El sol comenzaba a caer detrás de las colinas áridas del desierto mexicano, tiñiendo el cielo de tonos rojos y dorados cuando el viento levantó una nube de polvo que parecía presagio de tormenta. En medio de aquel paisaje, una silueta masculina emergió firme con el sombrero echado hacia delante, ocultando la dureza de unos ojos que habían visto demasiado.

 Era Jacob, el ranchero, y su voz rompió el aire con un mandato que no admitía réplica. Métete adentro antes de que sea tarde. Su tono fue seco, contundente, cargado de la urgencia de quien conoce el peligro antes de que los demás lo perciban. La mujer que lo miraba desde el umbral de la cabaña se estremeció. María, con el vestido desgarrado y los cabellos revueltos por el viento, dudó.

 El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor desbocado. Y, sin embargo, sus pies parecían clavados en la arena. Los segundos se alargaron como siglos. María tragó saliva, incapaz de apartar la vista del rostro endurecido del ranchero. Bajo la piel bronceada por el sol, notó un destello insólito. No era ira, sino un miedo apenas contenido.

 Aquello la confundió más que la orden misma. Si Jacob tenía miedo, ¿qué clase de sombra se cernía sobre ellos? El aire vibraba con un sonido lejano, repetitivo, que poco a poco se fue definiendo. Cascos de caballos. Cada golpe contra la tierra se mezclaba con el rumor del viento hasta volverse un compás fúnebre que erizaba la piel.

 María quiso preguntar, pero la voz se le atoró en la garganta. Jacob dio un paso adelante, alargando el brazo con una firmeza que no permitía más vacilación. Sus dedos, endurecidos por años de trabajo en el campo, se cerraron sobre el brazo de ella con la urgencia de quien rescata algo demasiado valioso para dejarlo a la intemperie.

 No hay tiempo. Su voz, ahora más baja, vibraba con gravedad. Si quieres vivir, haz lo que te digo. María sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sus manos, temblorosas se aferraron al pequeño saco de tela que apretaba contra su pecho como si fuera un escudo. Dentro guardaba lo único que le quedaba de su vida pasada, aunque ni ella misma sabía por qué lo defendía con tanta desesperación.

Algo le decía que ese saco era la razón por la cual la perseguían, pero aún no podía enfrentar esa verdad. El horizonte comenzó a oscurecerse con figuras que se movían con inquietante precisión, siluetas a caballo envueltas en el resplandor anaranjado del atardecer. No eran viajeros ni campesinos. El orden perfecto con que avanzaban revelaba disciplina y la frialdad de su galope resonaba como una amenaza.

 María retrocedió un paso, por fin obedeciendo al ranchero. Pero en cuanto su pie tocó el interior de la cabaña, una sensación de vacío la golpeó. El interior olía a madera vieja, a aceite de lámpara y a encierro. El contraste entre la vastedad del desierto y aquella penumbra la asfixiaba.

 Jacob cerró la puerta de un portazo que estremeció las paredes. La madera astillada vibró como si a duras penas resistiera el peso de un destino inevitable. El eco fue tan seco que María lo sintió en los huesos. ¿Quiénes son? Se atrevió a preguntar con un hilo de voz, aunque sabía que la respuesta podía destruir la poca calma que le quedaba.

 Jako partó una cortina raída y se asomó por la ventana, el rifle en la mano. El arma era vieja, de cañón largo, con marcas de uso que contaban historias de batallas pasadas. Sin embargo, lo que más impresionaba no era la pistola, sino la forma en que sus manos, firmes como piedras en el campo de labor, ahora temblaban apenas.

 No lo sé, Jacob, murmuró, pero en su tono había más de lo que admitían las palabras. Lo que sí sé es que vienen por ti, María. se encogió apretando el saco con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Por ella, la idea la atravesó como un rayo. El sudor frío le resbaló por la nuca mientras los cascos, cada vez más cercanos, hacían temblar el suelo bajo sus pies.

