaza pública de Córdoba. Ahora mi madre puede descansar”, murmuró guardando la navaja entre los senos. Tres semanas antes, Itzel había sido acusada de brujería. El crimen real era otro: enseñar a los niños esclavos a leer y escribir en la tierra apisonada de los barracones.

Fray Tomás Herrera había descubierto las lecciones secretas y las denunció a los siete ascendados que controlaban el comercio de azúcar y gente en la región de Córdoba. La sentencia fue unánime, quema pública por corromper mentes que no le pertenecían. ¿Sabes lo que tienes que hacer, mi hija? Fueron las últimas palabras de Itzel antes de que las llamas la envolvieran. Nairu sabía.

Cada asendado que rió mientras su madre se convertía en cenizas, pagaría con la propia garganta. Siete hombres habían firmado la sentencia de muerte. Siete gargantas serían abiertas por la misma navaja que ahora goteaba sangre en el suelo de mármol. Don Rodrigo Castañeda era el séptimo y último.

Los otros seis ya habían encontrado el mismo destino en las semanas anteriores. Don Emilio Guerrero, degollado a la salida del burdel. Don Rafael Escobedo con la garganta cortada mientras dormía la siesta dominical. Uno por uno, Nairu cumplió la promesa hecha ante las cenizas aún calientes de Itzsel. Por cada palabra que quemaste. dijo al cadáver del acendado, “Una vida tomé.

” La casa principal estaba silenciosa. Los otros esclavos dormían en los barracones, ajenos a lo que había pasado en el piso superior. Nairu subió las escaleras de mármol por última vez, pisando su propia sangre derramada. No volvería más. Esta casa que había sido su prisión por 14 años, ahora era una tumba. Afuera, Córdoba dormía bajo el cielo estrellado de abril de 1858.

La región, que sería cuna de grandes levantamientos campesinos aún no sabía que acababa de presenciar el nacimiento de una leyenda. La mujer de la cicatriz en el rostro había probado que el terror podía cambiar de dirección y que algunas venganzas no esperan la justicia de los hombres, sino que hacen justicia con las propias manos.

Nairu desapareció en la oscuridad de las calles empedradas, llevando consigo solo la navaja ensangrentada y la certeza de que su madre finalmente descansaría en paz. Detrás de ella quedaba el último cuerpo de una lista que había tardado tres semanas en completar. Una lista escrita no en papel, sino en la cicatriz que cortaba su rostro y en la memoria que no perdonaba ni olvidaba. Córdoba, Veracruz. Abril de 1858.

La región que concentraba el mayor número de esclavos contrabandeados de México hervía con más de 50,000 almas negras e indígenas, esparcidas entre ingenios, casas principales y barracones inmundos. En el centro de la región, siete ascendados controlaban el comercio de azúcar y gente como una hermandad del mal.

Eran hombres que medían su propia riqueza por el número de cicatrices que lograban abrir en las espaldas ajenas. Nairu trabajaba como criada personal de don Rodrigo Castañeda, una de las casas principales más grandes de Córdoba. A los 27 años cargaba en el rostro la marca de un hierro al rojo vivo que el capataz Nicolás el Fierro García le había hecho cuando tenía apenas 13 años. El crimen había sido simple.

Preguntar por el paradero de la hermana menor, vendida a un ingenio del interior. Negra curiosa de más, había dicho el fierro, acercando el hierro incandescente al rostro de la niña. Esto te va a enseñar a no hacer preguntas. La cicatriz cortaba de la cien izquierda hasta la barbilla, una marca roja e irregular que nunca había cicatrizado bien.

Nairu había aprendido a vivir con ella, pero nunca había aprendido a perdonar a quien se la hizo. El fierro había muerto dos años después, pisoteado por un caballo bravo. Algunos decían que había sido accidente. Nairu sabía que no. Itsel, su madre, era respetada en todo el barracón como curandera y partera. Mujer de sabiduría infinita, conocía las propiedades de cada hierba de Veracruz y el poder de cada palabra susurrada en el momento preciso.

Sus manos, curtidas por décadas de trabajo forzado, tenían el don de curar heridas que los médicos blancos ni sabían que existían. Hija, decía Itsel mientras preparaba sus mezclas medicinales. El saber es lo único que no nos pueden quitar si sabemos esconderlo bien. Por las noches, cuando los patrones dormían embriagados de aguardiente y poder, Itzel reunía a los niños esclavos detrás de los barracones con una varita.

dibujaba letras en la tierra apisonada y enseñaba cada sonido, cada palabra, cada frase que podía abrir puertas invisibles. A de azote, decía marcando la primera letra, B de blanco, C de chicote, pero también A de amor, B de bondad, C de coraje. Los niños repetían en susurros, grabando en la memoria lo que no podían grabar en papel.

Sabían que descubrir aquellas lecciones costaría la vida, pero también sabían que no aprenderlas costaría el alma. Las lecciones continuaron por dos años. Itzel formó decenas de niños que sabían leer y escribir en secreto. Algunos crecieron y huyeron a palenques, llevando el conocimiento consigo.

Otros permanecieron en los barracones enseñando a la próxima generación. La semilla del saber se esparcía silenciosamente por todo Veracruz, pero los secretos tienen fecha de vencimiento cuando hay traidores cerca. Fray Tomás Herrera hacía visitas pastorales a las propiedades de la región de Córdoba.

Era un hombre gordo y sudoroso que predicaba sobre humildad mientras comía en platos de oro de los ascendados. Durante una de esas visitas al ingenio de don Rodrigo, decidió dar una vuelta por los barracones para verificar el estado espiritual de los esclavos. Fue cuando vio a Isel dibujando letras en la tierra y un grupo de niños repitiendo los sonidos en voz baja.

“¿Qué está pasando aquí?”, preguntó con voz temblorosa de indignación. Itsel se levantó despacio, limpiándose las manos en la falda de percalteñida. Estoy contando historias de la Biblia, padre, mintió con naturalidad. Pero el padre vio las letras en la tierra. Vio a los niños con los ojos muy abiertos de miedo.

Vio el peligro que aquello representaba para el orden establecido. Negra gruñó, andas enseñando a estos mocosos a leer. Los niños se dispersaron como pajaritos asustados. Itzel se quedó sola frente al padre, la barbilla erguida en desafío silencioso. ¿Y si fuera?, preguntó ella. ¿No dijo Jesús que todos los niños son iguales ante Dios? La bofetada llegó rápida y certera, derribando a Itsel al suelo.

Sangre escurrió de la comisura de la boca, pero ella no bajó los ojos. “Vas a pagar por esa blasfemia”, dijo el padre limpiándose la mano en la sotana. “Los ascendados van a saber qué tipo de serpiente tienen en casa.” A la mañana siguiente, Fray Tomás se reunió con los siete ascendados que controlaban el comercio de esclavos en Córdoba.

La reunión tuvo lugar en la casa de don Emilio Guerrero, un hombre de 60 años que tenía la costumbre de marcar las espaldas de los esclavos fugitivos con hierro al rojo vivo. “Tenemos un problema”, anunció el padre sudando más de lo normal. Una de las negras está corrompiendo a las demás. Con conocimiento prohibido. Don Rodrigo Castañeda frunció el ceño.

¿Qué tipo de conocimiento? Está enseñando a los mocosos a leer y escribir, dijo el padre. Lo descubrí anoche. Es esa tal Itsel, curandera de tu propiedad. El silencio que siguió fue pesado como plomo derretido. Los siete hombres se miraron entre sí, comprendiendo inmediatamente la gravedad de la situación. Esclavo que sabía leer era esclavo que podía falsificar cartas de libertad.

Esclavo que sabía escribir era esclavo que podía organizar revueltas. ¿Estás seguro?, preguntó don Rafael Escobedo, hombre de bigotes grises y cicatriz de sable en el rostro. “Lo vi con mis propios ojos”, confirmó el padre. Dibujaba letras en la tierra y los niños repetían los sonidos. Es brujería pura.

Señores, está corrompiendo mentes inocentes con conocimiento que no les pertenece. Don Emilio golpeó el puño en la mesa de Caoba. Esto no puede quedar impune. Si otros esclavos saben que toleramos este tipo de insubordinación, tendremos una revuelta en las manos. Estoy de acuerdo”, dijo don Rodrigo. “Pero cómo proceder es una de las mejores curanderas de la región.

Medio mundo depende de sus remedios.” Por eso mismo, interfirió el Padre, el pueblo cree que tiene poderes sobrenaturales. Si no actuamos rápido, van a pensar que aprobamos la brujería. Don Rafael encendió un puro habano y soltó el humo despacio. “Quema pública”, dijo fríamente, “en la plaza de armas para que todo el mundo vea.

Acusación de brujería y corrupción de menores. Así matamos dos pájaros de un tiro, eliminamos el problema y damos ejemplo a los demás. Los siete hombres votaron. La decisión fue unánime. Itel sería quemada viva en la plaza pública, acusada de practicar brujería y corromper la mente de los niños esclavos con conocimiento prohibido.