 Un golpe contra la ventana rompió el instante. El cristal estalló en mil fragmentos y un disparo cruzó la penumbra incrustándose en la pared a pocos centímetros de donde estaba María. Su grito se ahogó en el mismo aire que vibraba con olor a pólvora. Jacob la empujó al suelo cubriéndola con su cuerpo.

 El rugido seco del rifle retumbó dentro de la cabaña y afuera se escuchó un relincho desgarrado, seguido por risas crueles. No eran meros ladrones. Aquellos hombres disfrutaban del miedo, se alimentaban de él. La lámpara de aceite colgaba del techo oscilando con cada estallido. Su luz vacilante arrojaba sombras danzantes en las paredes, sombras que parecían alargarse hasta convertirse en espectros.

 María respiraba entrecortado con el polvo del suelo pegándose a su rostro húmedo de lágrimas. Jacob la tomó del brazo con la misma urgencia de antes, y señaló una alfombra en el centro de la habitación. La apartó con una patada y reveló una trampilla de madera. El crujido de la bisagra fue un susurro de escape.

 “Por aquí”, dijo él la voz baja pero feroz. “Es nuestra única salida.” La madera de la puerta principal comenzó a retumbar bajo los golpes de botas y culatas. Afuera, voces graves gritaban órdenes en un idioma que se perdía entre el viento, pero el tono era inequívoco. Habían llegado.

 María descendió primero con el saco aún en sus manos y sintió el aire húmedo y frío del túnel subir a su rostro. Cada escalón era un latido más cerca de lo desconocido. Jacob bajó detrás cerrando la trampilla con cuidado, justo cuando un estallido anunció que la puerta principal había cedido. En el pasadizo subterráneo, la oscuridad era absoluta.

 Jacob encendió una linterna que llevaba colgada en el cinturón y el resplandor reveló paredes de tierra que parecían moverse con cada sombra. El túnel se extendía angosto serpenteando hacia la negrura. Sigue adelante. Pase lo que pase, no te detengas. La advertencia de Jacob retumbó más fuerte que cualquier disparo.

 María asintió, aunque la garganta le ardía de miedo. El saco pesaba en sus manos como una condena y cada paso que daba parecía arrastrar no solo su cuerpo, sino un secreto que aún desconocía. Entonces, una voz profunda descendió desde la trampilla abierta. Retumbó en las paredes del túnel como si la tierra misma hablara.

 No hay escape pequeña. El eco de esas palabras celó la sangre de María, se detuvo, los ojos muy abiertos buscando la mirada de Jacob. Él con el rifle alzado tenía el rostro endurecido, pero sus manos traicionaban el temblor de quien sabe que la batalla estaba perdida antes de empezar. Un disparo iluminó la oscuridad.

 La bala silvó a escasos centímetros de María, incrustándose en la pared con un chasquido seco. Ella se encogió cubriéndose la cabeza. Mientras el líder de los jinetes descendía lentamente, su silueta se recortaba contra la luz de la abertura superior, imponente, con una cicatriz que brillaba en la mejilla como un tajo de fuego.

 El cuchillo en su mano devolvía destellos plateados, reflejando la llama temblorosa de la linterna. “Dame el saco”, rugió avanzando paso a paso. “Sabemos lo que llevas y no saldrás viva de aquí si no lo entregas.” María retrocedió. El cuerpo pegado a la pared húmeda del túnel, el saco contra su pecho era ahora un peso insoportable.

Su respiración era tan agitada que parecía que todo el pasadizo iba a colapsar con ella. Jacob se interpuso apuntando con el rifle, pero la flama de la linterna revelaba lo inevitable. Sus manos no dejarían que apuntara con firmeza. El líder avanzó un paso más y el túnel entero pareció encogerse con él.