La ejecución tendría lugar el próximo lunes 15 de marzo de 1858 al mediodía, cuando el sol estuviera en el punto más alto y todo Córdoba pudiera presenciar lo que pasaba con quien desafiaba el orden establecido. Nairu supo de la sentencia el mismo día. Estaba sirviendo café en la sala de visitas cuando oyó a don Rodrigo contarle a la esposa sobre la reunión de los siete ascendados.

Una negra atrevida que andaba enseñando a la mocosada a garabatear, dijo él revolviendo azúcar en la taza de porcelana. Vamos a hacer un ejemplo de ella el lunes. La taza tembló en la mano de Nairú, pero logró mantener la compostura. Sirvió el café. hizo la reverencia de rigor y salió de la sala con pasos medidos.

Solo cuando llegó a la cocina, la realidad la golpeó como un puñetazo en el estómago. Su madre sería quemada viva por enseñar a niños a leer. Esa noche, Nairu visitó a Itsel en el barracón donde quedaban los condenados. Su madre estaba sentada en el suelo de tierra apisonada, las manos encadenadas, pero la mirada serena como siempre. “Vinieron a buscarme, hija”, dijo Itzel sonriendo con ternura.

“Ya sé, madre. Oí al patrón hablando. ¿Sabes por qué?” Nairu asintió, las lágrimas corriendo por la cicatriz en el rostro, porque usted enseñaba a los niños a leer. ¿Y crees que hice mal? La pregunta tomó Anairu desprevenida. Miró a la madre, viendo en ella la misma fuerza que siempre la había inspirado, incluso en las horas más difíciles. No, madre, usted hizo lo que tenía que hacer.

Entonces sabes lo que tú tienes que hacer también. Nairu frunció el ceño sin comprender. ¿Cómo así? Itzel extendió las manos encadenadas y tocó el rostro de la hija, acariciando la cicatriz con delicadeza infinita. Me van a quemar, hija, pero el fuego que me mata hoy va a encender en ti mañana y cuando encienda vas a saber exactamente qué hacer. Madre, no hable así.

Siete hombres firmaron mi sentencia de muerte. Continuó Itzel, la voz baja pero firme. Siete hombres se rieron de la idea de verme quemar. Vas a recordar cada rostro, cada nombre, cada carcajada y cuando recuerdes vas a saber qué hacer. Nairu agarró las manos de la madre sintiendo el metal frío de las cadenas. Me está pidiendo que no te estoy pidiendo nada, hija.

Te estoy diciendo que ya sabes la respuesta. Siempre la supiste. La diferencia es que ahora vas a tener motivo para usarla. Las dos se quedaron en silencio por un largo tiempo, madre e hija, despidiéndose sin palabras. Cuando Nairu finalmente se levantó para irse, Issel agarró su mano por última vez.

Una cosa, hija, cuando hagas lo que tienes que hacer, hazlo bien. Una vida por una vida, siete por una. No dejes que ninguno pase. Nairu asintió grabando cada palabra en la memoria como si fuera una receta de remedio. Sí, madre, lo voy a hacer bien. Y después desaparece de aquí. Vete lejos. Vive tu vida. No dejes que mi muerte sea tu prisión. ¿Cómo voy a lograr vivir después de que usted vas a lograr? Dijo Itzel sonriendo por última vez. Porque vas a saber que hiciste justicia.

Y la justicia bien hecha trae paz para quien se queda y para quien se va. La mañana del 15 de marzo de 1858, todo Córdoba se reunió en la plaza de armas para presenciar la ejecución. Itsel fue amarrada a un poste de madera en el centro de la plaza, rodeada de leña seca que pronto sería incendiada. Los siete ascendados ocuparon la primera fila, sentados en sillas de respaldo alto, como si estuvieran viendo un espectáculo teatral.

Nairu fue obligada a presenciar por orden expresa de don Rodrigo, que quería que viera lo que pasaba con quien criaba hijas desobedientes. Ella se quedó de pie detrás de las sillas de los acendados, los ojos fijos en el rostro de la madre, grabando en la memoria cada detalle de los hombres que la habían condenado.

Fry Tomás leyó la sentencia en voz alta, su voz haciendo eco por la plaza silenciosa. esclava de la propiedad de don Rodrigo Castañeda, fue condenada a muerte por brujería y corrupción de menores. Que su muerte sirva de ejemplo para todos aquellos que osen desafiar el orden establecido por Dios y por los hombres de bien.

El fuego fue encendido, las llamas subieron despacio, lamiendo primero la leña, después las ropas de percal de Itzel. Ella no gritó, no suplicó. mantuvo ojos fijos en el rostro de la hija hasta el último momento. Sus últimas miradas no eran de desesperación, eran de instrucción. Una madre enseñando a la hija la última y más importante lección de su vida.