 El aire en el túnel se volvió más pesado, como si cada respiración le arrancara fuerza a María. Jacob, con el rifle temblando en sus manos, apretó los dientes, decidido a vender cara a su El líder, con esa sonrisa torcida que mezclaba burla y amenaza, parecía disfrutar del terror que generaba. María, entre soyosos, levantó el saco. El líder extendió la mano, confiado como quien ya saborea la victoria.

 

 

 

 

 

 

 Pero antes de que pudiera alcanzarlo, un destello inesperado cortó la oscuridad. La cruz de plata, la misma que su madre le había entregado años atrás, cayó fuera del saco y rodó por el suelo de tierra. La luz de la linterna rebotó en el amuleto, generando un resplandor extraño, casi vivo.

 El líder retrocedió un paso, su cuchillo titubeando en el aire. Su voz, antes firme se quebró en un gruñido. ¿Qué es eso? María, sorprendida por la reacción, se inclinó y alzó la cruz con ambas manos. Al contacto con su piel, un calor inusual la recorrió desde los dedos hasta el corazón. El metal ardía, pero no quemaba.

 Era como si la tierra, como si la cruz misma respirara. Los jinetes que esperaban arriba comenzaron a relinchar nerviosos. Sus caballos golpeaban la tierra y las voces de los hombres se llenaron de desconcierto. El líder, intentando mantener el control, levantó la pistola y disparó. El proyectil atravesó el aire, pero al chocar contra el resplandor de la cruz, se desvió con un chisporroteo, incrustándose inútilmente en la pared.

El silencio que siguió fue absoluto. Jacob aprovechó el momento. Su rifle, cargado de desesperación más que de pólvora, rugió en la estrechez del túnel. El líder recibió el impacto en el hombro y cayó de rodillas, gruñiendo de dolor. Sin embargo, incluso herido, su sonrisa no desapareció. “No entiendes lo que cargas”, escupió apretando la herida con una mano.

 “Esa cruz no es tu salvación, es tu condena.” Las palabras resonaron en la mente de María como una maldición. La cruz brillaba con intensidad creciente, iluminando el túnel como si el sol hubiera descendido bajo tierra. Los rostros de los enemigos que intentaban seguirlos se deformaron en sombras grotescas y sus gritos se mezclaron con relinchos de caballos desbocados.

 Jacob jadeando la empujó hacia delante. Corre ahora. María obedeció. El corazón a punto de estallarle. El túnel se estrechaba, pero al fondo una claridad natural prometía salida. Sus pies apenas tocaban el suelo mientras avanzaba, con la cruz en alto y el saco golpeándole contra el costado. Detrás de ella, el eco de los pasos del líder resonaba aún, acompañado de su risa ronca, una risa que ni la herida pudo apagar.

 Finalmente, la luz del exterior la envolvió. María emergió a la orilla del río, el agua helada acariciando sus tobillos. Creyó por un instante que estaba a salvo, pero la realidad la golpeó con la misma crudeza que el viento del desierto. Los jinetes la rodeaban formando un círculo cerrado de sombras y sombreros oscuros.

 El líder salió tambaleante del túnel, la camisa manchada de sangre, pero con los ojos ardiendo de triunfo. Levantó el cuchillo una vez más, la voz retumbando como un juramento. No hay salida, muchacha. Dame la cruz o morirás aquí mismo. María levantó el amuleto hacia el cielo teñido de rojo y una vez más el resplandor brotó más fuerte que nunca, obligando a los hombres y a sus caballos a retroceder con gritos desgarrados.

 El líder lanzó un alarido inhumano, su figura retorciéndose bajo aquella luz que lo consumía. Cuando la claridad se desvaneció, solo quedó el murmullo del río y el desierto en calma. María, arrodillada en la arena húmeda, miró la cruz entre sus manos. Sus lágrimas se mezclaron con el agua y en su pecho ardía una certeza nueva.

 Ese objeto no solo había salvado su vida, también había sellado un destino del cual ya no podría escapar. Yeah.