“¡Mi hija!”, gritó Itsel entre las llamas que ya comenzaban a envolverla. “¿Sabes lo que tienes que hacer?” Los siete acendados se rieron. Se rieron alto, como si la agonía de una madre quemándose viva fuera el mejor entretenimiento que habían presenciado jamás. Don Emilio Guerrero aplaudió. Don Rafael Escobedo silvó de aprobación.

Don Rodrigo Castañeda gritó, “¡Así se trata negro desobediente.” Nairú grabó cada rostro, cada carcajada, cada gesto de aprobación. Don Emilio Guerrero, hombre gordo de bigotes blancos que gustaba de frecuentar burdeles. Don Rafael Escobedo, veterano de guerra con cicatriz en el rostro.

Don Rodrigo Castañeda, su propio patrón, que dormía embriagado los jueves en el escritorio. Don Alejandro Montes, joven de 25 años que había heredado esclavos del padre. Don Esteban Aguilar, hombre de mediana edad que criaba perros de pelea. Don Patricio Sandoval, viudo que vivía solo en una casa grande en el centro. Y por último, don Aurelio Valenzuela, el más viejo de los siete, que comandaba el mayor ingenio de la región.

Siete nombres, siete rostros, siete carcajadas que ecoarían para siempre en la memoria de Nairu como una lista de ejecución escrita con fuego y sangre. Cuando Itsel finalmente sucumbió a las llamas, convirtiéndose en cenizas que el viento esparció por la plaza, los siete ascendados se levantaron de las sillas y se felicitaron como si hubieran acabado de ver una ópera.

Bien hecho, dijo don Emilio. Esto va a enseñar a los demás a no meterse con lo que no les importa. Estoy de acuerdo, respondió don Rafael. Negro que aprende a leer es negro que aprende a huir. Nairu oyó cada palabra, cada comentario, cada risa de satisfacción. Cuando los hacendados finalmente se dispersaron, ella permaneció en la plaza desierta, mirando las cenizas aún calientes de su madre.

Siete. Susurró al viento que cargaba los últimos vestigios de Itzel. Siete hombres van a pagar por esto. Ya no era una hija llorando la muerte de la madre. Era una cazadora estudiando sus presas, planeando una venganza que tardaría tres semanas en completar y toda una vida en olvidar.

La navaja había pertenecido al barbero portugués que atendía a los ascendados los sábados. Nairú la robó en la tercera mañana después de la muerte de Itsel. Cuando José Méndez dejó el maletín de instrumentos abierto mientras afeitaba a don Rodrigo, era una hoja fina y afilada, perfecta para cortes precisos.

Durante dos semanas, Nairu estudió los hábitos de cada asendado, como un cazador estudia la presa. Salía de la casa principal en las madrugadas, cuando todos dormían y caminaba por las calles de Córdoba observando, anotando mentalmente, planeando. Don Emilio Guerrero frecuentaba el burdel de la calle del Carmen todos los martes y sábados.

Llegaba siempre a las 10 de la noche y salía por las 3 de la madrugada, borracho y desprotegido. Caminaba solo por las calles desiertas hasta llegar a casa. una trayectoria de 15 minutos que incluía tres callejones oscuros donde nadie lo vería morir. Don Rafael Escobedo tenía la costumbre de dormir la siesta dominical en la terraza del fondo de su casa, lejos de los criados y de la esposa.

De las 2 a las 4 de la tarde se quedaba solo y vulnerable, roncando lo suficientemente alto para ahogar cualquier sonido de pasos acercándose. Don Alejandro Montes salía a cazar las mañanas de los jueves siempre solo, siempre por el mismo sendero en el monte detrás de su propiedad.

Un hombre joven y fuerte, pero desatento cuando estaba concentrado en la casa. Don Esteban Aguilar entrenaba sus perros de pelea en el patio todas las mañanas a las 5, antes de que despertaran los esclavos. se quedaba solo con los animales por una hora entera, tiempo suficiente para que una navaja bien manejada cortara una garganta sin que nadie oyera nada además de los ladridos normales de los perros.

Don Patricio Sandoval era viudo y vivía solo. Tenía la costumbre de leer en la biblioteca hasta altas horas, frecuentemente quedándose dormido en el sillón con un libro en el regazo y una vela encendida en la mesita al lado. Una situación perfecta para un accidente que podría ser provocado fácilmente. Don Aurelio Valenzuela era el más difícil.

vivía en una casa grande, fuertemente vigilada y raramente salía solo. Pero Nairu descubrió que tenía un vicio secreto. Visitaba una amante mulata los miércoles, siempre por el mismo camino, siempre a la misma hora, un recorrido que incluía un puente sobre el río de la Antigua, aislado y oscuro después de medianoche.

Y por último, don Rodrigo Castañeda, su propio patrón, el más fácil de todos. porque ella conocía cada detalle de su rutina. Los jueves se emborrachaba en el escritorio y dormía en el sillón hasta el amanecer. La puerta siempre quedaba sin llave porque no quería ser molestado por los criados. Siete hombres, siete oportunidades, siete muertes que serían planeadas y ejecutadas con la precisión quirúrgica que Itzel le había enseñado al cortar hierbas medicinales.

La primera muerte ocurrió un martes de marzo. Don Emilio Guerrero salía del burdel tambaleándose, la cartera pesada de monedas de oro y la cabeza liviana de aguardiente. U lo esperaba en el segundo callejón, escondida detrás de un montón de basura que despedía el olor agrio de la ciudad.

Cuando él pasó por ella tropezando con los propios pies, Nairu surgió de las sombras como una aparición. La navaja cortó de oreja a oreja en una sola pasada, abriendo la garganta del acendado con la eficiencia de quien mata cerdos en el matadero. “Uno”, susurró ella limpiando la hoja en la ropa del muerto. Emilio cayó de rodillas, las manos tratando de contener la sangre que brotaba a borbotones.

Sus ojos se abrieron cuando reconoció el rostro cicatrizado de Nairú a la luz de la luna. Tú, trató de hablar, pero solo salió sangre de la boca. Esto es por mi madre, dijo ella, agachándose al lado del moribundo. La recuerdas, la negra que quemaron por enseñar a niños a leer. Guerrero trató de gritar, pero la garganta cortada solo produjo gorgoteos.

Nairú esperó pacientemente hasta que él dejó de moverse, después desapareció en la oscuridad del callejón. El cuerpo fue descubierto a la mañana siguiente por un mendigo que buscaba restos en la basura. La noticia se esparció rápidamente. Don Emilio Guerrero había sido asesinado por ladrones a la salida del burdel.

Toda la ciudad comentaba sobre la violencia que se estaba apoderando de Córdoba. Dos días después fue el turno de don Alejandro Montes. Nairú lo siguió en el monte durante dos jueves antes de atacar, estudiando su comportamiento, esperando el momento perfecto. Él estaba arrodillado, examinando rastros de venado cuando ella salió de detrás de un árbol.

La navaja entró por la nuca y salió por la garganta, cortando la médula espinal antes de que él se diera cuenta de que estaba siendo atacado. Dos. dijo Nairu, volteando el cuerpo para ver el rostro del hombre que se había reído de la muerte de su madre. Alejandro era joven, tenía apenas 25 años. Podría haber vivido 50 años más si no hubiera encontrado gracioso ver a una mujer quemarse viva por enseñar a niños a leer.

“Debería haberse reído menos”, murmuró ella limpiando la navaja en una hoja grande. El cuerpo fue encontrado tres días después. por otros cazadores. La explicación oficial fue ataque de animal salvaje, ya que la herida en el cuello podría haber sido hecha por un jaguar. La semana siguiente fue el turno de don Esteban Aguilar.

Nairu entró en su patio a las 5 de la mañana cuando él entrenaba los perros. Los animales la conocían. Había ayudado a Itzel a cuidar algunos de ellos cuando se enfermaban y no ladraron cuando se acercó. Aguilar estaba de espaldas distribuyendo pedazos de carne cruda para los perros cuando sintió la hoja cortar su garganta. Cayó hacia adelante, la sangre mezclándose con la carne que alimentaba a los animales.

“Tres”, contó Nairu, observando a los perros comenzar a lamer la sangre del dueño. ¿Conocen a esta negra?, preguntó Aguilar, la voz saliendo como un susurro ronco. “¿Me conocen?” “Sí”, respondió ella. Mi madre curó varios de ellos. Mataron a quien cuidaba a sus bichos. Aguilar trató de arrastrarse hacia la casa, pero los perros, confundidos con el olor de sangre, comenzaron a rodear el cuerpo como si fuera comida.

Nairú salió del patio dejando al acendado para ser devorado por los propios animales que había entrenado para matar. El cuerpo o lo que quedó de él fue descubierto por los esclavos a la hora del desayuno. La versión oficial fue que Aguilar había sufrido un accidente durante el entrenamiento y los perros enloquecidos lo atacaron.

Dos semanas habían pasado desde la primera muerte y tres de los siete ascendados ya estaban muertos. La ciudad comenzó a susurrar sobre una fuerza sobrenatural que estaba eliminando a los señores de esclavos. Algunos hablaban de maldición, otros de venganza de esclavo fugado. Don Rafael Escobedo fue el cuarto en morir. Nairu entró en su casa un domingo por la tarde cuando él dormía la siesta en la terraza del fondo. La esposa había salido a visitar a la hermana.

Los hijos estaban en casa de los abuelos. Los criados descansaban en los barracones. Escobedo roncaba alto, la boca abierta completamente indefenso. Nairu se acercó despacio, la navaja brillando a la luz del sol de la tarde. Cuando él abrió los ojos, ya era demasiado tarde. “Cuatro”, dijo ella antes de cortar.

El veterano trató de levantarse de la hamaca, pero ella fue más rápida. La hoja entró por el cuello y salió del otro lado, cortando arterias y venas en una sola pasada. Sangre brotó por la terraza, manchando las piedras portuguesas que Escobedo tanto valoraba. “¿Recuerdas a la negra que quemaron?”, preguntó él a voz fallando. “La recuerdo muy bien”, respondió Nairu. “Era mi madre.

” “¿Tu madre?” “Sí. Y te pareció muy gracioso verla quemar. Te reíste alto, ¿recuerdas? Hasta aplaudiste. Escobedo quiso decir algo, pero solo logró escupir sangre. Nairu esperó hasta que él dejó de moverse. Después limpió la navaja en la sábana de la hamaca. La muerte del veterano fue descubierta cuando la esposa volvió de la visita.

Sus gritos hicieron eco por todo el barrio, alertando a los vecinos, pero Nairú ya estaba lejos cuando llegaron los primeros curiosos. Cuatro muertos en dos semanas. La ciudad estaba en pánico. Los señores de esclavos comenzaron a encerrarse en casa. Aumentaron la seguridad.

Andaban siempre acompañados, pero no servía de nada. Nairú conocía los hábitos de todos ellos mejor que ellos mismos. Don Patricio Sandoval fue el quinto. Ella entró en su biblioteca un jueves de madrugada. Lo encontró durmiendo en el sillón con un libro en el regazo.

La vela al lado estaba casi al final, la cera derretida escurriendo por la mesita de jacarandá. “Cinco”, susurró ella antes de cortar la garganta del hombre. Sandoval despertó con el dolor, los ojos abriéndose al ver el rostro cicatrizado de Nairu, iluminado por la luz vacilante de la vela. La criada de Castañeda”, murmuró él reconociéndola. Eso mismo, la hija de la negra que quemaron por enseñar a niños a leer.

Sandoval trató de levantarse del sillón, pero la sangre que brotaba del cuello lo hacía resbalar. El libro que estaba leyendo cayó al suelo, sus páginas empapándose de rojo. “Por favor”, imploró él, la voz cada vez más débil. Mi madre también pidió por favor”, dijo Nairú antes de morir. “¿Les pareció gracioso?” La vela se apagó sola cuando Sandoval dejó de respirar, dejando la biblioteca en oscuridad completa.

Nairu tanteó hasta encontrar la puerta y salió de la casa sin hacer ruido, un nombre más tachado de la lista. Faltaban dos. El cuerpo fue encontrado a la mañana siguiente por el mayordomo, que llegó para servir el café del desayuno. El viejo gritó tanto que despertó a media ciudad, quinta muerte en dos semanas. La ciudad estaba aterrorizada.

Don Aurelio Valenzuela, el sexto de la lista, era el más cauteloso de todos. Después de las cinco muertes, dobló la seguridad de su casa y pasó a andar siempre escoltado. Pero Nairu conocía su punto débil, la amante mulata que visitaba los miércoles. Esperó escondida debajo del puente sobre el río de la Antigua durante dos semanas, hasta que Valenzuela finalmente decidió retomar sus visitas secretas.

Él pasó por el puente solo, como siempre hacía para no ser visto por los esclavos. Nairu saltó de las sombras cuando él estaba justo en el medio del puente. La navaja cortó rápido y profundo, abriendo la garganta del ascendado antes de que lograra gritar por socorro. “¡Seis!”, dijo ella empujando el cuerpo hacia el río.

Valenzuela cayó al agua con un splash ahogado, su sangre mezclándose con la corriente. Era un hombre pesado, más de 100 kg, y se hundió rápidamente en el agua oscura. Esto es por cada lágrima que derramó mi madre, murmuró Nairu a la corriente que se llevaba el cuerpo. Don Aurelio Valenzuela simplemente desapareció. Sus esclavos esperaron toda la noche, pero él nunca volvió de la visita a la amante.

Solo encontraron el cuerpo una semana después, hinchado e irreconocible, flotando kilómetros río abajo. La causa de muerte fue oficialmente registrada como ahogamiento accidental. Seis muertos en tres semanas. Faltaba solo uno, don Rodrigo Castañeda, el propio patrón de Nairu, el hombre que había firmado la sentencia de muerte de Itsel, el último nombre de la lista de venganza.

Nairú volvió a la rutina normal como si nada hubiera pasado. Servía el café en la sala de visitas, limpiaba los aposentos, ayudaba en la cocina. Castañeda ni sospechaba que la muerte rondaba su propia casa, sirviéndole comida y bebida con las mismas manos que habían degollado a seis hombres.

Extraña esta secuencia de muertes, comentó él con la esposa durante la cena del jueves. Seis ascendados muertos en tres semanas. Hay algo muy mal pasando en Córdoba. ¿Crees que puede ser venganza de esclavo? preguntó doña Carmen moviendo nerviosamente el abanico. “Imposible. Negro no tiene coraje ni inteligencia para planear algo así.

Debe ser cosa de ladrones organizados o enemigos políticos.” Nairu servía el vino oyendo cada palabra. El hombre que había mandado quemar a su madre no lograba ni imaginar que la venganza dormía bajo el mismo techo que él. De cualquier forma, continuó Castañeda, voy a reforzar la seguridad. No quiero correr riesgos innecesarios, pero no sirvió de nada.

Nairu conocía cada rincón de esa casa, cada tabla que crujía, cada puerta que hacía ruido al abrir. El jueves siguiente, cuando Castañeda se emborrachó en el escritorio, como siempre hacía, ella bajó las escaleras en silencio total. Lo encontró durmiendo en el sillón de cuero, la botella de aguardiente medio vacía en la mesa, la boca abierta roncando alto.

Estaba completamente indefenso como un cerdo en el matadero. Nairu se quedó parada en la puerta del escritorio por un largo momento, contemplando al hombre que había destruido su vida. Era él quien había ordenado el hierro al rojo vivo en su rostro cuando tenía 13 años. Era él quien había firmado la sentencia de muerte de Itzel.

Era él quien se reía más alto cuando su madre se quemaba en la plaza pública. Ahora estaba ahí, gordo y borracho, completamente a merced de la mujer que había torturado por 14 años. “Patrón”, dijo ella despertándolo despacio. Castañeda abrió los ojos empañados tratando de enfocar el rostro de Nairu. “¿Qué quieres, negra? refunfuñó. “¿No ves que estoy descansando? Vine a despedirme, señor.

¿Despedirte? ¿A dónde vas?” Nairu mostró la navaja que brillaba a la luz de las velas del escritorio. “Voy a acompañar a mi madre, señor, y usted viene conmigo.” Castañeda trató de levantarse del sillón cuando entendió lo que estaba pasando, pero el alcohol hacía sus movimientos lentos y descoordinados.

Nairu fue más rápida. La hoja entró por la garganta y salió por la nuca, cortando todo en el camino. Sangre brotó por el sillón de cuero, manchando los libros de contabilidad, donde Castañeda anotaba el valor de cada esclavo que compraba y vendía. “¿Se dijo ella, limpiando la navaja por última vez? Castañeda aún estaba consciente, los ojos muy abiertos mirando el rostro cicatrizado de la mujer que lo mataba.

¿Por qué? Logró preguntar la voz saliendo como un susurro ronco. Es porque usted mató a mi madre, respondió Nairú con simplicidad. Ella enseñaba a niños a leer y usted creyó que eso merecía fuego. Era solo una negra, pero era mi madre. Y ahora llegó el momento de que ustedes lloren. Castañeda trató de decir algo más, pero la sangre llenó su boca.

Nairu esperó pacientemente hasta que él dejó de moverse. Después guardó la navaja entre los senos por última vez. Estaba terminado. Siete hombres habían firmado la sentencia de muerte de Itsel. Siete hombres pagaron con la vida por esa decisión. La promesa hecha ante las cenizas aún calientes de su madre había sido cumplida.

Ahora puede descansar, madre”, susurró Nairú al silencio del escritorio. Subió al cuarto, tomó la pequeña bolsa con sus pocas pertenencias y bajó nuevamente. Se detuvo en la puerta del escritorio para dar una última mirada al cuerpo de don Rodrigo Castañeda. Después caminó hacia la salida de la casa principal. Afuera, Córdoba dormía bajo el cielo estrellado de abril de 1858.

La región, que sería escenario de grandes levantamientos campesinos, aún no sabía que acababa de presenciar el nacimiento de una leyenda. La mujer de la cicatriz en el rostro había probado que el terror podía cambiar de dirección, que la venganza no esperaba la justicia de los tribunales, sino que hacía justicia con las propias manos.

Nairu caminó por las calles empedradas por última vez, llevando solo la navaja ensangrentada y la certeza de que había hecho lo que necesitaba ser hecho. Detrás de ella quedaba el séptimo y último cuerpo de una lista que había tardado tres semanas en completar. Una lista escrita no en papel, sino en la cicatriz que cortaba su rostro y en la memoria que no perdonaba ni olvidaba.

En las semanas siguientes, la noticia de las siete muertes se esparció por todo Veracruz como reguero de pólvora. En los barracones, los esclavos susurraban sobre la mujer de la cicatriz en el rostro que había vengado la muerte de la madre curandera. En las casas principales, los señores cerraban las puertas con llave y dormían con pistolas debajo de la almohada.

Fue la hija de Itsel, decía una voz baja en el barracón del ingenio San José. La de la cicatriz en el rostro, preguntaba otra. Esa misma cortó la garganta de los siete ascendados que mandaron quemar a su madre. La historia se transformó en leyenda. La leyenda se transformó en esperanza. Niños esclavos dibujaban letras en la tierra apisonada, recordando las lecciones que Itzel había enseñado.

Mujeres curanderas preparaban ungüentos usando las recetas que ella había dejado. Hombres planeaban fugas y revueltas inspirados en el coraje de su hija. “Si una mujer sola logró matar a siete ascendados”, decía un futuro líder de revueltas campesinas, “imaginen lo que podemos hacer juntos.

Los señores de esclavos de Veracruz nunca más durmieron en paz. Cada sombra en las calles de Córdoba recordaba a la mujer que había probado que la venganza no tiene color, no tiene ley, solo tiene motivo. Nairú desapareció de Córdoba en la madrugada del 18 de abril, tres días después de matar a don Rodrigo.

Algunos decían que había embarcado en un navío negrero como liberta falsificada. usando documentos que había comprado con las monedas de oro robadas de los muertos. Otros creían que se había refugiado en Palenques del interior veracruzano, donde su fama de Vengadora la haría bienvenida entre los fugitivos. La verdad es que nadie supo con certeza qué pasó con la mujer de la cicatriz en el rostro, pero su leyenda siguió creciendo, esparciéndose por todo el territorio mexicano como semillas llevadas por el viento.

En todo México, esclavos y peones contaban la historia de Nairu para los niños que trabajaban en los ingenios de azúcar. En las ciudades, negros libertos susurraban su nombre en las reuniones secretas. En los pueblos curanderas invocaban su protección al preparar remedios para heridas que no cicatrizaban. “Nairú de la cicatriz”, decían, “la que vengó a la madre y enseñó que el negro también sabe hacer justicia.

La navaja que había usado para matar a los siete ascendados también se volvió leyenda. Decían que estaba escondida en un barracón de Veracruz, esperando la próxima mano que supiera usarla bien. Otros contaban que Nairu se la había llevado consigo y que aún cortaba gargantas de señores crueles donde quiera que estuviera.

Lo que nadie negaba era el mensaje que había dejado grabado en la pared de la casa principal de don Rodrigo, escrito con la sangre del último muerto por cada madre quemada. Siete hijos del pagarán. Las palabras se quedaron en la pared por meses, resistiendo la lluvia y el tiempo, hasta que la nueva propietaria de la casa mandó cubrirlas con cal. Pero aún así, en las noches de luna llena, los vecinos juraban que las letras rojas volvían a aparecer, brillando en la oscuridad como una promesa que trascendía la muerte.

Desde aquella noche de abril de 1858, cuando cortó la garganta del séptimo y último ascendado, ningún señor de esclavos durmió completamente en paz en Veracruz, porque sabían que en algún lugar de México había una mujer con una cicatriz en el rostro y una navaja en la mano, lista para cobrar cada lágrima derramada por una madre quemada viva.

Y cuando el viento soplaba fuerte por las calles de Córdoba, levantando el polvo de las piedras españolas, los más viejos juraban que podían oír una voz que susurraba en el aire. Siete por una. La cuenta fue pagada, pero la lección quedó para siempre. La lección de que el terror no tiene color fijo, que la venganza no espera el permiso de nadie y que algunas cicatrices no cicatrizan porque no deben cicatrizar, deben permanecer abiertas, sangrando memoria, enseñando a las próximas generaciones que la justicia no es favor que se pide, sino derecho que se conquista, con la navaja en la mano y la cicatriz en el rostro como bandera de guerra. Acabas de

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